2016/11/30

CON LA VISTA AL CIELO XII: Verán con placer deshacer y romper sus obras






Fue por aquella época cuando empezó a hacerse evidente quiénes eran los admiradores más entusiastas del maestro Da Vinci, porque 1506 supuso su vuelta a Milán, de la mano del gobernador francés Charles d'Amboise. Sus encargos, los de sus compatriotas y los del rey mismo comulgaban con los deseos de sosiego del artista: arquitectura, canalizaciones, paisajismo... El gobernador le encomendó una villa de verano, algo digno de su rango, que lo mantuvo mucho tiempo en un estado de feliz abstracción. Planeó jardines plantados de cítricos que esparcieran su aroma; jugó con el agua, diseñando estanques, fuentes y un molino de viento musical, cuyo giro arrancara notas de los instrumentos; visionó, en fin, un paraíso de luz y claridad que alegrara los sentidos, la morada donde, de haber podido, habría dejado pasar los días con Draadan.
Ese tipo de proyectos eran perfectos para él, pues le garantizaban tiempo libre y excusas para esfumarse. También fue por entonces cuando, a tenor de los comentarios que dejaban caer los asistentes sobre su asombrosa energía y su buena salud, empezó a fingir pequeños achaques propios de la edad, como la necesidad de llevar gafas —útiles lentes de aumento— o la ocasional tos para justificar sus paseos en busca de aire fresco, durante los cuales solía perderse con su compañero. La vida le sonreía, era productivo. Incluso en la pirámide seguían aprovechando sus ideas para aumentar la comodidad de sus alojamientos, en especial aquellas tan visionarias que no alcanzaban a ser construidas con medios terrestres. ¿Qué más podría haber deseado?
El destino le procuró asimismo un ayudante prometedor, culto y bien plantado: Francesco Melzi. Era un jovencito milanés de buena familia, habilidoso con el pincel y con la pluma, y el pupilo ideal para convertirse en su secretario, dado que poseía la educación y la formalidad de las que Salaì siempre había carecido. Su llegada no apartó de sus afectos al joven demonio al que había formado desde la infancia; los años habían acentuado su parecido con Draadan y su lado salvaje era, además, parte del encanto que Leonardo veía en él. Pero tampoco podía negarse que se había encariñado rápidamente con el muchacho trabajador y disciplinado que aportaba a su bottega la dulzura y el orden que nunca había tenido. En cualquier caso, el artista se cuidó de dosificar su buena disposición para que no surgiesen conflictos entre ellos. Era mucho más prudente; Francesco —su querido Cecho— era solo un adolescente y Salaì tenía el potencial para convertirse en un enemigo terrible.
La introducción de un secretario no fue bien vista por Draadan. Aducía este que un control adicional sobre sus escritos era lo último que les hacía falta, y que delegar en otro habría de desembocar en más oportunidades de cometer deslices. Leonardo sonreía ante lo que consideraba pequeños ataques de celos. «¿Crees que voy a serte infiel con un angelito inocente, prendado de la belleza femenina de mis Madonnas, cuando resistí los avances de los demonios más seductores de Milán?». Cecho significaba paz y serenidad en su casa y más solaz para él, y eso era todo cuanto importaba. Sí, ¿qué más podría haber deseado?
Y, entonces, el paréntesis de paz se interrumpió con la muerte de su querido tío Francesco, la única persona de su familia paterna que lo había amado sin restricciones, y de nuevo llegó el tiempo de hacerse preguntas. Era inevitable. En el poco agradable viaje de vuelta a Florencia, para honrar la tumba del fallecido y batallar contra unos hermanos legítimos que pretendían impugnar su testamento —testamento en el cual Leonardo se convertía en su heredero—, tuvo oportunidad de dar muchas vueltas a la intransigencia de los hombres y a la fugacidad de los años. Su melancolía lo acompañó al lugar donde se alojaba, el hospital florentino de Santa Maria Nuova, y tiñó la actividad a las que se dedicó en la época de litigios: la disección de cadáveres.
Observar los entresijos de un cuerpo humano no era algo nuevo para él. Jamás había dejado escapar la ocasión de mirar en el interior cuando un cadáver se ponía a su alcance, pero hacerlo de manera sistemática, acampando en el depósito de un hospital, preparando un espécimen para proseguir en el mismo punto del anterior cuando la descomposición se hacía insoportable... ¡Qué noches fueron aquellas! Se rodeaba por una batería, no ya de pinceles, sino de material quirúrgico ensangrentado, y las únicas concesiones a la pulcritud que se permitía eran las mínimas para no manchar sus cuadernos de apuntes. Y el olor terrible, y la carne abierta para exponer lo que la naturaleza había dispuesto que cubriese... Donde la gran mayoría habría huido, aterrada —algunos quizá para alertar al inquisidor más cercano—, él perseveraba y trazaba los dibujos anatómicos más rigurosos y exquisitos de su época. A veces, hasta demasiado, porque el castañeteo de dientes que le sobrevino a Navekhen ante la representación de un pene seccionado no era propia de alguien con su formación científica.
Draadan asistía a este despliegue lúgubre con escepticismo. Que prefiriese pasar algunas madrugadas entre difuntos antes que con él ya era malo, pero aún era peor comprender la razón: Leonardo era consciente de su fugacidad, quería comprender mejor los mecanismos que regulaban la vida para burlar a la muerte. Y, aunque aceptaba que jamás igualaría los medios de los que ellos disponían, aspiraba a conseguir algún resultado significativo para marcar la diferencia en su época. Deseaba llegar a donde nadie más había llegado.
Con todo, prolongar en algunos años su esperanza vital apenas era una parte del muro que los separaba. Llegaría el día en que la pirámide reemprendería su viaje, y ninguna prórroga habría de evitarlo. ¿Qué le quedaba? Apenas la débil esperanza de seguir vivo en caso de un hipotético regreso. Era tan diminuta... Sin embargo, Leonardo se aferraba a ella con la tenacidad que siempre lo había caracterizado, aun en medio de aquella atmósfera macabra. Y Draadan, que sabía lo que les esperaba, sufría como no recordaba haber sufrido antes. Y se enfurecía.
Ese nuevo interés no cesó después de dar carpetazo a los asuntos legales y regresar a Milán. Entre unos encargos franceses y otros, asistió a las disecciones celebradas en Pavía por el médico Marcantonio della Torre. Incluso en la corte milanesa, su ánimo contagió a la temática elegida para la mascarada más sensacional de aquellos años: Orfeo y su descenso al inframundo. La montaña se abría en dos revelando a Plutón, que gobernaba sus dominios. Cerbero era su temible custodio. Lo rodeaban diablos, furias y otros seres espeluznantes, paseándose por un fondo ambientado con el llanto de multitud de niños. Era la muerte, siempre la muerte al acecho. Si los nobles no veían más allá del fasto del mito, Draadan sí que lo hacía.
Cuando Giuliano de' Medici lo llamó a Roma, el preocupado supervisor pensó que el cambio de aires sería beneficioso para el artista. Giuliano era hijo del difunto Lorenzo, cuya familia había recuperado el poder que poseían en Florencia, y hermano del recién nombrado Papa, León X. Admiraba más que ninguno de sus parientes el talento de Leonardo; al igual que el resto de la península itálica, había oído hablar de sus obras, y aspiraba a que Roma tuviese su propia Última Cena, o bien algo monumental del calibre de la inconclusa batalla de Anghiari. No escatimó en ofrecerle un alojamiento inspirador, y lo instaló en un estudio de la villa Belvedere, residencia de verano del Papa y orgullo de la colina Vaticana. La sucesión de terrazas crecientes, unidas por escaleras y rampas, desplegaban una magnífica sucesión de jardines, miradores, fuentes y piedras decorativas. Y, si acaso eso no era suficiente para entretener a los espíritus inquietos, desde allí arriba se disfrutaba de la mejor vista de una Roma grandiosa.
Grandiosa, pero de la que no era parte: no había dejado en ella las huellas de las que se envanecían Michelangelo y el joven Rafael, los ídolos del momento. Ningún proyecto concreto espoleaba su curiosidad, así que renunció pronto a su sueño de juventud de enriquecer la grandeza de la ciudad y retomó sus estudios de anatomía y sus disecciones.
Tan pronto sus allegados le hicieron notar que ese interés suyo estaba alcanzando niveles malsanos, concedió parte de su tiempo a estudiar la región y sus alrededores. Se pasaba horas mirando al suelo o embobado en la contemplación de los relieves de la Tierra sobre el horizonte. Esto los alivió en cierta medida; ¿qué mal podía haber en examinar rocas, en indagar sobre orografía? Una nota en sus cuadernos rezaba: «La Tierra tiene espíritu de crecimiento, y su carne es la tierra, sus huesos son los sucesivos estratos de las rocas, su sangre, las venas de sus aguas. El lago de sangre que está en torno al corazón es el océano. Su respiración es por el aumento y descenso de la sangre en sus pulsos». El aparente cambio no era tal: un Leonardo visionario extendía su búsqueda del origen de la vida al planeta que habitaba, a la manera de las concepciones animistas sobre el espíritu. Y pronto, demasiado pronto, el mar de sangre del símil anegó sus pensamientos con nuevos presagios envueltos en tinieblas. Dibujó olas y corrientes embravecidas; escribió:

