INTRODUCCIÓN
I:
El infinito no se puede abrazar con la
razón
El
maestro lanzó un juramento, se acercó a
la ventana, la abrió y dejó que
la luz bañara su rincón predilecto del
estudio. Eran las nueve de una brillante mañana florentina, y las
calles bullían bajo sus ojos merced al
trasiego de un millar de ciudadanos atareados. ¡Ah!,
pensó, Florencia ha dejado de ser un
agujero y se ha convertido en algo digno de contemplar gracias al oro
de esos astutos Medici..., y,
modestia aparte, gracias al talento e ingenio de artistas de nuestra
categoría. Y pronto, muy pronto, volveré
a realzar esa belleza con otra obra salida de mis manos. Suponiendo,
claro está, que ciertos patanes ineptos y perezosos dejen
de sabotear mi trabajo...
Inútil
era decir que el maestro no hacía gala
aquel día del mejor de los humores. Se
había levantado al alba, como de
costumbre, y se había encaminado a toda
prisa a la forja para reanudar la comisión más
importante de la que se ocupaba en aquellos días,
el orbe que se alzaría sobre la linterna
de Santa Maria del Fiore. Una pieza pequeña, en comparación
con la magnificencia del Duomo, pero
¡tan grande, a la vez! Allá arriba
sería visible desde toda la ciudad, casi
tocaría el cielo. Ya había
movilizado a todos los artesanos y aprendices, ya tenía
los moldes preparados para fundir las piezas... y, por tercer día
consecutivo, se demoraban en entregarle el cobre. Semejante falta de
seriedad no podía ser tolerada.
Había enviado a Pietro para que protestara
enérgicamente, aunque dudaba que la
molestia fuera a servirle de mucho.
Ahora
bien, él no era el tipo de persona que se
quedaba mano sobre mano, a la espera de noticias para actuar, así
que no tardó en
buscarse otra tarea. En un extremo de la habitación
descansaba una gran tabla con un encargo a medio terminar; un par de
jóvenes aprendices preparaban los
utensilios para que Pietro pudiera retomar el trabajo nada más
regresara. Además, debía concluir los diseños
de un pequeño querubín
en bronce. Sí, no le faltaban quehaceres,
pero no le apetecía dedicarse a ninguno de
ellos. Necesitaba sosegar el espíritu, y
sabía cuál era la mejor manera:
realizaría algunos apuntes para una nueva
obra que tenía en mente.
—¿Deseáis
que me coloque aquí, maestro? —preguntó
una melodiosa voz a sus espaldas.
El
maestro se volvió y estudió al
propietario de la voz, que había elegido
sin titubear el punto en el que recibiría
la mejor iluminación. Observó la manera
en que la luz incidía en su piel clara y,
decidiendo que era muy intensa, volvió
a cerrar el marco de pequeños vidrios
rectangulares. Asintió, al comprobar el
efecto y se acercó al caballete más
próximo, donde le habían
dispuesto una hoja tratada de color
gris.
El
muchacho que iba a ser su modelo aún no
había alcanzado la veintena, lo cual no le
había impedido convertirse ya en su
discípulo más
sobresaliente. Era muy satisfactorio para un mentor observar cómo
la materia prima con la que trabajaba se convertía en un producto de
primera calidad; satisfactorio y también
inquietante, sobre todo cuando los destellos de genialidad comenzaban
a alcanzar a los propios. Y qué decir del
físico con el que la naturaleza lo había
dotado. Dios sabía que él
mismo no poseía ninguna característica
notable, pero aquel joven... Paseó los
ojos por su figura alta y bien plantada, cuya musculatura incipiente
apenas cubría una simple camisa blanca que
le llegaba hasta la mitad del muslo; por sus cabellos rubios y
ondulados, que se había apartado del
rostro para despejar las bellamente cinceladas facciones; por sus
ojos azules, a los que el sol matutino confería
una cualidad luminosa y casi líquida...
Era hermoso. No importaba que, tarde o temprano, tuviese que dejarlo
marchar, inclinando, incluso, la cabeza. Por el momento era arcilla
que él podía modelar a su gusto, y
pensaba hacer buen uso de esa prerrogativa.
