2017/08/07

EL DON ENCADENADO IV: Las armas se envainan





La luz moribunda dejó de proyectar sombras en el interior de la habitación. La lluvia comenzó a caer; pesados goterones de agua repiquetearon contra las vidrieras. Caradhar se tomó su tiempo para llegar a la cama y se despojó de la armadura muy despacio, pieza por pieza. Después se sentó y desabrochó los cierres de su camisa de cuero mientras miraba por la ventana. Durante un momento, su atención fue capturada por el espectáculo de las gotas golpeando las piezas de vidrio rojo, gris e incoloro. Durante un momento, se permitió recordar...


Al los dos días de su regreso de Ummankor, Caradhar se ausentó del entrenamiento y se deslizó en su dormitorio para buscar un escondrijo permanente donde ocultar su botín, la caja con el sello del Gran Alquimista. Sus deberes y la proximidad de Nestro se lo habían impedido hasta entonces. A pesar de sus precauciones, casi fue sorprendido en medio de la tarea por la llegada del mismo maestro de armas, quien, tras abrir la puerta de forma teatral, se reclinó en la jamba con una sonrisa orgullosa en los labios y una jarra de vino viejo en la mano.
Felicidades, exaspirante, tu vuelta de Ummankor de una pieza ha impresionado a los oficiales. Que conste que no lo dudé ni un segundo. Es decir, tu esgrima es penosa, pero seguro que has desarrollado una increíble agilidad para salir corriendo cuando las cosas se ponen feas. —Al notar el ceño fruncido del joven, el maestro de armas sonrió con picardía y se aproximó para besarle el cuello y acariciarle las mejillas—. Sabes que bromeo. Me tomo muy en serio todo lo que hago, no dejaría que te pusieras en peligro si no confiase en tu habilidad. ¿Sabes? Estoy muy satisfecho de nuestros progresos entrenando juntos. Tal vez debiéramos celebrarlo.
Tal vez debiéramos. —Las manos de Caradhar, más osadas, se colaron en la parte trasera de las calzas de Nestro—. Échate en la cama, sobre el estómago. Yo empezaré los preparativos.
Los labios del maestro de armas se inmovilizaron durante unos segundos sobre el cuello del joven. Luego lanzaron un suave gruñido.
Uno de estos días perderé la paciencia y te haré pagar con creces la audacia de esa lengua tuya —murmuró—. Pero si vamos a jugar, es mejor que corramos el cerrojo.
Tiemblas ante la idea de que alguien abra esta puerta y se encuentre a Nestro, el maestro de armas, ofreciéndole la espalda a alguien como yo.
Nestro se enderezó para taladrar al joven con sus profundos ojos oscuros.
Sí, tienes razón, me resultaría embarazoso que se hiciera público que una cosita de tu tamaño me pone a cuatro patas cuando le apetece. Por otro lado, también sé que muchos me envidiarían por disfrutar la posesión exclusiva de esa hermosa cosita pelirroja, así que... Si eso es lo que quieres, dejemos la puerta abierta de par en par. Que cualquiera que pase sepa a qué nos dedicamos tú y yo.
Había tal decisión en las palabras del elfo que Caradhar se sintió un poco cohibido; no dejaba de ser un jovencito enfrentado a alguien mucho más experimentado que él. Sin apartar la mirada, deslizó las manos intrusas fuera de sus ropas y dijo:
Puede que sea mejor si corremos el cerrojo.
Nestro sonrió de oreja a oreja.




