2012/02/24

FIDIAS II: Contacto en Venecia






Fidias se encontraba sentado, en silencio, en uno de los salones exteriores de su magnífica casa en Hampstead, Londres. Contar cómo se hizo con una propiedad valorada en casi veinticinco millones de libras supondría tener que desgranar una complicada historia que envolvía a un par inglés, de carácter marcadamente bohemio y sin hijos, el mecenazgo de una imponente obra de arte y la suplantación de varias personas, actores en ese drama con tintes de comedia en que se convirtió todo el asunto. Baste decir que el vampiro deseaba tener un refugio en la transitada metrópolis, que le agradaba el ambiente cultural y artístico, que los magníficos jardines conferían al lugar una privacidad muy conveniente... y que sus gustos eran caros y exclusivos.

La mansión estaba, pues, rodeada por un extenso jardín con estanque y dos piscinas, una de ellas cubierta, y contaba con cuatro pisos en una planta de trazado casi cuadrado. El patio de luz interior con el que contaba había sido tapiado, con lo que las estancias centrales, sin ventanas, representaban un seguro lugar para que lo frecuentara un vampiro.

Pero había ocasiones en las que a su dueño le apetecía sentarse en un salón amplio y diáfano, sin iluminar, rodeado de enormes ventanales por los que contemplaba el paisaje nocturno de la ciudad, cuajado de luces. Aquella noche, la siguiente tras el abrazo de Elias, su creador se lo había llevado al Soho (presumiblemente, para enseñarle a cazar) y su anfitrión prefirió esperarlos en la privacidad de aquellas paredes familiares, abandonándose a los recuerdos. Aún sentía un regusto amargo por todo aquello; parecía el final definitivo de una era, y aunque sabía que las cosas continuarían más o menos sin cambios, la soledad que experimentaba se le había hecho más patente que nunca. Recordó...









Venecia, 1788, en uno de los ventanales del Palazzo de los Palladini en la fachada que daba directamente al Gran Canal; una hermosa dama, engalanada de fiesta, con largos cabellos negros que sin duda podían capturar el reflejo de la luna, se adivinaba reclinada sobre él, sola y en silencio. Desde la puerta de la habitación en la que se encontraba constituiría una estampa exquisita, con su delicada figura dibujada en la penumbra, sus finos brazos desnudos descansando en la baranda de piedra, su mejilla sobre ellos... Esa era la impresión que esperaba causar cuando aquel a quien esperaba cruzara la puerta, al menos. En vez de ello, fue sobresaltada por ruidos provenientes del ventanal contiguo, y luego por una voz:



-Te contemplé desde la calle, y tu visión espoleó mis apetitos más allá de toda medida. Me tomé todas las molestias para llegar hasta aquí, y cuál no será mi frustración al descubrir que... no eres buena para comer.



La dama se volvió, rápida como el rayo, para enfrentarse con el recién llegado. A pesar de la oscuridad, sus sentidos agudizados le revelaron que era un hombre joven, de menos de treinta años, de cabellos rubios y ojos color miel, y piel blanca, pero con un saludable tono en sus mejillas. Hablaba veneciano con un inconfundible acento de Europa Oriental... y era un vampiro. No le cupo duda alguna, incluso antes de que él sonriera abiertamente y mostrara sin ambages la silueta de sus puntiagudos caninos.

Estudió rápidamente la situación: ¿Se trataba de un enemigo, o un simple curioso que sólo buscaba un humano para alimentarse? ¿Tendría tiempo de eliminarle antes de que su verdadero objetivo apareciera? Y, sin embargo, debía ser un recién llegado a la ciudad o un errante, pues decididamente no era ninguno de los miembros de la familia Giovanni que controlaban la república, y no parecía portar ningún tipo de máscara.

Como si leyera sus pensamientos, el vampiro de cabellos color de bronce alzó las manos en un gesto de paz.



-No soy un enemigo, te lo aseguro. Puedo ver que no eres Giovanni, así que es posible que tengamos conocidos comunes -un sonido que venía del corredor al otro lado de las puertas les hizo volver la cabeza al unísono-. Vaya, parece que tenemos visita.



-Esfúmate o me ocuparé de ti más tarde -ordenó la mujer, con un veneciano perfecto.



