2021/05/18

«EL DON ENCADENADO», EN EDICIONES EL ANTRO

 





¡Ya está aquí «El Don encadenado» en papel! Después de tantos años, ¿quién lo diría? ¡Y lo podéis conseguir dedicado! Algo MUY novedoso, viniendo de mí, en lo que trataré de poner empeño y primor ; ). Si a eso le sumamos la edición y las nuevas ilustraciones de Mar Espinosa, yo diría que os animéis a pillar vuestro ejemplar, porque no os vais a arrepentir.


https://www.edicioneselantro.com/







2021/01/05

LOS TÉRMINOS DEL CONTRATO

                                                            




                                                                 A cambio de su retribución,

un cadáver hermoso.


Este lema, redactado sobre una dirección de contacto, era una de esas ocurrencias macabras con las que ninguna persona corriente se toparía jamás en la vida. Podía encontrarse en un par de dominios de compraventa de la red oscura, y no era el anuncio siniestro de una clínica de estética o una funeraria, sino de un sicario que gestionaba su negocio de manera un tanto extravagante. El tipo de frase apropiada para una tarjeta de visita. 

Excepto que, por supuesto, nunca había sido impresa. Su autor, cuyo alias era una sencilla letra hache, jamás la sacaba del ámbito virtual salvo para recitársela a sí mismo cada vez que concluía un trabajo. Comprobaba la ausencia de pulso de su obra, limpiaba un área ya inmaculada, guardaba sus herramientas... Luego se concedía algunos instantes para asimilar el cuadro, los abruptos brochazos rojos sobre unos bellos trazos de fondo. Siempre eran personas muy atractivas y siempre se ocupaba de ellas a corta distancia. De lo contrario, ¿cuál habría sido su satisfacción? No el dinero, apilado en escrupulosos ceros y unos en su monedero virtual, ni un interés patológico en el sexo o la violencia. Era otra cosa, algo distinto.

Su encargo más reciente yacía boca arriba en una otomana de cuero que ya no era blanco, un escenario sin personalidad para un galerista insulso. El celeste de sus ojos había sido llamativo, aunque no tanto como el azul de metileno de su primera víctima auténtica. Aún recordaba el aleteo de mariposas en el bajo vientre; años de actividad habían diluido el placer hasta reducirlo a simple alivio, pero eso le bastaba para seguir. El galerista, pues, fijaba el cielo brumoso en el techo mientras su muerte redecoraba la sala de estar. Una hermosa muerte. A juicio de H, más talentosa que su vida de calcar revistas de decoración con dinero ganado a cambio de sonrisas.

Abandonó el edificio y cruzó varias calles al abrigo de una sudadera con capucha. La prenda terminó en su mochila antes de entrar en el metro, revelando así la versión pública de su persona, ese joven de nombre y apellido convencionales que arrastraba una estela de miradas, insinuaciones y cuchicheos. Tan tediosos como inevitables. 

—En realidad, este caballero llegó antes que yo. Atiéndalo primero.

»No, gracias, prefiero ir de pie.

»Es muy amable por el cumplido, aunque nunca he trabajado en publicidad.

»¿Una copa? Si no nos conocemos.

Llegar a casa y librarse de las ropas usadas siempre era liberador; luego revisaría sus mensajes, se prepararía un tentempié y descansaría con una película o un ensayo. Entre encargos vivía la vida de un diletante, con visitas esporádicas a museos y galerías. En ocasiones sopesaba completar sus estudios académicos, pero siempre desechaba la idea por el inconveniente que le supondría involucrarse en proyectos y compromisos a largo plazo. Además, le había costado un gran esfuerzo archivar el recuerdo de las negociaciones a puerta cerrada en la universidad. «Te ofrezco la mejor nota de la clase si te arrodillas bajo la mesa». «Te ofrezco un grupo de estudios, te ofrezco una beca». No tenía sentido arriesgarse a reactivarlo.

No, era mejor permanecer en la red, donde se relacionaba con la gente sin el filtro de la apariencia. Donde no pasaba los días despreciándolos a todos. Donde era H, el arma de alquiler que, irónicamente, aún trataba a la mayoría como seres humanos.

Para conseguir esa actitud tan civilizada, los tratos se hacían online. El único requisito de la solicitud, igual de imprescindible que el anticipo del cincuenta por ciento, era adjuntar una fotografía del futuro finado. Lo consideraba la primera criba e, incluso si daba su visto bueno provisional, se reservaba el derecho de rechazar el encargo tras estudiar al blanco en directo. Sus negativas no eran negociables. ¿Cuántos pagos indecentes había rehusado? ¿Cuántos acuerdos malogrados habían conducido a mensajes llenos de súplicas, sobornos y amenazas? Para muchas personas resultaba complicado entender sus razones, razones que, por otro lado, destilaban sencillez: prometía un cadáver hermoso. Y para eso necesitaba materia prima.

