2016/11/02

CON LA VISTA AL CIELO X: El dolor es la salvación del instrumento

 

  TERCERA PARTE: DE VUELTA A FLORENCIA Y MÁS ALLÁ


X: El dolor es la salvación del instrumento




El inicio del año 1500 sorprendió a Leonardo en Mantua, primera parada tras salir de Milán. Su estancia allí se prolongó más de lo planeado debido a la insistencia de su anfitriona, la margravina Isabella d'Este —cuñada de Ludovico Sforza—, quien no dejó de atosigarlo hasta que dio comienzo al cartón de su retrato. Huyó sin concluirlo tan pronto las formalidades se lo permitieron; no tenía intención de aceptar un trabajo menor y, además, no estaba del mejor de los humores para mezclar colores. Sus pocas energías pictóricas las consagraba a terminar en secreto el pequeño cuadro de Verorrosso. Su Raffaello.
Su auténtico destino era la Serenissima, la República de Venecia, para estudiar su maravilloso trazado urbano, artes y tratados de ingeniería militar. Y, aunque aprovechó la estancia, fue su ego el que se resintió al comprobar la poca expectación que generaba su nombre. Poco hizo allí, aparte de plantar algunas semillas en otros artistas.
Para abril ya estaba de regreso en Florencia, resignado a acometer la nueva etapa de su vida. Una etapa de inicios tan sombríos como las vestimentas oscuras que se aficionó a llevar por entonces, en contraste con el colorido habitual. Su temperamento también se reflejó en su técnica, en el abandono de las refinadas puntas metálicas en favor de los enérgicos lápices negros y sanguinas. Y, sobre todo, en un rechazo casi fanático a pintar que lo empujó a vivir de sus ahorros milaneses. Se pasaba días y días haciendo estudios de geometría, llenando páginas de sus diarios, manteniendo la cabeza ocupada en actividades que no dejaran espacio a la introspectiva. Se habría dicho que reaccionaba con rebeldía a su cometido de suministrar material a la pirámide. Si no pintaba, ¿podrían irse y dejarlo atrás?
La escena florentina —sumida en una crisis económica tras el cambio de gobierno— estaba bastante transformada. Entre las pocas caras conocidas se contaban su querido tío Francesco y su padre, con quien reanudó una relación distante, si bien necesaria. Entre las nuevas, la más famosa era, sin duda, la de Michelangelo Buonarroti; junto a la curiosidad por conocerlo, ese ego herido de Leonardo no podía sino preguntarse qué tenía aquel joven para recibir del solio pontificio una atención que a él siempre le había sido negada.
Mas despechado o no, con o sin deseos de manejar un pincel, Leonardo no carecía de su propia fama, y los encargos no le faltaban. Acabó cediendo e instalándose en la iglesia de la Santissima Annunziata para producir un retablo de la Virgen y Jesús con Santa Ana. Y, al igual que ocurriera en Santa Maria delle Grazie, morada de su Última Cena, mucho debieron esperar los frailes para ver alguna materialización del mismo. Aparte de que su desgana no había pasado, se distraía sin cesar con otros acontecimientos y actividades, como el regreso de Michelangelo.
El Duomo de Florencia custodiaba un gigantesco bloque de mármol desde hacía varios años. Era una pieza difícil de esculpir que ya había sido ofrecida a varios artistas, entre ellos Leonardo. El florentino nunca había sido amigo del oficio de escultor; consideraba el trabajo del mármol una actividad ingrata, más propia de un artesano sucio y sudoroso que de un creador distinguido. Por suerte para la Signoria, Michelangelo no participaba de esos escrúpulos. Encerradas en la piedra vislumbraba las líneas de un colosal David que gritaba para ser liberado, y con esa idea había aceptado la comisión.
En su primer encuentro, Leonardo posó la vista en un hombre más bajo, de hombros desproporcionadamente anchos y brazos con el diámetro de troncos de árbol. Poca apostura había en aquel rostro que aparentaba más edad de la que tenía, con su expresión adusta y su nariz rota y mal fraguada, y en aquella figura cubierta con ropas desaliñadas. El lustre de su talento no se dejaba ver, desde luego, en su apariencia. Michelangelo, por su parte, se encontró con un hombre atractivo pero viejo, con un esbelto tipo corporal alejado de las poderosas musculaturas que él apreciaba. Los dos se reconocieron como rivales al instante y supieron que nunca serían amigos.
