Dormía
en un lago de ira y savia.
La
savia siempre había estado ahí. Era lecho, sangre y aliento, y
fluía hacia la tierra gracias a las corrientes subterráneas de la
montaña. El agua era su única compañera. A veces le susurraba
historias del sol, ecos de voces o el chapoteo de pasos quedos; otras
se limitada a refrescarlo cuando todo alrededor estaba en calma.
La
ira era algo nuevo. Apareció el día que cesó el silencio, o quizá
un poco más tarde, en cuanto el agua dejó de refrescar y se volvió
venenosa. Sí, la ira debía proceder de aquel veneno. Le hormigueaba
bajo la piel desnuda como magma atrapado en roca, buscando una grieta
para emerger.
Él,
que se regocijaba en el hielo y en el fuego, ignoraba cómo aplacar
la quemazón de todo ese veneno. Gritó en sueños, parpadeó, se
revolvió. Llevó al límite sus fueras, pero no consiguió vencer a
la que había sido su prisión durante siglos.
Algo
crujió en el cristal de savia. Con un último estremecimiento, cerró
los ojos y esperó.
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