Aquella noche dejó la revisión para última hora, inmerso como estaba en un artículo de Scientific American. Por lo general, los encargos llegaban espaciados, así que le sorprendió hallar una oferta en la bandeja de entrada. Su índice izquierdo titubeó en el aire antes de abrirla, en parte por el agotamiento, en parte por la expectación. ¿Captaría su interés el archivo adjunto? Los dos más recientes, el galerista y una azafata de exposiciones, le habían calmado a duras penas la quemazón sin aportar poesía a su currículo. La anterior, en cambio... Una maravilla, una nueva Hedy Lamarr en la piel de una aspirante a actriz de telenovelas. El trabajo, rematado y paladeado en los baños de un club nocturno, lo había complacido en todos los aspectos salvo en la iluminación, digna de un cuarto de revelado. Era patético ver cómo se escapaba la vida bajo una ristra de bombillas rojas.

El dedo indeciso completó su recorrido y, obviando las líneas de texto, fue directo a la fotografía. Chasqueó los labios, decepcionado por la mediocridad de aquel rostro que apartaba la mirada. Era atractivo hasta cierto punto, pero unos ojos bonitos no iban a bastar para sacarlo de su fortaleza. Carecía de esa cualidad inusual que hacía pivotar las cabezas en la calle, estimulaba la generosidad interesada y saboteaba el raciocinio. Ahora bien, cuando ya seleccionaba la contestación automática de rechazo, una solicitud de chat parpadeó en la esquina inferior de la ventana. El presunto cliente.


USER_K576: Saludos, imagino que le agrada la propuesta.

1_H: Una previsión injustificada. No entra en mi área de operaciones, lo lamento.

USER_K576: No entiendo, ¿quiere decir que lo rechaza? ¿No ha visto cuánto pago?


H echó un vistazo la oferta. Aparte de verificar que el tal K576 era un tipo rico, desesperado o ambas cosas, no se inmutó.


1_H: Conoce los términos de mis contratos. Esta persona no cumple los requisitos.

USER_K576: Le aseguro que es un joven encantador.

1_H: Para usted. Yo me precio de ser objetivo.

USER_K576: Subiré a siete cifras, solo le pido que lo conozca en persona. He incluido su dirección, la del conservatorio donde practica y sus horarios. Usted es un cazador y también un artista, ¿no, señor H? Tiene mi palabra, satisfará su sensibilidad.


¿Cazador? ¿Sensibilidad? Presuntuoso. 


1_H: De nuevo da cosas por sentado, señor K576. No me contacte. Espere a recibir mi respuesta. 


Cerró la ventana antes de que alcanzase a desearle buenas noches. Entre las diferentes explicaciones por las que no lo había bloqueado, tenía claro que no se contaba el dinero, sino quizá algo más sencillo: de la parafernalia de ese tipo había deducido que el blanco era pianista y le apetecía escuchar un poco de música.





El conservatorio era el capricho de un arquitecto aficionado al Lego, un gigantesco paralelepípedo con cristaleras en los extremos, cruzado sobre otra estructura idéntica. Aprobó la uniformidad y la ausencia de columnas de las fachadas, aunque detestó tener que pasearse por un interior tan luminoso. La inquietante simetría de sus rasgos estimulaba los recuerdos de los testigos, algo inadecuado para alguien en su sector de actividad. 

Tras enseñar el pase —falsificado— en la recepción, se ajustó las lentes —falsas— y avanzó con confianza por unos pasillos cuyo plano había memorizado. En el auditorio del bloque inferior llevaban a cabo pruebas de sonido para algún próximo concierto de piano. Si bien debían ser a puerta cerrada, el grupito de mirones al fondo le ofreció una cobertura excelente. Nadie recelaría del tipo del flequillo largo, la camisa de cuadros y la mochila.

La atmósfera de la estancia estaba sobrecargada con las notas fuera de tempo de una sonata para piano de Wagner. Una ejecución en el sentido más violento de la palabra. El siguiente pianista eligió una pieza de Chopin más serena; tanto, que uno de los otros asistentes abrió la boca en un ángulo de noventa grados bastante contagioso. Gracias a dioses que no existían, su objetivo se presentó después: Iisak Briem, el chico de la foto. Descartados los pantalones marrones, la vieja sudadera negra —no juzgaba en base a complementos externos—, y los rizos rubios sin peinar, no había nada en él que lo elevase hasta sus estándares. No, unos ojos bonitos no iban a sellarle el pacto al señor K576. Cuando ya se encaminaba hacia la salida, Iisak Briem presionó dos teclas del piano en rápida sucesión y distribuyó los dedos por el resto de la hilera. Mozart, para su nula sorpresa, brotó de aquellas tripas de cuerda, pero lo hizo con una naturalidad por las que sus colegas habrían matado. Y entonces sucedió algo; una pequeña cosa que impulsó otra mucho mayor.





La pequeña cosa lo trajo aquella noche, contra toda sensatez, a un bloque de apartamentos en el centro. La pequeña cosa lo forzó a piratear el circuito de seguridad y a emboscarse para evitar al portero. Aquel hombre triste no poseía ni una pizca de atractivo y él nunca había arrebatado una vida así; ni siquiera la de su primera sangre, un camello de categoría que acababa de atravesarle el cuello a su padre. La pequeña cosa lo empujó a colarse por la puerta contigua de su planta —una vivienda vacía—, salir a la terraza en sombras y espiar la del chico, separada por un muro y varios maceteros. 

