La
Maediam Corail era una visión digna de contemplarse: el bello rostro
reclinado en una mano perfecta, las mangas de finísima gasa que
apenas velaban el bien torneado brazo, los hombros cubiertos por una
multitud de pequeñas trenzas entretejidas con hilos de plata... En
su presencia, nadie desaprovechaba la oportunidad de mirarla a
placer, tanto como lo permitían las formas. De hecho, cuando
Caradhar acudió aquella mañana a sus departamentos privados, Nestro
ya estaba allí, dedicado a tan agradable tarea. No iba a
reprochárselo. A pesar de la diferencia de edad, él mismo
encontraba a aquella elfa irresistible.
Pero
cuando el dotado se hizo notar, al maestro de armas no le costó nada
volver la cabeza y darle la bienvenida con una sonrisa complacida. A
diferencia de su primer encuentro, el muchacho no interrumpía nada;
su presencia duplicaba el número de cosas hermosas que disfrutar en
la habitación.
—He
aquí a tu pupilo, Nestro —dijo la dama, señalándole al recién
llegado una silla—. ¿Sus habilidades marciales son dignas de tu
maestría?
—Lo
serán cuando termine con él, os lo garantizo. Aunque he de decir
que no carece de cualidades innatas para blandir la espada. —Nestro
soltó una risita y sus ojos chispearon. Caradhar entendió al punto
que no se refería a ese
tipo de espada.
—Celebro
oírlo. Por mi parte, sospecho que todo lo que hace es anhelar los
laboratorios de Llia'res.
—Sobre
eso no puedo hacer nada. ¿Es cierto, muchacho? ¿Prefieres rodearte
de brebajes malolientes que...cruzar hojas conmigo?
—No
alcanzo a ver para qué me servirá.
—Ya
te ha sido explicado. Entre las obligaciones de la guardia personal
del Maede está garantizar su seguridad.
—Garantizar
su seguridad... Ni siquiera he sido llamado a su presencia.
—Oh,
sé paciente. Mi marido no es amigo de pasearse en público, tendrás
que aprender a ganarte su favor.
—Me
sorprende que Llia'res aceptase dejar marchar al chico —confesó
Nestro—. Un pobre maestro de armas como yo es una cosa. Ahora bien,
un dotado... Mi vaiam Corail es, sin duda, muy persuasiva.
—Por
supuesto, mi hermano también está interesado en mantener una buena
relación entre las dos Casas. No sé si me estás halagando o
censurando, Nestro. —Corail arqueó las cejas en fingido reproche.
—Pongo
mi cabeza a vuestra disposición si alguna vez me atrevo a
censuraros, mi vaiam. —El maestro de armas la inclinó acto
seguido, en un exquisito gesto de cortesía—. Sabed que sería el
último en criticar esta o cualquier otra decisión que hayáis
tomado en el pasado.
Caradhar
asistió al intercambio de frases con curiosidad. La deferencia
inicial de Nestro a la Maediam estaba ahora entrelazada con pequeñas
alusiones a la debilidad que sentía por el dotado. Aunque prendía
en él una chispa de satisfacción, le hacía asimismo preguntarse si
la dama no habría de notar lo que sucedía entre ambos. A la salida,
Nestro hizo una nueva reverencia y se llevó su mano a la frente.
—¿Siempre
de mi lado? —preguntó Corail.
—Siempre.
Y,
haciendo gala de una gran audacia, el elfo la retuvo durante un lapso
de tiempo muy poco decoroso antes de despedirse. Al alejarse por el
patio interior, el dotado le preguntó, en voz baja:
—¿Os
acostáis con ella?
El
elfo de más edad parpadeó, tomado por sorpresa. Costaba trabajo
acostumbrarse al carácter tan crudo y directo del muchacho.
—Vaya,
vaya, no nos andamos con rodeos —bromeó cuando recuperó la voz—.
¿Por qué? ¿Celoso?
—No,
es simple curiosidad.
Nestro
le lanzó una mirada de advertencia.
—La
Maediam es muy hermosa, sí, pero también es una dama sobre cuya
honorabilidad no se puede arrojar una sombra. Es mejor que recuerdes
eso, Caradhar. Además... he de admitir, con cierto embarazo, que no
frecuento otras camas estos días. Mis jóvenes muchachas acabarán
por darme por perdido, ¿sabes? Tú agotas todas mis energías.
