2013/11/10

CON LA VISTA AL CIELO IV: Memoria e intelecto, lujuria y deseo






Entonces, hemos de deducir que no hay ninguna novedad. No habéis llegado a ninguna conclusión de la que aún no seamos partícipes.

Mucho me temo que no, Shaal-mekk. Eal no ha dado señales de vida, no se ha producido ningún intento de contacto y, por lo que respecta a nuestro joven Leonardo...

Al sujeto.

... al sujeto, no hemos observado alteraciones físicas ni psicológicas y su evolución se mantiene dentro de unos parámetros terráqueos razonables; si por razonables entendemos capacidades de observación y aprendizaje extremadamente superiores a la media, creatividad e improvisación que se salen de las tablas y...

No nos interesan esas apreciaciones subjetivas, Navekhen-dabb. Además, están adulteradas por la excesiva franqueza de Neudan al hablarle de materias que deberían estarle vedadas. No tienes nada más que decir.

Shaal, el Primer Biólogo, era una figura intimidante que jamás se molestaba en usar el tono de interrogación. Navekhen no vacilaba en proclamar que de buena gana besuquearía sus benditos visores, porque les permitían enviar reportes de sus actividades diarias sin necesidad de personarse ante sus superiores en la pirámide. Por desgracia para él, en ocasiones era imposible escapar al deber de encontrarse, cara a cara, con aquel sujeto casi albino de glaciales ojos grises.

Draadan, por su parte, nunca se dejaba intimidar por nada; o, al menos, sabía disimularlo a la perfección.

Carecemos de informes relativos al sujeto —dijo, con voz inexpresiva—. Hemos dedicado algún tiempo a observar a nuestro objetivo primario...

Que ahora es secundario —lo interrumpió Shaal—. ¿Usáis en todo momento mecanismos de ocultación?

Tal y como ordena el Vértice, sí.

Aprovecho para atreverme a sugerir —aportó un osado Navekhen— que quizá haya llegado la hora de interactuar con los lugareños. La política de mera observación no da muchos frutos, y...

Te atreves a cuestionar las decisiones del Vértice.

¡No, no, no, Shaal-mekk! ¡La pirámide me libre! Yo solo dejaba caer que es una pequeñísima posibilidad a tener en cuenta. —Juntó mucho el pulgar y el índice de la mano derecha. Una sonrisa exagerada sesgó su rostro—. Ya sabes que Draadan es la encarnación de la discreción y yo, modestia aparte, poseo un amplio conocimiento de la psicología humana.

Evitas mencionar a Neudan adrede. Eso debe significar que no lo juzgas cualificado para tus propios planes extravagantes.

Yo no diría eso. Ha adquirido mucha madurez, considerando nuestra nula experiencia en reeducar a uno de los nuestros desde cero.

Yo sí lo diría —intervino el cortante Draadan—. Es irreflexivo e irracional, y el contacto con los terráqueos despierta en él una parcialidad hacia ellos poco conveniente. Pero contar con su presencia es un mal necesario, debido a su implicación con Eal.

El Primer Biólogo taladró al supervisor con la mirada que más duelos había vencido en la nave. Ese no lo ganó.

El Vértice no aprueba la interactuación con los lugareños, como Navekhen la llama. Incrementa el riesgo de ser descubiertos por los otros. Ahora bien, dado que no estáis obteniendo resultados, me plantearé sugerirle un cambio de táctica. En cuanto a vuestro compañero, se le prohibirá que contamine el desarrollo intelectual del sujeto compartiendo cualquier tipo de conocimiento. Podéis retiraros.

La orden fue acatada de inmediato, y con sumo placer, por los dos tripulantes. El moreno de ojos azul marino, en concreto, respiró aliviado cuando se halló de vuelta en las calles de Florencia, lejos de su superior. Por frío que Draadan pudiese llegar a ser, él había aprendido a lidiar con su hosco amigo. Sabía cómo excavar hasta las regiones razonablemente templadas de su carácter.

El problema con el Primer Biólogo era que todas sus capas parecían ser de escarcha.

«Poseo un conocimiento sistemático de la psicología humana» —lo imitó el primero, con un tono que ni siquiera pretendía ser burlón—. Pues qué mal se te da usarlo con Shaal.

Primero habría que aclarar si ese tipo es humano —refunfuñó Navekhen, tras toquetear su visor y esquivar a un cargado aprendiz de panadero que se cruzaba en su camino y, por supuesto, no podía verlo—. Aún no sé quién lo ha nombrado portavoz del Vértice. ¿Te has fijado en la manera que tiene de evitar a Neudan? En mi humilde opinión, nunca soportó que uno de sus dos acólitos se metiese en los pantalones del Primer Ingeniero. Aunque, claro, a ti eso no podría importarte menos, con lo parcial que eres en la historia. No lo has tragado desde que Eal le hizo su jugarreta. Quisiera que me contaras de una buena vez por qué te ensañas tanto con el pobre chico, cuyo único pecadillo...

Deberías cerrar la boca. —Se abstuvo de dar más explicaciones. Navekhen sabía que todas sus actividades y conversaciones eran monitorizadas en el piramidión por los vigías, filtradas y transmitidas a sus superiores. Draadan no entendía esas repentinas explosiones de excesiva franqueza que cualquier día le harían ganarse una fenomenal reprimenda, o algo mucho peor.

¿Por qué? Oh, ¿lo dices por los espías? Tranquilo, he pedido a los vigías que nos concedan privacidad, podemos insultar a quienes queram...

