Estambul,
en el año 1542. Era de noche, y no había luna; el segundo patio del
palacio de Topkapi estaba sumido en la oscuridad. Pero una figura
recorría con seguridad los caminos que discurrían entre los árboles
y la aromática hierba. Los animales, que debieran haber dado una
ruidosa bienvenida al extraño, estaban curiosamente en calma.
Pronto,
una segunda figura se unió a la primera; a diferencia de ella,
llevaba una pequeña lámpara y parecía agitada. Rápidamente las
dos figuras caminaron hacia uno de los edificios circundantes y
desaparecieron dentro de sus muros en penumbra.
Habiendo
franqueado el pórtico que conectaba el lugar con el patio, ambos se
encontraron en un corredor suavemente iluminado. Los guardas apenas
les concedieron una mirada al pasar, pues, aunque se trataba de una
de las zonas mejor protegidas del complejo palaciego, el acceso al
Harén Imperial, ambos tenían todo el derecho a estar allí, como
parte del séquito de eunucos negros que se cuidaban de las
necesidades de la familia imperial y las mujeres del sultán; o, al
menos, así era en el caso de uno de ellos.
Ambos
se dirigieron, en silencio, a través de patios y corredores, a los
departamentos de las odaliscas, las servidoras del harén, y el
eunuco condujo a su invitado, el que tanto semejaba uno de los suyos
y tan bien parecía orientarse en la oscuridad, hasta una determinada
habitación con varios lechos.
Sólo
uno de ellos aparecía ocupado por un pequeño bulto. El eunuco
proyectó la luz de la lámpara sobre la cama y la pequeña figura
se revolvió: una niña muy hermosa, de no más de seis años, de
piel blanca y sedosos cabellos negros. No estaba dormida, y el terror
brillaba en sus grandes ojos, muy abiertos, de un bello color gris.
El visitante sonrió y se inclinó sobre la cama; la pequeña reculó,
pegándose a la pared.
-Qué
tenemos aquí -afirmó, más que preguntó, en turco, y apartando las
sábanas levantó, sin ningún miramiento, las ropas de dormir de la
criatura; entre sus piernas se encontraba la evidente prueba de su
género masculino-. Ah, pero tú no eres ninguna niña, ¿eh? -el
crío, lívido, no respondió; no parecía entender sus palabras.
Bajo su piel caliente, el visitante notó los rápidos latidos de su
pequeño corazón, y eso lo complació- Y dime, Onur, ¿qué hace un
niño con las odaliscas? De seguro que no es un aspirante a eunuco,
porque conserva esto intacto -rozó el pequeño sexo y el niño trató
de juntar las piernas, sin éxito, pues aquel enorme hombre de piel
oscura lo sujetaba inflexible.
El
Islam prohibía la castración, por lo que los niños que se
destinaban a ser vendidos como esclavos a los turcos para convertirse
en eunucos eran castrados con anterioridad por los comerciantes
cristianos o judíos que se ocupaban de ellos. Era inusitado
encontrar un esclavo varón con sus genitales intactos en un lugar
como aquel.
-Ya
sabéis cómo es... -dijo el eunuco llamado Onur- Ciertos... varones
tienen, a veces, gustos diferentes y extravagantes, que requieren de
un chico con sus partes... íntegras. Éste viene de Grecia. Pronto
tendré que buscar un lugar más adecuado para él, pero como es tan
hermoso como una niña, pensé que... podría hacerlo pasar por una
hasta que se me ocurriera una solución.
-Veamos
si eso es completamente cierto; acércame la lámpara -y, despojando
completamente al aterrado niño de sus ropas, el visitante examinó
cada centímetro de su piel. Cuando terminó, asintió-. Puro e
inmaculado. Bien; te cuidarás de que siga así, ¿verdad? -el eunuco
dijo que sí con la cabeza; su visitante le inspiraba casi tanto
miedo como al crío, aunque se cuidaba bien de disimularlo- Asegúrate
de que ninguna hoja corta su piel, de que permanece virgen hasta los
catorce años, y cuando entre en sazón, pon buen cuidado en que su
protector
sea un pasivo, ¿entiendes? -deslizó un dedo y apuntó entre las
nalgas del niño- Que tu dios te ayude si encuentro que esta
parte ha sido usada en lo más mínimo.
Onur
asintió de nuevo tan profunda y sumisamente como fue capaz. El
desconocido depositó una pesada y tintineante bolsa entre sus manos,
y sin dedicar una última mirada al objeto de sus atenciones,
desapareció por la puerta.
