CON
LA VISTA AL CIELO. Epílogo
Abajo
en la Tierra
Santa
Maria del Fiore conservaba la gloria de los días en que Brunelleschi
concluyera su magnífica cúpula octogonal. Se la veía más
espléndida, incluso, con su fachada y sus brillantes puertas de
bronce. La visión del conjunto, encajada en el inmutable casco
antiguo de Florencia, casi habría arrancado lágrimas de unos ojos
nostálgicos de no ser por el extraño cinturón de altos edificios
de cemento, metal y vidrio que la rodeaban. Tonalidades neutras
contrastando con el mármol tricolor. El olor a duras penas camuflado
del progreso, impregnando viejas y enfermas piedras.
La
estela de grises había consumido las masas verdes y se extendía por
todo el camino a través de Europa. París, aún más monocromática
que sus contrapartidas italianas, no carecía, sin embargo, de sus
propios encantos. Los grandes conglomerados de habitáculos espejo
respetaban el perímetro de la ciudad clásica y sus construcciones,
como cierto museo cuya anacrónica insignia era una pirámide
compuesta por ángulos de plasma. Sus corredores albergaban cámaras
de acceso limitado cuya misión era salvaguardar el arte más valioso
de los estragos del tiempo. En una de ellas colgaba una pequeña
tabla al óleo. Las pinceladas, oscurecidas por siglos de
restauraciones y polarizadas tras un vidrio blindado y etiquetado con
láser, componían la figura de una dama sonriente ante un paisaje
lombardo.
—No
puedo creerlo...
Camuflado
por el sistema de ocultamiento que le proporcionaban sus
nanomáquinas, un hombre alto y rubio contemplaba el cuadro en la
privacidad de una cámara cerrada al público. No estaba solo; su
compañero, más corpulento y de claros cabellos castaños, sonreía
ante ese hallazgo no del todo inesperado.
—No
puedo creerlo —repitió el primero.
Y
no era para menos, pues el retrato de Eal se había convertido en la
obra más famosa de toda una era humana y había sobrevivido durante
siglos, expuesto bajo aquel falso título: «La Gioconda, por
Leonardo da Vinci». Al descubrir lo que había sido de él, su
creador experimentó una punzada de melancolía rememorando a su
querido Cecho y a sus otros allegados, responsables de ofrecer tal
dato a la historia.
—Nunca
lo dudé —susurró su compañero, que no era otro que Draadan—.
Dejaste tanto atrás, suficiente para inmortalizar a más de uno.
—Ah,
pero tú no eres objetivo conmigo.
—He
tenido seiscientas traslaciones terrestres para aprender cómo eres,
Leonardo.
Corría
el 2082 en la Tierra y una nave en forma de pirámide invertida había
regresado tras un viaje de quinientos sesenta y tres años. El tiempo
no había pasado en balde para su único tripulante terráqueo.
Asimilado el arrobo de ver cumplido su mayor sueño, la mente del que
fuera aquel joven y talentoso florentino se había empapado con el
contenido de las bases de datos de su nuevo hogar entre las
estrellas. Biología, Astronomía, Geología... Jornadas y jornadas
bebiendo de los archivos de Física, Mecánica y demás materias de
Eal, maravillándose ante los secretos descubiertos del universo,
formulando sus propias teorías y desarrollando su creatividad, hasta
convertirse en el alumno predilecto de su maestro en el departamento
de Ingeniería. Permaneció despierto mientras los demás descansaban
para poder acortar distancias con ellos. Se convirtió en acólito
sin rango, en un ambiente donde la tripulación empezaba a olvidarse
de usar los vocativos honoríficos y a administrar su admiración en
base al talento, y no a las posiciones en la jerarquía. Presenció
cambios, aprendió certezas universales. Amó, rio, lloró.
Su
único reproche fue haber tardado tanto en regresar a su planeta
natal. Se había perdido seis siglos de progreso que nunca
recuperaría, incluyendo escenarios transformados y tumbas olvidadas.
De muchos a quienes conociera ya no quedaban ni piedras ante la
cuales presentar sus respetos. Y Raffaello, y sus compañeros de la
pirámide gemela... Cinco reencarnaciones de lucha y muerte
innecesarias, una barbarie que habría de convertirse en la prioridad
de la expedición. Su apreciado guerrero pelirrojo era el último
recuerdo de carne y hueso que le quedaba en tierra. Jamás había
dejado de rogar para que estuviese a salvo.
—Bien,
bien. Traspasadas las defensas de la otra nave y revisadas las
grabaciones de su piramidión,
me alegra comunicarte que tu amigo ha seguido en activo todo este
tiempo y su facción ha salido victoriosa cada ciclo —comunicó Eal
a Leonardo ante la consola de los vigías—. Y quedan dos años para
el próximo, hum... Quizá sea conveniente abordar a uno de los
tripulantes conscientes antes de que recomiencen su...
—...
jueguecito enfermizo —aportó Navekhen—. El amiguete de Leonardo
y sus colegas deben ser un puñado de embriones, listos para ser
implantados si el teletransportador del observatorio falla de nuevo.
Y todo apunta a que fallará, para qué faltar a las costumbres
adquiridas tras eras de hacer el imbécil. Veamos, ¿no era el
superior del tal Raffaello quien acostumbraba a bajar a la superficie
y vigilar la competición de cerca?
—Sí.
Nunca he podido olvidar aquella ocasión en la que casi me descubre
—respondió Leonardo.