El moreno se estrelló contra las anchas espaldas de su compañero, que se había detenido de súbito. Al alzar la vista, se cruzó con una mirada ambarina tan aniquiladora que nada habría tenido que envidiar a la de Medusa. Suspiró; al fin y al cabo, ya era hora de confesárselo.

Repite eso —le espetó el supervisor, muy despacio.

No siempre envían al Vértice un reporte de lo que hacemos. Cuando quiero que dejen de grabarnos, hago una señal a Simakhen o Arakhen —dio otro golpecito a su visor— y la conexión se interrumpe durante un ciclo corto. Si preguntan, siempre pueden achacárselo a una erupción solar, ya sabes que la radiación electromagnética interfiere con nuestros sistemas de telecomunicación. —El silencio que siguió fue tan largo que el tripulante de cuarto nivel perdió la sangre fría—. ¡Por todas las estrellas, Draadan-mekk, dime algo o párteme la cara! ¡No te quedes ahí quieto y callado!

Soy el encargado de la seguridad, Navekhen-dabb —articuló, al fin—. ¿Cómo crees que debo tomarme esta... violación del protocolo? ¿Desde cuándo viene sucediendo?

Eh, bueno, desde hace varios... Desde hace varios años. Emprendí una tórrida relación con los vigías y están muy, ejem, satisfechos, ¿sabes?

Te acuestas con los vigías.

¿...Sí?

¿Con los dos a la vez?

Simultánea o alternativamente. Soy un ser demasiado epicúreo y... generoso para concentrarme en uno nada más. Y ellos me lo agradecen con pequeños favores.

Pequeños favores. Llamas pequeño favor a esconderle información al Primer Tripulante. ¡Maldita sea! —La tormenta estalló. El moreno se encogió, sin poder evitarlo—. ¿Cuándo pensabas decírmelo?

No era relevante, te doy mi palabra. Al principio solo usaba esa prerrogativa si quería algo de intimidad para mis asuntos personales. Ya sabes, no creo que a nadie le incumba qué posiciones en el plano horizontal me gustan. Ahora... —Frunció en ceño—. Escucha, sabía que te enfurecerías y, aun así, he desembuchado porque lo que tenemos entre manos es más importante que tu venganza. Draadan-mekk, tu relación con Neudan siempre fue muy aséptica y ahora no lo soportas. Hay algo que sospechas y te callas, ¿verdad? Dime lo que es. Me hacen falta todos los datos si queremos llegar a alguna parte, y no hay nadie más en quien puedas confiar. Hazlo, por favor, dímelo. ¡Por favor! ¡No tenemos mucho tiempo!

Yo... —comenzó el supervisor, tras dudar unos segundos—. Estoy convencido de que Eal y él estaban juntos en esto, y que destruyó su cuerpo y se llevó sus registros de memoria para que no pudiésemos sacarle nada. Tal vez ahora sea poco más que un crío sin pasado, pero lo ayudó a planear... lo que sea que hayan planeado. Vamos, tú los conocías igual que yo, su vínculo era tan estrecho que hasta me daba náuseas. Nadie pasa del empalago al asesinato de una forma tan brusca.

Mi estimado amigo, ¿quién iría tan lejos? Renunciar a toda una existencia de recuerdos... ¿Qué es tan importante para pedirle ese sacrificio a su amante? Y aunque conserve sus registros escondidos por ahí y confíe en devolvérselos en un futuro, Neudan perdería sus vivencias de todos estos años en la Tierra, porque la pirámide no permite combinar dos registros de memoria en la misma mente. ¿Se te ocurre algo más penoso que privarte de tu propia identidad? Por otro lado, ¿por qué dejarlo atrás? ¿Por qué no se lo llevó con él, si los dos estaban en el ajo?

Eal es un zorro astuto que se las arregla para esquivarnos. Quizá calculaba que Neudan sería una carga y no podría esconderse con la misma eficacia. O quizá abandonarlo aquí sea parte de ese plan, ¿cómo quieres que lo sepa? No se molestó en dejarme un amable mensaje detallándome sus motivos.

Navekhen captó el resentimiento de esas palabras. Recordó la relación que mantenía con el desaparecido Primer Ingeniero; aparte de él mismo, Eal era el único tripulante con quien el hosco supervisor compartía una cierta intimidad. El moreno intuía que, más que la traición, lo que Draadan no le perdonaba al fugitivo era el haber actuado a sus espaldas.

Y aun así, caviló, aun con todo ese resentimiento que volcaba en Neudan, su necesidad de resarcirse no lo llevaba al extremo de atacar lo único que podría herir a su examigo.

Si tan seguro estás —dijo, con voz estudiadamente suave—, ¿por qué no le has expuesto tus sospechas al Vértice? Podrían lanzarle un ultimátum a Eal: su rendición a cambio de su amante. Apuesto a que Shaal apoyaría la idea de mil amores.

No voy a precipitarme. Nuestra falta de combustible no es aún crítica y nuestro objetivo primario sigue ahí, no vamos a esperar ociosos. Y tampoco dirás nada, Navekhen-dabb —afirmó, clavando sus amenazadoras piezas de ámbar en él.

¿Yo? Las estrellas me ayuden, qué quieres que diga un humilde servidor, pobre de mí. Ni siquiera sé a qué te refieres. —El visitante compuso su expresión más inocente y rozó su visor, enviando la señal de aviso a los vigías para que reanudasen su seguimiento—. Vayamos en busca de nuestro joven colega y transmitámosle el rapapolvo. Torturarlo un poquito te sentará bien.

