"¡El
heredero de Maede Killien! ¡Al fin! ¡Hoy la luna brilla sólo para
Elore'il!"
Muchas
exclamaciones de júbilo como esta acompañaron a la caída de las
hojas en la Casa del Primer Círculo cuando, apenas comenzado el
Otoño, se supo que Dama Corail estaba encinta. Lord Killien,
prácticamente perdida la esperanza de engendrar descendencia con su
esposa, recibió la noticia con visible satisfacción, y convirtió
en cinco los tres días de festejos que tradicionalmente la
acompañaban. La Maeda, con una sonrisa serena en su pálido rostro,
se sentó junto a su marido y recibió los parabienes de sus
cortesanos durante las jornadas festivas; tan pronto como acabaron,
se recluyó en sus aposentos privados para descansar.
En
este estado de
semi-reclusión
se encontraba cuando, una tarde lluviosa, hizo llamar a Caradhar. Lo
recibió en una habitación privada; su atuendo, consistente en
varias capas de tejido fino como tela de araña, superpuestas bajo
una túnica bordada en plata, caía en pliegues sobre el diván en el
que se hallaba reclinada; sus cabellos rojos, sueltos sobre sus
hombros, brillaban a la luz del fuego de la chimenea; estaba muy
hermosa.
El
joven elfo, ligeramente intimidado, se acercó y se sentó junto a
ella, dado que no había ningún otro asiento disponible.
-Felicidades,
Corail -dijo finalmente, sin saber muy bien qué añadir.
-Gracias,
querido mío -respondió ella con satisfacción-. Al parecer, una
estrella afortunada ha brillado sobre mí, después de todo.
-Sí
-el joven meditó durante unos instantes-. Aunque me habías dicho
que no podías tener más hijos.
-Los
dioses han sido generosos -ella rió suavemente, colocando una mano
sobre el costado de su hijo-. Espero que esto no te pondrá celoso:
mis sentimientos por mi precioso Caradhar son los mismos...
-No
-replicó él, interrumpiéndola-. Pensaba que las cosas han
cambiado, ahora que tu posición en la Casa está asegurada; que has
podido cambiar de parecer.
-¿Cambiar
de parecer? -el tono de voz de Corail se volvió más suave y más
cortante a la vez. El elfo la miró a aquellos ojos que, ligeramente
entornados, reflejaban el fuego; era como curiosear por la ventana de
una casa en la que, aun perfectamente segura desde el exterior, se
estuvieran alzando las primeras llamas de un incendio devorador-
Algunas noches, en la soledad de mi lecho, mientras Killien se
encierra en sus aposentos a solazarse con sus furcias, pienso en el
consuelo que me supondría poder tenerte junto a mí, y abrazarte;
pero hasta eso me está negado, porque si él supiera que eres mi
hijo, no sé lo que podría llegar a hacernos... Aunque ya hemos
tenido una muestra clara de su crueldad, cuando te forzó... a
Nestro... Sé lo mucho que él significaba para ti.
La
dama sujetó el rostro del joven con ambas manos; sintió cómo se
tensaba ligeramente al pronunciar el nombre del desaparecido maestro
de armas, aunque interpretó erróneamente el motivo.
-Ni
siquiera puedo acercarme a Lord Killien -se quejó él-. Lo he
intentado. Tengo guardias que no me quitan la vista de encima en todo
el día, pero él nunca me llama a su lado.
-Pues
habremos de seguir intentándolo... No te preocupes: tendremos ayuda
muy pronto. Dado que Nestro nos ha sido arrebatado, me las he
arreglado para encontrar otro
aliado; lo reconocerás porque te mostrará el escudo de Llia'res -en
la mente del joven apareció el rostro de Darial-. Tendrás que ser
muy prudente, hijo mío -añadió ella, abrazándolo tiernamente-.
¿Deseas tomar un refrigerio conmigo?
-No
puedo; creo que tengo cosas que hacer.
La
dama sonrió, aunque ligeramente decepcionada. Algo más tarde,
cuando Caradhar abandonaba la estancia, descubrió la silueta de la
sirvienta muda de su madre espiándolo desde el arco de la puerta.
Iba a volverse hacia ella cuando la voz severa de la Maeda, desde el
interior, ordenó a la chica que acudiera. La silueta desapareció
rápidamente como si nunca hubiera estado allí.
El
elfo pelirrojo recorrió en sentido contrario los corredores de
piedra que le habían llevado a los aposentos de Dama Corail.