Y no era de extrañar, viniendo del tal Buonarroti. Su carácter, modelado a partir de complejos y represiones, había hecho de él un hombre de trato difícil. Para él, Leonardo debía ser una vieja reliquia inconstante que, sin embargo, no quedaba olvidada, y cuya afabilidad, exquisitez y sabiduría le granjeaban la admiración hasta de aquellos a quienes defraudaba. Levantaba pasiones a pesar de sus canas, se rodeaba de jóvenes hermosos y envidiables, se paseaba por una ciudad que lo había condenado —y absuelto— por su homosexualidad... Y, mientras tanto, él se miraba al espejo y renegaba de lo que veía, incluidos unos impulsos sexuales en clara confrontación con su sofocante fervor religioso.
Sí, Michelangelo adolecía de muchos defectos contra los cuales Leonardo se había posicionado durante su vida. Ahora bien, eso no significaba que él fuese una parte inocente: la fama y el talento, reunidos en tan enojoso envoltorio, también despertaban sus malos instintos. Y a Michelangelo, el tosco joven con pinta de obrero, le sobraban ambos.
El juicio poco piadoso a su colega toscano hizo que Leonardo se sometiese a una sesión de autocrítica. ¿Para qué esconderse tras aquellos ropajes negros, dentro de los muros de una iglesia? ¿Por qué no vivir la vida? ¿Acaso le debía fidelidad a nadie? Tiempo habría de convertirse en un reprimido amargado como Buonarroti. Puede que no tuviese su corte de adoradores en Roma, pero sí otros encantos de los que él carecía, bajo un disfraz perfecto. Recordó la sugerencia de Verorrosso, aprovechar su invisibilidad para rondar los rincones prohibidos de la ciudad. No hace falta que sea invisible, razonó. Solo... Se desnudó y se probó un conjunto a la moda, con jubón en tono azafrán y medias rosadas que resaltaban sus piernas. La melena rubia suelta sobre semejante colorido lo transportó a su época juvenil en Florencia, a los días en los que paseaba por las calles y las cabezas se volvían al paso del bello aprendiz de Verrocchio. Solo he de librarme de mi disfraz.
Las tabernas más o menos sórdidas de la noche florentina, allá donde se escondían placeres censurados o castigados por la ley, desfilaron ante un muchacho desconocido que destellaba con su propia aureola dorada. Ah, los ojos llenos de promesas de aquellos jóvenes —fascinados por su atractivo, y no por su renombreeran tan intoxicantes... Dejarse llevar, apartar de su mente a Verorrosso y su destino, no rememorar las llamaradas que le habían encendido el vientre al contacto de los labios de Draadan... Cuando salió a la calle, eufórico por el alcohol, con un chico del brazo y algunos besos aún calientes en el cuello, se permitió desafiar al cielo. ¡Que espiasen! ¡Qué lo juzgaran si querían! ¿No les había dado mucho más de lo que recibiera? Acababan de prometerle otro tipo de intimidades y estaba resuelto a aprovecharlas.
La voz áspera de un transeúnte embozado lo detuvo cuando estaba a punto de perderse con su conquista por uno de los callejones. El sonido era familiar, y también el rostro ceñudo: era Michelangelo Buonarroti.
Que me aspen si no conozco esa cara —dijo el escultor, aferrando la barbilla del asombrado Leonardo para girarla hacia la luz—. Por todos los... Si no fuera imposible que ese viejo sodomita de Da Vinci se hubiera conseguido una mujer, diría que eres su vivo retrato. ¿En alguna ocasión te contó tu madre cómo emborrachó a un pintamonas y cabalgó sobre él?
Aparte de un involuntario movimiento de cejas, Leonardo no supo reaccionar enseguida. ¿Devolver el insulto o reír por la buena vista y mal juicio de aquel bruto que despedía el inconfundible olor del vino? No, no podía indignarse o levantaría sospechas, y ya se arriesgaba en exceso. Se liberó con un tirón suave, despidió al chico y replicó, procurando imitar el acento lombardo:
Soy un recién llegado a la ciudad. Ignoro de qué habláis y no me gusta que os refiráis a mi madre en esos términos, maestro Buonarroti.
Ah, ¿sabes quién soy, recién llegado?
Supongo que todo el mundo conoce al escultor favorito de Roma.
Y de Florencia. Hum, ¿eres modelo? Los modelos suelen acudir a estos antros de perversión. —Entonces, ¿qué has venido tú a buscar aquí?, se preguntó Leonardo, con malicia.