Uno puede ver laterales de montañas enteros, ya devastados por espumosos torrentes derrumbándose y rellenando los valles, cubriendo grandes llanuras y a sus habitantes. Sobre muchas cimas de montañas veremos animales aterrorizados de todas las especies y familias abandonadas, mientras que todo lo que flota se convierte en una improvisaba barca, donde los hombres, mujeres y niños se apiñan llorando y lamentándose, aterrorizados por el furioso huracán que levanta las olas y con ellas los cuerpos de los ahogados. Algunos se tapan los oídos y se cubren los ojos para borrar la violencia del viento, lluvia y truenos que agitan el aire oscuro; otros pierden la razón, incapaces de soportar semejante tortura, matándose a ellos mismos, arrojándose desde crestas o arrecifes o tratando de estrangularse con sus propias manos, mientras que otros toman sus hijos y los matan, en tanto las madres sacuden sus puños hacia el cielo y aúllan maldiciones a los dioses.

Ese Diluvio Universal, su visión particular del Apocalipsis, era el reflejo del futuro que llegaría tarde o temprano. Un futuro sin Draadan.
Fue el periodo más oscuro de su madurez. Su estudio, más un laboratorio que otra cosa, era un batiburrillo de botes, redomas, sustancias de naturaleza dudosa, espejos y lentes, en especial las extravagantes gafas azules que solían coronar su nariz. Con tal despliegue de artefactos, ya fueran para aprovechar la energía solar u observar el cielo —como si quisiera buscar la pirámide entre los planetas—, parecía un alquimista clásico en busca de su piedra filosofal. Y, cuando no se ocupaba de tales materias, se perdía en sus salas de disección o se traía a hurtadillas algún órgano cuyo estudio desease ampliar. No fue extraño que un asistente descontento lo acusara de nigromancia ante la autoridad eclesiástica, reproduciendo así el angustioso episodio de su juventud. Pero Leonardo no era ya un joven don nadie sin recursos: su fama lo precedía, su protector era hermano del Papa... y Draadan jamás permitiría que le ocurriese nada. Todo se saldó con una advertencia y el abandono del depósito de cadáveres. Los estudios de anatomía y las jornadas en la oscuridad del laboratorio cesaron.
Una noche ante su última reliquia —un corazón perfectamente conservado— y, en medio de una exposición sobre el mecanismo de bombeo, observó su delicada estructura con nuevos ojos. ¿Cómo se podría describir este corazón con palabras sin llenar todo un libro?, razonó. Imposible. Es mucho más que un músculo del tamaño de un puño, es el motor de la sangre y una maravillosa prueba de que la belleza adopta muchas formas. Es el órgano delator que palpita con fuerza cuando estás enamorado. Es una metáfora... de la vida. Giró la cabeza, movido por una súbita inspiración, y dio con la que era la fuente de sus latidos, Draadan.
Comprendió entonces que las madrugadas en vela y las preocupaciones por el porvenir eran horas perdidas que nadie le devolvería. Después de reprocharle justo eso al navegante, ¿repetiría su error? Saltar a sus brazos, pasear las manos por su piel, besarlo con furia... Ese era el futuro con el que iba a llenar el resto de sus años. Y no iba a hallar mejor marco que Roma, la Ciudad, para empezar a disfrutarlo.
Como parte de sus nuevos propósitos, desenterró una tabla de su pila de obras iniciadas y continuó el esbozo de un San Juan concebido hacía tiempo. El orgulloso Salaì reclamó ser el modelo, y no tuvo que insistir mucho: su atractivo andrógino seguía conservando la intensidad de la adolescencia. Lo que el descarado demonio no sabía era que su maestro llegaba mucho más allá; su imagen, transformada con unos toques de ámbar en los iris, le servía para inmortalizar la del único hombre del que había llegado a enamorarse. Tú tienes tus aros y tu viejo cincel, yo tendré tu rostro. Y así era. La inconfundible sonrisa y el dedo señalando al cielo seguían siendo la marca de la casa, pero el resto le pertenecía a él, con toda su belleza y sensualidad, tal cual había aprendido a idealizarlas en décadas de contemplación.
Quizá demasiada sensualidad. Había algo carnal en el santo que excedía las convenciones de su siglo, como también lo había en una versión posterior mucho más explícita. Navekhen murmuraba, ante quien quisiera escucharlo, que más semejaba un dios griego con tendencia al hedonismo que un venerable asceta. Y no dejaba de tener razón, sobre todo porque conocía el secreto de las noches ardientes que, ocultas tras el velo de visores desconectados, eran la semilla de ese estado de ánimo. Cien, doscientos o quinientos años, Draadan nunca dejaba de ser Draadan.
Muchos criticaron esta extravagancia de un maestro Da Vinci —messer, lo llamaban allí— que casi no aceptaba encargos, escudándose tras la edad y una pretendida parálisis del brazo. Roma se quedaría sin su Última Cena y sin su versión particular de la batalla de Anghiari, y él, sin su gloria. Poco le importaba ya; le bastaba con disfrutar de su tiempo y con la alegría de saber que sus cuadros eran suyos al cien por cien, sin la intervención de ningún Primer Ingeniero manipulador. No escondían nada, salvo deseo.




Después de una de esas noches ardientes, Draadan se levantó a vagabundear por la habitación atestada. Era raro que fuese Leonardo quien se quedase dormido, pero llevaba días sin hacerlo y su organismo terráqueo había acabado por ceder. El navegante curioseó entre los papeles del escritorio, hizo funcionar una polvorienta maqueta que expelía una lámina de agua en horizontal, se limpió las manos húmedas en una capa de Salaì... Finalmente, hundió la nariz en un armario desvencijado, y allí, entre un colgador de paños y varios paneles decrépitos, encontró una obra en progreso que le heló la sangre. Representaba una dama con el velo típico de las casadas, los labios arqueados en un gesto inescrutable, la figura serena, sentada ante el bosquejo de un paisaje desconocido...
Ha vuelto a mí, Draadan. —Leonardo se deslizó tras él y suspiró—. El cuadro que... se desvaneció sin dejar rastro.
¿Cuándo...?
Lo empecé hace tiempo. Por más que me resista, a veces vengo aquí, tomo los pinceles y al día siguiente noto que he avanzado.
¿Lo ha visto alguien? —El tono de Draadan era cortante.
Giacomo lo descubrió. Tuve que decirle que era un encargo realizado por mediación de Giuliano de' Medici, para la esposa de un...
Maldita sea. —Cubrió la pintura con un trapo—. Si preguntan, les dirás que no has continuado el proyecto. Y, si vuelves a sentir el impulso de recomenzarlo, me lo dirás cuanto antes.
Draadan... —Leonardo aferró el antebrazo de su compañero—. Cuando lo revisaste, sacaste a la luz algo importante, ¿verdad? ¿Qué era?
Nada de lo que debas preocuparte. Tú solo haz lo que te pido, ¿de acuerdo?
Pero...
Por favor, si confías en mí, no me hagas preguntas y olvídalo. Entierra esta idea en lo más profundo de tu mente, no dejes que aflore. Por favor.
Había tanta urgencia en aquel doble ruego que Leonardo sintió una punzada en el pecho. Apartó la mano. Draadan aprovechó el mudo consentimiento para verificar la falta de conexión con la pirámide, cargar la obra bajo el brazo y marcharse a toda prisa.





