Fidias
se encontraba sentado, en silencio, en uno de los salones exteriores
de su magnífica casa en Hampstead, Londres. Contar cómo se hizo con
una propiedad valorada en casi veinticinco millones de libras
supondría tener que desgranar una complicada historia que envolvía
a un par inglés, de carácter marcadamente bohemio y sin hijos, el
mecenazgo de una imponente obra de arte y la suplantación de varias
personas, actores en ese drama con tintes de comedia en que se
convirtió todo el asunto. Baste decir que el vampiro deseaba tener
un refugio en la transitada metrópolis, que le agradaba el ambiente
cultural y artístico, que los magníficos jardines conferían al
lugar una privacidad muy conveniente... y que sus gustos eran caros y
exclusivos.
La
mansión estaba, pues, rodeada por un extenso jardín con estanque y
dos piscinas, una de ellas cubierta, y contaba con cuatro pisos en
una planta de trazado casi cuadrado. El patio de luz interior con el
que contaba había sido tapiado, con lo que las estancias centrales,
sin ventanas, representaban un seguro lugar para que lo frecuentara
un vampiro.
Pero
había ocasiones en las que a su dueño le apetecía sentarse en un
salón amplio y diáfano, sin iluminar, rodeado de enormes ventanales
por los que contemplaba el paisaje nocturno de la ciudad, cuajado de
luces. Aquella noche, la siguiente tras el abrazo de Elias, su
creador se lo había llevado al Soho (presumiblemente, para enseñarle
a cazar) y su anfitrión prefirió esperarlos en la privacidad de
aquellas paredes familiares, abandonándose a los recuerdos. Aún
sentía un regusto amargo por todo aquello; parecía el final
definitivo de una era, y aunque sabía que las cosas continuarían
más o menos sin cambios, la soledad que experimentaba se le había
hecho más patente que nunca. Recordó...
Venecia,
1788, en uno de los ventanales del Palazzo de los Palladini en la
fachada que daba directamente al Gran Canal; una hermosa dama,
engalanada de fiesta, con largos cabellos negros que sin duda podían
capturar el reflejo de la luna, se adivinaba reclinada sobre él,
sola y en silencio. Desde la puerta de la habitación en la que se
encontraba constituiría una estampa exquisita, con su delicada
figura dibujada en la penumbra, sus finos brazos desnudos descansando
en la baranda de piedra, su mejilla sobre ellos... Esa era la
impresión que esperaba causar cuando aquel a quien esperaba cruzara
la puerta, al menos. En vez de ello, fue sobresaltada por ruidos
provenientes del ventanal contiguo, y luego por una voz:
-Te
contemplé desde la calle, y tu visión espoleó mis apetitos más
allá de toda medida. Me tomé todas las molestias para llegar hasta
aquí, y cuál no será mi frustración al descubrir que... no eres
buena para comer.
La
dama se volvió, rápida como el rayo, para enfrentarse con el recién
llegado. A pesar de la oscuridad, sus sentidos agudizados le
revelaron que era un hombre joven, de menos de treinta años, de
cabellos rubios y ojos color miel, y piel blanca, pero con un
saludable tono en sus mejillas. Hablaba veneciano con un
inconfundible acento de Europa Oriental... y era un vampiro. No le
cupo duda alguna, incluso antes de que él sonriera abiertamente y
mostrara sin ambages la silueta de sus puntiagudos caninos.
Estudió
rápidamente la situación: ¿Se trataba de un enemigo, o un simple
curioso que sólo buscaba un humano para alimentarse? ¿Tendría
tiempo de eliminarle antes de que su verdadero objetivo apareciera?
Y, sin embargo, debía ser un recién llegado a la ciudad o un
errante, pues decididamente no era ninguno de los miembros de la
familia Giovanni que controlaban la república, y no parecía portar
ningún tipo de máscara.
Como
si leyera sus pensamientos, el vampiro de cabellos color de bronce
alzó las manos en un gesto de paz.
-No
soy un enemigo, te lo aseguro. Puedo ver que no eres Giovanni, así
que es posible que tengamos conocidos comunes -un sonido que venía
del corredor al otro lado de las puertas les hizo volver la cabeza al
unísono-. Vaya, parece que tenemos visita.
-Esfúmate
o me ocuparé de ti más tarde -ordenó la mujer, con un veneciano
perfecto.
