TERCERA
PARTE: DE VUELTA A FLORENCIA Y MÁS ALLÁ
X:
El dolor es la salvación del instrumento
El
inicio del año 1500 sorprendió a Leonardo en Mantua, primera parada
tras salir de Milán. Su estancia allí se prolongó más de lo
planeado debido a la insistencia de su anfitriona, la margravina
Isabella d'Este —cuñada de Ludovico Sforza—, quien no dejó de
atosigarlo hasta que dio comienzo al cartón de su retrato. Huyó sin
concluirlo tan pronto las formalidades se lo permitieron; no tenía
intención de aceptar un trabajo menor y, además, no estaba del
mejor de los humores para mezclar colores. Sus pocas energías
pictóricas las consagraba a terminar en secreto el pequeño cuadro
de Verorrosso. Su
Raffaello.
Su
auténtico destino era la Serenissima, la República de Venecia, para
estudiar su maravilloso trazado urbano, artes y tratados de
ingeniería militar. Y, aunque aprovechó la estancia, fue su ego el
que se resintió al comprobar la poca expectación que generaba su
nombre. Poco hizo allí, aparte de plantar algunas semillas en otros
artistas.
Para
abril ya estaba de regreso en Florencia, resignado a acometer la
nueva etapa de su vida. Una etapa de inicios tan sombríos como las
vestimentas oscuras que se aficionó a llevar por entonces, en
contraste con el colorido habitual. Su temperamento también se
reflejó en su técnica, en el abandono de las refinadas puntas
metálicas en favor de los enérgicos lápices negros y sanguinas. Y,
sobre todo, en un rechazo casi fanático a pintar que lo empujó a
vivir de sus ahorros milaneses. Se pasaba días y días haciendo
estudios de geometría, llenando páginas de sus diarios, manteniendo
la cabeza ocupada en actividades que no dejaran espacio a la
introspectiva. Se habría dicho que reaccionaba con rebeldía a su
cometido de suministrar material a la pirámide. Si no pintaba,
¿podrían irse y dejarlo atrás?
La
escena florentina —sumida en una crisis económica tras el cambio
de gobierno— estaba bastante transformada. Entre las pocas caras
conocidas se contaban su querido tío Francesco y su padre, con quien
reanudó una relación distante, si bien necesaria. Entre las nuevas,
la más famosa era, sin duda, la de Michelangelo Buonarroti; junto a
la curiosidad por conocerlo, ese ego herido de Leonardo no podía
sino preguntarse qué tenía aquel joven para recibir del solio
pontificio una atención que a él siempre le había sido negada.
Mas
despechado o no, con o sin deseos de manejar un pincel, Leonardo no
carecía de su propia fama, y los encargos no le faltaban. Acabó
cediendo e instalándose en la iglesia de la Santissima Annunziata
para producir un retablo de la Virgen y Jesús con Santa Ana. Y, al
igual que ocurriera en Santa Maria delle
Grazie, morada de su Última Cena, mucho
debieron esperar los frailes para ver alguna materialización del
mismo. Aparte de que su desgana no había pasado, se distraía sin
cesar con otros acontecimientos y actividades, como el regreso de
Michelangelo.
El
Duomo de Florencia custodiaba un gigantesco bloque de mármol desde
hacía varios años. Era una pieza difícil de esculpir que ya había
sido ofrecida a varios artistas, entre ellos Leonardo. El florentino
nunca había sido amigo del oficio de escultor; consideraba el
trabajo del mármol una actividad ingrata, más propia de un artesano
sucio y sudoroso que de un creador distinguido. Por suerte para la
Signoria, Michelangelo no participaba de esos escrúpulos. Encerradas
en la piedra vislumbraba las líneas de un colosal David que gritaba
para ser liberado, y con esa idea había aceptado la comisión.