Sonrió. Sabía que la prohibición de responder a las preguntas del sujeto Da Vinci frustraría mucho a Neudan, un apasionado de enseñarle cuanto podía al joven florentino. No, no conocía las intenciones de Eal al dejar a su pareja atrás, pero si una de ellas era propiciar que se enamorase como un idiota de un terráqueo..., por la pirámide, que lo estaba consiguiendo.








***







Leonardo mudó la posición de su mano para que no arrojase sombras sobre el diagrama que estaba dibujando. Solo entonces se dio cuenta de que debía ser una hora avanzada —la primavera ya había llegado, y los días eran más largos—, pues apenas entraba luz por la ventana. Posó la pluma, encendió un par de velas y flexionó los entumecidos dedos. La mesa en la que trabajaba se ahogaba bajo una marea de hojas cubiertas de notas y esbozos. El mero intento de posar la vista en ella ya bastaba para provocar dolor de cabeza, pero, a pesar de ello, prefería ese caos antes que concentrase en el cuadro que había estado ignorando, una comisión urgente de Verrocchio. La profusión de azules y dorados le resultaba artificiosa y grandilocuente y no lo inspiraba a dejar su huella en la obra. Sus pensamientos habían volado a materias mucho más apasionantes, como los mecanismos destinados a izar la esfera de cobre encargada a su maestro, años atrás, para la cúpula de Santa Maria del Fiore. Sonrió. Por interesante que fuera el tema, dudaba que Verrocchio participase de su entusiasmo, en especial cuando la prueba de su desidia se alzaba ante él y no había sido tocada por un pincel en tres días.

El joven trajo a su memoria la figura recia de Andrea y su expresión, entre apremiante y escéptica, al hacerle el encargo. Estaba próximo a cumplir veinticuatro años y era miembro del gremio desde hacía varios; podría aspirar a poseer su propio taller, pero su maestro seguía rogándole que se quedase con él en calidad de colaborador, y lo hacía con tanta vehemencia y generosidad que era difícil resistirse. Le había concedido una estancia privada, reconocía su talento sin par en el ámbito de la pintura y era muy permisivo respecto a sus horarios y compromisos. Para Leonardo, quien aún se aprovechaba de las enseñanzas de su mentor y disfrutaba la comodidad de no tener que preocuparse por conseguir trabajos, el arreglo era bastante conveniente. Además, Andrea no había vuelto a tocarlo. Aunque le lanzaba miradas admirativas, le hacía cumplidos y se aprovechaba de cualquier roce ocasional, sus demandas de intimidad se habían convertido en cosa del pasado. Un aliciente más para quedarse y seguir llenando el pozo sin fondo de su ansia de conocimientos.

Considerando su situación, sí que habría sido sensato independizarse, porque el tipo de visitas que recibía no hacían aconsejable tener testigos deambulando por los alrededores. Pero un taller propio no le habría garantizado la privacidad. Los artistas no solían trabajar aislados, así que más le valía, pensaba, acostumbrarse a compaginar su vida secreta con la pública.

El zumbido del teletransporte fue preludio de inminente compañía.

Leonardo...

¡Neudan! —El florentino recibió al recién llegado con una brillante sonrisa—. ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo te encuentras? ¿Has venido solo? ¿Y Navekhen y... Draadan?

Mis compañeros no tardarán en aparecer. Oh, veo que has estado muy ocupado.

¿Lo dices por este desorden? ¡Lo siento! Tienes razón, llevo unos cuantos días en busca de una solución para izar piezas grandes y pesadas cuando el espacio para construir es reducido. —Le mostró un dibujo a tinta de una estilizada y compleja estructura de madera y cuerdas operada por varios hombres. Neudan se sorprendió al ver que las figuras humanas desnudas estaban detalladas con la misma perfección que el objeto en sí—. La semana pasada me fijé en que estaban reparando el lateral de la abadía, y el callejón de acceso es tan estrecho que apenas permite levantar un andamio. ¿Quieres probar las uvas? ¡Están deliciosas! ¿Qué opinas? ¿Crees que este travesaño aguantaría el peso, o habría que aumentarle el diámetro?

El joven moreno se vio avasallado por una avalancha de datos, una hilera de diagramas y los característicos giros que salpicaban el discurso de su anfitrión cuando estaba en medio de una actividad absorbente. Lo que no halló fue ni rastro de la fruta que le ofrecía, hasta que descubrió un cuenco sepultado bajo una capa de papeles. Esbozó una sonrisa; el artista de Vinci llevaba su delicadeza y su respeto por la vida a rechazar alimentarse de animales. Para los suyos, que rara vez incluían proteínas de origen animal en su dieta, el hecho en sí no resultaba extraño, aunque sí lo era observarlo en un europeo del siglo XV.

Al meditar sobre el recibimiento, sus labios perdieron la tímida curva. Como siempre, Leonardo no escondía su interés por el supervisor. Se metió una uva en la boca para distraer la amargura; habría dado lo que fuera para que se contentara con su compañía y no anhelase la de nadie más.

Lo... lo siento, Leonardo, no puedo ayudarte con eso. —Fue el turno de este de sentirse desencantado. De un tiempo a aquella parte, Neudan y los demás no habían vuelto a conversar con él sobre ciencia—. Sé que lo resolverás pronto, has avanzado muchísimo. ¿Cuándo has escrito todo esto?

Ah, aprovecho las noches. Gracias a lo que me dais —se rozó la nuca—, no he de dormir gran cosa.