Nueve
años más tarde, el mismo visitante mostró idéntica audacia
introduciéndose de nuevo en Topkapi. Su guía Onur apenas había
notado el paso de los años, y mostraba hacia él la misma sumisión
y deferencia. Esta vez lo condujo a los departamentos de los eunucos
blancos; allí le fue presentado un muchacho de unos quince años,
bello, alto, esbelto, de piel muy blanca y cabellos negros y
brillantes, visibles bajo su tocado. Sus inconfundibles ojos grises
lo miraron con cierta condescendencia, pues parecía uno de los
eunucos negros; a pesar del poder que estos ostentaban, los varones
siempre mostrarían una actitud de superioridad hacia los que
consideraban "hombres incompletos".
Como
Onur le había explicado, había conseguido mantener al muchacho en
un escondite discreto, como uno más de los eunucos blancos, cuya
castración solía ser incompleta y que, a menudo, conservaban parte
de su virilidad. Era principalmente por eso por lo que no podían
acercarse al serrallo, y se dedicaban a tareas administrativas;
aunque, en el caso de aquel joven, su hombría estaba intacta y sus
tareas
consistían
en ejercer de amante de cierto miembro masculino de palacio.
-Parece
que Onur ha cumplido su palabra, al menos en apariencia -afirmó el
visitante-. Dime, muchacho, ¿cómo te llamas?
-Enver
-contestó el chico-.
-No
me refiero a tu nombre turco, sino al nombre griego que tenías antes
de venir aquí. Con seguridad podrás recordarlo, ¿verdad?
El
joven miró, receloso, al eunuco Onur, quien se apresuró a asentir.
Tras un instante de duda, respondió:
-Kallistos.
-Bastante
apropiado. Ven conmigo, Kallistos; vayamos a un sitio más privado.
El
eunuco tomó al chico por el brazo e hizo al visitante ademán de
seguirles. Entrando en una cámara vacía, cerró la puerta tras
ellos y aguardó, nervioso.
-Quiero
ver si Onur se ha cuidado bien de ti.
El
visitante comenzó a desvestir al muchacho. Éste se resistió, pero
el africano lo agarró por el cuello con manos tan fuertes como el
acero y lo miró directamente a los ojos, de una manera tan fría e
inhumana que el chico sintió cómo se le erizaban los pelos de la
nuca. A sus espaldas, el eunuco le ordenó, con voz débil, que
obedeciera; con una única mirada de reojo del visitante, el asustado
Onur abandonó la habitación, dejándolos solos. El esclavo griego
tembló; su captor terminó de arrancarle la ropa y el tocado,
liberando su cabellera sobre los blancos hombros. Había crecido
mucho en aquel tiempo, y a pesar de ser aún adolescente, ya apuntaba
maneras de lo que sería un bello ejemplar de varón, alto y
estilizado, con los músculos definiéndose bajo la piel lisa y sin
marcas.
El
visitante lo obligó a separar las piernas; bajo su incipiente vello
oscuro, su miembro, ya de buen tamaño, estaba dotado de forma y
color atractivos. Tomando la piel que recubría el extremo, el
africano la deslizó hacia la base, descubriendo la suave carne
rosada; el chico gimió.
-No
te han circuncidado. Bien; Onur es un hombre de palabra y de
recursos.
-Vos
sois... el eunuco de aquella noche... -en los ojos del esclavo brilló
en reconocimiento.
-Me
complace que me hayas recordado -el hombre sonrió con ironía-. A
duras penas podría reconocerte yo. Por entonces no tenías esto
-presionó
los genitales, que aún sostenía, contra la ingle del chico,
arrancándole otro gemido-. Sé con quién sueles encamarte, pero,
dime, ¿alguna vez lo has hecho con una hembra? -el esclavo tragó
saliva y asintió con la cabeza- Veamos ahora esta parte -lo hizo
volverse y sus dedos fuertes y helados separaron sus nalgas,
examinando la abertura oculta entre ellas. Su víctima apretó los
puños y los dientes, y sus músculos se tensaron- ¿Te han tomado
alguna vez por aquí?
-¡No!
-la respuesta fue casi un aullido.
-Y
guárdate de que eso ocurra, Kallistos. Ahora escucha: No soy ningún
eunuco; ni siquiera soy africano; no necesitas saber mucho de mí en
este momento, salvo que soy el único al que debes llamar amo.