La ocupación no me es extraña, maestro. Quedarse quieto o moverse conforme a lo que te manden; no es muy difícil.
Voy a producir un David para la Signoria. Algo grandioso, como no se ha visto igual. Estoy... indeciso respecto al modelo.
Al notar las miradas hambrientas de su acompañante, Leonardo reprimió el deseo de estallar en carcajadas. Que el favorito de Roma, el que le llamaba vieja gloria enfatizando nada más que el adjetivo, estuviese comiéndoselo con los ojos... Buonarroti inmortalizando al rival que tanto despreciaba; no se le ocurría una venganza más dulce ni una forma más efectiva de alimentar su vanidad.
¿Queréis probar si os sirvo yo, maestro? —susurró—. Puedo presentarme en vuestro taller a primera hora si me garantizáis que estaremos solos.
Ven ahora. Ven ahora y no se hable más. —Se pasó la lengua por los labios resecos—. Encenderé todas las malditas candelas que encuentre.
El taller de Buonarroti estaba en un palacio junto al Duomo. Al llegar allí, Leonardo se contentó con permanecer en una esquina, sin mover un dedo, mientras su anfitrión avanzaba a trompicones entre mesas y cachivaches, reuniendo lámparas y velas y jurando por lo bajo. Encontraba la escena muy cómica. Parte de su regocijo se esfumó, sin embargo, cuando se vio en medio de un círculo de luz, bajo el escrutinio del rostro ansioso de su improvisado empleador. Se quitó la capa con una ligera sonrisa y echó mano a los cierres de su jubón.
Continuó desvistiéndose lentamente, consciente de aquellos ojos que no se perdían ni un movimiento. Los calzones, las medias... Cuando solo le quedaba la camisa, el ceño de Buonarroti expresó con claridad su falta de paciencia para aguantar provocaciones. La dejó caer y adoptó, de manera natural, una pose que hacía brillar su desnudez bajo todas esas llamas; idéntica a aquella con la que Verrocchio lo había plasmado en su propia versión del David.
No eres lo bastante corpulento —farfulló Buonarroti, quien tomó un carboncillo, a pesar de todo, y comenzó a realizar esbozos—. Quítate ese brazo de la cadera. Gira la cabeza. No, ponla como estaba.
No me tengo por un entendido, pero ¿acaso no era David un pastor, y no un guerrero?
Me es indiferente lo que fuera, yo sé lo que quiero. ¡Y no hables! Detesto que hablen mientras...
El silencio, apenas roto por el deslizar del carboncillo, vio volar una docena de apuntes desde diferentes ángulos. Y su autor se aproximaba un poco más cada vez, y pedía posturas sugerentes, y guiaba su barbilla o su muñeca para mudarlas de posición. Y al borde del alba, tras llenar una pila de hojas con diferentes puntos de vista de su modelo, se pegó a él con expresión feroz y culpable. Leonardo sabía muy bien qué pensamientos cruzaban aquella mente. Aunque le resultaba imposible sentir simpatía por un hombre así, comprendía, al menos, lo duro que era ahogar los propios instintos.
Vendrás... eh... mañana para continuar la sesión —graznó Buonarroti, aferrando una de sus caderas—. Dudo que saque algo de esta escasez de carne, pero...
La mirada de Leonardo osciló de la fila de dedos callosos a los ojos oscuros del escultor. Era serena, casi burlona. Se habría dicho que le entretenían los avances de su presunto maestro en la escena de seducción más repetida de los talleres de Florencia, el modelo y el artista. Este no se apartó enseguida, hipnotizado como estaba por los iris azules; mas, al deslizar el pulgar sobre aquella piel suave, tan cerca de su sexo, y reparar en los labios arqueados, retrocedió con brusquedad hasta interponer la mesa entre ambos y rugió un desabrido «¡Vístete!».
Durante su camino de vuelta a la iglesia, Leonardo pensó en la extraña manera que tenía el universo de malograr todos sus planes, en especial los relativos a su castidad forzosa. Con todo, no se sentía con ánimos de ir a por otro muchacho. La noche no había sido un completo desperdicio, si lo valoraba en perspectiva: su relación con su rival nunca volvería a ser la misma. Él siempre iría un paso por delante y, quizá, cuando ese Vulcano malhablado se topase con él en el futuro, experimentaría una sensación indefinida, una reminiscencia de algo familiar que, para su fastidio, no sería capaz de identificar.
Sonrió de nuevo al atravesar la puerta de su alojamiento. Buonarroti ni siquiera le había preguntado su nombre.