—Quítate
la camisa.
Resultaba
curioso el embarazo que sentía dando esa
orden. Él no
acostumbraba a retratar desnudos, solía
mostrar una consideración, siquiera
mínima, al pudor. Además, los aprendices
que zumbaban por la estancia lo incomodaban. Lanzó una
mirada aviesa a uno de ellos —el joven
Nicola—, allí plantado
junto al caballete, rascándose entre los
omóplatos con la ayuda de una punta de
plata; justo la que pensaba emplear para trabajar. Cuando se
disponía a decirle que se quitara de su vista,
conteniendo el deseo de abofetearlo, la blanca prenda que llevaba su
modelo aterrizó en el suelo. La imagen que
reveló aquel gesto tan
—secretamente— familiar y tan estimulante
capturó su atención; intachable y
completa desnudez... y, por una vez, legítima
y a la luz clara del día.
—Apóyate
en la pierna derecha y flexiona la izquierda... Sube más
la cadera... Bien, ahora arquea la espalda y déjate
caer en la columna sobre ambas palmas... No, los brazos están
demasiado rígidos...
Cuando
la pose resultó a su gusto, arrebató con
muy mal talante la punta de plata al crío
que la usaba de rascador, volvió a lijarla
y procedió a medir y encajar la figura.
Todo quedó en silencio. Apenas se oía
el suave crujido del papel y la madera, pues el maestro no se
mostraba paciente con quienes se atrevían
a hablar cuando estaba concentrado.
Fue
entonces cuando se dejó oír el ligero zumbido. No
pasó desapercibido en medio de la calma,
salvo, quizás, para el pintor, cuyos
sentidos estaban volcados en su trabajo. Nicola alzó las
cejas, buscando la fuente de ruido. El modelo no osó girar
la cabeza; sus pupilas, no obstante, lo hicieron al máximo,
tratando de imitar a su compañero.
Las
siluetas de tres pequeños triángulos
surgieron de la nada, a un metro del suelo, y refulgieron en el aire
con un brillo purpúreo. Formaban
entre sí otro triángulo
equilátero en vertical, de tamaño
considerable. Los espectadores que pudieron se frotaron los ojos,
preguntándose si el sol estaría
jugándoles una mala pasada. Al instante, las tres
comenzaron a girar.
Giraban
más y más rápido;
tanto, que el triángulo equilátero
se convirtió en un círculo
borroso, y el zumbido se hizo más intenso. Quizá
el pintor hubiera seguido ignorándolo de
no ser porque su modelo, incapaz de contenerse más,
se había vuelto hacia la increíble
aparición mientras el resto de los
presentes lanzaban grititos de asombro. Ahora bien, aunque
hubiese sido capaz de pasar eso por alto, no
habría logrado hacer lo mismo con el
cuerpo que surgió del círculo
flotante, voló por
la habitación y aterrizó a los pies del
inmóvil discípulo.
Los muchachos gritaron, ya sin disimulo, y salieron atropelladamente,
seguidos de cerca por su mentor, que se retiró
haciendo la señal de la cruz.
El
cuerpo que
había hecho su entrada triunfal en el
estudio del artista florentino resultó estar
bastante vivo, aunque algo confuso. Quienquiera que fuese poseía
una forma humanoide, cubierta de pies a cabeza por unos ropajes
negros muy ceñidos y extravagantes. Negro
era asimismo su cabello, y unas extrañas
gafas grises le oscurecían el área
de los ojos.
El
círculo se desvaneció
tras haber sido atravesado por la criatura, pero un nuevo juego de
triángulos se materializó en
el mismo punto, distribuidos esta vez en horizontal sobre el piso de
madera. De nuevo se produjeron el zumbido
y la vertiginosa rotación. Y del círculo
brotó... nada.
Aparentemente.
—Una
triangulación impecable, querido mío.
—Una voz burlona se hizo oír
en esa nada—. Apuesto a que has errado
las coordenadas y no has revisado la masa corporal. Nuestro estimado
supervisor utilizará conmigo ese tono suyo
tan glacial hasta que se me congelen las orejas, y todo por insistir
en dejarte programar tu propio transporte. Bien, más
me vale cazar a ese grupito que acaba de huir antes de que la
emprendan a gritos histéricos. —La
voz se alejó hasta la entrada. A medio
recorrido, añadió algo más—.
Ah, y otra cosa: dado que tú no te has
molestado en activar tu ocultación, yo
tampoco me he molestado mucho con la mía, así que
nuestro joven amigo no solo puede verte, sino también oírme.
Comprendo que desde ahí disfrutes de un
panorama inmejorable, pero conviene que vayas levantándote.
Con
una última risita, el ser invisible calló.
Y el compañero al que había dirigido el
discurso, que aún estaba tirado cuan largo
era en el suelo de madera, clavó la vista
en el par de pies desnudos que reposaban delante de sus narices.
Luego la subió, muy despacio, a lo largo
de dos piernas largas y bien formadas, hasta una ingle tapizada de
ligero vello rubio que le confirmó, sin
lugar a dudas, que aquella persona pertenecía
al género masculino. Tras demorarse allí
más de lo que habría
sido necesario para sexar al individuo, continuó sobre
un vientre y un pecho firmes y concluyó en un rostro cuya atención
estaba prendida en algún punto junto a la
puerta. El rostro se inclinó entonces
hacia él, vertiendo toda la curiosidad que
destilaban sus asombrados ojos celestes. Ambos se miraron.
Con
calma, para no asustar a su involuntario anfitrión,
el postrado visitante se incorporó. Al
hacerlo se permitió un paseo turístico
bien cerquita de su piel —todo hay que
decirlo—, hasta que sus miradas
estuvieron a un nivel similar; aquel joven
tenía casi su misma altura.
—Saludos.
No te asustes, por favor. —El rubio no
movió ni un músculo—.
Eh, quiero decir que es admirable que no te hayas asustado, después
de invadir de esta manera el recinto.
Seguía
estudiándolo, sin dar señales de
comprender. El visitante se percató de que
había estado empleando su propio lenguaje,
así que ahogó una
palabra malsonante y repitió las frases en
toscano.
—¿Habláis
mi idioma? —preguntó el
muchacho, maravillado—. ¿Quién sois?
¿Cómo habéis
hecho eso? ¿Sois un hombre, como yo? No,
imposible, pues, si mis oídos no me
traicionan, tenéis un compañero al que no
puedo ver. Y eso... esos son los atributos de los ángeles.
Solo que vos no parecéis un ángel...
Su
mano inquisitiva se estiró y manipuló el
cuello de las extrañas ropas negras. Luego se deslizó sobre
las gafas grises, rozando los morenos y cortos cabellos, y se atrevió
a tirar de ellas, desnudando unos intimidados iris
oscuros. ¿No era paradójico
que el intimidado fuera el invasor? Y, sin embargo, así era:
estaba amedrentado por su propia torpeza, por la avalancha de
preguntas, por la aparente falta de reacción
de aquel joven rubio, que no había huido
igual que los demás; por sus manos
intrépidas, por su cuerpo desnudo, por sus
ojos azules...
Aquel
zumbido que ya se había vuelto familiar
volvió a reverberar tenuemente en el
estudio. Sobre el purpúreo círculo
horizontal se hizo visible un tercer visitante, que hizo su entrada
de forma discreta y silenciosa y se acercó a
los otros dos. Llevaba el mismo uniforme negro y las mismas gafas
grises, si bien era más alto y atlético.
Su cabello castaño claro estaba recogido en una tirante cola de
caballo, sus labios tensos en una línea severa.
El
recién llegado lanzó un rápido
vistazo a la puerta. Luego contempló al
muchacho rubio y dio una vuelta completa en torno a él,
examinándolo de arriba abajo con
detenimiento. Su carencia de tacto era tan notable como desapasionado
su semblante.
No
obstante, la inspección fue recíproca.
—Eh...
Draa... supervisor... —Su camarada
tartamudeó, tratando de justificarse—.
