2019/01/27

DOS ERRORES






Cuando el ayuda de cámara de Lord Dunford abrió la puerta del dormitorio de su señor, esperó hallarlo inconsciente bajo una pila de mantas. Era costumbre del joven dormir hasta tarde, en especial tras haber asistido a uno de esos eventos a los que tan aficionado se había vuelto en los últimos meses. Y aquella mañana del uno de enero de 1900, con el sol oculto bajo el horizonte gris y el cansancio de la víspera por la fiesta de Año Nuevo, ¿qué mejor excusa se le ofrecía para remolonear entre las sábanas? Pero, para sorpresa del veterano sirviente, su señor se le había adelantado y observaba el crepúsculo londinense a través del humo de un cigarrillo. Después de susurrar a la doncella que encendiese la chimenea, se acercó a él y recogió con un cenicero la colilla que amenazaba con desmoronarse.
Buenos días, señor. Ha madrugado usted mucho.
Ah, Coombs, buenos días. Supongo que es todo un acontecimiento, viniendo de mí.
No tanto, señor, considerando qué fecha señalada es hoy. Dado que aún es temprano, ¿desea que le suba una taza de té antes de bajar a desayunar?
Un té estaría bien, sí.
Debería haber descansado un poco más. ¿Qué dirán todos si notan sus ojeras?
Sobre eso no puedo hacer nada. Me ha sido imposible conciliar el sueño.
Coombs llevaba toda la vida al servicio de la familia del conde de Dunford y había visto crecer a sus dos hijos, así que se sentía autorizado a tomarse libertades con su joven señor, Nigel. Tras colocar la taza y el correo al alcance de este, abrió el armario y se cercioró de que su atuendo para la mañana estuviese impecable.
¿Lo pasó bien en la fiesta de Año Nuevo, señor? —preguntó mientras disponía las prendas.
Una cantidad de alcohol muy moderada para mi gusto. Es difícil soportar a los pelmazos cuando estás sobrio. Válgame Dios, ¿qué es esta gigantesca pila de cartas?
Me he permitido purgar las felicitaciones de temporada y solo he dejado las que pensé que podrían interesarle. Ya sabe, compromisos ineludibles y amigos.
Pues menos mal; ni el secretario del Primer Ministro debe tener hoy tantos papeles pendientes en su escritorio. No estoy de humor para leer, Coombs. Espero que mis ineludibles y mis amigos sean comprensivos y aguanten un poco antes de…
Los ojos de Lord Dunford se clavaron en el remitente del sobre más grueso. Sin decir una palabra más, sopesó aquel compacto bloque de papeles y le propinó unos cuantos golpecitos con el pulgar mientras se dejaba caer en una silla. Su ceño se había ido frunciendo poco a poco. Familiarizado con sus cambios de humor, el ayuda de cámara eligió aquel momento para presentar sus disculpas y eclipsarse. El joven no reparó en su ausencia. Rasgó la solapa, extrajo unas cuantas hojas de papel fino y paseó la vista por el encabezamiento, por las curvas de aquella caligrafía que conocía tan bien como la suya propia.

