2014/09/24

EL PRÍNCIPE EN EL PALACIO DE TURMALINA

 
 
 
 
 
 
«El príncipe Aari abrió sus ojos dorados antes de que llegaran los ayudas de cámara. Sigiloso, se deslizó fuera del lecho, corrió hasta el gran ventanal y salió a la terraza aún en penumbra. A pesar de que era la pieza más elevada de palacio, la alcoba solo se llenaba de claridad cuando el sol alcanzaba su cenit, pero a él no le importaba. Vestido con un simple faldón hasta los pies descalzos, la cabellera serpenteando en oscurísimos regueros sobre el suelo, escapaba cada mañana y alzaba la vista hasta el único trozo de cielo que le era dado contemplar desde la niñez. Aquel día fue afortunado: un gavión imponente había hecho un alto en el lejano reborde de piedra y descansaba, esponjando el plumaje, antes de reemprender el vuelo. Le encantaba contemplar su pecho níveo, la intensidad con que destacaba sobre el dorso de color azabache. Siempre se imaginaba a sí mismo como una inmensa ave blanca y negra que trocaba la melena en alas, subía allá arriba... y recordaba lo que se sentía al recibir el impacto del viento en la cara».
 
«Ante el estupor de todos, el príncipe descendió a tierra y caminó hacia las pestilentes jaulas, seguido por un grupo de asistentes horrorizados que procuraban, por todos los medios, que su inmaculada cabellera no rozase semejante suciedad. El lugar donde habían inmovilizado al extranjero era poco más que un agujero. El joven se revolvía y profería lo que debían ser juramentos en una lengua desconocida. Los músculos de su cuello se tensaban como cuerdas de arco; los salvajes mechones broncíneos le cubrían el rostro, si bien no alcanzaban a ocultar sus ojos azules. Lejos de apocarse, Aari se acercó cuanto le permitieron y se asomó a ellos. Esos colores tan vivos...
Jamás había pensado que hallaría una segunda ventana al cielo en los sótanos de su propia cárcel».
 
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