En
su primer encuentro, Leonardo posó la vista en un hombre más bajo,
de hombros desproporcionadamente anchos y brazos con el diámetro de
troncos de árbol. Poca apostura había en aquel rostro que
aparentaba más edad de la que tenía, con su expresión adusta y su
nariz rota y mal fraguada, y en aquella figura cubierta con ropas
desaliñadas. El lustre de su talento no se dejaba ver, desde luego,
en su apariencia. Michelangelo, por su parte, se encontró con un
hombre atractivo pero viejo, con un esbelto tipo corporal alejado de
las poderosas musculaturas que él apreciaba. Los dos se reconocieron
como rivales al instante y supieron que nunca serían amigos.
Y
no era de extrañar, viniendo del tal Buonarroti. Su carácter,
modelado a partir de complejos y represiones, había hecho de él un
hombre de trato difícil. Para él, Leonardo debía ser una vieja
reliquia inconstante que, sin embargo, no quedaba olvidada, y cuya
afabilidad, exquisitez y sabiduría le granjeaban la admiración
hasta de aquellos a quienes defraudaba. Levantaba pasiones a pesar de
sus canas, se rodeaba de jóvenes hermosos y envidiables, se paseaba
por una ciudad que lo había condenado —y absuelto— por su
homosexualidad... Y, mientras tanto, él se miraba al espejo y
renegaba de lo que veía, incluidos unos impulsos sexuales en clara
confrontación con su sofocante fervor religioso.
Sí,
Michelangelo adolecía de muchos defectos contra los cuales Leonardo
se había posicionado durante su vida. Ahora bien, eso no significaba
que él fuese una parte inocente: la fama y el talento, reunidos en
tan enojoso envoltorio, también despertaban sus malos instintos. Y a
Michelangelo, el tosco joven con pinta de obrero, le sobraban ambos.
El
juicio poco piadoso a su colega toscano hizo que Leonardo se
sometiese a una sesión de autocrítica. ¿Para qué esconderse tras
aquellos ropajes negros, dentro de los muros de una iglesia? ¿Por
qué no vivir la vida? ¿Acaso le debía fidelidad a nadie? Tiempo
habría de convertirse en un reprimido
amargado como Buonarroti. Puede que no tuviese su corte de adoradores
en Roma, pero sí otros encantos de los que él carecía, bajo un
disfraz perfecto. Recordó la sugerencia de Verorrosso, aprovechar su
invisibilidad
para rondar los rincones prohibidos de la ciudad. No
hace falta que sea invisible, razonó.
Solo... Se
desnudó y se probó un conjunto a la moda, con jubón en tono
azafrán y medias rosadas que resaltaban sus piernas. La melena rubia
suelta sobre semejante colorido lo transportó a su época juvenil en
Florencia, a los días en los que paseaba por las calles y las
cabezas se volvían al paso del bello aprendiz de Verrocchio. Solo
he de librarme de mi disfraz.
Las
tabernas más o menos sórdidas de la noche florentina, allá donde
se escondían placeres censurados o castigados por la ley, desfilaron
ante un muchacho desconocido que destellaba con su propia aureola
dorada. Ah, los ojos llenos de promesas de
aquellos jóvenes —fascinados
por su atractivo, y no por su renombre— eran
tan intoxicantes... Dejarse llevar, apartar de su mente a Verorrosso
y su destino, no rememorar las llamaradas que le habían encendido el
vientre al contacto de los labios de Draadan... Cuando salió a la
calle, eufórico por el alcohol, con un chico del brazo y algunos
besos aún calientes en el cuello, se permitió desafiar al cielo.
¡Que espiasen! ¡Qué lo juzgaran si querían! ¿No les había dado
mucho más de lo que recibiera? Acababan de prometerle otro tipo de
intimidades y estaba resuelto a aprovecharlas.
La
voz áspera de un transeúnte embozado lo detuvo cuando estaba a
punto de perderse con su conquista por uno de los callejones. El
sonido era familiar, y también el rostro ceñudo: era Michelangelo
Buonarroti.