Durante sus largos años de servicio, el supervisor siempre había sido el experto rastreador, la parte vigilante, y se sentía relativamente seguro en su papel de conspirador. Se habría sorprendido mucho al saber que, por una vez, era él quien estaba en el punto de mira.
Una sombra abandonó su escondrijo y corrió a un lugar discreto antes de triangular de vuelta a la nave. Se llevaba consigo impresiones del cuadro y el diálogo, junto con una idea bastante precisa de lo que acababa de suceder en la habitación.



***



El león autómata era una maravilla mecánica con carcasa reluciente y entrañas de ruedas dentadas. Al accionar su resorte, se deslizaba con suavidad felina sobre sus garras, abriendo y cerrando las fauces para lucir unos colmillos temibles; después, terminado su recorrido, se alzaba sobre las patas traseras en lo que parecía ser una pose intimidatoria. Pero no era tal, pues el pecho se le abría de par en par para rendir su contenido, entre una oleada de aplausos. Y dentro de la bestia no latía un corazón metálico, sino un ramo de lirios: poético contraste entre la ferocidad animada y la delicadeza.
El león era uno de los viejos símbolos que representaban Florencia; Lyon, la ciudad testigo de su debut; los lirios, la encarnación de la flor de lis que ornaba el escudo de la casa real francesa; y Francisco I, rey de Francia, el destinatario del regalo con el que Giuliano de' Medici declaraba la alianza entre sus respectivos territorios. Sin olvidar, por supuesto, que el noble animal también hacía referencia al nombre de su creador, encadenando así una de esas series de juegos de palabras que tanto lo divertían.
Así, a distancia, fue la presentación del artista florentino al monarca galo. El encuentro en directo no se produjo hasta varios meses más tarde, en Bolonia, aunque Leonardo llevaba ya la mejor carta de recomendación, dado que el padre del rey, el difunto Luis XII, había sido un entusiasta de Leonardo. Su hijo Francisco había heredado sus gustos. Desde el primer momento se deshizo en alabanzas al artista, envidió la suerte de su aliado florentino al contar con sus servicios y lo invitó a visitarlo en Francia cuando le complaciese, lugar donde «jamás le faltaría un sitio donde brillar». Él se lo agradeció con la mayor de las satisfacciones, asegurando que la única razón por la que no aceptaba el ofrecimiento era la fidelidad debida a su protector.
Admiración, sosiego y amor; la vida le sonreía. Además, el espíritu de Eal se había adormecido por el momento y el incidente con el cuadro no traía consecuencias. Volvía a respirar tranquilo.
Pero estaba equivocado. Tanto él como Draadan ignoraban que otro navegante había sorprendido su conspiración y protagonizaba su particular acto de rebeldía: Neudan.
Al joven le habría resultado difícil explicar las razones por las que había empezado a vigilar a su colega de nivel: celos, revancha, sentido del deber... Quizá solo se trataba de una corazonada, no lo sabía. Lo cierto era que, desde el descubrimiento de la fuente de dlanda, el secretismo de Draadan con Leonardo había dejado de parecerle un simple deseo de ocultar su idilio, y ese cuadro desaparecido no era sino la confirmación de sus sospechas. Ahora bien, una cosa era encubrir a una pareja y otra muy distinta pasar por alto pruebas destruidas, sobre todo cuando...
Había algo familiar en aquel retrato. Conservaba una captura de imagen del mismo y su certeza crecía cada vez que la miraba, aunque no era capaz de concretar el motivo. Porque él no conocía a la mujer, o eso creía; sus facciones, tan típicas de la época, no pertenecían a nadie del entorno del artista. Era preciso acometer una búsqueda entre los registros del piramidión, y realizarla de manera que no delatase sus intenciones. Por ilícitos que fueran los manejos de Draadan, no deseaba perjudicar a Leonardo.
Saludos, Simakhen-dabb —se presentó ante la vigía—. Hoy tengo algo de tiempo libre y he pensado hacer una revisión cronológica de las grabaciones terráqueas relativas a Eal. ¿Puedes asignarme una pantalla?
Algo de tiempo libre... Espero que tengas un par de traslaciones, si pretendes verlas todas. Te daré acceso, siempre que no me pidas soporte técnico. Arakhen descansa y yo estoy sola.
No te molestaré en lo más mínimo —aseguró. De hecho, había elegido el periodo de descanso aposta para tener un único par de ojos clavados en la nuca—. Ah, y te ruego que no les digas a mis compañeros dónde estoy, siempre se burlan cuando me busco trabajo por mi cuenta. Te deberé una.
Ocupó el compartimento que le indicaron y desplegó los archivos en su visor. Sin introducir la imagen de la mujer del cuadro en los parámetros de búsqueda, la tarea sería tediosa, pero no tenía elección; no debía dejar pruebas en el sistema. Empezó reproduciendo grabaciones del entorno de Leonardo en los días anteriores y posteriores al descubrimiento del cuadro. No distinguió ninguna dama similar a la representada, así que intentó establecer una fecha probable para esa primera versión que el pintor, supuestamente, había ejecutado. Después de un largo periodo de examen visual sin resultados, decidió rendirse y dar por concluida la jornada. Prefería dosificarse para no levantar suspicacias.
En la temporada que siguió, la figura de Neudan se hizo habitual en el recinto del piramidión. Sus dos compañeros habituales lo echaron de menos en los momentos de ocio, en especial Navekhen, que se quedó sin compinche en su afición de seleccionar tabernas para beber a lo largo y ancho del mundo. A diferencia de Draadan, quien pasaba todo su tiempo con Leonardo, él sí estaba en condiciones de notar la alteración de sus costumbres, pero, para alivio de Neudan, no hacía comentarios. Al menos, por el momento.
Las mujeres con las que el florentino había tenido contacto directo fueron pronto descartadas. Las siguieron las emparentadas con sus clientes y colegas, con sus ayudantes... La criba entre cualquier fémina que se hubiese movido en su ambiente siguió sin arrojar fruto, hasta el punto de que el navegante se obsesionó con una búsqueda que se le antojaba casi absurda. Y, sin embargo, aquel rostro poseía un influjo tan fuerte sobre él... Había algo en aquellos ojos y en aquella sonrisa que lo impulsaba a seguir buscando, en lugar de dejarlo por imposible. Era la eterna revelación en la punta de la lengua, la verdad que se le escurría sin cesar entre los dedos.
Y al fin, tras días y días de visionado fanático, ella apareció.




El polvo recubría el altar y los ornamentos de una capillita perteneciente a una iglesia cercana a la Piazza della Signoria. Los miembros de la familia debían haber fallecido hacía mucho, a juzgar por la dejadez. No era nada del otro mundo; el típico alarde devoto de algún rico comerciante que se había comprado un rincón en suelo consagrado y cuya fortuna, o la de sus descendientes, había venido a menos. A ojos de un entendido, la única pieza digna de consideración era un pequeño cuadro que representaba al arcángel San Miguel, salido del que fuera el eminente estudio del maestro Verrocchio. Los cabellos rubios, las facciones delicadas... Pocos habrían sido capaces de identificar los rasgos de quien una vez le sirviera de modelo.
Neudan tomó asiento en los bancos de madera y estudió la obra con detenimiento. Luego se sirvió de su invisibilidad para aproximarse y descolgarla, no sin cerciorarse de que nadie lo observaba. La pintura ajada mostraba aún la gracia del Leonardo de menos de veinte años, aunque poco más; no había sorpresas ni mensajes ocultos en su superficie, ni en el marco, ni en el reverso de la tabla. Y, según la estratificadora había indicado —Draadan no era el único tripulante con el descaro necesario para usarla de tapadillo— tampoco entre sus capas de pigmento. Nada extraordinario, dado que la mano de Da Vinci apenas había aplicado unas pinceladas sueltas en el trabajo de su maestro. Neudan dedicó una última mirada al cuadro y lo devolvió a la pared, donde continuaría apuntando al cielo con su dedo índice quién sabría por cuántos años más.
Si lo pensaba, era un gesto tan expresivo y con tanto sentido... ¿Cuántas obras lo habían reproducido, y cuántas habían guardado secretos? El ángel de la Adoración, el apóstol de la Cena, el San Juan Bautista... Ese impulso a señalar arriba, ¿no era una provocación? Y allí estaba la semilla de todos ellos, en un soporte que, a diferencia de los otros, no desvelaba más misterios. O así habría sido, de no ser por lo que descubrió en las grabaciones de la iglesia realizadas durante las semanas siguientes a la colocación del cuadro.
La capilla era poco concurrida por aquel entonces, si bien la incorporación del San Miguel había atraído a unos cuantos fieles hacia sus bancos. Entre ellos se contaban parientes lejanos de su patrocinador, ancianas, religiosos y alguna que otra dama. Una, en concreto, repitió visita en la primera quincena. Era la típica señora respetable, con ropajes de casada o de viuda joven y un modesto velo que cubría sus cabellos. En ambas ocasiones ocupó el mismo asiento que Neudan, contempló la pintura y se marchó sin girarse siquiera hacia el altar mayor; sin disparar, de hecho, la alarma de los vigías o de Draadan. ¿Por qué debería haberlo hecho? Nada la distinguía de muchas otras en Florencia.
Excepto que era el modelo indiscutible de la mujer del cuadro pintado por Leonardo, fiel en todos los detalles.
Nada en las palabras del artista sugería que la conociese. Ninguna de las acciones del supervisor implicaba una búsqueda de la mujer. ¿Era su misión particular sacarla a la luz, pensaba Neudan? Porque, perdida la ilusión de un amor en la Tierra, no le quedaba otro anhelo más que esclarecer su historia con Eal. Un amor en la Tierra... Como si él, asesinado por su propio amante —o eso decían—, pudiera ser el objeto de algún afecto...
Sí, localizar a la dama habría de convertirse en la distracción de sus tormentos particulares. Simplemente eso, dejando para más adelante la responsabilidad de determinar qué hacer con sus averiguaciones. El problema estaba en que la península itálica era un coto de caza enorme para un solo conspirador. Tendría que seguir vigilando a su amigo terráqueo, ver hasta dónde llegaba el espíritu de Eal.
Lejos, presumía que muy lejos.



