2012/02/24

EL DON ENCADENADO XI: Se reanuda el juego en Arestinias







Varias semanas más tarde Caradhar entraba, a caballo, por las grandes puertas de Argailias. Sentía un poco de aprensión, después de aquel tiempo; desde la perspectiva que le habían dado los años, la inmensa ciudad se le antojaba una cárcel: hermosa, brillante, pero nada más que una cárcel. Su único consuelo era que esa vez sería una persona diferente, no tendría una escolta, podría dedicarse a la profesión que le gustaba y nadie sabría que era un dotado.

Los días pasados los había pasado aprendiéndose su papel de aprendiz de alquimista de Misselas. El Sombra se había empleado a fondo en informar a su protegido de todo lo que debía saber, y de algunas cosas que habían sucedido en su ausencia.

"Primero", había comenzado el espía, "tendremos que cebarte bien. Tal y como estás, hasta un niño podría darte una paliza. También haremos ejercicio con la espada para desentumecer tus músculos... si es que aún están ahí. Nunca se sabe cuándo se va a necesitar un poco de la "diplomacia del acero"... Yo prefiero confiarme a una hoja, antes que a las palabras. Por cierto: ojos rojos, pelo rojo... Es demasiado llamativo, y no eres precisamente nuevo en la ciudad. Lo teñiremos. A partir de ahora serás moreno, como yo. Una lastima, ¿eh?

"La Casa Arestinias no es tan segura como Elore'il, ni tan siquiera como Llia'res. Yo he tenido ocasión de comprobarlo por mí mismo. Lady Neskahal hubiera hecho mejor en buscarse un consorte y aliado, en vez de dejarse llevar por el orgullo y gobernar la Casa sola. Ahora es poco más que una perra en celo, y no tiene apenas nadie en quien confiar, porque los consejeros y ella se tienen una gran desconfianza mutua. Yo no los culpo: si hubiera visto a mis colegas caer como moscas, no creo que tampoco estuviera tentado de aconsejar gran cosa...

"Una vez dentro de la Casa, mantén los ojos y los oídos bien abiertos, pero sin pasarte. Eres "extranjero", y todos desconfiarán de ti. Yo estaré cubriéndote las espaldas tanto como pueda, pero siempre habrá lugares y momentos en los que no podré echarte una mano. Por patéticos que resulten sus Sombras, tendré que tomarme mi tiempo en esquivarlos... Sé un niño bueno y apártate de los objetos afilados: si alguien descubre que tienes el Don, alguna lumbrera comenzará a atar cabos, y estamos listos. Utiliza ropas oscuras y guantes, tan a menudo como...

"¿Cuál es tu nombre?", había preguntado, de buenas a primeras, Caradhar.

"..."

"¿Tendré que llamarte "Sombra" para siempre?"

"...Sül."

"... Fácil de recordar".

"Mi neidokesh... Mi maestro no quería complicarse la vida."

"¿Tu maestro te puso tu nombre?"

"Hasta donde yo sé... mi maestro se ha ocupado de todos y cada uno de los aspectos de mi vida. Menos, tal vez, de parirme, y de follarse a mi madre, quien quiera que fuese. Su único pesar siempre fue que nunca pudo tener un hijo propio que llevara su nombre entre los Darshi'nai; por eso me adoptó a mí. El hijo de un Sombra pertenece a los Sombra: mis cadenas son más gruesas de lo que puedas imaginar."



Caradhar dejó las reminiscencias cuando se encontró en la entrada lateral de Casa Arestinias. Una guardia lo guió a una sala de espera junto con su escaso equipaje, donde fue recibido más tarde por uno de los alquimistas asistentes, a quien mostró su certificado y su carta de recomendación con su nuevo nombre, Eitheladhar.

Tras soportar durante horas el largo curso de la burocracia, el nuevo aprendiz de alquimista de Casa Arestinias obtuvo, aquella noche, una cama en un dormitorio común donde dormir, y un hueco donde dejar sus cosas; ninguna comodidad en absoluto, pero por entonces habría de bastar.