Mi querido Nige:
Apuesto a que no esperabas recibir semejante testamento en el día de hoy. Tampoco confío en que lo leas. Debes tener un montón de cosas en la cabeza, cosas más importantes que prestar atención a los desvaríos de un plebeyo desvergonzado que se atreve a llamarte Nige en lugar de ofrecerte la cortesía debida. ¿Qué le vamos a hacer? Son muchos años de confianza y ya te trataba así antes, cuando eras el Honorable Nigel Dunford y no el Lord en el que ahora te has convertido. Te pido disculpas por mi ligereza al abordar el tema; ni tú ni yo lo elegimos, fue una jugarreta del destino que tu hermano James falleciera y recayesen sobre ti sus responsabilidades. Y ahora…
He estado dándole vueltas y he llegado a la conclusión de que, en el fondo, nada habría cambiado si James aún estuviese entre nosotros. Tu padre habría tomado las mismas decisiones, tú habrías acabado por obedecer, me habrías seguido tratando con suspicacia después del incidente en la Academia… Y sé que he sido yo quien te ha estado evitando durante estos meses, pero convendrás conmigo en que ha resultado lo mejor para los dos. Yo soy un simple oficial sin perspectivas recién salido de Sandhurst y tú asumirás el título de próximo conde de Dunford; ya tengo mi destino en Sudáfrica mientras que a ti te esperan cometidos más elevados en Londres. Parto en el tren de la mañana para Southampton. Allí me embarcarán en alguna lata de sardinas con flotabilidad precaria y me enviarán hasta El Cabo, donde un puñado de bóeres frenéticos ansiarán rebanarme el pescuezo. ¿Te acuerdas de aquellas noches en la Academia, cuando nos escapábamos a echar unos tragos a la taberna de las hermanas O’Reilly y planeábamos estrategias para emboscar rebeldes en la jungla? Visto ahora, lo de matar rebeldes ya no me parece tan emocionante. Me alegro de que te quedes en la ciudad, donde lo peor que puede ocurrirte es que pilles un constipado por pasear sin paraguas. Nuestros caminos no van a volver a cruzarse, y quizá por eso me animo ahora a juntar unas frases para rememorar los buenos tiempos y agradecerte la amistad que siempre me has ofrecido. Y a pedirte que me perdones.
Evidentemente no eres el responsable de mis desviaciones. Ahora bien, ¿por qué tuviste que estar siempre a mi lado? ¿Por qué me dejaste tan claro que te importaba? Todavía recuerdo mi primer día en nuestro colegio, con once años apenas cumplidos, las piernas flacas como limpiadores de pipa y la cara llena de pecas bajo unas greñas pajizas. Yo era carne de cañón de burlas, un buen ejemplar de novato que ni siquiera tenía derecho a un apellido propio porque mi hermano mayor ya había pasado por allí; era Fehler minor, el escuchimizado nieto de extranjeros de dudoso pedigrí y perspectivas sombrías que se había colado en una escuela de postín. Tú también eras minor, claro, excepto que contabas con la ventaja de tu título y el buen nombre de James para allanarte el camino. Aunque no me quejo, ya que tú, el Honorable Nigel Dunford, te adelantaste a darme la mano y te ofreciste a guiarme. Me elegiste a mí, a un don nadie, para compartir tus escondites en los pasillos de nuestra casa y en los terrenos que se extendían desde el colegio hasta el pueblo. Menudo tipo enigmático que eras, ¿eh?
Sí, confieso que me cuesta entender por qué te exponías a colocarte en el punto de mira de los veteranos. Todavía se me eriza la piel de la nuca cuando revivo las amables novatadas con las que el viejo animal de Beauchamp tenía a bien obsequiarme en su estudio; fue escaso consuelo saber que la tomaba conmigo en represalia a sus enfrentamientos con mi queridísimo hermano. O las chanzas a costa de mi apellido que Larkin, su amigo con ínfulas de filósofo barato, me lanzaba a todas horas. «¿Sabías que Fehler significa error en alemán, enano?». «Tras el error major aparece el error minor». «Tus padres no se quedaron satisfechos con el primer error, ¿no? Ve y diles que dos errores no hacen un acierto». Yo fingía que no me importaba delante de ti. Fingía a todas horas para estar a tu altura y no imponerte la compañía de un perdedor, a pesar de lo mucho que me afectaban esas palabras. Y ahora me dirás que no entiendes por qué, que eran estupideces sin importancia, que el auténtico matón era Beauchamp y Larkin un simple bocazas que le seguía la corriente. Con todo, era a ese bocazas a quien más temía, Nige. Temblaba cuando me observaba antes de soltarme una de sus ocurrencias pues tenía miedo de que pudiese ver a través de mí. Ya entonces sospechaba que debía ser un bicho raro; lo que no habría soportado por nada del mundo era que tú también lo descubrieses.