Estás pálido. ¿Cuántos días hace que no duermes?

Hum... Cinco.

¡Leonardo! ¡Ya hemos hablado de eso! Aunque tengas la impresión de que tu cuerpo aguanta, tu mente necesita el sueño. Tu organismo no está preparado para soportar las mismas cargas que los nuestros.

Me ha sido concedido el don de vuestra... compañía y el de una vida más larga. Hay tanto que estudiar, que experimentar... No podéis ayudarme con eso —no quiso sonar decepcionado— y lo acepto, pero tengo la suerte de vivir en la ciudad donde se reúnen los mejores artistas e intelectuales, y la oportunidad de intercambiar impresiones con ellos. No me reprocharéis que quiera aprovechar todo el tiempo que me sea posible.

Dame tu palabra de que esta noche dormirás.

Los otros dos miembros del trío de observadores siguieron a sus respectivos juegos de triángulos purpúreos y se acercaron a la mesa. El entusiasmo con el que les dio la bienvenida no pasó desapercibido para Neudan; tampoco el habitual interés burlón de Navekhen y la indiferencia de Draadan.

Una estampa de los más corriente: nuestro hermoso amigo, rodeado de campos de papel y ríos de tinta —proclamó el segundo—. ¿Tienes algo interesante para mí?

¡Mecanismos de elevación! Cómo obtener la máxima eficacia con el mínimo espacio, considerando que...

Ugh, detente, detente... Cuerdas y armazones, ¿no? No sé si querrías saber el único uso que yo les daría a tales implementos. —Frunció el ceño ante el galimatías que era su escritura, especular y en un toscano poco refinado—. Por la pirámide, a esto le falta poco para ser un idioma por derecho propio. Bueno, tengo que decir que las figuras están muy bien dibujadas. Con mucho detalle, sí. Bonitas pol...

Hemos de revisar cada hoja que salga de tus manos. No entregues ni destruyas ninguna hasta que haya pasado por nosotros, recuérdalo —fue la seca contribución de Draadan.

Está todo ahí —respondió Leonardo, desvanecido su regocijo inicial—, a menos que alguna haya caído al suelo. —Al instante, una algarabía de gritos y risas llegó desde el exterior. Como el ruido no cesaba, decidió averiguar qué ocurría—. Voy a pedirles que se calmen. Si queréis empezar la revisión...

El supervisor ya le daba la espalda y emprendía la tarea de analizar minuciosamente cada papel. Algo cohibido, el artista abrió la puerta y salió al corredor.

Podrías mostrar, por una vez en tu vida, algo de amabilidad —siseó Neudan, llamado a defender al florentino a pesar de la punzada de despecho—. Podrías valorarlo en su justa medida. ¿Has visto la complejidad de sus investigaciones? No negarás que su inteligencia descuella sobre la de la gran mayoría.

Muchas de estas notas están tomadas de las teorías de otros. Algunos estudios sobre poleas están basados en los de Giotto y Brunelleschi, los de óptica los aprendió de su maestro, y los de...

¡Maldita sea, Draadan, admítelo! También ha hecho estudios sobre materias de las que no ha leído.

¿Y cómo sabes que esas habilidades no las potenció el Primer Ingeniero? Por lo demás, es lógico que haga algunas deducciones sagaces basadas en la observación, aunque ya llegaran a ellas otros antes que él. Diferentes hombres en diferentes momentos pueden llegar a idénticos resultados, es la naturaleza humana.

O tal vez el Primer Ingeniero comprendió que poseía cualidades únicas y eres tú el que no lo entiende.

Dudo mucho que el Primer Ingeniero comprendiera al Primer Ingeniero mismo, a tenor de sus acciones de los últimos tiempos.

Nuestro querido Draadan es un cínico, igual que lo fue Pitágoras, pero tiene toda la razón, ¿ves? Diferentes hombres en diferentes momentos llegan a las mismas conclusiones —intervino Navekhen desde la puerta, sugiriendo que tanto Eal como Neudan se habían sentido atraídos por Leonardo, cada uno por sus propios motivos—. Y ahora callaos, intento enterarme de lo que hablan ahí fuera. Al parecer, nuestro pequeño amigo está recibiendo una invitación para salir mañana.

No debería salir —se preocupó el más joven—, lleva días sin dormir.

¿Y cuántos lleva sin hacer una escapada y divertirse? Dormirá esta noche, pero mañana tendría que aprovechar su oportunidad. Y nosotros, la nuestra; el Vértice nos ha concedido la venia para relacionarnos con los nativos, ¿no? Pues comencemos a usarla.

Los otros lo miraron.







Leonardo Tornabuoni era un joven espigado, siempre pulcro en sus habituales atuendos de color negro, que también se contaba entre los miembros del taller de Verrocchio. Puesto que pertenecía a una de las familias más distinguidas de Florencia, emparentada con los Medici, tenía una conciencia muy clara de su posición social y, aunque no era precisamente modesto, sostenía una relación cordial con su tocayo de Vinci, cuya apostura, carácter y talento apreciaba. Al día siguiente planeaba acudir con algunos amigos a un espectáculo teatral —una farsa romántica, o algo por el estilo— y pretendía que Leonardo los acompañase, pretextando que no habría más ocasiones de ver la obra. Aunque el artista no era desagradecido, se resistía a abandonar a la mitad los proyectos que lo obsesionaban. Con todo, su encanto característico a la hora de presentar excusas no estaba dando frutos: Il Teri, como llamaban a Tornabuoni, lo venía siguiendo hasta su estudio.

