-Benavides
desea nombrarme su paladín, como a ti. Hace casi un año que el
resto de mi grupo fue masacrado. Dime, Fidias, ¿Cuánto tiempo has
pasado en solitario? -preguntó Tosha.
-Doce
años.
-¿Y
no sientes la soledad, sin compañeros?
-Es
mejor que verlos morir, una y otra vez.
Fidias
y Tosha habían conseguido llegar a la pequeña población de
Pontresina, en Suiza, para reunirse con el cardenal Benavides. Allí
habían preparado un refugio para ellos, meses atrás, y esperaban
estar lo suficientemente ocultos de los Giovanni, al menos hasta
recibir nuevas órdenes.
Los
vampiros de su linaje solían viajar despacio, y si lo hacían a toda
prisa, se arriesgaban a que el viaje los debilitara peligrosamente;
sentían un apego insalvable hacia la tierra que los había visto
nacer o crecer, y necesitaban dormir en ella. No era extraño que
fueran muy territoriales, o bien intentaran procurarse tantos
refugios como fuera posible. Para Fidias, que era paladín del
cardenal Benavides, y como tal debía actuar como su agente y
desplazarse con frecuencia, había sido una necesidad. Muchos
paladines solían ser guardaespaldas, pero el cardenal estimaba que
el vampiro contaba con ciertas habilidades que no se podían
desaprovechar; aunque a regañadientes, lo enviaba a menudo a
desempeñar misiones en lugares lejanos.
La
facción vampírica a la que pertenecían no creía en los
solitarios. Estaba organizada en una estudiada estructura de poder, y
los miembros menos poderosos se agrupaban en pequeñas unidades, al
modo de una familia o manada. Tanto Fidias como Tosha habían sido
parte de ellas; con el paso de los años, Benavides había juzgado
que el griego era lo suficientemente digno de convertirse en paladín,
y ahora servía directamente bajo sus órdenes. Al parecer, el
momento de Tosha había llegado también.
-He
pertenecido a cuatro grupos en los últimos quince años -continuó
Tosha, asintiendo a las palabras de Fidias-. Todos han acabado
muertos. No hay piedad para los nuestros, y la guerra nunca cesa.
Fidias
no respondió. Él también había pertenecido a pequeñas familias,
en su mayoría con jóvenes no-muertos cuya relativa inexperiencia
solía costarles la existencia, en enfrentamientos con otros seres
sobrenaturales. A su manera de ver las cosas, era mejor moverse en
solitario: no tenías que guardar las espaldas de nadie, ni
lamentarte por las bajas. Por supuesto, seguía celebrando ritos de
hermandad en las grandes reuniones con otros vampiros, pero no era lo
mismo.
-Lo
peor es cuando pierdes a la sangre de tu sangre -Tosha se miró las
manos-. Por cinco veces he otorgado el Abrazo, siempre siguiendo
órdenes; no eran más que soldados para nuestras filas, y todos han
muerto. El último, junto con mi último grupo... ¿Y tú? ¿Tienes
descendencia? -Fidias sacudió la cabeza- ¿Muertos, también?
-Nunca
he otorgado el don.
-¿Nunca?
-Tosha lo miró con asombro?- ¿No has sentido curiosidad, al menos?
Con una sangre lo suficientemente antigua como la tuya... ¿Nunca te
han ordenado crear progenie? -silencio-. El diablo se me lleve...
Benavides te debe tener en gran estima, si te guarda de tal forma
para sí... -sonrió irónicamente, mostrando uno de sus colmillos al
hacerlo- Tal vez se ha obsesionado con tu delicioso bouquet...
-Benavides
sólo bebe de jóvenes pre-púberes excepcionalmente hermosos, ¿no
lo sabías? -Fidias miró a su compañero con condescendencia. Éste
frunció el ceño, y al momento se arrepintió de sus palabras-.
-Te
ruego que me perdones... He bromeado a la ligera, y con mal gusto
-inclinó la cabeza-. Lo cierto es que ha sido la envidia quien ha
hablado... Desearía no haber tenido que crear descendencia, si no me
iba a ser otorgado el conservarla.
-Quizá
las cosas cambien, a partir de ahora.