Pero no lo hiciste entonces, ¿verdad? En aquella época mis sentimientos eran muy inocentes. Sin embargo, ¡qué fácil resultaba encerrarse más y más en ti! Entre las torturas de Beauchamp y los deberes y sermones de castigo que, ineludiblemente, caían sobre mí los fines de semana, tus notitas en el borde de mi cuaderno, tus guiños cuando el profesor Cartwright se tropezaba con los bajos de sus propios pantalones, y tus señales para soplarme las fechas de la Historia Británica eran mi salvación. Y los paseos por el campo, cuando nos fugábamos durante los partidos de críquet y corríamos a la lechería a gastarnos la asignación semanal… Y las noches a la luz de la linterna, leyendo los libros picantes que habías heredado de tu hermano… Y los vodeviles que representábamos a mitad de curso, y mis pataletas porque siempre me tocaba hacer de chica, aunque en realidad no me importaba con tal de que a ti te asignaran el papel principal…
Recuerdo con nitidez una de nuestras escapadas al río. Teníamos catorce años. El cielo que había permanecido encapotado toda la mañana se abrió de repente y un sol abrasador cayó a plomo sobre nuestras cabezas, haciendo salir a cada pájaro y anfibio de los alrededores. «Es como llevar un mechero Bunsen en la coronilla y otro debajo del culo, Raymond. ¿Nos remojamos?». Eso me dijiste. Y a mi protesta de que hacía demasiado calor para ir a por el traje de baño respondiste pateando tu ropa en todas direcciones y lanzándote al agua en bomba. Me salpicaste de arriba abajo y me amenazaste con una rociada más seria si no te seguía.
Después de años de bañarnos juntos ya no esperaba destapar nuevos secretos entre nosotros. Pero aquella tarde de verano, al verte tendido sobre la hierba con la mano sobre los ojos mientras el sol te secaba la piel desnuda, al distinguir la curva de tu sonrisa adormilada… Aquella tarde todo cambió para mí. Comprendí que quería tumbarme pegado a tu costado, tocarte, deslizar los dedos sobre tus pestañas húmedas y a lo largo de tus labios. Fui consciente por primera vez del monstruo que llevaba dentro.
Si has leído hasta aquí sin sentir arcadas confío en que continuarás hasta el final. Tú sabes que mantuve bien oculto ese monstruo hasta nuestro último curso. Contuve los ojos, la lengua, incluso los pensamientos. Me violenté de formas que no te imaginas para no hacer pedazos nuestra amistad. Cuando volvimos a reunirnos en Sandhurst para convertirnos en oficiales y caballeros ya estaba resignado a seguir así para siempre, te doy mi palabra; a que ambos recibiríamos algún destino honroso, brillaríamos en el frente y regresaríamos con cierta aura de valentía para casarnos con alguna joven de buena familia y darle unos cuantos hijos al imperio. ¿No fui un hombre cabal durante los primeros ciclos de instrucción? Sabes que sí, lo sabes, maldita sea. La culpa de que todo se fuera al infierno la tuvieron la enfermedad de James y aquel inoportuno encontronazo con el último tipo al que habría deseado volver a ver: Larkin.
Y de nuevo te responsabilizo a ti por mi propio pecado, a ti y al pobre James… Santo Dios, te concedo todo el derecho del mundo a maldecirme. Lo cierto es que, al ver a aquel recordatorio de mis viejos temores, la necesidad de recuperar mi máscara fue tan fuerte que no pude concentrarme en nada más que en aparentar indiferencia. Y en tragar cerveza tras cerveza. Pero Larkin se comportó como el desgraciado suspicaz que era; un desgraciado resentido por no haber superado los exámenes de ingreso a ninguna academia militar en tanto que yo, un crío durante su periodo de gloria en la escuela, había crecido más que él y era cadete de Sandhurst. «Apuesto a que te han admitido en la Academia por error. Ah, espera, ¿no era ese tu apellido? ¿O es tu táctica de seguir a Dunford a todos lados, igual que un perro faldero, lo que te funciona? ¿Sigues mirándolo fijamente cuando te crees que no se da cuenta? Eh, Dunford, ¿no te pone nervioso tanto afecto? ¿Te agrada ser el héroe adorado de este tipo?».
