2012/02/24

EL DON ENCADENADO V: Un fantasma demasiado real






-Es una substancia realmente notable, sí señor... ¿Y dónde dijiste que la habías conseguido?



Resonando en las húmedas y oscuras paredes de la fétida estancia del laboratorio, la voz resultaba aún más perturbadora. Muy pocos elfos, y decididamente ninguno ajeno a la profesión, frecuentaban el Gran Laboratorio del castillo del Príncipe de Therendanar y sus dependencias anejas; y sin embargo, Caradhar se sentía cómodo entre aquellos muros. Y con aquel humano.

Maese Jaexias era tan inquietante como su voz: pequeño y ligeramente encorvado, era imposiblemente delgado, y su piel grisácea parecía adherirse directamente a su decrépita osamenta. Ni un solo pelo cubría su cuerpo, y bajo el mondo cráneo, dos ojos de un desagradable color azul acuoso miraban el mundo sin un par de cejas que los coronaran. Pero era aquella voz cavernosa, que brotaba de su garganta como una corriente de ultratumba, lo que más incomodaba a quienes lo conocían por primera vez.

El alquimista apenas había cambiado en todos aquellos años desde que Caradhar, siendo poco más que un crío, había visitado el laboratorio por primera vez con los aprendices de su antigua Casa. Considerando la longevidad de los elfos, el hecho habría dejado atónito a cualquiera: tal era el poder de las fórmulas que prolongaban la vida de los adeptos. Casi todos los alquimistas las consumían, aferrándose a una existencia que tal vez les condujera a más descubrimientos. El resultado de la prolongación antinatural del ciclo vital era aquella apariencia de cadáver animado que tan común era encontrar entre ellos; un precio que pagaban gustosamente, aun cuando los convirtiera en ermitaños a la fuerza. Maese Jaexias era tan viejo que la mayoría había olvidado su auténtico nombre -a veces, él mismo incluido-. Casi todos se dirigían a él como el Viejo Zorro, simplemente.

Caradhar no le conocía otro nombre, y en las escasas ocasiones en que podía visitar la ciudad, pasaba todo el tiempo que podía con él. Era una relación curiosa: el elfo procuraba aprender todo lo que podía del saber alquímico humano, y aquel adepto le infundía confianza y respeto. En cuanto al viejo alquimista, inicialmente atraído por la perspectiva de estudiar de cerca a un elfo con el Don, había pasado de tolerar al muchacho a adoptarlo y apreciar su compañía de una forma que no alcanzaba bien a comprender. Y como no parecía molesto en aquel lóbrego y pestilente lugar, hablaba poco y era de carácter calmado y desapasionado, no atacaba sus nervios como la mayoría de los jóvenes aprendices que, cada vez en menor cantidad, aceptaba bajo su tutela.

Por todo ello no era extraño que el elfo, aprovechando los pocos días de permiso que le habían concedido, se escabullera a Therendanar y se encontrara sentado junto a su viejo conocido. Sobre la mesa, entre ellos, se encontraba una cajita de madera con una muestra del contenido del cofre hallado en Ummankor. Y la procedencia de esta era lo que había despertado la curiosidad del alquimista.



-No te lo dije -respondió pues, Caradhar, simplemente. Miró el contenido de la caja, una fina capa de pequeñas escamas de color gris plateado. El alquimista escrutó a su vez al joven, con sus ojos clavándose en él desde la profundidad de sus hundidas cuencas, pero no insistió.



-Observemos qué pasa si...



El viejo tomó un pellizco de las escamas, casi tan ligeras como polvo, con su mano enguantada, las esparció en una bandeja sostenida sobre un trípode y acercó una llama. Lanzó entonces un gruñido y un aprendiz entró en la habitación, su rostro el vivo retrato de la resignación. A una señal de su maestro, se aproximó a la mesa; volutas de humo surgían del fuego, elevándose hasta la cara del asistente. Un cambio curioso se operó en él cuando inhaló el humo: su cuerpo se paralizó, sus extremidades se agarrotaron, su mirada se extravió. Al instante se relajó ligeramente, pero allí permaneció, sin moverse y sin decir nada.

Caradhar lo observó con interés, y cuando se volvió al viejo notó que se había mantenido a distancia y había cubierto la parte inferior de su rostro con una especie de mascarilla de tela gruesa. Tras emitir algunos gruñidos más de aprobación y murmurar algo entre dientes, colocó una campana de vidrio sobre el trípode. El aprendiz recuperó gradualmente los sentidos, como si despertara de un profundo sueño.



-¿Cómo puedo serle útil, maestro? -preguntó, perplejo.