»Es
por ello justo, supongo, que yo pretenda agotar todas las tuyas.
—El
brazo más estirado, la pierna más adelantada, la espalda más
recta. Mal, mal, mal.
Dado
que la noche estaba al caer, en la sala de entrenamiento solo había
un puñado de elfos practicando. Todos eran novatos con sus mentores.
Aquellos que disfrutaban la ¿suerte? de contar con su propio
instructor personal recibían un entrenamiento más exhaustivo, pero
los instructores tenían sus propias obligaciones que atender durante
el día, así que las clases extras debían limitarse a los ratos en
los que estos quedaban libres. Tal era el caso de Nestro y su
apretada agenda de maestro de armas. Resultaba admirable que aún le
quedasen ímpetus para dedicar aquellas veladas a su nuevo pupilo...,
sin contar lo que solían hacer aún más tarde.
El
elfo era un maestro exigente que no dejaba nada a medias. Si se iba a
ocupar de adiestrar al joven, los dos se emplearían a fondo, y más
habría de valerles a aquellos delgados brazos ser capaces de
sostener una espada. Y durante semanas, y a pesar de las protestas de
Caradhar, se cercioró de que así fuera.
—Lanzas
la estocada como un niño de pecho, así no atravesarías ni un
pichón. He visto damas remilgadas en el comedor clavar el tenedor
con más energía que tú. No, no, te lo advierto: si dejas caer la
espada, la ira de los dioses no será nada en comparación con la
mía. —La sala se fue vaciando mientras Nestro seguía gritando
órdenes y haciendo comentarios sarcásticos—. No está mal esa
pose, te alabaría el esfuerzo si fueses cojo y manco. Y ahora
supongamos que conservas los dos brazos y las dos piernas...
El
maestro de armas se acercó a Caradhar y corrigió algunos de sus
fallos. Este casi dejó caer la espada ante la rudeza con la que su
mentor lo sacudió.
—Esto
os encanta, ¿verdad? —masculló el dotado, la comisura de sus
labios arqueada en una mueca cínica.
Nestro
miró alrededor; solo quedaban ellos dos. Visiblemente más relajado
desde su posición a la espalda del joven, con los dos brazos
derechos estirados en paralelo, acarició la muñeca que sujetaba y
deslizó la otra mano desde la esbelta cintura al vientre,
introduciéndola bajo las ropas. Algunos cabellos rojos se habían
soltado de la cinta y estorbaban el camino de sus labios hacia el
cuello. Tras apartarlos de un soplido, besó y mordisqueó con
pasión; la suficiente para dejar marcas rojas que desaparecieron
enseguida.
—Deberías
probar a tutearme, al menos en privado. Y por supuesto que me
encanta. Cuando empezamos te advertí que iba a hacer de ti un
espadachín decente, y aquí —palpó el bíceps y los abdominales
del joven— han brotado músculos que no estaban antes. Si me vas a
colocar siempre en el extremo que recibe —la mano sobre el vientre
se coló bajo la cintura de sus calzas— este es el único lugar que
me queda para reivindicar mi fuerza.
Para
satisfacción de Nestro, la respiración del dotado se tornó más
agitada. Atrás había quedado aquella idealización suya de un
Caradhar delicado al que podría manejar igual que a una de sus
amantes. A veces se avergonzaba cuando rememoraba la forma que tenía
de dominarlo en el lecho. Dónde habría aprendido aquel condenado
chico todo aquello y por qué no le permitía hacerle lo mismo
siquiera una vez, solo los dioses lo sabían. Jamás hablaba de sus
anteriores experiencias; cualquier tentativa de sacar el tema
desembocaba en un silencio hosco o una huida en toda regla. Bien,
quizá algún día cambiara de idea. Esperaría.
—Uh,
¿debo entender que la clase ha concluido por hoy? —preguntó el
dotado, entre jadeos.
El
brazo de la espada se rindió y la apoyó en el suelo. Nestro no
respondió, sino que arrancó la cinta del pelo con los dientes y
liberó sus cabellos, en los que sepultó el rostro. El aroma de los
dotados era dulce, diferente al del resto de los elfos. Aspiró con
deleite y lamió la piel de su nuca y de sus hombros.
—Estoy
cubierto de sudor. Deberías... ah... esperar a que tomase un...
—¿A
quién le importa? Hmmm... Así ya hueles y sabes mejor que nadie con
quien haya estado, es increíble. ¿Qué clase de conjuro has tejido
en torno a mí, maldito hechicero?
La
mano dentro del pantalón aceleró el ritmo. La que sujetaba su brazo
se deslizó hacia la zona por encima de los muslos y comenzó a
juguetear a su alrededor, hasta que Cardhar lanzó un gemido ahogado
y se estremeció. Entonces soltó el arma, que rebotó en la piedra
con un estridente sonido metálico. Nestro aguardó unos segundos a
que su respiración se calmara. Al sacar la mano húmeda de los
pantalones, sonrió.
—Has
dejado caer la espada. Ahora tendré que pensar en un castigo
ejemplar.
Era
el lugar más extraño para un encuentro con un miembro de una Casa
noble. Y, no obstante, allí estaba Caradhar, ante una puerta sucia y
despintada en uno de los callejones exteriores de la Zanja. Por
suerte para él, no había tenido que adentrarse en las entrañas de
aquel laberinto de proscritos y criminales. Hasta el más temerario
habría comprendido el peligro de acudir allí sin un guía local.
Tras
comprobar que el puñal de su bota estaba en su sitio, golpeó según
la señal convenida. La puerta se abrió al instante, desvelando un
amplio recibidor, un corredor decorado con elegancia, una fina cenefa
de frescos y candelabros de bronce. El contraste con la miserable
fachada era tan notable que le costó creer que no se había movido
de la peor parte de la ciudad. Fuera como fuese, el entorno no le
ofreció ninguna pista sobre la identidad del misterioso dueño, así
que se limitó a seguir a la silenciosa persona que le había
franqueado la entrada; una elfa, a juzgar por su silueta bajo la
túnica encapuchada.
Lo
hicieron esperar en una pequeña sala sin ventanas ni tapices, aunque
arreglada con idéntico gusto. La misma elfa de la puerta lo siguió
poco después con una bandeja de bebidas. Llevaba la capucha bajada y
Caradhar pudo contemplar su delicado rostro mientras le escanciaba
una copa de vino. Extraño
sitio para una chica bonita,
pensó. Poco imaginaba que la otra ocupante de la vivienda estaría
aún más fuera de lugar que ella: precedida por el susurro de la
seda al deslizarse, la Maediam Corail en persona hizo su aparición
en la estancia. El sorprendido Caradhar posó la copa y se levantó.
Corail le regaló una de sus sonrisas de miel, tomó asiento junto a
él en el diván de brocado y tiró de su mano para que la imitase.
—Mi
vaiam...
—Mi
querido Caradhar, me alegro de que hayas localizado la casa sin
percances.
—¿La
nota en mi escritorio citándome aquí era vuestra? ¿Por qué? Esta
zona es peligrosa.
—Cierto,
pero cuenta con una ventaja que no existe en Elore'il, la privacidad
completa. Es mi escondite secreto, mi refugio. Aquí podremos hablar
sin que nadie nos escuche.
Le
ofreció de nuevo el recipiente. Al sujetarlo, sus dedos se rozaron,
manteniendo el contacto el tiempo suficiente para que el joven notase
la suavidad de su piel. Ella no pareció ofenderse; sus párpados
cayeron de una manera que mostraba a todas luces lo cómoda que le
resultaba tal intimidad. Ligeramente turbado por aquel ambiente,
Caradhar lo vació y volvió a llenarlo. Aunque el alcohol no
intoxicaba a los dotados y él ni siquiera podía saborearlo, seguía
conservando la propiedad de infundir ánimos.
—¿De
qué queréis hablarme?
—De
muchas cosas. De tu estancia en la Casa, en primer lugar. ¿Te tratan
todo lo bien que te mereces? ¿Eres feliz?
Caradhar
le lanzó una mirada vacía, como si no entendiese por qué su señora
habría de molestarse en hacerle semejante pregunta. Sabiendo que se
esperaba de él alguna respuesta convencional, musitó:
—Yo...
supongo que sí.
—¿Hay
algo que eches de menos y que esté en mis manos ofrecerte?
—Mis
estudios de alquimia. Me dijisteis que tuviese paciencia pero ya han
pasado muchas semanas y nada ha cambiado. De hecho, esta es mi
primera salida autorizada de Elore'il desde que estoy allí.
—¿Te
sientes un prisionero?
—Me
gustaba acompañar a los aprendices en las visitas a Therendanar.
Solo es una jornada de viaje.
—Es
natural que Elore'il limite tus movimientos. Eres un recién llegado,
y demasiado valioso. Oh, mi pobre muchacho... —El roce sobre los
dedos se trasladó a la mejilla. Para ello, Corail acortó distancias
en el diván—. Te prometo que usaré mi influencia para conseguir
que te envíen fuera muy pronto. Entretanto, procuraremos hacerte la
vida más fácil. Aunque no todo ha sido tedioso, ¿no es cierto? He
oído que Nestro y tú habéis desarrollado... cierto grado de
proximidad.
—¿Hay
algún problema con eso? —inquirió un tenso Caradhar.
—En
absoluto, querido, si es lo que deseas. Cultivar la... amistad entre
varones nunca ha estado mal visto en los círculos nobles. Siempre y
cuando, claro está, se guarde un poco de afecto para las muchachas.
¿Te gustan las chicas?
—Sí.
—Me
alegra oírlo. —Corail apartó una hebra rebelde del rostro del
dotado y acarició su cabellera roja—. Y dime, ¿qué tipo de
chicas te atraen?
Estaban
tan cerca que sus rodillas se tocaban y el aliento cálido de la elfa
bañaba sus labios. En medio de la oleada de señales, ante aquella
mirada inequívoca, cabía una única interpretación: que ella lo
deseaba y lo había atraído a aquel agujero apartado para tenerlo
sin peligro de testigos. Caradhar estaba seguro. ¿Y por qué no
dejarse llevar? Era cautivadora y hermosa, tan hermosa...
Cuando,
ya sin más razonamientos, se inclinó y terminó de salvar la
distancia entre ambos, Corail interpuso la mano en su camino. Era
suave y tierna, pero dejaba claro que no pasaría de ahí.
—Caradhar,
aun con todo el afecto que has llegado ha inspirarme, más que ningún
otro elfo de Argailias, no podemos tomar esa senda —susurró.
—¿Es
porque estáis casada? El Maede no lo sabrá por mí.
—No,
no es eso.
—¿Entonces
por qué me habéis citado aquí? ¿Por qué no queréis continuar
ahora?
—Porque...
—Aspiró hondo—. Porque soy tu madre.
Las
cejas rojas del dotado casi se tocaron ante lo que consideraba una
broma incomprensible. Retrocedió hasta su extremo del diván y trató
de buscar una explicación en los rasgos de la Maediam. Al no hallar
ninguna, se levantó.
—Os
burláis —replicó, con voz átona.
—Acababas
de nacer, yo tenía apenas tu edad ahora y estaba soltera. Habría
sido un escándalo para Llia'res y el fin de todas mis expectativas,
así que lo oculté tras arreglar que te criasen en la Casa. A pesar
de nuestra separación, nunca he dejado de preocuparme por ti. Y
ahora... Ahora estás conmigo. Juntos de nuevo para conocernos, para
forjar el vínculo que siempre debimos tener.
—Nunca
habéis dejado de preocuparos. —Sus palabras sonaron tan gélidas
que fue imposible distinguir si encerraban resentimiento o ironía.
Tras ajustarse las ropas, alcanzó la puerta de la sala—. Es la
hora de mi entrenamiento. Si no deseáis nada más, regresaré a
Elore'il.
—¡Caradhar!
Sé que es difícil y no te pido que lo aceptes al instante, pero
medítalo. Escúchame, perdóname, dame una oportunidad. Todos estos
días juntos... ¿No sentiste que había algo especial entre
nosotros? Por favor, no te vayas así. —Lo alcanzó e intentó,
inútilmente, retenerlo. Suspiró—. Esperaré, esperaré el tiempo
que haga falta. Solo ten una cosa presente: no debes contárselo a
nadie. Si el rumor llegase a oídos del Maede, yo estaría perdida y
tú también.
»He
puesto mi vida en tus manos. Te ruego que consideres lo mucho que
significas para mí.
Ni
un grito, ni un reproche. Después de semanas de estudiar al
reservado e indiferente muchacho, la falta de reacción no habría
debido tomar a Corail por sorpresa. Pero ese vacío tan completo...
Había renunciado a otros medios, como la seducción o la promesa de
riquezas, para ganárselo. Había arriesgado lo indecible confiándole
la verdad. Había dejado atrás la seguridad de Elore'il, la
protección de sus guardaespaldas, para que nadie más averiguase su
secreto. ¿Sería capaz su hijo, que no manifestaba ninguna lealtad
hacia nadie, de mostrarse leal con ella? Poco podía hacer, salvo
confiar en su instinto y ser paciente.
Revivió
con inquietud el rostro de Caradhar al partir, luchando por recordar
si sus ojos solían estar tan fríos y desprovistos de interés.
Aunque no fue consciente entonces, el gesto no era nuevo entre ambos;
era la misma mirada que ella le dedicara el día en que le dio a luz.
Para
los aspirantes a
la guardia de Casa Elore'il había llegado el momento de realizar su
primera misión de campo, un paso decisivo en la consecución del
rango y la armadura oficial. Caradhar se las había arreglado para
formar parte del grupo. No era nada común que un dotado fuera
incluido en esas expediciones, y el hecho despertó suspicacias entre
algunos altos rangos, pero nadie se atrevió a poner pegas al visto
bueno del maestro de armas. El joven no se hacía ilusiones al
respecto: si bien le habría gustado creer que el permiso se debía a
sus propios méritos, sabía de sobra que era la Maediam quien estaba
detrás de todo, tal vez en un intento de recuperar su confianza. No
había vuelto a hablar con ella tras la revelación de la Zanja,
aparte de una entrevista fugaz y saldada con monosílabos; habría
podido decirse que la dama —su
madre—
respetaba su periodo de reflexión y lo sobornaba con la anhelada
salida que tantas semanas llevaba esperando. Nada en Caradhar
delataba lo que pensaba al respecto. Sentía verdadera curiosidad por
el lugar objetivo de la expedición y planeaba concentrar sus
energías en ello.
En
un agostado valle en medio de la frontera entre Therendanar y los
territorios élficos se agazapaban algunas de las consecuencias
vivientes de la rotura del tejido mágico y de la Gran Blasfemia.
Según había quedado registrado en algunas crónicas olvidadas, los
primeros experimentos que Therendas y sus discípulos perpetraron
sobre los tejedores de hechizos, cuando los alquimistas aún se
movían en la oscuridad, dieron como fruto terribles abominaciones.
Los
horrorizados humanos se libraron de ellas y pusieron gran empeño en
que sus fracasos no vieran la luz. Algunos de aquellos seres, sin
embargo, escaparon con vida de los laboratorios subterráneos. Cómo
llegaron hasta el valle, se ocultaron, se multiplicaron y
corrompieron la red de cavernas que serpenteaba en las entrañas de
las montañas a su alrededor seguía siendo un enigma hasta entonces.
Años
y años de práctica alquímica habían convertido el lugar en una
especie de vertedero a donde iban a parar los experimentos fallidos.
Por alguna razón desconocida, las abominaciones nunca lo
abandonaban, así que humanos y elfos se limitaban a emplazar
destacamentos de guardia en sus respectivas zonas de influencia,
junto con algunos audaces investigadores en sus laboratorios de
campaña. El pueblo llano rehuía la zona, conocida como el Valle de
Ummankor, y hablaba de aquellas tierras con temor supersticioso.
Casa
Elore'il tenía asimismo su propia agenda en Ummankor y sus
investigadores trabajando a las órdenes del Gran Alquimista. Ante la
falta de noticias de uno de los destacamentos se habían enviado
exploradores, cuyos informes reportaron la pérdida total de los
efectivos. Ese fue el motivo de que se organizase una nueva
expedición, integrada por los aspirantes y cierto número de
veteranos, para recuperar los cadáveres y todo el material posible.
El Gran Alquimista había hecho gran hincapié en el material.
El
emplazamiento estaba desierto. Los cuerpos muertos de varios elfos
yacían en el suelo del laboratorio de campaña, entre viales rotos,
libros deshojados y retorcidas piezas de metal. Los jóvenes guardias
—Caradhar incluido—, los oficiales y los alquimistas emprendieron
las tareas de recuperación.