Su primera asignación fue en un laboratorio auxiliar. En los días que siguieron, el joven tuvo que realizar las tareas más ingratas y tediosas, aquellas que eran encomendadas a los miembros inexpertos: limpieza, orden, acopio y traslado de material... Durante bastantes noches tuvo que permanecer en pie hasta el alba, vigilando los procesos de cocción o destilación de ciertas fórmulas. Las mañanas que seguían le costaba gran trabajo concentrarse, presa del cansancio, pero aun así acometía sus nuevas tareas con eficacia y sin protestar. Echaba de menos su pequeño refugio en Therendanar, pero sentía cierto alivio por volver a lo que para él era la civilización, aunque no quisiera reconocerlo.

Se cuidaba muy bien de mantener, como le habían recomendado, los ojos abiertos, y sin forzar sus oportunidades. No tardó en dar muestras de que sabía perfectamente lo que hacía y estaba capacitado para mucho más que ser un chico de los recados, pero por desgracia para él, el maestro alquimista de su laboratorio no parecía estar dispuesto a perder al más diligente de sus aprendices y enviarlo al Principal.

La suerte le sonrió de la manera más curiosa; cuando la asistente personal del maestro, una elfa de ojos lánguidos y labios seductores, comenzó a prodigar su sonrisa con demasiada frecuencia en la dirección de Caradhar, el maestro alquimista, que tenía pretensiones de dominio exclusivo sobre la joven, decidió que había llegado la hora de enviar al novato de Misselas a nuevos destinos.

Esto significaba, además, que podía usar un diminuto, pero privado, cuarto para dormir. Cuando, finalmente, pudo contactar con el Sombra y contarle cómo habían ido las cosas, este se rió tanto que tuvo que embutirse un guante en la boca para evitar hacer ruido.





El Gran Laboratorio de Arestinias no estaba tan bien equipado como el de Elore'il, pero sin duda tenía más personal y la actividad que se desarrollaba era más frenética; se preguntaba por qué. Por supuesto, las tareas que comenzó a desempeñar eran básicamente las mismas; no era informado sobre qué tipo de experimentos se estaban realizando en aquellos momentos, y no había podido poner la vista en ningún cuaderno de anotaciones desatendido. Por las noches, el laboratorio y los aposentos del Gran Alquimista permanecían vigilados. Sabía que adquirir posición era una empresa que llevaba años; decidió seguir siendo cauto y no hacer preguntas inoportunas.

La alquimista a cuyo cargo estaba era Raisven, una elfa madura, poco habladora y cuyo único interés era la alquimia. No era brillante, pero era concienzuda y observadora en su trabajo. Caradhar había intentado, sin éxito, sacar a relucir el tema de Ummankor. Raisven no era el tipo de persona que promoviera la charla a destiempo.



Pudo ver, de pasada, al Gran Alquimista, una noche en la que debía velar una destilación junto con Raisven; las puertas del laboratorio se abrieron, y un elfo de cierta edad, rodeado de varios asistentes que susurraban a su alrededor, se precipitó en la estancia y se dirigió derecho al despacho del fondo, sin molestarse en mirar a su alrededor. Raisven inclinó la cabeza a su paso, y propinó un codazo en las costillas a Caradhar para que hiciera lo mismo. Este obedeció, pero no sin echar una buena mirada al importante personaje y aguzar bien el oído; tarea vana, pues las pesadas puertas del despacho se cerraron tras ellos.



Varios días más tarde, esta vez a plena luz, las puertas del laboratorio volvieron a abrirse de par en par para dar paso a una personalidad eminente; pero, en esta ocasión, todo el mundo dejó lo que estaba haciendo y aguardó, con la más respetuosa de las reverencias, a que la visitante cruzara la sala y fuera conducida al despacho por el Gran Alquimista en persona. Se trataba de Lady Neskahal, la Maeda de Arestinias.