El desconocido sonrió burlonamente pero desapareció en la habitación contigua. En cuanto a la dama, adoptó de nuevo la cuidada postura y aguardó. La puerta se abrió en silencio merced a sus bisagras bien aceitadas y alguien entró en la cámara, resoplando sonoramente. Pareció detenerse a recuperar al resuello, aunque pronto lo perdió de nuevo, porque, efectivamente, la visión del ventanal le plació sobremanera.

La dama se incorporó, seductora, y extendió la delicada mano a su acompañante, un caballero barbudo y de oronda figura. Respecto a lo que siguió a continuación... Bien, los gemidos, suspiros y jadeos, cuyo sonido llegaba a la ventana, dieron una idea bastante aproximada de la escena que se desarrolló.







-A fe mía que eso ha sido rápido.



La dama terminó de soltar las amarras de su bote, sin volverse. Sabía que el vampiro con acento extranjero la abordaría al abandonar la casa de los Palladini ; sabía también que haría algún comentario jocoso, dado que no habría podido resistir la tentación de quedarse a escuchar. Al menos no había tenido ocasión de oír nada relevante.



-Sube y guíame a tu refugio, si no quieres tener la ocasión de contemplar tu propia figura desde dos cuerpos de distancia -demandó la dama; el interpelado frunció el ceño con preocupación bien simulada, pero obedeció.



Al cabo de un rato, llegaron a un portón en un estrecho callejón, con un gancho oxidado al que el vampiro amarró la embarcación. El agua llegaba justo al borde. Abrió las puertas de madera con refuerzos de metal y miró a su compañera; al ver que ésta dudaba, se inclinó en una ampulosa reverencia, señalando el interior.



-Te ruego que me hagas el honor de ser mi invitada; mas, si no te inspiro confianza, perdona mi osadía si cruzo delante de ti.



Mostró su jocosa sonrisa y así lo hizo; ella le siguió hasta la oscuridad que reinaba en el interior, tras esperar a que volviera a atrancar las puertas. Caminaron a través de un pasillo húmedo y maloliente, oscuro como boca de lobo, con los pies parcialmente sumergidos en el agua. Subieron entonces unas escaleras que desembocaban en una cocina vacía y polvorienta; de ésta, pasaron a una sala con desvencijados y carcomidos muebles de madera; de nuevo unas escaleras y, finalmente, una alcoba con un saloncito, que parecían apenas habitables. Al fin el anfitrión se detuvo a prender una luz. La dama miró alrededor con desaprobación; el desconocido rió entre dientes, extendió su capa sobre una silla con respaldo de raído terciopelo y se la ofreció a su invitada.





-¿No vas a decirme un nombre, señora? -le preguntó mientras se sentaba.



-Después de ti. En cualquier caso, me interesa mucho más el de esos conocidos comunes que insinuaste.



El vampiro sonrió, haciendo un gesto aparentemente casual con las manos, y se despojó de sus guantes. Ella alzó las cejas en una mueca de comprensión, y realizó el mismo gesto.

En el mundo de los vástagos, lo no muertos, había diferentes facciones; algunas independientes, otras en conflicto, y todas ellas con diferentes agendas. Determinadas señales se habían establecido para que los miembros de una de las dos facciones más numerosas pudieran reconocerse entre ellos; en la ciudad de Venecia, si no pertenecías a la familia Giovanni, una facción independiente, tu existencia podía correr un serio peligro... Era extremadamente arriesgado interferir en sus asuntos, y toda la república parecía ser, de hecho, asunto suyo.



-¿Quién te envía? -preguntó ella.



-El cardenal. Me indicó que encontraría a uno de los nuestros, pero no me ofrecieron más detalles. Aparte, por supuesto, de una pormenorizada descripción de todos los Giovanni de la ciudad. Cabía la posibilidad de que fueras un errante o uno de los otros, claro está, pero... Bueno, esa amenaza tan encantadora de que contemplaría mi propio cuerpo desde la distancia es tan propia de los nuestros, que no me dejó muchas dudas -sonrió de nuevo, luciendo los colmillos; parecía ser de natural burlón, y a la luz de las velas la dama pudo apreciar con más detalle la hermosa fisonomía del vampiro, sus largos cabellos rubios, recogidos en una cola (no llevaba peluca); el brillo dorado de sus ojos color de miel, a la luz de las velas; el delicado rubor de sus mejillas, lejos de la palidez típica de los de su especie...- Por cierto: para cuando desees dirigirte a mí con un apelativo que no sea un insulto, puedes llamarme Tosha; a tus pies, mi señora.