Tosha
lo miró con detenimiento, en silencio. No conservaba la misma forma
que aquella noche, cuando habían compartido sangre por primera vez;
de hecho, no había vuelto a adoptarla, a pesar de lo mucho que el
vampiro ruso lo había deseado, ni habían vuelto a experimentar
aquella intimidad. Lo cierto es que habían puesto todas sus energías
en llegar a Pontresina lo antes posible.
Aquella
noche, Fidias tenía el aspecto de un muchacho bastante joven, de
menor estatura, con ondulados cabellos castaño claro, mejillas
levemente teñidas de rosa e inocentes y enormes ojos azules; Tosha
sospechaba que aquella forma estaba destinada a complacer al
cardenal. Con los años, aprendería que aquel vampiro sólo adoptaba
la que él llamaba "su auténtica forma" a petición de su
superior, o cuando compartía un momento íntimo, o cuando se
disponía a dar muerte a alguien y quería darle a conocer su
verdadero rostro.
-Acabo
de reparar en que no nos hemos presentado formalmente -Tosha sonrió
con cierto embarazo-. Mi nombre formal es Anton Serguéyevich
Sidelnikov. Soy digno hijo de mi tierra, aunque hace algún tiempo
que no he vuelto a pisarla. Y tú, ¿tienes otro nombre, aparte de
Fidias?
-No.
Fidias es todo lo que necesito -al ver la expresión de su
interlocutor, añadió:- Si alguna vez tuve otro nombre, ya lo he
olvidado.
Tosha
fue, en efecto, promovido al rango de paladín. En lo años que
siguieron actuó codo con codo con el griego en muchas ocasiones;
aunque ya no tuvieron que formar parte activa de ningún grupo,
Benavides les confiaba, a menudo, misiones conjuntas. Y cuando se
hubo convencido de que el hermoso vampiro rubio no sería tan fácil
de matar como sus anteriores compañeros, Fidias se complació en
tenerlo como aliado y arriesgar el cuello con él a su lado.
Tosha
también tuvo ocasión de descubrir que al cardenal no le gustaba
prescindir de la cercanía de su majestuoso paladín. Había oído
que Fidias era apodado, a sus espaldas, el
Cocinero del Cardenal.
En cierto modo, era apropiado; Benavides, como todos los de su
linaje, tenía gustos muy restringidos en lo que a alimentación se
refería, y no podía prescindir de víctimas dotadas de juventud y
hermosura. El griego era el artífice de la belleza de la que su
señor se nutría; haciendo honor a su nombre, tomaba a sus
materiales
vivientes
y los transformaba siempre en algo digno de él, como un escultor que
cincelara carne en vez de piedra.
A
menudo Tosha sentía celos de esta relación, de la dedicación que
Fidias ponía en lo que hacía, de la manera en que disfrutaba su
existencia. Su afán de poseerlo, tan intenso como aparentemente
fútil, resultaba tanto más frustrante cuanto que las oportunidades
de estar juntos y a solas eran muy escasas. Además, había
descubierto que parecía disfrutar sus relaciones con los humanos
tanto como las que tenía con vampiros. No solía matar para
alimentarse, si podía evitarlo; como si de una añada de vino
excepcional se tratase, atesoraba a los humanos cuya sangre le
complacía y volvía a beber de ellos una y otra vez.
Tosha
recordaba una ocasión en la que Benavides les había ordenado
obtener cierta información de un conde húngaro con fama de
retorcido. Tan fácil como habría resultado manipular la mente del
humano, Fidias optó por la solución elaborada, y decidió que
encarnarían a una pareja de hermanos gemelos y lo seducirían.
Tosha, asqueado por la repulsión que sentía, tuvo que luchar para
reprimir el impulso de romperle el cuello al repugnante conde. Su
compañero griego, curiosamente, pareció disfrutar de la
experiencia. Cuando, más tarde, se reunieron a solas en su refugio,
aún con los disfraces de los jóvenes gemelos, en todo lo que el
ruso podía pensar era en darse un baño con agua ardiente para
quitarse el asco de la piel y después en salir a cazar y tomarse su
tiempo desangrando y destrozando a cuantos humanos se pusieran en sus
manos.