Las correderas de cristal le permitieron ver un salón muy iluminado, excusa de sala de estar donde el propósito de los pocos muebles era rodear un piano de cola. En un magnífico golpe de efecto, Iisak Briem hizo su aparición en escena. Su cabello, que la humedad de la ducha tornaba más bronce que oro, salpicaba los hombros de una amplio pijama de algodón negro. No llevaba zapatos ni adornos ni nada más, solo la contundente presencia de dos ojos del color del jade. Su largo meñique izquierdo voló entre dos teclas durante unos segundos, la-si, la-si, la-si..., hasta que decidió ocupar la banqueta y ejecutar, sin partitura, melodías que le venían a la mente. Tocaba con todo el cuerpo: con los párpados, con los labios, con los hombros y las caderas. H lo observaba en completo silencio, pues los vidrios aislantes eran una celda para el sonido. Sin embargo, no le hacía falta escuchar; llevaba grabada la música del auditorio.

Cosas pequeñas. Un dedo meñique estirado para acariciar el la y el si y dar el pistoletazo de salida a la cadena de notas de la Sonata n.º 18 de Mozart. El tímpano, activando con sus vibraciones un largo y diminuto —notable contradicción— canal de instrumentos para transportar ese sonido a la corteza auditiva. La retina, intermediaria de la luz y la corteza visual, maestra en la interpretación de millones de colores a partir de radiación electromagnética en un minúsculo rango de longitudes de onda. Y, al final del camino, una porción de carne encargada de tomar toda esa energía e inventar sus particulares lenguajes sónico y visual. Algo tan pequeño como un movimiento, una imagen o un sonido tradujo la esencia de Iisak Briem a datos comprensibles para el alma de H, y el mensaje le transmitió belleza. Una belleza conmovedora, formada de algo más que simetrías objetivas. Una belleza que se desbordó de sus ojos.

El camino de vuelta a casa lo pasó autocensurándose. Nunca se había arriesgado tanto para decidir si aceptar o no un encargo. Ahora bien, siendo razonable, ¿no merecía este el esfuerzo? Si alguna vez desde que entrara en el negocio había conocido a alguien digno de ser su blanco, era él, Iisak Briem. La reciente confirmación, tras haberse negado a creer a sus sentidos en el conservatorio, había despejado sus dudas e incógnitas. 

En la pantalla del ordenador destelló un aviso de solicitud de chat. Supo quién lo enviaba antes de aceptarlo.


1_H: Le dije que no me contactase.

USER_K576: Han pasado varios días y la impaciencia me roba el sueño, le ruego que me disculpe. ¿Acepta usted mi encargo, señor H?


Un dedo vaciló en el aire. Un minuto, y otro, y otro.


USER_K576: ¿Sigue usted ahí?

1_H: Sí. La mitad por adelantado. Tenga presente que lo haré según mis pautas y en el lapso que yo estime oportuno. No tolero interferencias.

USER_K576: Ni se me ocurriría ofrecer consejos a un profesional. Siempre y cuando, eso sí, no planee hacerme esperar hasta el primer afinado de la sección de viento del Juicio Final. Mi corazón no lo soportaría.

1_H: Un mes será mi plazo máximo. Y se lo repito, nada de comunicaciones por su parte. En esta ocasión no responderé.





—Eres Iisak Briem, ¿cierto? Das clases particulares de piano.

El aludido alzó la vista de un cuaderno y un emparedado del que asomaba mucho verde y lo estudió sin mostrar ninguna expresión en particular. Curioso, pensó; aun con su disfraz de flequillo y lentes de estrafalaria montura morada había esperado despertar en él, como siempre sucedía con la gente, una pizca de interés. La novedad lo intrigó y decepcionó en una proporción de ochenta y veinte por ciento.

—No estoy aceptando alumnos ahora, lo siento. No dispongo de días libres.

Volvió a concentrarse en sus notas y su almuerzo de cabra. H era consciente de que cualquiera en sus circunstancias habría respondido lo mismo, porque lo había rastreado en la red y sabía que se preparaba para las pruebas de admisión a la orquesta sinfónica local. Por otro lado, también había averiguado que carecía de familia y de dinero, y que subsistía gracias a lo que ganaba por las clases. El impresionante apartamento del centro no era suyo; le permitían vivir ahí en pago por mantenerlo arreglado. 

—Me han propuesto colaborar en una publicación musical. He considerado matricularme en un par de asignaturas teóricas para que mi base sea más sólida, pero me vendría bien algo de práctica. Daría más profundidad a mis artículos.

—Habla con otro profesor. El tablón de anuncios está lleno de ellos. 

Toda esa indiferencia... Por mucho que le hubiera complacido achacarla a un interés nulo en los hombres, no había hallado ni una alusión a relaciones previas con chicas. De hecho, su presunta homosexualidad era un tema mencionado por algunos excompañeros del colegio. La proporción osciló hasta el setenta y el treinta.

—Sé que estás apurado, alguien dijo de pasada que preparas un examen de admisión. El asunto es que te escuché en el auditorio y quedé impresionado con tu Mozart, no quiero a nadie más. Te pagaré por encima de la tarifa estándar, doscientos la clase.