-Yo conozco un lugar con un nombre parecido... Mas tú no pareces turco, y tu acento, tampoco.



-Es un nombre ruso, señora; en cuanto a mi acento... ¡Ay! Me temo que llevo poco tiempo familiarizándome con estas tierras... Y digo "tierras" por referirme a ellas de alguna manera, dicho sea de paso -mientras hablaba se despojó de su ornada levita y se aflojó el lazo-. Y vuestra gracia se llama...



-Señora bastará por ahora -Tosha hizo un mohín de disgusto-. Y dime, ¿su eminencia Benavides ha encontrado algún motivo de queja en mi proceder, y te ha enviado para vigilarme?



-¡Ja, ja, ja...! En absoluto, señora. Te las has arreglado muy bien con ese cerdo cebado de Palladini, al que confieso, no obstante, que no me acercaría ni para hincarle el diente...



-¿Me provocas deliberadamente? -preguntó ella con frialdad, y una acerada mirada de sus ojos oscuros- Porque no he recibido ninguna orden respecto a respetar tu cuello.



Había petulancia en su voz, y desdén, pero Tosha tuvo la certeza de que no bromeaba. No parecía tener sentido del humor; desde luego, no compartía el suyo... El vampiro le devolvió la mirada, con una media sonrisa.



-Tal vez; o tal vez sólo esté celoso de que ese saco de grasa humano reciba de ti favores con los que yo sólo puedo soñar. Pues eres extremadamente bella, señora; me parece un gran desperdicio.



-Pero no lo sería si los favores te son entregados a ti; ¿es lo que quieres decir? -apuntó ella, tras unos instantes de vacilación. No había esperado una declaración tan directa.



-Mi sangre es tan buena como la de cualquiera, y mejor que la de muchos. Disculpa mi franqueza, pero no creo que nadie pueda evitar desearte. Ha pasado mucho tiempo desde que he tenido intimidad con uno de los nuestros.



-Cuán halagador -se mofó la mujer, y luego miró a su espalda, a la alcoba y a la cama con dosel junto a las que se encontraban-. Se me antoja que ya venías con esa intención, al traerme a esta pieza para mantener nuestra charla -se levantó rápidamente y caminó hacia ella; cuando se volvió, Tosha ya se encontraba a su espalda. Ya no sonreía, y había un profundo deseo en su mirada.



-Te doy mi palabra de caballero de que te dejaré saciarte -susurró éste a su oído, hundiendo la nariz tan cerca de su piel como era capaz, para aspirar su aroma. Ella se apartó, sentándose en el lecho, y dejó caer el dominó a sus espaldas. Llevaba un vestido de seda de un azul muy intenso, y un lazo con una flor de ese mismo material al cuello.



-Desvístete -ordenó la dama, con calma.



Tosha abrió la boca para hacer un comentario; como se percató de que estaba forzando su suerte, se lo pensó mejor y simplemente obedeció, arrojando sus ropas al suelo. Se desató el lazo que sujetaba sus cabellos y los dejó desparramarse sobre los hombros, como una broncínea cortina de ondas sedosas; brillaban a la luz de las velas. Brillaba también su piel lampiña, como porcelana con pálidos tintes ocres, tersa y firme sobre el bello relieve de sus músculos. Sobre el área desnuda de su bajo vientre, bajo su fino y dorado vello púbico, descansaba, como tallado en piedra, su miembro en reposo.

Hizo ademán de acercarse, pero ella le detuvo con un gesto de la mano y siguió sometiéndole a escrutinio. Tosha, seguro de su atractivo, la dejó hacer, y tampoco se movió cuando ella se reclinó sobre la cama para tener una perspectiva de su espalda coronada en oro, y de sus nalgas redondeadas con sus suaves depresiones laterales. Con la agilidad de un gato se encaramó al lecho, a horcajadas sobre ella; sus piernas aprisionando los muslos de la mujer, que cubrían varias capas de tejido; sus manos a ambos lados del pálido rostro.