Diciendo
esto, cubrió la boca de su prisionero, apartó los morenos cabellos
y hundió Los colmillos a un lado de su nuca. El muchacho emitió un
grito ahogado y se revolvió por el dolor; pero paulatinamente, su
resistencia fue decayendo, su respiración se fue haciendo más
intensa, y su cuerpo, abandonándose. Poco a poco, su atacante aflojó
la mano, y de aquellos labios sólo brotaron suspiros de placer. El
falso eunuco introdujo el dedo índice entre ellos, y el joven lo
rozó con la punta de su lengua; retiró entonces la mano y dejó de
beber durante un fugaz instante en el que se mordió el dedo, dejando
que su propia sangre se mezclara con la saliva de Kallistos, y volvió
a deslizarlo dentro de su boca; él lo succionó, tímidamente al
principio, profunda y ávidamente al saborearlo.
El
visitante se contuvo y dejó de alimentarse; contempló durante un
momento al bello adolescente desnudo que se agitaba en sus brazos,
lamió e hizo desaparecer completamente las pequeñas incisiones que
había abierto en su piel y, finalmente, hizo que se cerrara la
herida de su dedo. Al notarlo, el joven jadeó e intentó volver la
cabeza para mirarlo.
"Nada
más para ti, ni para mí, por hoy, chico", dijo, tendiendo al
exhausto Kallistos en una cama para dejarlo descansar, tras lo cual
se ajustó las ropas y abandonó la habitación. Fuera encontró a
Onur, que aguardaba diligentemente, y que comenzó a caminar tras él
mientras se alejaba por el corredor.
-Exquisito.
Incluso demasiado... Creo que me he excedido un poco, así que déjalo
descansar. No debe abandonar la habitación durante varios días,
hasta que complete con él el ritual de vinculación. Entonces te
alimentaré a ti también, Onur.
Este
se inclinó en una profunda reverencia, el anhelo pintado en su
rostro. Después, el así revelado vampiro desapareció.
Durante
varias noches, la escena se repitió. El ritual de vinculación, por
el que los vampiros alimentan a humanos con su propio fluido vital,
convierte a estos es siervos obedientes y leales. Además, la sangre
vampírica confiere capacidades sobrehumanas a quien la ingiere y
alarga la vida hasta extremos insospechados... El joven Kallistos,
rebautizado Enver por sus captores turcos, se convirtió en siervo
por la sangre de un vampiro desconocido que aún no le había dicho
su nombre. Solía venir, eso sí, a visitarlo regularmente,
estimulaba su educación y se cuidaba bien de que continuara con sus
actividades sexuales entre los muros de palacio, tanto con su
protector
como con jóvenes esclavas que el eunuco le procuraba. Nunca
abandonaba su prisión, y el sol apenas tocaba su piel; y por las
noches, su verdadero amo se complacía en retenerlo en algún rincón
secreto y desde las sombras observarlo en el lecho, arrancando gritos
de placer a hombres y mujeres indistintamente. Tras estas sesiones,
el vampiro lo tomaba para sí y se deleitaba con su sabor,
alimentándolo a su vez.
Y
llegó un día, poco después del decimoctavo cumpleaños del joven,
en que su amo se presentó con semblante preocupado y a la vez
ansioso. Dio órdenes a Onur de bañar y peinar a Kallistos, y de
vestirlo con una túnica del tejido más fino, y después se esfumó.
No
era muy diferente del ritual que debía seguir cada vez que tenía un
encuentro amoroso, pero había algo extraño en el ambiente; años de
beber sangre de vampiro habían afinado sus sentidos, y podía
percibir una calma antinatural, un silencio forzado, pues hasta los
animales permanecían mudos. También el lugar al que fue conducido
era nuevo para él: uno de los kioscos de palacio, hermosas
construcciones para disfrute del sultán. Imaginó el terrible
castigo al que sería sometido si fuera descubierto allí sin
permiso... Después se tranquilizó, pensando que si su amo le
enviaba era porque tenía autoridad para hacerlo.
Los
labrados contornos de mármol brillaban a la luz de la luna; dentro,
lámparas de aceite iluminaban las paredes decoradas con azulejos
verdes, blancos y azules, los tapices de elaborados diseños
geométricos y vegetales, las alfombras cubiertas con cojines de
seda. Algunos divanes ocultos tras cortinajes quedaban en penumbra.
Una enorme bañera de traslúcida piedra blanca, llena de humeante
agua caliente, ocupaba la pared más alejada de la habitación.
Kallistos
admiró la estancia y luego permaneció de pie, sin saber qué hacer.
