—Mucho
me temo que no, Shaal-mekk. Eal no ha dado señales de vida, no se ha
producido ningún intento de contacto y, por lo que respecta a
nuestro joven Leonardo...
—Al
sujeto.
—...
al sujeto,
no hemos observado alteraciones físicas ni psicológicas y su
evolución se mantiene dentro de unos parámetros terráqueos
razonables; si por razonables
entendemos
capacidades de observación y aprendizaje extremadamente superiores a
la media, creatividad e improvisación que se salen de las tablas
y...
—No
nos interesan esas apreciaciones subjetivas, Navekhen-dabb. Además,
están adulteradas por la excesiva franqueza de Neudan al hablarle de
materias que deberían estarle vedadas. No tienes nada más que
decir.
Shaal,
el Primer Biólogo, era una figura intimidante que jamás se
molestaba en usar el tono de interrogación. Navekhen no vacilaba en
proclamar que de buena gana besuquearía sus benditos visores, porque
les permitían enviar reportes de sus actividades diarias sin
necesidad de personarse ante sus superiores en la pirámide. Por
desgracia para él, en ocasiones era imposible escapar al deber de
encontrarse, cara a cara, con aquel sujeto casi albino de glaciales
ojos grises.
Draadan,
por su parte, nunca se dejaba intimidar por nada; o, al menos, sabía
disimularlo a la perfección.
—Carecemos
de informes relativos al sujeto —dijo, con voz inexpresiva—.
Hemos dedicado algún tiempo a observar a nuestro objetivo
primario...
—Que
ahora es secundario —lo interrumpió Shaal—. ¿Usáis en todo
momento mecanismos de ocultación?
—Tal
y como ordena el Vértice, sí.
—Aprovecho
para atreverme a sugerir —aportó un osado Navekhen— que quizá
haya llegado la hora de interactuar con los lugareños.
La
política de mera observación no da muchos frutos, y...
—Te
atreves a cuestionar las decisiones del Vértice.
—¡No,
no, no, Shaal-mekk! ¡La pirámide me libre! Yo solo dejaba caer que
es una pequeñísima posibilidad a tener en cuenta. —Juntó mucho
el pulgar y el índice de la mano derecha. Una sonrisa exagerada
sesgó su rostro—. Ya sabes que Draadan es la encarnación de la
discreción y yo, modestia aparte, poseo un amplio conocimiento de la
psicología humana.
—Evitas
mencionar a Neudan adrede. Eso debe significar que no lo juzgas
cualificado para tus propios planes extravagantes.
—Yo
no diría eso. Ha adquirido mucha madurez, considerando nuestra nula
experiencia en reeducar a uno de los nuestros desde cero.
—Yo
sí lo diría —intervino el cortante Draadan—. Es irreflexivo e
irracional, y el contacto con los terráqueos despierta en él una
parcialidad hacia ellos poco conveniente. Pero contar con su
presencia es un mal necesario, debido a su implicación con Eal.
El
Primer Biólogo taladró al supervisor con la mirada que más duelos
había vencido en la nave. Ese no lo ganó.
—El
Vértice no aprueba la interactuación con los lugareños, como
Navekhen la llama. Incrementa el riesgo de ser descubiertos por los
otros.
Ahora bien, dado que no estáis obteniendo resultados, me plantearé
sugerirle un cambio de táctica. En cuanto a vuestro compañero, se
le prohibirá que contamine el desarrollo intelectual del sujeto
compartiendo cualquier tipo de conocimiento. Podéis retiraros.
La
orden fue acatada de inmediato, y con sumo placer, por los dos
tripulantes. El moreno de ojos azul marino, en concreto, respiró
aliviado cuando se halló de vuelta en las calles de Florencia, lejos
de su superior. Por frío que Draadan pudiese llegar a ser, él había
aprendido a lidiar con su hosco amigo. Sabía cómo excavar hasta las
regiones razonablemente templadas de su carácter.
El
problema con el Primer Biólogo era que todas sus capas parecían ser
de escarcha.
—«Poseo
un conocimiento sistemático de la psicología humana» —lo imitó
el primero, con un tono que ni siquiera pretendía ser burlón—.
Pues qué mal se te da usarlo con Shaal.
—Primero
habría que aclarar si ese tipo es humano —refunfuñó Navekhen,
tras toquetear su visor y esquivar a un cargado aprendiz de panadero
que se cruzaba en su camino y, por supuesto, no podía verlo—. Aún
no sé quién lo ha nombrado portavoz del Vértice. ¿Te has fijado
en la manera que tiene de evitar a Neudan? En mi humilde opinión,
nunca soportó que uno de sus dos acólitos se metiese en los
pantalones del Primer Ingeniero. Aunque, claro, a ti eso no podría
importarte menos, con lo parcial que eres en la historia. No lo has
tragado desde que Eal le hizo su jugarreta. Quisiera que me contaras
de una buena vez por qué te ensañas tanto con el pobre chico, cuyo
único pecadillo...
—Deberías
cerrar la boca. —Se abstuvo de dar más explicaciones. Navekhen
sabía que todas sus actividades y conversaciones eran monitorizadas
en el piramidión
por los vigías, filtradas y transmitidas a sus superiores. Draadan
no entendía esas repentinas explosiones de excesiva franqueza que
cualquier día le harían ganarse una fenomenal reprimenda, o algo
mucho peor.
—¿Por
qué? Oh, ¿lo dices por los espías?
Tranquilo, he pedido a los vigías que nos concedan privacidad,
podemos insultar a quienes queram...
El
moreno se estrelló contra las anchas espaldas de su compañero, que
se había detenido de súbito. Al alzar la vista, se cruzó con una
mirada ambarina tan aniquiladora que nada habría tenido que envidiar
a la de Medusa. Suspiró; al fin y al cabo, ya era hora de
confesárselo.
