PRIMERA
PARTE
I:
Rojo, negro y plata
Existían
ventanas apropiadas para esconder secretos y otras hechas para
brillar bajo el sol del verano. En el ala este de cierta mansión
noble había un ventanal inmenso. Las decenas de vidrios emplomados
de sus hojas cerradas filtraban una bella claridad, pero la parte
superior, abierta de par en par, dejaba entrar la luz a raudales.
Encerraba en un marco amarillo al diván cubierto con una tela blanca
que alguien había arrastrado a sus pies.
Un
elfo descansaba con completa indolencia sobre este. Era joven —a
duras penas había abandonado la adolescencia—, aún de pequeña
estatura y con la complexión ligera de quien no se había ejercitado
asiduamente con las armas. Poseía, no obstante, un rostro muy
hermoso, enmarcado por la más asombrosa melena roja rubí. Aunque
por lo general le caía hasta la parte baja de la espalda, ahora
estaba esparcida, a la manera de un halo de fuego, alrededor de sus
hombros. Tan grande era el contraste de los mechones carmesíes sobre
la tela blanca como inadvertida pasaba la piel pálida de su torso
desnudo, lisa y libre de marcas o cicatrices; la complexión habitual
de todos los dotados.
El
elfo tenía los ojos cerrados y una expresión relajada. Se diría
que disfrutaba del momento, por más que la línea de sus labios
fuese recta y severa. Solo rompían la placidez de alabastro de sus
facciones los trazos de sus cejas y sus sedosas pestañas, de un rojo
similar. No llevaba otra cosa que las calzas; un par de botas yacían
a un lado del mueble, junto con su camisa. Al igual que el ventanal,
la suya era una figura hecha para resplandecer.
No
imaginaba que alguien lo estuviera observando. Otro elfo se había
introducido de puntillas en la habitación, aprovechando la multitud
de telas que cubrían el resto del mobiliario, las alfombras y las
cortinas para amortiguar el sonido de sus pasos. Al estar en medio de
una remodelación, las estancias de aquella ala eran un escondite
excelente. Su plan había sido sorprender al joven del diván con un
buen susto, pero al verlo así había cambiado de idea;
o, más bien, se había quedado boquiabierto, porque era la primera
vez que lo contemplaba bajo la luz del sol. Y no tenía palabras.
—Caradhar...
El
interpelado se incorporó del diván, movió el brazo para proteger
su rostro y abrió los ojos, revelando dos círculos brillantes del
mismo color que sus cabellos. Al comprobar quién había entrado, se
relajó.
—No
te muevas. Quédate como estabas, por favor.
El
pelirrojo volvió a tenderse con la mano haciendo de pantalla. El
recién llegado se acercó y lo contempló hasta que percibió las
primeras señales de impaciencia, hasta que mirar ya no fue
suficiente. Enseguida se sacó las botas y se escurrió fuera de su
propia camisa.
—Has
elegido un sitio curioso. ¿No entrará nadie? —preguntó Caradhar.
—No
quería estar en penumbra. Y merece... merece la pena. —El elfo
colocó la rodilla en el diván, con cuidado de no bloquear la
claridad que bañaba el cuerpo de su compañero, y se inclinó—.
Mañana te habrás marchado a Elore'il, así que deseaba algo
diferente. Te vas... La verdad, ya no me importa en absoluto si nos
oye toda la Casa.
Posó
la mano sobre el esbelto pecho, los ojos fijos en las dos areolas
rosadas de sus tetillas. Su lengua, atraída sin remisión hacia esas
únicas marcas de color en la piel del joven, se demoró un momento
sobre ellas. Con todo, no se olvidó de que había lugares aún
mejores de los que ocuparse, y las calzas de su compañero le
estorbaban.
Se
arrodilló y tiró con soltura de ellas para exponer el resto de su
cuerpo. Un miembro hermosamente cincelado comenzaba a despertar, así
que se aplicó a la tarea de alzarlo por completo. Tardó poco en
tener éxito y hacer brotar del extremo una gota de líquido
cristalino que la luz hizo centellear como una gema. Caradhar tembló,
pero no le permitió que continuase, sino que lo forzó a tumbarse
junto a él con un tirón de las sienes. Su lengua se hundió entre
sus labios, su mano en sus pantalones. El elfo gimió dentro de su
boca. Sentía la piel ardiendo y ya no distinguía si era por efecto
del sol o de su propio deseo.