Era una jornada de celebración en Elore'il, el juramento de lealtad de las nuevas incorporaciones a la guardia personal del Maede. Los jóvenes elfos y elfas vestían con orgullo su primera librea tricolor oficial y aguardaban, en posición de firmes, en la sala de armas. Desde su puesto en la fila de afortunados, Caradhar observaba de reojo la estancia, engalanada para el evento con pendones y escudos en las columnas de madera, alfombras de junco —para representar el ambiente espartano donde debían formarse los soldados—, soberbias armaduras pertenecientes a los antiguos señores y panoplias con armas de gala en las paredes. En cierta manera, su marcialidad le recordaba más a la de los humanos que a la que solían expresar otras Casas nobles, o al menos eso creía; en Llia'res no se hacía tanta ostentación bélica. Era en el extremo de honor, la tribuna con el sitial del Maede, donde se rompía esa severidad militar: alfombras y tapices rojos y negros, muebles de oscuras maderas exóticas con incrustaciones de plata, colgaduras... Era como si Killien no se contara a sí mismo entre la larga fila de antepasados guerreros, y, por lo que se murmuraba de él, posiblemente fuese cierto.
La entrada del Maede en carne y hueso, rodeado por su guardia, puso fin a las meditaciones del dotado. Lo seguía de cerca su consorte, Corail, vestida con toda la magnificencia que requería la ocasión. Sin poder evitarlo, Caradhar dirigió su mirada a la dama, cuya belleza se había diluido en cierta medida a la luz de sus revelaciones. ¿O era que ya no podía dirigir hacia ella sus deseos porque compartían sangre? Una cierta repulsa se había unido a la atracción natural que le inspiraba, un sentimiento confuso que no sabía interpretar y, cosa extraña para él, lo desconcertaba. Durante unos segundos, sus ojos se encontraron. Corail apartó entonces la vista, con un pretendido interés en ajustar los pliegues de su manga.
La atención del joven pelirrojo se centró entonces en Killien, el temido Maede a quien contemplaba por primera vez. Su figura y su porte no se le antojaron impactantes, pues no poseía ningún rasgo significativo aparte de su cabello y sus ojos muy claros. No obstante, era obvio que los que le rodeaban —Corail incluida— contenían la respiración para satisfacer al instante el más mínimo de sus deseos. El contemplar a su presunta madre en semejante actitud le hizo arquear las cejas. O bien era una actriz consumada o algo en la persona de Killien provocaba ese efecto, puesto que no imaginaba que la altiva Corail tuviese una personalidad tan sumisa.
Tras un paréntesis de discursos grandilocuentes durante los que el Maede, hundido en su sitial, exudó tedio por todos sus poros, este decidió acercarse a los nuevos guardias y examinarlos uno por uno. El tiempo se detuvo; los sonidos se apagaron para los intimidados jóvenes, salvo la voz de su señor.
Bienvenidos. Vuestro capitán os ha dado una valoración positiva en vuestra primera misión, a pesar de que no habéis logrado complacer también a nuestro Gran Alquimista en las tareas de salvamento. —Rio entre dientes—. Un objetivo de dos... Yo diría que no es un gran éxito, pero a mí me gusta formarme mis propias opiniones, así que he venido a comprobar en directo qué material tenemos aquí. Y para empezar... Para empezar quiero que os postréis y me juréis obediencia, en prueba de vuestra lealtad a la Casa Elore'il.
Como movidos por una fuerza irresistible, todos los guardias hincaron la rodilla en tierra y humillaron la cabeza. Caradhar reaccionó medio latido más tarde, mordiéndose los labios por quedarse atrás en la perfectamente ejecutada coreografía. Espió a sus compañeros por el rabillo del ojo. La falta de expresividad en sus rostros, la postura humillada y rígida... Había algo antinatural en todo aquello y no lograba distinguir el qué.
Era parte de la ceremonia que los futuros guardias mostrasen sus habilidades en combates de exhibición. Aunque el duelo aún no era uno de los puntos fuertes del pelirrojo, se relajó cuando comprobó quién era el novato que le habían asignado de oponente. Impetuoso, obvio en sus ataques, el muchacho tendía a dejar un flanco al descubierto durante las peleas. Era cuestión de tiempo o de astucia guiar sus movimientos en una determinada dirección para explotar esa debilidad y procurarse la victoria.
Con los duelos completados no quedaba sino asistir al momento en que los nuevos defensores del Maede recibían su espaldarazo, pero Killien parecía tener otros planes. Volviendo la vista hacia su consorte, preguntó:
Querida mía, concedámonos un poco más de diversión. Por favor, señaladme cuál de nuestros jóvenes ha logrado capturar vuestro interés.
Para desmayo de Caradhar, Corail apuntó hacia él sin titubear. El Maede hizo una señal al capitán y le susurró algo al oído. La respuesta debió serle grata, ya que se acercó al dotado con una amplia sonrisa, lo tomó por el mentón para que alzase la cara y lo estudió con ojos burlones. Caradhar no se engañaba al respeto; Killien estaba al tanto de quién era él y de la parcialidad que su esposa dispensaba a los miembros de su antigua Casa. La petición había sido un mero golpe de efecto.