—Repite
eso —le espetó el supervisor, muy despacio.
—No
siempre envían al Vértice un reporte de lo que hacemos. Cuando
quiero que dejen de grabarnos, hago una señal a Simakhen o Arakhen
—dio otro golpecito a su visor— y la conexión se interrumpe
durante un ciclo corto. Si preguntan, siempre pueden achacárselo a
una erupción solar, ya sabes que la radiación electromagnética
interfiere con nuestros sistemas de telecomunicación. —El silencio
que siguió fue tan largo que el tripulante de cuarto nivel perdió
la sangre fría—. ¡Por todas las estrellas, Draadan-mekk, dime
algo o párteme la cara! ¡No te quedes ahí quieto y callado!
—Soy
el encargado de la seguridad, Navekhen-dabb —articuló, al fin—.
¿Cómo crees que debo tomarme esta... violación del protocolo?
¿Desde cuándo viene sucediendo?
—Eh,
bueno, desde hace varios... Desde hace varios años. Emprendí una
tórrida relación con los vigías y están muy, ejem, satisfechos,
¿sabes?
—Te
acuestas con los vigías.
—¿...Sí?
—¿Con
los dos a la vez?
—Simultánea
o alternativamente. Soy un
ser demasiado epicúreo
y... generoso para concentrarme en
uno
nada más.
Y ellos me lo agradecen con pequeños
favores.
—Pequeños
favores. Llamas pequeño
favor a
esconderle información al Primer Tripulante. ¡Maldita sea! —La
tormenta estalló. El moreno se encogió, sin poder evitarlo—.
¿Cuándo pensabas decírmelo?
—No
era relevante, te doy mi palabra. Al principio solo usaba esa
prerrogativa si quería algo de intimidad para mis asuntos
personales. Ya sabes, no creo que a nadie le incumba qué posiciones
en el plano horizontal me gustan. Ahora... —Frunció en ceño—.
Escucha, sabía que te enfurecerías y, aun así, he desembuchado
porque lo que tenemos entre manos es más importante que tu venganza.
Draadan-mekk, tu relación con Neudan siempre fue muy aséptica y
ahora no lo soportas. Hay algo que sospechas y te callas, ¿verdad?
Dime lo que es. Me hacen falta todos los datos si queremos llegar a
alguna parte, y no hay nadie más en quien puedas confiar. Hazlo, por
favor, dímelo. ¡Por favor! ¡No tenemos mucho tiempo!
—Yo...
—comenzó el supervisor, tras dudar unos segundos—. Estoy
convencido de que Eal y él estaban juntos en esto, y que destruyó
su cuerpo y se llevó sus registros de memoria para que no pudiésemos
sacarle nada. Tal vez ahora sea poco más que un crío sin pasado,
pero lo ayudó a planear... lo que sea que hayan planeado. Vamos, tú
los conocías igual que yo, su vínculo era tan estrecho que hasta me
daba náuseas. Nadie pasa del empalago al asesinato de una forma tan
brusca.
—Mi
estimado amigo, ¿quién iría tan lejos? Renunciar a toda una
existencia de recuerdos... ¿Qué es tan importante para pedirle ese
sacrificio a su amante? Y aunque conserve sus registros escondidos
por ahí y confíe en devolvérselos en un futuro, Neudan perdería
sus vivencias de todos estos años en la Tierra, porque la pirámide
no permite combinar dos registros de memoria en la misma mente. ¿Se
te ocurre algo más penoso que privarte de tu propia identidad? Por
otro lado, ¿por qué dejarlo atrás? ¿Por qué no se lo llevó con
él, si los dos estaban en el ajo?
—Eal
es un zorro astuto que se las arregla para esquivarnos. Quizá
calculaba que Neudan sería una carga y no podría esconderse con la
misma eficacia. O quizá abandonarlo aquí sea parte de ese plan,
¿cómo quieres que lo sepa? No se molestó en dejarme un amable
mensaje detallándome sus motivos.
Navekhen
captó el resentimiento de esas palabras. Recordó la relación que
mantenía con el desaparecido Primer Ingeniero; aparte de él mismo,
Eal era el único tripulante con quien el hosco supervisor compartía
una cierta intimidad. El moreno intuía que, más que la traición,
lo que Draadan no le perdonaba al fugitivo era el haber actuado a sus
espaldas.
Y
aun así, caviló, aun con todo ese resentimiento que volcaba en
Neudan, su necesidad de resarcirse no lo llevaba al extremo de atacar
lo único que podría herir a su examigo.
—Si
tan seguro estás —dijo, con voz estudiadamente suave—, ¿por qué
no le has expuesto tus sospechas al Vértice? Podrían lanzarle un
ultimátum a Eal: su rendición a cambio de su amante. Apuesto a que
Shaal apoyaría la idea de mil amores.
—No
voy a precipitarme. Nuestra falta de combustible no es aún crítica
y nuestro objetivo
primario
sigue ahí, no vamos a esperar ociosos. Y tú
tampoco
dirás nada, Navekhen-dabb —afirmó, clavando sus amenazadoras
piezas de ámbar en él.
—¿Yo?
Las estrellas me ayuden, qué quieres que diga un humilde servidor,
pobre de mí. Ni siquiera sé a qué te refieres. —El visitante
compuso su expresión más inocente y rozó su visor, enviando la
señal de aviso a los vigías para que reanudasen su seguimiento—.
Vayamos en busca de nuestro joven colega y transmitámosle el
rapapolvo. Torturarlo un poquito te sentará bien.
Sonrió.