De
las ciudades de los elfos, la más importante era Argailias, conocida
por los humanos con el nombre de Ciudad Argéntea. El apelativo no
derrochaba imaginación, pues las altas y estrechas torres del
Distrito de los Nobles y las cuarenta y nueve cúpulas que remataban
el palacio del Sennim,
el príncipe, brillaban bajo la luz con un fulgor plateado. Durante
las noches claras, los rayos de luna les arrancaban destellos
argentinos que servían para guiar a los viajeros.
El
Palacio de las Cuarenta y Nueve Lunas, morada del Sennim, había sido
construido en el corazón de la ciudad. A pesar de la extensa parcela
amurallada en la que estaba enclavado, no ocupaba una superficie muy
amplia; la particularidad de la arquitectura élfica era su
pretensión de llegar al cielo, no la de tocar los confines del
continente. No existía otro edificio más alto ni más esbelto, ni
obra mortal alguna que alcanzase a distinguirse desde más lejos. A
su alrededor se extendían sinuosas sendas ajardinadas, estanques y
macizos florales y, al otro lado del muro, las imponentes mansiones
del Distrito de los Nobles —con sus ocultos y secretos jardines
traseros y sus inmensos ventanales de vidrios emplomados—,
dispuestas en círculos concéntricos. La proximidad al centro, así
como la altura, marcaban el rango de las diferentes Casas.
Las
avenidas engalanadas con los blasones y colores de cada familia
desembocaban en el Distrito de los Mercaderes y las Instituciones
Públicas, cuya profusión de calles, canales, puentes, paseos,
plazas y demás elementos arquitectónicos imaginables planteaba un
desafío a los desorientados viajeros ocasionales. Y eso suponiendo,
por descontado, que hubiesen conseguido atravesar con éxito el
auténtico laberinto exterior de viviendas y la sombría área de los
bajos fondos, que los lugareños llamaban, con desprecio, la Zanja.
Casa
Llia'res se alzaba en el segundo círculo del Distrito de los Nobles.
Ni los tejados bajos exteriores ni las discretas líneas del aparato
burocrático y comercial eran visibles desde sus ventanas: el paisaje
estaba compuesto por una sucesión de cúpulas, torres y estandartes.
Era aquel un panorama único que, sin embargo, no bastaba para
conmover a Caradhar. Criado en la Casa prácticamente desde su
nacimiento, las oportunidades de ver el mundo exterior habían sido
escasas y muy valiosas. Para él, la belleza del corazón de
Argailias no dejaba de ser una cárcel, una que no abandonaría jamás
salvo para ir a encerrarse a otra jaula plateada. Era un dotado,
después de todo.
Los
escasos elfos nacidos con el Don eran considerados un bien muy
preciado, y lo normal era que los plebeyos enviasen a sus hijos e
hijas dotados a una u otra Casa. Desde una perspectiva objetiva, era
un joven afortunado, ya que las particularidades de su sangre le
habían abierto las puertas de una vida acomodada y una educación
exclusiva a pesar de ser un huérfano. Había tenido acceso al
laboratorio y la biblioteca de Llia'res, los centros del conocimiento
de cada familia de la aristocracia. Se había dejado instruir en el
arte de la lucha, aunque no mostrara una particular disposición para
las armas, y en todos los otros campos indicados por sus tutores. El
afecto de unos padres era una de las pocas ventajas que nunca había
disfrutado, mas tampoco echaba en falta algo que no conocía. Ni
sirviente, ni noble... Si acaso, lo único que seguía produciéndole
desconcierto era la ausencia de línea divisoria clara entre sus
pretensiones y sus limitaciones, puesto que ignoraba hasta dónde
habría de serle dado progresar en la vida. En su aparente docilidad
siempre había anidado un resquicio de ambición.
—¿Cómo
te sientes por tener que marcharte de Llia'res? —le preguntó su
compañero de diván desde su espalda. Caradhar se encogió de
hombros.
—No
siento nada en especial. Ya está decidido.
—Siempre
asumí que te dejarían ser miembro de nuestro laboratorio. Tienes
habilidades y..., el favor de personas de importancia.
Caradhar
era una cara muy conocida entre los alquimistas de Llia'res.
