-Es
una substancia realmente notable, sí señor... ¿Y dónde dijiste
que la habías conseguido?
Resonando
en las húmedas y oscuras paredes de la fétida estancia del
laboratorio, la voz resultaba aún más perturbadora. Muy pocos
elfos, y decididamente ninguno ajeno a la profesión, frecuentaban el
Gran Laboratorio del castillo del Príncipe de Therendanar y sus
dependencias anejas; y sin embargo, Caradhar se sentía cómodo entre
aquellos muros. Y con aquel humano.
Maese
Jaexias era tan inquietante como su voz: pequeño y ligeramente
encorvado, era imposiblemente delgado, y su piel grisácea parecía
adherirse directamente a su decrépita osamenta. Ni un solo pelo
cubría su cuerpo, y bajo el mondo cráneo, dos ojos de un
desagradable color azul acuoso miraban el mundo sin un par de cejas
que los coronaran. Pero era aquella voz cavernosa, que brotaba de su
garganta como una corriente de ultratumba, lo que más incomodaba a
quienes lo conocían por primera vez.
El
alquimista apenas había cambiado en todos aquellos años desde que
Caradhar, siendo poco más que un crío, había visitado el
laboratorio por primera vez con los aprendices de su antigua Casa.
Considerando la longevidad de los elfos, el hecho habría dejado
atónito a cualquiera: tal era el poder de las fórmulas que
prolongaban la vida de los adeptos. Casi todos los alquimistas las
consumían, aferrándose a una existencia que tal vez les condujera a
más descubrimientos. El resultado de la prolongación antinatural
del ciclo vital era aquella apariencia de cadáver animado que tan
común era encontrar entre ellos; un precio que pagaban gustosamente,
aun cuando los convirtiera en ermitaños a la fuerza. Maese Jaexias
era tan viejo que la mayoría había olvidado su auténtico nombre -a
veces, él mismo incluido-. Casi todos se dirigían a él como el
Viejo Zorro, simplemente.
Caradhar
no le conocía otro nombre, y en las escasas ocasiones en que podía
visitar la ciudad, pasaba todo el tiempo que podía con él. Era una
relación curiosa: el elfo procuraba aprender todo lo que podía del
saber alquímico humano, y aquel adepto le infundía confianza y
respeto. En cuanto al viejo alquimista, inicialmente atraído por la
perspectiva de estudiar de cerca a un elfo con el Don, había pasado
de tolerar al muchacho a adoptarlo y apreciar su compañía de una
forma que no alcanzaba bien a comprender. Y como no parecía molesto
en aquel lóbrego y pestilente lugar, hablaba poco y era de carácter
calmado y desapasionado, no atacaba sus nervios como la mayoría de
los jóvenes aprendices que, cada vez en menor cantidad, aceptaba
bajo su tutela.
Por
todo ello no era extraño que el elfo, aprovechando los pocos días
de permiso que le habían concedido, se escabullera a Therendanar y
se encontrara sentado junto a su viejo conocido. Sobre la mesa, entre
ellos, se encontraba una cajita de madera con una muestra del
contenido del cofre hallado en Ummankor. Y la procedencia de esta era
lo que había despertado la curiosidad del alquimista.
-No
te lo dije -respondió pues, Caradhar, simplemente. Miró el
contenido de la caja, una fina capa de pequeñas escamas de color
gris plateado. El alquimista escrutó a su vez al joven, con sus
ojos clavándose en él desde la profundidad de sus hundidas cuencas,
pero no insistió.
-Observemos
qué pasa si...
El
viejo tomó un pellizco de las escamas, casi tan ligeras como polvo,
con su mano enguantada, las esparció en una bandeja sostenida sobre
un trípode y acercó una llama. Lanzó entonces un gruñido y un
aprendiz entró en la habitación, su rostro el vivo retrato de la
resignación. A una señal de su maestro, se aproximó a la mesa;
volutas de humo surgían del fuego, elevándose hasta la cara del
asistente. Un cambio curioso se operó en él cuando inhaló el humo:
su cuerpo se paralizó, sus extremidades se agarrotaron, su mirada se
extravió. Al instante se relajó ligeramente, pero allí permaneció,
sin moverse y sin decir nada.
Caradhar
lo observó con interés, y cuando se volvió al viejo notó que se
había mantenido a distancia y había cubierto la parte inferior de
su rostro con una especie de mascarilla de tela gruesa. Tras emitir
algunos gruñidos más de aprobación y murmurar algo entre dientes,
colocó una campana de vidrio sobre el trípode. El aprendiz recuperó
gradualmente los sentidos, como si despertara de un profundo sueño.
-¿Cómo
puedo serle útil, maestro? -preguntó, perplejo.