El pianista mostró, al fin, alguna reacción. Si bien era básicamente desconfianza, les otorgó vida a sus facciones y acentuó ese atractivo que lo había golpeado con tanta fuerza en la terraza. 

—¿Dónde vives? No puedo perder tiempo yendo a la otra punta de la ciudad.

—No dispongo de piano. ¿Tú sí? Te daré un extra si no sueles aceptar alumnos en tu domicilio. Y por adelantado. —Continuaba su suspicacia. Los porcentajes eran ya del sesenta y el cuarenta—. Además, escribiré mi primer artículo sobre ti, si me lo permites. 

—Nada de artículos. Dispongo de una hora a la semana. Ven mañana a las cinco a esta dirección, no te retrases. 

Le tendió un trozo de papel con las señas que ya conocía. Analógico y apropiado para alguien que jamás usaba las redes sociales. 





Al impartir instrucciones, el rostro de Iisak Briem adquiría la severidad de un novicio renacentista, a caballo entre la frescura de la juventud y la contemplación mística. Aun cuando no apartara los ojos —esos ojos de un verde pálido— de lo que tuviera entre manos, H se las arreglaba para adivinar sus sentimientos leyendo el resto de su cuerpo. Las cejas fruncidas eran señal de sufrimiento; los hombros adelantados, premura, mientras que rectos y abiertos revelaban que estaba perdido en su universo; su mandíbula se endurecía con el arrojo y se relajaba al expresar sensualidad. Naturalmente, casi todo iba referido a su ejecución musical, y no recopiló tal cantidad de datos en una clase de una hora: se hizo el encontradizo al día siguiente, en el conservatorio, y también el posterior. Permaneció en el pequeño auditorio durante cada práctica, acortando distancias con el escenario, pasándole, incluso, las hojas de la partitura. Llegó a arañar una segunda hora de clase y le pidió que la utilizase para tocar sus propias piezas, con la excusa de observar de cerca su técnica. Saltaba a la vista que Iisak Briem lo tomaba por un rico excéntrico y lo trataba con ese resquemor condescendiente de quienes siempre han tenido que matarse para sobrevivir. Asimismo manifestaba, y eso seguía maravillándolo, una impasibilidad completa hacia su físico, atributo que jamás influía en la apreciación de sus defectos y sus méritos. Sí, méritos incluidos. Tras la tercera sesión en su casa, el pianista le dedicó una ojeada inexpresiva —el ceño arrugado, había que recordar, era para el sufrimiento— y comentó:

—Tienes oído y destreza, y sabes más de teoría que yo. Si quisieras, podrías ser un buen intérprete, pero es obvio que no estás interesado. ¿Por qué te molestas en tomar clases?

—Ya te lo dije. Mis artículos no serán tan creíbles si no logro meterme en la piel de alguien que viva la música.

—Todos vivimos la música aunque no toquemos. 

—No de la misma forma. Las organización de las redes neuronales de los músicos es diferente, hay un mayor desarrollo de ciertas áreas cerebrales...

—Teoría, teoría. Una excusa para verlo todo desde fuera, sin involucrarse. 

Sin teorías, ¿cómo entenderé por qué hago esto?, se preguntaba H. Porque si había algo indiscutible en aquello era que sus acciones carecían de lógica. Se dejaba ver y relacionar con un blanco, demoraba la ejecución sin motivo, dejaba un rastro de pistas que podrían desvelar su identidad. Su mente se justificaba susurrando que solo así descubriría qué tenía Iisak Briem de especial. Para explicarlo no le bastaban unos ojos, una mandíbula sensual o un talento innato para inspirar sentimientos con prodigiosas redes neuronales. 





En la tercera semana lo persuadió para tomarse un descanso de su obsesiva rutina de prácticas.  El Museo de Ciencias quedaba cerca. Tras pagar las entradas y cruzar la primera sala, se preguntó por qué no lo visitaba con más frecuencia. Ya no le aportaba nada nuevo, pero el ambiente era relajante y el público, niños en buena parte, se concentraba en las exposiciones sin prestarle atención indeseada. Su compañero también parecía encontrarlas entretenidas, sobre todo la galería sobre la percepción sensorial. H lo perdió de vista en el túnel temático sobre la transmisión del sonido.

Entonces se dio de bruces con la sección de la luz, que consistía en un cubo gigantesco de vidrios, focos y espejos. H detestaba los espejos. Conservaba uno en el baño de su casa —habría sido una locura volver de un trabajo y no comprobar si quedaban manchas—, pero lo usaba en raras ocasiones y nunca enfocaba la vista en él. ¿Para qué? Lo único que le mostraba era su rostro, ese rostro que ahora le devolvía la mirada desde una docena de ángulos diferentes. Se congeló, los puños y los labios apretados hasta un punto próximo al dolor. Su visible incomodidad alertó a los demás visitantes, lo que originó la consabida ristra de ofertas de ayuda y manos solícitas sobre sus hombros. No estaba herido ni enfermo ni necesitado. Lo que deseaba era que lo dejasen en paz. 

Al alejarse a zancadas para librarse del acoso estuvo a un pelo de derribar a Iisak Briem, que había acudido a buscarlo. 