Resultaba curioso que un chico que ni siquiera era un aprendiz, y un
dotado, por añadidura, frecuentara un lugar vedado a extraños. Se
murmuraba que todo se debía al encaprichamiento de cierto alquimista
influyente que ya no se encontraba en la Casa. El elfo que en
aquellos momentos abrazaba al pelirrojo era, él mismo, un oficial
alquimista recién llegado al laboratorio, y ya estaba al corriente
de algunos chismorreos. Poco le importaban; después de pasar semanas
comiéndose al dotado con los ojos, este había aceptado al fin sus
avances. Y ahora el señor de Llia'res, el Maede,
había decretado que pasara a formar parte de una Casa del primer
círculo, Elore'il. Era injusto, pensaba, injusto y decepcionante. Y
al interesado ni siquiera parecía importarle.
—Apuesto
a que te hace feliz la posibilidad de visitar su laboratorio
—continuó el oficial, con una sonrisa no exenta de amargura—.
Dicen que es uno de los mejores. Apuesto a que seducirás a todos los
alquimistas que se crucen en tu camino.
—¿Hemos
venido a hablar o a otras cosas? —lo interrumpió el pelirrojo,
deslizando la mano por la cara interna de su muslo.
El
alquimista calló. Iba a añadir «Apuesto a que no me echas de
menos», pero se contuvo. Sonaba patéticamente sentimental y estaba
seguro de que no iba a obtener respuesta. Con él siempre era así:
un buen rato en la cama, poca conversación y ninguna sonrisa. Era
mejor resignarse, concentrarse en el roce de aquellas manos que tan
bien sabían lo que hacían, compartirlo un par de ratos, consciente
de que no lograría retenerlo.
—¡Caradhar!
¿Dónde estás? ¡Te están esperando! ¡Caradhar!
La
voz de un desconocido resonó en la galería exterior. Cuando se oyó,
a lo lejos, el sonido de la madera combándose bajo sus pasos,
Caradhar saltó del diván. La última imagen que le dejó a su
compañero fue la de su silueta a contraluz en ágil batalla contra
las calzas, la camisa, las botas y la cinta que anudaba su melena.
Acto seguido giró y abandonó el lugar a buen paso, sin lanzar ni
una mirada atrás.
A
Caradhar lo intrigó que un edecán de etiqueta le diese caza en la
galería y lo urgiese a bajar a uno de los salones de audiencias. Más
extraña aún fue la imposición de que ocultase sus ropas arrugadas
bajo una levita de gala. Él no estaba acostumbrado a los
formalismos, y por eso se sorprendió al entrar en aquella estancia y
descubrir a una dama de categoría sentada en el sillón principal.
Olvidándose
de las buenas maneras, estudió su majestuosa figura sin disimulo: la
altura que lo superaba, la larguísima melena, de un color muy
similar al de la suya, las facciones perfectas. Sabía quién era
porque la había visto en una visita oficial, aunque la distancia no
le había hecho justicia a su cautivadora presencia: se trataba de
una antigua hija de Llia'res y ahora miembro por matrimonio de
Elore'il, según atestiguaban sus aderezos de plata y las ropas con
los colores rojo y negro de la Casa. Se preguntó si iría a
convertirse en su dotado personal. ¿Qué otro motivo habría podido
tener para entrevistarse con él? La perspectiva de pasar los
próximos años junto a aquella belleza empezó a despertar su
interés.
La
dama no se irritó por su ausencia de modales. De hecho, mostró una
ligera sonrisa y se entregó a su propio examen, que concluyó con
una caricia junto a la comisura de sus labios. Bajo el roce de
aquellos dedos, Caradhar se estremeció.
—Hola,
Caradhar. Sabes quién soy, ¿verdad? La Maediam
Corail de Elore'il, esposa del Maede Killien. Llia'res
ha sido lo bastante generosa para desprenderse de un dotado como tú
y ofrecérselo a mi marido. Espero que el traslado de Casa no suponga
un problema. Créeme, no lo habría pedido si no considerara que te
aportaría muchas ventajas para tu futuro. —Caradhar enarcó las
cejas. ¿Desde cuándo una noble le ofrecía explicaciones a alguien
de su rango?—. Aunque tú no lo sabes, llevo interesándome por ti
durante mucho tiempo y quiero tenerte conmigo en Elore'il a toda
costa. Hay tantas cosas que deseo contarte... Pero no lo haré aquí,
ni ahora, cuando se supone que estoy visitando a mis parientes. Nos
veremos muy pronto, pues. Hasta entonces.