La fina túnica que vestía era de un tejido tan diáfano y delicado
que le hacía sentirse incómodo; cruzó las piernas y se sentó en
un cojín sobre el suelo.
Los
minutos se arrastraban con lentitud, y todo seguía en silencio. Pasó
una hora y el joven se alzó, impaciente, y comenzó a caminar de un
lado a otro de la habitación. Era agradable, el tacto de la lana
bajo sus pies descalzos, magnificado por sus sentidos aguzados;
sonrió y arrastró los pies, muy lentamente, sobre aquellas joyas
fruto de los mejores telares turcos, y luego sobre la suave seda de
los cojines. Pasó entonces las manos a lo largo de una finísima
cortina, diáfana como una tela de araña, y cerró los ojos para
dejarla que se deslizara sobre su rostro. Cuando los abrió de nuevo
vio, a través del velo, un figura frente a él que unos segundos
antes no estaba allí.
Dando
un respingo, el muchacho retrocedió, como si hubiera sido pillado
haciendo algo furtivo. La criatura no se movió; parecía tener
bastante con observarle, inmóvil, sin hacer el menor ruido. El
corazón del esclavo griego comenzó a latir con fuerza; en medio del
silencio, se le antojaba el golpeteo de un martillo sobre el yunque.
Aparentemente,
aquello sacó a la figura de su inmovilidad; apartando la cortina, se
acercó al muchacho.
Era
el hombre más imponente que había visto nunca; bueno, no un hombre,
pues sus sentidos bastaban para revelar que era un ser como su amo.
Era tan alto que debía girar la cabeza hacia arriba para mirarlo; de
miembros muy largos, especialmente sus manos, cuyos dedos se
prolongaban hasta lo inimaginable. Rizos de sus cabellos negros caían
sobre su frente, bajo la que tupidas cejas ensombrecían unos ojos de
obsidiana, de iris tan oscuros que no dejaban distinguir las pupilas.
Su piel era lo más antinatural, porque era lisa y descolorida como
vieja piedra pulida; el joven se maravilló a verlo moverse, como si
esperara que fuera a crujir y rechinar. Y cuando finalmente habló,
su voz profunda parecía surgir de las entrañas de una cueva
excavada en la roca.
-Tu
maestro es como un joven impaciente. Aún debería tomarte dos o tres
años el madurar, pero puedo comprender su premura; pues, ¿quién
conoce dónde os hallaréis la próxima vez que mis pasos me guíen a
estos lares?
Hablaba
un griego clásico tan formal que el muchacho apenas lo comprendía,
y más aún tras años de hablar sólo en turco y árabe. El enorme
ser dejó caer su capa, revelando un atuendo de radiante tela blanca;
estirando la mano, trazó con sus larguísimos dedos el contorno del
perfil del joven, que ni tan siquiera habría osado pensar en
protestar. Era como si una estatua cobrara vida repentinamente y
fuera presionada sobre su rostro; tembló, pero no sintió temor,
sólo expectación. La mano hizo girar suavemente su mentón, primero
hacia un lado y luego hacia el otro, y bajó por su cuello y el hueco
entre sus clavículas hasta el borde de su túnica, que parecía
incapaz de ofrecer resistencia a la fuerza de aquellos dedos y se
rasgó con un susurro a lo largo de su pecho, mostrando la piel hasta
el ombligo. Al romperse, la fina tela se le deslizó por los hombros
y cayó al suelo alfombrado, descubriendo su desnudez.
-Los
que se ocupan en mi oficio no suelen ser bienvenidos por aquí
-continuó el ser-. ¿Quieres saber, mozo, por qué pienso que los
musulmanes gustan de rodearse de jóvenes de gran belleza, como tú?
Puesto que su religión no aprueba que la pintura y la escultura
representen personas, procuran hacerse con hermosas esculturas
vivientes, como todas esas encerradas en el harén del sultán. Al
principio no aprobaba su intolerancia, pues el arte es mi profesión,
después de todo. Mas el tiempo me hizo comprender la sabiduría de
su proceder: pues no hay escultura más maravillosa que ésta, que se
mueve y vuelve el rostro con gracia y seducción, y arrastra los pies
desnudos sobre la seda y muestra el deleite que le producen sus
sensaciones -Kallistos se estremeció; los larguísimos dedos
siguieron recorriendo, apenas rozando, la piel blanca de su pecho,
demorándose en la suave depresión del ombligo, la línea de las
costillas, el surco entre los pectorales-. Incluso ahora, tu cuerpo
te dice "esta mano sobre mí es fría y dura, pero el contacto
es suave y hace rebullir mis sentidos, y me gusta sentir cómo se
desliza una y otra vez".