Caradhar no había tenido ocasión de encontrarse con ella hasta entonces, pero la había reconocido por la descripción que le había proporcionado Sül. Era de corta estatura, aunque su melena leonina, de ondulados cabellos castaño-rojizos que se expandían como una aureola alrededor de una ostentosa diadema de amatistas, la hacía parecer más alta y augusta; sus llamativos ojos eran del color de aguamarinas y su boca, pequeña y carnosa, tenía forma de corazón, por efecto del carmín; sin duda se podía calificar de bonita y exuberante, y el vestido púrpura que llevaba aprisionaba sus formas de manera tan ceñida que era imposible no adivinar lo que la tela ocultaba.

Al contrario que su guía, la Maeda parecía mostrar interés en la actividad que allí se desarrollaba, y conforme caminaba, iba mirando a ambos lados de la sala. Se encerró en el despacho justo durante el tiempo que tardó en alcanzar la ebullición un experimento de Raisven; luego volvió a salir y, seguida por su escolta, se paseó tranquilamente entre las mesas del laboratorio. Por el rabillo del ojo, el elfo dotado percibió que los alquimistas la saludaban al acercarse con una reverencia, para después continuar con su trabajo. Cuando Lady Neskahal pasó por su lado, él hizo lo mismo; mas, para sorpresa del joven, la Maeda se detuvo unos instantes.



-Estoy segura de que a ti no te he visto antes... ¿eres nuevo? -preguntó, sonriendo.



-Con vuestra venia, Su Excelencia, su nombre es Eitheladhar y es un aprendiz venido de Misselas -contestó Raisven, con una profunda reverencia-. Se encuentra a mi cargo y respondo por él para que no traiga deshonor a la Casa -añadió, usando una fórmula tradicional.



-Sí, sí... -la Maeda continuó su escrutinio durante unos instantes; luego observó, con despreocupación:- espero que sea como dices.



Mientras se alejaba, a su espalda se oyeron los cuchicheos de dos alquimistas; pronunciaron claramente las palabras "carne fresca". Raisven se volvió y los mandó callar con dureza. Entonces lanzó al joven una mirada severa, cargada de significado.



Lo que la alquimista se temía no tardó nada en ocurrir: aquella misma noche, un camarero de la Maeda se presentó en el cuartito del aprendiz de alquimista y le comunicó que esta le convocaba a su presencia. Caradhar giró la cabeza y pareció dudar durante unos segundos; tenía la intuición de que el Sombra estaba a la escucha. No estaba seguro sobre si aquella convocatoria era buena o mala, pero tampoco tenía elección, así que siguió al camarero sin decir una palabra.

Fue guiado hasta una parte alejada de la Casa, atravesando un área abierta, a modo de peristilo. Llovía copiosamente, y a pesar de mantenerse en los corredores cubiertos, el frío era intenso. El camarero lo hizo pasar a una sala con enlosado de piedra, con una amplia bañera baja esmaltada llena de agua humeante junto a un brasero, una cesta con utensilios de baño, y un banco de mármol cubierto de tejidos y cojines de raso. La pared del fondo tenía, en su parte superior, un curioso diseño calado, como una celosía, que permanecía en sombras. Caradhar se acercó al brasero a calentarse, pero cuando vio la bañera y todo lo demás frunció el ceño y miró, por el rabillo del ojo, la oscura celosía de la pared.

Una elfa jovencita, vestida con una túnica blanca ceñida con un cinturón de seda, entró en la habitación e inclinó la cabeza ante el joven.



-Lady Neskahal me envía para que lo asista en el baño.



Dicho esto, alargó las manos para comenzar a desvestir al asombrado elfo. Este dio un paso atrás; no era un ingenuo, y se hacía una idea de por qué lo habían llamado, pero los años lo habían hecho volverse desconfiado.



-Puedo hacerlo yo solo.



-Mi Señora ha sido muy específica al respecto: debe dejar que yo me ocupe, o ella estará profundamente contrariada. No deseamos contrariar a la Maeda -afirmó la joven, con su voz aguda y ligeramente nerviosa, comenzando a despojar a Caradhar de sus ropas y conduciéndolo después a la bañera.