La-lamento mucho mi aterrizaje, te aseguro que no se va a repet...
—Vuelve
a ponerte tu visor —lo interrumpió
en su propio idioma, con voz fría y átona.
La orden fue obedecida sin demora, después de que el joven rescatara
el mencionado objeto de los dedos que lo sostenían.
El hombre utilizó entonces el toscano para
hacerse entender por el florentino—. Hay
un asunto muy importante que debemos exponerte, así que
es preferible que nos sigas a un lugar menos público.
No te causaremos ningún perjuicio.
—¿No
es con mi maestro con quien deseáis
tratar? —se asombró el
interpelado—. Acaba de salir por esa
puerta.
—Sé
quién es tu
maestro y sé quién
eres tú. —De nuevo usó aquel tono cortante y
desapasionado—. Y es a ti a quien me
dirijo.
—Pues
yo estoy en desventaja, porque no sé quién
sois vos —contraatacó el muchacho, sin
perder las formas y sin amilanarse—. ¿Tendríais
la amabilidad de darme vuestro nombre?
El
visitante permaneció en silencio unos
instantes, ante la mirada de reproche de su camarada.
—Draadan
—respondió, al fin.
—Draadan
—repitió el joven, esforzándose
por imitar su manera de pronunciarlo—.
Nunca lo oí antes. ¿Solo
Draadan? —Ante la falta de respuesta,
alzó las cejas y continuó—.
De acuerdo, señor. En
ese caso, os diré que el mío
es Leonardo. Solo Leonardo.
—Si
estimas que podemos dejar el resto de las formalidades para más
tarde, ¿te importaría acompañarnos?
—Al notar la expresión
embobada de su compañero, se agachó,
recuperó la camisa blanca y se la lanzó a
su propietario—. Y puedes vestirte, si
quieres. De hecho, te lo agradecería.
***
Si
alguien le hubiera sugerido al aprendiz Leonardo que se codearía con
tres visitantes surgidos de la nada que podían
volverse invisibles a voluntad —y que no
eran ángeles, y puede que tampoco
demonios— quizá no
habría rechazado la idea de plano, pero,
sin duda, habría adoptado una postura muy
crítica. Y, no obstante, allí
estaban todos, en aquella casa desconocida y
deshabitada al noreste de los muros de la ciudad. La atmósfera
olía a viejo y el polvo flotaba en el ambiente
lleno de luz que penetraba desde un patio interior.
Algo le decía al muchacho que estaban
invadiendo una propiedad privada. Aun así, ¿había
mostrado reticencia a seguirlos hasta ella? En absoluto: los habría
seguido hasta la antesala del infierno, si hubiera sido menester.
Su
vista se paseó de uno a otro. Comenzó
por el más joven, el
que había volado dentro del estudio, y
continuó con el aparecido en segundo
lugar, a quien había reconocido por la voz.
Sus facciones eran atractivas, pasando por alto la expresión
burlona; sus labios llenos no dejaban de curvarse en una media
sonrisa cínica, y sus ojos rasgados, de un
inusitado color azul marino, se clavaban tan profunda y molestamente
como estiletes. El intenso brillo de su pelo moreno también
poseía un matiz azulado. Al igual que el de los
otros, su vestuario consistía en una pieza
ajustada y continua de un tejido negro desconocido para él;
tenía el aspecto de la piel curtida y un acabado
satinado, si bien debía ser algo
diferente, pues no despedía ningún olor. Su única
certeza era que les confería un aspecto...
muy sugestivo.
Por
último, se centró en
el que se había presentado a sí
mismo como Draadan. Era el único
cuyo rostro permanecía parapetado tras la
pantalla gris, con lo que no pudo distinguir muchos más
detalles. Debido a su posición, de cara a la
ventana, el sol bañaba su piel inmaculada
y arrancaba reflejos broncíneos a su
cabello castaño claro, que se mantenía
igual de disciplinado y tieso que él. El
joven aprendiz siempre se había
considerado alto, pero aquellos desconocidos lo eran más,
y ese a quien llamaban supervisor destacaba entre todos. Y, sin
embargo, se movía con una ligereza y una
agilidad casi felinas. Bajo su particular visión artística,
los hombres grandes solían ser desgarbados
y sin gracia; quizás habría de
revisar su opinión, pensaba, a juzgar por lo que
tenía delante.
Le
sorprendió que fuera su camarada, el de la
eterna sonrisita, quien tomase la iniciativa.
—Es
un placer saludarte cara a cara, mi querido Leonardo. Permíteme
que me presente: mi nombre es Navekhen. Ya conoces a nuestro
supervisor, Draadan, y a mi joven y nada discreto compañero Neudan,
que sabe cómo hacer una aparición
impactante. —El aludido le lanzó
una mirada de profundo reproche y luego bajó
la cabeza, turbado—.
Me alegra que te tomes nuestra intrusión
con tanta calma, cualquier otro habría
huido como alma que lleva el diablo. Tu maestro, sin ir más
lejos... Ah, aprovecho para decirte que no te preocupes, ni él
ni tus condiscípulos han sufrido ningún
daño. Mi único interés
fue asegurarme de que no cantaran más de
la cuenta. Eso habría resultado molesto para nosotros y mortal para
su reputación, porque, ¿quién
iba a creerlos, aparte de un inquisidor celoso de su trabajo?
—Y,
¿cómo os las habéis
arreglado para conseguirlo? Mi maestro goza
de gran prestigio y credibilidad. Nadie tomaría
sus palabras a la ligera.
—Tenemos
nuestros métodos que aún
no podemos explicarte. Bien, ¿qué sabemos
de ti? —El tal Navekhen volvió a
colocarse su visor—. Leonardo, hijo de Ser
Piero, notario establecido aquí, en
Florencia. Nacido en Vinci hace dieciocho años,
aprendiz de la bottega
o taller del maestro Andrea hijo de
Michele hijo de Francesco di Cione, llamado Verrocchio... Bla, bla,
bla... Altura... Peso... Ojos... Datos que podemos obviar, ya que los
hemos verificado de primerísima mano, ¿no?
Relaciones conocidas... Mira, eso es mucho más interesante...
El
muchacho frunció el ceño. El visitante sonrió con
suficiencia y se quitó las gafas.
—Quiero
que comprendas que conocemos muchas cosas, muchas más
de las que te gustaría. Y no —especificó,
al ver que su interlocutor se disponía a
decir algo—, tampoco puedo explicarte aún
cómo las hemos averiguado ni por qué.
De hecho, el primer motivo de nuestra visita es que nos ilumines
acerca de algunas particularidades de tu vida que escapan a nuestra
investigación.
Leonardo
abrió la boca de nuevo. Un brillo suspicaz
iluminó sus ojos entrecerrados.
—Y
ahora vas a sugerir que no entiendes por qué deberías
responder a un interrogatorio cuando yo mismo no suelto prenda
—adivinó el astuto Navekhen,
cuya sonrisa se hizo más abierta—.
Ah, no hace falta que te pongas de morros, todavía
eres joven y fácil de leer. Te amenazaría
con técnicas menos amables que una educada
pregunta para obtener lo que queremos, pero me gustas, muchacho, y sé
que tu curiosidad es más
fuerte que tú y que colaborarás
voluntariamente. —El visitante de los
ojos azul marino se acercó al florentino y
le dedicó una de sus particulares miradas
intensas—. Necesito que recuerdes:
¿alguna vez viviste un incidente
memorable, sufriste un accidente o recibiste un golpe que pudiese
dejarte algún tipo de secuela dolorosa?
Tienes que meditar bien la respuesta; es muy importante que no se te
escape ningún detalle, por pequeño que te
parezca.
—Yo...
—Leonardo enmudeció durante unos segundos. A
buen seguro no era ese el tipo de pregunta que se habría
esperado. Aun así, trató de hacer
memoria—. No... no recuerdo nada
extraordinario. Es decir, me he enfrentado a contratiempos, lo mismo
que cualquiera. En una ocasión me caí de
un árbol al trepar para observar un nido,
y en otra resbalé de lomos de un caballo.