Mientras
se arrancaba la ropa, percibió en su cabeza la risa silenciosa de su
compañero, que parecía burlarse de su evidente ira; al volverse
para enseñarle los dientes, se encontró con la mirada admirativa de
Fidias, bajo la forma, sí, de un adolescente delicado y hermoso,
pero inconfundiblemente él. Se calmó al instante; se miró al
espejo suspendido sobre la jofaina para verter el agua, y al ver de
nuevo el mismo rostro no pudo evitar sonreír; la sonrisa se hizo
incluso más ancha cuando Fidias se le acercó por la espalda y,
descansando la barbilla sobre su hombro, unió su imagen al conjunto:
dos hermosos jovencitos de claros cabellos rubios, con ojos del color
de las flores de lino.
-Perdón,
sé que no es de tu agrado, pero esta noche lo has hecho muy bien
-dijo el griego, a modo de disculpa-. Tienes mi palabra de que la
próxima vez lo haremos a tu modo.
-¿Por
qué te placen tanto? -preguntó Tosha, con desaliento, soltándose
el lazo del cuello.
-¿El
qué? -inquirió el otro, alzando las cejas y buscando sus ojos, sin
éxito.
-Los
humanos. Disfrutas su compañía; a veces, cuando, sin pudor,
compartes su lecho, se diría que gozas de ellos tanto como ellos de
ti...
El
tema que el despechado vampiro tocaba era, en cierta forma, tabú:
los vampiros no obtenían gozo físico del intercambio sexual.
Seguían existiendo, de manera sobrenatural, pero no por ello dejaban
de habitar una carcasa muerta, sólo animado por la sangre. Y sólo
por ella eran capaces de sentir placer.
Fidias
siguió reclinado sobre su compañero, contemplando sus reflejos,
durante unos instantes; después se encaminó al enorme diván
cubierto de mantas que había en la habitación, se reclinó sobre él
y comenzó a desvestirse lentamente.
-¿Sabes
qué tienen los humanos de especial, que me produce nostalgia y me
hace envidiarlos y, a la vez, me da el deseo de atesorarlos?: La
capacidad de sentir placer por partida doble gracias a esa estructura
frágil, precariamente animada por los latidos de un músculo, pero
extraordinariamente sensible. Todo se inicia cuando les ofreces una
visión de lo que ellos consideran su ideal de belleza, y no puedes
evitar sonreír para tus adentros porque sus corazones se saltan un
latido, y anhelan poseerte. Después comienzas a estimularlos con
caricias, tímidamente, demorándote en los rincones que sabes que
espolean su deseo, y oyes cómo se les acelera el pulso, y el ansia
de morder se hace más y más imperiosa; entonces es cuando comienza
mi juego.
"Llegados
a ese punto, ya sabes cuál es su apetito, sea vulgar u oscuro; ya
sea entrando en ellos, o dejando que entren en ti, o bien ambas cosas
a la vez, por un camino secreto o por varios, derribando las murallas
de la compostura y dejando que el raciocinio comience a desvanecerse
y todos los sentidos parezcan desconectarse salvo uno; o mejor dicho,
que todos los demás actúen sólo para mayor gloria y victoria de
ese único cuya puerta principal has franqueado bajo su cintura.
Tosha
se estremeció; volvió la mirada a su compañero, que ahora yacía,
desnudo en aquel disfraz delicado de piel rosada, sobre las mantas de
piel del diván. Se despojó de la camisa y se acercó, colocándose
de rodillas junto a él, contemplándolo desde lo alto, con los
labios entreabiertos. Fidias le devolvió la mirada con serenidad y
continuó.
-Entonces
cabalgas, aceleras, cargas, porque el tiempo de acechar ya ha quedado
atrás, y notas, por su calor, por sus mejillas ruborizadas, por el
estruendo de sus latidos, que están acariciando la cúspide, casi,
con las puntas de los dedos. Y experimentas desazón, como un golpe
en el pecho, porque sabes que quieres prolongar ese momento más allá
de a lo que sus físicos pueden aspirar. Y antes de que todo estalle,
muerdes.