Sabía que la prohibición de responder a las preguntas del sujeto
Da
Vinci frustraría mucho a Neudan, un apasionado de enseñarle cuanto
podía al joven florentino. No, no conocía las intenciones de Eal al
dejar a su pareja atrás, pero si una de ellas era propiciar que se
enamorase como un idiota de un terráqueo..., por la pirámide, que
lo estaba consiguiendo.
***
Leonardo
mudó la posición de su mano para que no arrojase sombras sobre el
diagrama que estaba dibujando. Solo entonces se dio cuenta de que
debía ser una hora avanzada —la primavera ya había llegado, y los
días eran más largos—, pues apenas entraba luz por la ventana.
Posó la pluma, encendió un par de velas y flexionó los entumecidos
dedos. La mesa en la que trabajaba se ahogaba bajo una marea de hojas
cubiertas de notas y esbozos. El mero intento de posar la vista en
ella ya bastaba para provocar dolor de cabeza, pero, a pesar de ello,
prefería ese caos antes que concentrase en el cuadro que había
estado ignorando, una comisión urgente de Verrocchio. La profusión
de azules y dorados le resultaba artificiosa y grandilocuente y no lo
inspiraba a dejar su huella en la obra. Sus pensamientos habían
volado a materias mucho más apasionantes, como los mecanismos
destinados a izar la esfera de cobre encargada a su maestro, años
atrás, para la cúpula de Santa Maria del Fiore. Sonrió. Por
interesante que fuera el tema, dudaba que Verrocchio participase de
su entusiasmo, en especial cuando la prueba de su desidia se alzaba
ante él y no había sido tocada por un pincel en tres días.
El
joven trajo a su memoria la figura recia de Andrea y su expresión,
entre apremiante y escéptica, al hacerle el encargo. Estaba próximo
a cumplir veinticuatro años y era miembro del gremio desde hacía
varios; podría aspirar a poseer su propio taller, pero su maestro
seguía rogándole que se quedase con él en calidad de colaborador,
y lo hacía con tanta vehemencia y generosidad que era difícil
resistirse. Le había concedido una estancia privada, reconocía su
talento sin par en el ámbito de la pintura y era muy permisivo
respecto a sus horarios y compromisos. Para Leonardo, quien aún se
aprovechaba de las enseñanzas de su mentor y disfrutaba la comodidad
de no tener que preocuparse por conseguir trabajos, el arreglo era
bastante conveniente. Además, Andrea no había vuelto a tocarlo.
Aunque le lanzaba miradas admirativas, le hacía cumplidos y se
aprovechaba de cualquier roce ocasional, sus demandas de intimidad se
habían convertido en cosa del pasado. Un aliciente más para
quedarse y seguir llenando el pozo sin fondo de su ansia de
conocimientos.
Considerando
su situación, sí que habría sido sensato independizarse, porque el
tipo de visitas
que
recibía no hacían aconsejable tener testigos deambulando por los
alrededores. Pero un taller propio no le habría garantizado la
privacidad. Los artistas no solían trabajar aislados, así que más
le valía, pensaba, acostumbrarse a compaginar su vida secreta con la
pública.
El
zumbido del teletransporte fue preludio de inminente compañía.
—Leonardo...
—¡Neudan!
—El florentino recibió al recién llegado con una brillante
sonrisa—. ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo te encuentras? ¿Has venido
solo? ¿Y Navekhen y... Draadan?
—Mis
compañeros no tardarán en aparecer. Oh, veo que has estado muy
ocupado.
—¿Lo
dices por este desorden? ¡Lo siento! Tienes razón, llevo unos
cuantos días en busca de una solución para izar piezas grandes y
pesadas cuando el espacio para construir es reducido. —Le mostró
un dibujo a tinta de una estilizada y compleja estructura de madera y
cuerdas operada por varios hombres. Neudan se sorprendió al ver que
las figuras humanas desnudas estaban detalladas con la misma
perfección que el objeto en sí—. La semana pasada me fijé en que
estaban reparando el lateral de la abadía, y el callejón de acceso
es tan estrecho que apenas permite levantar un andamio. ¿Quieres
probar las uvas? ¡Están deliciosas! ¿Qué opinas? ¿Crees que este
travesaño aguantaría el peso, o habría que aumentarle el diámetro?
El
joven moreno se vio avasallado por una avalancha de datos, una hilera
de diagramas y los característicos giros que salpicaban el discurso
de su anfitrión cuando estaba en medio de una actividad absorbente.
Lo que no halló fue ni rastro de la fruta que le ofrecía, hasta que
descubrió un cuenco sepultado bajo una capa de papeles. Esbozó una
sonrisa; el artista de Vinci llevaba su delicadeza y su respeto por
la vida a rechazar alimentarse de animales. Para los suyos, que rara
vez incluían proteínas de origen animal en su dieta, el hecho en sí
no resultaba extraño, aunque sí lo era observarlo en un europeo del
siglo XV.
Al
meditar sobre el recibimiento, sus labios perdieron la tímida curva.
Como siempre, Leonardo no escondía su interés por el supervisor. Se
metió una uva en la boca para distraer la amargura; habría dado lo
que fuera para que se contentara con su compañía y no anhelase la
de nadie más.
—Lo...
lo siento, Leonardo, no puedo ayudarte con eso. —Fue el turno de
este de sentirse desencantado. De un tiempo a aquella parte, Neudan y
los demás no habían vuelto a conversar con él sobre ciencia—. Sé
que lo resolverás pronto, has avanzado muchísimo. ¿Cuándo has
escrito todo esto?
—Ah,
aprovecho las noches. Gracias a lo que me dais —se rozó la nuca—,
no he de dormir gran cosa.
—Estás
pálido. ¿Cuántos días hace que no duermes?
—Hum...
Cinco.
—¡Leonardo!