***



Leonardo nunca reanudó sus sesiones de posado. Poco quedó de ellas, salvo la duda sobre si el gran Michelangelo se habría atrevido a ir más allá del mero roce. Ahora bien, cuando su David fue revelado al público, dos años más tarde, y Navekhen revoloteó a cotillear la escultura, no faltaron los comentarios ingeniosos.
Te concedo las caderas —opinó—. Y el trasero, sí, tus caminatas te han agraciado con un trasero estupendo. Hmmm... Y puede que algo de los ojos, los labios y la grácil corona de ricitos. Pero esa cabeza, manos y pies enormes, y esos pectorales y abdominales... no. Decididamente, nada de eso es tuyo. Míralo por el lado positivo, hombre, el pincel tampoco. ¡Tú usas una buena brocha!
Sabes de sobra que sería de un gusto horrible representar el tamaño real de los genitales.
Pues a ti bien que te agrada ser fiel a la medida media en tus cuadernos de notas. En fin, me pregunto de quién sacaría tu colega todos esos rasgos. Modelos tuvo varios.
Supongo... Supongo que es una mezcla. De algún joven atractivo, de mí, de sí mismo, incluso. Todos aspiramos a nuestro pedazo de eternidad. Un puñado de hombres la logran gracias al cielo, otros se conforman con una firma en una obra, y otros... Un Leonardo soñador posó la pluma con la que había estado escribiendo—. Otros quieren algo más, aunque su rostro inmortalizado pierda la identidad. Conservamos la esperanza, presumo, de disfrutar de ella desde el otro lado.