—Vigilémoslo.
Si sigue haciéndolo, será el candidato ideal para que lo abordemos
y lo convenzamos, y más después de todos esos triunfos
consecutivos. Estará de mejor humor que los otros tres, al menos.
—¿Y
si no lo convencemos?
—Pues
dispondremos de una tripulación de... ciento once marionetas mucho
más susceptibles a nuestro mensaje de libertad, igualdad y
fraternidad. ¿Te gusta, Leonardo? Es el lema actual de tu país
adoptivo, Francia. ¿Por dónde iba? Ah, sí: si la élite no
colabora, habrá que empoderar a la tropa base. La norma de no
intervenir machacada y servida en trocitos pequeños.
Eal
suspiró, recordando su encuentro con Shaal después de reabastecer
las reservas de energía; el instante amargo en el que, tras
devolverle su cuerpo, lo había forzado a elegir entre volver al
limbo o seguir al Vértice. A veces Neudan le recordaba que su
postura, a diferencia de la de Shaal, no había sido despiadada, sino
clemente, y que algunos miembros de la tripulación ya habían
manifestado interés por la lejana estrella. Un destino deseado,
¿podía considerarse un castigo? Sea como fuere, Eal no trataba de
justificarse a sí misma. Jamás habría sido partidaria de arrebatar
a otros la libertad de elegir.
—Esperemos
que colaboren —dijo—. No quisiera pasar a los anales de nuestra
cultura como la tirana que obliga a sus congéneres a abandonar las
naves y cruzar el espacio hasta lo desconocido.
***
Oculto
a los ojos del mundo, Kenak sorteaba a los turistas que abarrotaban
las pasarelas en torno a los edificios supervivientes de Chichén
Itzá. Cada vez frecuentaba menos la Tierra, pero en las épocas
anteriores a la conclusión de cada ciclo, cuando su resquicio de
esperanza le inspiraba deseos de pronunciar los que quizá fueran sus
últimos adioses, aprovechaba para darse una vuelta por sus rincones
favoritos.
Era
el turno final de visitas. La marea de la gente abandonaba ya los
senderos artificiales para regresar a sus transportes colectivos en
tanto los técnicos desconectaban los androides guía y cerraban los
accesos. El momento en que todo quedaba desierto era el favorito de
Kenak, porque le permitía pasearse sin que el elemento humano
obstaculizase el contradictorio paisaje de piedra y metal. Aquel día,
sin embargo, no llegó a quedarse solo: un par de figuras se
revelaron en la distancia. La más alta y alejada oteaba los
alrededores con calma; la otra, un joven rubio cuya coleta ondeaba al
viento, se apoyaba con indolencia en el pasamanos y admiraba la
pirámide más cercana. Resultaba curioso que la estricta seguridad
del enclave los hubiese dejado atrás, como si los estuviesen
ignorando aposta... o como si ellos también fuesen invisibles.
Para
confirmar las sospechas de Kenak, el rubio se giró hacia él, lo
miró a los ojos —allá donde estaban sus ojos, a tres metros sobre
el suelo— y le dedicó una sonrisa cordial.
—Me
ves —anunció el primero en el idioma local, impasible y frío a
pesar de su sorpresa.
—Te
veo, sí, igual que tú a nosotros. Te haces llamar Kenak, ¿cierto?
El
aludido utilizó su escáner para examinarlos a ambos y localizó
trazas de tecnología análoga a la suya. Intuyó que el hallazgo no
se debía a la eficiencia del dispositivo, sino a que eran ellos
quienes le permitían traspasar sus defensas. Estudió entonces sus
facciones. Tras la larga estancia en la Tierra y la larga lista de
mortales que habían desfilado ante él, las caras tendían a
confundirse unas con otras, pero estaba casi seguro de que jamás
había visto al más alto. Ahora bien, el otro, el de los iris
azules... Un recuerdo indefinido comenzó a tomar cuerpo en su
memoria.
—Si
sabes mi nombre, es razonable que me deis los vuestros.
—No
faltaba más. Mi compañero es Draadan, yo soy Leonardo. Hay asuntos
que queremos discutir contigo, dado que eres uno de los pocos
operadores de vuestra pirámide, y te hemos elegido a ti para
tratarlos en privado porque... —Percibió el florentino la mirada
al cielo, la alarma oculta en su imperturbabilidad y el desconcierto
de unos ojos que no alcanzaban a hacer aflorar su nombre—. Tus
compañeros no pueden localizarnos, hemos intervenido vuestras
comunicaciones. Ah, y mi apellido solía ser Da Vinci. Por si el dato
te es útil.
—Leonardo
da Vinci. —Intentó conectar con la nave, sin obtener respuesta—.
No un imitador ni un bromista, sino el original que murió..., no,
que desapareció hace varios siglos. Aquel al que alguna vez
sorprendí conversando con dos de mis elegidos, aunque decidiera
asumir que se trataba de una coincidencia. ¿Qué eres, Leonardo da
Vinci? ¿Qué es tu acompañante?
Leonardo
asintió para sí, satisfecho ante la naturalidad de su reacción.
Draadan, más preocupado por otras cuestiones, percibió la
ligerísima concentración de energía en el cuerpo de su congénere
y tensó los músculos, preparado para defenderse si era necesario.
—Yo
soy un simple terráqueo que tuvo la suerte de captar la atención
del cielo. Mi compañero sí que comparte tu herencia genética y tu
medio de transporte.