Una
nueva caricia en la mejilla, el musical deslizar de su vestido sobre
la alfombra... Caradhar no fue consciente de todo eso hasta más
tarde, ya a solas. El imperturbable elfo, de ordinario inmune a la
sorpresa y al asombro, acababa de hallar la horma de su zapato.
Para
llegar a Elore'il todo cuanto había que hacer era cruzar una avenida
y pasar el escrutinio de los centinelas. Imponentes con su librea,
los soldados pertenecían a la élite militar de Argailias y sus
habilidades apenas eran sobrepasadas por las de la guardia personal
del Sennim. Aunque fue un viaje muy corto para un Caradhar que
anhelaba ver el mundo, le permitió al menos descubrir las maravillas
de aquella Casa del primer círculo cuyo prestigio no desmerecía
ante ninguna otra.
Ya
que era incapaz de competir en altura con el palacio principesco, la
magnificencia de Elore'il descansaba en su belleza, en las
estilizadas agujas que se estrechaban hasta rozar las Cuarenta y
Nueve Lunas, en las ventanas y estatuas de plata, en las vidrieras
abiertas en las torres y muros superiores. Ese entramado sutil de
vidrio y metal convertía la parte alta del edificio en un prisma
gigantesco que filtraba la luz y derramaba haces rojos, negros y
plateados. Al traspasar el portón ya se hacía patente la genialidad
de los constructores, pues pocas eran las zonas abiertas que no
disfrutaban de esta iluminación natural. Y de qué manera... El
espacio entre las escaleras dobles de la entrada se perdía en las
alturas y destellaba bajo un mosaico de rayos solares coloreados. Ese
día no le fue permitido recorrer el acceso principal y contemplar
sus maravillas, pero incluso en las salas y corredores secundarios
había diseminadas claraboyas que se prestaban claridad unas a otras
en su escalada hasta las plantas superiores.
Aprovechando
un alto del sirviente a cargo de guiarlo, Caradhar retrocedió por la
galería que había estado siguiendo y empujó una puerta
entreabierta. Tras cerciorarse de no llamar atención, se aventuró a
espiar lo que había al otro lado, que resultó ser una sala circular
muy bien iluminada y cubierta de frescos dispuestos en orden
cronológico, como si contasen una historia. El joven no era un gran
aficionado a ese tipo de arte. No obstante, al descubrir de qué
trataba aquella narración sin palabras —una historia antiquísima
y que ya conocía muy bien por haberla escuchado desde su niñez—,
empezó a analizarla con curiosidad. La escena inicial representaba
las tierras firmes conocidas —los bosques élficos al sur, los
territorios humanos al norte— a la manera de un tapiz donde se
entrelazaban miles de hebras de colores; un símbolo que cualquier
alquimista principiante habría entendido, porque hablaba de las
primeras leyendas sobre el origen de su oficio. Hablaba de magia.
Hubo
un tiempo en que la magia era la fibra que mantenía unido el tapiz
del mundo, según opinaban los eruditos. Cuando los hombres y los
elfos se encontraron por primera vez, la magia era un talento que los
recién nacidos heredaban, igual que la belleza, la altura o la
resistencia a las enfermedades. Y los elfos se maravillaban de que
unas criaturas de apariencia tan tosca como los primitivos humanos
fueran capaces de tejer en el Telar —el nombre que ellos daban al
arte de la conjuración— casi con idéntica soltura a la de los
elegidos élficos. No
era de extrañar; cuando los antepasados salvajes de estos, los
Silvanos, abandonaron la penumbra de los bosques donde se escondían
y aprendieron a comunicarse mediante palabras, a construir objetos
útiles y a tejer vestiduras delicadas y poderosos hechizos, los
humanos aún guardaban muchas similitudes con los animales, y la raza
más antigua los evitaba. Sucedió, sin embargo, que los hombres
hallaron su propia voz y descubrieron que el talento de la magia no
les había sido negado. Y los elfos, que eran comprensivos y no
habían olvidado sus propios comienzos oscuros,
aprendieron pronto a tolerarlos: ya en la segunda escena se
apreciaban a varios de estos, con sus orejas puntiagudas y sus
cabellos de brillantes tonalidades, aguardando al borde de la
arboleda a que un grupito de sabios
humanos acudiesen a presentar sus respetos y solicitar consejo sobre
el dominio mágico. Con
el tiempo, del simple contacto en las fronteras se pasó a un
relativo entendimiento entre ambos mundos, por más que nunca
llegaran a mezclarse.