—No me encuentro bien —se excusó—. Te esperaré fuera.

—Vamos al apartamento. Podrás sentarte un rato. 

Era difícil decir que no a su blanco y maestro. El sofá del salón era amplio, si bien un tanto duro por la falta de uso. El té, de calidad dudosa, al menos estaba caliente. Anochecía, con lo que las correderas servían de marco a una grandiosa panorámica del cielo malva y rosado. Y ante ella, en el centro de la isla de confort, estaban el pianista y su instrumento, consagrados el uno al otro, en esa perfecta síntesis que los había convertido en una entidad única. H apreciaba la música infinitamente más de lo que apreciaba a las personas. Valoraba su belleza y su singularidad para inspirar mundos prescindiendo de envolturas y filtros engañosos, convencido de que el lenguaje de los oídos sobrepasaba en sinceridad al de la vista. Cuando atendía al primero, todos los demás sentidos se le desconectaban de manera automática. Sin embargo, aquel crepúsculo, pese a la iluminación mezquina y al impromptu Fantasía de Chopin que saturaba la estancia, el mecanismo de sus prioridades dejó de funcionar. Se vio forzado a apretar los párpados.

—¿Estás dormido? No te hacía el tipo de persona que cierra los ojos para escuchar música.

H vació los pulmones antes de volver a enfrentarse a su problema, quien relajaba ahora la atmósfera con notas perezosas de los Nocturnos. Caminó hasta él y se colocó a su costado, con el ángulo preciso para observarlo. Si Iisak Briem callaba, él estaba a salvo del hechizo. En momentos así... He de cerrar los ojos cuando tocas. Si los mantengo abiertos, no escucho música, te veo hacer música, y el espíritu que debiera ascender con la melodía es incapaz de moverse, anclado por la pequeña promesa que lee en tus labios. Se escuchó pronunciar la frase, palabra por palabra, en la cabeza, pero no dejó que cruzase su garganta. Nunca lo haría; habría sido como prestarle la voz a un extraño. Lo que sí hizo fue acariciar la muñeca del pianista, su antebrazo y un largo trecho de su bíceps. No bien llegó a la clavícula desnuda y suave, la pieza se interrumpió con un sonido discordante.

—No debo... distraerme con nada antes de las pruebas. —El joven no consiguió reflejar la indiferencia que pretendía.

—No te distraerás. Continúa.

Para sorpresa de ambos, el contacto se interrumpió en seco y la ejecución de los Nocturnos fue reanudada con soltura, como si hubieran adoptado el acuerdo tácito de que nada había sucedido.

No mires. No sientas. Piensa en cosas prácticas. Piensa en por qué alguien querría pagar un millón para librarse de Iisak Briem. ¿Envidia? Nadie codicia nada que él posea. ¿Rencor? ¿Un amante despechado? Eso es probable. K576 dejó entrever que admiraba su encanto y admitió flexibilidad con el plazo. Establecido eso, ¿quién es? ¿El dueño de este apartamento? No es lógico. No mires... Está registrado a nombre de un tal Darányi, uno de los mecenas del conservatorio; un empresario retirado de setenta y cinco años, casado, con cinco hijos, sin actividad en redes ni en noticias de prensa durante los últimos cinco años. ¿Quizá uno de los hijos? 

H se despidió sin arriesgar un simple roce, nada que tensase aún más la fina cuerda que los conectaba. Ya en la puerta, preguntó con tono neutral: 

—La acústica aquí es excelente. ¿El dueño del apartamento no viene nunca a escucharte?

—Hace años que no sale de casa, está enfermo. Cáncer. 

—Lo siento. Deséale un rápido restablecimiento de mi parte.

—No lo conozco. No fue él quien me... contrató.

—Ya veo. Buenas noches.

Ese regusto de su piel en las yemas de los dedos... Aquella misma noche, mientras lo paladeaba en la intimidad de su casa, un sentimiento familiar arraigó en su pecho y se le derramó hasta el abdomen: mariposas, una bandada de ellas. Su bajo vientre, que se contentaba con reaccionar tras interludios de sueños eróticos que se desvanecían al instante, cosquilleaba bajo el aleteo. Rebuscó en su pantalón con la idea de grabarse el recuerdo a caricias. Sonidos húmedos, una gota que resbalaba por sus nudillos frenéticos. Mariposas, unos ojos azul de metileno —¿azules?—, sus manos de nuevo empapadas de rojo...

Se detuvo, pálido y rígido, la mirada fija en el fragmento de espejo que dejaba vislumbrar la habitación contigua. Como novedad en años, arrastró los pies hasta allá y estudió su imagen con una calma antinatural, resignado a aceptar. Eso era él. Ese era el rasero por el que lo juzgaba la gente, sin molestarse en ir más adentro. Hubo una época en la cual había creído conservar el derecho a despreciar su superficialidad, a exigirles que vieran al genio en ciencias con oído absoluto que era. ¿Qué quedaba de él ahora? Un cobarde que se aliviaba —en el sentido más amplio de la palabra— con sangre porque le faltaban los redaños para ponerle fin a todo. Que Iisak Briem lo rechazase era justo, solo honraba su perspicacia.