Sé muy bien que le tapé la boca con un puñetazo, aunque apenas recuerdo ese detalle; lo que nunca olvidaré es tu expresión indescifrable al oír las puñaladas que me lanzaba. En aquel instante mi único anhelo era acallar a ese bastardo y alejarme cuanto antes de allí. Pretender huir de ti, por otro lado, era algo bien distinto. Ojalá no me hubieras seguido, ni me hubieras preguntado qué quería decir con aquello, ni hubieses intentado sujetarme. Estaba convencido de que iban a expulsarme por salir a beber y por empezar una pelea. Tenía miedo de que abandonases la Academia a causa de la enfermedad de tu hermano, de que me abandonases. Estaba ebrio y dolido y desesperado. Y por eso lo hice, por eso me revolví y te besé de una manera que debe estar reservada a quienes amamos. Porque ya te había perdido.
Tu silencio estupefacto me dijo cuanto necesitaba saber. Si he de ser sincero, me asombra que no me golpeases para apartarme, sino que te limitases a mirarme como si fuera una aparición o un pobre loco. ¿Me odiabas? ¿Me compadecías? Ah, ¿por qué me ha sido siempre tan difícil adivinar lo que piensas? En fin, imagino que culpabas a mi borrachera. Todo ese tiempo, el hombre noble y generoso que es Nigel Dunford habrá estado achacando mi vileza al alcohol y esforzándose por contactar conmigo para pedirme una explicación sencilla. El problema era que no la había, no la que tú esperabas y merecías. Te rehuí lo mejor que pude entonces, asombrado de que Larkin no hubiera abierto la boca, hasta que James falleció y tú te marchaste a petición de tu padre. Su nuevo heredero no iba a ser enviado al frente para que lo matasen. Qué alivio sentí, Nige. Fue como si me arrancasen el corazón. Qué alivio.
La pura realidad es que Larkin tenía razón: soy el mayor error con el que has tenido la mala suerte de toparte. Un amigo no debería querer a otro de esta forma enfermiza. Si te juro que he hecho cuanto ha estado en mi mano para sofocar el sentimiento, ¿me perdonarás? ¿Rogarás por mi alma? Después de todo, este día tan especial para ti será el comienzo de una nueva vida digna de un futuro conde, y a mí no tendrás que volver a verme. No cuento con regresar de Sudáfrica. Me redimiré lo mejor que pueda ganándome una condecoración antes de caer, una que valga por los dos.
Te deseo toda la felicidad que mereces en este flamante 1900.
Tuyo a pesar de mí mismo,
Raymond

El joven Lord Dunford permaneció mudo durante un largo rato, su rostro una hoja en blanco en la que no se movía músculo alguno. De súbito, en un estallido de ímpetu, hizo sonar la campanilla y eligió un traje cualquiera del armario sin aguardar la llegada de su ayuda de cámara. Cuando este asomó y sorprendió a su señor vestido a medias, sus cejas pintaron una mueca de perplejidad.
Señor, ¿qué está...?
Coombs, haga que preparen el coche. No, no hay tiempo para eso; pare uno en la calle.
Pero señor, usted lo ha dicho, no hay tiempo para eso. ¿Acaso olvida que va a...?
¡Rápido!