Los
humanos gozaban de excepcionales condiciones físicas por entonces.
Nada comparado, cierto, a la prodigiosa longevidad de los elfos.
Estos solían considerar a los humanos como niños, carentes de la
virtud de la paciencia y con vidas demasiado cortas para aprenderla.
Puede que estuvieran en lo cierto, pero muchos hombres ya se sentían
amenazados por esas criaturas de vidas mucho más largas que las
suyas, y miraban con desasosiego a aquellos que eran capaces de tejer
en el Telar. En la tercera escena se plasmaba la clara división
entre los tejedores, rodeados de un halo de energía mágica, y los
mortales carentes de saber arcano. La impaciencia y la desconfianza
plantaron la semilla de la envidia entre estos últimos, en cuyas
largas ramas fructificó el miedo.
Fue
entonces cuando surgieron los primeros alquimistas, quienes rompieron
la hebra del tejido mágico. Los humanos nacidos sin el talento, que
no deseaban estar a merced de aquellos con los que la naturaleza
había sido más generosa, buscaron reemplazar a la magia con medios
mundanos. Imitando a las escuelas de magia, se abrieron gremios de
alquimia en los que cualquiera podía acceder a un conocimiento que
otorgaba poder..., siempre y cuando se contase con el oro necesario.
El fresco correspondiente reproducía con minuciosidad los
antecesores de los modernos laboratorios, sus ingeniosos
instrumentos, sus pergaminos y la recién creada clase de estudiosos
que prepararon
el camino para el florecimiento de las nuevas disciplinas: biología,
medicina, botánica, mineralogía.
No
pasó mucho tiempo antes de que la orden de alquimistas se percatara
del gran esfuerzo y tiempo que habían de invertirse para lograr
cualquier avance, por pequeño que fuese, y que, a pesar de todo su
empeño, no había pócima, preparado, bebedizo, ungüento o fórmula
que alcanzase a competir en igualdad de condiciones con la energía
primordial y básica de la magia. Y entonces, Maese Therendas sugirió
lo que, durante mucho tiempo, fue dado a llamarse la Gran Blasfemia:
la experimentación en personas con el talento.
El
maestro Therendas, o Maese Therendas, tuvo la fortuna de trabajar a
la sombra de hombres poderosos y la particularidad de ser persona de
pocos escrúpulos. Según el retrato de aquel muro, no era un humano
con cualidades físicas sobresalientes, si bien debía poseer las
dotes de liderazgo necesarias para convencer a toda una comunidad de
sabios. Albergaba la firme convicción de que solo usando especímenes
con el talento podría la alquimia aspirar a igualar a su
contrapartida arcana. Nadie recordaba, por fortuna, los horrores que
en nombre de la ciencia llegaron a cometerse. De los primeros
estudios realizados sobre cadáveres pronto se pasó a la utilización
de sujetos vivos, y los experimentos conducidos sobre ellos llevaban,
con excesiva frecuencia, al mismo desenlace, la muerte. Las escenas
que narraban esos años aciagos, las más macabras de todas, habrían
herido la sensibilidad de muchos espectadores; por suerte para
Caradhar, él no se contaba entre los débiles de estómago.
Las
actividades de Maese Therendas y sus seguidores se hicieron del
dominio público. Aun cuando el número de los tejedores de hechizos
nunca fue muy alto, estos aunaron esfuerzos y opusieron resistencia,
dado que el alcance de la magia excedía en mucho al de una alquimia
todavía en pañales. Figuras con halos de energía destruían
alambiques, frascos de productos químicos, libros de fórmulas.
Quizá hubiesen hecho estallar un conflicto sangriento de no ser por
aquellos elfos que, privados del talento y seducidos por los
prometedores secretos de la ciencia, renunciaron a sus tradiciones
centenarias de veneración a la magia y se volvieron del lado de los
alquimistas. Los primeros pares de orejas puntiagudas aparecieron
representadas entre el personal de los laboratorios. Con la discordia
morando en el corazón del mundo élfico, la balanza se inclinó
hacia los fabricantes de pócimas.
La
alquimia resultó ser ineficaz a la hora de desentrañar el misterio
de la magia, pero de alguna forma se las arregló para asfixiarla.