—Quieres
decir que no estamos solos, que hay otra pirámide en el cielo. Si es
así, ¿por qué no os habéis comunicado con nosotros hasta ahora?
—Acabamos
de regresar de una misión de quinientos sesenta y tres años. ¿Cómo
está mi amigo... Raffaello, también conocido como Verorrosso? —En
su brusco cambio de tema se percibía el reproche—. ¿Posee ya un
nuevo cuerpo o su genoma es mero contenido en una base de datos?
—Verorrosso.
Te refieres a mi Alpheh hasta no hace mucho.
—¿Hasta
no hace mucho?
No lo entiendo, ¿no te ha dado todos los triunfos? ¿Quieres decir
que ya no lo es?
—Es
interesante comprobar que no soy el único que no
entiende.
Es una larga historia. ¿Cuánto sabéis de ella, de nosotros?
—Que
sois los segundos en despertar de una tripulación de varios cientos;
que hacéis con los demás lo que en el pasado hicieron con vosotros,
excepto que vuestro juego de poder es a mayor escala y dura mucho más
tiempo; que estáis varados en la Tierra y deseáis huir hacia una
estrella... Sí, conocemos la mayor parte. Y vosotros estaríais en
igualdad de condiciones si, en lugar de con cuatro miembros, vuestra
nave contase con su dotación al completo.
—Equivalente
a la vuestra, estimo. Varios cientos y un terráqueo.
—Y
un terráqueo, aunque soy el único.
—Estoy
en suma desventaja en esta conversación.
—De
nuevo, eso es culpa vuestra.
—Me
juzgas por lo que hacemos con nuestros elegidos. Si poseéis el poder
de observarnos sin ser vistos y sois mucho más numerosos, quizá
debierais haber tomado el control y forzarnos a adoptar las
costumbres de una civilización más sabia y prudente.
—No
estaba en nuestra mano inmiscuirnos —intervino Draadan, rompiendo
su mutismo— ni lo está ahora anular vuestro libre albedrío.
—Pero
tú no eres como los otros, ¿verdad? —Había una chispa de
esperanza en la voz de Leonardo—. Eres el que baja, el que se pasea
entre mortales. Siempre has elegido al mismo hombre desde mi época
y, si sigue siendo el que yo conocí, ha tenido que darte una
perspectiva distinta de las cosas. A través de él has debido
comprender que negarles a tus compañeros su derecho a saber quiénes
son es un acto cruel.
El
sol se había hundido en el horizonte. La luz artificial arrojaba
sombras siniestras sobre los tres rostros, y el viento, más fuerte
conforme avanzaba la noche, se colaba entre las rendijas de la ropa.
Con todo, nadie abandonó su porción de pasarela ni la burbuja de
privacidad que aparentemente disfrutaban.
—Desde
el principio, mis inquietudes y las de mis hermanos siguieron caminos
diferentes —confesó Kenak tras el silencioso paréntesis—.
Ellos no veían colmadas sus aspiraciones, deseaban más. Yo me
dejaba llevar. Era más sencillo que oponerse, en especial cuando
todos codiciábamos la cámara bajo el observatorio. Un acto cruel...
Sí, lo es. Sí, me he arrepentido en muchas ocasiones y habría
deseado volver atrás. Sin embargo, la cámara no funcionó jamás. Y
solo éramos cuatro. Imaginad por un momento el baño de sangre si
todos los demás, a un tiempo, hubiesen pretendido acceder a ella.
—¿Tanto
anhelas escapar? Si estuviese en tu mano, ¿no preferirías quedarte,
despertar a los tuyos y guiarlos en una nueva etapa consciente?
—Mis
hermanos son inflexibles, no lo aceptarían. En cuanto a mí, no
podría quedarme y contarles la verdad a los otros, a tu amigo
Verorrosso. Me odiarían.
—O
te perdonarían y aceptarían tu experiencia. Eso no lo sabemos.
—Leonardo
da Vinci, desconozco las circunstancias que te han granjeado un
puesto entre nuestros iguales, pero infiero que eres una persona
notable y que tanto tú como tu gente conserváis vuestra integridad
más o menos intacta. La mía hace mucho que se hizo pedazos. Llevo
girando y caminando alrededor de este planeta más de dos mil
doscientos años. En ese tiempo he vivido, he muerto, he renacido. He
amado, perdido y llorado, he vuelto a amar para perder de nuevo,
hasta que ya no me han quedado lágrimas. Y en todos esos años de
contemplar el mismo cielo sobre mí me he dado cuenta de que mi
palacio se ha convertido en mi cárcel y que necesito salir de ella.
Ya no poseo nada para dejarles a los otros. Estoy herido más allá
de cualquier sanación y mi última esperanza reside en lo que me
espera más allá del observatorio.
Leonardo
quiso insistir en sus argumentos, recordarle que su nave estaba hecha
para viajar por el espacio siempre y cuando renovasen su fuente de
energía; hacerle ver que la prisión que él percibía era, en
realidad, libertad para conocer nuevos mundos. Pero algo en los ojos
de Draadan puso freno a su lengua.
—¿Sientes
que tira de ti? ¿La estrella del cometa? —preguntó el supervisor
a Kenak. En su voz se reflejaba el entendimiento a un nivel que
Leonardo, tal vez por ser terráqueo, no llegaba a compartir—.
¿Sientes que le perteneces?
—Sí.
Tú lo sabes, tú también lo experimentas...