-¿No bendeciré yo mi suerte, recibiendo la merced de contemplar lo que ocultan estos tupidos ropajes? -preguntó, clavando sus ojos en los de ella; tenían un brillo dorado del que antes carecían.



La dama lo contempló, con expresión inescrutable; repentinamente se deslizó entre sus piernas, desplegando tras de sí la oscura cascada de cabellos negros. Tosha sintió un punzante dolor que le hizo apretar los dientes, cuando la vampira clavó los suyos en la cara interna de su pene. Mas cuando empezó a succionar el espeso líquido rojo, el dolor se trocó en goce; sintió que le abandonaba la fuerza de sus brazos y estos se doblaron, haciéndole sepultar el rostro en la colcha de brocado.



-¡Oh...! Sí... Ah... -su boca se abrió de par en par; sus encías parecieron retraerse, exagerando la longitud de sus aguzados caninos. Tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no tirar violentamente de aquella cabellera perfumada y obligarla a yacer de nuevo a su merced, para acceder a la pálida carne y hundir los dientes a placer, y beber hasta aplacar su ansia- Hmm... Detente... -jadeó- Te lo ruego...



La mujer se detuvo en seco. Tosha se encontró, en una fracción de segundo, con la espalda sobre el colchón, las piernas aprisionadas por las de ella, los brazos inmovilizados a ambos lados de su cabeza.



-¿Estás sediento? -preguntó ella, muy seria-. Pues ven a saciarte, si puedes.



El vampiro sonrió con resignación, casi disculpándose.



-No creo que merezca la pena intentarlo...



-¿Por qué? ¿Tan poca confianza te merecen tus habilidades? -él gesticuló, aparentando indiferencia- No te esfuerces: sabes quién soy. Puedo ver mi nombre en tu mente.



-Admito que el cardenal añadió ese detalle... Y admito que ya había oído hablar de ti...



-¿Y qué habías oído? -lo aferró con más fuerza, lo suficiente para comenzar a lastimarlo. Notó cómo la carne de su presa cedía ligeramente bajo sus manos, como amoldándose a la presión.



-Lo suficiente para desear seducirte... Está bien: para esperar que consintieras en seducirme... y me mostraras tu auténtico semblante.



-¿Es que no te basta éste?



-Confieso que, radiante como eres ahora, mis gustos siempre se ha orientado en otra dirección...



-Cuán arrogante.



Lo mordió en el cuello y bebió de él una vez más. Después desapareció como una exhalación, dejando a un debilitado Tosha, desnudo, sobre el lecho revuelto. Éste se incorporó, maltrecho, y comenzó a vestirse, mientras sus heridas se cerraban. Maldición, me temo que no ha ido como esperaba, pensó. Y para colmo de males, tengo que volver a salir de caza...







Los Palladini celebraban una magnífica fiesta para celebrar la reciente construcción de su Palazzo en el Gran Canal. Cientos de luces en los ventanales rielaban sobre las sombrías aguas, como luciérnagas en apretada corte alrededor del dibujo de la luna creciente. Nobleza y adinerados comerciantes se codeaban en los relucientes salones, y entre ellos, los verdaderos amos de Venecia, los Giovanni. El lugar se contaba entre los más seguros de la ciudad: vigilantes, tanto humanos como sobrenaturales, se cuidaban de controlar el acceso; el propio dueño de la casa, Giuseppe Palladini, era vasallo de la poderosa familia de vampiros, y le iba la vida en ello. Ya se ha tenido ocasión de echar un vistazo a su oronda silueta en la oscuridad nocturna, en un encuentro amoroso con la que ha venido siendo su amante por cuatro años, la exquisita Venanzia Campello, la de lustrosos rizos negros. Y como debía obrar con prudencia ante su legítima esposa, y sentía por Venanzia una pasión y confianza ciegas, Giuseppe siempre abría para ella las puertas de su morada, en secreto, pero sin reservas.