Aunque
el dotado había recibido la orden expresa de permanecer con los
civiles, no desaprovechó la ocasión de apartarse del grupito y
fisgonear. Al final, algo llamó su atención entre los restos, el
lateral de un pequeño cofre decorado que sobresalía bajo una pila
de pergaminos hechos jirones. El sello del cierre, un ser mitológico
compuesto por partes de diferentes animales, le resultaba muy
familiar. No dejó de darle vueltas hasta que recordó que era el
escudo de armas personal del Gran Alquimista. Su instinto entró
entonces en juego y le susurró que debía hacerse con aquel objeto.
Tras cerciorarse de que nadie lo observaba, se acercó a la pila y
escamoteó el cofre deslizándolo en el interior de su armadura.
Las
labores de rescate se completaron en poco tiempo, con lo que su
estancia en Ummankor fue mucho más breve de lo que le hubiese
complacido. No opinaba así Nestro, quien lo recibió en Elore'il con
gran alivio, tras días de preocuparse por su suerte en los
peligrosos dominios de las abominaciones. En cuanto cayó la noche,
el maestro de armas se precipitó en su dormitorio, lo aprisionó
contra el colchón como solía y lo cubrió de caricias feroces antes
de rendirse y darle la espalda.
Caradhar
aún estaba despierto cuando lo sorprendió la madrugada. Nestro, en
cambio, había caído exhausto tras una intensa sesión para
recuperar el tiempo perdido. Al contemplar su atractivo rostro en
calma, el dotado reflexionó sobre las largas semanas que llevaban
acostándose y lo poco que sabían el uno del otro. No era que le
importase; después de todo, acostumbraba a dispersarse cuando el
otro parloteaba sobre sus hazañas con la espada o sus conquistas.
Ahora bien, ¿cómo habría de reaccionar Nestro si supiese uno solo
de sus secretos? Que le había robado material al Gran Alquimista,
que tal vez era el hijo bastardo de una noble...
Sacudió
la cabeza y se acomodó. Compartir intimidades únicamente servía
para meter a la gente en líos y por eso no lo había hecho nunca con
nadie. Los amantes iban y venían, los problemas tendían a quedarse.
Era mejor aprovechar la buena racha, aunque en el fondo sintiese un
prurito de curiosidad por saber qué había impulsado a la Maediam a
reconocer su parentesco tras todos esos años. Porque no era ningún
ingenuo, sabía que debía tener un motivo.
Siempre
lo tenían.
Justo
cuando Caradhar se rendía al sueño, Corail atendía en su salón
privado a su particular visitante misterioso de la voz profunda.
—¿Cómo
está? —preguntó ella sin rodeos—. ¿Se desenvolvió bien en
Ummankor? ¿Se expuso a algún peligro?
—La
zona estaba tranquila y bien defendida. No llamó la atención sin
necesidad ni se comportó de manera inapropiada. Excepto...
—¿Excepto?
—Poca
cosa, se quedó con algo que encontró entre los restos. Ordenaré
que registren sus pertenencias para averiguar qué es.
—Déjalo
estar. Es joven, tiene derecho a ocultar algún que otro secretillo.
Y dime, ¿qué está haciendo ahora?
—Durmiendo.
Con el maestro de armas, según es su costumbre.
—¿De
qué suele charlar con Nestro? —preguntó Corail al descuido
mientras jugueteaba con su colgante de plata—. ¿De qué charla con
cualquiera, en realidad?
—Ya
os respondí a eso, ni es un gran hablador ni se le da muy bien
escuchar. No suele relacionarse con nadie, menos aún desde que tiene
compañero fijo de cama. Responde a las preguntas de sus profesores y
poco más.
—Hmmm.
¿Y eso no ha cambiado en estos últimos días?
—No.
Debería preocuparos más otro tema: vuestras reuniones habituales
con esos dos han acabado por llamar la atención del Maede. Eso
traerá consecuencias.
—Sí,
supongo que no te falta razón. ¿Qué me aconsejarías al respecto?
—Creo
que es evidente, mantener las distancias.
—Ah...
—El colgante se soltó y le resbaló de las manos. No llegó a
tocar el suelo, pues su acompañante lo interceptó a medio camino y
se lo devolvió—. Mucho me temo... que eso
no entra en mis planes.
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