El recipiente esmaltado era bastante amplio, pero tan bajo que apenas ofrecía consideración al pudor. La parte más alta, para reclinar la espalda, estaba orientada de cara al tabique calado. Caradhar agradeció el agua caliente sobre su piel, tras experimentar el frío del exterior, pero se sentía incómodo: en toda su vida consciente, era la primera vez que alguien lo ayudaba a bañarse. Además, le preocupaba cuánta agua podría resistir el tinte de su cabello antes de diluirse. La doncella elfa se arrodilló junto a él, tomó un paño de algodón y un recipiente de aromática pasta de jabón; hizo ademán de soltar su pelo y enjabonarlo, pero él se inclinó hacia atrás, llevándose las manos a la cabeza.



-¡No! Yo... lo haré.



La elfa bajó los ojos y comenzó a enjabonar el cuerpo del dotado. El agua empapó su túnica blanca, adhiriéndola a su piel; debajo no llevaba nada más. Las aureolas rosadas de sus pequeños pechos se hicieron visibles a través del tejido transparente. Caradhar no pudo evitar dirigir la vista hacia ellos... y justo cuando lo hacía, las manos de ella bajaron hasta su vientre y frotaron suavemente el paño de algodón contra su sexo. El impulso del joven fue juntar las piernas flexionadas, pero la doncella le hizo separarlas gentilmente para enjabonar la cara interior de sus muslos; al hacerlo, mostró abiertamente que tenía una erección. Ella enrojeció y se mordió el labio inferior, para ocultar su sonrisa y su turbación. Terminó de frotar el cuerpo del joven, vertió agua clara sobre él y lo hizo levantarse, secándolo con fino tejido de lino y envolviéndolo en una túnica de baño. Después lo condujo ante la entrada de la habitación contigua, separada por una cortina de varias capas de gasa de colores y abalorios, y le indicó que pasara.

Caradhar apartó las tintineantes cortinas y penetró en la estancia. Estaba iluminada muy suavemente con lámparas de aceite, con braseros en cada esquina y cubierta de alfombras y tapices para mantener el calor. En el muro que la separaba de la habitación contigua, oculta por una cortina, adivinó la celosía que había llamado su atención en el baño. Pero sin dudarlo, lo más llamativo del conjunto era la gran cama sin adornos, una gran superficie lisa de aspecto mullido cubierta de sedas y pieles, y sobre ella, el cuerpo recostado de Lady Neskahal. Llevaba su melena suelta alrededor de sus hombros, y un finísimo vestido de gasa, sujeto con un ceñidor que empujaba sus pechos hacia arriba, su blanca carne desbordando la ligera envoltura de tela. Se lo quedó mirando, con las cejas ligeramente arqueadas, hasta que él recobró la compostura y se inclinó en una profunda reverencia. Ella sonrió, satisfecha por el efecto causado.



-Espero que hayas disfrutado el baño como yo lo he hecho -soltó una risita-. Te llamas... Eitheladhar, ¿cierto? Acércate; ahora quisiera mirarte de cerca.



El elfo acató la orden; a sus espaldas se oyó el ligero sonido de las puertas que se cerraban. Llegó hasta la cama, y la dama gateó hasta él, arrodillándose al borde del mullido colchón. Alargó las manos a la cintura del joven; mientras lo hacía, sus brazos, pegados al cuerpo, aprisionaban y juntaban sus senos exuberantes, ofreciéndolos aún más a la vista. Sin miramientos, la elfa desató el cinturón de la túnica de su compañero y la dejó caer al suelo. Los ojos de color aguamarina quedaron fijos enseguida en el miembro del Caradhar, de nuevo excitado, y se pasearon después por su cuerpo esbelto y de piel perfecta. Con sonrisa gatuna, la dama posó una pequeña mano de largas uñas lacadas sobre su erección.



-Me gustas... y me gusta que no seas tímido -los dedos juguetones no dejaban de subir y bajar-. Tengo entendido que eres un joven cumplidor y muy obediente; pues entonces... -se acercó aún más y lo hizo inclinarse para poder susurrarle al oído- tus órdenes de esta noche son hacerme gritar de placer... ¿Crees que puedes cumplirlas?