Había empezado a llover. Dunford agradeció el contundente sonido de las gotas de lluvia mientras atravesaba a toda velocidad las calles de Londres; de alguna manera, el estruendo le ahorraba tener que meditar sobre sus actos. Ante la estación de Waterloo arrojó un soberano al estupefacto cochero y corrió hacia los andenes, olvidándose el paraguas en el asiento. No mostró sus mejores modales al preguntar a un inocente mozo de equipajes cuál era el tren que partía a Southampton, ni le fue fácil localizarlo entre los corrillos de viajeros, el ruido de las calderas y el humo. Para cuando alcanzó la vía correcta, la larga hilera de vagones ya estaba a punto de echar a rodar hacia su destino, pero eso no lo amilanó. Recorrió las ventanillas y se asomó a los compartimentos uno tras otro. A mitad de su inspección hubo de apretar aún más el paso, apremiado por el silbido de la locomotora. Fue entonces cuando distinguió una figura familiar al otro lado de la ventanilla, un oficial envuelto en su capote que observaba el exterior con expresión concentrada, como si quisiera empaparse bien de sus últimas imágenes de la civilización. El joven lo reconoció; atónito, se acercó al cristal.
Era demasiado tarde para hablar. Se limitaron a interrogarse con la mirada hasta que el tren arrancó y Dunford se vio forzado a seguirlo a pie hacia el exterior, exponiéndose al aguacero que ahogaba la ciudad. Allí permaneció mientras los vagones de cola pasaban a su lado y el rostro del joven oficial se desdibujaba irremisiblemente, convertido en un borrón en la distancia.



El aspecto de Lord Dunford al regresar a casa era tan lamentable —un hombre taciturno dejando una estela de agua tras de sí— que Coombs contuvo sus reproches y se contentó con apremiarlo para adecentarse. Para desmayo del ayuda de cámara, escasa fue la colaboración de su señor durante la tarea. Lo único que hacía era lanzar miradas impasibles a cuanto lo rodeaba: al traje de gala del perchero, con el cual habría de contraer matrimonio en poco más de una hora con la hija de un armador estadounidense; a la pila de cartas de la bandeja, sobre la que descansaba un sobre abierto con varias hojas; a la ventana, marco de un monótono paisaje de lluvia y cielo plomizo. Los pensamientos del noble, mucho más vigorosos que sus emociones, atravesaron por un momento la muralla de vidrio y retornaron a la estación de Waterloo.
El Nigel Dunford que había dejado atrás al Lord se vio de pie bajo el temporal, con la ventanilla del tren tan próxima que podía tocarla si estiraba la mano. Raymond estaba al otro lado, inmóvil, sus ojos pendientes de un gesto, de una frase que nunca llegaría a escucharse. Desdeñando el pobre desenlace de la escena, la imaginación de Dunford visualizó la figura de su amigo de la infancia levantándose para abandonar el compartimento desierto y bajar los escalones del vagón. Estaban solos bajo el aguacero, a salvo de espías inoportunos en tanto las nubes de Londres se vaciaban sobre sus cabezas. Raymond lo enfrentaba con una expresión confusa en sus familiares facciones. Familiares... No, ese Raymond ya no era el del colegio. Los hombros se le habían ensanchado y los rasgos se le habían afilado. Los ojos, los labios, eran los de un adulto.
Él terminaba de cubrir la distancia entre ambos y lo besaba. El beso no sabía a alcohol ni a rabia, como aquel día fuera de la Academia, sino a lluvia, a curiosidad, a compleción. Sabía al sol del verano tras un largo baño en el río, a música de vodevil y a pasos de baile improvisados sobre la tarima de un salón de estudios. Sabía al Raymond de verdad, suyo a pesar de sí mismo.
Sus aventureros pensamientos los transportaron entonces a algún lugar en el futuro. Raymond había sido licenciado del servicio activo con honores, él era miembro del Parlamento. A plena luz se exhibían tras dos fachadas de reputaciones intachables; al final de la jornada se reunían en un pequeño apartamento en el East End y perdían esa máscara de la que Raymond había hablado en su carta: se sentaban juntos en el sofá, comentaban el periódico o la última obra de teatro, escuchaban un disco en el gramófono. Echaban las cortinas, se besaban, recorrían con los labios rincones de sus cuerpos que la ropa había cubierto hasta entonces...