¡Ya hemos hablado de eso! Aunque tengas la impresión de que tu
cuerpo aguanta, tu mente necesita el sueño. Tu organismo no está
preparado para soportar las mismas cargas que los nuestros.
—Me
ha sido concedido el don de vuestra... compañía y el de una vida
más larga. Hay tanto que estudiar, que experimentar... No podéis
ayudarme con eso —no quiso sonar decepcionado— y lo acepto, pero
tengo la suerte de vivir en la ciudad donde se reúnen los mejores
artistas e intelectuales, y la oportunidad de intercambiar
impresiones con ellos. No me reprocharéis que quiera aprovechar todo
el tiempo que me sea posible.
—Dame
tu palabra de que esta noche dormirás.
Los
otros dos miembros del trío de observadores siguieron a sus
respectivos juegos de triángulos purpúreos y se acercaron a la
mesa. El entusiasmo con el que les dio la bienvenida no pasó
desapercibido para Neudan; tampoco el habitual interés burlón de
Navekhen y la indiferencia de Draadan.
—Una
estampa de los más corriente: nuestro hermoso amigo, rodeado de
campos de papel y ríos de tinta —proclamó el segundo—. ¿Tienes
algo interesante para mí?
—¡Mecanismos
de elevación! Cómo obtener la máxima eficacia con el mínimo
espacio, considerando que...
—Ugh,
detente, detente... Cuerdas y armazones, ¿no? No sé si querrías
saber el único uso que yo les daría a tales implementos. —Frunció
el ceño ante el galimatías que era su escritura, especular y en un
toscano poco refinado—. Por la pirámide, a esto le falta poco para
ser un idioma por derecho propio. Bueno, tengo que decir que las
figuras están muy bien dibujadas. Con mucho
detalle, sí. Bonitas pol...
—Hemos
de revisar cada hoja que salga de tus manos. No entregues ni
destruyas ninguna hasta que haya pasado por nosotros, recuérdalo
—fue la seca contribución de Draadan.
—Está
todo ahí —respondió Leonardo, desvanecido su regocijo inicial—,
a menos que alguna haya caído al suelo. —Al instante, una
algarabía de gritos y risas llegó desde el exterior. Como el ruido
no cesaba, decidió averiguar qué ocurría—. Voy a pedirles que se
calmen. Si queréis empezar la revisión...
El
supervisor ya le daba la espalda y emprendía la tarea de analizar
minuciosamente cada papel. Algo cohibido, el artista abrió la puerta
y salió al corredor.
—Podrías
mostrar, por una vez en tu vida, algo de amabilidad —siseó Neudan,
llamado a defender al florentino a pesar de la punzada de despecho—.
Podrías valorarlo en su justa medida. ¿Has visto la complejidad de
sus investigaciones? No negarás que su inteligencia descuella sobre
la de la gran mayoría.
—Muchas
de estas notas están tomadas de las teorías de otros. Algunos
estudios sobre poleas están basados en los de Giotto y Brunelleschi,
los de óptica los aprendió de su maestro, y los de...
—¡Maldita
sea, Draadan, admítelo! También ha hecho estudios sobre materias de
las que no ha leído.
—¿Y
cómo sabes que esas habilidades no las potenció el Primer
Ingeniero? Por lo demás, es lógico que haga algunas deducciones
sagaces basadas en la observación, aunque ya llegaran a ellas otros
antes que él. Diferentes hombres en diferentes momentos pueden
llegar a idénticos resultados, es la naturaleza humana.
—O
tal vez el Primer Ingeniero comprendió que poseía cualidades únicas
y eres tú el que no lo entiende.
—Dudo
mucho que el Primer Ingeniero comprendiera al Primer Ingeniero mismo,
a tenor de sus acciones de los últimos tiempos.
—Nuestro
querido Draadan es un cínico, igual que lo fue Pitágoras, pero tiene toda la razón, ¿ves?
Diferentes hombres en diferentes momentos llegan a las mismas
conclusiones —intervino Navekhen desde la puerta, sugiriendo que
tanto Eal como Neudan se habían sentido atraídos por Leonardo, cada
uno por sus propios motivos—. Y ahora callaos, intento enterarme de
lo que hablan ahí fuera. Al parecer, nuestro pequeño amigo está
recibiendo una invitación para salir mañana.
—No
debería salir —se preocupó el más joven—, lleva días sin
dormir.
—¿Y
cuántos lleva sin hacer una escapada y divertirse? Dormirá esta
noche, pero mañana tendría que aprovechar su oportunidad. Y
nosotros, la nuestra; el Vértice nos ha concedido la venia para
relacionarnos con los nativos,
¿no? Pues comencemos a usarla.
Los
otros lo miraron.
Leonardo
Tornabuoni era un joven espigado, siempre pulcro en sus habituales
atuendos de color negro, que también se contaba entre los miembros
del taller de Verrocchio. Puesto que pertenecía a una de las
familias más distinguidas de Florencia, emparentada con los Medici,
tenía una conciencia muy clara de su posición social y, aunque no
era precisamente modesto, sostenía una relación cordial con su
tocayo de Vinci, cuya apostura, carácter y talento apreciaba. Al día
siguiente planeaba acudir con algunos amigos a un espectáculo
teatral —una farsa romántica, o algo por el estilo— y pretendía
que Leonardo los acompañase, pretextando que no habría más
ocasiones de ver la obra. Aunque el artista no era desagradecido, se
resistía a abandonar a la mitad los proyectos que lo obsesionaban.
Con todo, su encanto característico a la hora de presentar excusas
no estaba dando frutos: Il
Teri,
como llamaban a Tornabuoni, lo venía siguiendo hasta su estudio.