Así pues, tú eres mi nuevo tesoro, el dotado con el que mi respetada esposa ha tenido a bien obsequiarme —prosiguió—. Bien, bien. He oído que Nestro te ha entrenado en persona. Veamos si lo ha hecho con eficacia o si se ha guardado demasiados trucos para sí. Ya sabes, para impedir ser superado por su discípulo. Enfrentaos para nuestro entretenimiento sin armaduras, tan solo con un par de espadas de honesto acero. Dadnos un buen espectáculo.
El Maede se acomodó en su sillón mientras Caradhar y Nestro se despojaban de sus protecciones, elegían sus espadas y las blandían para comprobar su balanceo. La ojeada nerviosa del elfo más veterano se desvió de su pupilo a su reverenciada Corail, detalle que no pasó inadvertido a Killien. Humedeciéndose los labios repentinamente resecos, Nestro hizo un gesto a su contrincante y ambos tomaron posiciones.
Al principio cruzaron espadas con cautela y a distancia, en una calmada evaluación de sus respectivos temples. Para Caradhar resultaba difícil disimular cuán frustrado estaba. Su mentor, mucho más experimentado que él, conocía al dedillo sus habilidades y sus limitaciones. Tarde o temprano le vencería, lo que supondría iniciar su carrera en la Casa con una derrota. La perspectiva no lo complacía en absoluto.
Entonces se percató de que Nestro no estaba poniendo toda el alma en el combate. Fuera cual fuese la causa —influencia de su madre o iniciativa propia—, Caradhar aprovechó tal circunstancia. Al fin y al cabo, se dijo, no es más que una exhibición. Aumentó la intensidad de sus ataques y aventuró un par de mandobles que pasaron rozando la piel del elfo de más edad, que luchaba a la defensiva. Dado que el joven comprendía que su pericia no era suficiente para desarmar a su contrincante con métodos convencionales, trató de usar la fuerza, la velocidad y una maniobra inesperada: balanceando la espada con toda la potencia de que era capaz, asestó un fuerte golpe a la hoja de su maestro para hacerle perder parte de su agarre; luego la rotó en sentido contrario e impactó cerca de su empuñadura. Nestro soltó el arma, trastabilló y cayó sobre una rodilla. No bien su cuello recibió la amenaza del filo de Caradhar, los dos elfos se volvieron hacia su vanim.
Era fácil suponer que el maestro de armas se había dejado ganar. En cualquier caso, los labios de Killien se retorcieron en una sonrisa tan desagradable como la mirada triunfal que dedicó a su consorte.
Bonita escena, mi pequeño dotado. En cuanto a ti, Nestro, qué decepción, de rodillas ante un crío sin experiencia. No me apetece entrar en detalles sobre si lo has hecho adrede o has perdido tu toque. De una forma u otra, has dejado de serme útil, así que, muchacho —ordenó, volviéndose a Caradhar—, ofréceme una prueba de tu futura obediencia. Mátalo.
Por un momento, el ganador buscó la confirmación de Corail, cuyos puños estaban tan crispados sobre los reposabrazos que los nudillos se le habían teñido de blanco. Bajó entonces la vista a Nestro, a su mano extendida en actitud suplicante. Sus ojos temerosos y resignados expresaban muchas cosas; contaban todo un mundo de sentimientos... que el dotado no sabía leer. Vaciló.
¿No...me has...oído?
La furia contenida que destilaba la voz de Killien sacudió la mente de Caradhar y la hizo trabajar a toda velocidad. Era cierto que el Maede poseía un singular dominio sobre las voluntades, según atestiguaba el comportamiento de todos aquellos elfos. Ahora bien, cualquiera que fuese su secreto, no ejercía ningún efecto sobre él. Podía elegir negarse a ejecutar la orden, apartar la hoja, recibir él el castigo. Podía decepcionar a Corail, la supuesta madre, y arriesgar su vida.
Su instinto de supervivencia se sobrepuso a las demás consideraciones.
Con un rápido movimiento de muñeca seccionó el cuello de Nestro. Lo vio retorcerse, ahogado en su propia sangre, con las manos tratando de taponar inútilmente la herida. Se obligó a mirar porque sabía que el gesto era lógico y complacería al Maede, y así fue testigo de cómo exhalaba su último suspiro en aquel charco rojo que amenazaba con alcanzar las punteras de sus botas. Tras apartarse un poco, dejó caer su arma entre él y el Maede y se inclinó.
Mientras abandonaba la sala contaminada con un cadáver, el gobernante de Casa Elore'il susurró unas pocas palabras a Corail:
Deberías saber que tengo oídos en todas partes, querida mía. No toleraré en mi Casa a nadie que no me sea leal sobre todas las cosas, ni siquiera por fidelidad a mi bella esposa. A nadie.


La lluvia seguía repiqueteando contra los cristales. Por la mente de Caradhar desfilaban imágenes mudas: el espaldarazo junto a una estera bajo la que se filtraban manchas oscuras; sirvientes en la tarea de apartar un cadáver; camaradas que lo rehuían para disfrutar de una noche de vino mientras él se retiraba, en solitario, a su cuarto... Alzó una mano, la colocó ante la vela y descubrió una pequeña mancha roja sobre el dorso. La sangre de Nestro.
Fuera, la tormenta ganaba intensidad. El elfo bendecido con el Don se preguntó si habría debido sentir algo en ese momento. Concentró su energía en el pecho, casi deseando experimentar algún tipo de dolor, de presión. De calor.
Nada.
Con el destello de un relámpago, una chispa de luz se reflejó en los ojos rojos del elfo. Por un instante semejaron estar vivos.





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