El
desconocido sonrió burlonamente pero desapareció en la habitación
contigua. En cuanto a la dama, adoptó de nuevo la cuidada postura y
aguardó. La puerta se abrió en silencio merced a sus bisagras bien
aceitadas y alguien entró en la cámara, resoplando sonoramente.
Pareció detenerse a recuperar al resuello, aunque pronto lo perdió
de nuevo, porque, efectivamente, la visión del ventanal le plació
sobremanera.
La
dama se incorporó, seductora, y extendió la delicada mano a su
acompañante, un caballero barbudo y de oronda figura. Respecto a lo
que siguió a continuación... Bien, los gemidos, suspiros y jadeos,
cuyo sonido llegaba a la ventana, dieron una idea bastante aproximada
de la escena que se desarrolló.
-A
fe mía que eso ha sido rápido.
La
dama terminó de soltar las amarras de su bote, sin volverse. Sabía
que el vampiro con acento extranjero la abordaría al abandonar la
casa de los Palladini ; sabía también que haría algún comentario
jocoso, dado que no habría podido resistir la tentación de quedarse
a escuchar. Al menos no había tenido ocasión de oír nada
relevante.
-Sube
y guíame a tu refugio, si no quieres tener la ocasión de contemplar
tu propia figura desde dos cuerpos de distancia -demandó la dama; el
interpelado frunció el ceño con preocupación bien simulada, pero
obedeció.
Al
cabo de un rato, llegaron a un portón en un estrecho callejón, con
un gancho oxidado al que el vampiro amarró la embarcación. El agua
llegaba justo al borde. Abrió las puertas de madera con refuerzos de
metal y miró a su compañera; al ver que ésta dudaba, se inclinó
en una ampulosa reverencia, señalando el interior.
-Te
ruego que me hagas el honor de ser mi invitada; mas, si no te inspiro
confianza, perdona mi osadía si cruzo delante de ti.
Mostró
su jocosa sonrisa y así lo hizo; ella le siguió hasta la oscuridad
que reinaba en el interior, tras esperar a que volviera a atrancar
las puertas. Caminaron a través de un pasillo húmedo y maloliente,
oscuro como boca de lobo, con los pies parcialmente sumergidos en el
agua. Subieron entonces unas escaleras que desembocaban en una cocina
vacía y polvorienta; de ésta, pasaron a una sala con desvencijados
y carcomidos muebles de madera; de nuevo unas escaleras y,
finalmente, una alcoba con un saloncito, que parecían apenas
habitables. Al fin el anfitrión se detuvo a prender una luz. La dama
miró alrededor con desaprobación; el desconocido rió entre
dientes, extendió su capa sobre una silla con respaldo de raído
terciopelo y se la ofreció a su invitada.
-¿No
vas a decirme un nombre, señora? -le preguntó mientras se sentaba.
-Después
de ti. En cualquier caso, me interesa mucho más el de esos conocidos
comunes que insinuaste.
El
vampiro sonrió, haciendo un gesto aparentemente casual con las
manos, y se despojó de sus guantes. Ella alzó las cejas en una
mueca de comprensión, y realizó el mismo gesto.
En
el mundo de los vástagos, lo no muertos, había diferentes
facciones; algunas independientes, otras en conflicto, y todas ellas
con diferentes agendas. Determinadas señales se habían establecido
para que los miembros de una de las dos facciones más numerosas
pudieran reconocerse entre ellos; en la ciudad de Venecia, si no
pertenecías a la familia Giovanni, una facción independiente, tu
existencia podía correr un serio peligro... Era extremadamente
arriesgado interferir en sus asuntos, y toda la república parecía
ser, de hecho, asunto suyo.
-¿Quién
te envía? -preguntó ella.
-El
cardenal. Me indicó que encontraría a uno de los nuestros, pero no
me ofrecieron más detalles. Aparte, por supuesto, de una
pormenorizada descripción de todos los Giovanni de la ciudad. Cabía
la posibilidad de que fueras un errante o uno de los otros, claro
está, pero... Bueno, esa amenaza tan encantadora de que contemplaría
mi propio cuerpo desde la distancia es tan propia de los nuestros,
que no me dejó muchas dudas -sonrió de nuevo, luciendo los
colmillos; parecía ser de natural burlón, y a la luz de las velas
la dama pudo apreciar con más detalle la hermosa fisonomía del
vampiro, sus largos cabellos rubios, recogidos en una cola (no
llevaba peluca); el brillo dorado de sus ojos color de miel, a la luz
de las velas; el delicado rubor de sus mejillas, lejos de la palidez
típica de los de su especie...- Por cierto: para cuando desees
dirigirte a mí con un apelativo que no sea un insulto, puedes
llamarme Tosha; a tus pies, mi señora.