Aquella noche no fue una excepción; el señor de la casa se las arregló para arañar unos minutos de su papel de anfitrión y fue a recibir, con besos y abrazos, a la bella joven que era dueña de sus apetitos. Con promesas de atenciones más tardías la dejó en el aposento y corrió a atender sus deberes.

El signore Palladini era astuto, buen fisonomista y gran conocedor de las personas; por eso resultaba paradójico que nunca se hubiera dado cuenta de que su amante Venanzia, a la que conoció años atrás, y aquella a quien había dejado en la alcoba no eran la misma persona. Algunos minutos más tarde, la habitación donde ella debía esperar estaba vacía.



A la galería llegaban ecos amortiguados de los sonidos de la fiesta. Dos guardias armados, con sendos mastines olfateando al extremo de cadenas, aguardaban a que sus señores aparecieran. Al oír ruido de pasos, se alejaron a un extremo del pasillo, dejaron a los perros tras la puerta y volvieron a su posición. Palladini apareció, todo reverencias hacia una figura de aspecto pequeño y frágil que le acompañaba: Silvanio Giovanni. Podía, en efecto, ser pequeño, pero en modo alguno frágil; venía siendo sirviente de sangre de la familia durante más de cinco décadas, y generalmente era inaccesible porque se manejaba con gran discreción y siempre iba acompañado de una cohorte de guardaespaldas. Palladini y él procedieron a tratar sus asuntos, mientras los guardias permanecieron algo apartados, junto a una de las estatuas que flanqueaban la galería.

Fue una lástima que no prestaran especial atención a la estatua. Era un hermoso trabajo en mármol blanco, a tamaño natural; representaba a un joven en la plenitud de su belleza física, posando a la manera del David de Michelangelo, con largos y flotantes cabellos esculpidos a lo largo de la espalda. Si hubieran tenido un moderado interés por el arte, habrían reparado en ella, y quizá habrían podido observar cómo la estatua comenzaba a moverse silenciosamente; sus cabellos esculpidos se tiñeron de negro, así como sus cejas; largas pestañas de ébano brotaron de sus ojos, en los que se dibujaron un pálido iris y pequeñas pupilas. Tal vez habrían percibido cómo los extremos de sus brazos dejaban de ser manos y se convertían en dagas de hueso afilado y se estiraban hasta alcanzar sus nucas... Y cómo se hundían hasta sus gargantas, de manera que sólo pudieron emitir un gorgoteo ahogado antes de morir y ser depositados gentilmente en el suelo.

Lo que siguió ocurrió con gran celeridad. Primero, la blanca figura bajó de su pedestal y se colocó, rápida como el rayo, a la espalda de Giuseppe Palladini; uno de sus apéndices, ahora tornado en una plana hoja afilada, sesgó la cabeza del corpulento humano, la cual comenzó a caer al suelo. Antes de que completara su trayectoria, Silvanio Giovanni ya había alcanzado la puerta tras la que aguardaban los mastines y había estirado la mano para abrirla; la figura blanca, dejando una estela de gotas de sangre tras de sí, se había colocado a la espalda del Giovanni, aún con tiempo para maldecir su suerte: no había contado con tener que lidiar con los perros, y sin duda empezarían a ladrar en un segundo.

Su apéndice punzante atravesó al hombrecito justo por el corazón; la cabeza de Palladini cayó al suelo y rebotó, con un ruido sordo.

Y los perros no ladraron.

El ser perdió tan sólo unos segundos en registrar el cadáver del Giovanni y apoderarse de un gran colgante que pendía de su cuello, antes de huir por el otro extremo del pasillo. Se detuvo ante el primer ventanal que halló, y sus brazos comenzaron a estirarse y afinarse... Y una voz conocida, en su cabeza, pareció gritar: ¡No! ¡Tiradores! Salta!

Tras dudar durante un segundo, la figura simplemente saltó al canal, en vez de intentar la huida aérea que había planeado; hubo un chapoteo, y luego el silencio.