***



Aún tardarían unos cuantos meses los frailes de la Santissima Annunziata en percatarse de que el maestro Da Vinci no había vencido su aversión a manejar los pinceles. Con el cartón del retablo inconcluso, el artista protagonizó otro de sus arranques informales y partió para la Romagna determinado a convertirse en el arquitecto militar de Cesare Borgia, hijo ilegítimo del papa y señor de la guerra al mando del ejército francés. De poco sirvieron las quejas de sus actuales patronos; Soderini, gobernante de la ciudad, estimaba que era mucho más útil colar ojos y oídos florentinos entre las tropas del peligroso Borgia que adornar un nuevo templo. Tampoco le hicieron mella las amenazas de Shaal, voz de un Vértice que demandaba más cuadros para examinar. Si el espíritu de Eal no había vuelto a poseerlo, era inútil forzar su mano. Los moradores de la pirámide no tendrían más remedio que armarse de paciencia.
De manera que Leonardo preparó cuadernos, tinta y carboncillos y se embarcó en una larga ruta por toda la región, visitando cada ciudad amenazada y tomada por el ambicioso jefe militar. Pocas cosas habrían podido agradarle más que esa huida de Florencia; a través de su filtro artístico, la Romagna no parecía el escenario de una guerra, sino una sucesión de localidades bañadas de luz estival con mil rincones para explorar. Fue en Urbino, en el palazzo de Montefeltro, donde se encontró con el apuesto Borgia. Había cambiado poco desde que lo conociera durante la ocupación de Milán. Era, quizá, un poco más arrogante y expeditivo, pero tenía sus buenas razones, después de todo. Además, elogiaba su trabajo y planeaba ofrecerle un buen número de proyectos, y eso era todo lo que él necesitaba saber para apreciar el puesto.
La época tumultuosa vivida en Milán se repitió durante la toma de Urbino, excepto que entonces no estaba del lado de los sitiados, sino de los sitiadores, y colaboraba activamente con ellos. Viajaba sin descanso en pos o como avanzadilla del ejército, planificaba obras de ingeniería, realizaba mapas detallados, supervisaba las fortificaciones y las defensas, diseñaba dispositivos de ataque. Maravillaba a los extraños con su vitalidad a sus aparentes cincuenta años. Aún tuvo tiempo, en medio de tantas actividades, de trabar amistad con Niccolò Machiavelli y dejar una grata impresión en él.
«Abandona tu casa en la ciudad, tu familia y tus amigos, ve a las montañas y valles y exponte al fiero calor del sol». Esta frase, escrita entre las notas del artista, ofrecía a Navekhen y los demás una idea aproximada del impulso indómito que lo movía en aquella etapa de su vida. Aun así, Leonardo no dejaba que esa rebeldía se reflejara en su carácter, sino que conservaba su característica afabilidad. Ni siquiera se tomaba a mal los comentarios críticos cuestionando su moral. ¿Por qué un pretendido pacifista, alguien que afirmaba que la guerra era la locura más brutal, se ponía al servicio de un guerrero? Él suspiraba en secreto mientras rememoraba la conversación al respecto mantenida con Verorrosso. Esbozos de tanques, morteros, armas de repetición... Su interés siempre había sido teórico; sus credenciales, una mera forma de regalar los oídos de posibles mecenas para, al final, dedicarse a lo que de verdad le gustaba. Por lo que a él respectaba, todos esos ingenios de guerra debían quedarse en el mismo sitio que su pobre ornitóptero, en el limbo de las ideas.
Atravesar la Romagna tras Borgia era una experiencia interesante, pero el halo de peligro que la envolvía parecía volverse más denso a cada día que pasaba. Por eso le supuso un respiro el viaje a Roma a principios de 1503. En tanto el joven conferenciaba con su padre, el Papa, Leonardo aprovecharía para admirar ruinas romanas, como ya había hecho con el palacio de Adriano en Tivoli en una escapada anterior.
Aunque Roma era una ciudad grandiosa, el clima infame de aquel invierno no acompañaba a los visitantes. La mañana de su visita a la estatua ecuestre de Marco Aurelio, una pavorosa tormenta lo obligó a buscar cobijo en una casa de comidas. Resignado, se sentó ante la ventana y se dedicó a observar, tras la gruesa cortina de agua, la arquitectura y a los pocos transeúntes que corrían por la calle. Y entonces la vio: asomada a un portal de la fachada opuesta, con total indiferencia hacia el barro que manchaba el ruedo de sus vestidos, estaba la inconfundible Irene Gregori. El estruendo de su corazón se hizo audible sobre el del aguacero.
Leonardo clavó los dedos en el borde de la mesa y debatió consigo mismo durante un instante que se le antojó una eternidad. Llevaba años evitando cualquier noticia sobre Verorrosso —Raffaello— y mandando callar a Navekhen cuando mencionaba Milán. La ignorancia hacía más fáciles las cosas. Entonces, ¿por qué era tan difícil resistirse a la tentación? Ella estaba allí, tan cerca. Ella, su aliada más próxima, debía saber qué era de él, cuán cerca estaba de lograr su meta. Antes de que se diera cuenta, ya había cruzado la calle para encajarse bajo el portal ocupado por la mujer.
Los años no habían tratado muy bien a Irene. La madurez había dejado señales en las comisuras de sus ojos y hebras plateadas en la melena rubia que escapaba de su capucha. Ella, por su parte, tardó unos segundos en identificar al caballero empapado, ya fuera por sus propias arrugas y canas o por lo poco que se correspondían estas con su vigorosa carrera bajo la lluvia. Cuando el nombre del artista acudió a sus labios, una sonrisa desvaída los contrajo.
Maestro Da Vinci, cuánto tiempo —dijo, a modo de saludo—. El mundo es ciertamente pequeño si venimos a reunirnos en Roma.
En efecto. Yo os hacía en Milán, encandilando a la corte con vuestro encanto.
Ya no vivo allí. —Su voz adquirió cierta gravedad—. Dispongo de una pequeña villa en Anzio, a donde me dirijo. Solo me he detenido en Roma para visitar a algunos parientes.
¿Anzio? ¿Y no echaréis de menos el ajetreo de una gran ciudad?
Miraré el mar. —Retrocedió y se dejó caer en un poyete—. Observaré la forma en que se pierde en el horizonte, sin mostrarnos su final, y reflexionaré sobre su frustrante paralelismo con la vida.
¿Y vuestro fiel guardaespaldas? ¿No os acompaña en este viaje? —Las palabras brotaron sin cortapisas. Ah, esa inquietante presión en la boca del estómago...
Verorrosso ya no es de este mundo.
¿Qué? ¿Qué...? Un... joven tan... vigoroso...
Desmoronándose. El sueño del pasado se desmoronaba. Y con él, Leonardo.
Hasta los jóvenes más vigorosos mueren un cierto día si los atraviesa una espada. —Al notar el rostro demudado del florentino, le dejó un hueco en el banco—. Sentaos aquí, estáis pálido. ¿Por qué, maestro? Vos apenas lo conocíais, ¿no es cierto?
Hija mía, es... es la edad, el frío y la lluvia que cala los huesos. Tuvimos... aquella conversación en la taberna, si lo recuerdas. Era un muchacho interesante.
Lo era. Sin duda os habría complacido pintarlo.
Sin duda... ¿Cómo ocurrió?
Una pequeña batalla, un duelo con un hombre más fuerte que él —respondió ella tras meditarlo—. Los dos murieron, así que quizá debiera considerarlo una victoria.
Difícilmente es la muerte una victoria.
A menos que creáis en otra vida.
Ambos callaron. Era duro dar rodeos para no mencionar lo que, en sus corazones, sabían que no podían compartir con el otro. Había, sin embargo, cierta chispa en la mirada de Irene Gregori... Como si sospechara la realidad tras el silencio y eligiese ahogarla porque, de todas formas, nadie habría de recordarla en esa otra vida.
No olvido que a mí nunca me pintasteis, maestro, pese a lo mucho que me hubiera agradado.
Yo...
Ahora poco importa. Mi juventud y mi belleza quedaron atrás y no deseo que nadie me recuerde así. Lo poco que me resta se marchitará, antes o después, a la orilla del Tirreno.
Vos nunca dejaréis de ser joven y bella... Irene —vaticinó. Ella no pudo evitar sonreír ante el tratamiento familiar—. ¿Volveremos a vernos?
¿Quién sabe? Preguntad por mí si vais a Anzio, siempre contaréis con mi hospitalidad.
Muchas gracias. Buen viaje, amiga mía, manteneos a salvo.
Vos también, maestro Da Vinci.
 
