2012/07/08

PARA EXTENDER LAS ALAS I: Un pájaro en una jaula





A las siete de la mañana comenzaba el típico y constante fluir de gente que abandonaba sus casas y tomaba sus vehículos o corría a la boca de metro más cercana para acudir al trabajo. Eran apenas doscientos metros, pero una carrera a tiempo te podía librar de los vagones abarrotados que llegaban del la zona noroeste. Salvo en aquellas horas en las que todos colonizaban tácitamente las calles, era un vecindario relativamente tranquilo. Árboles y setos bajos a lo largo de la carretera; un parque con área infantil al girar la esquina; un supermercado, un banco y media docena de tiendas de móviles... abundante, notorio y glorioso aburrimiento.

Estaba bastante al norte, a un número indecente de paradas del centro, y no era, precisamente, la parte más elegante de la ciudad. Edificios de apartamentos se mezclaban con algunas casas, aunque no solían pasar de las tres plantas. Los arquitectos parecían haberse puesto de acuerdo en que los frentes de balcones corridos separados con mamparas darían carácter a aquella calle, Dios sabría por qué. En cierta ocasión alguien tuvo la feliz idea de desprender los números de toda una fila de aquellas construcciones, y la confusión reinó entre los visitantes durante el tiempo que se tomaron en reemplazarlos. Deberían haberse dado cuenta de que el truco, como bien sabían los locales, era guiarse por los colores de las mamparas.

El verano estaba próximo, y las mañanas eran milagrosamente suaves. Tal vez por eso a una figura le importaba poco mostrarse muy escasa de ropa en uno de aquellos balcones, encajados entre marcos de acero con cristales armados.

La figura era claramente masculina, como atestiguaba la única prenda que llevaba, sus bóxers ajustados negros: alrededor de un metro ochenta; cuerpo esbelto, bajo cuya piel clara y sin vello se marcaban los músculos que el ejercicio había desarrollado; cabello rubio y desordenado, largo hasta más allá de los hombros; facciones regulares que habrían complacido sobradamente a Da Vinci. Se reclinaba contra la barandilla de piedra y se entretenía en contemplar a sus vecinos mientras apretaban el paso calle abajo o salían pitando con sus motocicletas.

El joven sacó un cigarrillo del paquete que había colocado en precario equilibrio junto a él, le propinó un par de golpecitos contra la piedra y lo encendió, saboreando con ansia las primeras caladas de la mañana. Corría una ligera brisa que movía las cortinas al otro lado de la puerta corredera, y las baldosas de piedra aún estaban heladas bajo sus pies desnudos. Se estremeció, pero su cerebro ni siquiera registró el frío, ocupado como estaba en observar a la gente allá abajo. Se le antojaban una gigantesca colonia de hormigas atareadas, una fila de oscuras obreras que parecían encontrar el camino a base de seguir el rastro de quienes las precedían. Él, en cambio, tenía todo el tiempo del mundo para hacer lo que quisiera. Podía tomar un desayuno de varios platos, estilo hobbit, o salir a dar un paseo, o volverse a la cama, si le venía en gana, y dormir unas pocas horas más. Rió para sus adentros; rió, y mientras lo hacía, ignoró la pequeña y habitual punzada de amargura.

Apuró el cigarrillo, arrojó la colilla al suelo y encendió otro. No, el plan del desayuno grandioso quedaba descartado, el frigorífico estaba vacío. Tendría que bajar al café y hacer una visita al supermercado antes de ir al gimnasio; o tal vez podría quedarse en casa, pedir comida por teléfono y saltarse la clase de esgrima... y con eso serían tres seguidas. O mucho se equivocaba, o alguien vendría pronto y lo obligaría a acudir a punta de espada... Interesante metáfora, se dijo el chico, tanto en el sentido normal como en el ligeramente pervertido. Salvo que en ninguno de los dos casos era una metáfora.

Se dio la vuelta y sus ojos pasaron revista a la porción de salón que se veía a través de la puerta. Estaba bastante desordenado, ya que ayer no se había dignado a abrir la puerta al servicio de limpieza. Más le valía quitar de en medio las cajas vacías de pizza, las latas de refresco, la ropa de las sillas, la guitarra y, sobre todo, los ceniceros llenos de colillas. Esperaba que las ventanas abiertas se hubieran encargado de ventilar convenientemente la habitación.

