La
luz moribunda dejó de proyectar sombras en el interior de la
habitación. La lluvia comenzó a caer; pesados goterones de agua
repiquetearon contra las vidrieras. Caradhar se tomó su tiempo para
llegar a la cama y se despojó de la armadura muy despacio, pieza por
pieza. Después se sentó y desabrochó los cierres de su camisa de
cuero mientras miraba por la ventana. Durante un momento, su atención
fue capturada por el espectáculo de las gotas golpeando las piezas
de vidrio rojo, gris e incoloro. Durante un momento, se permitió
recordar...
Al
los dos días de su regreso de Ummankor, Caradhar se ausentó del
entrenamiento y se deslizó en su dormitorio para buscar un
escondrijo permanente donde ocultar su botín, la caja con el sello
del Gran Alquimista. Sus deberes y la proximidad de Nestro se lo
habían impedido hasta entonces. A pesar de sus precauciones, casi
fue sorprendido en medio de la tarea por la llegada del mismo maestro
de armas, quien, tras abrir la puerta de forma teatral, se reclinó
en la jamba con una sonrisa orgullosa en los labios y una jarra de
vino viejo en la mano.
—Felicidades,
exaspirante,
tu
vuelta de Ummankor de una pieza ha impresionado a los oficiales. Que
conste que no lo dudé ni un segundo. Es decir, tu esgrima es penosa,
pero seguro que has desarrollado una increíble agilidad para salir
corriendo cuando las cosas se ponen feas. —Al notar el ceño
fruncido del joven, el maestro de armas sonrió con picardía y se
aproximó para besarle el cuello y acariciarle las mejillas—. Sabes
que bromeo. Me tomo muy en serio todo lo que hago, no dejaría que te
pusieras en peligro si no confiase en tu habilidad. ¿Sabes? Estoy
muy satisfecho de nuestros progresos entrenando juntos. Tal vez
debiéramos celebrarlo.
—Tal
vez debiéramos. —Las manos de Caradhar, más osadas, se colaron en
la parte trasera de las calzas de Nestro—. Échate en la cama,
sobre el estómago. Yo empezaré los preparativos.
Los
labios del maestro de armas se inmovilizaron durante unos segundos
sobre el cuello del joven. Luego lanzaron un suave gruñido.
—Uno
de estos días perderé la paciencia y te haré pagar con creces la
audacia de esa lengua tuya —murmuró—. Pero si vamos a jugar, es
mejor que corramos el cerrojo.
—Tiemblas
ante la idea de que alguien abra esta puerta y se encuentre a Nestro,
el maestro de armas, ofreciéndole la espalda a alguien como yo.
Nestro
se enderezó para taladrar al joven con sus profundos ojos oscuros.
—Sí,
tienes razón, me resultaría embarazoso que se hiciera público que
una cosita de tu tamaño me pone a cuatro patas cuando le apetece.
Por otro lado, también sé que muchos me envidiarían por disfrutar
la posesión exclusiva de esa hermosa cosita pelirroja, así que...
Si eso es lo que quieres, dejemos la puerta abierta de par en par.
Que cualquiera que pase sepa a qué nos dedicamos tú y yo.
Había
tal decisión en las palabras del elfo que Caradhar se sintió un
poco cohibido; no dejaba de ser un jovencito enfrentado a alguien
mucho más experimentado que él. Sin apartar la mirada, deslizó las
manos intrusas fuera de sus ropas y dijo:
—Puede
que sea mejor si corremos el cerrojo.
Nestro
sonrió de oreja a oreja.
Era
una jornada de celebración en Elore'il, el juramento de lealtad de
las nuevas incorporaciones a la guardia personal del Maede. Los
jóvenes elfos y elfas vestían con orgullo su primera librea
tricolor oficial y aguardaban, en posición de firmes, en la sala de
armas. Desde su puesto en la fila de afortunados, Caradhar observaba
de reojo la estancia, engalanada para el evento con pendones y
escudos en las columnas de madera, alfombras de junco —para
representar el ambiente espartano donde debían formarse los
soldados—, soberbias armaduras pertenecientes a los antiguos
señores y panoplias con armas de gala en las paredes. En cierta
manera, su marcialidad le recordaba más a la de los humanos que a la
que solían expresar otras Casas nobles, o al menos eso creía; en
Llia'res no se hacía tanta ostentación bélica. Era en el extremo
de honor, la tribuna con el sitial del Maede, donde se rompía esa
severidad militar: alfombras y tapices rojos y negros, muebles de
oscuras maderas exóticas con incrustaciones de plata, colgaduras...
Era como si Killien no se contara a sí mismo entre la larga fila de
antepasados guerreros, y, por lo que se murmuraba de él,
posiblemente fuese cierto.
La
entrada del Maede en carne y hueso, rodeado por su guardia, puso fin
a las meditaciones del dotado. Lo seguía de cerca su consorte,
Corail, vestida con toda la magnificencia que requería la ocasión.