Mientras
así hablaba, la apariencia de Fidias se transformó; estiráronse
sus músculos, blanqueósele la piel; largos y oscuros como ala de
cuervo crecieron sus cabellos, y palidecieron sus iris hasta no ser
más que dos aros de plata, brillantes e inmaculados como la piel
tersa de su vientre. Tosha se quedó, figurativamente hablando, sin
aliento; notó el hormigueo de sus colmillos, abriéndose camino a
través de su disfraz de humano, y terminó de librarse de la molesta
carga de su ropa. Y Fidias continuó.
-Y
cuando muerdes, y la sangre te llena la boca y comienza a nublar tus
propios sentidos, aún te ha de quedar razón para sentir, para oír
cómo sus corazones se desbocan en una carrera hacia la locura,
porque sus delicadas constituciones no saben cómo podrán con ello,
cómo contendrán a la vez el placer de la unión carnal y el de la
roja vida que está siendo bombeada fuera de su piel.
"Es
el momento en el que has de atreverte a deslizarte en sus psiques, tu
conciencia convertida en otro par de colmillos más, horadando y
bebiendo, como tu boca, de ese sentimiento puramente irracional que
es el dueño indiscutible de mentes y cuerpos, justo en esos
preciosos segundos antes de alcanzar el clímax. Si eres capaz de
mirar ahí dentro y hacer tuyo lo que veas, aunque sea una
fracción...
"Si
eres capaz, entonces ya nunca podrás olvidarlo. Nunca podrás gozar
sin ello.
Tosha
se tendió sobre el escultural no-muerto, en silencio, y remedando lo
que éste había hecho, alteró sus formas. El vampiro ruso se
transformó en una imagen especular: los mismos miembros de
alabastro, los mismos cabellos de azabache, que se mezclaron con los
de la figura tendida bajo él; la misma mirada inquietantemente
inhumana. Fidias contempló el reflejo de sí mismo y enmudeció
durante unos segundos. Luego, una vez que hubo admirado la perfección
de la obra, sonrió y acarició aquellos labios idénticos a los
suyos.
No
era esa la reacción que Tosha había esperado; lo deseaba más que
nunca, tanto que le dolía, pero quería llegar a él, tocar su fibra
sensible más íntima, hacerle sentir un anhelo como el suyo. Así
pues, por primera vez, y siguiendo el consejo que acababa de recibir,
se atrevió a bucear en la mente de Fidias.
Lo
encontró tan fácilmente que casi se sintió decepcionado, pero aun
así lo abrazó. Era una imagen pura e inmaculada, desplegada ante él
como una escultura exquisita que se pudiera contemplar desde todos
los ángulos a la vez. Y de nuevo se mimetizó en lo que veía: una
figura alta, más aún que Fidias, de piel sobrenaturalmente lisa y
descolorida por el paso de milenios; de cabellos morenos y
ensortijados, cejas espesas que velaban unos ojos de iris oscuros
como el carbón, e igualmente sombríos. Extendió la mano para tomar
audazmente a su compañero del mentón y vio que tenía los dedos
excepcionalmente largos y fuertes; abrió la boca, ancha y de labios
finos, y se maravilló modulando una voz ronca y muy profunda.
-Esto
es lo que deseas -afirmó, más que preguntó, Tosha, con su nueva
apariencia.
La
reacción de Fidias lo tomó por sorpresa. Había pánico,
estupefacción, incredulidad en sus ojos; se quedó inmóvil debajo
de aquella figura imponente, y su garganta enmudeció. Después Tosha
pudo percibir la lucha dentro de su compañero, el choque entre el
impulso de saciarse en él y el miedo de probar tan siquiera una gota
de sangre.
La
mano del ruso pareció moverse por iniciativa propia y acarició la
firme superficie entre las piernas de Fidias; para satisfacción
suya, éste las separó ligeramente. También por impulso, flexionó
el larguísimo dedo índice, que terminaba en una uña afilada como
una garra, y la hundió en el punto donde hubiera debido estar la
base de su miembro. Sonó un ligero crujido, y la sangre comenzó a
manar sobre la gran mano extendida; Tosha se apresuró a bajar la
cabeza, y su boca codiciosa se pegó a la herida y comenzó a beber
de ella, con su víctima voluntaria estremeciéndose bajo él.