—Vamos,
Leonardo —insistía con tenacidad—, hace semanas que no te dejas
ver en público, así te vas a convertir en un auténtico ermitaño.
Después os llevaré a tu taberna favorita y probaremos una excelente
partida de vino de Montepulciano. ¿Qué me dices?
—Te
lo agradezco, de verdad, el problema es que estoy en medio de algo
complicado. —Al entrar, se percató de que los tres visitantes se
alzaban, muy rectos y compuestos, junto a la mesa. No se preocupó
por su perseguidor, pues sabía que no sería capaz de verlos—.
Tengo, además, un cuadro que entregar, y el maestro va a perder la
paciencia.
—Oh,
no sabía que recibieras visitantes. Señores...
Da
Vinci se quedó petrificado ante aquella flagrante violación de las
normas. ¡Tornabuoni los veía! Si era involuntario, significaría
que fallaban sus mecanismos de ocultación. Si era intencionado... El
sonriente Navekhen inclinó la cabeza hacia el compañero de su
protegido
y tomó la palabra, con su particular acento al pronunciar las frases
en toscano.
—Saludos,
joven señor. Por vuestro porte observo que sois de respetable
familia. Leonardo, ¿a quién tengo el honor de dirigirme?
—Ah...
eh... —balbuceó el aludido cuando recuperó el uso de sus cuerdas
vocales—. Sí, este es mi apreciado colega, Leonardo Tornabuoni;
Leonardo, ellos son... —se exprimió el cerebro para improvisar
algo plausible que lo ayudara a salir del paso— tres
comerciantes... españoles
recién
llegados a Florencia desde... Siena, que han tenido a bien
distinguirme con un encargo. Te presento a... Daniele —señaló a
Draadan—, Nestore —siguió con Neudan— y Narciso —concluyó,
refiriéndose a Navekhen. Se solía usar la versión local de los
nombres extranjeros para facilitar el trato.
—Es
un placer. —Tornabuoni devolvió la reverencia, en apariencia muy
satisfecho de lo que veía—. Domináis bien nuestra lengua, señor
Narciso.
—Favor
que vos me hacéis. En Siena —miró de reojo al creador de la sarta
de embustes— nos familiarizamos con vuestro bello y musical idioma.
Aquella ciudad no es una mala base de operaciones, pero si queríamos
arte
en el que invertir nuestro oro, no podíamos sino venir a Florencia,
¿no tengo razón?
—La
tenéis, señor —convino con entusiasmo el joven, al que la palabra
oro
siempre ponía de muy buen humor—. Este taller es el mejor, no os
arrepentiréis.
—Posee
su fama, como hemos comprobado en el escaso tiempo que llevamos aquí.
Lo que no hemos investigado a fondo son las posibilidades de ocio que
ofrece. ¿Vos nos haríais, quizá, algunas recomendaciones?
—Pues...
¡por supuesto! De hecho, le decía a Leonardo que mañana no ha de
perderse un magnífico espectáculo. ¿Les interesa el teatro?
Los
tres falsos comerciantes españoles aceptaron la invitación sin
hacerse de rogar. Cuando la figura de negro hubo abandonado la
estancia, Navekhen se volvió hacia el asombrado Leonardo, sus ojos
brillando con malicia.
—De
todos los nombres con los que podrías haberme bautizado... ¿Narciso?
—Fue
el primero que me acudió a la mente.
—Claro,
claro. Considerando que me costó años conseguir que me tutearas, es
escandaloso lo fácil que te resulta ahora burlarte de mí.
¿Vanidoso? ¿Enamorado de mi propia imagen?
—Yo...
¡eso no es relevante! —Eludió las risitas del otro—. Lo que
quisiera saber es por qué os habéis vuelto visibles y sociables.
Todo este tiempo esquivando a la gente y, ahora, ¿vais a mezclaros
con ellos? ¿O acaso Tornabuoni está relacionado con esta historia?
—La
observación en tercera persona no nos ha conducido a nada. ¿Por qué
no tomar parte activa en tu entorno? Hablando de historias, bastante
plausible la que inventaste, mi querido amigo; nos servirá de
trasfondo y nos dará una excusa para visitarte. Y no te preocupes,
nuestros disfraces serán perfectos y engañarán todas las miradas.
Leonardo
rozó con las yemas de los dedos el antebrazo de Draadan, quien lo
retiró, veloz como un resorte. El artista comentó, esforzándose
para que no fuera evidente su desencanto:
—Serán
perfectos a la vista, aunque no al tacto. Es conveniente que os
consiga ropas adecuadas.
—Buena
idea —opinó Neudan, antes de que Draadan soltase que prescindir
del uniforme no era reglamentario.
También
fingió que no había captado el gesto del artista al tocar a su
compañero. Y que no compartía su desilusión al sentirse ignorado.
***
La
pieza teatral ofreció lo que la mayoría esperaba, entretenimiento
sin pretensiones. Acudieron los dos miembros del taller de Verrocchio
y algunos amigos más: Bartolomeo di Pasquino, Cornelio Fulgi,
Baccino... y tres pretendidos extranjeros a los que su rubio
protegido había vestido con llamativas ropas a la moda. Al salir del
recinto se emprendió una acalorada discusión entre quienes habían
disfrutado el espectáculo y quienes lo habían hallado mediocre, y
sus voces se elevaron todo lo que cabría esperarse de un grupo de
muchachos cuya noche de parranda apenas hubiese empezado.
Al
menos se consiguió unanimidad de opiniones favorables respecto al
vino prometido por Tornabuoni. La taberna se encontraba cerca del
barrio de La Santa Croce, donde vivían la mayoría de los
integrantes del grupo. Vencidos sus tremendos nervios iniciales,
Leonardo se permitió relajarse, sorprendido de que nadie notara nada
extraño en ellos. Bien, había que reconocer que Navekhen, alias
Narciso,
poseía el don de la palabra y sabía mezclarse en aquel ambiente.
