2016/04/21

UN MANTO DE LUCIÉRNAGAS: Epílogo




El bayou es un extraño sitio para quedarse. La sempiterna humedad de una casa vieja y descuidada, el embarcadero medio hundido y la fauna y vegetación intrusas no pintan un cuadro muy apetecible. Cuando reparas contraventanas para que no se caigan a pedazos, rascas musgo, cortas plantas trepadoras y ventilas sin conseguir librarte del moho, te das cuenta de las muchas comodidades a las que dices adiós. Además, hay un buena distancia sobre una mala carretera hasta el pueblo más próximo, y los típicos lugareños que no dejan de cuchichear y preguntarse qué haces allí.

El bayou, con todo, es hermoso de noche. Incluso las pequeñas lagunas estancadas tienen su encanto, a pesar del olor intenso que te embota el sentido del olfato. Pero en los tramos más abiertos, donde el río remolonea entre las hierbas altas y el silencio humano es tan estruendoso que no hay salto de pez, canto de rana o zumbido de insecto que no se escuche, la magia de verano surge de los dioses saben dónde y lo cubre todo con una pátina plateada. El «miasma de las aguas» no existe y nunca existió, aunque lo pareciese desde fuera; es esa magia en estado puro, tan salvaje que solo quien la lleva en la sangre puede controlarla y mantenerla dentro de sus confines naturales. De haberlo sabido antes, nadie habría sufrido. Todo habría sido distinto.

A veces pienso en aquel extraño velatorio de tan solo dos personas —una, si cuentas fuera del ataúd—, aunque las imágenes siempre acuden a mí emborronadas por el mismo filtro de dolor y excitación. Es difícil decir qué impulsa a un hombre a soltar un insecto moribundo en el invierno de Luisiana, y qué lo hace seguirlo con un auténtico cadáver en brazos. Es difícil explicar lo que cruza su mente cuando la débil luminosidad lo guía hasta el gélido mirador de niebla, hierba y juncos y le susurra, apelando a los instintos más que a los oídos, que deposite su carga y se aparte. El resto es fácil de adivinar. Cuando cientos de luciérnagas surgen de la nada y crean un capullo cálido y radiante en torno a una carcasa consumida, no cabe sino una reacción.

A día de hoy, aún no comprendo cómo se tejió el hechizo. Alguna vez me he acercado al mirador y he visto el manto de luciérnagas —nítido como el cielo nocturno sobre el desierto— cubriendo a alguna criatura desconocida y huidiza que luego ha desaparecido entre los tallos. En las viejas leyendas se menciona a los guardianes del bayou, a sus sirvientes de luz y a sus métodos para proteger el territorio, confundiendo los sentidos de los extraños. No he encontrado registros que confirmen su existencia, ni testimonios, ni nada sólido, salvo lo que han visto mis ojos y la fe. Es fácil tener fe en un lugar así. Es fácil fantasear sobre ellos y concebir que una vez, siquiera una, sedujeron a alguien de carne y hueso y concibieron un niño mestizo al filo de ambos mundos.

Un niño que pertenecía al pantano, que allí viviría y allí moriría.


Asumí que se marcharía después de traerme de vuelta a este mundo y acepté mi futura soledad. Me consolé con una docena de excusas, con el autoengaño de la deuda pagada, con la letanía de que, después de todo, no estaba enamorado de él. No teníamos nada en común, salvo una brazada de aficiones insustanciales. Había sido la pura necesidad de contacto y sexo, y el deber de rectificar lo que había hecho de la única manera que sabía; uno más, en una larga fila de muchos...



Tienes cara de estar anotando la letra de un tema dark wave, Sylvian. Lo que os hace falta a los escritores torturados son unos buenos azotes, media docena de birras y un par de hamburguesas grasientas. Qué casualidad, justo lo que traigo aquí.

Cerré mi cuaderno de golpe, antes de que aquel par de brazos pálidos me rodeasen la cintura para requisarlo a la fuerza. El intento de robo se convirtió en un abrazo y un beso en la nuca. Y en los ojos color iceberg de Mags.

Si sigues cebándome de esa manera —me quejé, vas a convertirme en una...

Todavía me tomará trabajo cubrir estas costillas de carne —susurró, antes de que yo terminase de hablar. Roca, me vino a la mente, que no a los labios—. Casi ha anochecido, y aún te las arreglas para escribir. Tienes ojos de...

Fue su turno de callar, y de nuevo completé la frase para mis adentros. Luciérnaga. Sonreí.

Nos acomodamos para comer en aquel mismo trozo de terreno al borde del agua. Mags me ofreció la crónica del día en el pueblo y me enumeró el botín musical que nos había llegado a la oficina de correos. Al terminar de cenar, la oscuridad era casi completa. Noté su silencio gradual, sus brazos y piernas recogidos, sus sentidos aguzándose, expectantes, en previsión de lo que pudiera suceder. Yo también esperé.

Carezco del toque lírico que mi padre sabía dar a sus textos. Incluso Mags sabe volcar sus sentimientos mucho mejor que yo. Por eso me sobreviene una ligera punzada de frustración al recordar su rostro cuando las docenas, centenares de puntos luminosos, surgieron de la negrura y vinieron a posarse sobre mí: la frustración por no ser capaz de plasmar el arrobo que destilaban. Ni siquiera papá se atrevió jamás a estirar las manos y dejar que se subiesen a ellas, ni rio con tantas ganas, ni las miró, a ellas y a mí, con toda esa ternura. En un espacio de tiempo tan corto ha compartido conmigo más que nadie en el mundo, vida y muerte y retorno. Y no, no se marchó. Sigue aquí, cualquiera se preguntaría por qué.

Después de que las luciérnagas se fundieran con el bayou, rocé el cuaderno, que descansaba sobre la hierba. Las ganas de escribir palabras amargas se habían esfumado por completo. Acaricié la idea de arrojarlo a la corriente, algo simbólico para ahogar un pasado del que anhelaba escapar. Ya no quería estar solo, ni fingir que no sabía por qué seguía conmigo, ni negar que sus razones y las mías eran las mismas. Y por eso debía hacer lo correcto.

Podrías marcharte —murmuré, con un atormentado sentido del deber—. Eres un físico, este no es lugar para ti. Deberías viajar de norte a sur y desentrañar los secretos del magnetismo.

Aunque ya no podía verme en la oscuridad, me conocía demasiado bien para saber dónde ponía el alma.

Este es mi observatorio ahora, esto es lo que estudio. ¿Quién sabe si encontraré una explicación? Y, si no lo hago... Bueno, hay quien dedica toda su carrera a buscar una respuesta, sin perder la esperanza.

Tú... no la perdiste en Groenlandia.

No, no la perdí, ni la perderé. Es lo que sucede cuando amas tu trabajo, Sylvian. Cuando lo amas tanto tomó mi mano y la besó— que no podrías vivir sin él.

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