-Yo
conozco un lugar con un nombre parecido... Mas tú no pareces turco,
y tu acento, tampoco.
-Es
un nombre ruso, señora; en cuanto a mi acento... ¡Ay! Me temo que
llevo poco tiempo familiarizándome con estas tierras... Y digo
"tierras" por referirme a ellas de alguna manera, dicho sea
de paso -mientras hablaba se despojó de su ornada levita y se aflojó
el lazo-. Y vuestra
gracia
se llama...
-Señora
bastará
por ahora -Tosha hizo un mohín de disgusto-. Y dime, ¿su eminencia
Benavides ha encontrado algún motivo de queja en mi proceder, y te
ha enviado para vigilarme?
-¡Ja,
ja, ja...! En absoluto, señora.
Te
las has arreglado muy bien con ese cerdo cebado de Palladini, al que
confieso, no obstante, que no me acercaría ni para hincarle el
diente...
-¿Me
provocas deliberadamente? -preguntó ella con frialdad, y una acerada
mirada de sus ojos oscuros- Porque no he recibido ninguna orden
respecto a respetar tu cuello.
Había
petulancia en su voz, y desdén, pero Tosha tuvo la certeza de que no
bromeaba. No parecía tener sentido del humor; desde luego, no
compartía el suyo... El vampiro le devolvió la mirada, con una
media sonrisa.
-Tal
vez; o tal vez sólo esté celoso de que ese saco de grasa humano
reciba de ti favores con los que yo sólo puedo soñar. Pues eres
extremadamente bella, señora; me parece un gran desperdicio.
-Pero
no lo sería si los favores te son entregados a ti; ¿es lo que
quieres decir? -apuntó ella, tras unos instantes de vacilación. No
había esperado una declaración tan directa.
-Mi
sangre es tan buena como la de cualquiera, y mejor que la de muchos.
Disculpa mi franqueza, pero no creo que nadie pueda evitar desearte.
Ha pasado mucho tiempo desde que he tenido intimidad con uno de los
nuestros.
-Cuán
halagador -se mofó la mujer, y luego miró a su espalda, a la alcoba
y a la cama con dosel junto a las que se encontraban-. Se me antoja
que ya venías con esa intención, al traerme a esta pieza para
mantener nuestra charla -se levantó rápidamente y caminó hacia
ella; cuando se volvió, Tosha ya se encontraba a su espalda. Ya no
sonreía, y había un profundo deseo en su mirada.
-Te
doy mi palabra de caballero de que te dejaré saciarte -susurró éste
a su oído, hundiendo la nariz tan cerca de su piel como era capaz,
para aspirar su aroma. Ella se apartó, sentándose en el lecho, y
dejó caer el dominó a sus espaldas. Llevaba un vestido de seda de
un azul muy intenso, y un lazo con una flor de ese mismo material al
cuello.
-Desvístete
-ordenó la dama, con calma.
Tosha
abrió la boca para hacer un comentario; como se percató de que
estaba forzando su suerte, se lo pensó mejor y simplemente obedeció,
arrojando sus ropas al suelo. Se desató el lazo que sujetaba sus
cabellos y los dejó desparramarse sobre los hombros, como una
broncínea cortina de ondas sedosas; brillaban a la luz de las velas.
Brillaba también su piel lampiña, como porcelana con pálidos
tintes ocres, tersa y firme sobre el bello relieve de sus músculos.
Sobre el área desnuda de su bajo vientre, bajo su fino y dorado
vello púbico, descansaba, como tallado en piedra, su miembro en
reposo.
Hizo
ademán de acercarse, pero ella le detuvo con un gesto de la mano y
siguió sometiéndole a escrutinio. Tosha, seguro de su atractivo,
la dejó hacer, y tampoco se movió cuando ella se reclinó sobre la
cama para tener una perspectiva de su espalda coronada en oro, y de
sus nalgas redondeadas con sus suaves depresiones laterales. Con la
agilidad de un gato se encaramó al lecho, a horcajadas sobre ella;
sus piernas aprisionando los muslos de la mujer, que cubrían varias
capas de tejido; sus manos a ambos lados del pálido rostro.