Maese Therendas, ya en su vejez, y sus seguidores, descubrieron que
determinadas sustancias, administradas a personas con el talento,
eran capaces de extirparlo paulatinamente hasta casi hacerlo
desaparecer. La amenaza del dominio de una minoría de órdenes
mágicas dejó de ser una realidad. Los halos dejaron de brillar
entre los personajes de aquellas escenas.
El
veneno que ahogó el talento pasó de la sangre de los padres humanos
a sus hijos. Idéntica suerte se abatió sobre la raza de los elfos,
provocando el cisma que devolvió a los tradicionalistas a la
profundidad de los bosques mientras el resto construía ciudades para
morar cerca de los hombres. El original mapa del tapiz transformó
una gran extensión de bosque virgen en la gran Argailias, al borde
de la frontera con el principado humano de Therendanar, bautizado así
en honor al maestro. La alianza entre ambas potencias hacía temblar
a los demás territorios. Una sucesión de escenarios de conflicto
desfilaron ante los ojos rojos de Caradhar hasta desembocar en un
último grupito de elfos Silvanos perdiéndose entre los árboles,
cerrando así el círculo recorrido desde su salida inicial. Desde
entonces los elfos vivieron vidas más cortas, aunque el último
resto de magia de sanación conocido, el Don, sobrevivió en la
sangre de unos pocos de ellos, a quienes se llamó dotados.
En cuanto a los alquimistas, expandieron sus conocimientos y su poder
a través de los años, convirtiéndose en la nueva élite. Maese
Therendas ya nunca fue recordado como el responsable de la Gran
Blasfemia, sino como el patrón de la ciencia.
Los
delicados trazos del dibujo de una elfa dotada cuya sangre cerraba
las heridas de un general atrajeron la atención de Caradhar. Aún
más lo hizo el arco de piedra tallada que marcaba el acceso a otra
área del edificio. Dada la temática de los frescos, ¿habría sido
descabellado suponer que aquella entrada conducía a los
laboratorios? Por desgracia para él, le fue imposible continuar con
su vagabundeo; su guía en la Casa lo localizó y le pidió que no
volviera a apartarse de su lado.
El
dormitorio que le habían asignado tenía una ubicación poco
convencional, entre los alojamientos de la guardia y los de los altos
funcionarios. Su magro equipaje estaba ordenado en el armario. Poco
tiempo tuvo para vestirse y acomodarse, ya que un nuevo edecán se
presentó con órdenes de escoltarlo a las plantas superiores.
La
Maediam Corail aguardaba en un salón al abrigo de oídos curiosos,
con las contraventanas entornadas y algunos tapices que permitían el
paso a muy poca luz. Aunque a Caradhar le chocó que la dama hubiese
elegido aquel entorno en penumbra para recibirlo —debía ser la
habitación más oscura que había pisado desde su llegada—, no
hizo ningún comentario. Iluminada o no, a él le bastaba para
examinar a su señora. Su vaporosa túnica roja y el cinturón de
eslabones de plata le conferían una gracia aún mayor que la
exhibida en su previo encuentro.
—Bienvenido,
Caradhar —lo saludó, con una sonrisa—. Siéntate aquí, a mi
lado. ¿Puedo ofrecerte algo de beber? Y ahora, cuéntame: ¿que
opinas de tu nueva Casa? ¿Te satisface tu alojamiento?
—Es
amplia y hermosa y mi cuarto está bien —respondió él, un tanto
abrumado por las atenciones, las preguntas, y la proximidad de
aquella belleza—. Si me informáis de cuáles son mis
obligaciones...
—Ya
habrá oportunidades para eso. Primero quiero saber cosas sobre ti.
—No
entiendo, ¿qué hay que saber? Y, sea lo que sea, ya habrá llegado
a vuestros oídos, o no me habrían permitido entrar en una Casa del
primer círculo.
La
sonrisa de la elfa se transformó en suaves carcajadas.
—Eres
joven, pero inteligente. Y bastante directo y deslenguado. Vamos,
compláceme. ¿Qué tipo de vida has llevado hasta ahora? Y habla con
toda franqueza, tienes mi permiso.
—¿La
normal de otros como yo? No tengo padres y Llia'res me acogió. Me
formaron, me permitieron completar mi educación en el laboratorio.
Era interesante.
—¿Te
agrada la alquimia?
—Siempre
quise ser aprendiz. En Llia'res y en el Gran Laboratorio de
Therendanar afirmaban que tenía habilidades. Supongo que para un
dotado eso está fuera de la cuestión. —Se encogió de hombros.