La guitarra. Aquellos últimos tres días habían sido intensos, probando la nueva Carvin que él le había regalado. No entendía mucho de guitarras, pero aquella sonaba increíblemente mejor que cualquier otra que hubiera tocado. Si no fuera por el color... Era un azul demasiado llamativo, y se había tenido que morder el labio al oír su confesión de que lo había elegido porque le recordaba a sus ojos; con aquello había agotado su cupo de cursilería para los próximos veinte años. Había estado tentado de pedirle que la cambiara, pero al cotillear en Internet y ver lo que había pagado por ella, se había quedado lívido. Cualquier protesta habría resultado mezquina, así que se la había quedado. Ya no recordaba dónde había dejado los auriculares: tres gloriosos días escuchando directamente el sonido que salía del amplificador, sin salir de casa, encargando comida para llevar... Aquella noche incluso se había quedado dormido en el sofá.




-Así da gusto levantarse temprano y salir a ver las vistas.




El chico volvió la cabeza a su derecha, sorprendido. Ah, aquel era su vecino, Evan, que se las había arreglado para salir al balcón sin que lo notara. Esa manía suya de abstraerse... Evan Torres vivía en el apartamento de al lado desde que sus anteriores ocupantes lo habían dejado vacío, con veladas alusiones a los molestos ruidos que su joven vecino era aparentemente tan aficionado a causar. Era un joven de unos veinticinco años, diseñador gráfico, y solía trabajar en casa. Alto, delgado, moreno, piel y ojos oscuros... atractivo, tras los cristales de sus modernas gafas de pasta. Gay; se lo había confesado tras oírlo enzarzado en la cama, o más bien en el sofá del salón. Y bebía los vientos por él, de eso no cabía duda. Su cabeza asomaba tras la mampara de cristal y era evidente que pasaba revista a las abundantes partes expuestas de su anatomía, y que su imaginación suplía con creces las que estaban cubiertas con la ajustada prenda negra. En aquel momento no podía decidir si sus ojos estaban fijos en su entrepierna o en el pequeño bordado de un tigre que decoraba la cintura elástica de su ropa interior. No es que le importara, en realidad; le resultaba halagador que se fijaran en él, y Evan era una joya de vecino. Soportaba estoicamente sus molestos ruidos, incluyendo los últimos días de aporrear la guitarra; de hecho había venido a verlo tocar, con una bolsa de hamburguesas y un pack de cervezas de importación. Flirteaba notoriamente, por más que el chico le hubiera dejado las cosas bien claras desde el primer momento. Torres sabía que no tenía nada que hacer, pero eso no lo amedrentaba; probablemente era un devoto adepto a la creencia de que la esperanza era lo último que se perdía.

Por su parte, el joven moreno sacaba el máximo partido de ver al regalo del cielo que era su vecino de aquella guisa. Mìcheal Munro poseía uno de aquellos rostros que llamaban la atención donde quiera que fuese, y que solía llevar gorro y gafas oscuras justamente para privar al mundo de esa maravilla, así de paradójica era la vida. Pero en su casa siempre se mostraba tan desenvuelto que valía la pena salir al balcón y espiar a través del cristal transparente, o sacar la cabeza aun con peligro de descoyuntarse, solo para tener una mejor panorámica de aquel placer para los ojos. Cuando volvía la cabeza y le lanzaba esa matadora mirada aguamarina, y le sonreía, bendecía su suerte por haber alquilado aquel piso en el quinto pino. Ya podía dar gracias porque su casero no se oliera lo que pensaba, pues si le hubiera subido el alquiler al doble, con toda probabilidad lo habría pagado para no tener que marcharse.




-Ah, hola, Evan -saludó el joven rubio, con una de esas sonrisas-. ¿Se me oía mucho ayer? Creo que se me fue la mano con el volumen.




-Qué va -mintió descaradamente el aludido-. Además, me encanta oírte tocar. ¿Cómo va tu composición?


-Composición... -Bajó la cabeza y refugió su turbación tras una profunda calada-. Yo no me atrevería a llamarla así. Oye, no vayas a decirle a nadie que toco, ni nada semejante, me moriría de vergüenza. Tú eres el único que lo escucha, y eso porque eres mi vecino, y a veces no tengo compasión y no enchufo los auriculares.




-Tranquilo, soy una tumba. Además, qué diablos, me siento halagado...




-Tendrías que sentirte halagado si fuera bueno, que no es el caso.




-Pues yo creo que sí que...




-Muchas gracias por lo del mural -lo cortó el joven, antes de que empezara a lanzarle cumplidos-. Ha quedado genial.