-¿No
bendeciré yo mi suerte, recibiendo la merced de contemplar lo que
ocultan estos tupidos ropajes? -preguntó, clavando sus ojos en los
de ella; tenían un brillo dorado del que antes carecían.
La
dama lo contempló, con expresión inescrutable; repentinamente se
deslizó entre sus piernas, desplegando tras de sí la oscura cascada
de cabellos negros. Tosha sintió un punzante dolor que le hizo
apretar los dientes, cuando la vampira clavó los suyos en la cara
interna de su pene. Mas cuando empezó a succionar el espeso líquido
rojo, el dolor se trocó en goce; sintió que le abandonaba la fuerza
de sus brazos y estos se doblaron, haciéndole sepultar el rostro en
la colcha de brocado.
-¡Oh...!
Sí... Ah... -su boca se abrió de par en par; sus encías parecieron
retraerse, exagerando la longitud de sus aguzados caninos. Tuvo que
hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no tirar
violentamente de aquella cabellera perfumada y obligarla a yacer de
nuevo a su merced, para acceder a la pálida carne y hundir los
dientes a placer, y beber hasta aplacar su ansia- Hmm... Detente...
-jadeó- Te lo ruego...
La
mujer se detuvo en seco. Tosha se encontró, en una fracción de
segundo, con la espalda sobre el colchón, las piernas aprisionadas
por las de ella, los brazos inmovilizados a ambos lados de su cabeza.
-¿Estás
sediento? -preguntó ella, muy seria-. Pues ven a saciarte, si
puedes.
El
vampiro sonrió con resignación, casi disculpándose.
-No
creo que merezca la pena intentarlo...
-¿Por
qué? ¿Tan poca confianza te merecen tus habilidades? -él
gesticuló, aparentando indiferencia- No te esfuerces: sabes quién
soy. Puedo ver mi nombre en tu mente.
-Admito
que el cardenal añadió ese detalle... Y admito que ya había oído
hablar de ti...
-¿Y
qué habías oído? -lo aferró con más fuerza, lo suficiente para
comenzar a lastimarlo. Notó cómo la carne de su presa cedía
ligeramente bajo sus manos, como amoldándose a la presión.
-Lo
suficiente para desear seducirte... Está bien: para esperar que
consintieras en seducirme... y me mostraras tu auténtico semblante.
-¿Es
que no te basta éste?
-Confieso
que, radiante como eres ahora, mis gustos siempre se ha orientado en
otra dirección...
-Cuán
arrogante.
Lo
mordió en el cuello y bebió de él una vez más. Después
desapareció como una exhalación, dejando a un debilitado Tosha,
desnudo, sobre el lecho revuelto. Éste se incorporó, maltrecho, y
comenzó a vestirse, mientras sus heridas se cerraban. Maldición,
me temo que no ha ido como esperaba, pensó.
Y
para colmo de males, tengo que volver a salir de caza...
Los
Palladini celebraban una magnífica fiesta para celebrar la reciente
construcción de su Palazzo
en
el Gran Canal. Cientos de luces en los ventanales rielaban sobre las
sombrías aguas, como luciérnagas en apretada corte alrededor del
dibujo de la luna creciente. Nobleza y adinerados comerciantes se
codeaban en los relucientes salones, y entre ellos, los verdaderos
amos de Venecia, los Giovanni. El lugar se contaba entre los más
seguros de la ciudad: vigilantes, tanto humanos como sobrenaturales,
se cuidaban de controlar el acceso; el propio dueño de la casa,
Giuseppe Palladini, era vasallo de la poderosa familia de vampiros, y
le iba la vida en ello. Ya se ha tenido ocasión de echar un vistazo
a su oronda silueta en la oscuridad nocturna, en un encuentro amoroso
con la que ha venido siendo su amante por cuatro años, la exquisita
Venanzia Campello, la de lustrosos rizos negros. Y como debía obrar
con prudencia ante su legítima esposa, y sentía por Venanzia una
pasión y confianza ciegas, Giuseppe siempre abría para ella las
puertas de su morada, en secreto, pero sin reservas.