Dispuesto a no enrarecer más las cosas, H acudió a clase con una impecable máscara de normalidad, haciendo las preguntas justas, manteniendo las distancias. Los encuentros en el conservatorio fueron escasos, pero cordiales. Y llegó, por fin, el día de las pruebas de admisión, y se forzó a desplazarse varios kilómetros para no rondar la zona donde las celebraban. La prudencia duró hasta que su subconsciente tomó el control de sus pasos. Lo atisbó a lo lejos, parado ante la sala de conciertos; él también lo descubrió y le hizo señas para que se acercase. Sonreía. ¿Había sonreído así antes? 

—¿Dónde estabas? Bueno, no importa. ¡Me han admitido! 

El abrazo fue un añadido desconcertante. H lo recibió con el ánimo de quien hubiera encontrado un extraterrestre en su dormitorio y la perplejidad de no saber dónde colocar las manos. Notaba su entusiasmo, el aroma a jabón de su pelo, la firmeza de sus dorsales. El mes de nerviosismo se había disuelto en un estallido de júbilo.

—Te invito a beber para celebrarlo. Hasta que no nos tengamos derechos.

—Aún no es mediodía.

—Pues beberemos sin parar hasta la noche. ¡Ven!

Aquel Iisak Briem transformado tiró de él hacia un pub y colocó ante sus narices una jarra de cerveza que se esfumó en muy pocos tragos: mérito del joven, ya que H jamás bajaba la guardia con el alcohol. A pesar de ello, le siguió la corriente en la medida que le permitieron sus inhibiciones. A las copas las siguió el almuerzo, y más copas. Y ya al anochecer, tras remolcar a un pianista muy achispado al apartamento donde vivía, tuvo que aceptar probar una botella que había salido de algún estante. Únicamente se mojó los labios con ella. El resto de la humedad procedió de los de Iisak Briem, de su lengua. Del beso más inesperado que disfrutara en su vida.

—Si estás borracho.... —murmuró.

—No estoy borracho. Quiero que sigamos.

—¿Con qué?

—Con eso... que empezaste en el piano.

Para ilustrar las palabras, le pasó los dedos con torpeza por la muñeca y el antebrazo. Su boca fue más certera al acceder a la pequeña porción de clavícula escapada de su camisa. ¿Cuándo había sido la última vez? Lo había borrado de su memoria. Entonces solo existía el presente, nuevas escenas que registraba conforme se sucedían ante él: el dormitorio minimalista, las sábanas con sobriedad de hospital, la ropa que contribuía a crear caos en su caída a uno y otro lado de la cama, el torso desnudo de Iisak Briem, su rostro. Dejó de buscar nada más allá de ese rostro, empeñado en gastar todos los besos contenidos en cuatro semanas de deseo. 

—Iisak... Briem...

—Por qué eres tan formal...

—Iisak...

Al tenerlo subido en el regazo descubrió otras facetas de ese lenguaje suyo que tan poco esfuerzo le había costado descifrar. Comprendió que él también lo leía, siquiera en la superficie. Por primera vez se vio reflejado en unos ojos ajenos sin experimentar repulsa, sino calidez. Placer más allá de las mariposas. Una pequeña cosa que había impulsado otra mucho mayor.

Como un naturalista camuflado en su puesto de vigilancia, como un pintor ante su musa definitiva, H había hallado la quintaesencia de la belleza. Y era incapaz de definirla ni entenderla, y mucho menos de conservarla.





—Hmmm... ¿Qué hora es? ¿Has dejado que me duerma?

—Has bebido y la tensión acumulada te ha atacado de lleno. Necesitas descansar.

—No te he traído a mi cama para descansar. Bueno, dejará de ser mi cama pronto. Ahora que tengo un trabajo, me buscaré mi propio apartamento. 

—¿Por qué?

—No aguanto estar aquí de prestado. Yo...

—Me refiero a por qué me trajiste. Tu rechazo fue evidente cuando te toqué. 

—Ya te lo dije, no podía permitirme distracciones antes de la prueba. Estar contigo habría pulverizado mi concentración, puedes estar seguro.

—Creía que no me encontrabas atractivo.

—¿Porque no salté sobre ti desde el primer minuto, como harán todos? Detesto a los que van de figuras por la vida. Si tuvieras la cabeza y el pecho vacíos, te habría mandado al infierno. 

—¿No tengo el pecho vacío?

—Escucha, no te tomes a mal lo del otro día. Me gustas, me gustas mucho. Si me he contenido ha sido porque llevo un año y medio matándome para poder largarme sin tirar mis estudios por la borda. No quiero aumentar mi deuda aún más.

—¿Qué deuda? Pagas tu estancia con mantenimiento.

—Fíjate en este sitio, podría estar alquilado por un buen precio. 

—¿Quien te lo ofreció tenía otro tipo de interés en ti?

—Ni se te ocurra pensar que me acosté con él para agradecérselo. Nos hicimos amigos en el conservatorio, durante una época en la que peleaba con dos trabajos miserables y no me quedaba tiempo para practicar. Nunca le di pie para imaginarse cosas, pero él lo intentó de todas maneras e insistía, insistía..., hasta que dejó de insistir. Me convenció de que podía quedarme aquí sin problemas, de que habría sido un crimen desperdiciar mi talento. Fui débil.

Se giró con notorias señales de vergüenza. Inexperto en la maniobra, H lo abrazó por detrás y esperó a que volviera a caer dormido antes de levantarse. Evitó mirarlo mientras caminaba de puntillas hacia la puerta. Sabía que, de hacerlo, sucumbiría a la tentación de despertarlo de nuevo, y se había quedado sin tiempo.





Al regresar a su casa encendió el ordenador que llevaba días evitando. Dos encargos quedaron en el olvido. Lo que buscaba, lo que intuía que estaría allí, era la pequeña columna de solicitudes de chat de su cliente. La más reciente rezaba:


USER_K576: Mañana vence el plazo. En caso de incumplimiento, tendrá que reembolsarme el anticipo y yo deberé pasar por el penoso proceso de reemplazarlo. Eso me decepcionaría mucho, señor H.


Así de sencillo. Si no cumplía el contrato, el tipo acabaría encargándoselo a cualquier matón adicto al crack. Si lo cumplía, destrozaría su misma esencia.

El resto de la madrugada lo pasó buscando datos y accediendo a sistemas supuestamente protegidos. Luego se deshizo de sus discos duros y de la mayoría de su equipo, dejó el lugar impoluto y salió a respirar el aire fresco de la mañana. Aún disponía de unas horas que matar.





Károly, el hijo menor del señor Darányi, habitaba por aquel entonces un ático en el distrito financiero, no muy lejos de la fundación cultural que presidía. De ordinario, daba por concluida su jornada a la una y media o a las dos, pasaba por el gimnasio y regresaba a él sobre las cuatro, momento en el cual se permitía un rato de relax antes de cualesquiera que fuesen sus planes nocturnos. Aquella tarde no iba a ser distinta de las otras: llegar, servirse un gimlet, estirar los pies, encender el portátil..., excepto por el hecho de que no había conexión. No le quedó más remedio que dirigirse al despacho para echar una ojeada al equipo, entre murmullos ofendidos sobre lo mucho que pagaba por él y su osadía al dejar de funcionar. Poco sospechaba que el problema técnico iba a perder pronto su relevancia.

Al verlo inclinado sobre los cables, H cerró la puerta a sus espaldas; acto seguido, tomó asiento entre él y la salida, en la silla de invitados, y esperó su reacción. Darányi se sobresaltó menos de lo que había previsto, detalle que dijo mucho en favor de su sangre fría. Dedujo también, basándose en sus gestos, que estaba calculando la trayectoria para cargar contra él o la puerta. Dado que una pelea no entraba aún en sus planes, extrajo una Glock 17 del bolsillo interior de su abrigo y se la colocó sobre el regazo. Su presencia sirvió para apaciguar al dueño de la casa, que aceptó ocupar el sillón ante la mesa de vidrio templado. 

Eso marcó el inicio de la siguiente fase en silencio, el estudio mutuo. Darányi era un hombre de atractivo notable, que llevaba sus 35 años con el esmero de un asiduo al ejercicio, a los tratamientos corporales y a las dietas personalizadas. En la pasarela pública era un mujeriego duro de abatir; en locales cerrados prefería los chicos y tenía fama de no dejar escapar a ninguno. H había pasado un rato muy instructivo husmeando en mensajes privados sobre su afición a acosar a jóvenes heteros hasta derribarlos. No era difícil imaginar lo que conseguía con el resto de las orientaciones sexuales. Por lo demás, jugaba con mucha ventaja gracias a su cultura y al dinero de la familia. Allí sentado, con la camisa abierta y un rizo rebelde sobre la frente, habría servido de portada para el Men’s Health. La única tacha del conjunto era su mirada homicida y temerosa; algo, por otro lado, comprensible en tal situación. Camuflado junto a esos sentimientos, H localizó un tercero, cierta curiosidad con tintes lascivos. El filántropo por conveniencia hacía honor a su fama.

—Buenas tardes, señor Darányi. Ahora que he captado su atención, guardaré esto. —H devolvió el arma a su bolsillo—. No pienso usarla. No he venido a disparar a nadie, sino a discutir el asunto que tenemos pendiente. El que vence hoy.

—¿Señor... H? —Nuevas luces de terror se encendieron en los ojos del aludido, y aún más intriga. Que un asesino a sueldo que lo gestionaba todo en la red se presentase en su casa no podía ser bueno. Con todo, conservó un remedo de calma—. No lo imaginaba así. Tampoco imaginaba que debiéramos discutir nada en persona, aunque... consideraré su visita una deferencia. Estaba tomando un combinado de ginebra. ¿Me permite ser buen anfitrión y ofrecerle otro?

—Procuro no beber durante el trabajo. Gracias.

—¿Cómo ha dado conmigo? Si no le importa que pregunte.

—Con un extra de interés. Señor Darányi, mi visita sí que es una deferencia. Después de estudiar en profundidad al objetivo propuesto, he concluido que no cumple los requisitos.