Aparte de eso, las heridas habituales de cualquier crío.
Tengo buena encarnadura, así que no me
quedaron cicatrices.
—Lo
he examinado de cerca —Draadan rompió
su silencio con el mismo tono desapasionado de
antes, sin dejar de darles la espalda— y
no presenta marcas en la piel. Quedaron fuera de mi examen las
plantas de los pies, el perineo y áreas
adyacentes y el cuero cabelludo.
—Vaaaya,
has dejado una de mis zonas favoritas para mí. ¿No
es estupendo? Deberíamos concentrar ahí
nuestras pesquisas. ¿Estás
de acuerdo, Leonardo? —Navekhen alargó
la mano y la apoyó en su hombro. El muchacho no
retrocedió, si bien se tensó
ostensiblemente, a lo
que el hombre del uniforme negro reaccionó riendo
entre dientes—. Lástima
que, siendo realistas, lo más lógico
es comenzar por la cabeza. No te preocupes, no te haré daño.
Tras
colocarse de nuevo el visor gris, tiró del
florentino con suavidad y lo hizo volverse. Sus dedos se desplazaron
con gentileza entre los cabellos dorados para facilitarle el estudio
de la piel al descubierto.
—Sí,
he encontrado algo —confirmó en su
propia lengua, señalándole la parte posterior del cráneo.
Sin poder contenerse más tiempo, el joven
Neudan se acercó a mirar—. La
inoculación se produjo por aquí;
noto un abultamiento casi imperceptible y la concentración
enzimática es mayor.
—¿Qué...?
—El solo resignado
a medias conejillo de Indias se revolvió bajo
sus manos.
—Relájate,
mi encantador amigo. —Navekhen volvió
a emplear el toscano
y le acarició el punto mencionado—. Todo te será explicado
en su momento, pero ahora necesito saber algo.
Esta contusión, ¿cómo te la hiciste?
Debió resultar molesta, o dolorosa. Debió
causarte alguna impresión.
Trata de traerlo de vuelta a tu memoria.
Su
boca estaba mucho más pegada a su oído
de lo que habría resultado decente y
necesario, y se cuidaba bien de usar un tono suave. Semejante
intimidad infundía en el aprendiz una
inexplicable mezcla de sensaciones: a la par que le erizaba el
vello, le
provocaba una relajación
intensa, casi un trance.
Recordó...
—Tuvo
que ser cierto día —relató, hablando
despacio—. Yo tendría
unos catorce o quince años y me hallaba recorriendo el camino que
bordea el río Arno, en dirección a
Pisa. Había tomado el nuevo caballo de Padre para
adentrarme en una zona
que deseaba explorar. Las formaciones rocosas que se encuentran por
allí son tremendamente interesantes,
¿sabéis? Estaba
haciendo algunos esbozos, cuando descubrí una
caverna que debía ser mucho más
profunda que las demás. El arrastrar de
mis pasos resonaba en las paredes de piedra y, de repente, cesaba por
completo, como si... como si alguien hubiera dispuesto un gigantesco
muro de algodón para amortiguarlo en algún
recodo del oscuro corredor. El eco traía
sonidos perturbadores. Me sentía
atraído por aquella penumbra, deseaba
entrar, ver lo que me esperaba allá, en
sus entrañas... y,
al mismo tiempo, experimentaba un profundo temor a lo que pudiera
encontrarme, a algún monstruo de pesadilla
que acechase en las sombras.
»Entré.
Mi curiosidad me venció. Avancé
por el estrecho corredor todo lo que me permitió
la luz diurna, pues no llevaba ninguna otra fuente
de iluminación conmigo. Y vi...
»No
sé lo que vi; una jugarreta de mis ojos,
un truco de la mente, un destello púrpura.