—No,
aunque conozco a otros que sí lo hacen. Hay quienes afirman que es
algo que llevamos en la sangre.
—¿En
la sangre? —Kenak volvió la vista a las alturas—. ¿Qué hay
allí? Decídmelo, por favor, es el único misterio que me roba el
sueño. ¿Qué nos espera si la cámara llega a activarse?
Draadan
lo imitó. No, él no recibía la llamada, tenía ataduras muy
fuertes a su lado; pero Eal, el Primer Navegante y los demás estaban
convencidos. Esbozó una sonrisa.
—Nuestra
casa.
***
La
intuición de Navekhen no se equivocaba, pues Kenak, el más
accesible de los tripulantes de la segunda pirámide, resultó ser un
hombre discreto y comprensivo. Y de palabra: a pesar de la fuerza con
la que recibía su llamada, no utilizó enseguida los datos técnicos
proporcionados por sus visitantes, sino que se condujo ante sus
hermanos como si nada hubiera pasado. Planeaba aguardar al final del
plazo para usar el observatorio, allanando, entretanto, el camino de
quienes iban a quedarse atrás.
En
el invierno del año 2084, el ganador de los últimos ciclos accedió
a la cámara, introdujo los ajustes que Leonardo le había
suministrado y la activó. A aquellas alturas, ninguno de los otros
esperaba que tuviera éxito. Ninguno estaba de verdad preparado para
asistir a la conclusión de una larga era, y por eso, cuando
penetraron en el habitáculo y lo hallaron vacío, desprovisto de
energía y de vuelta a la orientación por defecto, tardaron mucho
tiempo en asimilar que su número se había reducido para siempre.
Apenas prestaron atención a las ciento once cápsulas que maduraban
justo entonces, a los tripulantes que despertaban de su sueño y
comenzaban a deambular por la nave, dotándola de una animación
nunca antes vivida. El premio por la victoria de la facción roja
había sido la retirada de todos sus peones de juego; si querían
continuar con su partida, necesitaban acudir al banco de datos
genético y promover nuevos heraldos. Y querían, oh, por supuesto
que querían. La marcha de Kenak les había sabido a frustración,
pero también a esperanzas renovadas.
Ahora
bien, había un grupo de observadores invisibles que sí seguían con
interés la evolución de las nuevas incorporaciones. Cuando dos de
estas realizaron su primera visita a la Tierra, Leonardo recibió un
aviso de Navekhen desde el piramidión.
—Tu
amiguito ha bajado, encanto mío, es el momento propicio para
abordarlo y... Oooh, vaaaya, no pierden oportunidad de probar
colchones nuevos, ¿eh?
—¿Qué
andas farfullando? —inquirió el florentino mientras introducía
las coordenadas para preparar un transporte.
—No,
no, nada, excepto que vas a asistir a un espectáculo gratis si te
materializas ahora y... ¡Por un pelotón de púlsares, menuda
herramienta! ¡No recordaba yo tamaña abundancia!
—Navekhen,
deja de husmear en la intimidad de los demás.
—Y
me lo suelta alguien que va a aterrizar de lleno en medio de una
sesión de deportes de contacto.
—No
voy a interrumpir. Y no pretendo mirar.
—Claro,
claro... Oye, ¿no fuiste tú quien le pidió al mozo que se sacara
los pantalones para hacer un dibujo de su...?
—Adiós,
Navekhen.
Leonardo
sonrió y se esfumó en medio de un vórtice de triángulos
giratorios.
En
cierta vivienda vacía de la Tierra, dos antiguos elegidos de los
Hermanos descansaban tras una ronda de intensa y gratificante
actividad sexual. El joven rubio, cuyo último nombre había sido
Mìcheal, era también el Alpheh ganador del premio de Kenak. En
cuanto al pelirrojo, Raffaello en su periodo renacentista, los azares
del destino le habían asignado el mismo patrono. Habían despertado
en cápsulas de regeneración, asistido a las maravillas de un
palacio en el cielo y lidiado con un centenar de camaradas
incrédulos. Después de escapar de la jauría y disfrutar el
paréntesis más codiciado de su nueva vida, discutían sobre la
manera en la que su desaparecido señor había cruzado el portal del
observatorio, ignorantes de que no una, sino dos pirámides espiaban
sus movimientos.
—De
todos nosotros, tú eres el que más ha penetrado en su cabeza
—apuntaba Rafael en aquel momento—. ¿Qué piensas?
—Que
no sabía cómo hacerlo durante el último ciclo, o no habría
preparado una estrategia así de complicada; se habría limitado a
procurar que ganases, y punto. No, ha tenido que descubrir el método
después.
—O
quizá alguien se lo enseñó. —Juzgando que ya nadie habría de
llamarlo aguafiestas, Leonardo reveló su presencia ante los dos
jóvenes.
—¡Tú!
—gritaron
ellos
al unísono.
—Mis
disculpas por la interrupción.
Rafael (¿es
ese tu nombre ahora, si no he oído
mal?) es un viejo conocido mío
al que, eso sí, encuentro algo cambiado. Mas por lo que a usted
respecta, señor
Mìcheal,
estoy seguro de que nunca nos habían
presentado. ¿Cómo
es que le resulto familiar?
—Es...
una larga historia —balbució
el pelirrojo—.
¿De
dónde has salido tú?