Neudan, muchísimo menos experto e infinitamente más tímido, se
contentaba con sonreír cuando convenía y permanecer callado la
mayor parte del tiempo. Y en cuanto a Draadan... A la alta figura de
ojos de ámbar no le importaba demasiado parecer huraña. El artista
a duras penas podía apartar la vista de él, sobre todo durante los
momentos en los que condescendía a desnudar su rostro. El jubón
verde que le había elegido resaltaba los destellos broncíneos de su
pelo; la blancura de la camisa y el color de sus calzas y de sus
medias completaban un cuadro de delicadas tonalidades nunca vistas
sobre aquel cuerpo que siempre vestía de negro. De hecho, el
supervisor había exigido en un principio que su atuendo fuese
uniforme y oscuro, hasta que el florentino pudo convencerlo de que no
había localizado prendas de su tamaño con tan poca antelación, y
que debía conformarse con lo que llevaba. Leonardo ignoraba si
utilizaba su ciencia
para engañar la percepción de los demás, como hacía para ocultar
sus gafas, pero poco le importaba: él disfrutaba el cuadro con toda
su riqueza de matices. Y era tan... tan...
¿Qué
era lo que lo seducía de Draadan, en realidad? ¿Su belleza y su
atractivo bastaban para despertar en él esa fascinación? Habría
sido absurdo afirmar que era su carácter hosco y taciturno el que lo
hacía. En cuanto a su innegable inteligencia, no se dignaba a
compartirla con él, ni dialogando, ni respondiendo a sus preguntas.
El joven tenía muy claro que lo despreciaba, ya fuera a causa de sus
pocos años o de su naturaleza, y siempre mantenía las distancias.
Por más que quisiera demostrar sus méritos, sus esfuerzos chocaban
sin cesar contra un muro impenetrable.
No
dejaba de repetirse todo eso a sí mismo, con la esperanza de poder
imitarlo y alejarse. La esperanza de perder la esperanza...
Las
grandes cantidades de vino de Montepulciano achisparon muy pronto a
la cuadrilla de florentinos, que empezaron a reír, a charlar a
grandes voces y a lanzar requiebros a la tabernera. Uno de ellos le
preguntó si no tendría alguna amiguita a la que presentarles. Otro,
más osado o más borracho, añadió la coletilla «o un amiguito».
Tornabuoni se burló y proclamó que era absurdo aspirar a buscar
mejor compañía masculina, dado que la mesa a la que estaban
sentados ya albergaba la mayor reunión de hombres apuestos de toda
Florencia.
Un
jovencito que acababa de entrar se acercó a él, le pasó el brazo
por los hombros y le pidió que lo invitase a probar el vino. Era
Jacopo Saltarelli, un aprendiz de orfebre al que el amigo Bartolomeo
conocía bien, pues tenía la misma profesión que él. En realidad,
casi todos lo habían tratado en mayor o menor medida. También los
dos Leonardos; el chico era guapo y desinhibido, y alguna vez había
servido de modelo en el taller de Verrocchio. Era un secreto a voces
que coleccionaba amantes, y que estos no eran precisamente del género
femenino.
Ya
fuera desinhibición o mera desvergüenza, Jacopo miró al altísimo
extranjero callado y a sus dos camaradas, tomó la copa de
Tornabuoni, sin esperar a ser invitado, y la vació de un trago.
Luego se inclinó y le gritó al oído que él conocía un sitio
estupendo para pasar el resto de la velada si se animaban a seguirlo.
El organizador de las diversiones se sonrió de oreja a oreja y
ordenó a su séquito
que los siguieran.
No
fueron muy lejos. El aprendiz de orfebre los guió ante una
puertecita en un callejón, a tres o cuatro calles de distancia.
Estaba oscuro y, aunque a primera vista parecía una taberna más,
los florentinos sabían que, en realidad, la principal actividad que
hacía cambiar el dinero de manos allí dentro era la prostitución.
Muchos jóvenes lo preferían antes que los burdeles, porque otro
tipo de profesionales
prestaban sus servicios, aparte de las prostitutas. Si de día era
común acercarse a los baños públicos para esos menesteres, de
noche se agradecía una buena cantidad de alcohol para acompañar al
ritual de encontrar pareja... por un rato.
Había
mesas con bancos y asientos cómodos. Algunas chicas las servían con
desparpajo y se sentaban después junto a sus clientes, o en sus
regazos, y a veces se esfumaban por un pasillo al fondo del local.
También se paseaban jovencitos. Abordaban a parroquianos escogidos,
igual que lo había hecho Jacopo Saltarelli con ellos, y les pedían
que los invitaran. Si aceptaban, el encuentro solía desembocar en
una de esas salidas discretas.
Aun
habiendo bebido una cantidad considerable —su organismo requería
muchísimo más alcohol que antes para intoxicarse—, Leonardo no
estaba lo suficientemente achispado para evitar sentirse nervioso al
acudir con sus invitados
especiales
a un establecimiento así. En cuanto se desperdigaron por las mesas,
intentó poner remedio a la situación con una enorme jarra de vino.
Se esforzó entonces para recordar su última noche de intimidad.
Nada, no podía hacerlo. Desde que ellos
irrumpieran
en su vida, la sensación de tener unos ojos invisibles siguiéndolo
a todas partes le impedía abandonar la compostura. Pero ¿qué
estaba haciendo? Era joven y se sabía deseable. Las mujeres, y
muchos hombres, se giraban a su paso, e incluso Cornelio Fulgi y ese
muchachito, Saltarelli, lo miraban como a algo bueno para comer.