El
joven griego tragó saliva; casi no se atrevía a respirar. Había
algo en aquella voz, una cualidad que parecía hablar directamente a
su humor, a lo más profundo de su mente. Efectivamente, deseaba que
siguiera tocándole; deseaba sentir su tacto en otros lugares más
íntimos, deseaba que lo agarrara con fuerza y deseaba comprobar si
la piedra podía calentarse al contacto de la carne ruborizada, o
bien sin la piel helada podía seguir experimentando placer. Y de
pronto fue consciente de la presencia de aquel ser dentro de él,
espectador de cada uno de sus pensamientos. Lo sintió tan claramente
como nítida era la visión de la impresionante figura que tenía
ante sí; y de algún modo le alivió no tener que esconderse, poder
mostrar sus anhelos con toda su desvergüenza. Me
habéis estado mirando desde que entré, pensó
Kallistos, y la presencia pareció asentir con su silencio. Por
qué. Lo que he estado contemplando es el boceto de una nueva
escultura, respondió
el artista, y
me propongo terminarla.
Tomó
de la mano al muchacho y lo condujo hasta la bañera; el agua,
colmada de aceites aromáticos, era opaca, y se mantenía templada
por efecto de un brasero en la base de piedra. Suavemente lo hizo
sumergir por completo, y cuando emergió, con las fosas nasales
henchidas del aroma de rosas, sándalo y vetiver, se encontró
rodeado, por la espalda, por el abrazo pétreo y desnudo del
escultor; y como la piedra, la fría carne se fue entibiando al
contacto con la calidez del agua. Kallistos percibió, justo entre la
parte baja de sus nalgas, el duro bulto de la masculinidad de su
acompañante, y notó una sacudida de excitación que, surgiendo de
su bajo vientre, subió a lo largo de su estómago y su pecho.
Inmediatamente las manos del artista se deslizaron a ambos costados
del joven, y sus dedos hábiles comenzaron a estimular sus pezones.
El muchacho se estremeció y gimió; su sexo apuntó, rígido, hacia
su ombligo, y la presión entre sus nalgas aumentó ligeramente. Bajó
las manos, impulsado por el deseo de procurarse rápido alivio, pero
el ser sujetó sus brazos y los mantuvo alejados, sin dañarlo pero
con firmeza. Los gemidos del joven proyectaron un suave eco sobre la
superficie del agua al irse elevando en frecuencia e intensidad, pues
sus propias sacudidas propiciaban que la recia virilidad empujara
cada vez más contundentemente contra su trasero.
Súbitamente,
algo estrecho y alargado se abrió camino a través de su entrada aún
virgen, expandiendo gentilmente la abertura y adentrándose dentro de
él; Kallistos ahogó un grito de sorpresa y temor, y su compañero,
manteniendo los brazos bajo las axilas del joven, subió las largas
manos hasta el rostro crispado y cubrió los hermosos ojos grises,
forzándole a cerrarlos. Cuando las separó, muy lentamente, el
muchacho intentó abrirlos de nuevo, sin éxito. No
temas nada, susurró
la voz de su cabeza. Privado de visión, su sentido del tacto se
intensificó hasta límites insospechados; su oído se emborrachó
con el solo sonido de sus propios gemidos, y el leve chapoteo del
agua; saturada estaba su nariz del perfume de los aceites, e
inundada su boca con su propia saliva, que se desbordaba en un
hilillo por la comisura de sus labios. El invisible apéndice se
revolvió dentro de él y alcanzó el área extremadamente sensible
de su próstata y allí se demoró, con profundas caricias; y justo
cuando rozaba el clímax, se retiró.
El
joven emitió un ansioso quejido de protesta, pero aquel que lo
abrazaba se ocupó de calmarlo, haciendo que se relajara
gradualmente. Habiendo recuperado el resuello, pero aún con
excitación insatisfecha entre sus piernas, Kallistos se sintió
alzado y vuelto de cara al escultor. Descansó la frente sobre el
amplio pecho, dentro del cual ningún sonido revelaba la presencia
del mudo corazón. A ciegas reclinó el rostro contra aquella carne
que no se hundía bajo la presión; a ciegas deslizó la lengua hasta
aquella boca, ancha y de labios finos; la acarició con la punta, la
besó, y era como besar una estatua húmeda y cálida tras una
tormenta de verano.