—Estoy
sorprendida, no es fácil para un no iniciado frecuentar los lugares
de trabajo de los alquimistas. Me pregunto cómo lo hacías, teniendo
en cuenta que ni siquiera nuestros oficiales tienen libre acceso a
Therendanar. ¿Es de suponer que te conseguiste... amistades
importantes?
El
rostro de Caradhar se congeló en una mueca aún más fría. Era
obvio que no le apetecía profundizar en ese tema.
—Si
lo sabéis, no veo la necesidad de preguntar.
—No
lo haré, pues. No deseo que te sientas incómodo. ¿Sabes, Caradhar?
Somos dos extraños en una Casa que no es la nuestra, hemos de
convertirnos en aliados. —La mano de Corail se posó sobre la del
joven, casi al descuido—. En cierta manera, es responsabilidad mía
que estés aquí, así que haré cuanto pueda para facilitarte las
cosas.
—¿Responsabilidad
vuestra?
—Mi
matrimonio con Killien fue muy ventajoso para mí y para nuestra
Casa. Por desgracia, ha faltado un detalle para colmar las
expectativas de mi marido: un heredero. No sería una buena esposa si
no tratase de complacerlo hasta que se produzca el... feliz
acontecimiento, así que le pedí a mi hermano Larsires, el Maede de
Llia'res, que te permitiera unirte a la Casa Elore'il en muestra de
buena voluntad a su cuñado. Al principio se negó, ya que los
dotados son muy valiosos y tú eres el más prometedor de todos,
pero... Bien, digamos que soy una elfa persistente.
—Entonces
soy un regalo.
—Ese
es un término inapropiado para alguien que va a ver muy mejorada su
posición. Piénsalo, estamos en el primer círculo y mi
marido es primo del Sennim; nobles con tal rango se cuentan con los
dedos de una mano. Tendrás los mejores profesores de arte,
literatura y etiqueta, recibirás el mejor entrenamiento marcial...
—Me
gustaban mis visitas al laboratorio —afirmó, hosco y empecinado.
—Querido,
cualquiera puede convertirse en aprendiz de un laboratorio. Pero el
hecho es que, cuando se tiene tu Don, hay que aspirar a lo más alto.
El sitio de los dotados es junto al Maede; cuando hayas cumplido tu
tiempo de entrenamiento, el Maede Killien no renunciará al
privilegio de añadirte a su guardia personal. Entonces cualquier
puerta te será abierta, incluida la del laboratorio.
—¿Es
cierto que es el mejor de Argailias? —Por primera vez, una pequeña
animación brillaba en los ojos de Caradhar.
—El
Gran Alquimista de la Casa es uno de los mejores, de eso no cabe
duda. La posición que ocupa mi marido no se debe solo a su
parentesco con el Sennim, como pronto podrás comprobar —musitó.
Había cierta tirantez en su voz al pronunciar estas palabras—. Ya
te lo he dicho, completa tu entrenamiento y te será permitido
continuar con tu formación alquímica, si es lo que deseas.
Entretanto, haré que Nestro en persona se ocupe de ti. Es nuestro
principal maestro de armas, y era parte de mi escolta cuando abandoné
la Casa materna. —La dama hizo sonar una campana de plata. Al
momento, la puerta del fondo se abrió—. Nestro, conoce a Caradhar,
tu nuevo protegido.
El
joven
se volvió de inmediato hacia el recién llegado, un elfo alto y
atractivo de penetrantes ojos oscuros cuya complexión y maneras
gritaban su condición de guerrero. Llevaba una espada al cinto y la
armadura con la librea plateada, roja y negra de Elore'il, cubierta a
medias por una larga melena oscura suelta sobre los hombros. Al
acercarse a ellos se hizo evidente que su interés en el protegido
era superficial, mientras que la deferencia a Corail, en cambio, se
apreciaba en cada gesto. Con gran delicadeza tomó la mano extendida
de la dama y se la llevó a la frente, en un saludo a medias entre el
respeto y la intimidad. Ante la mirada censuradora del caballero, que
no aprobaba la confianza con la que ocupaba un asiento junto a la
Maediam, Caradhar se pegó a la esquina. Ignoraba muchas cuestiones
sobre el protocolo, incluyendo el hecho de que un maestro de armas
jamás se tomaría la libertad de sentarse junto a sus señores.