 
 

***
 
 
 
 

El dolor es la salvación del instrumento. Este dolor es la manera que tiene mi cuerpo de decirme que deje de hacer lo que lo causa. El dolor pasará si dejo de sentir, si dejo de anhelar, si miro desde fuera.
¿Cómo fueron sus últimos momentos? ¿Sufrió?
Antes hacías oídos sordos a esas noticias.
Antes creía que estaba vivo. Ahora quiero saber.
Tras varios días de viaje, Leonardo se encontraba de vuelta en Florencia. Estaba cansado de conjuras, de guerra, de ciegas esperanzas. Había decidido dejar el servicio de Cesare Borgia y, a falta de otras opciones, regresar a su tierra.
Como era de esperar, no fue bienvenido en la Santissima Annunziata, cuyo retablo había abandonado. Tuvo suerte de que Soderini, ya establecido con gonfaloniero vitalicio, estuviese ávido de noticias de la campaña y le ofreciese un modesto alojamiento en su antiguo barrio. Por lo demás, no tenía encargos ni los quería; sus asistentes y él vivían de sus ahorros, sin metas ni pretensiones. Hasta que llegó el día en el que quiso saber y convocó a los navegantes para preguntarles. Navekhen y Neudan se miraron con cierta inquietud. También Draadan, desde el fondo de la pequeña habitación del florentino, clavó los iris ambarinos en su figura en penumbra.
Descubrió a su último oponente, Leonardo —empezó Navekhen—, y lo hizo, en parte, gracias a ese consejito tuyo tan sospechoso de no fiarse de las apariencias.
No te atrevas a acusarme de romper la norma de no intervenir, porque...
Lo retó a un duelo entre los que quedaban de ambas facciones —se apresuró a continuar el intimidado narrador—. Se reunieron para la batalla definitiva en la porción de terreno bajo su pirámide. Verorrosso cayó, atravesado por el líder, pero este y todos sus elegidos lo siguieron. Te agradará saber que fue la mano de Irene Gregori la que acabó con él. Tu amigo resultó vencedor.
Y muerto. No llegó a cumplir veinticinco años.
Aunque no compartas esa ideología, él era un guerrero, amigo mío. Vivió acorde a sus principios y...
Tal vez, si hubiera sabido la verdad, habría dedicado sus energías a empresas más nobles. Si vuestra gente les hubiera ofrecido colaborar... Si no fuesen tan malditamente intransigentes...
El dolor es la salvación del instrumento. El dolor pasará si dejo de creer que estoy vivo.
Navekhen, Neudan, dejadnos a solas, por favor —murmuró Draadan, señalándose el visor.
El tono de aviso —¿y puede que de súplica?— funcionó con Neudan, quien se retiró con una simple mirada llena de reproche a su colega de nivel. Censurase o no su actitud, le permitiría solucionarlo a su manera. En cuanto se marcharon, el supervisor salió de su rincón, encendió una nueva vela y aspiró hondo.
¿Crees que nosotros no querríamos eso mismo? Por desgracia, hemos de obedecer órdenes, por absurdas que te... que nos parezcan. —Con un tono más sereno, susurró—: Escucha, le ha dado la victoria a su líder. Si el portal se abre para cruzar, Verorrosso subirá a la pirámide con los suyos y entre todos le aportarán la sensatez que nunca ha tenido. Si no lo hace... Él regresará, Leonardo. Regresará hasta conseguirlo.
Pero yo no estaré aquí para verlo. ¿Me perdonarás mi egoísmo por pensarlo? Lo único que puedo hacer es lamentarme por la pérdida de belleza en el mundo ahora que se ha ido, igual que un día me lamentaré cuando tú te vayas. Y envejeceré, y moriré, ¡y yo no regresaré! ¿Lo entiendes? He de vivir el presente, aquí y ahora, porque no tengo otra cosa, Draadan, no tengo...
Los ojos azules llameando, los rizos rubios revueltos, las mejillas ardiendo... La racionalidad de Draadan dejó de pisar terreno firme no bien lo tuvo en brazos de nuevo. Leonardo se aferró a él con desesperación, resuelto a no dejarlo ir esa vez. Un temor vano; el navegante le rasgó la camisa sin apartarse de sus labios y su cuello, lo alzó por la cintura y lo condujo, a trompicones, al estrecho camastro alineado junto a la pared. Apenas había espacio para los dos ni paciencia para batallar con cierres y cordones. En cuanto sus pieles encajaron al fin, con esa perfección tan largamente anhelada, Leonardo ya no supo quién poseía a quién, o si importaba siquiera. Era la culminación de un sueño con el que había dormido más de treinta años, un sueño del que aún no quería despertar.
Poco supieron en la pirámide de su velada juntos. Lo único que quedó grabado en los registros fue que nunca antes había sufrido el piramidión una desconexión tan larga.