-No es nada, en serio. Llámame cuando quieras algo más.




-Sí, hombre... Ya te debo demasiados favores... Me gustaría darte algo a cambio, pero digamos que doy asco con los trabajos manuales.




-Siempre bebo de balde cuando voy al club, y allí las copas no son baratas. Seguro que ya me has pagado mi peso en whisky de doce años.




El más joven sonrió ampliamente, lanzó al suelo la segunda colilla y se dio la vuelta en busca de un tercer cigarrillo. Torres aprovechó para comerse su trasero con los ojos; estos subieron inevitablemente al único detalle de su cuerpo que rompía ligeramente la armonía: dos cicatrices, apenas dos discretas líneas blanquecinas, perfectamente simétricas a ambos lados de sus omóplatos. Ya las había visto antes, no era la primera vez que el rubio salía al balcón sin camisa. No eran más que una mancha blanca sobre un fondo blanco, y aun así...




-¿Cómo te hiciste eso? -preguntó, mientras su vecino hacía chasquear el encendedor.




-¿El qué?




-Las cicatrices de la espalda.




El chico se puso rígido. Apenas fue un segundo, pero el joven de las gafas notó que la pregunta lo había tomado por sorpresa y no le había resultado agradable. Se tomó su tiempo para responder, aspirando el pitillo con tanta decisión que parecía que daba la impresión de querer terminárselo en un par de caladas. Y entonces alguien cruzó la puerta corredera.

El recién llegado era, a su modo, tan llamativo como el joven Munro; alto e imponente, de los que agotaban el espacio de cualquier habitación a la que entraran; uno de esos hombres que sacudían los instintos primarios de las mujeres e implantaban en su cerebro la idea de que era el momento de ponerse a procrear, con la certeza que no encontrarían mejor materia prima... Si Evan Torres se hubiera planteado cuál era su tipo, debería ser aquel, sin duda. En alguna ocasión se había atrevido a fantasear, excitándose con solo pensar cómo sería quedarse sin respiración, atrapado bajo aquel cuerpo increíble. Pero las miradas que solía lanzarle eran tan asesinas que bastaba el mero recuerdo para ahuyentar cualquier pensamiento impuro, o para agarrotarle los dedos de la mano en mitad de la faena a su salud. Aquel era el tipo que tenía los derechos exclusivos para hacer gritar a su delicioso vecino.

Owen Faulkner era un producto de gimnasio de casi dos metros, cuyos anchos hombros hacían juego con su notoria altura. Su cabello castaño estaba recién cortado y pulcramente peinado hacia atrás; hacía poco que se había puesto en manos de un estilista, a juzgar por la manicura de sus manos. Su frente era alta y sus cejas daban aún más carácter a unos ojos grises como el acero, y cortantes como las esquinas de su poderosa mandíbula. Vestía un impecable y moderno traje gris que se ajustaba perfectamente a su cuerpo y llevaba corbata de seda y zapatos de piel gris marengo, algo extravagantes aunque dentro de los límites de la elegancia. Tenía veintiocho años y todo él proclamaba que su profesión debía ser algo fuera de los corriente: modelo, actor, o esposo florero de millonaria cincuentona bien conservada. Pero la verdad era que Faulkner era abogado; en defensa de las apariencias, y para ser justos, era un abogado de artistas.

En aquel momento tenía los ojos reprobatoriamente clavados en la silueta ligera de ropa de su pareja. Su mirada no tardó en desviarse hacia su vecino moreno, cuya figura se recortaba claramente tras la mampara de cristal transparente. Ante aquel objeto tuvo que reprimir un gruñido: cómo se las había arreglado el joven para romper uno de los cristales armados seguía siendo un misterio. Pero el necio de la historia había sido él, que lo había dejado ocuparse de la reparación en lugar de hacerse cargo personalmente; y en vez de sustituirlo por una de aquellas gruesas placas esmeriladas que se alineaban en la fachada, había dejado que colocaran aquel vidrio transparente que no ofrecía mucha seguridad, y definitivamente ninguna intimidad. El chico era muy dejado en lo que se refería a los aspectos prácticos de la vida.




-Owen... -se asombró el joven rubio-. Creí que llegarías más tarde...




-Hola, Mick. Pensé en darte una sorpresa de camino al despacho.