Desembocaban en un patio interior; a pesar de que llovía a cántaros,
evitó la galería cubierta y cruzó tranquilamente el espacio
abierto, ignorando la lluvia. Cavilaba sobre la conversación que
había mantenido con su madre.
De
alguna manera, su mente lo encaminaba en la dirección que le
indicaba ella; no de forma impulsiva, sino metódica y calmada, como
era su manera de ser. Porque era justo que Killien desapareciera; él
había empuñado la espada que había matado a Nestro, pero la orden
había venido del Maede. Si no fuera por ello, el maestro de armas
aún estaría vivo; él nunca había querido que muriera.
No
era una cuestión de sentimientos, sino de justicia.
Finalmente
decidió que, si no le era dado acceder al Maede, al menos siempre
podría acercarse a la siguiente persona más poderosa que conocía
en la Casa.
Cuando,
más tarde, Darial abrió la puerta de sus habitaciones, se encontró
cara a cara con un Caradhar empapado, con los rojos cabellos
adheridos al rostro y sus ropas goteando profusamente sobre la
esterilla de la entrada. El joven se despojó de su jubón y su
camisa, que cayeron al charco que se estaba formando a su alrededor.
A
Darial no le importó; de hecho, sonrió de oreja a oreja, casi
relamiéndose: era la primera vez que su presa acudía a él por
iniciativa propia.
Sus dedos finos acariciaron la barbilla del elfo, que lo miraba
intensamente con aquellos ojos como el fuego y que, sin embargo, casi
siempre eran tan fríos.
-¿Me
extrañabas, Adhar? -preguntó, con voz meliflua.
-¿Y
tú, Darial? ¿Me extrañabas a mí?
-Mi
querido muchacho: yo siempre te extraño... Si pudiera, te mantendría
siempre conmigo aquí, en mi dormitorio -se inclinó hacia su oído,
mientras comenzaba a soltar los cordones de sus calzas-; como solía
hacer cuando eras un niño, ¿recuerdas? A veces echo de menos los
buenos, viejos tiempos; pero -de un enérgico tirón, dejó al
descubierto la ingle del elfo, y su sexo en reposo; su mano se
deslizó sobre la blanca carne, hasta su lugar favorito entre las
nalgas firmes- si puedo tenerte así, ¿por qué habría de hacerlo?
-su dedo medio invadió el túnel sin miramientos; Caradhar se mordió
la cara interna del labio para no emitir ningún sonido- Oh, sí...
tan deliciosamente estrecho como siempre... No veo la hora de volver
a entrar con algo mejor que mis manos... -su respiración se hizo más
agitada- Quítate eso y sube a la cama...
El
dotado obedeció. Darial rebuscó en sus cajones y sacó unas finas
tiras de cuero; su compañero ni siquiera pestañeó: estaba
demasiado habituado a ellas. El alquimista le ató las muñecas, le
hizo levantar los brazos y los aseguró al dosel de su cama.
Caradhar
tragó saliva. Aborrecía que Darial lo forzara a cabalgarlo;
aborrecía verse expuesto a sus ojos de esa forma tan obvia, y tener
que mover él mismo las caderas para complacerlo...
-Por
Therendas... He aquí un cuerpo hermoso, si es que alguna vez vi uno
-dijo el alquimista, acariciando su pecho bien definido.
Se
tumbó en la cama y lo penetró sin más preámbulos, de aquella
manera dolorosa y brutal que era su marca de la casa. Caradhar,
también acostumbrado a ello, apenas sí se estremeció; lo prefería
mil veces a tener que soportar aquella posición que odiaba, mientras
el rubio elfo mostraba aquella expresión de perverso goce debajo de
él.
-¿Por
qué estoy aquí?
Casi
había amanecido; Caradhar, echado sobre el costado, con la mejilla
apoyada sobre el dorso de su mano, hacía rato que contemplaba la luz
naciente del crepúsculo, derramándose a través de los vidrios
traslúcidos de la ventana. Al notar el rebullir de Darial junto a
él, planteó su pregunta sin más formalidades. El alquimista ya
estaba acostumbrado a su brusquedad, y en cualquier otro momento
habría replicado con un comentario malicioso. Pero aquella mañana
se encontraba de muy buen humor; el elfo de más edad contempló la
espalda desnuda de su compañero durante unos instantes, rodeó su
cintura con los brazos y respondió quedamente a su oído, sonriendo:
-Para
complacerme.
-No;
me refiero a por qué estoy en Casa Elore'il.