—Que
me aspen si no conozco esa cara —dijo el escultor, aferrando la
barbilla del asombrado Leonardo para girarla hacia la luz—. Por
todos los... Si no fuera imposible que ese viejo sodomita de Da Vinci
se hubiera conseguido una mujer, diría que eres su vivo retrato. ¿En
alguna ocasión te contó tu madre cómo emborrachó a un pintamonas
y cabalgó sobre él?
Aparte
de un involuntario movimiento de cejas, Leonardo no supo reaccionar
enseguida. ¿Devolver el insulto o reír por la buena vista y mal
juicio de aquel bruto que despedía el inconfundible olor del vino?
No, no podía indignarse o levantaría sospechas, y ya se arriesgaba
en exceso. Se liberó con un tirón suave, despidió al chico y
replicó, procurando imitar el acento lombardo:
—Soy
un recién llegado a la ciudad. Ignoro de qué habláis y no me gusta
que os refiráis a mi madre en esos términos, maestro Buonarroti.
—Ah,
¿sabes quién soy, recién llegado?
—Supongo
que todo el mundo conoce al escultor favorito de Roma.
—Y
de Florencia. Hum, ¿eres modelo? Los modelos suelen acudir a estos
antros de perversión. —Entonces, ¿qué
has venido tú a buscar aquí?, se
preguntó Leonardo, con malicia.
—La
ocupación no me es extraña, maestro. Quedarse quieto o moverse
conforme a lo que te manden; no es muy difícil.
—Voy
a producir un David para la Signoria. Algo grandioso, como no se ha
visto igual. Estoy... indeciso respecto al modelo.
Al
notar las miradas hambrientas de su acompañante, Leonardo reprimió
el deseo de estallar en carcajadas. Que el favorito
de Roma, el que le llamaba vieja
gloria enfatizando nada más que el
adjetivo, estuviese comiéndoselo con los ojos... Buonarroti
inmortalizando al rival que tanto despreciaba; no se le ocurría una
venganza más dulce ni una forma más efectiva de alimentar su
vanidad.
—¿Queréis
probar si os sirvo yo, maestro? —susurró—. Puedo presentarme en
vuestro taller a primera hora si me garantizáis que estaremos solos.
—Ven
ahora. Ven ahora y no se hable más. —Se pasó la lengua por los
labios resecos—. Encenderé todas las malditas candelas que
encuentre.
El
taller de Buonarroti estaba en un palacio junto al Duomo. Al llegar
allí, Leonardo se contentó con permanecer en una esquina, sin mover
un dedo, mientras su anfitrión avanzaba a trompicones entre mesas y
cachivaches, reuniendo lámparas y velas y jurando por lo bajo.
Encontraba la escena muy cómica. Parte de su regocijo se esfumó,
sin embargo, cuando se vio en medio de un círculo de luz, bajo el
escrutinio del rostro ansioso de su improvisado empleador. Se quitó
la capa con una ligera sonrisa y echó mano a los cierres de su
jubón.
Continuó
desvistiéndose lentamente, consciente de aquellos ojos que no se
perdían ni un movimiento. Los calzones, las medias... Cuando solo le
quedaba la camisa, el ceño de Buonarroti expresó con claridad su
falta de paciencia para aguantar provocaciones. La dejó caer y
adoptó, de manera natural, una pose que hacía brillar su desnudez
bajo todas esas llamas; idéntica a aquella con la que Verrocchio lo
había plasmado en su propia versión del David.
—No
eres lo bastante corpulento —farfulló Buonarroti, quien tomó un
carboncillo, a pesar de todo, y comenzó a realizar esbozos—.
Quítate ese brazo de la cadera. Gira la cabeza. No, ponla como
estaba.
—No
me tengo por un entendido, pero ¿acaso no era David un pastor, y no
un guerrero?
—Me
es indiferente lo que fuera, yo sé lo que quiero. ¡Y no hables!
Detesto que hablen mientras...