Vamos, Leonardo —insistía con tenacidad—, hace semanas que no te dejas ver en público, así te vas a convertir en un auténtico ermitaño. Después os llevaré a tu taberna favorita y probaremos una excelente partida de vino de Montepulciano. ¿Qué me dices?

Te lo agradezco, de verdad, el problema es que estoy en medio de algo complicado. —Al entrar, se percató de que los tres visitantes se alzaban, muy rectos y compuestos, junto a la mesa. No se preocupó por su perseguidor, pues sabía que no sería capaz de verlos—. Tengo, además, un cuadro que entregar, y el maestro va a perder la paciencia.

Oh, no sabía que recibieras visitantes. Señores...

Da Vinci se quedó petrificado ante aquella flagrante violación de las normas. ¡Tornabuoni los veía! Si era involuntario, significaría que fallaban sus mecanismos de ocultación. Si era intencionado... El sonriente Navekhen inclinó la cabeza hacia el compañero de su protegido y tomó la palabra, con su particular acento al pronunciar las frases en toscano.

Saludos, joven señor. Por vuestro porte observo que sois de respetable familia. Leonardo, ¿a quién tengo el honor de dirigirme?

Ah... eh... —balbuceó el aludido cuando recuperó el uso de sus cuerdas vocales—. Sí, este es mi apreciado colega, Leonardo Tornabuoni; Leonardo, ellos son... —se exprimió el cerebro para improvisar algo plausible que lo ayudara a salir del paso— tres comerciantes... españoles recién llegados a Florencia desde... Siena, que han tenido a bien distinguirme con un encargo. Te presento a... Daniele —señaló a Draadan—, Nestore —siguió con Neudan— y Narciso —concluyó, refiriéndose a Navekhen. Se solía usar la versión local de los nombres extranjeros para facilitar el trato.

Es un placer. —Tornabuoni devolvió la reverencia, en apariencia muy satisfecho de lo que veía—. Domináis bien nuestra lengua, señor Narciso.

Favor que vos me hacéis. En Siena —miró de reojo al creador de la sarta de embustes— nos familiarizamos con vuestro bello y musical idioma. Aquella ciudad no es una mala base de operaciones, pero si queríamos arte en el que invertir nuestro oro, no podíamos sino venir a Florencia, ¿no tengo razón?

La tenéis, señor —convino con entusiasmo el joven, al que la palabra oro siempre ponía de muy buen humor—. Este taller es el mejor, no os arrepentiréis.

Posee su fama, como hemos comprobado en el escaso tiempo que llevamos aquí. Lo que no hemos investigado a fondo son las posibilidades de ocio que ofrece. ¿Vos nos haríais, quizá, algunas recomendaciones?

Pues... ¡por supuesto! De hecho, le decía a Leonardo que mañana no ha de perderse un magnífico espectáculo. ¿Les interesa el teatro?







Los tres falsos comerciantes españoles aceptaron la invitación sin hacerse de rogar. Cuando la figura de negro hubo abandonado la estancia, Navekhen se volvió hacia el asombrado Leonardo, sus ojos brillando con malicia.

De todos los nombres con los que podrías haberme bautizado... ¿Narciso?

Fue el primero que me acudió a la mente.

Claro, claro. Considerando que me costó años conseguir que me tutearas, es escandaloso lo fácil que te resulta ahora burlarte de mí. ¿Vanidoso? ¿Enamorado de mi propia imagen?

Yo... ¡eso no es relevante! —Eludió las risitas del otro—. Lo que quisiera saber es por qué os habéis vuelto visibles y sociables. Todo este tiempo esquivando a la gente y, ahora, ¿vais a mezclaros con ellos? ¿O acaso Tornabuoni está relacionado con esta historia?

La observación en tercera persona no nos ha conducido a nada. ¿Por qué no tomar parte activa en tu entorno? Hablando de historias, bastante plausible la que inventaste, mi querido amigo; nos servirá de trasfondo y nos dará una excusa para visitarte. Y no te preocupes, nuestros disfraces serán perfectos y engañarán todas las miradas.

Leonardo rozó con las yemas de los dedos el antebrazo de Draadan, quien lo retiró, veloz como un resorte. El artista comentó, esforzándose para que no fuera evidente su desencanto:

Serán perfectos a la vista, aunque no al tacto. Es conveniente que os consiga ropas adecuadas.

Buena idea —opinó Neudan, antes de que Draadan soltase que prescindir del uniforme no era reglamentario.

También fingió que no había captado el gesto del artista al tocar a su compañero. Y que no compartía su desilusión al sentirse ignorado.







***







La pieza teatral ofreció lo que la mayoría esperaba, entretenimiento sin pretensiones. Acudieron los dos miembros del taller de Verrocchio y algunos amigos más: Bartolomeo di Pasquino, Cornelio Fulgi, Baccino... y tres pretendidos extranjeros a los que su rubio protegido había vestido con llamativas ropas a la moda. Al salir del recinto se emprendió una acalorada discusión entre quienes habían disfrutado el espectáculo y quienes lo habían hallado mediocre, y sus voces se elevaron todo lo que cabría esperarse de un grupo de muchachos cuya noche de parranda apenas hubiese empezado.

Al menos se consiguió unanimidad de opiniones favorables respecto al vino prometido por Tornabuoni. La taberna se encontraba cerca del barrio de La Santa Croce, donde vivían la mayoría de los integrantes del grupo. Vencidos sus tremendos nervios iniciales, Leonardo se permitió relajarse, sorprendido de que nadie notara nada extraño en ellos. Bien, había que reconocer que Navekhen, alias Narciso, poseía el don de la palabra y sabía mezclarse en aquel ambiente. Neudan, muchísimo menos experto e infinitamente más tímido, se contentaba con sonreír cuando convenía y permanecer callado la mayor parte del tiempo. Y en cuanto a Draadan... A la alta figura de ojos de ámbar no le importaba demasiado parecer huraña. El artista a duras penas podía apartar la vista de él, sobre todo durante los momentos en los que condescendía a desnudar su rostro. El jubón verde que le había elegido resaltaba los destellos broncíneos de su pelo; la blancura de la camisa y el color de sus calzas y de sus medias completaban un cuadro de delicadas tonalidades nunca vistas sobre aquel cuerpo que siempre vestía de negro. De hecho, el supervisor había exigido en un principio que su atuendo fuese uniforme y oscuro, hasta que el florentino pudo convencerlo de que no había localizado prendas de su tamaño con tan poca antelación, y que debía conformarse con lo que llevaba. Leonardo ignoraba si utilizaba su ciencia para engañar la percepción de los demás, como hacía para ocultar sus gafas, pero poco le importaba: él disfrutaba el cuadro con toda su riqueza de matices. Y era tan... tan...

¿Qué era lo que lo seducía de Draadan, en realidad? ¿Su belleza y su atractivo bastaban para despertar en él esa fascinación? Habría sido absurdo afirmar que era su carácter hosco y taciturno el que lo hacía. En cuanto a su innegable inteligencia, no se dignaba a compartirla con él, ni dialogando, ni respondiendo a sus preguntas. El joven tenía muy claro que lo despreciaba, ya fuera a causa de sus pocos años o de su naturaleza, y siempre mantenía las distancias. Por más que quisiera demostrar sus méritos, sus esfuerzos chocaban sin cesar contra un muro impenetrable.

No dejaba de repetirse todo eso a sí mismo, con la esperanza de poder imitarlo y alejarse. La esperanza de perder la esperanza...

Las grandes cantidades de vino de Montepulciano achisparon muy pronto a la cuadrilla de florentinos, que empezaron a reír, a charlar a grandes voces y a lanzar requiebros a la tabernera. Uno de ellos le preguntó si no tendría alguna amiguita a la que presentarles. Otro, más osado o más borracho, añadió la coletilla «o un amiguito». Tornabuoni se burló y proclamó que era absurdo aspirar a buscar mejor compañía masculina, dado que la mesa a la que estaban sentados ya albergaba la mayor reunión de hombres apuestos de toda Florencia.

Un jovencito que acababa de entrar se acercó a él, le pasó el brazo por los hombros y le pidió que lo invitase a probar el vino. Era Jacopo Saltarelli, un aprendiz de orfebre al que el amigo Bartolomeo conocía bien, pues tenía la misma profesión que él. En realidad, casi todos lo habían tratado en mayor o menor medida. También los dos Leonardos; el chico era guapo y desinhibido, y alguna vez había servido de modelo en el taller de Verrocchio. Era un secreto a voces que coleccionaba amantes, y que estos no eran precisamente del género femenino.

Ya fuera desinhibición o mera desvergüenza, Jacopo miró al altísimo extranjero callado y a sus dos camaradas, tomó la copa de Tornabuoni, sin esperar a ser invitado, y la vació de un trago. Luego se inclinó y le gritó al oído que él conocía un sitio estupendo para pasar el resto de la velada si se animaban a seguirlo. El organizador de las diversiones se sonrió de oreja a oreja y ordenó a su séquito que los siguieran.

No fueron muy lejos. El aprendiz de orfebre los guió ante una puertecita en un callejón, a tres o cuatro calles de distancia. Estaba oscuro y, aunque a primera vista parecía una taberna más, los florentinos sabían que, en realidad, la principal actividad que hacía cambiar el dinero de manos allí dentro era la prostitución. Muchos jóvenes lo preferían antes que los burdeles, porque otro tipo de profesionales prestaban sus servicios, aparte de las prostitutas. Si de día era común acercarse a los baños públicos para esos menesteres, de noche se agradecía una buena cantidad de alcohol para acompañar al ritual de encontrar pareja... por un rato.

Había mesas con bancos y asientos cómodos. Algunas chicas las servían con desparpajo y se sentaban después junto a sus clientes, o en sus regazos, y a veces se esfumaban por un pasillo al fondo del local. También se paseaban jovencitos. Abordaban a parroquianos escogidos, igual que lo había hecho Jacopo Saltarelli con ellos, y les pedían que los invitaran. Si aceptaban, el encuentro solía desembocar en una de esas salidas discretas.

Aun habiendo bebido una cantidad considerable —su organismo requería muchísimo más alcohol que antes para intoxicarse—, Leonardo no estaba lo suficientemente achispado para evitar sentirse nervioso al acudir con sus invitados especiales a un establecimiento así. En cuanto se desperdigaron por las mesas, intentó poner remedio a la situación con una enorme jarra de vino. Se esforzó entonces para recordar su última noche de intimidad. Nada, no podía hacerlo. Desde que ellos irrumpieran en su vida, la sensación de tener unos ojos invisibles siguiéndolo a todas partes le impedía abandonar la compostura. Pero ¿qué estaba haciendo? Era joven y se sabía deseable. Las mujeres, y muchos hombres, se giraban a su paso, e incluso Cornelio Fulgi y ese muchachito, Saltarelli, lo miraban como a algo bueno para comer. ¿Acaso el pudor lo haría renunciar para siempre a ciertos... placeres? Por más que amara su trabajo y sus estudios, la soledad siempre acechaba al final de la jornada. ¿No merecía el derecho a gozar de la compañía? Su atención retornó al hombre de facciones y modales esculpidos en piedra. Aceptó que no se trataba en exclusiva de pudor; que esa no era, siquiera, la principal causa.