-¿No
es obvio? -Darial resopló- Tienes el Don; la Dama Corail
graciosamente te trajo de Casa Llia'res y graciosamente te ofreció
al Maede. Nadie rechaza un regalo así. Ahora, Lord Killien cuenta
con cuatro dotados a su servicio; uno es bastante maduro y los otros
dos son unos críos... Pero, aparte del Palacio de las Cuarenta y
Nueve Lunas, ninguna otra Casa se puede preciar de tener más que
nosotros. Eres una adquisición muy valiosa, mi joven Adhar.
-Pero,
a pesar de haber completado mi entrenamiento y prepararme para ser
incluso más útil que ellos, el Maede no me llama nunca a su lado.
¿De qué le sirvo?
-No
me digas que estás ansioso de correr al lado de alguien que te puede
obligar a abrirte tu propio cuello, si le apetece... -Darial rió con
ganas- Adhar, Adhar, no seas ingenuo. Tú podrás ser un regalo muy
valioso, pero eres un regalo envenenado -el joven se volvió para
contemplar cara a cara al alquimista, con el ceño ligeramente
fruncido-. Tú no has nacido en esta Casa, perteneces a Llia'res, y a
pesar de haber jurado fidelidad a Elore'il, el Maede no puede saber
con seguridad dónde está tu lealtad. Te mantendrá cerca y
vigilado, te usará si lo cree conveniente, pero nada más. Además,
no me digas que no has notado el antagonismo con la Dama Corail. ¿Por
qué crees que te obligó a matar a ese maestro de armas? Sabía bien
que le era leal a ella, y eso es algo que nunca perdonará. Ahora la
situación se ha suavizado, porque la Maeda ha sido capaz de
concebir. ¿Quién sabe? Tal vez, dentro de algún tiempo, con un
heredero asegurado, la tensión entre ambos desaparezca, tu posición
cambie y le seas más caro a tu señor... Pero, por ahora, seré yo
el único que disfrute de tu compañía -añadió, con sonrisa
maliciosa.
-Pero
tú también estabas en Llia'res. ¿Cómo puedes haber ganado tu
posición actual?
-Yo
soy nacido de Elore'il -afirmó el interpelado, altanero-. Ambas
Casas han sido aliadas durante años, y como sabes, no es infrecuente
que los alquimistas completen su formación en otros laboratorios. Yo
no quería marcharme de aquí, pero no me dieron elección... Bueno,
ya ves que no hay mal que por bien no venga: mi estancia allí... la
disfruté mucho. Tan sólo sentí dejar una cosa atrás, y la he
recuperado -sujetó a Caradhar por la barbilla y lo atrajo hacia sí-.
Y ahora, antes de dejarte marchar, ¿qué tal si ocupas tu cabecita
en algo realmente importante?
***
Durante
los días siguientes, Caradhar regresó al alba a su habitación. Le
había quedado claro que Darial no podía ser el aliado a quien su
madre aludiera. En cierta forma, se sentía aliviado.
Una
de aquellas mañanas le resultó imposible resistirse a la tentación
de echar una cabezada. Se desvistió y se tendió; cuando estaba a
punto de caer dormido, una voz desconocida habló, muy cerca de su
oído:
-Resulta
extraño verte solo sobre una cama.
Caradhar
abrió los ojos y saltó como un resorte, echando mano a la daga que
siempre guardaba junto a su cama... sólo para descubrir que había
desaparecido. Al otro lado se alzaba una figura esbelta, vestida de
negro, el rostro parcialmente oculto por una capucha. Jugueteaba con
su daga, y en la mitad inferior de su rostro lucía una sonrisa.
-¿Buscas
esto? Lo he tomado prestado. No voy a arriesgarme a que intentes
rajarme el cuello, sobre todo porque mi pellejo no se cierra tan
bonitamente como el tuyo -Caradhar miró a ambos lados, intentando
recordar dónde había dejado su espada, y el encapuchado resopló-.
Relájate, chico; si hubiera querido clavarte al colchón, ya lo
habría hecho.
-¿Quién
eres? -preguntó al fin el joven, escudriñando el rostro del
intruso.
-No
soy un enemigo -el encapuchado rebuscó dentro de sus ropas y mostró
una insignia plateada: el emblema de la Casa Llia'res. Caradhar se
relajó ligeramente: así pues, este habría de ser el aliado que su
madre mencionara-. Te observo desde hace un par de días; bueno, y a
ese alquimista también. Como siempre tiene las patas sobre ti, me
resulta imposible no reparar en él. Tiene gustos bastante
repugnantes, ¿sabes? Aunque, claro, tú eres muy complaciente...
-¿Cómo
te has colado aquí? -le interrumpió el joven dotado- ¿Y en los
aposentos de Darial? ¿Te burlas de mí? Esto está lleno de
guardias.