***



Mientras Neudan perseguía una imagen en secreto, Leonardo se dejaba llevar por el lado mundano de la vida. Todavía sopesaba la oferta de Francisco I, aunque desde la estabilidad de su posición. Él amaba su tierra; desde la soleada Toscana a la fría Milán, siempre había hallado belleza en sus gentes, sus piedras y paisajes. El único lastre que había ensombrecido su carrera era la necesidad de trabajar en proyectos poco gratificantes, guiado por patronos que no sabían apreciar lo que albergaba su cabeza. Y he aquí que, a sus sesenta y cuatro años, un monarca le abría los brazos y lo invitaba a usar sus días como bien le apeteciese, con la certeza de contar con su protección y el simple deber de ser él mismo. El gesto significaba mucho, aun viniendo de un extranjero y no de sus paisanos.
Por eso consideró la muerte de su protector, Giuliano de' Medici, una señal que lo empujaba hacia el camino correcto. Ninguna deuda de gratitud lo ataba ya a Roma, era libre de descubrir nuevos territorios. Y así, a finales del verano de 1516, Leonardo partió junto con sus queridos Salaì y Cecho hacia tierras francesas. Se quedó el primero en Milán por una temporada, al cuidado del viñedo, con la promesa de que se reencontrarían más tarde. Aunque al maestro le dolía el desapego creciente de su protegido, entendía también que nunca podría darle toda la atención que el exigía, y que le iba llegando la hora de volar en solitario. Por suerte para Leonardo, Cecho era tan eficiente y devoto que se bastaba para gestionar todos sus asuntos.
No faltó la compañía incondicional de Draadan y el resto de la tripulación. Shaal, en concreto, había seguido el nuevo peregrinaje con la actitud despótica de quien veía agotada su paciencia. Y no era para menos: las reservas de combustible habían llegado a un punto crítico. Pronto tendrían que elegir entre despegar a ciegas, en un intento desesperado de alcanzar el yacimiento más próximo, o quedarse varados en la atmósfera terrestre, igual que sus parientes de la otra pirámide.
Algo que el Primer Biólogo no estaba dispuesto a permitir.




 




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2016/11/16

CON LA VISTA AL CIELO XI: El espíritu del pájaro







Y dio comienzo la etapa más dulce de la vida adulta de Leonardo; una época que vio relegar las preocupaciones a un segundo plano, en la que su curiosidad fue eclipsada por pura y simple felicidad. Ya conocía la pasión que se ocultaba a quienes no conocían al auténtico Draadan. Ahora bien, esos otros momentos de confidencias o charlas ligeras, esos paseos reales y virtuales por nuevos y viejos rincones... Eran ciertas, pensaba, las cursilerías que afirmaban los enamorados: las obras de la creación eran más bellas, el sol brillaba con más fuerza y el cielo estaba más próximo. Y, aunque no le apetecía perder horas valiosas en plasmar esos recién descubiertos colores para cantar su dicha al mundo, los allegados no dejaron de notar el aumento de sus sonrisas espontáneas y sus escapadas en busca de soledad.
El día que Draadan le mostró sus habitaciones en la pirámide fue de especial trascendencia para él. Se resistió mucho, al principio. ¿Era prudente contaminar su mentalidad terráquea con más prodigios prohibidos, sabiendo que siempre quedarían fuera de su alcance? Pero la tentación era demasiado fuerte, y visitar el que había sido el entorno del navegante durante más de cinco siglos le ayudaría a sentir que compartían otro pedazo de preciosa intimidad. Draadan le ahorró los pasillos —el Vértice no permitía, de todas formas, una exposición excesiva de la nave— y lo condujo a través de un recibidor vacío de paredes violáceas y suelo iluminado, una estancia austera con una cámara de descanso, y un salón cuyo mayor lujo era el enorme ventanal que mostraba el exterior. Leonardo se quedó pegado a él un largo rato, quizá porque no había otros objetos que lo distrajeran. El ocupante de tales aposentos no atesoraba cuadros, recuerdos o prendas; no a la vista, al menos. Draadan es siempre Draadan, razonó, con una pizca de picardía. Un exterior ordenado e impecable que esconde lo esencial en algún lugar secreto. ¿Se lo mostrará a muchos? No, sé que no lo hace. Hay que ganarse la entrada, y yo debería estar orgulloso de estar tan cerca, tan adentro... Poco más pudo meditar cuando el objeto de sus reflexiones lo tomó por la cintura y lo condujo hacia un lecho de insólita cúpula abatible.
Draadan era un amante exigente y, a la vez, entregado. Aunque no eran conscientes de ello, ambos consumaban así sus sueños lascivos de arrastrarse a sus sacrosantos dormitorios y dar rienda suelta a lo que no deseaban experimentar con nadie más. Aquí empiezan a revelarse esas entrañas que oculta con tanto celo. El amor de Draadan es mudo y, a un tiempo, lo dice todo con un simple gesto. No impone límites ni se guarda nada para sí. Y es justo por eso que lo entrega en tan contadas ocasiones. Leonardo sintió en su carne el compromiso que suponía aquel gozo. Su cuerpo, su corazón... Supo al instante que Draadan le daría cualquier cosa que le pidiese.