Caradhar tragó saliva. Desde su destierro voluntario en Therendanar no había compartido cama con nadie; necesitó de toda su fuerza de voluntad para no sucumbir enseguida a sus caricias.



-¿Qué deseáis de mí, mi Señora? -preguntó, en tensión- ¿Que sea gentil con vos, o bien que os haga gritar de verdad?



-¡Vaya, vaya! ¿No somos presuntuosos? -rió la Maeda- Veamos, sí, cómo pretendes hacer eso...



Apretó ligeramente la mano sobre los testículos del joven; este, frunciendo los labios, la atrajo hacia sí y soltó su ceñidor de un tirón; liberó violentamente los blancos senos de la diáfana tela que los cubría y los juntó, su lengua experta recorriendo la carne suave. La empujó sobre la cama y clavó sus ojos en los de ella mientras rasgaba la gasa de su vestido de arriba abajo, exponiendo piel contra piel, su sexo abultado presionando contra la entrada de la elfa. Justo hacia allí dirigió sus labios, haciéndola separar las piernas; y cuando ya gemía de placer, la tendió boca abajo, tiró de sus caderas y, respirando pesadamente, se preparó para entrar en ella.

La visión de aquel cuerpo estremecido bajo él le trajo un recuerdo: una imagen de noches pasadas, hacía años, la última vez que había tenido un compañero de cama femenino... Visualizó un cuerpo de curvas suaves gimiendo delicadamente bajo él; y la escena cambió, y se trocó en sangre roja sobre tela blanca, y una criatura recién nacida... Se detuvo en seco, durante unos instantes; tuvo miedo.

Su compañera iba a protestar por el súbito cambio de ritmo, cuando los dedos del elfo se sumergieron en la cálida humedad de su sexo excitado, y luego se deslizaron hasta el oculto botón entre sus nalgas, donde se unieron con su lengua. Ella comenzó a gemir de nuevo, hasta que lo sintió, abriéndose camino en la entrada posterior de su cuerpo.



-¿Qué es lo que estás...? ¡Ah! ¡Ah! ¡Aaaah...!







-Felicidades: sí que la hiciste gritar, a la perra...



Este fue el irónico saludo que Caradhar obtuvo cuando volvió, horas más tarde, a su cuarto, en un estado en el que la excitación enmascaraba al cansancio. El Sombra, con la capucha sobre los ojos, estaba tirado en la cama de manera indolente, en contraste con su habitual pose en alerta.

Había escuchado al camarero convocando a su protegido; los había seguido por lugares que para él ya eran familiares; se las había arreglado para asistir, con regocijo, a la escena de su baño; no había llevado su temeridad -ni su habilidad- a tanto como para colarse en la sala contigua, pero había podido escuchar; y lo que había comenzado como un episodio más en el lecho del joven dotado, divertido, incluso excitante, se había trocado en incomodidad, y luego malestar, hasta que el espía no había aguantado más y se había marchado.



-Varias semanas aquí y ya estás metiéndosela a la Maeda. Me pregunto cómo lo haces. Claro que deberías haber empezado por el Gran Alquimista, para no perder la costumbre...



Había amargura en su voz, e incluso alguien como Caradhar no podía dejar de notarlo. Se sentó junto a él, tiró de su capucha para descubrir su cara y lo miró con calma; tal vez, sólo tal vez, con un ligerísimo fruncimiento en el ceño.



-Debe ser verdad, eso que dicen, sobre que los dotados huelen tan bien que a todos les entran ganas de tirárselos... -añadió Sül, torciendo los labios en una sonrisa cínica.



-No lo sé -Caradhar se acercó despacio al espía, imperturbable, hasta que sus rostros estuvieron a escasos centímetros-. ¿Quieres comprobarlo?



Sül se estremeció, al escuchar esas pocas palabras; su sonrisa desapareció. Estaba tan cerca que percibía su aroma, y le resultaba casi doloroso resistirse. Se sintió tentado de quitarse los guantes y alargar la mano, de gozar del tacto de aquella piel perfecta bajo sus dedos... Pero el miedo se apoderó de su voluntad. Sin decir nada, se deslizó fuera de la habitación.




        
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