-Ah,
no te preocupes, no es nada, puedes marcharte, dónde tendré la
cabeza... Pero has sido de mucha utilidad, sí señor... -el
alquimista le despidió con un vaivén de su mano huesuda,
concentrando su atención en la burbuja de cristal. Su asistente se
retiró, aturdido, pero notoriamente aliviado por conservar todos sus
miembros intactos.
-Es
muy volátil, oh, sí -comentó el viejo, más para sí mismo que
para su compañero-. Reactivo al fuego, pero te apuesto que también
puedes usar una base líquida; mi ayudante no tendrá el cerebro más
brillante de los alrededores, pero tampoco suele comportarse como el
tonto del pueblo... Esto prueba lo potente que es la substancia, sí
señor. Me pregunto cuál será el uso al que está destinada
-comentó, mirando al elfo con expectación.
-Todavía
no lo sé. Trataré de averiguarlo. Gracias, Viejo Zorro -respondió
Caradhar.
Entonces
tomó la cajita, levantó la campana de vidrio, arrojó la bandeja al
fuego (para decepción del viejo) y se marchó.
Qué
chico...
Ni
se
molesta
en
inventar
excusas.
Cortante
como
un
cuchillo,
sí
señor,
pensó Maese Jaexias, alias Viejo Zorro. Muy
hábil,
también.
El
humo
no
le
afectó
en
absoluto,
ni
cuando
retiró
la
campana.
Me
pregunto...
***
Como
habían planeado desde un principio, el elfo se encaminó entonces a
las habitaciones privadas de su madre, en la Zanja. Esta le recibió
con mirada de reproche.
-Celebro
que te hayas dignado a aparecer... Deberías saber que, para alguien
como tú, las salidas de la Casa están sumamente restringidas. Me
resultará complicado justificar tu ausencia; y todo, para que corras
con tus... amigos humanos.
El
tono de la Dama era severo. Caradhar imaginó que era su manera de
reprocharle la muerte de Nestro, aunque ella pensara que no había
tenido elección. Sus aliados en los dominios de su marido eran muy
escasos, y él lo sabía. Lord Killien se complacía contrariando a
una esposa que empezaba a resultarle prescindible.
El
joven sopesó la situación y decidió que ella continuaría
ignorando la verdad sobre la ejecución del maestro de armas. Se
propuso asimismo averiguar todo lo posible acerca de las habilidades
del Maede; así, durante los días que pasó en el refugio de su
madre, el elfo la sometió a cuantas preguntas le vinieron a la
cabeza. Poco sacó en limpio, y comprendió que el Maede sólo
compartía sus secretos con el Gran Alquimista: el laboratorio seguía
siendo el objetivo al que debía encaminar sus esfuerzos.
La
primera noche, mientras Caradhar cavilaba en la oscuridad de su
alcoba, un ruido suave atrajo su atención hacia la puerta, que se
abrió lentamente. En el umbral se dibujó una silueta femenina. El
elfo pensó que se trataría de Corail, e hizo ademán de echar mano
a la palmatoria que descansaba junto a su cama para prenderla. La
silueta se acercó, presurosa, poniendo una mano liviana sobre la
suya para impedírselo, y él comprendió que se trataba de la joven
sirvienta de su madre.
-Hola.
No sé cuál es tu nombre -dijo el elfo sencillamente, sin recibir
respuesta. Sus ojos, que se habían acostumbrado a la oscuridad,
escrutaron a su silenciosa compañera. Ella mantuvo la mirada baja
durante unos instantes; después se llevó una mano a la boca y
sacudió la cabeza-. ¿No puedes hablar? -nuevo silencio, durante el
cual la muchacha deslizó la mano, esta vez, a la garganta, y
continuó negando- Ah, eres muda- ella asintió tímidamente-. ¿Qué
es lo que quieres de mí?
La
elfa, tras un instante de vacilación, soltó los cordones que
anudaban su túnica ligera y se desprendió de ella. No llevaba nada
más, y en la penumbra, los ojos de Caradhar recorrieron la piel
desnuda de su compañera: un cuerpo menudo pero de líneas
armoniosas, bañado por la débil claridad de la luna. Permaneció en
silencio, sin hacer ademán alguno; ella titubeó ante aquella falta
de iniciativa. Moviéndose con cautela, como si temiera ser
rechazada, se colocó a horcajadas sobre las piernas extendidas del
joven, alzando los brazos para desatar la larga melena, que se
desparramó sobre sus hombros. Al hacerlo, sus pechos pequeños y
firmes se alzaron; su silueta redondeada se recortó sobre la luz.
Las manos de Caradhar se movieron, casi por iniciativa propia, a
acariciar aquella suave carne que se le ofrecía; manos que después,
sin
delicadeza alguna,
se deslizaron por la espalda de la muchacha y se crisparon sobre sus
nalgas, atrayéndola hacia sí.