No mucho tiempo más tarde, dos personas se reunieron en una de las pequeñas islas que formaban parte de la ciudad. Se detuvieron ante las ruinas de una construcción; al menos un ala aún quedaba en pie y, escondida entre las sombras, se hallaba una pesada puerta de metal cerrada a cal y canto. Una de las personas le tendió un objeto a la otra: algo que colgaba de una cadena... Quien lo recibió comenzó a recitar un ritual en voz queda que le permitió, junto con el colgante, franquear la puerta y desaparecer en el interior. Los minutos parecieron arrastrarse perezosamente antes de que volviera a salir. Cuando lo hizo, ambos caminaron hasta la orilla, a un bote de remos donde les esperaba un tercero, y se alejaron a buen ritmo hacia tierra firme.









-No quisiera ser presuntuoso, pero la situación habría podido ser muy diferente si no te hubiera echado una mano, allá en el Palazzo...



La voz de Tosha dejaba traslucir regocijo y cierta ironía al dirigirse a su acompañante, una alta figura que permanecía encapuchada, en el refugio que ambos compartían y que les protegería del cercano amanecer.



-Los perros. No contaba con ellos -respondió el encapuchado. Para satisfacción del vampiro ruso, su voz sonaba muy diferente a la primera vez que la había escuchado... Definitivamente, no como una mujer.



-Yo sí. Observé a los guardias que los conducían, antes de que entraran en la casa.



-Pero no ladraron.



-No; me cuidé muy bien de que no lo hicieran. A diferencia, según parece, de ti, yo poseo modestas habilidades con los animales. Pero debo felicitarte -se apresuró a añadir, con una sonrisa-. Todo ha salido a la perfección; el inaccesible Silvanio Giovanni ya no es tal, y su secreto está ahora en poder de nuestro hermano, y pronto llegará a las manos de su eminencia. Me pregunto qué habría tras esa puerta... -como su interlocutor no contestara, Tosha lanzó un suspiro bien simulado- ¡Ah! Supongo que no es asunto nuestro. En fin... Sólo nos queda rogar para que hayamos puesto suficiente tierra por medio entre los Giovanni y nosotros, hasta el próximo anochecer -Tosha lanzó una mirada de reojo a su compañero-. Y ahora, ¿qué te parece si, como agradecimiento...?



-Desearía poder asearme -le cortó éste-. Aún conservo el olor de las aguas pestilentes del canal.



El ruso señaló la estancia contigua, y allá se encaminó el hombre de la negra capa. Tosha aguardó un rato, oyendo los sonidos apagados de agua vertida y chapoteos. Cuando ya no pudo aguantar la curiosidad, tomó una luz, se acercó y contempló desde la entrada. Vio la gran tina de metal en la que se sentaba una figura marmórea, de largos cabellos negros, húmedos, que le cubrían parcialmente la espalda. Se acercó muy lentamente, espiando las reacciones de su compañero; divisó los largos brazos y piernas del vampiro, que emergían de la poco profunda capa de agua...

Repentinamente, éste se puso de pie, en toda la longitud de sus ciento noventa y cinco centímetros, y Tosha se perdió, por primera vez, en la contemplación del físico de Fidias, sobre el que se deslizaban las gotas de agua como si de piedra se tratase. Sus ojos se centraron en el pubis desnudo y liso; luego buscó la perturbadora mirada de aquellos ojos sobrenaturales, el asombro y la admiración pintados en los suyos, de color dorado.



-Por Caín -susurró, con reverencia, cuando fue capaz de articular palabra- que sois hermoso.



Fidias no pudo evitar esbozar una sonrisa: que alguien tan verboso como este vampiro se quedara sin saber qué decir era todo un prodigio. Y tal vez fuera esa suave curva de sus labios la que alentara a Tosha a estirar sus manos indecisas y, muy delicadamente, acariciara la piel de las blancas mejillas, o se atreviera a deslizar un dedo a lo largo de los ojos semi-cerrados para experimentar el roce de las sedosas pestañas oscuras. Mármol y seda, se encontró pensando el rubio vampiro.