Tras
un tiempo que para un humano serían muchos latidos, el festín cesó.
Fidias abrió los ojos para reencontrarse con aquel rostro, tan
cercano para él, suspendido sobre el suyo. Los labios rojos de
sangre se abrieron, mostrando cómo los colmillos perforaban la
lengua y dejaban caer unas gotas del espeso líquido sobre la boca
entreabierta.
La
oleada de deseo, de una fuerza indómita, que brotó del hermoso
griego golpeó a Tosha casi físicamente.
Lo
que siguió, el ruso lo recordaría siempre como la sesión de
lujuria más irracional que había experimentado hasta la fecha en su
larga existencia. Casi frenético, Fidias enlazó sus piernas
alrededor de su cintura, aprisionándolo, y haciendo crecer sus
colmillos hasta el extremo, los hundió en el labio inferior de Tosha
y dejó que la sangre manara a chorros y le bañara el propio rostro
antes de deslizar su lengua entre la carne sanguinolenta y comenzar a
succionar el preciado elixir. Tosha ahogó un aullido gutural y
necesitó de toda su fuerza para apartar a aquel ser ávido de su
boca y, a su vez, hincar los dientes en el cuello de mármol y volver
a saciarse.
Una
y otra vez mordieron, hundieron las uñas y bebieron uno del otro,
como animales en un frenesí de destrucción; ya no se sabía dónde
terminaba la boca de uno y comenzaba la del otro; ya no existían
límites para sus formas entrelazados, porque la carne se fusionaba
para tomar y aprisionar la silueta ajena como si fuera la propia,
como si todo fuera una entidad palpitante y temblorosa que estuviera
devorándose a sí misma. Y, de la misma manera que los cuerpos, sus
mentes se abrieron y proyectaron sus sensaciones, y hubo un momento
en el que fueron incapaces de discernir qué estaba experimentando
cada uno, pues no eran sino parte de un todo, inmenso y sobrecogedor,
insalvable como una ola gigantesca en la que sólo cabía ahogarse.
Cuando
se saciaron dejaron caer, aunque reluctantes, sus figuras teñidas de
rojo sobre el amasijo ensangrentado en el que se había convertido su
improvisado lecho, tan debilitados por el efecto de cien heridas que
apenas se atrevían a moverse, por temor a sucumbir al frenesí del
hambre. Fidias se obligó a abandonar el refugio y alimentarse antes
del alba; cuando regresó, compartió su botín con su exangüe
compañero, mordiéndose la lengua y dejándole beber, labios contra
labios como si de un dulce beso se tratase. A través de los párpados
entreabiertos observó cómo las heridas del ruso se cerraban, y cómo
se coloreaban ligeramente sus mejillas. Deseo
ver el rostro de mi Tosha, pensó,
y éste, con íntimo gozo, se despojó del disfraz y recuperó su
apariencia habitual; comprendió que, a pesar de todo, lo había
poseído voluntariamente a él, a Tosha, y no sólo a una ilusión
sustraída de su mente.
Luchando
contra el agotamiento, el rubio vampiro se la arregló para mezclar
en un solo cofre las tierras en las que ambos debían descansar. Su
compañero lo dejó hacer, con sonrisa divertida.
No
sabía si aquello funcionaría, pero poco le importaba: al menos por
un día, quería dormir enlazado a su amante.
Pasaron
años, alianzas, guerras, modas. Ideas nuevas cobraron forma y otras
cayeron en el olvido. Y los dos vampiros continuaron como siempre,
apenas cambiando, en medio de una vorágine de cambios, salvo para
hacerse más fuertes. Tosha no volvió a otorgar su Abrazo, en todo
ese tiempo: nadie le obligó, y él no sintió la necesidad, porque
tenía a Fidias. Al menos, cuando tenía la oportunidad.
Nunca
dejó de sentir celos de la alta figura oscura que, en cierta forma,
lo había poseído aquella noche. No intentó competir con él, no
obstante; sospechaba que nunca ganaría, y el solo pensamiento le
enfurecía y le resultaba doloroso. Hizo cuanto pudo por ahogarlo y
apartarlo de sí.