¿Acaso el pudor lo haría renunciar para siempre a ciertos...
placeres?
Por más que amara su trabajo y sus estudios, la soledad siempre
acechaba al final de la jornada. ¿No merecía el derecho a gozar de
la compañía? Su atención retornó al hombre
de
facciones y modales esculpidos en piedra. Aceptó que no se trataba
en exclusiva de pudor; que esa no era, siquiera, la principal causa.
Draadan...
Neudan
mostraba la expresión tímida y magnetizada del que está envuelto
en algo ilegítimo y no puede dejar de mirar. Y no era para menos,
porque pisaba terreno desconocido en todos los sentidos: a sus pocos
años de vida consciente se sumaba la tendencia del resto de la
tripulación a rehuir su trato, con lo que aún no había tomado
parte en relación alguna. Navekhen, sentado entre él y el
supervisor, lo abordó con malicia.
—Vaya,
Neudan-me... Nestore —se corrigió—, olvidaba que este es tu
primer contacto con los otros terráqueos y que estás por
estrenar.
Pues has venido al lugar idóneo para ello, si me permites decírtelo.
—¡Navekhen-dabb!
—se escandalizó él—. Eso que propones es... es...
—Narciso,
llámame Narciso, recuerda dónde estamos. No sugiero nada
descabellado. Tu cuerpo es joven y tiene necesidades, ¿qué hay de
malo en procurárselas? Te haría yo mismo el favor si mis gustos no
se inclinasen por la experiencia, ya sabes. Además, nuestro
supervisor aquí presente, asimismo conocido como Daniele, no lo
aprobaría. Para ciertos individuos tediosos, la actividad sexual
enrarece las relaciones entre colegas.
—El
asunto de tu promiscuidad sí que es un tema tedioso —masculló
Draadan, disuadiendo a una posible admiradora con una simple
advertencia visual.
—Tú
tampoco eres quién para hablar, apuesto a que tu último revolcón
te lo diste la pasada era geológica. Si requieres bases legítimas
para apoyarte, te recuerdo que nuestro estimado Primer Biólogo en
persona estableció directrices saludables sobre la alimentación,
las horas de sueño y el sexo.
—No
necesito consejos sobre tales cosas. Y no estamos aquí para
divertirnos, sino para cumplir una misión.
—De
acuerdo, no me escuchéis ninguno de los dos, par de cabezotas, pero
estoy en lo cierto. ¿Qué mejor oportunidad de... interactuar?
¿Quién sabe cuánto tiempo nos tiraremos aquí? ¿Vais a estar de
servicio todo el rato?
Revoloteó
en busca de más bebida. Neudan tragó saliva y espió la mesa
contigua, en la que Leonardo vaciaba su enésima copa. El vino se le
debía haber subido al fin a la cabeza, pues sus mejillas estaban
rojas y sus ojos celestes no enfocaban con propiedad. Aspiró hondo,
se levantó y se colocó a su costado. Su mano se aventuró sobre su
hombro.
—¿Te
diviertes? —le preguntó al oído. Batalló contra su embarazo
hasta que se atrevió a pedir—: Yo... ¿te gustaría ir a un sitio
más privado y...?
—Me
divierto más que Draadan, sí. Eso, seguro —lo interrumpió el
bebido artista, ignorando, en apariencia, sus palabras—. Siempre
tan compuesto, como si nada fuera con él y nada le importase. Como
si no me viera.
—¿Leonardo?
—Neudan se quedó rígido—. ¿Te sientes bien? Quizá hayas
tomado más vino de la cuenta. Déjame acompañarte a...
—Pues
ahora me va a ver.
El
rubio se sacudió la mano sin pensar, terminó su jarra y se tambaleó
hasta su objetivo. El supervisor torció el cuello hacia la figura
que tan pegada a él se había sentado y la observó con una mezcla
de indignación y curiosidad.
—Y
bien, Dra... Daniele
—comenzó
el florentino—, ¿qué opinión te merecen nuestros lupanares?
Supongo que el entretenimiento que ofrecemos aquí abajo tiene que
ser limitado para vosotros. No obstante, también tendréis que
divertiros de tanto en tanto, ¿no? Y este es un lugar igual de bueno
que cualquier otro. —El aludido no contestó. Leonardo se aproximó
otro poco y rozó su muslo—. Tienes razón, es vulgar y puede que
sórdido. Es solo que eres muy... distante y no sé cómo abordarte.
¿No hay día que dejes esas gafas en tu navío y contemples el mundo
directamente con tus ojos, con esos ojos tan excepcionales?
—Apestas
a alcohol.
El
comentario, seco como una bofetada, lo hizo retroceder. Con todo, la
osadía que le brindaba el vino no se diluyó por completo.
—¿Acaso
he hecho algo que te ofendiera? Mi único interés, después de
tantos años, es que seamos amigos.
—¿Amigos?
No veo por qué. De hecho, una proximidad excesiva empañaría mi
juicio. Te sugiero que no te acerques tanto. Hasta ahora te has
conducido con sentido común, más, incluso, que algunos de mis
camaradas. Atribuiré tu irracionalidad a la borrachera.
Cambió
de sitio, dejando a Leonardo confuso, herido y aislado. Lo último,
al menos, no duró mucho; Cornelio Fulgi tomó el lugar del ausente y
le lanzó otra de sus miradas hambrientas.
—Ese
español es muy bien parecido pero muy estirado, Leonardo —le
dijo—. Esta es la primera oportunidad que tengo de hablarte cara a
cara. Cada vez que hemos coincidido en una taberna siempre has estado
rodeado de gente y nunca me has dado pie para hacerlo. Anda, toma
otro vaso y bebe conmigo o, si lo prefieres, caminaré contigo hasta
tu casa.