De lo único que tengo la certeza es de que
perdí el sentido y, cuando volví
en mí, estaba confuso y dolorido. Supuse que me
había resbalado y me había
golpeado la cabeza, porque padecía una extraña molestia en la zona
donde vos... donde me estáis tocando. —Los
dedos se detuvieron, aunque no se apartaron—. Salí a
trompicones, subí al caballo y no sé
cómo me las arreglé para
regresar a casa. Al llegar, Padre comenzó a
gritarme por haber tomado el animal sin su permiso y haber salido sin
decir a dónde. Algo preocupante debió
notarme, porque se apaciguó; recuerdo voces
agitadas, y unos brazos llevándome a la
cama..., y nada más. Luego me dijeron que
me había pasado tres días
durmiendo, pero como me había
despertado en plena forma y no presentaba heridas, todos suspiraron
aliviados y no indagaron más allá.
Incluido yo mismo. —Se dio la vuelta con estudiada lentitud y
encaró a su interlocutor—. Y ahora
aparecéis vos, localizáis
una vieja herida sin cicatriz y me instáis
a narraros un incidente del que no podíais
tener noticia, puesto que nunca se lo había
contado a nadie.
—Sí,
admito que soy el primer sorprendido por haber
tenido la oportunidad de encontrarte. —El
hombre de cabellos oscuros sonrió con
astucia, esquivando ese comentario—. Dime, Leonardo, ¿serías
capaz de conducirnos a esa caverna, si te lo pidiésemos?
Intuyo que así es, ya que posees una
memoria magnífica, según
hemos podido comprobar. ¿Tienes algún
compromiso, digamos... ahora mismo?
—¿Realmente
no vais a revelarme nada? —Las cejas
rubias no perdieron su rígido frunce—.
¿Realmente esperáis
que os guíe por caminos desiertos hasta
una cueva perdida y oscura, sin tener la menor idea de quién
sois ni cuál es vuestro propósito?
—¿Por
qué? ¿Temes que pueda atacarte en algún
paraje solitario? ¿Crees que, de ser esa mi
intención —la mano que aún
mantenía sobre su cabeza se hundió entre
sus cabellos, tirando hacia él con
suavidad—, no lo
habría hecho ya?
—Navekhen-dabb,
no es necesario que lo amenaces —se sintió obligado
a aconsejar su camarada más
joven.
—No
lo dudo ni un instante. —El florentino
tragó saliva y replicó, sin apartar la
mirada—. Por más
que me defendiera, no creo que pudiese hacer
nada contra vos y vuestros amigos; sospecho
que uno sería suficiente para reducirme.
No intento resistir ni me niego a colaborar,
únicamente... necesito saber. Esta
situación es la más
extraordinaria que he vivido jamás y
necesito saber. Por mi vida, que no
repetiré ante persona alguna nada de lo
que salga de vuestros labios.
Navekhen
lanzó una mirada furtiva a Draadan, su
supervisor. Ningún movimiento delató
lo que este estaba pensando —o,
al menos, nada que Leonardo pudiese percibir—. Al
final, la sonrisa del visitante se diluyó.
—Buscamos
a alguien —confesó—, no a un terráqueo
cualquiera, sino a uno de los nuestros. Y ese alguien, en apariencia,
te encontró a ti primero y te hizo
servirle para un propósito que
desconocemos. Cualquier pista que nos lleve a él
es esencial, y ahora tenemos dos: un guapo aprendiz florentino y una
caverna. Hace tiempo que te observamos, joven Leonardo. Dado que la
simple observación no nos ha conducido a
nada, el siguiente paso era... acercarnos
más.
»Antes
de seguir hablando, hemos de garantizarnos
tu discreción. No es que no confíe
en tu palabra, encanto, pero existen dos importantes motivos por los
que debemos mantenerte bajo control, y el más
importante es tu propia seguridad.
»Necesitaremos
hacerte lo mismo que aquel a quien buscamos te hizo en su día.
—Los dedos volvieron a juguetear con su cuero
cabelludo—. Seamos sinceros, no era
esencial solicitar tu permiso; como bien has dicho, yo solo me
bastaría para hacer lo que quisiera
contigo. —Su sonrisa regresó—.
La cuestión es que me has caído en gracia, ya ves, y preferiría
que aceptases
ayudarnos por iniciativa propia. Nada malo
te sucederá y,
de hecho, es probable que obtengas algo maravilloso a cambio. ¿Qué
decides?