Aquella
noche no fue una excepción; el señor de la casa se las arregló
para arañar unos minutos de su papel de anfitrión y fue a recibir,
con besos y abrazos, a la bella joven que era dueña de sus apetitos.
Con promesas de atenciones más tardías la dejó en el aposento y
corrió a atender sus deberes.
El
signore
Palladini
era astuto, buen fisonomista y gran conocedor de las personas; por
eso resultaba paradójico que nunca se hubiera dado cuenta de que su
amante Venanzia, a la que conoció años atrás, y aquella a quien
había dejado en la alcoba no eran la misma persona. Algunos minutos
más tarde, la habitación donde ella debía esperar estaba vacía.
A
la galería llegaban ecos amortiguados de los sonidos de la fiesta.
Dos guardias armados, con sendos mastines olfateando al extremo de
cadenas, aguardaban a que sus señores aparecieran. Al oír ruido de
pasos, se alejaron a un extremo del pasillo, dejaron a los perros
tras la puerta y volvieron a su posición. Palladini apareció, todo
reverencias hacia una figura de aspecto pequeño y frágil que le
acompañaba: Silvanio Giovanni. Podía, en efecto, ser pequeño, pero
en modo alguno frágil; venía siendo sirviente de sangre de la
familia durante más de cinco décadas, y generalmente era
inaccesible porque se manejaba con gran discreción y siempre iba
acompañado de una cohorte de guardaespaldas. Palladini y él
procedieron a tratar sus asuntos, mientras los guardias permanecieron
algo apartados, junto a una de las estatuas que flanqueaban la
galería.
Fue
una lástima que no prestaran especial atención a la estatua. Era un
hermoso trabajo en mármol blanco, a tamaño natural; representaba a
un joven en la plenitud de su belleza física, posando a la manera
del David de Michelangelo, con largos y flotantes cabellos esculpidos
a lo largo de la espalda. Si hubieran tenido un moderado interés por
el arte, habrían reparado en ella, y quizá habrían podido observar
cómo la estatua comenzaba a moverse silenciosamente; sus cabellos
esculpidos se tiñeron de negro, así como sus cejas; largas pestañas
de ébano brotaron de sus ojos, en los que se dibujaron un pálido
iris y pequeñas pupilas. Tal vez habrían percibido cómo los
extremos de sus brazos dejaban de ser manos y se convertían en dagas
de hueso afilado y se estiraban hasta alcanzar sus nucas... Y cómo
se hundían hasta sus gargantas, de manera que sólo pudieron emitir
un gorgoteo ahogado antes de morir y ser depositados gentilmente en
el suelo.
Lo
que siguió ocurrió con gran celeridad. Primero, la blanca figura
bajó de su pedestal y se colocó, rápida como el rayo, a la espalda
de Giuseppe Palladini; uno de sus apéndices, ahora tornado en una
plana hoja afilada, sesgó la cabeza del corpulento humano, la cual
comenzó a caer al suelo. Antes de que completara su trayectoria,
Silvanio Giovanni ya había alcanzado la puerta tras la que
aguardaban los mastines y había estirado la mano para abrirla; la
figura blanca, dejando una estela de gotas de sangre tras de sí, se
había colocado a la espalda del Giovanni, aún con tiempo para
maldecir su suerte: no había contado con tener que lidiar con los
perros, y sin duda empezarían a ladrar en un segundo.
Su
apéndice punzante atravesó al hombrecito justo por el corazón; la
cabeza de Palladini cayó al suelo y rebotó, con un ruido sordo.
Y
los perros no ladraron.
El
ser perdió tan sólo unos segundos en registrar el cadáver del
Giovanni y apoderarse de un gran colgante que pendía de su cuello,
antes de huir por el otro extremo del pasillo. Se detuvo ante el
primer ventanal que halló, y sus brazos comenzaron a estirarse y
afinarse... Y una voz conocida, en su cabeza, pareció gritar: ¡No!
¡Tiradores! Salta!
Tras
dudar durante un segundo, la figura simplemente saltó al canal, en
vez de intentar la huida aérea que había planeado; hubo un
chapoteo, y luego el silencio.