-Ah, no te preocupes, no es nada, puedes marcharte, dónde tendré la cabeza... Pero has sido de mucha utilidad, sí señor... -el alquimista le despidió con un vaivén de su mano huesuda, concentrando su atención en la burbuja de cristal. Su asistente se retiró, aturdido, pero notoriamente aliviado por conservar todos sus miembros intactos.



-Es muy volátil, oh, sí -comentó el viejo, más para sí mismo que para su compañero-. Reactivo al fuego, pero te apuesto que también puedes usar una base líquida; mi ayudante no tendrá el cerebro más brillante de los alrededores, pero tampoco suele comportarse como el tonto del pueblo... Esto prueba lo potente que es la substancia, sí señor. Me pregunto cuál será el uso al que está destinada -comentó, mirando al elfo con expectación.



-Todavía no lo sé. Trataré de averiguarlo. Gracias, Viejo Zorro -respondió Caradhar.



Entonces tomó la cajita, levantó la campana de vidrio, arrojó la bandeja al fuego (para decepción del viejo) y se marchó.



Qué chico... Ni se molesta en inventar excusas. Cortante como un cuchillo, señor, pensó Maese Jaexias, alias Viejo Zorro. Muy hábil, también. El humo no le afectó en absoluto, ni cuando retiró la campana. Me pregunto...





***





Como habían planeado desde un principio, el elfo se encaminó entonces a las habitaciones privadas de su madre, en la Zanja. Esta le recibió con mirada de reproche.



-Celebro que te hayas dignado a aparecer... Deberías saber que, para alguien como tú, las salidas de la Casa están sumamente restringidas. Me resultará complicado justificar tu ausencia; y todo, para que corras con tus... amigos humanos.



El tono de la Dama era severo. Caradhar imaginó que era su manera de reprocharle la muerte de Nestro, aunque ella pensara que no había tenido elección. Sus aliados en los dominios de su marido eran muy escasos, y él lo sabía. Lord Killien se complacía contrariando a una esposa que empezaba a resultarle prescindible.

El joven sopesó la situación y decidió que ella continuaría ignorando la verdad sobre la ejecución del maestro de armas. Se propuso asimismo averiguar todo lo posible acerca de las habilidades del Maede; así, durante los días que pasó en el refugio de su madre, el elfo la sometió a cuantas preguntas le vinieron a la cabeza. Poco sacó en limpio, y comprendió que el Maede sólo compartía sus secretos con el Gran Alquimista: el laboratorio seguía siendo el objetivo al que debía encaminar sus esfuerzos.

La primera noche, mientras Caradhar cavilaba en la oscuridad de su alcoba, un ruido suave atrajo su atención hacia la puerta, que se abrió lentamente. En el umbral se dibujó una silueta femenina. El elfo pensó que se trataría de Corail, e hizo ademán de echar mano a la palmatoria que descansaba junto a su cama para prenderla. La silueta se acercó, presurosa, poniendo una mano liviana sobre la suya para impedírselo, y él comprendió que se trataba de la joven sirvienta de su madre.



-Hola. No sé cuál es tu nombre -dijo el elfo sencillamente, sin recibir respuesta. Sus ojos, que se habían acostumbrado a la oscuridad, escrutaron a su silenciosa compañera. Ella mantuvo la mirada baja durante unos instantes; después se llevó una mano a la boca y sacudió la cabeza-. ¿No puedes hablar? -nuevo silencio, durante el cual la muchacha deslizó la mano, esta vez, a la garganta, y continuó negando- Ah, eres muda- ella asintió tímidamente-. ¿Qué es lo que quieres de mí?



La elfa, tras un instante de vacilación, soltó los cordones que anudaban su túnica ligera y se desprendió de ella. No llevaba nada más, y en la penumbra, los ojos de Caradhar recorrieron la piel desnuda de su compañera: un cuerpo menudo pero de líneas armoniosas, bañado por la débil claridad de la luna. Permaneció en silencio, sin hacer ademán alguno; ella titubeó ante aquella falta de iniciativa. Moviéndose con cautela, como si temiera ser rechazada, se colocó a horcajadas sobre las piernas extendidas del joven, alzando los brazos para desatar la larga melena, que se desparramó sobre sus hombros. Al hacerlo, sus pechos pequeños y firmes se alzaron; su silueta redondeada se recortó sobre la luz. Las manos de Caradhar se movieron, casi por iniciativa propia, a acariciar aquella suave carne que se le ofrecía; manos que después, sin delicadeza alguna, se deslizaron por la espalda de la muchacha y se crisparon sobre sus nalgas, atrayéndola hacia sí.