Sin poder evitarlo, Caradhar dirigió su mirada a la dama, cuya
belleza se había diluido en cierta medida a la luz de sus
revelaciones. ¿O era que ya no podía dirigir hacia ella sus deseos
porque compartían sangre? Una cierta repulsa se había unido a la
atracción natural que le inspiraba, un sentimiento confuso que no
sabía interpretar y, cosa extraña para él, lo desconcertaba.
Durante unos segundos, sus ojos se encontraron. Corail apartó
entonces la vista, con un pretendido interés en ajustar los pliegues
de su manga.
La
atención del joven pelirrojo se centró entonces en Killien, el
temido Maede a quien contemplaba por primera vez. Su figura y su
porte no se le antojaron impactantes, pues no poseía ningún rasgo
significativo aparte de su cabello y sus ojos muy claros. No
obstante, era obvio que los que le rodeaban —Corail incluida—
contenían la respiración para satisfacer al instante el más mínimo
de sus deseos. El contemplar a su presunta madre en semejante actitud
le hizo arquear las cejas. O bien era una actriz consumada o algo en
la persona de Killien provocaba ese efecto, puesto que no imaginaba
que la altiva Corail tuviese una personalidad tan sumisa.
Tras
un paréntesis de discursos grandilocuentes durante los que el Maede,
hundido en su sitial, exudó tedio por todos sus poros, este decidió
acercarse a los nuevos guardias y examinarlos uno por uno. El tiempo
se detuvo; los sonidos se apagaron para los intimidados jóvenes,
salvo la voz de su señor.
—Bienvenidos.
Vuestro capitán os ha dado una valoración positiva en vuestra
primera misión, a pesar de que no habéis logrado complacer también
a nuestro Gran Alquimista en las tareas de salvamento. —Rio entre
dientes—. Un objetivo de dos... Yo diría que no es un gran éxito,
pero a mí me gusta formarme mis propias opiniones, así que he
venido a comprobar en directo qué material tenemos aquí. Y para
empezar... Para empezar quiero que os postréis y me juréis
obediencia, en prueba de vuestra lealtad a la Casa Elore'il.
Como
movidos por una fuerza irresistible, todos los guardias hincaron la
rodilla en tierra y humillaron la cabeza. Caradhar reaccionó medio
latido más tarde, mordiéndose los labios por quedarse atrás en la
perfectamente ejecutada coreografía. Espió a sus compañeros por el
rabillo del ojo. La falta de expresividad en sus rostros, la postura
humillada y rígida... Había algo antinatural en todo aquello y no
lograba distinguir el qué.
Era
parte de la ceremonia que los futuros guardias mostrasen sus
habilidades en combates de exhibición. Aunque el duelo aún no era
uno de los puntos fuertes del pelirrojo, se relajó cuando comprobó
quién era el novato que le habían asignado de oponente. Impetuoso,
obvio en sus ataques, el muchacho tendía a dejar un flanco al
descubierto durante las peleas. Era cuestión de tiempo o de astucia
guiar sus movimientos en una determinada dirección para explotar esa
debilidad y procurarse la victoria.
Con
los duelos completados no quedaba sino asistir al momento en que los
nuevos defensores del Maede recibían su espaldarazo, pero Killien
parecía tener otros planes. Volviendo la vista hacia su consorte,
preguntó:
—Querida
mía, concedámonos un poco más de diversión. Por favor, señaladme
cuál de nuestros jóvenes ha logrado capturar vuestro interés.
Para
desmayo de Caradhar, Corail apuntó hacia él sin titubear. El Maede
hizo una señal al capitán y le susurró algo al oído. La respuesta
debió serle grata, ya que se acercó al dotado con una amplia
sonrisa, lo tomó por el mentón para que alzase la cara y lo estudió
con ojos burlones. Caradhar no se engañaba al respeto; Killien
estaba al tanto de quién era él y de la parcialidad que su esposa
dispensaba a los miembros de su antigua Casa. La petición había
sido un mero golpe de efecto.
—Así
pues, tú eres mi nuevo tesoro, el dotado con el que mi respetada
esposa ha tenido a bien obsequiarme —prosiguió—. Bien, bien. He
oído que Nestro te ha entrenado en persona. Veamos si lo ha hecho
con eficacia o si se ha guardado demasiados trucos para sí. Ya
sabes, para impedir ser superado por su discípulo. Enfrentaos para
nuestro entretenimiento sin armaduras, tan solo con un par de espadas
de honesto acero. Dadnos un buen espectáculo.
El
Maede se acomodó en su sillón mientras Caradhar y Nestro se
despojaban de sus protecciones, elegían sus espadas y las blandían
para comprobar su balanceo. La ojeada nerviosa del elfo más veterano
se desvió de su pupilo a su reverenciada Corail, detalle que no pasó
inadvertido a Killien. Humedeciéndose los labios repentinamente
resecos, Nestro hizo un gesto a su contrincante y ambos tomaron
posiciones.