La eterna inquietud del artista lo llevó, más tarde, a echar una nueva ojeada por los dominios de su compañero. Aquí y allá veía luces parpadeantes, escuchaba algún que otro zumbido, tropezaba con uno o dos objetos que no sabía identificar..., pero no hallaba esos pequeños detalles personales propios de todo espacio habitado. Movido por una repentina inspiración, se detuvo ante una especie de panel en la pared, sin marcas ni tiradores. La sección de muro no se desplazó por más que presionara o tratase de encajar las uñas. Fue la mano de Draadan, materializado a sus espaldas, la que finalmente obró el milagro y descubrió un armario al posarse en su superficie; el florentino intuyó que existía un mecanismo capaz de reconocer el contacto de su propietario. Y dentro, como por arte de magia, aparecieron más pedazos de ese rompecabezas que componía la esencia del navegante. El vaticinio de Leonardo sobre secretos revelados volvía a cumplirse.
Un aparato con una pantalla similar a los visores que usaban en la Tierra. Una vieja prenda de abrigo, envuelta en una funda de tejido extraño. Dos aros brillantes sobre un cojín vegetal. Una herramienta de metal oxidado, aún puntiaguda, en una bandeja de piedra. Estas, y otras cosas, se alineaban en unos estantes que les habían servido de altares desde el cielo sabía cuántos años. Leonardo paseó la vista por todas ellas, ansioso por conocer sus historias aunque temeroso de preguntar.
Ella tallaba estelas de piedra que glosaban las vidas de los héroes y heroínas de su tierra —se anticipó Draadan—. Tenía mucho talento. No como el tuyo, pero lo bastante para sumergirte en sus hazañas sin necesidad de usar una sola frase. Me utilizó de modelo a traición. Para representar, hum, a un villano al que descabezaban. —Sopesó la herramienta oxidada, un cincel.
Haciendo amigos con tu encanto habitual, ¿eh? —Leonardo sonrió.
Me agrada rodearme de deslenguados. Era obstinada y susceptible. Le gustaba discutir, hacerme entender que no dependía de ningún hombre, rechazar mis regalos..., pero también hablar y reír conmigo. Y no, nunca llegó a cortarme nada en la vida real.
Debiste quererla mucho —susurró el artista. El cariño en la voz de su compañero era genuino.
Creo que ella debió quererme aún más. Nunca le di su mayor deseo, una hija que la sucediera, y, pese a todo, no buscó en otro lugar. Su arte murió con ella.
El arte no muere, permanece. Y los mayores deseos pueden cambiar con los años. Sé que lo hacen.
Draadan dejó escapar un suspiro casi imperceptible y devolvió el objeto a su lugar. Su atención pasó a los aros.
El nombre de él significaba gran ola, en su lengua —continuó, haciéndolos girar bajo las yemas de los dedos—. Era pescador de gemas: se sumergía, con una vejiga llena de aire, en pasillos submarinos cubiertos de plantas que brillaban en la oscuridad, y desenterraba piedras preciosas del fondo. En vez de combustible para nuestra nave, el objeto de nuestra visita a su... hogar, saqué a flote al chico más similar a un animal acuático que había visto en mi vida. Y al más guapo. Estas piezas de metal eran el símbolo de las uniones en su cultura. Cómo relucía el aro en su rostro, bañado por la luz de las estrellas... Durante años llevé yo el mío en mi propia ceja, indiferente a las directivas sobre indumentaria de la nave. Hasta que...
La cálida mano de Leonardo presionó sobre la de Draadan. ¿Para qué continuar la frase, cuando los dos conocían la conclusión? Y sería igual que la suya.
Pero no ahora, ni aquí.
Vaya, no tienes nada mío —observó, con un tono más festivo—. Nada que me hayas birlado a mis espaldas, para que yo pueda vanagloriarme como un pavo real de las pasiones que levanto.
Eso no es cierto, sí tengo algo.
Draadan lo apretó entre sus brazos con fuerza.



***


Llegó un momento en el que Leonardo hubo de recuperar su máscara de asceta. Y no era que, a su edad, le importase la opinión de la gente, ni mucho menos: lo que pretendía era salvaguardar la reputación de Draadan ante sus superiores. La tarea era casi imposible, en especial porque aquel a quien quería defender no se tomaba muy bien sus sugerencias, pero tenía que intentarlo. Si había que limitar en cierta medida sus horas juntos, si era preciso no abusar de los cortes de comunicación con los vigías..., él haría que mereciese la pena.
Ahora bien, una cosa era ocultarse de un sistema de vigilancia y otra muy diferente pretender embaucar a un par de compañeros que siempre estaban allí. Las miradas de Navekhen, sin ir más lejos, ya alcanzaban a sus discursos en cuanto al nivel de sarcasmo, y sus conversaciones sobre sexo con Leonardo habrían conseguido hacer enrojecer a una prostituta de cincuenta y cinco años. No obstante, él no era el auténtico problema; por mucho que a Draadan le fastidiasen sus tomaduras de pelo, sabía que jamás lo perjudicaría ante sus camaradas. Era Neudan, igual a él en rango y con razones para querer desquitarse por décadas de reproches, quien lo preocupaba. Si ya estaba al tanto de su inapropiado enamoramiento —y no le faltaban motivos para sentir celos—, ¿por qué no ponía a Shaal al tanto de todo? Después de la desastrosa forma en la que se había conducido durante su última relación, no le cabía duda de que el Primer Biólogo tomaría cartas en el asunto.
Fue durante una de sus inspecciones rutinarias cuando se decidió a abordar a su colega. Ya no acostumbraba a realizarlas solo, sobre todo desde que Navekhen descubriera lo laxo que se había vuelto con la purga de los manuscritos de Leonardo, salpicados con la ocasional nota o dibujo de las maravillas contempladas en la pirámide. Después de que Neudan mutilase varias páginas de apuntes comprometedores, Draadan se acercó a él y le dijo:
Has arrancado un capítulo inofensivo entero porque contenía un diminuto bosquejo de un teclado. No los hace aposta. A veces, cuando medita, sus dedos se mueven por su cuenta.
Ya sé que no los hace aposta. ¿Crees que me divierte jugar a ser censor y destruir su trabajo? El problema es que tenemos órdenes, órdenes estrictas, y ya que tú no eres tan escrupuloso en su cumplimiento como solías, la tarea recae en Navekhen y en mí.
Si hay algo que quieras decirme sobre todo esto, no te andes con rodeos. Llevas no sé cuánto tiempo sin hablar claro, y... —Rozó su visor y se lo retiró—. Se trata de lo que hay entre nosotros, ¿cierto? ¿Planeas algún tipo de represalia por no haberte apoyado en el pasado? Lo dañarías a él, Neudan. Yo puedo aguantar lo que sea, pero Leonardo no es responsable de nada. Si queda en ti algo de la rectitud que antes te caracterizaba...
Cierra tu maldita boca antes de que me enfurezca. Ya no soy un crío recién salido de la cápsula de regeneración. Dañar a Leonardo... Y que tú, precisamente tú, te atrevas a acusarme de tal cosa... ¿Alguna vez me has visto hacer algo semejante? ¿Por quién me tomas?
Yo... —Neudan experimentó un breve instante de triunfo. No era sencillo dejar al supervisor sin palabras.
No, no es responsable de nada, ni siquiera de encapricharse de un impresentable de tu nivel. Esa es, más bien, su desgracia.
En puridad, no podría reprocharte que intentases presentar un informe completo de lo que sucede aquí abajo. —La voz del supervisor sonaba igual que un graznido—. Son las... circunstancias especiales las que me impulsan a pedirte que no...
Te he dicho que lo dejes, no seré yo quien se lo cuente. Esto te parecerá insólito, Draadan, pero creo que a nadie debe importarle a quién ama cada uno.
El firme alegato era también un reproche a la actitud de Draadan sobre su relación con Eal, y este no dejó de percibirlo. En cuanto Neudan abandonó la habitación, victorioso por una vez, se dejó caer en una silla destartalada, preguntándose cuándo habían cambiado las tornas con el crío irresponsable que ahora le daba lecciones sobre moral. Leonardo le habría dicho —lo oía con claridad en su mente— que el amor arrebataba parte de la racionalidad, que era inevitable y que, a pesar de ello, merecía la pena. Sacudió la cabeza.
Continuó la inspección sin ayuda. En el rincón más abarrotado de la estancia, oculto entre viejas tablas y lienzos, halló el retrato de una dama. Llevaba el velo típico de las casadas, arqueaba los labios de una manera inescrutable, y su figura serena, sentada ante un paisaje desconocido, parecía mirarlo directamente a los ojos. No reconocía a aquella mujer que jamás había posado para el artista, de eso estaba seguro, mas sí la típica sonrisa y las particularidades del cuadro: debía ser fruto de los manejos de Eal. Lo contempló un largo rato, inspirado por una inquietante premonición de desastre inminente. Luego lo devolvió a su escondrijo, aún más profundo entre las capas de trastos inútiles, y se cercioró de que la transmisión continuase interrumpida. No sabia bien por qué, pero necesitaba impedir que la obra fuese sometida a los procedimientos habituales.
Aprovechó un día propicio para regresar en solitario y realizar una inspección furtiva con la versión portátil de la cámara estratificadora. Se arriesgaba muchísimo con semejante violación del protocolo, aunque siempre podría presentar los resultados después y aducir que había olvidado informar a los ingenieros de la prueba. Mientras accionaba el aparato rogaba para que el cuadro no contuviese nada, o bien un simple esquema de mejora del motor, o quizá un mensaje de burla; cualquier cosa antes que ver cómo se materializaban sus temores. Cuando concluyó el examen y la pantalla le mostró lo que había allí, palideció.
Segundos más tarde, un Draadan ansioso empezó a programar su equipo electrónico para que se borrase hasta el último dato del examen. Decidido a no dejar nada al azar ni a las habilidades de los ingenieros, superiores a las suyas, destrozó incluso el terminal donde había visualizado los registros. Después lo recogió todo, eliminó las pruebas de su incursión y corrió a devolver los aparatos al almacén. Por fortuna, nadie se cruzó en su camino.
Finalmente regresó a la Tierra, recuperó el cuadro de la dama del velo y la peculiar sonrisa y lo arrojó al fuego. Y allí permaneció, sin apartar la vista ni un instante, hasta que quedó reducido a cenizas.



Habría sido un prodigio que Leonardo no mostrase su faceta curiosa respecto a cualquiera de sus creaciones, y Draadan, consciente de ello, se anticipó a su interrogatorio y le preguntó si alguien había visto el retrato o conocía su existencia. Al obtener una respuesta negativa, respiró aliviado, lo tomó por los hombros y le hizo jurar que no hablaría a nadie del mismo. En pocas ocasiones mostraba el navegante su rostro más grave; poco le costó al artista tomárselo en serio y ceder a la petición.
No llegó a preguntar qué había sido de la tabla. La renuncia era grande, pues, poseído o no por el espíritu de Eal, sus manos habían realizado en ella un trabajo del que se sentía orgulloso, y le habría gustado disponer de más tiempo para mejorarlo y usarlo como material de aprendizaje. Con todo, no pensó siquiera en mencionar el asunto.
Confiaba en Draadan con esa fe que solo el amor confería. Ese amor que arrebataba parte de la racionalidad pero que, a pesar de todo, tanto merecía la pena.



***



Cuando los ahorros empezaron a escasear y sus asistentes, Salaì el primero, expusieron a las claras su descontento por tener que vivir con estrecheces, Leonardo comprendió que no podía seguir eludiendo sus deberes. La nueva comisión llegó en el momento crítico: la Signoria, interesada en decorar la Sala del Maggiore Consiglio de su centro de gobierno, le encomendó un fresco monumental que representaría un episodio glorioso de la historia de la ciudad, la batalla de Anghiari. En aquel otoño de 1503, el maestro, Zoroastro y Salaì se trasladaron a un alojamiento más digno, el monasterio de Santa Maria Novella, y ocuparon una sala para trabajar en el gigantesco cartón. Más espacio significaba más privacidad para los encuentros del artista y, aunque lamentó disponer de menos horas para sí mismo, terminó acostumbrándose al cambio de escenario. Durante días y días se afanó en realizar estudios sobre la mejor manera de representar la contienda, trazó decenas de poses de soldados enzarzados en la lucha, abocetó cientos de dinámicas expresiones faciales. Materializaba así la experiencia adquirida observando campos de batalla, con el atractivo añadido de la novedad.
Como era de esperar, los estudios y el cartón se demoraron mucho más de lo estipulado. A esas actividades se sumó, además, un proyecto para desviar el curso del río Arno que requería sus conocimientos de ingeniería. A resultas de todo ello, 1504 transcurrió sin que posara un pincel en el muro de la sala. Lo que sí sucedió en esos meses fue que la Signoria, interesada en ampliar el catálogo de maestros trabajando entre sus muros, encargó a Michelangelo Buonarroti un nuevo mural sobre otra famosa batalla, la de Cascina. La decisión no fue casual, sino una maniobra estudiada para aprovechar su fama y rivalidad; Leonardo debería compartir la estancia con el arisco escultor.
Los roces entre ambos eran la comidilla de Florencia, sobre todo desde que, a principios de año, Leonardo formase parte de la comisión de artistas consultados para buscar un emplazamiento digno a la escultura del David. Su consejo de colocarla bajo techo —para resguardarla de las inclemencias o, según insinuaban los perversos, para que no estorbase el paso— chocó con los deseos de su creador, que la prefería en un lugar público donde todos pudiesen disfrutarla. Al final se impuso Buonarroti, aunque eso no impidió que se tomase el criterio de Leonardo como un intento de oscurecer sus méritos ocultándolos a la vista. Creció la animadversión del artista más joven hacia el más veterano, hasta el punto de que llegó a usar su fracaso al fundir la estatua ecuestre de Francesco Sforza para humillarlo, en venganza por su desprecio al oficio de escultor.
Y era bien cierto que Leonardo siempre había considerado el martillo y el cincel herramientas más propias de artesanos, pero también lo era que sentía admiración por ese David surgido del mármol que iba a ornar la Piazza della Signoria. Tenía una pizca de él, estaba seguro, y había aprendido a apreciar la heroica fisionomía que tanto le recordaba a Raffaello y a Draadan. Sus dedos lo habían traicionado, incluso, realizando algunos esbozos de la figura en rincones perdidos de sus cuadernos. Aunque jamás los habría mostrado voluntariamente —la rivalidad subsistía, después de todo—, servían para que Navekhen dejase caer algunos de esos comentarios jocosos que nadie le pedía.
Trabajar bajo el mismo techo que Buonarroti no entraba en los planes ideales del artista, quien detestaba las confrontaciones. El fallecimiento de su padre, el nueve de julio, acabó con la poca determinación que le quedaba. Uno de sus últimos lazos con el mundo se había deshecho. Anhelaba un poco de aire fresco, y fue Draadan quien le sugirió visitar a su tío Francesco en Vinci. La tierra de su niñez, los recuerdos de la única época sencilla de una vida azarosa, servirían para restablecer un pedazo, al menos, de esa paz perdida. Y lo mantendrían alejado de la pintura.
Las jornadas estivales se tiñeron con la claridad típica de la campiña toscana. Ayudó a cuidar los viñedos de su tío, recorrió los inmutables paisajes que rodeaban el pueblo, contempló el amanecer con cierto comerciante español llamado Daniele... No llegó a tocar un pincel, y apenas una pluma. Contrastando con ese paréntesis de serena ociosidad, Buonarroti se sumergía en el cartón de su mural, la batalla de Cascina. En su versión, un grupo de soldados, sorprendidos por el enemigo en medio del baño, reaccionaban con alarma al ataque por sorpresa. Una masa de cuerpos desnudos y vigorosos, luciendo sus formas en las más dinámicas posiciones... Aun siendo una escena bélica, ensalzaba el tipo de belleza que el artista más apreciaba. Las malas lenguas murmuraban que en la Signoria se había alzado más de una ceja ante semejante despliegue carnal. Murmuraban asimismo que el famoso maestro del desnudo masculino no se habría dignado a aceptar la comisión si hubiera tenido que pintar a sus soldados vestidos.
Su trabajo prosiguió durante el resto del año, hasta que de nuevo fue llamado a Roma por el Papa. Y, ya fuese casualidad u oportunidad, Leonardo eligió esas fechas para reemprender el suyo, detenido en la fase de trasladar el cartón al muro. La tranquilidad de saber que el huraño escultor se hallaba lejos y podría pintar en paz lo animó a trazar las primeras figuras, guerreros a lomos de sus queridos caballos. Como ocurría en cada ocasión, los mirones se multiplicaron y circularon las copias. Y, de la misma manera, y para horror de la Signoria, el horario laboral del maestro se fue reduciendo hasta que perdió todo interés en el proyecto. ¿Se debía, tal vez, al hecho de que Buonarroti no mostraba señales de volver? ¿Perdido el espíritu competitivo, la empresa había dejado de tener sentido? Leonardo no lo sabía. En aquella etapa dispersa, en la cual solo le apetecía someterse a una atadura, quedaba fuera de sus planes pasarse meses ante una pared.
1505 fue su año de cielo y alas, en muchos sentidos. Por entonces conoció al joven artista Raffaello Sanzio —su nombre ya le inspiraba simpatía y nostalgia—, cuya amistad conservó durante muchos años. Fue también cuando retomó sus sueños de surcar el cielo por sus propios medios, tal vez a causa de todas esas horas contemplando las nubes junto a Draadan. Fluyeron hojas y hojas de nuevos esquemas y diseños, horas de serrar, martillear, coser, tensar y experimentar. «No hay que cargarse con barras de hierro, por resistentes que parezcan, pues se rompen con facilidad si se doblan. Madera, madera es mejor», murmuraba, más para sí que para el mundo, mientras ensamblaba el nuevo prototipo de alas portátiles. «Un pájaro es una máquina que funciona según leyes matemáticas. El hombre posee la facultad de reproducirla con todos sus movimientos, si bien no de forma tan poderosa... Una máquina así construida carece del espíritu del pájaro, y este espíritu ha de ser suplantado por el espíritu del hombre». El número de páginas con reflexiones y anotaciones asombró a sus fieles, a quienes ya tomaba por sorpresa el humor exultante de su maestro. Y Draadan... Draadan sonreía con discreción y se contentaba con mirar y escuchar, respetando así su papel de observador neutral, aunque felicitándose, en secreto, por el estancamiento de su obra pictórica. Nada perjudicial resultaría de sus estudios, fructificasen o no, y él sabía que no lo harían. Por poderoso que fuese el espíritu de Leonardo, por cercano al espíritu del pájaro que se colocase, su época no habría de contar con la tecnología para el vuelo. Sin embargo... Algo había cambiado en aquel año de 1505, algo que lo empujaba a involucrarse en los estallidos enérgicos del artista. Puede que Leonardo estuviese preparado para aceptar el fracaso o la rendición —lo había hecho a menudo en el pasado—, pero él no deseaba volver a verlo pasar por ello. Quería ofrecerle una muestra de todo cuanto le habían insinuado y negado, un sorbo de triunfo.
Draadan se dio cuenta entonces de que quien había cambiado era él.




En la mañana de un día ventoso, mientras multitud de nubes eran arrastradas de un extremo al otro del cielo, Leonardo condujo su nueva máquina a la cima del Monte Ceceri, llamado así en referencia a los cisnes que solían visitarlo. Zoroastro, conductor y copiloto, escrutó el panorama de Florencia y alrededores que se extendía a sus pies y tembló; por hermosa que fuese la vista, la posibilidad de precipitarse hacia ella con unas alas falsas pegadas al lomo ya no le parecía tan lírica. Aunque se había librado de una buena en Milán gracias a la indecisión de su maestro, ahora el talante de este era muy diferente: sonreía ante las dificultades, las desechaba con un vaivén de la mano y afirmaba sin titubeos que su éxito estaba asegurado. Un Leonardo optimista era una compañía grata, cierto..., y también inquietante.
Al colocar el artefacto en posición, el artista volvió el rostro hacia el viento y se perdió en la inmensidad de la bóveda azul. Todo lo que Zoroastro vio fue una revoloteante cabellera gris y un cuerpo con demasiados años para pretender burlar la atracción de la Tierra. No distinguía la realidad debajo del espejismo, y por eso no podía dejar de pensar en que le tocaría a él, el más joven, hacer de víctima para el sacrificio. Entonces, por obra y gracia de la Divina Providencia, el trote de un caballo trajo a un tercer visitante a la cima: Draadan. O Daniele.
Que el cielo me asista. ¿No es mi estimado Daniele, que viene en medio de un experimento? —lo saludó Leonardo—. No te esperaba... amigo mío.
Imagino que no. Así que vas a hacer volar la máquina hoy. Parece peligroso.
¿A que sí, señor? —convino Zoroastro, con voz plañidera—. Si Dios hubiera querido que volase, no me habría dado este respeto por las alturas. Quizá vos seáis capaz de introducir un poco de sensatez en la sesera de mi maestro. ¡Hay rocas abajo!
Tienes razón, Tomaso. Puedes marcharte, hoy seré yo el ayudante del inventor.
¿Eh? ¿En serio?
Ahí tienes mi caballo, úsalo para volver.
Bueno... Podríais precisar mi ayuda. No estaré ansioso por emular a los cisnes, pero para glosar las gestas y mirar desde la seguridad de la tierra firme sí que sirvo, y...
Aprovecha la oferta y esfúmate o empieza a engancharte al arnés. Tú eliges.
La perversa amenaza de Leonardo envió al aludido a la grupa del animal con la velocidad del rayo. Cuando el ruido de los cascos se perdió camino abajo, Draadan volvió los acusadores ojos hacia su compañero.
Ibas a correr el riesgo a mis espaldas —le reprochó.
Habrías intentado convencerme de que no lo hiciera.
No quiero que te ocurra nada. Un accidente podría ser muy doloroso, Leonardo.
Lo sé, y sé que tus órdenes de no interferir chocan con lo que vuestro conocimiento sobre las leyes de la naturaleza te revelan sobre mi invento. Ves los fallos y no puedes corregirlos. Sin embargo, tú sabes que así hacemos las cosas aquí abajo. La experiencia hace penetrar la ciencia por los sentidos, es la verdadera maestra. Si no lo pruebo, nunca sabré si voy por buen camino. ¡Míralo! —Señaló su remedo de alas—. He trabajado mucho en esto. Y, si no me hace volar, al menos no me hará caer; en este día, el viento será mi aliado.
Ante tanta pasión y dulzura, el navegante sufrió una pequeña derrota. ¿Cómo arrebatar la aspiración de toda una existencia? Se sentó en una piedra y acomodó en torno a ella la gruesa capa que vestía.
¿Por qué te embarcas de nuevo en esto? Creí que te movían nuevos intereses.
Supongo que mi estancia en Vinci revivió viejas experiencias de la niñez. Es curioso, ¿sabes? No había vuelto a pensar en el milano desde...
¿Milano?
Siendo aún un crío, un milano se acercó a mi cuna y me golpeó la boca con las plumas de su cola una y otra vez. Dirás que fue un sueño, que quizá mi percepción ha corrompido el recuerdo, y quizá sea así, pero es una de las imágenes más nítidas y antiguas que conservo. Pocas cosas he tenido tan claras como la certeza de que me imbuyó con su espíritu, Draadan, de que el cielo era mi destino.
No obstante, no probaste el anterior dispositivo en Milán. Días en el tejado, años acumulando polvo en el taller...
Todo es diferente ahora, mis creaciones y mi curiosidad han dejado de ser mi única riqueza. Ya no le tengo miedo al fracaso.
Sonrió. Y Draadan, inmerso en la oleada de afecto más profunda que había sentido en décadas y décadas —quizá en toda su larga vida—, lo ayudó a ajustarse las correas del arnés. Flotaba el silencio en aquella atmósfera de miradas reveladoras y palabras innecesarias. El inventor, pertrechado así con unas amplias e inmaculadas alas blancas, se colocó a cierta distancia del saliente elegido para dejarse caer. Luego volvió a comprobar la dirección del viento y respiró hondo, a sabiendas de que el vértigo que lo embargaba no se debía a la altura. Entonces corrió los pasos que lo separaban del vacío y saltó.
Vencer la atracción de la Tierra fue una de las sensaciones más indescriptibles de su vida. Esa fue la razón por la que no alcanzó a componer, más tarde, un relato fiel de su odisea; borracho de temor, aturdimiento y euforia, ¿cómo podría haber hecho otra cosa sino aprovechar el momento? Tras unos segundos de practicar su vista de pájaro, cerró los ojos y se dejó llevar por la corriente. Sus percepciones se ahogaban en un bordoneo de latidos estruendosos, en el sonido de sus carcajadas y gritos de júbilo. Era terrenal y, a un tiempo, carecía de cuerpo. Era un cisne, un cisne del monte. Era parte del cielo.
¡Estoy volando! ¡Draadan, estoy volando!
El viento de cola arreció y lo impulsó hacia el este, sobre un mar verde y pardo de viñedos, hierba, hileras de cultivos y casas empequeñecidas por la altura. Mas, tan pronto ascendió, cambió la corriente y volvió a descender por su propio peso. Las alas era excesivamente aparatosas y pesadas, y a él apenas le quedaba cordura, en su entusiasmo, para maniobrar el rudimentario timón. Abajo le esperaba un suelo de tierra y rocas, sin arbustos que amortiguasen un mal aterrizaje. Draadan, pendiente de cada movimiento, soltó los cierres de su capa y se lanzó detrás de él.
No fue un impulso suicida. A su espalda cargaba algo que la prenda había mantenido oculto hasta entonces, un cilindro con orificio de entrada y de salida cuyo enigmático interior albergaba mecanismos desconocidos para el siglo XVI. El ingenio se activó con un siseo, lo suspendió en el aire y le ofreció la potencia necesaria para volar con la pericia de un ave de presa gigantesca. Pudo así alcanzar a Leonardo y acoplarse entre sus alas para sujetarlo.
El miedo del improvisado piloto fue reemplazado por nuevos aguijonazos de vértigo, junto con una pizca de indignación. No fue sino hasta más tarde, cuando recuperó altitud y estabilidad, que comenzó a apreciar lo que era un auténtico vuelo, sin temor a la caída.
¿Me das el cielo por segunda vez? —murmuró, su voz acallada por la ventisca.
¿Qué?
Nada.



Aterrizaron al pie del monte, en una franja lisa de terreno. Draadan se limitó a soltarlo para dejar que la gravedad hiciera su trabajo; regresó después, pretendiendo que acudía a recibirlo, y lo ayudó a desembarazarse de los correajes.
Acudiste preparado para cualquier eventualidad, ¿eh? —Afirmó Leonardo, frotándose un tobillo maltrecho. Su toma de tierra no había sido muy brillante—. ¿No te fiabas de mí?
En la misma medida que tú al confiarme tus planes. Al no confiármelos, mejor dicho. Si vas a ofenderte por impedir que besaras el suelo...
Rio el artista antes de besar algo muy diferente. Y, al hacerlo, impidió que Draadan completara su queja. Había dicha en su rostro, esa alegría desmesurada que hacía dudar sobre la cordura de quien la irradiaba. Cuando un sueño cobra vida durante un instante, te deja vacío o te vuelve loco. Bendita, bendita locura.
¿Ofenderme? No habría esperado otra cosa. Sabía que tú nunca me dejarías caer.


***



El paréntesis de feliz serenidad sin pintura pasó pronto, puesto que Leonardo se vio impulsado a iniciar un nuevo trabajo con la reina Leda de protagonista. De acuerdo con la mitología griega, Leda yació con el dios Zeus encarnado en cisne y puso después uno o dos huevos, según las versiones. En el cuadro, la reina se ofrecía desnuda, con esa sonrisa marca de la casa Da Vinci y un halo de misticismo pagano nunca visto en la bottega. Draadan volvió a convertirse en censor y conspirador, como también había hecho con el mural de la batalla de Anghiari, y la analizó en secreto. El resultado lo desconcertó hasta el punto de que dejó transcurrir días para valorar si era prudente revelarlo. Eliminar dos cuadros seguidos acabaría delatándolo. Además, ¿tenía derecho a seguir destruyendo las escasas obras de Leonardo? Su lado inflexible, dispuesto a cualquier cosa para protegerlo, sostenía que sí; el prudente y más reflexivo realizó una búsqueda discreta en las bases de datos de la pirámide. Solo entonces aceptó sacarlo a la luz.
La temática era peculiar para alguien que había rehuido hasta entonces el erotismo explícito. No habrían de faltar hipótesis no oficiales para explicar el nuevo temperamento de Leonardo. El cisne, sin ir mas lejos, debía ser una reminiscencia de su aventura en el Monte Ceceri. En cuanto a la otra cuestión... Bien, era difícil negar que la libido de Leonardo había alcanzado su cenit en los últimos tiempos. El principal —el único— defensor de tales teorías fue Navekhen, quien se cercioró de que no llegaran a oídos de Draadan hasta poner tierra de por medio. ¿Leonardo, representando el deseo bajo la figura de una mujer? Apreciaba su pellejo lo bastante para saber que el supervisor no se habría de tomar muy bien la absurda sugerencia.
Pero, a diferencia del mural, Leda y su cisne sí guardaban un tesoro entre sus capas de pigmentos. Tras concluir su análisis en la estratificadora, Draadan fue convocado ante Shaal y los ingenieros.
Excelentes noticias, Draadan-dabb, estoy notablemente satisfecho —lo saludó el Primer Biólogo, con un semblante tan jovial como una sala de torturas.
Salta a la vista. ¿De qué se trata?
La pintura del sujeto ha desvelado la localización de un planetoide con una corteza rica en dlanda —la materia prima de las células energéticas que alimentaban los sistemas de la nave, su combustible—. Hemos dejado de depender de vuestra ineficacia para dar con el paradero de Eal.
Me siento halagado —volvió a ironizar el supervisor—. Sí, son buenas noticias.
Prolongaremos la búsqueda hasta que la situación de nuestras reservas se acerque al rango crítico, momento en el cual la abandonaremos para repostar. En cuanto comprobemos las coordenadas galácticas...
Eh, Shaal-mekk... —lo interrumpió la acólito del Primer Ingeniero. Estaba pálida—. Desde Navegación nos informan de que han encontrado una... laguna en los archivos cartográficos.
Qué significa una laguna —inquirió este. Su tono de voz agravó el nerviosismo del personal de ingeniería.
Presumen, eh, que Eal los borró antes de huir. Su falta no se ha hecho evidente porque no ha sido preciso recurrir a ellos y...
Cuál es el alcance de esa falta que vuestra desmesurada incompetencia ha pasado por alto hasta ahora. —Shaal casi chirriaba.
El cuadro especifica un cúmulo estelar en la Galaxia Dai Seis del Cúmulo Dai, pero, sin los archivos, la búsqueda se amplía a unas, eh...
No. Tartamudees.
¡Veinte mil! ¡Veinte mil estrellas! Aun partiendo ahora, la exploración se prolongaría demasiado para garantizar que alcanzamos el planetoide antes de agotar nuestras reservas. Precisamos de más datos, Shaal-mekk.
El rostro de Draadan no delató que estaba al tanto de las noticias. Era tan bueno como el Primer Biólogo enmascarando sus emociones, y por eso escuchó sin inmutarse, y sin despertar sospechas, la ristra de comentarios corrosivos que lanzó su superior. En su interior se felicitaba por la inspiración que lo había impulsado a consultar los archivos de la nave antes de destruir la Leda de Leonardo; era el tipo de jugarreta que se le habría ocurrido al viejo zorro de Eal, ofrecer una pista que no conducía a ninguna parte, y él lo conocía mejor que nadie. Así, el trabajo del artista permanecería a salvo y ellos tendrían que seguir persiguiendo al fugitivo, sin ausentarse quién sabía cuánto tiempo en busca de ese olvidado planetoide.
Lo cierto fue que el cuadro no sobrevivió muchos años. La doble exposición a la cámara estratificadora terminó descomponiendo los pigmentos de manera irreversible, y de la versión de Leonardo del mito griego únicamente quedaron algunos apuntes y varias copias de otros pintores. Un precio doloroso, pero aceptable, para los estándares de un hombre dispuesto a todo.




Entre tanto, el piramidión era escenario de un pequeño encuentro, al margen de los canales oficiales, entre Navekhen y los vigías.
Desde Ingeniería acaban de solicitar la búsqueda a Navegación —confirmaba Arakhen a su colega del cuarto nivel. Entre las ventajas de su cargo figuraba acceder a la mayoría de esas comunicaciones—. Apuesto a que tiene que ver con alguna coordenada que ha aparecido en el cuadro. El chasco es que no encontraron mapas que consultar porque alguien los había borrado, y para semejante alteración se requiere segundo nivel. O ha sido Eal, o la nave se ha vuelto creativa. Oh, bueno, supongo que nos informarán en breve.
Sí, tan pronto yo sonsaque a nuestro bienamado supervisor —replicó Navekhen.
Aunque hay un detalle curioso. Al comprobar los registros de acceso a los archivos cartográficos se observa que alguien realizó la misma consulta hace dos rotaciones, junto con otras veintisiete de otros lugares no relacionados, y no dio parte de su ausencia.
Puede que no quisiera que le echasen la culpa. ¿Lo saben en Navegación? ¿El borrador misterioso habrá sido otro tripulante?
No creo que se hayan dado cuenta. En cuanto al... borrador, eso es imposible. Segundo nivel, fecha antigua... Ha tenido que hacerlo Eal.
Hum. Pues entonces será una casualidad entre las veintiocho consultas de marras. Hazla notar solo si te interrogan. No queremos que piensen que metemos las narices donde no nos llaman.
Desde cierta distancia, protegido por un discreto silencio, Neudan también escuchaba. Él no se hacía preguntas ni creía en casualidades, sino que tenía una idea muy aproximada de quién estaba tras la historia. Y, tal y como había hecho en el pasado, planeaba guardársela para sí.



 



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