Con
Fidias aprendió también a apreciar a los humanos. En las numerosas
noches en las que se sentía solo y buscaba su compañía, y se
alimentaba de su placer a la vez que de su sangre, como le había
enseñado, el vínculo que lo unía a su amante palpitaba con más
fuerza en su interior.
Pero
lo que más le fascinaba era la embriagadora sensación de hundirse
en su carne blanca y beber de su torrente denso y poderoso; y cuando
percibía cómo renacía en Fidias, cada vez, el deseo, cómo le
atraía violentamente hacia sí, le mordía con ansiedad y bebía de
él hasta la extenuación... Entonces tenía el sentimiento visceral
de que eran uno.
Una
noche, a principios de los años treinta, tras una orgía, o festín,
o ambos, en una de esas bohemias fiestas de artistas en París, los
dos inmortales se encontraron solos por primera vez en casi un año.
Tras arrastrar a su compañero hasta el sótano de la casa en la que
pensaban pasar el día, Tosha lo abrazó con fuerza y lo besó,
mordiendo su lengua y tomando el primer sorbo de él en meses.
Súbitamente, el ruso se separó, aún sujetando su rostro entre las
manos, con una mirada de perplejidad.
-Tu
sangre...
-...
-Tiene
un sabor extraño. Me hormiguea en la lengua -Fidias introdujo la
suya y jugueteó con ella dentro de la boca de su compañero.
-Yo
lo veo todo en orden. Deben ser esas drogas que circulan con tanta
liberalidad entre los parisinos. O tal vez te has estado atiborrando
de alguno de esos jovencitos a los que eres tan aficionado, y has
olvidado mi sabor -sonrió, burlonamente-. Si no deseas continuar...
-Eso,
jamás -Tosha sonrió a su vez, y volvió a ocuparse de que resultara
imposible para ambos pronunciar palabra alguna.
Tosha
no volvió a hacer ningún comentario sobre la sangre de su amante;
tampoco dos meses más tarde, cuando se reencontraron, ni en el
cambio de estación, momento en el que tenía un sabor tan fuerte y
extraño que el ruso debía obligarse a tragarla rápidamente; apenas
bebía de él, sino que le dejaba saciarse a placer, y al siguiente
anochecer debía apresurarse y salir de caza, porque estaba famélico.
Todo
esto, obviamente, no pasó desapercibido a Fidias, a pesar de los
esfuerzos titánicos de Tosha de correr un velo alrededor de sus
pensamientos. Y finalmente, una noche de Diciembre en Barcelona,
después de tragar un sorbo, el vampiro rubio se llevó las manos a
la garganta, con un gemido; inclinó la cabeza, y entre sus labios
entreabiertos un hilo de rojo líquido comenzó a fluir hasta el
suelo. Fidias lo contempló, con el ceño fruncido; después lo tomó
por la nuca y miró en el interior de su boca. Las señales de
corrosión en las paredes rosadas, en la lengua y la garganta eran
bien visibles, a pesar de que la proverbial regeneración vampírica
estaba comenzando a sanar las heridas. Fidias comprendió, y sintió
un enorme peso en su corazón.
-Está
mutando -lo abrazó, presionando delicadamente su frente contra la de
él-. Lo lamento muchísimo; yo nunca deseé hacerte daño.
-Lo
sé bien -Tosha le abrió su mente, le mostró lo que había dentro
de él, sus sentimientos inmutables- y no me importa. Para mí, nada
cambiará.
Tosha
era sincero, pero estaba equivocado.
Fidias
había sobrevivido como inmortal durante siglos. Se había hecho más
y más fuerte, y como a veces ocurría a otros de su linaje, su
sangre había empezado a transformarse; el vampiro, sin verse no
obstante afectado por ello, era el recipiente de una letal marea tan
corrosiva como el ácido; cualquier ataque que implicara derramarla
podía resultar mortal para el agresor.
Pero
este fenomenal poder conllevaba un precio muy alto: el vampiro ya
nunca podría crear descendencia, ni sirvientes humanos. Y, en el
caso de Fidias, nunca podría volver a compartir su sangre de una
manera íntima como había hecho hasta entonces.