—Otra
larga historia. Sin duda, podremos intercambiarlas
más
tarde. Lo que me trae aquí
es
una cuestión
más
apremiante que tiene que ver con vuestra pirámide,
y prefiero que lo que tengo que contarte no llegue a conocimiento de
los actuales operadores.
—Desde
el observatorio pueden seguirnos en todo momento —murmuró
Rafael—.
No
deberías
hablar ahora.
—¿Qué?
Oh, no. —Leonardo
rechazó
la sugerencia con un vaivén
de la mano izquierda—.
Ya me he ocupado de eso, nadie nos oye. Bien, iré
al
grano: podemos proporcionaros
toda la información
que necesitáis sobre vuestro origen, vuestra
nave
y los secretos que ni los operadores... los Hermanos, los llamáis
vosotros, conocen.
Podemos, incluso, estudiar la posibilidad de suministraros
energía
adicional
y liberaros de las limitaciones de los paneles fotovoltaicos.
Os convertiremos en magos de la tecnología y no tendréis que mover
un dedo. Os interesa.
Una
mirada a su compañero bastó para que Rafael saltase de la cama,
ansioso por interrogar cara a cara al inesperado visitante. Mìcheal
abrió la boca para hacerle notar que lo llevaba todo al aire, aunque
se ahorró el esfuerzo al desenterrar recuerdos de un enorme Alpheh
pelirrojo posando desnudo en una habitación de Milán. «Como
atrancar el establo cuando el caballo ya se ha largado», pensó, si
bien le lanzó sus ropas a la coronilla con puntería certera.
—Oye,
espera —comenzó a decir Rafael—. Te presentas seis siglos más
tarde, cuando creía que estabas muerto, o abducido, o qué sé
yo..., ¿y pretendes que no haga preguntas?
—Tenemos
un poco de prisa, en vuestro piramidión
van a notar las interferencias. Pero tienes razón, qué menos que
saludar a un amigo al que he echado de menos. —Estrechó al
asombrado joven hasta que Mìcheal carraspeó. Entonces hizo
extensivo su saludo a este último mientras el pelirrojo brincaba con
una pierna enfundada en el mono—. Deduzco que eres su pareja. Me
alegra que decidiera deshacerse de su filosofía de vida y encontrase
a un
rubio menos arisco.
—Un
rubio menos arisco... ¿Y cuál era su filosofía?
—Que
el amor te hacía débil. —Sonrió de oreja a oreja—. En fin, ya
lo he dicho, temas de conversación para más tarde. Por ahora debo
confesar que me he aprovechado de las circunstancias para escucharos
y he de admitir, Mìcheal, que eres perspicaz: Kenak hizo funcionar
la cámara teletransportadora porque nosotros le facilitamos las
instrucciones.
—¿Nosotros?
¿Quiénes?
—La
tripulación de una pirámide similar a la vuestra de la que soy
orgulloso miembro adoptivo.
—¡Lo
sabía, joder! —Rafael rompió el mutismo en el que la noticia los
había sumido con un manotazo en la pared—. ¡Sabía que tenía que
haber algo más! Y todos esos años preguntándome dónde habías ido
a parar, sin atreverme siquiera a buscarte... Y todas esas dudas...
—Y
la picazón de intuir que había alguien mucho más sabio que los
Hermanos... —añadió Mìcheal—. ¿Qué es lo que pretendéis de
nosotros? ¿Y por qué ahora?
—Porque
estábamos lejos pero ya hemos regresado, y es hora de redimirnos. En
cuanto a lo que pretendemos es que se interrumpa la competición sin
sentido y que vosotros y vuestros camaradas os hagáis con el control
de la nave, un control que os pertenece por derecho. Y la forma más
sencilla de obtenerlo es facilitando la retirada a los Hermanos.
—¿Quieres
decir...?
—Que
utilicen el teletransportador. Ofrecedles la información como si la
hubieseis obtenido de Kenak. Conseguid que se marchen por voluntad
propia y eliminaréis intermediarios entre vosotros y vuestra
herencia, y os enseñaremos a ir en pos de las maravillas de la
galaxia. ¿Sabíais que nuestras naves pueden viajar aprovechando
pliegues en el espacio y las propiedades atractivas de cierto
mineral? ¿Que existen más cámaras teletransportadoras, ocultas en
planetas similares a la Tierra, aguardando a que las encontremos?
¿Que de ninguna manera estamos solos?
—Pero...
Pero el próximo cometa no cruzará hasta que se cumpla el ciclo...
—Ah,
sí, una seria limitación funcionando a baja energía. La buena
noticia es que nuestro departamento de Ingeniería se da maña con
esas cosas. —Señaló al cielo con el índice—. Bien, no conviene
prolongar en exceso este encuentro. Concertemos nuestra próxima cita
en un lugar más discreto y os presentaré a algunas amistades; me
atrevería a afirmar que una, en concreto, os resultará algo
familiar.
Con ellas decidiremos la maniobra más propicia para actuar... si
queréis ser realmente libres. Entretanto, aprovechad vuestro retorno
a tierra firme. Os digo por experiencia que es un hermoso planeta.
Antes
de que Leonardo emprendiese su retirada, Rafael lo acorraló en el
pasillo y le lanzó una buena mirada. Llevaba una espina clavada en
el costado desde hacía tiempo y quería sacársela.
—Estás
idéntico a como te recuerdo —afirmó—. Más sabio, si es que eso
se lee en los ojos.
—Tú
también has ganado sabiduría. Lo que has perdido es tamaño. Por
suerte, tu nueva altura no te hace desmerecer.