Draadan...




Neudan mostraba la expresión tímida y magnetizada del que está envuelto en algo ilegítimo y no puede dejar de mirar. Y no era para menos, porque pisaba terreno desconocido en todos los sentidos: a sus pocos años de vida consciente se sumaba la tendencia del resto de la tripulación a rehuir su trato, con lo que aún no había tomado parte en relación alguna. Navekhen, sentado entre él y el supervisor, lo abordó con malicia.

Vaya, Neudan-me... Nestore —se corrigió—, olvidaba que este es tu primer contacto con los otros terráqueos y que estás por estrenar. Pues has venido al lugar idóneo para ello, si me permites decírtelo.

¡Navekhen-dabb! —se escandalizó él—. Eso que propones es... es...

Narciso, llámame Narciso, recuerda dónde estamos. No sugiero nada descabellado. Tu cuerpo es joven y tiene necesidades, ¿qué hay de malo en procurárselas? Te haría yo mismo el favor si mis gustos no se inclinasen por la experiencia, ya sabes. Además, nuestro supervisor aquí presente, asimismo conocido como Daniele, no lo aprobaría. Para ciertos individuos tediosos, la actividad sexual enrarece las relaciones entre colegas.

El asunto de tu promiscuidad sí que es un tema tedioso —masculló Draadan, disuadiendo a una posible admiradora con una simple advertencia visual.

Tú tampoco eres quién para hablar, apuesto a que tu último revolcón te lo diste la pasada era geológica. Si requieres bases legítimas para apoyarte, te recuerdo que nuestro estimado Primer Biólogo en persona estableció directrices saludables sobre la alimentación, las horas de sueño y el sexo.

No necesito consejos sobre tales cosas. Y no estamos aquí para divertirnos, sino para cumplir una misión.

De acuerdo, no me escuchéis ninguno de los dos, par de cabezotas, pero estoy en lo cierto. ¿Qué mejor oportunidad de... interactuar? ¿Quién sabe cuánto tiempo nos tiraremos aquí? ¿Vais a estar de servicio todo el rato?

Revoloteó en busca de más bebida. Neudan tragó saliva y espió la mesa contigua, en la que Leonardo vaciaba su enésima copa. El vino se le debía haber subido al fin a la cabeza, pues sus mejillas estaban rojas y sus ojos celestes no enfocaban con propiedad. Aspiró hondo, se levantó y se colocó a su costado. Su mano se aventuró sobre su hombro.

¿Te diviertes? —le preguntó al oído. Batalló contra su embarazo hasta que se atrevió a pedir—: Yo... ¿te gustaría ir a un sitio más privado y...?

Me divierto más que Draadan, sí. Eso, seguro —lo interrumpió el bebido artista, ignorando, en apariencia, sus palabras—. Siempre tan compuesto, como si nada fuera con él y nada le importase. Como si no me viera.

¿Leonardo? —Neudan se quedó rígido—. ¿Te sientes bien? Quizá hayas tomado más vino de la cuenta. Déjame acompañarte a...

Pues ahora me va a ver.

El rubio se sacudió la mano sin pensar, terminó su jarra y se tambaleó hasta su objetivo. El supervisor torció el cuello hacia la figura que tan pegada a él se había sentado y la observó con una mezcla de indignación y curiosidad.

Y bien, Dra... Daniele —comenzó el florentino—, ¿qué opinión te merecen nuestros lupanares? Supongo que el entretenimiento que ofrecemos aquí abajo tiene que ser limitado para vosotros. No obstante, también tendréis que divertiros de tanto en tanto, ¿no? Y este es un lugar igual de bueno que cualquier otro. —El aludido no contestó. Leonardo se aproximó otro poco y rozó su muslo—. Tienes razón, es vulgar y puede que sórdido. Es solo que eres muy... distante y no sé cómo abordarte. ¿No hay día que dejes esas gafas en tu navío y contemples el mundo directamente con tus ojos, con esos ojos tan excepcionales?

Apestas a alcohol.

El comentario, seco como una bofetada, lo hizo retroceder. Con todo, la osadía que le brindaba el vino no se diluyó por completo.

¿Acaso he hecho algo que te ofendiera? Mi único interés, después de tantos años, es que seamos amigos.

¿Amigos? No veo por qué. De hecho, una proximidad excesiva empañaría mi juicio. Te sugiero que no te acerques tanto. Hasta ahora te has conducido con sentido común, más, incluso, que algunos de mis camaradas. Atribuiré tu irracionalidad a la borrachera.

Cambió de sitio, dejando a Leonardo confuso, herido y aislado. Lo último, al menos, no duró mucho; Cornelio Fulgi tomó el lugar del ausente y le lanzó otra de sus miradas hambrientas.

Ese español es muy bien parecido pero muy estirado, Leonardo —le dijo—. Esta es la primera oportunidad que tengo de hablarte cara a cara. Cada vez que hemos coincidido en una taberna siempre has estado rodeado de gente y nunca me has dado pie para hacerlo. Anda, toma otro vaso y bebe conmigo o, si lo prefieres, caminaré contigo hasta tu casa.