Lord Dunford recuperó los sentidos y apretó los puños con impotencia. Raymond tenía razón, todo aquello era un gigantesco error, uno que su mundo no perdonaba y que tarde o temprano los arrastraría al arrepentimiento. Estaba seguro, sin embargo, de que no era el único que iba a cometer en breve. Su atención volvió al traje de gala, heraldo del segundo gran error de su vida. Honor y deber contra la felicidad que le traería el primero...
¿No cree que el uno de enero es una fecha rara para una boda? —preguntó. Su voz sonaba un poco ronca—. Mi padre ha demostrado una extraordinaria rapidez para disponerlo todo. Quizá ha sido un tanto... apresurado.
Su padre lo ha hecho para afianzar su posición —explicó Coombs, ocultando su asombro por el espontáneo brote de franqueza—. No se preocupe; aunque le parezca un cambio brusco, se adaptará con naturalidad.
¿Usted cree...? ¿Usted cree que hay manera de que dos errores puedan hacer un acierto?
Coombs siguió la dirección de las pupilas de su señor, detenidas en el sobre abierto, y luego meditó sobre el traje empapado que la doncella acababa de llevarse. Era un empleado discreto y prudente; sabía que no era su papel inmiscuirse en los asuntos privados del próximo conde. Con todo, era asimismo un hombre leal que lo había acompañado desde la cuna y sentía por él la clase de afecto que su respetable padre, atado por muchos otros deberes, no podía permitirse ofrecerle. Ahogó un suspiro.
Mi madre defendía esa idea, sí —concedió—. Por supuesto, solía usarla en referencia a la simetría de los peinados de las damas más que a otra cosa, si bien opino que estaba en lo cierto. El día a día es una dura sucesión de decisiones importantes y de grandes responsabilidades. Es inevitable equivocarnos y hemos de estar preparados para asumir las consecuencias. Dicho esto, a veces debe permitírsenos tapar un error con otro cuando el perjuicio ocasionado sea menor que sufrir la franqueza, señor. Porque todos nos merecemos siquiera un poco de felicidad en nuestras vidas.
Lord Dunford consideró estas palabras en silencio mientras el ayuda de cámara pasaba revista a su atuendo y le daba el visto bueno. Fuera ya esperaba el carruaje que lo conduciría a la casa familiar, y de ahí a la iglesia. No se detuvo a mirarse al espejo. Tras pedir que retuviesen al cochero unos pocos minutos más, se sentó ante su escritorio, mojó la pluma en el tintero y escribió:

Mi querido Raymond:
Feliz año 1900 también para ti. Muchas gracias por tus buenos deseos, te prometo que me emplearé a fondo para satisfacer las expectativas de todos. No obstante, es una promesa que me será imposible cumplir si echo en falta a la persona más importante. Me evitaste cuando murió James, embarcas sin contar conmigo... Eres un pésimo amigo y te doy mi palabra de que me las pagarás cuando estés de vuelta. Porque vas a volver. Mis disculpas anticipadas si tiro de algunos hilos y descubres que esos bóeres que mencionas se ven en serios aprietos para acceder a tu pescuezo.
Te has quejado más veces en tu carta por no saber lo que pienso que en todos estos años atrás. Pues bien, te lo mostraré, aunque no en unas tristes líneas. Te contaré mi secreto cara a cara, igual que hiciste tú aquella noche antes de regresar a la Academia. Y yo no estaré borracho, sino bien sobrio.
Quizá seas mi mayor error, pero al menos lo habré elegido yo, Raymond. No deseo rogar por tu alma. Quiero que tú ruegues por la mía conmigo.
Tuyo sin pesares,
Nige

Después de sellar la pequeña misiva, se la confió a Coombs para el correo urgente. Con el corazón mucho más ligero, subió al vehículo y emprendió el corto viaje hacia la primera etapa de su destino.