—¡Qué
dices, Fulgi! —Saltarelli se aproximó por el otro flanco y su
desvergonzado brazo ocupó el espacio vacío sobre los hombros del
artista—. Nuestro Leonardo Da Vinci no se largará esta noche con
extranjeros, ni con un aburrido sastre como tú. Se quedará aquí,
conmigo, ¿eh? Vi cómo me echabas el ojo el otro día, en el taller.
¿A que tengo una piel perfecta? Aparte de una marquita que no
notaste, y que está en un rincón muy secreto. ¿Te la enseño?
—susurró, bañándole la oreja con el aliento—. Y luego te dejo
que veas el resto y decidas si quieres que repita de modelo. Ven.
Palabra que te va a gustar... y mucho.
Leonardo
dejó que lo condujera fuera de la sala, bajo el escrutinio del
enfurecido Fulgi. Y la ira de este aumentó cuando Baccino, que
también era sastre, le gritó desde su mesa:
—¡Eh,
Cornelio, tienes cara de haberte caído de culo en un acerico! ¡Te
han birlado la presa en las narices!
—¡Pues
claro! —Tornabuoni se unió a la chanza—. Fulgi es feo como un
demonio y Jacopo ya ha hecho de angelito en más de un cuadro. ¿A
quién iba a elegir mi tocayo? ¡Mala suerte, hombre! ¡Ahora te
quedarás sin saber si gasta pincel o brocha gorda!
El
resto de los presentes estallaron en carcajadas. Todos, menos Neudan,
cuyo único interés estaba en las espaldas de Leonardo, que
desaparecían por el pasillo del fondo.
El
corredor era estrecho y lóbrego. Casi chocaron con una pareja que
salía, ajustándose el corpiño ella, rebuscando él entre los
pliegues de su cintura. En cualquier caso, era obvio que Saltarelli
conocía bien el lugar, porque lo guió del brazo, sin titubear,
hasta una habitación de la planta alta.
El
artista no razonaba. Seguía al chico por inercia, arrastrando los
pies, su cerebro perdido en la neblina del alcohol. Y del
abatimiento: su primera conversación sincera con Draadan le había
valido un rechazo cruel e indiferente.
Debería
haberlo supuesto,
pensó. Debería
haber sabido que alguien que trataba así a su propio compañero no
iba a ofrecerle algo mejor a un extraño.
Soy
un extraño, después de tantos años. Lo soy ahora y lo seré
siempre. Moriré, me convertiré en polvo y para él solo seré un
recuerdo insignificante o, quizá, ni eso.
En
el cuarto se respiraba una atmósfera aún más sórdida que en el
pasillo y las escaleras de acceso. Y no era que le importase, pues el
siempre observador Leonardo se había encerrado en la penumbra de su
propia mente. Al aterrizar de espaldas sobre un camastro duro y
desvencijado, el cuadro gris que era el techo se convirtió en el
fondo perfecto de su apatía.
Hasta
que el rostro de Jacopo se cruzó en su campo de visión, y sintió
sus muslos rodeándole las caderas y sus dedos forcejeando con los
cierres de su ropa. La suya era una cara delicada, consideró; el
rostro de un ángel, con una sonrisa perversa que desdecía ese aire
seráfico. Sería placentero dejarlo hacer, quedarse allí, debajo de
ese cuerpo esbelto y flexible, y dejar salir toda su frustración
reprimida. Sin importarle, por una vez, si varios cientos de pares de
ojos invisibles estaban fijos en él.
Suspiró,
detuvo las manos que lo desvestían y las apartó con firmeza.
***
Una
noche de la semana siguiente, un golpeteo a la puerta del taller de
Verrocchio sobresaltó a todos sus moradores. El sirviente que acudió
a abrir se dio de bruces con una escuadra de los Ufficiali
di Notte,
la guardia nocturna de Florencia, quienes se ocupaban de mantener la
moralidad en la ciudad.
—Este
es el taller de Andrea del Verrocchio, ¿no? —preguntaron—.
Venimos en busca de Leonardo da Vinci. A esta hora debe estar dentro,
que salga ahora mismo. Es mejor que nos acompañe sin armar un
escándalo.
El
chico se quedó congelado en el sitio. Los hombres lo apartaron sin
miramientos y se abrieron paso, formando tal estrépito que todos
acudieron al vestíbulo. Andrea, nada complacido con la visita, se
situó al frente del grupo y les espetó:
—Yo
soy Andrea, y aquí somos todos cristianos temerosos de Dios. ¿Qué
habéis venido a buscar a mi casa?
—Cristianos
temerosos de Dios, ¿eh? —fue el sarcástico comentario del oficial
al mando—. ¿Quién de vosotros es Da Vinci?
—Soy
yo. —La alta y rubia figura emergió tras su maestro—. No creo
haber hecho nada para que...
—Leonardo
da Vinci, quedas arrestado como sospechoso de un crimen contra la
moralidad —lo interrumpió el oficial.
—¿Arrestado?
¿De qué se le acusa? —exigió saber Andrea.
—No
nos corresponde a nosotros leerle su lista de cargos. ¡Vamos!
El
joven no se resistió, ya que sabía que empeoraría las cosas. Fue
escoltado hasta la calle, no sin escuchar las promesas de su
acalorado maestro, quien garantizó que se presentaría a toda prisa
para arreglar lo que, sin duda, debía ser un malentendido. Cuando
las siluetas se perdieron en la noche, el veterano artista apretó
los puños con impotencia.
—Maestro,
¿qué ha podido pasar? —preguntó su discípulo Pietro, en
susurros.
—¿Tú
que crees? Algún bastardo malnacido ha debido depositar una denuncia
anónima en uno de los tamburi.
»Y
con la misma acusación de siempre. Sodomía.