¡Qué dices, Fulgi! —Saltarelli se aproximó por el otro flanco y su desvergonzado brazo ocupó el espacio vacío sobre los hombros del artista—. Nuestro Leonardo Da Vinci no se largará esta noche con extranjeros, ni con un aburrido sastre como tú. Se quedará aquí, conmigo, ¿eh? Vi cómo me echabas el ojo el otro día, en el taller. ¿A que tengo una piel perfecta? Aparte de una marquita que no notaste, y que está en un rincón muy secreto. ¿Te la enseño? —susurró, bañándole la oreja con el aliento—. Y luego te dejo que veas el resto y decidas si quieres que repita de modelo. Ven. Palabra que te va a gustar... y mucho.

Leonardo dejó que lo condujera fuera de la sala, bajo el escrutinio del enfurecido Fulgi. Y la ira de este aumentó cuando Baccino, que también era sastre, le gritó desde su mesa:

¡Eh, Cornelio, tienes cara de haberte caído de culo en un acerico! ¡Te han birlado la presa en las narices!

¡Pues claro! —Tornabuoni se unió a la chanza—. Fulgi es feo como un demonio y Jacopo ya ha hecho de angelito en más de un cuadro. ¿A quién iba a elegir mi tocayo? ¡Mala suerte, hombre! ¡Ahora te quedarás sin saber si gasta pincel o brocha gorda!

El resto de los presentes estallaron en carcajadas. Todos, menos Neudan, cuyo único interés estaba en las espaldas de Leonardo, que desaparecían por el pasillo del fondo.







El corredor era estrecho y lóbrego. Casi chocaron con una pareja que salía, ajustándose el corpiño ella, rebuscando él entre los pliegues de su cintura. En cualquier caso, era obvio que Saltarelli conocía bien el lugar, porque lo guió del brazo, sin titubear, hasta una habitación de la planta alta.

El artista no razonaba. Seguía al chico por inercia, arrastrando los pies, su cerebro perdido en la neblina del alcohol. Y del abatimiento: su primera conversación sincera con Draadan le había valido un rechazo cruel e indiferente.

Debería haberlo supuesto, pensó. Debería haber sabido que alguien que trataba así a su propio compañero no iba a ofrecerle algo mejor a un extraño. Soy un extraño, después de tantos años. Lo soy ahora y lo seré siempre. Moriré, me convertiré en polvo y para él solo seré un recuerdo insignificante o, quizá, ni eso.

En el cuarto se respiraba una atmósfera aún más sórdida que en el pasillo y las escaleras de acceso. Y no era que le importase, pues el siempre observador Leonardo se había encerrado en la penumbra de su propia mente. Al aterrizar de espaldas sobre un camastro duro y desvencijado, el cuadro gris que era el techo se convirtió en el fondo perfecto de su apatía.

Hasta que el rostro de Jacopo se cruzó en su campo de visión, y sintió sus muslos rodeándole las caderas y sus dedos forcejeando con los cierres de su ropa. La suya era una cara delicada, consideró; el rostro de un ángel, con una sonrisa perversa que desdecía ese aire seráfico. Sería placentero dejarlo hacer, quedarse allí, debajo de ese cuerpo esbelto y flexible, y dejar salir toda su frustración reprimida. Sin importarle, por una vez, si varios cientos de pares de ojos invisibles estaban fijos en él.

Suspiró, detuvo las manos que lo desvestían y las apartó con firmeza.







***







Una noche de la semana siguiente, un golpeteo a la puerta del taller de Verrocchio sobresaltó a todos sus moradores. El sirviente que acudió a abrir se dio de bruces con una escuadra de los Ufficiali di Notte, la guardia nocturna de Florencia, quienes se ocupaban de mantener la moralidad en la ciudad.

Este es el taller de Andrea del Verrocchio, ¿no? —preguntaron—. Venimos en busca de Leonardo da Vinci. A esta hora debe estar dentro, que salga ahora mismo. Es mejor que nos acompañe sin armar un escándalo.

El chico se quedó congelado en el sitio. Los hombres lo apartaron sin miramientos y se abrieron paso, formando tal estrépito que todos acudieron al vestíbulo. Andrea, nada complacido con la visita, se situó al frente del grupo y les espetó:

Yo soy Andrea, y aquí somos todos cristianos temerosos de Dios. ¿Qué habéis venido a buscar a mi casa?

Cristianos temerosos de Dios, ¿eh? —fue el sarcástico comentario del oficial al mando—. ¿Quién de vosotros es Da Vinci?

Soy yo. —La alta y rubia figura emergió tras su maestro—. No creo haber hecho nada para que...

Leonardo da Vinci, quedas arrestado como sospechoso de un crimen contra la moralidad —lo interrumpió el oficial.

¿Arrestado? ¿De qué se le acusa? —exigió saber Andrea.

No nos corresponde a nosotros leerle su lista de cargos. ¡Vamos!

El joven no se resistió, ya que sabía que empeoraría las cosas. Fue escoltado hasta la calle, no sin escuchar las promesas de su acalorado maestro, quien garantizó que se presentaría a toda prisa para arreglar lo que, sin duda, debía ser un malentendido. Cuando las siluetas se perdieron en la noche, el veterano artista apretó los puños con impotencia.

Maestro, ¿qué ha podido pasar? —preguntó su discípulo Pietro, en susurros.

¿Tú que crees? Algún bastardo malnacido ha debido depositar una denuncia anónima en uno de los tamburi.

»Y con la misma acusación de siempre. Sodomía.  







     
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