Al
principio cruzaron espadas con cautela y a distancia, en una calmada
evaluación de sus respectivos temples. Para Caradhar resultaba
difícil disimular cuán frustrado estaba. Su mentor, mucho más
experimentado que él, conocía al dedillo sus habilidades y sus
limitaciones. Tarde o temprano le vencería, lo que supondría
iniciar su carrera en la Casa con una derrota. La perspectiva no lo
complacía en absoluto.
Entonces
se percató de que Nestro no estaba poniendo toda el alma en el
combate. Fuera cual fuese la causa —influencia de su madre o
iniciativa propia—, Caradhar aprovechó tal circunstancia. Al
fin y al cabo,
se dijo, no
es más que una exhibición.
Aumentó la intensidad de sus ataques y aventuró un par de mandobles
que pasaron rozando la piel del elfo de más edad, que luchaba a la
defensiva. Dado que el joven comprendía que su pericia no era
suficiente para desarmar a su contrincante con métodos
convencionales, trató de usar la fuerza, la velocidad y una maniobra
inesperada: balanceando la espada con toda la potencia de que era
capaz, asestó un fuerte golpe a la hoja de su maestro para hacerle
perder parte de su agarre; luego la rotó en sentido contrario e
impactó cerca de su empuñadura. Nestro soltó el arma, trastabilló
y cayó sobre una rodilla. No bien su cuello recibió la amenaza del
filo de Caradhar, los dos elfos se volvieron hacia su vanim.
Era
fácil suponer que el maestro de armas se había dejado ganar. En
cualquier caso, los labios de Killien se retorcieron en una sonrisa
tan desagradable como la mirada triunfal que dedicó a su consorte.
—Bonita
escena, mi pequeño dotado. En cuanto a ti, Nestro, qué decepción,
de rodillas ante un crío sin experiencia. No me apetece entrar en
detalles sobre si lo has hecho adrede o has perdido tu toque. De una
forma u otra, has dejado de serme útil, así que, muchacho —ordenó,
volviéndose a Caradhar—, ofréceme una prueba de tu futura
obediencia. Mátalo.
Por
un momento, el ganador buscó la confirmación de Corail, cuyos puños
estaban tan crispados sobre los reposabrazos que los nudillos se le
habían teñido de blanco. Bajó entonces la vista a Nestro, a su
mano extendida en actitud suplicante. Sus ojos temerosos y resignados
expresaban muchas cosas; contaban todo un mundo de sentimientos...
que el dotado no sabía leer. Vaciló.
—¿No...me
has...oído?
La
furia contenida que destilaba la voz de Killien sacudió la mente de
Caradhar y la hizo trabajar a toda velocidad. Era cierto que el Maede
poseía un singular dominio sobre las voluntades, según atestiguaba
el comportamiento de todos aquellos elfos. Ahora bien, cualquiera que
fuese su secreto, no ejercía ningún efecto sobre él. Podía elegir
negarse a ejecutar la orden, apartar la hoja, recibir él el castigo.
Podía decepcionar a Corail, la supuesta madre, y arriesgar su vida.
Su
instinto de supervivencia se sobrepuso a las demás consideraciones.
Con
un rápido movimiento de muñeca seccionó el cuello de Nestro. Lo
vio retorcerse, ahogado en su propia sangre, con las manos tratando
de taponar inútilmente la herida. Se obligó a mirar porque sabía
que el gesto era lógico y complacería al Maede, y así fue testigo
de cómo exhalaba su último suspiro en aquel charco rojo que
amenazaba con alcanzar las punteras de sus botas. Tras apartarse un
poco, dejó caer su arma entre él y el Maede y se inclinó.
Mientras
abandonaba la sala contaminada con un cadáver, el gobernante de Casa
Elore'il susurró unas pocas palabras a Corail:
—Deberías
saber que tengo oídos en todas partes, querida
mía.
No toleraré en mi Casa a nadie que no me sea leal sobre todas las
cosas, ni siquiera por fidelidad a mi bella esposa. A nadie.
La
lluvia seguía repiqueteando contra los cristales. Por la mente de
Caradhar desfilaban imágenes mudas: el espaldarazo junto a una
estera bajo la que se filtraban manchas oscuras; sirvientes en la
tarea de apartar un cadáver; camaradas que lo rehuían para
disfrutar de una noche de vino mientras él se retiraba, en
solitario, a su cuarto... Alzó una mano, la colocó ante la vela y
descubrió una pequeña mancha roja sobre el dorso. La sangre de
Nestro.
Fuera,
la tormenta ganaba intensidad. El elfo bendecido con el Don se
preguntó si habría debido sentir algo en ese momento. Concentró su
energía en el pecho, casi deseando experimentar algún tipo de
dolor, de presión. De calor.
Nada.
Con
el destello de un relámpago, una chispa de luz se reflejó en los
ojos rojos del elfo. Por un instante semejaron estar vivos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario