Caradhar, por Mar Espinosa
A
diferencia de su época en Llia'res, donde siempre se buscaba algo
que hacer, la vida parecía discurrir despacio para Caradhar mientras
en torno a él todo se movía deprisa. En aquella disciplinada
organización diaria de sirvientes, soldados y funcionarios, a nadie
le sobraba tiempo para detenerse y encomendarle alguna tarea o
intercambiar unas palabras con él. A veces tenía la impresión de
que no lo veían o, mejor dicho, que estaban entrenados para no
verlo, como si una entidad invisible hubiese dado órdenes de que era
una pieza suelta y no debía contarse con ella hasta que le asignaran
un hueco. Poco importaba con quién intentara hablar o en qué parte
de la Casa intentara colarse: la mayoría de las veces recibía una
frase corta por toda respuesta o era devuelto a las zonas comunes sin
más comentarios. Corail fue la única persona con la que conversó
de veras durante las escasas ocasiones en las que fue convocado. Y no
era que echase de menos las charlas banales, pues hablar y socializar
nunca habían sido sus pasatiempos favoritos; era la inactividad lo
que le hacía añorar su antiguo puesto en Llia'res. ¿Divertirse?
¿Acaso la Maediam sabía lo que le pedía?
Por
suerte para él, no tardó en descubrir que las noches eran muy
diferentes en Elore'il. Cuando desaparecía la luz y concluían las
rutinas cotidianas, el ánimo de la Casa se volvía más receptivo
con ayuda de los barriles de la bodega. Fue su oportunidad de
explorar y conocer a algunos de sus habitantes, como había sugerido
la Maediam. Y de divertirse.
Al
girarse, se encontró con los ojos de la joven elfa clavados en él.
Estaba tumbada boca arriba sobre la cama, con la cabeza colgando
desde el borde. Desde aquella posición invertida, su
melena castaña era una lisa cortina sedosa que llegaba hasta el
suelo, y
su boca, curvada en una sonrisa ladina, dotaba a su rostro de una
curiosa apariencia de depredador.
—Todavía
eres un chiquillo. ¿Dónde están tus músculos? —se burló ella,
estudiando su cuerpo desnudo de arriba abajo—. ¿Y se supone que
vas a formar parte de la guardia? Pues ya puedes rogarle a Nestro que
se emplee a fondo contigo, ¿eh?
El
joven pelirrojo se arrastró hacia la mesa central de su habitación
y sirvió dos copas de vino espumoso, receta especial de Therendanar.
Lo cierto era que se sentía molesto por el reproche. Tenía en la
punta de la lengua recriminarle a su acompañante que aquello no le
había importado hacía un ratito, cuando aún se retorcía gimiendo
de placer debajo de él, pero se contuvo. De vuelta en el lecho de
sábanas revueltas, le tendió un copa a la elfa de lengua inquieta.
Ella se giró sobre el vientre y la aceptó con satisfacción.
—Mmmm,
¡hace cosquillas! —exclamó, en referencia al vino. Tras vaciarlo
de dos tragos, sostuvo el recipiente en alto para que se lo
rellenara—. Así que eres un dotado. Nunca había tenido a nadie
con el Don al alcance de la mano. Y menos en la cama... ¿Puedo? —La
elfa rebuscó en sus ropas tiradas en el suelo, pescó una insignia
de bordes afilados y, sin esperar permiso, hincó una de sus puntas
en el costado de Caradhar. Para su asombro y deleite, la herida se
cerró casi al momento—. Vaaaya... Sí que funciona rápido...
—No
soy insensible al dolor —se quejó él, con el ceño fruncido.
—Ha
sido un cortecito diminuto, no seas crío. Y dime, ¿qué estabas
haciendo cerca del laboratorio a altas horas de la noche? Dotado o no
dotado, si no hubiésemos dado contigo antes que los guardias del
cambio de turno ahora estarías en poder del capitán, explicándole
tu bonita historia. Y el capitán es famoso por su falta de paciencia
y su ilimitado mal genio. Tienes suerte de que Nestro no te
asesinara. ¿Cómo has conseguido engatusarlo? Ah, espera, ya lo
recuerdo: tú eras de la misma Casa que él, ¿verdad? Bueno, todavía
estará presentando su informe, así que tardará un poco. En
agradecimiento hacia mí, tu obligación es seguir entreteniéndome
hasta que vuelva. Habla, ¿qué esperabas encontrar? El laboratorio
está totalmente fuera de los límites. Un chico como tú nunca
tendría posibilidades de colarse.
Un
instante de silencio, al fin... Caradhar miró a su alrededor y pasó
revista a los acontecimientos de la noche. Su primer encontronazo con
el maestro de armas tras su regreso había sido bastante lamentable.
No había que ser un genio para leer en los ojos oscuros de Nestro lo
mucho que lo irritaba lidiar con críos fastidiosos, pero ya nada
podía hacerse. Tampoco sentía especial interés por agradarle. Lo
importante, meditaba, era mejorar sus habilidades de sigilo para que
no lo pillaran la próxima vez que rondase el laboratorio. Había
estado tan cerca... Justo al otro lado de la estancia circular con
los frescos, como había supuesto. Un poco más de tiempo y se las
habría arreglado para echar un vistazo.
Acabó
aceptando que había tenido suerte; de todas las personas que podrían
haberlo descubierto, aquellas dos eran las únicas que no habrían de
delatarlo ni tomar represalias. A la chica, que era miembro de la
guardia, la había conocido hacía tres o cuatro días y se había
encaprichado con él. En cuanto a Nestro, Caradhar creía que pasaría
por alto la falta si respetaba las órdenes de la Maediam. De una
manera u otra, el maestro de armas les había dicho que se quitasen
de su vista mientras concluía su informe, y eso era lo que habían
hecho.
En
ningún lugar se especificaba que tuviesen que esperar por separado.
O vestidos.
—Sentía
curiosidad —se decidió a confesar, al final, Caradhar—. Aún no
he conocido al Maede pero he oído cosas sobre él, cosas que solo
pueden explicarse con la ayuda de la alquimia. Quería echar un
vistazo al lugar donde debe trabajar uno de los alquimistas más
poderosos de Argailias.
—Nadie
que aprecie su vida trata de colarse en el laboratorio sin previa
invitación. Créeme, chico: si quieres seguir creciendo, te
guardarás muy bien de provocar al Maede. Imagina, se dice que
mantiene una guardia personal por puro protocolo, porque es capaz de
defenderse muy bien sin ayuda. Hay algo en sus palabras, en su
presencia... No sé, el hecho es que nadie ha desobedecido una orden
suya directa o emprendido un ataque personal contra él. —En la voz
de la elfa había un toque de orgullo, y también de temor—. Nadie.
—Pero
eso es obra de una fórmula, no algo innato, ¿no?
Pues entonces no me equivoco, el Gran Alquimista posee mucho talento.
—Mejor
no preguntes ciertas cosas por ahí si no quieres tener una
experiencia desagradable. Aunque estás en lo cierto, es la mano
derecha de nuestro Maede —añadió, con una sonrisilla enigmática.
—Y
ese poder suyo, ¿me afectará a mí también?
—Puedes
apostar a que sí. Tiene una especie de... aura que te embota los
sentidos. Vamos, que si me hubiera ordenado ponerme a cuatro patas,
¡lo habría hecho sin pestañear, ja!
—No
me cabe duda.
Ante
la evidente perversidad del comentario, la elfa vació su copa con un
bufido y se la arrojó al joven, quien la esquivó con facilidad.
Ella se arrodilló sonriendo con lascivia, su barbilla húmeda debido
al hilillo de vino que se derramaba por la comisura de su boca.
Caradhar interceptó con la lengua el líquido rosado hasta que su
rostro acabó hundido en piel suave y cabello fragante.
—¿Te
gusta mi perfume? —preguntó la elfa, interpretando sus profundas
inspiraciones como un intento de paladear su aroma—. Nestro me lo
regaló. Dijo que volvería loco a cualquiera de mis amantes.
—Y
no has perdido el tiempo en correr a probarlo con otro —afirmó
alguien, con voz sardónica, desde la puerta en penumbra. Era el
maestro de armas.
El
recién llegado echó el cierre y caminó despacio hacia los otros
dos mientras se despojaba de la capa y los guantes. A la altura del
lecho, alzó el rostro de la joven y la besó con toda la naturalidad
del mundo. Ella respondió a la caricia con un roce de la lengua, sin
cubrir su cuerpo desnudo. Resultaba obvio que no la incomodaba
aquella situación, ya que comenzó a desatarle el tahalí para luego
continuar con los costados de su armadura. En cuanto a Caradhar,
tampoco se molestó en hacer concesiones a la modestia. Se limitó a
observar la escena desde un revuelto nido de sábanas, con las
piernas despreocupadamente separadas y una expresión de indiferencia
que estaba lejos de sentir. Se preguntaba cuál era el motivo de esa
visita. ¿Castigarlo por su infracción? ¿Sermonearlo? ¿Vengarse
por pillarlo en la cama con la chica? Porque esos dos habían
compartido intimidad antes, no cabía duda. Fuera como fuese, Nestro
no llevó su familiaridad más allá. En cuanto se vio libre de las
correas, retrocedió hasta una silla y se acomodó en ella.
—Y
bien, ¿qué tenemos aquí? —preguntó—. Al rondador de rincones
prohibidos (cuya vigilancia me robará horas de sueño si no quiero
que deshonre nuestra Casa madre) intimando con una de mis guardias.
—No
sabía que hubiese algo entre ella y vos —afirmó Caradhar a modo
de excusa.
—No,
apuesto a que no te lo ha dicho. Pero esa es una cuestión
secundaria, nunca me he tenido por alguien celoso. Mi intención al
venir era ponerte en tu lugar respecto a la estupidez de esta noche.
Por la diosa de la Luna que no esperaba toparme con... esto.
Cuando
los ojos oscuros de Nestro se pasearon por la estampa que componían
los dos jóvenes, su determinación de poner firme al protegido de
Corail sufrió un ligero revés. Poco le había atraído la
perspectiva de ser el niñero de un dotado, por más que una orden de
la Maediam fuera sagrada e ineludible para él; ni le interesaban los
críos ni solía fijarse en otros elfos varones. Pero ese joven
dotado... Lo último que habría esperado era encontrárselo
exhibiendo su desnudez sin una pizca de vergüenza, después de
haberse acostado con su propia amante. Y por los dioses que era
hermoso. El cuerpo todavía adolescente, de deliciosa ambigüedad
salvo por la contundente prueba de su sexo, la larga melena roja
sobre la piel pálida, los iris de fuego, aun en su aparente
indiferencia... Su escrutinio quizá fue demasiado obvio, puesto que
sus miradas se cruzaron. Para sorpresa de Nestro, Caradhar no apartó
la suya.
—Observo
que mi pequeña muchacha se ha ocupado bien de ti —añadió con
brusquedad, ocultando su fascinación con un viaje a la mesa para
servirse su propia copa de vino—. No habría esperado otra cosa,
siempre ha sido muy hospitalaria.
—No
estás enfadado, ¿verdad? —preguntó ella en un tono juguetón—.
Tú siempre me has dicho que no debemos desaprovechar las
oportunidades.
—Claro
que no. La cuestión es que soy una persona curiosa y me gustaría
saber qué estabais haciendo antes de que yo llegase. ¿Qué te ha
dado este chiquillo tierno para preferirlo antes que a un guerrero
como yo?
—¡No
lo prefiero! ¿Por qué habría de preferirlo si puedo... teneros a
los dos?
La
muchacha sonrió con malicia y tanteó entre las piernas de Nestro.
Aunque los avances no parecían molestarlo, el maestro de armas
sujetó la mano indiscreta y la tomó por la barbilla.
—Acabo
agotado después de un largo día de trabajo, en su mayoría por
culpa del chaval de ahí detrás. Y, cuando al fin quedo libre para
relajarme, me encuentro con que la bonita dama en cuyo regazo iba a
hacerlo se ha escapado para jugar, a mis espaldas, con mi problema
pelirrojo. No, no estoy de humor para compartir lecho con dos
inconscientes a un tiempo. Pero os doy mi permiso para que
continuéis. Adelante.
Caradhar
enarcó las cejas, desconcertado por escuchar semejante petición en
lugar de gritos o un estallido de celos. Aún lo desconcertó más
ver cómo la sonriente elfa hundía el rostro entre sus piernas para
volver a afilar
el arma que ya la había atravesado dos veces. Te
paseas bien estirado con tu uniforme, actúas muy digno ante la
Maediam, ¿y en realidad eres un pervertido al que le gusta mirar?,
se preguntó, con una ojeada pasajera al observador.
Si
la situación llegó a incomodarlo, el momento pasó muy rápido. Él
no era nada recatado; de hecho, consideraba entretenido y excitante
contar con semejante público. Tardó muy poco en volver a alzarse en
todo lo alto de su gloria. Tomando a la elfa por las mejillas, pasó
la lengua a lo largo de sus labios. Luego la hizo volverse, tiró de
sus caderas hacia él, apuntó entre sus muslos abiertos y se tomó
su tiempo penetrándola, poniendo buen cuidado en que Nestro no se
perdiera detalle de su inmersión en las sedosas paredes que ambos ya
habían disfrutado. Cuando comenzó a empujar, lo miró sin pudor
entre la cortina desperdigada que eran sus cabellos. Escudaba su
rostro tras la copa de vino, pero Caradhar poseía la experiencia
necesaria para saber que su actuación no lo dejaba indiferente. Se
fijó entonces en su ingle, en el claro abultamiento de la tela que
la cubría. La visión lo impulsó a inclinarse sobre su pareja y
embestir con más fuerza, su melena trazando un patrón de líneas
rojas sobre la espalda arqueada. La joven hundió la mejilla entre
las sábanas y gimió con deleite.
—De
acuerdo, me ha quedado muy claro a qué os dedicabais —admitió
Nestro no bien los otros dos cayeron, jadeantes, sobre el colchón.
Su voz sonaba algo enronquecida por el vino—. Debe ser maravilloso
ser tan joven. Pero ahora, querida, he de pedirte que me permitas
tener una charla con el nuevo miembro de la Casa. La disciplina no
cede ante la diversión.
La
expresión de Nestro ahogó las protestas en la garganta de la elfa,
que se vistió con desgana y abandonó la habitación. En maestro de
armas acudió de nuevo a trabar la puerta. No recuperó, sin embargo,
su silla junto a la mesa, sino que se dejó caer al lado de Caradhar.
—Tienes
mucha experiencia para ser un chiquillo tierno, ¿eh? —afirmó—.
¿Me equivoco al suponer que ella no es la primera visitante de este
dormitorio?
—No
soy un chiquillo, ni tierno. Y lo que haga al margen de mis deberes
no debería importarle a nadie, la Maediam me dio permiso para
divertirme. ¿Acaso vos no actuáis igual? ¿O solo os agrada mirar?
Alargó
el brazo para terminarse un resto de vino de la copa. Nestro
interceptó el movimiento, devolvió el recipiente a la mesita y lo
contempló desde lo alto. Ofrecía
la estampa más tentadora, con las mejillas sofocadas y los elásticos
brazos y piernas encogidos en una pose que le confería una engañosa
fragilidad. Con sus obligaciones de mentor, ¿estaría incluido el
estipendio de probar un poco de lo que custodiaba? Tentativamente,
tomó un mechón de sus cabellos rojos y lo enrolló alrededor de su
índice. El joven no retrocedió en absoluto, sino que contraatacó
desabrochando el chaleco y la camisa del militar. Su torso, esculpido
a golpes de espada, era amplio, definido, una sucesión de
cordilleras bronceadas que ostentaban con orgullo las cicatrices
obtenidas en combate; las carencias de su propio cuerpo que, de
manera paradójica, lo hacían más atractivo a los ojos de Nestro.
Al abrirle las cintas de las calzas y frotar la erección recién
liberada, el maestro de armas reaccionó sujetándole la muñeca y
manoseando su vientre y sus caderas, como si el gesto le hubiese dado
vía libre para ponerle las manos encima.
—Os
agrada algo más que mirar, entonces. ¿No decíais que estabais
agotado? —ironizó Caradhar—. ¿Vais a impedirme tocaros?
—Llevo
mucho rato observándote, muchacho, no necesito más estímulos.
Enlazó
la esbelta cintura y la atrajo hacia sí. Sus manos se pasearon por
la piel inmaculada y y se enredaron en sus cabellos. Pronto se les
unieron los labios, ansiosos por probar el sabor de esa boca que
había estado disfrutando la muchacha. La besó, hambriento, su
cabeza inclinándose de un lado a otro para acceder a cada rincón,
su mente eludiendo el hecho de que se estaba dejando llevar. Durante
un diminuto instante de cordura, se apartó y murmuró:
—¿Qué
vas a contarle a la Maediam si te pregunta sobre... esto?
—Con
quién me acuesto es cosa mía.
—Entonces,
¿estás a punto otra vez para...? —Nestro espió el abdomen de su
compañero y constató que una nueva erección se alzaba sobre él.
Sonrió con alivio—. Por todos los dioses, ¿hay algo más
sorprendente que la energía de un dotado?
Volvió
a besarlo. Caradhar notó la calidez de su aliento ardiente cuando se
separó para respirar; se le erizó el vello de la nuca al
experimentar el intenso contacto de aquellas palmas a lo largo de su
espalda, entre las nalgas; sintió el roce de los dedos sobre su
entrada...
Su
reacción fue violenta e inesperada.
—No,
eso no se lo permito a nadie —negó con rotundidad, sujetándole,
ahora él, las muñecas. Al percibir la decepción del maestro de
armas, trató de suavizar el golpe con un frotamiento de su pelvis.
Nestro se estremeció—. He dicho que no os dejaré seguir por ahí,
pero no tenemos por qué parar. Si queréis, puedo hacéroslo yo a
vos.
El
elfo más maduro no daba crédito a sus oídos. ¿Estaba aquel
jovencito delgado, que apenas le llegaba a los hombros, sugiriendo lo
que creía que estaba sugiriendo?
—Chico,
¿en serio piensas que voy a dejar que me la metas? —Su sonrisa se
tornó en una mueca sarcástica.
—Lo
tomáis o lo dejáis, no tenéis elección. Os gustará, ya lo
veréis. Nadie se ha quejado de mí.
Las
ganas de burlarse de Nestro se desvanecieron. La situación le
parecía irreal, como si fuera una muchacha la que estuviese
sugiriéndole que se colocara a cuatro patas. Volvió a plantar las
manos sobre los firmes glúteos de Caradhar y lo miró con lujuria.
—¿Y
quién va a impedirme coger, simplemente, lo que quiero?
El
pelirrojo frunció el ceño y se revolvió, en un intento de
escurrirse de aquel abrazo. Parecía tan furioso que Nestro se temió
que lo delatase ante la Maediam, que la fascinación del momento se
fuera al traste. Que la hermosa criatura se apartase y no lo dejara
acercarse nunca más. Condenado
crío,
pensó, ¿qué
estás a punto de obligarme a hacer?
—¡No,
espera! —exclamó—. Lo... lo probaré, lo haremos a tu modo. Eso
sí, te lo advierto: pararemos en cuanto te lo pida y, si te
equivocas y no
me agrada, me aseguraré de que no vuelvas a sentarte en una semana.
Y esto es una promesa.
Caradhar
arqueó los labios; amenazar con secuelas físicas a un dotado no
resultaba nada intimidante. Nestro se dio cuenta de su desliz y se
mordió la lengua. Con todo, sus palabras lograron el efecto deseado,
pues el pelirrojo se relajó, lo empujó con suavidad sobre el
colchón y se instaló entre sus piernas.
—Os
gustará —repitió.
Recorrió
a besos todo el camino sobre su pecho agitado hasta su vientre,
ofreciéndole una prueba de las otras habilidades de su lengua.
Cuando la respiración de Nestro se volvió ensordecedora y sus manos
se perdieron en la cabellera roja, el dotado se humedeció el índice
y lo deslizó dentro de su apretado túnel posterior. El maestro de
armas gruñó y abrió de golpe los ojos, aunque volvió a cerrarlos
enseguida. Su quejido no tardó mucho en alcanzar tintes más
sensuales.
Caradhar
cumplió su palabra. El amanecer estaba próximo cuando Nestro se
vistió con reluctancia y recorrió el camino de vuelta a sus
habitaciones. Su despedida había sido desafiante: «Hoy habré
dejado todo mi aliento en tu almohada, lo acepto. Disfruta el aroma
de la victoria mientras seas capaz, porque otro día te tocará
morderla a ti».
En
la piel del joven y en sus sábanas flotaba, ciertamente, el olor al
perfume de sus compañeros de cama. Claro que poco significaba
aquello para Caradhar. En primer lugar, no planeaba permitirle a
Nestro cambiar posiciones; por otro lado, no podía disfrutar de ese
aroma, ni de ningún otro. Carecía por completo del sentido del
olfato.
Nadie
lo sabía. No era el tipo de detalle que se confesara a un amante
después de pasar una tórrida noche con él.
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