Los
dos paladines continuaron con su relación como si nada hubiera
pasado; el griego seguía saboreando el fluido vital de su compañero,
y a menudo usaba un humano como vehículo entre ambos, para que Tosha
pudiera beber de él y recrear la ilusión de que era directamente de
la piel marmórea de su amante de donde se alimentaba.
Pero
en su interior sabía que la sangre une a los vampiros, literalmente,
más que cualquier emoción. Sabía lo que Tosha sentía por él,
pero no pudo evitar que, con el tiempo, el hermoso ser de cabellos
color de bronce se fuera distanciando cada vez más, haciendo sus
encuentros más esporádicos. Fue por aquel entonces cuando Fidias
decidió hacerse con un lugar para vivir en Londres, al que podría
acudir para observar las idas y venidas de los vampiros por Europa.
Por primera vez en su existencia pasó varios años en un mismo
lugar, recluido en aquella casa, solazándose en la tarea de hacerla
su castillo.
Hasta
que llegó el día, una noche de Diciembre (y qué recuerdos no
dejaría de traer aquella fecha) en que Tosha llamó a su puerta, en
Londres, con un velo de preocupación ensombreciendo las bellas
facciones familiares. Lo besó, su ritual de siempre, y se quedó de
pie, en la oscuridad, mirando a través de los amplios ventanales a
la ciudad nocturna. Parecía incluso más joven, con aquellos anchos
tejanos negros desgastados y el grueso jersey del mismo color, la
broncínea melena estudiadamente descuidada, desparramada sobre sus
hombros.
-Mi
sangre está mutando -dijo, sencillamente, con calma. Fidias no hizo
ningún comentario; sabía que no era necesario-. Como no dispondría
de mucho tiempo, solicité de Benavides un permiso especial de varios
meses para retirarme y completar una búsqueda... Algo que debería
haberme llevado años, pero así son las cosas, supongo -sonrió-.
Quiero tener descendencia, Fidias; sabes que, desde que te conocí,
nunca volví a
Abrazar
a nadie, pero quisiera hacerlo, al menos una vez, antes de que pierda
mi oportunidad para siempre.
-Lo
comprendo -asintió su interlocutor-. Nunca he tenido progenie, pero
tú eres diferente. Entiendo cómo te sientes. Pero no era necesario
que vinieras a solicitar mi bendición; aunque me hace feliz saberlo,
y espero que te otorgue satisfacción.
-Al
contrario; necesito tu bendición más que nada en este mundo, porque
sin ti, no veo como podría hacerlo -Fidias lo miró gravemente y
aguardó a que se explicara. Tosha se volvió, y sus ojos se cruzaron
durante un largo tiempo. Aunque no necesitaban leer en ellos para
desnudarse sus almas-. Quisiera que condescendieras a ser su creador,
junto a mí; quisiera que mirases más adentro de su envoltura
exterior y trajeses a la luz la belleza oculta en sus rasgos; que, el
día de mañana, puedas mirarlo y decir, con orgullo, que también es
carne de tu carne, como será la sangre de mi sangre -ante el
silencio de su compañero, Tosha continuó-: Si no aceptas,
desistiré, porque Caín sabe que todo lo realmente hermoso que he
tenido en este mundo ha procedido de ti; no puede ser de otra forma.
-Quieres
parir sobre mis rodillas -dijo Fidias, con una sonrisa triste-. ¿Por
qué, Tosha? Sabes lo que siento al respecto.
-Sé
que pronto no podré volver a darte mi sangre -el ruso se acercó al
sillón donde descansaba su compañero. Extendió la mano y acarició
su mejilla fría y dura-. Quiero que tendamos un último puente entre
nosotros, un hijo que será de los dos y a través del cual podamos
llegar el uno al otro. Soy egoísta, lo admito, y quiero que sigas
perteneciéndome un poco -se colocó, a horcajadas, sobre su regazo,
y continuó acariciándolo; sin mover los labios, susurró:-
Busquemos
un
humano
ahora mismo,
porque
no
puedo
reprimir
el
deseo
de
hacer
el
amor
contigo...
Fidias
asintió.
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