No
mucho tiempo más tarde, dos personas se reunieron en una de las
pequeñas islas que formaban parte de la ciudad. Se detuvieron ante
las ruinas de una construcción; al menos un ala aún quedaba en pie
y, escondida entre las sombras, se hallaba una pesada puerta de metal
cerrada a cal y canto. Una de las personas le tendió un objeto a la
otra: algo que colgaba de una cadena... Quien lo recibió comenzó a
recitar un ritual en voz queda que le permitió, junto con el
colgante, franquear la puerta y desaparecer en el interior. Los
minutos parecieron arrastrarse perezosamente antes de que volviera a
salir. Cuando lo hizo, ambos caminaron hasta la orilla, a un bote de
remos donde les esperaba un tercero, y se alejaron a buen ritmo hacia
tierra firme.
-No
quisiera ser presuntuoso, pero la situación habría podido ser muy
diferente si no te hubiera echado una mano, allá en el Palazzo...
La
voz de Tosha dejaba traslucir regocijo y cierta ironía al dirigirse
a su acompañante, una alta figura que permanecía encapuchada, en el
refugio que ambos compartían y que les protegería del cercano
amanecer.
-Los
perros. No contaba con ellos -respondió el encapuchado. Para
satisfacción del vampiro ruso, su voz sonaba muy diferente a la
primera vez que la había escuchado... Definitivamente, no como una
mujer.
-Yo
sí. Observé a los guardias que los conducían, antes de que
entraran en la casa.
-Pero
no ladraron.
-No;
me cuidé muy bien de que no lo hicieran. A diferencia, según
parece, de ti, yo poseo modestas
habilidades con los animales. Pero debo felicitarte -se apresuró a
añadir, con una sonrisa-. Todo ha salido a la perfección; el
inaccesible Silvanio Giovanni ya no es tal, y su secreto está ahora
en poder de nuestro hermano, y pronto llegará a las manos de su
eminencia. Me pregunto qué habría tras esa puerta... -como su
interlocutor no contestara, Tosha lanzó un suspiro bien simulado-
¡Ah! Supongo que no es asunto nuestro. En fin... Sólo nos queda
rogar para que hayamos puesto suficiente tierra por medio entre los
Giovanni y nosotros, hasta el próximo anochecer -Tosha lanzó una
mirada de reojo a su compañero-. Y ahora, ¿qué te parece si, como
agradecimiento...?
-Desearía
poder asearme -le cortó éste-. Aún conservo el olor de las aguas
pestilentes del canal.
El
ruso señaló la estancia contigua, y allá se encaminó el hombre de
la negra capa. Tosha aguardó un rato, oyendo los sonidos apagados de
agua vertida y chapoteos. Cuando ya no pudo aguantar la curiosidad,
tomó una luz, se acercó y contempló desde la entrada. Vio la gran
tina de metal en la que se sentaba una figura marmórea, de largos
cabellos negros, húmedos, que le cubrían parcialmente la espalda.
Se acercó muy lentamente, espiando las reacciones de su compañero;
divisó los largos brazos y piernas del vampiro, que emergían de la
poco profunda capa de agua...
Repentinamente,
éste se puso de pie, en toda la longitud de sus ciento noventa y
cinco centímetros, y Tosha se perdió, por primera vez, en la
contemplación del físico de Fidias, sobre el que se deslizaban las
gotas de agua como si de piedra se tratase. Sus ojos se centraron en
el pubis desnudo y liso; luego buscó la perturbadora mirada de
aquellos ojos sobrenaturales, el asombro y la admiración pintados en
los suyos, de color dorado.
-Por
Caín -susurró, con reverencia, cuando fue capaz de articular
palabra- que sois
hermoso.
Fidias
no pudo evitar esbozar una sonrisa: que alguien tan verboso como este
vampiro se quedara sin saber qué decir era todo un prodigio. Y tal
vez fuera esa suave curva de sus labios la que alentara a Tosha a
estirar sus manos indecisas y, muy delicadamente, acariciara la piel
de las blancas mejillas, o se atreviera a deslizar un dedo a lo largo
de los ojos semi-cerrados para experimentar el roce de las sedosas
pestañas oscuras. Mármol
y seda,
se encontró pensando el rubio vampiro.