—Señor... —Resultaban palpables sus esfuerzos para controlarse—. Supongo que no remediará nuestra desigualdad de condiciones y me dirá su nombre, ¿no? Bien. Señor H, está claro que conoce quién soy y a qué familia pertenezco. ¿Por qué despreciar tanto dinero? ¿Por qué arriesgarse a ganar enemigos tan poderosos?

—Rechazarlo no es una opción. ¿A eso se refiere? Deduzco que por eso pretende eliminar al señor Briem, para que su proximidad no le recuerde constantemente que él sí lo hizo.

—Mis motivos no le incumben. No es discreto ni profesional ni... ¿Cómo se atreve?

«Detesto a los que van de figuras por la vida».

—Es muy profesional. Si lo matase, no podría entregarle un cadáver hermoso. Incumpliría los términos del contrato.

Porque, si le quitase la vida, se convertiría en un cascarón mediocre. Perdería el sufrimiento, la premura, la abstracción, el arrojo, la sensualidad. Pedazos, todos ellos, de la auténtica belleza de Iisak Briem.

—No lo entiendo. Es un chico guapo. ¿Lo ha visto tocando el piano? Y, aunque no fuera así, ¿qué absurda manía es la suya? Un hombre... atractivo como usted, si me permite decirlo, ¿por qué quiere librar al mundo de lo que lo hace entretenido?

H aspiró hondo, lento y aliviado. Alguien le preguntaba cara a cara, por primera vez, sobre el fundamento de su existencia. ¿Desaprovecharía la oportunidad de explicarlo? Por otro lado, ¿para qué? Dado que él no tenía nada más que ofrecer, Darányi nunca entendería el vacío de una cara bonita. Ni la frustración de no poder usar el arma destinada a sus blancos contra sí mismo. Ni la cobardía de morir a través de ellos.

Pero quizás ahora... Quizá por Iisak...

—En cualquier caso, no es mi intención incumplir mis obligaciones. Usted me pagó por ello y eso es lo que voy a hacer: entregarle un cadáver hermoso.

H no utilizó la pistola, sino que sacó un abrecartas que había hurtado previamente del escritorio y se lo hundió en abdomen. Lo fascinó la ausencia de dolor, apenas un poco de presión y calor allí donde manaba la sangre; la pequeña descarga de adrenalina, cortesía de su cerebro, actuaba a modo de anestesia natural. Darányi, en cambio, se vio reducido a un manojo de nervios durante unos instantes. Al final reaccionó y se aproximó con cautela, evidenciando que no sabía cómo enfrentar al lunático que se desangraba ante él. El suicidio de un asesino en su domicilio... ¿Qué explicación daría a la policía?

—Me causaría mucho, eh, trastorno que muriese aquí. Escuche, no tiene que devolverme el dinero. Me doy por satisfecho, solo... —Agarró el cojín de otra silla y lo presionó contra la herida, más preocupado por las manchas que por taponar la hemorragia—. Solo márchese, ¿de acuerdo? Lo ayudaré a llegar al ascensor y...

—¿Entendió que el cadáver sería el mío, señor Darányi?

La voz de H se mantuvo serena. La mano no le tembló al clavar el abrecartas en un punto preciso del cuello de su cliente. A diferencia de la suya, la incisión no fue limpia e indolora; sus conductos respiratorios obstruidos le impidieron emitir más que algunos gorgoteos angustiosos hasta el momento de su muerte. H se forzó entonces a arrodillarse —pasada la euforia inicial, comenzaba a sentir la mordedura en el vientre— y a recomponer las facciones convulsas de Darányi para devolverles una sombra de su atractivo. Deformación profesional, murmuró, sin un ápice de burla. Luego se dejó caer a un lado, la espalda contra el mueble archivador, y embutió la pistola limpia en uno de los cajones.

Se había atrevido, después de tantos años. Lo único que debía hacer era esperar y todo pasaría: dejaría de odiarse, Iisak estaría a salvo. 

«Me gustas, me gustas mucho».

Lo embargó una extraña nostalgia al pensar en aquello que iba a perderse. Iisak en su primer concierto como miembro de la orquesta sinfónica. Iisak en su nuevo apartamento, decidido a ahorrar para adquirir su propio piano. Iisak convertido en compositor, desarrollando partituras que garrapateaba en hojas usadas... Belleza, belleza con tantos y tan perfectos matices. Podría ser suya si quisiera.

No, era absurdo. Le costaría una vida de mentiras y él no la soportaría sin marchitarse. Pertenecían a dos campos que debían permanecer separados.

«Si tuvieras la cabeza y el pecho vacíos...».

Pero no los tenía, ¿verdad? Él lo sabía, había visto más allá que ningún otro y lo había aceptado. ¿Por qué no trazar una línea? Dejar atrás las mentiras; quedarse, simplemente, con una vida.

Iisak...

Volvió a ponerse en pie, a tirones porfiados, y trastabilló hasta el salón en busca de un teléfono móvil; se había desembarazado del suyo antes de allanar la casa. Sus dedos mancharon la pantalla de rojo al acceder al botón de llamadas de emergencia.

—Por favor, me han herido, envíen una ambulancia al número 98 de la calle Kapital. Por favor, estoy perdiendo mucha sangre...