Una cabellera broncínea y ensortijada, libre de la prisión del lazo; unos rasgos esculpidos en mármol sobre un cuello firme; una llanura de músculos que ondulaban igual que un mar inquieto, magníficos como los de Verorrosso aunque mucho más cálidos y cercanos... Por vez primera, el carboncillo de Leonardo trazaba la silueta desnuda de Draadan sin miedo a los reproches. La plasmaba a toda prisa, a sabiendas de que su imaginación no podría proporcionarle un cuadro tan nítido salvo en el mundo onírico, y que ahí no gobernaba ella. Y, aun así, estaba tan en paz consigo mismo... Cuando el navegante abrió un ojo y enfocó su figura reposada, notó que una sonrisa curvaba los labios del artista.
Ven —lo llamó, palmeando un hueco minúsculo sobre el colchón.
Silencio. Y deja de moverte, eres un modelo terrible.
A pesar de la chanza, obedeció y se acomodó de espaldas a Draadan, con un brazo posesivo en torno a la cintura. El formidable cuerpo despedía un aroma nuevo; no a jabón, ni a perfume, ni a nada burdo o artificioso en exceso, sino a la esencia natural de la piel. Y era cálido, muy cálido. Si nunca llego a pintar fuego en la noche, pensó, al menos ya sabré lo que se experimenta al tocarlo. Sentía un gozo tan intenso que casi quemaba, y también una pizca de melancolía.
¿Me quieres como yo a ti? —preguntó sin rodeos. No podía permitírselos, con más de medio siglo sobre los hombros.
Desde hace demasiado tiempo.
Y, sabiendo que tiempo es lo que no tengo, ¿por qué has esperado tanto para decírmelo? —Su sonrisa era ahora triste.
Leonardo, no voy a suplicar perdón, no me lo merezco. Aun así, tienes que perdonarme, porque no soportaría que te distanciaras de mí. Que es justo lo que yo he hecho, como el gran cobarde en el que me he convertido.
Yo tampoco estoy libre de pecado.
Quisiera justificarme, explicarte mis razones...
Sé cuáles son tus razones. —Apretó el brazo contra sí—. No te lo reprocho, Draadan, es duro perder a quien amas. Pero también es legítimo amar mientras puedas, incluso sabiendo que un día la historia finalizará. Es parte de ser humano. Por el cielo, seguro que piensas en lo fácil que me debe resultar decirlo siendo mortal, ¿verdad? Lo siento, te prometo que no me aferraré, que te dejaré partir con un buen viaje sincero. Solo... solo quédate conmigo un poco más de...
En algo no has cambiado nunca: no hay manera de hacerte callar. —Contradijo su propia afirmación con un largo beso—. Nos preocuparemos mañana de eso.
Sí, mañana. Vuelve a dormirte.



A diferencia de Draadan, Leonardo no podía descansar. Se escabulló de su abrazo una segunda vez, lo miró largo rato y suspiró, aún sin creerse por completo el giro de su fortuna. Cuando la saturación de sentimientos fue demasiado abrumadora, encendió otro par de velas y rebuscó en su rincón de obras inconclusas. El cuadro de Verorrosso brilló bajo la luz, magnífico en su pequeño tamaño; su creador deslizó los dedos por las pinceladas de melena cobriza. Podría conservarlo. Nadie habría de descubrirlo y yo lo miraría de tanto en tanto. Podría... No, debo cumplir su voluntad. Perdura en mi memoria, Raffaello, no nos hacen falta recordatorios materiales. Tú volverás, y yo... ya no necesito vivir de fantasmas. Tengo algo muy sólido a lo que aferrarme.
Avivó las ascuas de la chimenea, arrojó la obra al fuego y la observó consumirse en su pira funeraria, entonando su último adiós. Las llamas reflejadas en sus ojos se retorcían con la pasión de bailarines en éxtasis. Observa la llama de una vela y considera su belleza. Parpadea y mírala de nuevo. Lo que ves ahora no estaba ahí antes, y lo que estaba ahí antes no lo está ahora. ¿Quién es el que reaviva esta llama que siempre está moribunda?
Todavía en ese trance de descubrimientos, colocó un lienzo en el caballete y preparó una fila de carboncillos. Su izquierda febril realizó el esbozo de una dama sentada en una galería, en actitud serena. Las columnas que la flanqueaban se ajustaban a los márgenes de la escena, la línea del horizonte señalaba el paisaje que habría de ir al fondo. No copió de ningún modelo, ni se detuvo en encajes ni correcciones; cada trazo se ajustaba al milímetro a la postura que su inspiración le dictaba. Y trabajaba rápido, mucho más rápido de lo habitual en él.
Después de varios años, Leonardo había iniciado un nuevo cuadro.

 
 

 
 
 


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