El
silencio, apenas roto por el deslizar del carboncillo, vio volar una
docena de apuntes desde diferentes ángulos. Y su autor se aproximaba
un poco más cada vez, y pedía posturas sugerentes, y guiaba su
barbilla o su muñeca para mudarlas de posición. Y al borde del
alba, tras llenar una pila de hojas con diferentes puntos de vista de
su modelo, se pegó a él con expresión feroz y culpable. Leonardo
sabía muy bien qué pensamientos cruzaban aquella mente. Aunque le
resultaba imposible sentir simpatía por un hombre así, comprendía,
al menos, lo duro que era ahogar los propios instintos.
—Vendrás...
eh... mañana para continuar la sesión —graznó Buonarroti,
aferrando una de sus caderas—. Dudo que saque algo de esta escasez
de carne, pero...
La
mirada de Leonardo osciló de la fila de dedos callosos a los ojos
oscuros del escultor. Era serena, casi burlona. Se habría dicho que
le entretenían los avances de su presunto maestro
en la escena de seducción más repetida de los talleres de
Florencia, el modelo y el artista. Este no se apartó enseguida,
hipnotizado como estaba por los iris azules; mas, al deslizar el
pulgar sobre aquella piel suave, tan cerca de su sexo, y reparar en
los labios arqueados, retrocedió con brusquedad hasta interponer la
mesa entre ambos y rugió un desabrido «¡Vístete!».
Durante
su camino de vuelta a la iglesia, Leonardo pensó en la extraña
manera que tenía el universo de malograr todos sus planes, en
especial los relativos a su castidad forzosa. Con todo, no se sentía
con ánimos de ir a por otro muchacho. La noche no había sido un
completo desperdicio, si lo valoraba en perspectiva: su relación con
su rival nunca volvería a ser la misma. Él siempre iría un paso
por delante y, quizá, cuando ese Vulcano malhablado se topase con él
en el futuro, experimentaría una sensación indefinida, una
reminiscencia de algo familiar que, para su fastidio, no sería capaz
de identificar.
Sonrió
de nuevo al atravesar la puerta de su alojamiento. Buonarroti ni
siquiera le había preguntado su nombre.
***
Leonardo
nunca reanudó sus sesiones de posado. Poco quedó de ellas, salvo la
duda sobre si el gran Michelangelo se habría atrevido a ir más allá
del mero roce. Ahora bien, cuando su David fue revelado al público,
dos años más tarde, y Navekhen revoloteó a cotillear la escultura,
no faltaron los comentarios ingeniosos.
—Te
concedo las caderas —opinó—. Y el trasero, sí, tus caminatas te
han agraciado con un trasero estupendo. Hmmm... Y puede que algo de
los ojos, los labios y la grácil corona de ricitos. Pero esa cabeza,
manos y pies enormes, y esos pectorales y abdominales... no.
Decididamente, nada de eso es tuyo. Míralo por el lado positivo,
hombre, el pincel
tampoco. ¡Tú usas una buena brocha!
—Sabes
de sobra que sería de un gusto horrible representar el tamaño real
de los genitales.
—Pues
a ti bien que te agrada ser fiel a la medida media en tus cuadernos
de notas. En fin, me pregunto de quién sacaría tu colega todos esos
rasgos. Modelos tuvo varios.
—Supongo...
Supongo que es una mezcla. De algún joven atractivo, de mí, de sí
mismo, incluso. Todos aspiramos a nuestro pedazo de eternidad. Un
puñado de hombres la logran gracias al cielo, otros se conforman con
una firma en una obra, y otros... —Un
Leonardo soñador posó la
pluma con la que había estado
escribiendo—. Otros quieren algo más,
aunque su rostro inmortalizado pierda la identidad. Conservamos la
esperanza, presumo, de disfrutar de ella desde el otro lado.