—No
hay problema: de mi vieja imagen ha quedado para la posteridad un
cuadro muy interesante de ese aprendiz tuyo, el que ganaba todos los
premios al más capullo. Representa a un tipo grandote por el pelo
rojo, unas alas a juego...
—No...
—Leonardo palideció—. ¿Salaì llegó a copiar el retrato que yo
te...?
—¿El
que me prometiste que destruirías? ¿Ese que, si no recuerdo mal, te
iba a meter por un sitio muy angosto y oscuro en caso de que
apareciera?
—Es
incomprensible. ¡El pequeño demonio! ¿Cómo pudo hacerlo en
secreto? Ahora veo que las jugarretas que yo le descubría no eran
sino el trozo de islote que sobresale del mar. —Adoptó una
expresión arrepentida—. ¿Cómo he de compensarte? ¿Buscarlo y
destruirlo? ¿Borrar sus referencias?
—Ya
no merece la pena. Aunque... hay otra cosa, un favor muy importante
que podrías hacerme...
***
La
residencia Colline Verdi, en Florencia, era una construcción
neovitrubiana de cuatro plantas que dominaba un hermoso trozo de
campiña toscana. Frutales, vides, un campo de hierbas aromáticas,
árboles que ocultaban el horizonte... Naturalmente, no era más que
un entorno controlado, pues más allá de las copas verdes solo había
muros grises, caminos de asfalto y edificios contemporáneos
colonizando todo el terreno disponible en torno a los espacios
arquitectónicos clásicos. Aunque, en definitiva, era una mera
ilusión, al menos el viento transportaba aromas agradables y el
paisaje resultaba sedativo.
La
residencia era, en realidad, un hospital para enfermos dependientes,
o así lo veían la mayoría de sus habitantes. Por mucho que la
disfrazasen de apartamentos lujosos, casi todos eran ancianos
enganchados a algún sistema de soporte vital, y ese era un hecho que
no podían maquillar todos los jardines del mundo. Uno de ellos
forzaba la vista a través de la ventana, en un vano intento por
distinguir la silueta de la ciudad. Tenía noventa y seis años, un
tratamiento reconstructivo para vencer la artrosis y tres rebrotes de
cáncer a cuestas, del tipo que habría sido mortal cuarenta años
atrás. Si bien ahora dependía de un arnés robótico para caminar
—era demasiado mayor para acogerse al programa de prótesis— y de
medicamentos anticancerígenos crónicos, aún le pegaba mordiscos a
la vida, como les gustaba decir a sus médicos. Él gruñía por lo
bajo; echaba de menos la habilidad de sus manos y la independencia
para ir a donde quisiera. Considerado uno de los mejores pianistas de
su generación, su instrumento solía pasar ahora los días en
completo mutismo, ignorado por un maestro que ya no soportaba los
fallos de sus ejecuciones. En cuanto a su confinamiento
en aquella cárcel de cinco estrellas, rara era la noche en la que no
bromeaba con sus asistentes y les pedía que le diesen un paseo por
los restaurantes y bares florentinos. Le quedaban muy buenos
recuerdos de una antigua visita a la hermosa urbe toscana. Ese había
sido, de hecho, el principal motivo de que eligiese aquella región
para retirarse. Soportaba con poca paciencia su incapacidad para
volver a los rincones donde se había maravillado, emborrachado y
acostado con apenas veintitrés años.
La
puerta del apartamento se deslizó a sus espaldas y dejó pasar a un
par de personas antes de volver a cerrarse. Puede que su ocupante
hubiese perdido soltura en las muñecas, pero conservaba el oído.
—Te
he dicho unas cien veces que no me gusta que entres sin llamar,
Ucchino —bufó en inglés a quien tomaba por el sanitario de
servicio que le suministraba los medicamentos—. Así me esté
muriendo y tengas que darme el beso de la vida.
No
era Ucchino. Uno de los visitantes arrastró una silla junto al
residente, se sentó con el respaldo entre las piernas y saludó, con
voz cargada de afecto:
—Hola,
Leonardo.
El
anciano Leonardo Bailey abrió los ojos a todo cuanto dieron de sí
sus párpados. Giró el arnés, se incorporó, aferró los
reposabrazos hasta marcar cada uno de sus tendones... Era imposible
que ese joven pelirrojo que se balanceaba en la silla fuese real.
Estaba seguro porque era idéntico a su amigo Rafael Cienfuegos, y
habían transcurrido más de setenta años desde su último
encuentro.
—Esos
malditos matasanos certificaron que mi cerebro regía y ahora he
perdido eso también —musitó—. Visiones, veo condenadas
visiones. Estoy chalado.
—No
soy una visión.
Rafael
le tomó la arrugada mano y la estrechó delicadamente,
transmitiéndole un contacto muy auténtico. El viejo pianista
deslizó su palma y palpó el antebrazo, el duro bíceps, algunas
hebras cobrizas que le caían sobre el hombro. Luego la subió hasta
aquel rostro familiar y lo acarició como jamás había tenido
ocasión de hacerlo. Sí, era Cienfuegos, no le cabía duda. Quizá
algo más alto y maduro, aunque bien habría podido ser una
corrupción de su memoria. Setenta años...
—No
has envejecido nada.
—Tú
tampoco estás mal, colega, solo echo de menos tus rastas. —Palmeó
la piel oscura de su calva y sonrió—. Tus piercings
no tanto.