«No
a un terráqueo cualquiera»...
La cabeza de Leonardo daba vueltas. ¿Quiénes
eran aquellos hombres que no se consideraban terráqueos
cualesquiera? Y, lo más
importante: ¿acaso había
algo que decidir? No le estaban dando opciones, sino la posibilidad
de aceptar por las buenas o por las malas.
Ellos
sabían, y él
también, que no cabía indecisión
posible.
Tampoco
le importaba.
—Digo
que sí.
—Por
supuesto. —La mano intrusa se retiró
de su cabeza, entre una marea de finas hebras
rubias—. Draadan-mekk, ¿me
acompañas fuera?
Quiero comentarte algo, será cuestión de
un segundo. Neudan se quedará contigo, mi
pequeño amigo. Ah, y otra cosa: tutéame,
por favor. Todo ese formalismo del vos
no se hizo para mí.
Con
un guiño, el hombre se dio la vuelta y siguió a
su supervisor fuera de la estancia. La mirada del aprendiz se cruzó
un instante con la del frío
y silencioso Draadan; eso creyó, al menos,
pues no había manera de distinguir a dónde
se dirigían los ojos ocultos tras las gafas
grises.
Espió
el patio desierto a través
de la ventana de pequeños rectángulos de
vidrio emplomado. A la fuerza habían
debido salir por allí, así que, ¿dónde
se habrían metido? Extraño, todo era tan
extraño...
A
la vez que observaba, él era asimismo observado. Su tímido
compañero de habitación
no le quitaba ojo, impresionado por la bella estampa que ofrecía
bajo la claridad de la mañana. Llevaba un sencillo jubón
celeste sobre la camisa blanca y unas medias de color azul oscuro. En
contraste con su propio uniforme negro, era
una sinfonía de color. La imagen de aquel
mismo cuerpo —desnudo— que se había
grabado en sus pupilas poco antes volvió a
manifestarse ante él con fastidiosa
nitidez. Se sintió enrojecer hasta la
punta de los cabellos, más aún cuando el muchacho rubio
eligió ese preciso instante para girarse.
Entonces desapareció de la vista.
Fue
un acto reflejo tosco y estúpido. Aunque
tardó décimas de segundo en percatarse de lo irracional de su
comportamiento y volver a hacerse visible, comprendió que estaba
siendo muy infantil. Maravilloso,
sencillamente maravilloso, pensó, luchando
contra las ganas de embestir la pared con la cabeza por delante.
—Eh...
Me... me preguntaba... —balbuceó,
tratando de esconder su vergüenza—.
Quiero decir... Tres completos desconocidos se materializan frente a
ti de la forma más increíble,
te piden ayuda, te hacen preguntas, no te ofrecen ninguna respuesta a
menos que te sometas a algo que desconoces..., y tú mantienes
el tipo y lo aceptas todo con una calma extraordinaria, sin que te
tiemble la voz siquiera.
Leonardo
le devolvió la mirada. Una pequeña
sonrisa aleteaba en sus labios.
—Siempre
he sabido que en el mundo había cosas
maravillosas —respondió, al fin—
y que debía hacer lo
posible por encontrarlas y comprenderlas. Donde otros se conforman
con fe ciega, yo prefiero hacerme preguntas. ¿Por
qué aceptar siempre la palabra ajena,
cuando puedo experimentar y buscar mis propias respuestas? ¿Por
qué permanecer a oscuras, cuando puedo
encender una luz?
»Hace
mucho que dejé de creer que los ángeles
bajarían para iluminarme. No, no sois
ángeles; parecéis
personas igual que yo, y es todo lo que sé.
Mas de una cosa estoy seguro: el destino os ha puesto en mi camino y
pienso aprovechar esta oportunidad. Llegaré tan
lejos como pueda, tanto como me lo permitáis.
Y si tengo que sacrificarme
o pagar un precio por ello..., nombradlo, y haré todo
lo humanamente posible por satisfacerlo. No tengo otra opción.
»Ahora
que he visto la luz, no puedo quedarme en las tinieblas.
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