De
la seda del pelo negro pasó a centrarse en la elástica rigidez de
los labios entreabiertos, que dejaban ver sus dientes parejos, sin
rastro de señales que delataran su condición de depredador. Era
extraño: todos los vampiros que Tosha había conocido, (incluyendo
los del linaje de ambos, que eran capaces de cambiar de forma, a
menos que quisieran disfrazarse de humanos) mostraban sin reparos sus
colmillos. La mayoría no podría ocultarlos, ni aunque quisieran, y
el resto simplemente se sentía orgulloso de ellos. Pero éste que se
alzaba ante él aún no los había mostrado. Inconscientemente alargó
el cuello y posó sus labios rosados sobre los de su compañero,
recorriendo su bello contorno; ambos eran secos y duros al tacto, y
el ruso se mordisqueó ligeramente la lengua para hacer que la
caricia se tornase húmeda y cálida, bañada con su sangre. Comprobó
con placer cómo Fidias se abría camino con su propia lengua y la
introducía en su boca, saboreándolo, y luego deslizaba la punta
bajo uno de sus colmillos, como si buscara justo aquello de lo que
carecía en ese momento. Audaz, Tosha se atrevió a presionar hasta
perforarla; no encontró resistencia, y de la herida brotó sangre
densa y deliciosa que se mezcló con la suya, y que se apresuró a
probar por primera vez, cerrando los ojos para abandonarse al placer.
De
alguna manera aquella gentileza de Tosha, que contrastaba con sus
maneras y sus deseos, la delicadeza con que lo había mordido, el
modo en que las yemas de sus dedos lo acariciaban apenas rozándolo,
como sin atreverse a tocarlo, espoleó los propios deseos de Fidias.
Sus dedos fuertes y hábiles despojaron a su compañero de sus ropas
rápidamente, mientras éste bebía de él, en éxtasis, y
tendiéndolo sobre el suelo de piedra, sin liberar sus labios,
procedió a recorrer aquella piel desnuda con sus manos, trazando sus
relieves con la punta de los dedos, demorándose en cada hueco, entre
las clavículas, bajo las axilas, sobre el ombligo, a ambos lados del
perineo... como si quisiera memorizar cada detalle y cada textura.
Interrumpió
entonces el beso, para descontento de Tosha, quien, sin embargo, le
dejó hacer; acariciando sus cabellos color de bronce, lo obligó a
estirar la cabeza hacia atrás, de manera que pudiera acceder a la
suave piel del cuello justo sobre la nuez. La uña de su dedo índice
se transformó en una garra, con la que perforó la carne, corriendo
con su lengua a cubrir el corte para que no se derramara ni una gota
de sangre; absorbió con intensidad. Tosha se estremeció, mitad de
dolor, mitad de deleite, pero mantuvo la cabeza de cabellos morenos
contra su herida, con los dedos entrelazados en los suaves mechones.
Después de un largo rato, se separó con reluctancia, se lamió los
labios y miró a su compañero a los ojos; a través de los párpados
entornados, unos iris apenas plateados se derramaron sobre brillantes
pupilas de color de miel dorada. Donde
desees, susurró
directamente en la mente de Tosha; Tanto
como desees.
El
vampiro ruso no necesitó más invitación y saltó como un resorte,
haciendo rodar a Fidias para colocarse, esta vez, sobre él. Sin
dejar de mirarlo, volvió a morder en su lengua, esta vez con más
voracidad, y dejó que la sangre inundara su boca antes de sorber,
con fruición, hasta la última gota. Después, como el otro había
hecho primero, modeló su dedo índice como una garra; pero en lugar
de utilizarla sobre la pálida superficie de alabastro, la hundió en
la parte izquierda de su propio cuello, mientras se inclinaba y
mordía en el mismo lugar a su compañero: los largos dientes
horadando, con un crujido, la carne dura y flexible a la vez,
haciendo que una bocanada de sangre caliente entrara a través de sus
labios, y bebiendo, bebiendo, a la vez que Fidias hacía lo propio
con él. Es difícil explicar en términos humanos la sensación:
como sentir que tiran de ti con fuerza mientras tú haces lo propio;
como ser penetrado violenta y profundamente cuando ya estás dentro
de alguien con toda la avidez de tu deseo; solo que el placer de la
sangre es más intenso que todo eso, porque nubla los sentidos de tal
forma que el éxtasis te desconecta de tu entorno, y ya no hay nada
más, sino la vida caliente y roja que bombea, hacia el interior y
hacia el exterior, y el martilleo de un corazón gigantesco en tus
oídos.
Amanecía;
a regañadientes, ambos vampiros se separaron de su abrazo y se
arrastraron hasta los cofres donde habrían de yacer durante el día,
descansando desnudos en un palmo de tierra.
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