De la seda del pelo negro pasó a centrarse en la elástica rigidez de los labios entreabiertos, que dejaban ver sus dientes parejos, sin rastro de señales que delataran su condición de depredador. Era extraño: todos los vampiros que Tosha había conocido, (incluyendo los del linaje de ambos, que eran capaces de cambiar de forma, a menos que quisieran disfrazarse de humanos) mostraban sin reparos sus colmillos. La mayoría no podría ocultarlos, ni aunque quisieran, y el resto simplemente se sentía orgulloso de ellos. Pero éste que se alzaba ante él aún no los había mostrado. Inconscientemente alargó el cuello y posó sus labios rosados sobre los de su compañero, recorriendo su bello contorno; ambos eran secos y duros al tacto, y el ruso se mordisqueó ligeramente la lengua para hacer que la caricia se tornase húmeda y cálida, bañada con su sangre. Comprobó con placer cómo Fidias se abría camino con su propia lengua y la introducía en su boca, saboreándolo, y luego deslizaba la punta bajo uno de sus colmillos, como si buscara justo aquello de lo que carecía en ese momento. Audaz, Tosha se atrevió a presionar hasta perforarla; no encontró resistencia, y de la herida brotó sangre densa y deliciosa que se mezcló con la suya, y que se apresuró a probar por primera vez, cerrando los ojos para abandonarse al placer.

De alguna manera aquella gentileza de Tosha, que contrastaba con sus maneras y sus deseos, la delicadeza con que lo había mordido, el modo en que las yemas de sus dedos lo acariciaban apenas rozándolo, como sin atreverse a tocarlo, espoleó los propios deseos de Fidias. Sus dedos fuertes y hábiles despojaron a su compañero de sus ropas rápidamente, mientras éste bebía de él, en éxtasis, y tendiéndolo sobre el suelo de piedra, sin liberar sus labios, procedió a recorrer aquella piel desnuda con sus manos, trazando sus relieves con la punta de los dedos, demorándose en cada hueco, entre las clavículas, bajo las axilas, sobre el ombligo, a ambos lados del perineo... como si quisiera memorizar cada detalle y cada textura.

Interrumpió entonces el beso, para descontento de Tosha, quien, sin embargo, le dejó hacer; acariciando sus cabellos color de bronce, lo obligó a estirar la cabeza hacia atrás, de manera que pudiera acceder a la suave piel del cuello justo sobre la nuez. La uña de su dedo índice se transformó en una garra, con la que perforó la carne, corriendo con su lengua a cubrir el corte para que no se derramara ni una gota de sangre; absorbió con intensidad. Tosha se estremeció, mitad de dolor, mitad de deleite, pero mantuvo la cabeza de cabellos morenos contra su herida, con los dedos entrelazados en los suaves mechones. Después de un largo rato, se separó con reluctancia, se lamió los labios y miró a su compañero a los ojos; a través de los párpados entornados, unos iris apenas plateados se derramaron sobre brillantes pupilas de color de miel dorada. Donde desees, susurró directamente en la mente de Tosha; Tanto como desees.

El vampiro ruso no necesitó más invitación y saltó como un resorte, haciendo rodar a Fidias para colocarse, esta vez, sobre él. Sin dejar de mirarlo, volvió a morder en su lengua, esta vez con más voracidad, y dejó que la sangre inundara su boca antes de sorber, con fruición, hasta la última gota. Después, como el otro había hecho primero, modeló su dedo índice como una garra; pero en lugar de utilizarla sobre la pálida superficie de alabastro, la hundió en la parte izquierda de su propio cuello, mientras se inclinaba y mordía en el mismo lugar a su compañero: los largos dientes horadando, con un crujido, la carne dura y flexible a la vez, haciendo que una bocanada de sangre caliente entrara a través de sus labios, y bebiendo, bebiendo, a la vez que Fidias hacía lo propio con él. Es difícil explicar en términos humanos la sensación: como sentir que tiran de ti con fuerza mientras tú haces lo propio; como ser penetrado violenta y profundamente cuando ya estás dentro de alguien con toda la avidez de tu deseo; solo que el placer de la sangre es más intenso que todo eso, porque nubla los sentidos de tal forma que el éxtasis te desconecta de tu entorno, y ya no hay nada más, sino la vida caliente y roja que bombea, hacia el interior y hacia el exterior, y el martilleo de un corazón gigantesco en tus oídos.





Amanecía; a regañadientes, ambos vampiros se separaron de su abrazo y se arrastraron hasta los cofres donde habrían de yacer durante el día, descansando desnudos en un palmo de tierra.





      
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