Aquel
fue un aliciente a su estancia en la Zanja. Ella era una compañera
agradable, bonita y obediente: ni más ni menos de lo que había
esperado. Y la disfrutó durante todas las noches que permaneció
allí.
***
De
vuelta a Elore'il, Caradhar se topó con cierta agitación a la
entrada: una expedición que regresaba a la Casa. Decidió aprovechar
el gentío para colarse sin llamar la atención, pero se detuvo al
ver descender del carruaje que escoltaban una figura que lucía el
escudo del Gran Alquimista sobre sus ropas de viaje; una capucha
ocultaba sus facciones. El pelirrojo se volvió hacia uno de los
sirvientes que habían acudido a curiosear.
-¿Es
el Gran Alquimista?
El
interpelado miró al joven con cierto desdén.
-Por
supuesto que no. Todo el mundo sabe que el Gran Alquimista nunca
abandona la Casa. Se trata de su asistente principal.
El
importante personaje se retiró entonces la capucha, y cuando
Caradhar le echó un vistazo, su semblante se congeló. Y tal vez
fuera la sensación de aquella mirada fija en él, pero lo cierto es
que los ojos del asistente se encontraron con los del elfo pelirrojo.
Una chispa de reconocimiento brilló en ellos al cabo de un tiempo, y
una sonrisa desagradable curvó la comisura izquierda de su boca.
Por
lo que respecta a Caradhar, él no había necesitado hacer ningún
esfuerzo para recordar, puesto que había reconocido en el acto el
rostro de Darial, el
alquimista influyente por cuyo encaprichamiento él había tenido
acceso a los laboratorios de Llia'res y Therendanar.
En
los días siguientes, el joven comprobó con frustración que su
situación en la Casa había cambiado; para empezar, descubrió que
apenas le era posible dar diez pasos sin que algún guardia
controlara sus movimientos. Era cierto que los dotados eran demasiado
valiosos como para que les permitieran vagar a sus anchas, pero si
tan caras eran sus habilidades a Lord Killien, ¿cómo es que este
nunca le convocaba ante su presencia? Difícilmente podría estudiar
al Maede si era deliberadamente mantenido de lado.
Por
otra parte, encontrarse con Darial le había producido desasosiego.
Se había conducido discretamente desde que lo viera, para evitar
toparse con él por casualidad, pero temía que en cualquier momento
pudiera presentarse ante su puerta. Transcurridos tres días sin
ningún incidente, el joven bajó la guardia: tal vez había sido su
imaginación y Darial no lo había reconocido; tal vez no le
importara en absoluto, después de tanto tiempo...
Caradhar
decidió, pues, emplearse a fondo en una larga y tardía sesión de
entrenamiento con las armas. A pesar de que los elfos sentían
predilección por las espadas ligeras y eran famosos entre los
humanos por su hábil estilo a dos manos, con dos hojas largas o una
larga y otra corta, el joven dotado se empecinó en blandir una
espada bastarda que apenas podía sostener con una mano. Sus
movimientos lentos y desmañados arrancaron sonrisillas de burla del
resto de sus compañeros, que él ignoró. Sólo sabía que descargar
golpes sobre algo hasta quedar exhausto le haría sentirse mejor.
Cuando
se dirigió a los baños todo estaba en silencio. Se despojó de las
botas y la camisa acolchada y caminó hasta una de las tinas de
piedra. El agua sólo estaba ligeramente templada, pero eso no
pareció importarle. Al inclinarse sobre el borde de piedra, la
superficie le devolvió su reflejo: un rostro con la acostumbrada
falta de expresión, pero suavizado esta vez por un sentimiento de
alivio, al no haberse visto forzado a afrontar cierto fantasma del
pasado...
Rechazando
estos pensamientos, el elfo hundió la cabeza en la tina y la mantuvo
así largo rato. Al emerger bruscamente, su cabello rojo se esparció
sobre su espalda, rociando agua en todas direcciones. Un resoplido le
hizo volverse con rapidez: allí, tomado por sorpresa por la ducha
repentina, se encontraba él. El fantasma.
Darial
era un elfo alto y de ligera complexión; su rostro, enmarcado por
largos cabellos rubios, era atractivo, pero el conjunto quedaba
desvirtuado por una boca cruel de labios demasiado finos, como un
tajo sobre su mandíbula cuadrada. A ojos de Caradhar no había
cambiado ni un ápice desde la época en que lo conoció en Casa
Llia'res; aquellos días, que el tiempo había relegado a un rincón
oscuro de su memoria, regresaron ahora vívidos por obra de los
taimados ojos amarillos de Darial.