Faulkner se acercó a su compañero, que apartaba el cigarrillo y estiraba el cuello para responder al beso que sabía que recibiría. Había una tercera persona y deseaba escapar con un ligero roce, pero el abogado tenía sus propias ideas; rodeó con sus brazos los costados del más joven, lo apretó contra sí y se inclinó sobre sus labios en un beso voraz y concienzudo, forzándolo a separarlos para deslizar la legua de manera bien visible entre ellos. La típica manera de marcar su territorio. El chico lo dejó hacer, no sin cierto embarazo; por otro lado, tenía que reconocer que sus besos resultaban intoxicantes... Unos segundos más y comenzarían a temblarle las piernas, así que intentó apartarse poco a poco, bajando la cabeza y empujando suavemente sus hombros. Cuando juzgó que ya había causado el efecto deseado, Faulkner se lo permitió.




-Qué hay, Torres -dijo con desgana, sin entonación-. Si no te importa, volvemos adentro, tenemos cosas de qué hablar.




Y dejando al chasqueado vecino al otro lado del vidrio, tiró del joven rubio hasta el salón y cerró la puerta tras ellos.




-¿A dónde vas? -preguntó el más alto, sujetando al chico que pretendía abandonar la habitación.




-A lavarme los dientes, he estado...




No lo dejó terminar. Sus labios se cerraron de nuevo sobre los arcos rosados del joven, y entonces no buscaba alardear de su propiedad, sino que mostraba un interés genuino en volver a saborear una boca que no había probado en días. Sus manos se hundieron en sus rebeldes cabellos rubios, intentando domarlos.

Mìcheal se dejó llevar, disfrutando del beso. Durante la ausencia de su pareja no había tocado a nadie más y él siempre añoraba el contacto de otra piel sobre la suya... y aquella era la única que había conocido. Sus brazos enlazaron a su amante bajo la chaqueta, pero la fina tela le estorbaba, así que deslizó los dedos dentro de la cintura de sus pantalones, tirando suavemente.




-Para... -pidió Faulkner, dejando escapar su lengua con reluctancia-. Tengo que marcharme en seguida. ¿Quieres que llegue al despacho con el mástil enarbolando la bandera?




-Dios Salve a la Reina... -canturreó Munro, echando mano de la hebilla de su cinturón.




-No. Para -ordenó, sujetando sus hombros con fuerza. Su voz era firme, aunque era evidente que no le habría disgustado permitirle que siguiera-. Esta noche tengo tiempo para nosotros. Dios, Mick, ¿llevas horas fumando, o qué?




-Te dije que debía lavarme los dientes -respondió el rubio, ligeramente frustrado.




-Y evidentemente has estado fumando en el piso todo este tiempo. Apesta a tabaco... mierda, mira esos ceniceros. Te he dicho mil veces que no fumes dentro, es igual que hundir el morro en una montaña de cenizas...




El joven se liberó de sus brazos, puesto que no iba a catarlos; se recogió los largos mechones tras las orejas y tomó los sobrecargados ceniceros sin decir palabra, dejando caer algunas colillas. El hombre de cabellos castaños le lanzó una mirada oblicua bajo el ceño fruncido.




-¿Tienes que salir así al balcón? ¿Quedará alguien que no te haya visto en ropa interior? Parece que disfrutas poniendo cachondo al personal, incluido ese vecino tuyo cuatro-ojos.




-Te puede oír...




-Que me oiga. Siempre espiando al otro lado del cristal, lo que no pasaría tan a menudo si salieras vestido como es debido, y no...




-¿Qué más te da, Owen? No va a ponerme las manos encima. -Aquella era la respuesta para todo de Mìcheal-. Además, lo único que hago es mostrarle al mundo la increíble colección de gayumbos que estoy reuniendo, gracias a ti.




El joven se metió en la cocina. Su compañero suspiró; resultaba difícil de confesar, pero era cierto que era aficionado a regalarle ropa interior. Dada la manía del chico de no usar cinturones, con el pretexto de que le resultaban incómodos, las cinturas de sus pantalones siempre acababan revelando más de lo que debieran. Si aquel iba a ser el caso, al menos se ocuparía de que también vistiera con clase ahí abajo, y no con esos horrores baratos de mercadillo que él solía llevar con tanta indiferencia.

Miró a su alrededor. La casa era un desastre, y no esperaba menos. Siempre hacía lo mismo cuando que se quedaba solo: fumaba, comía cualquier cosa y escuchaba o tocaba música. Sus ojos se posaron en la flamante guitarra nueva. Al menos, pensó, le había gustado. Una sonrisa aleteó en sus labios. Cogió las grandes cajas vacías y comenzó a apilar basura sobre ellas.