Aquel fue un aliciente a su estancia en la Zanja. Ella era una compañera agradable, bonita y obediente: ni más ni menos de lo que había esperado. Y la disfrutó durante todas las noches que permaneció allí.





***




De vuelta a Elore'il, Caradhar se topó con cierta agitación a la entrada: una expedición que regresaba a la Casa. Decidió aprovechar el gentío para colarse sin llamar la atención, pero se detuvo al ver descender del carruaje que escoltaban una figura que lucía el escudo del Gran Alquimista sobre sus ropas de viaje; una capucha ocultaba sus facciones. El pelirrojo se volvió hacia uno de los sirvientes que habían acudido a curiosear.



-¿Es el Gran Alquimista?



El interpelado miró al joven con cierto desdén.



-Por supuesto que no. Todo el mundo sabe que el Gran Alquimista nunca abandona la Casa. Se trata de su asistente principal.



El importante personaje se retiró entonces la capucha, y cuando Caradhar le echó un vistazo, su semblante se congeló. Y tal vez fuera la sensación de aquella mirada fija en él, pero lo cierto es que los ojos del asistente se encontraron con los del elfo pelirrojo. Una chispa de reconocimiento brilló en ellos al cabo de un tiempo, y una sonrisa desagradable curvó la comisura izquierda de su boca.

Por lo que respecta a Caradhar, él no había necesitado hacer ningún esfuerzo para recordar, puesto que había reconocido en el acto el rostro de Darial, el alquimista influyente por cuyo encaprichamiento él había tenido acceso a los laboratorios de Llia'res y Therendanar.





En los días siguientes, el joven comprobó con frustración que su situación en la Casa había cambiado; para empezar, descubrió que apenas le era posible dar diez pasos sin que algún guardia controlara sus movimientos. Era cierto que los dotados eran demasiado valiosos como para que les permitieran vagar a sus anchas, pero si tan caras eran sus habilidades a Lord Killien, ¿cómo es que este nunca le convocaba ante su presencia? Difícilmente podría estudiar al Maede si era deliberadamente mantenido de lado.

Por otra parte, encontrarse con Darial le había producido desasosiego. Se había conducido discretamente desde que lo viera, para evitar toparse con él por casualidad, pero temía que en cualquier momento pudiera presentarse ante su puerta. Transcurridos tres días sin ningún incidente, el joven bajó la guardia: tal vez había sido su imaginación y Darial no lo había reconocido; tal vez no le importara en absoluto, después de tanto tiempo...

Caradhar decidió, pues, emplearse a fondo en una larga y tardía sesión de entrenamiento con las armas. A pesar de que los elfos sentían predilección por las espadas ligeras y eran famosos entre los humanos por su hábil estilo a dos manos, con dos hojas largas o una larga y otra corta, el joven dotado se empecinó en blandir una espada bastarda que apenas podía sostener con una mano. Sus movimientos lentos y desmañados arrancaron sonrisillas de burla del resto de sus compañeros, que él ignoró. Sólo sabía que descargar golpes sobre algo hasta quedar exhausto le haría sentirse mejor.

Cuando se dirigió a los baños todo estaba en silencio. Se despojó de las botas y la camisa acolchada y caminó hasta una de las tinas de piedra. El agua sólo estaba ligeramente templada, pero eso no pareció importarle. Al inclinarse sobre el borde de piedra, la superficie le devolvió su reflejo: un rostro con la acostumbrada falta de expresión, pero suavizado esta vez por un sentimiento de alivio, al no haberse visto forzado a afrontar cierto fantasma del pasado...

Rechazando estos pensamientos, el elfo hundió la cabeza en la tina y la mantuvo así largo rato. Al emerger bruscamente, su cabello rojo se esparció sobre su espalda, rociando agua en todas direcciones. Un resoplido le hizo volverse con rapidez: allí, tomado por sorpresa por la ducha repentina, se encontraba él. El fantasma.

Darial era un elfo alto y de ligera complexión; su rostro, enmarcado por largos cabellos rubios, era atractivo, pero el conjunto quedaba desvirtuado por una boca cruel de labios demasiado finos, como un tajo sobre su mandíbula cuadrada. A ojos de Caradhar no había cambiado ni un ápice desde la época en que lo conoció en Casa Llia'res; aquellos días, que el tiempo había relegado a un rincón oscuro de su memoria, regresaron ahora vívidos por obra de los taimados ojos amarillos de Darial.