—Apuesto
a que el de la lengua era interesante —intervino una tercera voz.
Leonardo
echó una ojeada al segundo visitante, quien había permanecido mudo
hasta entonces. Por supuesto, debía ser él, aquel rubio al que
seguía a sol y a sombra. Juntos hasta en sus dulces sueños... o en
sus pesadillas.
—Tú
eras... Michael o algo así. No recuerdo.
—Sobón
lo sigues siendo. Y un poco borde.
—Mick...
—Rafael chasqueó la lengua en señal de reproche—. Casi:
Mìcheal, se llama Mìcheal.
—¿Seguís
juntos?
—Sí.
—Mi
condenada suerte. Ni en mis sueños estás disponible.
—Eso
no lo dudes, colega —lo retó el rubio.
—Cállate,
casi Michael. Esta es mi visión y en ella se hace lo que yo digo.
—Leonardo,
te repito que no soy... —Rafael suspiró—. ¿Te acuerdas de
aquella lámina renacentista que localizaste en un libro de arte, la
del tipo de las alas que se parecía a mí? Pues esto es lo mismo.
Sigo siendo yo, excepto que en otra época más avanzada. Siempre yo.
—Eres
inmortal. Y esperas a que me convierta en un vejestorio para venir a
contármelo.
—Hemos...
dormido durante todo este tiempo, es una larga historia. Hablemos de
ti ahora. ¿Qué ha sido de Leonardo Bailey durante estas décadas?
—¿En
serio? —ironizó el pianista tras una pausa incrédula—. ¿El
tipo inmortal viene a preguntarme a mí
por mi vida?
—Tengo
otro par de razones para visitarte, lo admito, pero eso me interesa
mucho.
—¿Y
qué quieres que te cuente, Rafa? He padecido los altibajos de
cualquier músico. He disfrutado mi fama, me he enamorado, me he
desenamorado, he estado a un pelo de palmarla de cáncer... Estos
gerontófilos
me mantienen estable para seguir vaciándome los bolsillos. Y pensar
que vine aquí porque sentía nostalgia... Claro que a ti ya se te
habrá borrado de la mente aquel bar donde tú y yo...
—Donde
nos conocimos, en la ciudad. Había un piano cascado.
—Y
tú convenciste al dueño para que me dejase tocarlo. Me extrañó,
dado nuestro mal comienzo. No sabía que te había empezado a caer
bien de repente por mi nombre de genio renacentista. No sabía... que
iba a encontrarte de nuevo aquí, justo en el punto de partida.
—Podríamos
ir a ver si sigue en pie y tomarnos una copa. Igual que en los viejos
tiempos.
—Todo
lo que queda de mí es viejo, no apto para pasearlo por ahí con un
niñato demasiado guapo para que no me duela y su guardaespaldas. Si
me hubieras preguntado, te habría dicho que no quería que me vieras
así. Si hubiera podido elegir...
Leonardo
Bailey aspiró hondo, tratando de contener la inesperada humedad de
sus ojos. Enseguida volvió a sentir la cálida presión de Rafael
sobre sus dedos, y una mirada... No, no era de lástima, él no era
tan cruel. Pero sí poseía un matiz de pesar que no le era
desconocido, el del único rechazo al que alguna vez se había
expuesto. Inclinó su arnés hacia atrás y volvió a escrutar el
paisaje.
—Desvariaba
entonces, cuando descubrí el cuadro del tipo con alas, y sigo
desvariando ahora —dijo—. En ocasiones creo que has sido una
gigantesca alucinación desde el principio. Te seguiré el juego,
háblame de ese par de razones que tenías para visitarme. ¿Cuál es
la primera?
—Quisiera
recuperar las guitarras de los dragones, la eléctrica y la clásica.
George, el tío del tatuaje, me dijo que te las quedaste tú, y un
músico de tu categoría las habrá cuidado bien.
—Las
guitarras... Ja, ja, has bajado del cielo y has acudido a mí para
recuperar tus guitarras. ¿Para qué otra cosa, si no? —Su risa
cascada se convirtió en tos—. Y te ha enviado George, no faltaba
más. El cabrito sigue dando guerra. Todos siguen haciéndolo menos
yo.
—Más
o menos. Hey, no te quejes, tú sigues guerrero como el que más.
—Lo
que tú digas, alucinación. Busca en ese armario, el del fondo.
Veremos para qué quieres mis... tus
guitarras.
Dos
estuches negros fueron extraídos de entre una pila de maletas.
Relucientes en sus compartimentos forrados de terciopelo descansaban
dos guitarras negras, ambas con una minuciosa decoración de dragones
rojos. Rafael estaba en lo cierto, su propietario las había cuidado
con mimo. Aunque sonaban desafinadas y alguna clavija estaba floja,
resultaba evidente lo importantes que eran para él.
—Jamás
me deshice de ellas —explicó Bailey—. Llámalo nostalgia o un
recordatorio para no volver a colgarme tanto de alguien, qué sé yo.
¿Vas a explicarme para qué quiere un inmortal un par de guitarras
viejas?
—Vamos
a estar ocupados con ciertos... asuntos y nuestras visitas serán
escasas, así que pretendo llevarme las últimas cosas de valor que
me quedan aquí abajo: mis instrumentos y...
—¿Y
qué?
—Y
tú, Leonardo. Quiero que vengas con nosotros.
Durante
unos instantes, todo cuanto llenó la habitación fue el silencio
escéptico del anciano.