Los
brazos del ser lo rodearon, y sus manos lo acomodaron sobre los
muslos, separando sus nalgas para dar cabida, centímetro a
centímetro, al enhiesto miembro, expandiendo las elásticas paredes
internas a su paso; notó su propio pene erecto, sobre el vientre de
su compañero; renació con idéntica fuerza su ansiedad y lanzó un
profundo suspiro, justo dentro de los labios entreabiertos frente a
él. Arriba y abajo volaron sus caderas, merced al impulso de sus
propias rodillas, haciendo que el ser sobrenatural se hundiera cada
vez más adentro. Arqueó la espalda, presa del ansia que imprimía
un ritmo cada vez más frenético a su cabalgada, y cuando creyó que
ya no podía ahogarse más en el placer, sintió los dientes
penetrándolo, con un crujido, y el flujo de la sangre saliendo de
él, atronador como el rugido de la tempestad. Eyaculó
violentamente, con un grito, e incapaz de hacer que sus piernas
sustentaran su propio peso, se deslizó paulatinamente dentro del
agua, dejando una mancha rosada suspendida en el lechoso líquido.
Silencio.
Sólo burbujeo en sus oídos, la canción silenciosa del agua.
Hormigueo
en la piel. Vaga sensación de carne que se estira, se pliega, se
contrae. Pero
debo estar soñando, porque la carne no hace eso, ¿verdad?
Fluir
de humores fuera de su cuerpo. Estoy
flotando en líquido, pero a la vez puedo sentir cómo yo mismo me
vacío... Es tan extraño...
Ah...
Noto aire de nuevo a través de mi nariz, pero me supone demasiado
esfuerzo hacerlo llegar a mis pulmones; es mejor dormir, dormir
sumido en esta clara oscuridad. Espera... Veo una imagen en mi mente.
Él me está mostrando algo; lo veo a Él: se inclina, dentro de una
bañera llena de líquido turbio, y tiene algo entre los brazos.
Parece una estatua, una estatua de mármol...
Ahora
veo otro rostro junto a Él, un rostro oscuro... Quiero que se vaya,
que nos deje solos... Algo gotea sobre mis labios... Algo se cuela
dentro de mi boca... Sabe como la sangre del amo...
Frente
a un espejo veneciano, Kallistos contemplaba su imagen. Suponía que
era su imagen, al menos, porque no la reconocía. Extendió la mano
hasta la superficie reflectante, y el ser del otro lado hizo lo
propio. La volvió entonces contra su propio rostro y sintió bajo
las yemas de los dedos la realidad de su presencia, pero era como si
tocara una faz ajena que hubiera tomado el lugar de la propia, o bien
como si su piel sintiera el contacto de una mano extraña. Sintió un
nudo en el estómago y el imperioso deseo de romper a llorar, pero no
tenía lágrimas en los ojos. Se volvió y encaró al artista, que
estaba junto a él, observando. ¿Deseas
llorar porque te horroriza lo que ves, o bien porque te toca el
corazón?, preguntó
éste último en su cabeza. No
lo sé, respondió
Kallistos, y era sincero. Y aunque su compañero no dijo nada, sonrió
para sí, porque conocía la respuesta a su propia pregunta.
Se
acercó por detrás al vampiro recién nacido y, apartando los largos
cabellos negros posó las manos sobre sus hombros. El nuevo inmortal
buscó la mirada de los oscurísimos ojos con los suyos, aún
extraños, de marfil y plata, a través del reflejo en el espejo.
Deseo
saber cómo os llamáis
-Pheidias
-el artista dejó de nuevo que su voz resonara en los oídos del
joven-. Nací, como tú, en Grecia, hace mucho tiempo. ¿Te dice
algo, quizás, ese apelativo? -Kallistos negó con la cabeza y él
sonrió- Más adelante, seguramente, oirás de mí. Aún hay quienes
conocen mi nombre y mi obra; como tú, ahora. Fervientemente confío
en que aún los conserves, la próxima vez que nos encontremos.
-¿Tenéis
de marcharos? ¿No me llevareis con vos? -no hubo respuesta, y el
joven vampiro sintió cómo lo embargaba el desaliento- ¿Y cuándo
volveré a veros?
Fidias,
el escultor, rodeó con sus brazos los hombros desnudos que había
modelado, se inclinó y lo besó en el cuello, antes de responder:
-Cuando
sepa, con certeza, que mi creación habrá de perdurar en el tiempo.
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