-Quién iba a decírmelo... Pero déjame que te mire -con la más perversa de las sonrisas, el elfo rubio alargó la mano de dedos largos y finos para sostener en alto la barbilla de Caradhar, mientras sus ojos recorrían toda su anatomía. Arrinconando a su presa contra la pared, con los brazos a ambos lados bloqueando cualquier tentativa de escape, se inclinó y susurró a su oído:- ¿No te alegra volver a verme? Oh, ya no eres un niño, pero no has perdido tu encanto. En absoluto... Apuesto a que no me has olvidado... -insertó el pie derecho entre los del joven, forzándolo a separar las piernas- ¿No quieres mirarme, Adhar? -preguntó, moviendo la mano derecha de vuelta a su rostro, el índice trazando la línea de su mandíbula hasta los labios, deslizándose entonces lentamente entre ellos para abrirlos, mientras se inclinaba hasta que los suyos propios estuvieron a un soplo de distancia. La mano izquierda, en cambio, invadió el espacio que había quedado accesible entre sus piernas y se instaló allí, con rudeza, palpando en busca de su entrada- Mírame -repitió, con su aliento mezclándose con el de su compañero. Los ojos de Caradhar, que hasta entonces habían estado mirando al vacío, se encontraron fríamente con los de Darial. La mano intrusa recrudeció su ataque y el dotado hizo todo lo posible por ahogar un gemido.

Un sonido proveniente del corredor forzó al cazador a soltar a su presa, jurando por lo bajo. Un par de guardias entraron en los baños, lanzando una mirada a los dos elfos. Darial no tardó mucho en darse la vuelta y marcharse, aunque no sin susurrar a Caradhar: "Vendrás a mis aposentos a medianoche. No me decepcionarás y me obligarás a buscarte y arrastrarte hasta allí, ¿verdad?"

Con rostro imperturbable, el joven terminó su aseo antes de marcharse. En el caos de pensamientos que poblaban su cabeza en ese instante, una idea se alzó sobre las demás: considerándolo fríamente, aquella era una oportunidad de acercarse más a los secretos del Gran Alquimista. Una oportunidad que, cierto, no le reportaría ningún placer, como tampoco se lo habían reportado sus días de infancia, cuando Darial había decidido convertirlo en su juguete; como los castigos de sus otros guardianes, para acabar con su orgullo y forzar en él obediencia; como las órdenes de todos sus superiores, su propia madre, las largas y heladas noches e, incluso, la comida y la bebida, que ni tan siquiera era capaz de saborear. Aquella había sido la historia de su vida y, por lo tanto, para Caradhar no era nada extraordinario.





***





El alojamiento de Darial formaba parte de una larga fila de departamentos que incluían el laboratorio, almacenes, y los aposentos personales del Gran Alquimista, guardados por grandes puertas reforzadas. Aquello fue todo lo que Caradhar pudo averiguar de una discreta inspección en mitad de la noche, antes de decidirse a volver a la habitación del alquimista. El elfo rubio parecía dormir profundamente; su joven acompañante terminó de vestirse y se preparó para volver a su propio dormitorio.

Sentado en la oscuridad, su mente rememoró años pasados, recuerdos que no había rescatado hasta entonces. Darial era la causa por la que el pelirrojo jamás permitía a nadie que lo tomase; era su primer compañero de cama, y la única relación que no había escogido libremente... y también la única que jamás lo había hecho sentir placer.

Es posible que a los ojos de la mayoría Caradhar fuera una víctima, pero semejante idea habría resultado incomprensible para él. Oh, tal vez se había sentido así los días en que, siendo un niño, Darial lo había usado como mascota en su alcoba. Pero el dolor físico sólo dejaba una impronta temporal, bastante insignificante para su cuerpo bendecido con el Don. Por lo que respectaba a cualquier otro tipo de dolor, Caradhar era incapaz de sentirlo.

Aquel día se encontraba allí por su propia elección. Aun así, sentía una vaga repugnancia a la manera sumisa que había tenido su cuerpo de responder a los avances del alquimista; suponía que años de recibir el mismo tratamiento habían hecho mella en él, pero aun así... No, él ya no podía ser el mismo: había tenido que esforzarse por no quitárselo de encima mientras lo penetraba... Su naturaleza sexualmente dominante chocaba con la de Darial; sentir su cuerpo tratado como un juguete no le proporcionaba placer, sino rechazo.

Mientras se deslizaba fuera de la habitación, una luz brilló junto a la cama del alquimista.



-¿A dónde crees que vas?



-Creí que ya habías terminado. Iba a mi cama, a dormir.



-¿Y quién te ha dicho que vayas a dormir en absoluto? -con una risita burlona, Darial palmeó el lado vacío del colchón- Vuelve aquí. A lo mejor te dejo marchar... más tarde.



 


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