Faulkner era un joven abogado brillante, como lo había sido su padre antes de aquel accidente de coche que le había costado la vida. Faulkner padre se había ocupado de los asuntos legales de la empresa de inversiones de la familia, y el puesto había sido heredado por su hijo mayor. El dinero nunca les había faltado; si Owen hubiera querido, habría podido vivir una vida despreocupada a costa de la cartera de su fallecido padre. Pero el joven era ambicioso y había decidido seguir la tradición, aunque sus intereses se habían encaminado a un sector, el artístico, que rozaba lo bohemio... o, al menos, esa era la anticuada opinión de sus conservadores parientes. Todos sus clientes estaban relacionados con la música y el espectáculo, de un modo u otro. Bien; no era un delito, que él supiera, y el dinero era dinero, viniera de donde viniese. De todas maneras, apenas se hablaba con su familia.

Puede que Owen Faulkner no tuviera tantos años de experiencia como sus colegas, pero era inteligente, tenía un inmenso talento y una capacidad de persuasión sin límites. Probablemente era esto último lo que lo había ayudado a abrir su propio despacho, con dos asociados y en vías de cazar a un tercero. Poseía un apartamento grande y lujoso en la zona centro, un Porsche que apenas salía del garaje y una cuente corriente tan abultada como para echarse a dormir sobre ella. Y he aquí que tenía que recorrerse media ciudad, hasta este barrio perdido de la mano del Creador, para poder ver a su amante de diecinueve años que rehusaba vivir con él, pero tampoco aceptaba un piso en un área más céntrica y más cara. Era para volverse loco. Y él, haciendo gala de esa locura recién adquirida, seguía accediendo a ello. Su mente continuaba acallando la pequeña voz interior que susurraba culpabilidad, y se engañaba con la quimera de su propia magnanimidad. Después de todo, se decía, es la única cosa seria que me ha pedido, y comprendo que quiera una cierta independencia. Además, el club está a medio camino, y se pasa allí la mitad de las noches. Y además... es muy cierto que no tengo que preocuparme, nadie le va a poner las manos encima. Le dejaré que juegue a ser adulto durante algún tiempo más; al final, acabará cansándose de vivir solo y vendrá conmigo a casa.

El abogado acarreó los desperdicios hasta la cocina, donde Mìcheal terminaba de lavar los ceniceros. En contraste con el resto del apartamento, aquella pieza estaba impoluta; quizás un tanto polvorienta por la falta de uso. El joven le daba la espalda, inclinado sobre el fregadero.




-¿Qué tal el viaje? -preguntó, emprendiéndola con algunos vasos.




-Exasperante. Ese niñato drogata no tuvo suficiente con meterse en la cama de una chica que resultó tener unos pocos de años menos de los que decía: tuvo que hacerlo, además, en Suecia. Joder, hace dos años que no toco la vía penal, y ya tiene una abogada sueca. Podrían haberme ahorrado la paliza.




-¿Y por qué fuiste tú? Podría haberlo hecho uno de tus asociados.




-Porque es uno de los de Finisatron, la productora musical, y el presidente me pidió que le hiciera el favor, con lágrimas en sus grandes ojos de pescado muerto. -Acercándose a aquella espalda desnuda y desprotegida, Faulkner acarició lentamente uno de los omóplatos y lo besó-. Probablemente quería que me asegurara de que el tipo no se iba a tirar también a su abogada sueca; menos mal que esta, al menos, es mayor de edad. -Su dedo índice trazó suavemente el surco de la cicatriz que lo flanqueaba-. Lo más importante es que no coincidía con ningún Día Marcado, o de lo contrario sí que los habría mandado a paseo. ¿Me has echado de menos? -Su lengua sustituyó al dedo; Mìcheal tembló.




-Si... si no vas a terminar lo que empieces, es mejor... que pares...




-¿Por qué? Mientras no me empalme yo, no hay problema. Quiero dejarte un recuerdo mío hasta esta noche.




La mano del alto abogado se deslizó sobre el algodón negro hasta la ingle del más joven. Sí: allí estaba el recuerdo, bien rígido sobre su bajo vientre. Sus dedos lo rozaron juguetonamente, con satisfacción.