-Soy
bueno, ¿eh? -el encapuchado río entre dientes y colocó la daga
cuidadosamente sobre una mesa, fuera del alcance de su compañero- La
Dama me escogió personalmente, y ya le he servido bien un par de
veces.
-¿Eres
un asesino?
-No...
¡qué asco! ¿Te crees que soy carne de Zanja? No hace falta que
hagas tantas preguntas. Esto aquí para cubrirte las espaldas, y eso
debería bastarte... Lástima que he llegado tarde: ya pareces tener
a alguien que se ocupe de eso... todo el rato.
-¿Tienes
que espiarme también en la cama? -el joven comenzó a perder la
paciencia: no era pudoroso, pero no le gustaba nada la idea de ser
visto con Darial.
-En
la cama, en el baño... Donde sea -el desconocido sonrió
abiertamente, dejando ver dos hileras de dientes perfectos, con
caninos bastante afilados-. Puedo moverme por toda la Casa... con más
libertad que tú, si se me antoja. Como una sombra...
-Eres
Darshi'nai... Sombra...
Caradhar
comprendió. Los Darshi'nai, los Sombra, pertenecían a un estrato
social muy controvertido en Argailias. No eran criminales en el
sentido estricto de la palabra -algunos incluso se decía que
pertenecían a la nobleza-, como lo eran los asesinos, pero la
naturaleza de sus actividades los forzaba a vivir al margen de la ley
y la sociedad. Eran los mejores espías, y toda Casa que se preciara
siempre contaba con sus propios agentes. En caso de ser capturados,
no obstante, solo podían esperar una ejecución sumaria y
extremadamente discreta, ya fuera por sus captores o por sus aliados:
un Sombra que fracasaba no era digno de ese nombre. Ni de estar vivo.
-¿Cuál
es tu nombre? -preguntó al fin Caradhar.
-Cuanto
menos sepas de mí, mejor -el espía arqueó la comisura derecha de
la boca y se llevó un dedo enguantado a los labios. Se acercó
entonces a una esquina de la cama, sobre la que se sentó, e invitó
al elfo pelirrojo a hacer lo propio en la esquina opuesta.
-¿Tú
sabes a qué me dedico en todo momento, y yo no puedo saber ni tu
nombre? ¿Te bajarás la capucha, siquiera? -Caradhar estudió a su
compañero; era más alto que él, y por su voz y complexión parecía
joven. Su manera de hablar no era la propia de la clase alta. El
resto de su persona era un misterio.
-¿Para
qué? Me reconocerás enseguida: yo seré siempre el tipo de negro
que te susurra desde la esquina. Pero no puedo arriesgarme a estar
mucho tiempo plantado en el mismo sitio, así que pasemos a cosas
importantes. Supongo que querrás que eche un vistazo a los aposentos
del Maede, ¿verdad?
-¿Puedes
hacer eso? -preguntó el joven dotado, sin poder evitar admirarse- ¿Y
cómo sabes que no tiene sus propios Sombra que lo protejan?
-Bueno,
pronto lo averiguaré, o me rajarán en el intento. Entretanto, tú
sigue tirándole a Darial de la lengua. No es que envidie tus
métodos, pero son efectivos. Todo el mundo sabe que el cabrón es un
degenerado, y tú te las has compuesto para tenerlo comiendo de la
palma de tu mano. Por vuestras conversaciones he pillado que vuestra
"amistad" viene de atrás, ¿eh? -el espía sonrió
maliciosamente- Tranquilo, si tenemos éxito, yo mismo te ayudaré a
caparlo, cuando ya no nos sea útil.
-No
quiero que vuelvas a espiarme; con quién me acueste o cómo lo haga
son asuntos míos -exigió Caradhar, con voz cortante como un
cuchillo-. A menos que seas otro... degenerado que se divierta
mirando.
-¿Divertirme?
Podrías hacerlo mejor -el encapuchado se levantó con movimiento
felino y se dirigió a la puerta, donde se detuvo a escuchar durante
unos segundos-. En el catre, tu cara tenía la misma falta de
animación que tu entrepierna -el pelirrojo iba a replicar pero se
distrajo al cazar al vuelo algo que el espía le había lanzado; al
abrir las manos, vio que era la insignia plateada de Llia'res-. Es
mejor que te libres de eso: a mí no deben pillarme con ello, y,
francamente, a ti tampoco.
Diciendo
esto, el desconocido se deslizó fuera de la habitación. Pasado un
rato, Caradhar salió a echar un vistazo: todo estaba en calma en el
corredor desierto.
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