-Quién
iba a decírmelo... Pero déjame que te mire -con la más perversa de
las sonrisas, el elfo rubio alargó la mano de dedos largos y finos
para sostener en alto la barbilla de Caradhar, mientras sus ojos
recorrían toda su anatomía. Arrinconando a su presa contra la
pared, con los brazos a ambos lados bloqueando cualquier tentativa de
escape, se inclinó y susurró a su oído:- ¿No te alegra volver a
verme? Oh, ya no eres un niño, pero no has perdido tu encanto. En
absoluto... Apuesto a que no me has olvidado... -insertó el pie
derecho entre los del joven, forzándolo a separar las piernas- ¿No
quieres mirarme, Adhar? -preguntó, moviendo la
mano derecha
de vuelta a su
rostro,
el índice trazando la línea de su mandíbula hasta los labios,
deslizándose entonces lentamente entre ellos para abrirlos, mientras
se inclinaba hasta que los suyos propios estuvieron a un soplo de
distancia. La
mano izquierda, en cambio, invadió el espacio que había quedado
accesible entre sus piernas y se instaló allí, con rudeza, palpando
en busca de su entrada-
Mírame -repitió, con su aliento mezclándose con el de su
compañero. Los ojos de Caradhar, que hasta entonces habían estado
mirando al vacío, se encontraron fríamente con los de Darial. La
mano intrusa recrudeció su ataque y el dotado hizo todo lo posible
por ahogar un gemido.
Un
sonido proveniente del corredor forzó al cazador a soltar a su
presa, jurando por lo bajo. Un par de guardias entraron en los baños,
lanzando una mirada a los dos elfos. Darial no tardó mucho en darse
la vuelta y marcharse, aunque no sin susurrar a Caradhar: "Vendrás
a mis aposentos a medianoche. No me decepcionarás y me obligarás a
buscarte y arrastrarte hasta allí, ¿verdad?"
Con
rostro imperturbable, el joven terminó su aseo antes de marcharse.
En el caos de pensamientos que poblaban su cabeza en ese instante,
una idea se alzó sobre las demás: considerándolo fríamente,
aquella era una oportunidad de acercarse más a los secretos del Gran
Alquimista. Una oportunidad que, cierto, no le reportaría ningún
placer, como tampoco se lo habían reportado sus días de infancia,
cuando Darial había decidido convertirlo en su juguete; como los
castigos de sus otros guardianes, para acabar con su orgullo y forzar
en él obediencia; como las órdenes de todos sus superiores, su
propia madre, las largas y heladas noches e, incluso, la comida y la
bebida, que ni tan siquiera era capaz de saborear. Aquella había
sido la historia de su vida y, por lo tanto, para Caradhar no era
nada extraordinario.
***
El
alojamiento de Darial formaba parte de una larga fila de
departamentos que incluían el laboratorio, almacenes, y los
aposentos personales del Gran Alquimista, guardados por grandes
puertas reforzadas. Aquello fue todo lo que Caradhar pudo averiguar
de una discreta inspección en mitad de la noche, antes de decidirse
a volver a la habitación del alquimista. El elfo rubio parecía
dormir profundamente; su joven acompañante terminó de vestirse y se
preparó para volver a su propio dormitorio.
Sentado
en la oscuridad, su mente rememoró años pasados, recuerdos que no
había rescatado hasta entonces. Darial
era la causa por la que el pelirrojo jamás permitía a nadie que lo
tomase; era su primer compañero de cama, y la única relación que
no había escogido libremente... y también la única que jamás lo
había hecho sentir placer.
Es
posible que a los ojos de la mayoría Caradhar fuera una víctima,
pero semejante idea habría resultado incomprensible para él. Oh,
tal vez se
había
sentido
así los días en que, siendo un niño, Darial lo había usado como
mascota en su alcoba. Pero el dolor físico sólo dejaba una impronta
temporal, bastante insignificante para su cuerpo bendecido con el
Don. Por lo que respectaba a cualquier otro tipo de dolor, Caradhar
era incapaz de sentirlo.
Aquel
día se encontraba allí por su propia elección. Aun
así, sentía una vaga repugnancia a la manera sumisa que había
tenido su cuerpo de responder a los avances del alquimista; suponía
que años de recibir el mismo tratamiento habían hecho mella en él,
pero aun así... No, él ya no podía ser el mismo: había tenido que
esforzarse por no quitárselo de encima mientras lo penetraba... Su
naturaleza sexualmente dominante chocaba con la de Darial; sentir su
cuerpo tratado como un juguete no le proporcionaba placer, sino
rechazo.
Mientras
se deslizaba fuera de la habitación, una luz brilló junto a la cama
del alquimista.
-¿A
dónde crees que vas?
-Creí
que ya habías terminado. Iba a mi cama, a dormir.
-¿Y
quién te ha dicho que vayas a dormir en absoluto? -con una risita
burlona, Darial palmeó el lado vacío del colchón- Vuelve aquí. A
lo mejor te dejo marchar... más tarde.
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