—Eso
es una broma perversa —murmuró al fin—. Tengo un pie en la tumba
y el otro lo conservo fuera a base de tratamientos carísimos. He
perdido mi destreza al teclado, el deseo de mantenerme al día con la
tecnología, la capacidad de moverme sin aparatos... ¿Pretendes
acallar algún extraño sentimiento de culpabilidad acompañándome
durante los pocos días que me quedan? ¿Cumplir tu buena acción de
la década? ¿Por qué, Rafael? Mierda... No entiendo nada. ¿Por
qué?
—Eres
un hombre culto, inteligente, con talento y amigo mío; para contar
las personas que conozco con esas cualidades me sobran los dedos de
una mano. No te quedan parientes, ni pareja ni nada que te ate. Por
favor, no te niegues.
—Pero...
—Volverás
a ser joven. ¿Te imaginas, recuperar el cuerpo que tenías durante
tu año sabático? Contamos con la tecnología allá arriba. No, nada
de cibernética, sino carne y hueso. Verás de nuevo a los antiguos
colegas del almacén del puerto y conocerás a otros nuevos.
—¿Cómo...?
—En
el cielo hay... Bueno, tenemos medios de transporte. Con tripulación
y todo eso. La única pega del trato es que todavía no podrás
unirte a la mía porque estamos... en negociaciones para patear a la
actual dirección, pero allí donde irás estarás muy bien
acompañado. Y en contacto conmigo, siempre. Di que aceptas y te
transportaremos ahora mismo.
—Sigo
delirando, ¿verdad? ¿O es que ya me he muerto?
—No
—Rafael sonrió de oreja a oreja—, sigues vivo y cuerdo. Solo
dame la oportunidad de probártelo.
—¿Dices
que tienes algún tipo de nave?
—Sí.
—Y
planeas subirme a ellas porque... porque sí, y allí me harán joven
de nuevo.
—Ajá.
—¿Y
qué habré de entregar a cambio? ¿Mi alma? ¿El primogénito que
nunca tuve?
—Con
tu lengua larga bastará. —La sonrisa se transformó en carcajada.
—Y,
suponiendo que todo eso sea cierto y recobre mi forma física,
¿podremos tú y yo...?
—Ni
lo intentes, Bailey —graznó Mìcheal al captar las implicaciones
físicas de la pregunta—. Eso no va a pasar.
—Quiero
que conozcas a alguien, la persona que se va a ocupar de ti durante
todo el proceso. Y además es terráqueo, igual que tú. ¡Eh! ¡Ya
puedes entrar!
Ignorando
la pregunta inminente, Rafael se giró hacia la puerta, de la que
surgió un tercer visitante. El dispositivo de movilidad del anciano
imitó su gesto y permitió a este estudiarlo mientras se aproximaba
a él. Daba la impresión de ser joven, aunque había algo en su
mirada... El tipo de sabiduría que solo una persona de edad era
capaz de reconocer; la extremada madurez que habría visto en los
ojos de Rafael, ya en su primer encuentro, si hubiese poseído la
experiencia para distinguirla.
—Nada
más que te atraen los rubios, ¿eh? —murmuró—. Empiezo a
entender tu total falta de interés.
—Mi
nombre es Leonardo, señor Bailey, es un placer conocerlo —lo
saludó el recién llegado—. Confieso que he revisado sus patentes
electrónicas y escuchado algunas de sus grabaciones, y me maravillan
su destreza, técnica y talento compositor.
—Leonardo...
Ja, esta sí que es buena. ¿Eres mi sustituto paliducho?
—Por
lo que Rafael me ha confesado, yo fui el primero de ese nombre que
tuvo el placer de contarse entre sus amistades. Y no, no creo que
ninguno sustituya al otro. —Sonrió.
—¿El
primero?
—Si
mi apellido te sirve de algo (disculpa que te tutee, es que eres muy
joven para andar con tanto formalismo), te diré que es Da Vinci. Y
no, por desgracia no hay otros... terráqueos famosos allá de donde
vengo. Hasta ahora, claro está, si aceptas venir conmigo.
—Yo...
yo...
La
presión sanguínea del músico se disparó hasta tal punto que la
vista se le nubló. Su monitor de constantes portátil hizo sonar una
alarma; Da Vinci lo desconectó y trianguló su posición.
—Todo
va a estar bien, viejo amigo.
Lo
último que Leonardo Bailey percibió antes de perder la consciencia
y abandonar la Tierra fue la melena roja de Rafael, envolviendo su
campo visual como una cortina de gasa ante una ventana llena de sol.
Me ha encantado, verlos a todos interactuar ha sido precioso. Aunque me has dejado la piquiña de este Leonardo viendo todo desde el cielo. Gracias
ResponderEliminar¡Hola de nuevo! Me alegra mucho que te haya gustado .^^ . Y, en cuanto a Leonardo, bueno... El de la historia se lo está pasando muy bien, te lo aseguro. A mí me encantaría pensar que sí que está ahí ariba, ampliando aún más sus horizontes y viniendo a echar un vistazo de tanto en tanto ; ).
EliminarMuchas muchas gracias por llegar hasta aquí y por comentar. ¡Un abrazo enorme!
Un final como Dios manda, sí señora. Ya era hora de que alguien le pusiera las cosas claras al otro piramidión.
ResponderEliminar¡Holaaaa! Pues sí; lo que es justo, es justo. Me alegra que te haya satisfecho. ¡Gracias por leer!
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