-Esta noche me encargaré a conciencia de pagarte todos los atrasos de los días que he estado fuera -susurró junto a su oído, los cabellos rubios cosquilleando en su nariz-. Vaya... me temo que va a ser un día muy largo... -Los sensuales labios se cerraron alrededor del lóbulo de la oreja, mordisqueándolo-. No veo la hora...




-Esta noche voy al club... -La boca de Faulkner se paralizó de sopetón-. He estado encerrado en Casa desde el lunes, y uno de los bailarines no puede ir y yo he prometido que no faltaría... No querrás que decepcione a Toller...




-Que le den a Toller. Lo llamaré y le diré que se busque a otro.




-No. Tengo que ir. Ya sé lo que opinas de todo eso, pero es lo único que hago y no quiero ser informal. Además, el sábado es un Día Marcado y no podré...




El abogado espiró profundamente y se enderezó, apartándose.




-De acuerdo. Pero no te quedarás hasta muy tarde; no me hagas ir a sacarte a rastras... pues te aseguro que hoy lo haría. Y procura no agotarte, no creas que voy a ofrecerte compasión. -Rió entre dientes.




-No espero ni quiero ninguna. -Mìcheal también sonrió con malicia.




Faulkner lo miró fijamente, con un matiz de preocupación en sus ojos grises.




-En el salón he dejado una bolsa de comida casera -continuó al fin-. Y después irás a clase de esgrima. Sabes que no se trata de ningún juego, Mick.




Ah, pensó el joven, ya se ha enterado. Ya tardaba en dejármelo caer.




-Sí, Owen.




-Debo irme, o llegaré tarde. Si no vivieras en el culo del mundo, no tendría que correr tanto.




También estaba tardando en dejarme caer eso. Mìcheal no dijo nada, pero pescó un cigarrillo y un mechero y acompañó a su pareja hasta la entrada. El recibidor era amplio y vacío; una ancha pared blanca era lo primero con lo que los visitantes se topaban cuando atravesaban la puerta y la reja de barrotes negros adicional que el abogado se había empeñado en instalar. Siempre solía estar en penumbra, y en aquella oscuridad Faulkner se inclinó hacia su compañero y lo besó, antes de apretar el botón que abría la reja con un zumbido. Mick encendió el cigarrillo, y sus grandes ojos azules se iluminaron al recordar algo.




-Hey, Owen, mira esto.




Presionó el interruptor de la luz, y la pared se hizo visible. Sobre ella había pintadas una enormes alas negras, con tal realismo y lujo de detalles que daban ganas de acercarse a acariciar los estilizados contornos y estudiar al detalle las nervaduras de las plumas, oscuras y brillantes como la obsidiana.




-Te he dicho que no quiero que fumes... -dijo el abogado automáticamente, desde el otro lado de la reja. Al volverse y ver aquel fresco, el resto de la frase se le quedó trabado en la garganta. Lo contempló, con el ceño fruncido, hasta que sus ojos se volvieron al joven rubio-. ¿Quién ha hecho eso?




-He sido yo. ¿Te gusta? -respondió éste, tras pensárselo unos instantes.




Owen volvió a estudiar la pared.




-No mientas, Mick.




-...Vale, ha sido Torres. En un gesto de buena vecindad.




-No... no me hace mucha gracia que lo dejes husmear por aquí, y menos para hacer... eso. Además, le das falsas esperanzas...




Volvió a dejar la frase sin terminar, porque Mìcheal se reclinó sobre la pared, justo en medio de las impresionantes alas; tiró el cigarrillo al suelo de granito, extendió los brazos a ambos lados de su cuerpo, flexionó la pierna izquierda y estiró el cuello hacia atrás. Los cabellos rubios ocultaron parcialmente su bello rostro, aunque no lo suficiente para disimular su amplia y desafiante sonrisa. Las líneas de su cuerpo, apenas cubierto por su ropa interior, resaltaron con claridad sobre aquel fondo de plumas negras.

Faulkner lo contempló en silencio, a través de la reja de la puerta. Cómo lo deseaba... Igual que hacía tres años, o incluso más... Empujó inconscientemente los barrotes, pero el pestillo ya se había cerrado, separándolo de él. Se le antojó un hermoso pájaro, como la primera vez que lo viera después de...

Un hermoso pájaro en una jaula.

El acero en sus ojos brilló al endurecerse su mirada. Apretó los labios y soltó las frías barras de metal.




-Nos veremos luego, Mick. No tardes.




El abogado abrió la puerta y la cerró con estruendo a sus espaldas.





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