—Mi
apreciado Nestro, este joven dotado pertenece a Llia'res, igual que
nosotros, y es muy apreciado para mí. Confío en que pondrás todo
tu empeño en hacer de él un miembro indispensable del séquito de
mi marido.
—Sabed
que, por mi parte, seré el profesor más devoto —respondió el
maestro de armas. Su voz se correspondía con la marcialidad de su
aspecto, si bien estaba teñida con una chispa de vehemencia.
Caradhar, que no era dado a percibir ese tipo de emociones, llegó a
preguntarse si no habría algo más profundo entre ellos.
—¿Le
enseñarás también tus secretos mejor guardados? —La sonrisa de
Corail desplegó todo su encanto.
—¿En
alguna ocasión os he desobedecido? Le enseñaré a... derrotarme, si
es eso lo que pedís.
—No
tanto, amigo mío, no tanto. Me bastará con que haga honor a nuestra
Casa.
—Ya
estáis al tanto de que mañana parto al norte para escoltar un
despacho del Maede. Sus lecciones darán comienzo a mi vuelta, y ni
un día más tarde.
—¿Y
qué he de hacer entretanto? —inquirió Caradhar.
—Hablar
cuando te pregunten, muchacho.
—Oh,
no seas duro con él —lo disculpó Corail, para suavizar el tono
cortante de Nestro—. He sido yo quien le ha pedido que hable con
franqueza. Caradhar, este es un lugar nuevo para ti y hay mucho por
descubrir, aprovecha este pequeño paréntesis. Explora la Casa,
conoce a sus habitantes, diviértete... Sí, diviértete cuanto
puedas y de la forma que prefieras. Eres muy joven, la juventud hay
que aprovecharla.
»Nestro,
no quisiera que hicieses esperar al Maede Killien. Tú también,
Caradhar, eres libre de marcharte por ahora. Te volveré a llamar muy
pronto. Hasta entonces...
Sus
dedos volvieron a acariciar la mejilla del dotado, tal cual recordaba
este de su primer encuentro. Olían a flores de púrpura, aunque el
joven no percibió el aroma, y eran suaves, con un roce más intenso
del que cabría esperarse de una noble casada. Y sus ojos... Esos
iris velados por largas pestañas rojas eran tan directos que habrían
sumido en la confusión a cualquiera. Caradhar conocía esa mirada.
Ya la había recibido muchas veces en su corta vida y siempre
significaba lo mismo. Esperaban algo
de él.
Mas
no tuvo tiempo entonces de indagar qué era. Después de que él y
Nestro se marcharan, cada uno por donde había venido, Corail volvió
a hacer sonar la campana. Una doncella colocó un servicio de té de
plata ante ella y se esfumó como si nunca hubiese estado allí.
Cuando la taza tocaba sus labios, una voz profunda pronunció a su
espalda:
—¿Desde
cuándo os han atraído tan jóvenes? ¿No es muy crío para que
pretendáis seducirlo?
Ningún
ruido —ni el de la puerta al abrirse ni el de sus pasos al
acercarse— había delatado la presencia de un extraño. Aun así,
la dama, que debía estar acostumbrada a tales apariciones, no se
inmutó. Sin volverse siquiera, posó el recipiente en el plato y
replicó:
—No
pretendo seducirlo, trato de ganarme su lealtad. Mi intuición me
dice que será un aliado muy valioso en el futuro. Partidarios no me
sobran en esta Casa, ya lo sabes.
—¿Para
qué lo necesitáis? Ya me tenéis a mí.
—Tus...
servicios han sido poco útiles en el asunto que nos traemos entre
manos.
—¿Y
los suyos no lo serán?
—Veremos.
Tengo otros planes para él; planes que no son de tu incumbencia, por
si pensabas preguntar. Eso significa dos cosas: la primera, que te
abstendrás de escuchar tras las puertas sin notificarme, y la
segunda, que garantizarás en persona la seguridad del muchacho.
—¿En
persona? Eso es imposible y lo sabéis. Mi sitio está con vos.
—¿Acaso
no soy libre de disponer de ti según convenga a mis intereses?
—No.
—La voz sonó forzada—. Me ocuparé de ello pero no directamente,
se lo encargaré a otro. Responderé por él, si es lo que os
preocupa.
—Bien.
No olvides que es muy valioso para mí.
—Jamás
he olvidado nada concerniente a vos, mi vaiam.
El
silencio repentino reveló a Corail que volvía a estar sola. Con
calma, continuó saboreando su taza de infusión.
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