***
Aún
tardarían unos cuantos meses los frailes de la Santissima
Annunziata en percatarse de que el maestro
Da Vinci no había vencido su aversión a manejar los pinceles. Con
el cartón del retablo inconcluso, el artista protagonizó otro de
sus arranques informales y partió para la Romagna determinado a
convertirse en el arquitecto militar de Cesare Borgia, hijo ilegítimo
del papa y señor de la guerra al mando del ejército francés. De
poco sirvieron las quejas de sus actuales patronos; Soderini,
gobernante de la ciudad, estimaba que era mucho más útil colar ojos
y oídos florentinos entre las tropas del peligroso Borgia que
adornar un nuevo templo. Tampoco le hicieron mella las amenazas de
Shaal, voz de un Vértice que demandaba más cuadros para examinar.
Si el espíritu de Eal no había vuelto a poseerlo, era inútil
forzar su mano. Los moradores de la pirámide no tendrían más
remedio que armarse de paciencia.
De
manera que Leonardo preparó cuadernos, tinta y carboncillos y se
embarcó en una larga ruta por toda la región, visitando cada ciudad
amenazada y tomada por el ambicioso jefe militar. Pocas cosas habrían
podido agradarle más que esa huida de Florencia; a través de su
filtro artístico, la Romagna no parecía el escenario de una guerra,
sino una sucesión de localidades bañadas de luz estival con mil
rincones para explorar. Fue en Urbino, en el palazzo de Montefeltro,
donde se encontró con el apuesto Borgia. Había cambiado poco desde
que lo conociera durante la ocupación de Milán. Era, quizá, un
poco más arrogante y expeditivo, pero tenía sus buenas razones,
después de todo. Además, elogiaba su trabajo y planeaba ofrecerle
un buen número de proyectos, y eso era todo lo que él necesitaba
saber para apreciar el puesto.
La
época tumultuosa vivida en Milán se repitió durante la toma de
Urbino, excepto que entonces no estaba del lado de los sitiados, sino
de los sitiadores, y colaboraba activamente con ellos. Viajaba sin
descanso en pos o como avanzadilla del ejército, planificaba obras
de ingeniería, realizaba mapas detallados, supervisaba las
fortificaciones y las defensas, diseñaba dispositivos de ataque.
Maravillaba a los extraños con su vitalidad a sus aparentes
cincuenta años. Aún tuvo tiempo, en medio de tantas actividades, de
trabar amistad con Niccolò Machiavelli y dejar una grata impresión
en él.
«Abandona
tu casa en la ciudad, tu familia y tus amigos, ve a las montañas y
valles y exponte al fiero calor del sol». Esta frase, escrita entre
las notas del artista, ofrecía a Navekhen y los demás una idea
aproximada del impulso indómito que lo movía en aquella etapa de su
vida. Aun así, Leonardo no dejaba que esa rebeldía se reflejara en
su carácter, sino que conservaba su característica afabilidad. Ni
siquiera se tomaba a mal los comentarios críticos cuestionando su
moral. ¿Por qué un pretendido pacifista, alguien que afirmaba que
la guerra era la locura más brutal, se ponía al servicio de un
guerrero? Él suspiraba en secreto mientras rememoraba la
conversación al respecto mantenida con Verorrosso. Esbozos de
tanques, morteros, armas de repetición... Su interés siempre había
sido teórico; sus credenciales, una mera forma de regalar los oídos
de posibles mecenas para, al final, dedicarse a lo que de verdad le
gustaba. Por lo que a él respectaba, todos esos ingenios de guerra
debían quedarse en el mismo sitio que su pobre ornitóptero,
en el limbo de las ideas.
Atravesar
la Romagna tras Borgia era una experiencia interesante, pero el halo
de peligro que la envolvía parecía volverse más denso a cada día
que pasaba. Por eso le supuso un respiro el viaje a Roma a principios
de 1503. En tanto el joven conferenciaba con su padre, el Papa,
Leonardo aprovecharía para admirar ruinas romanas, como ya había
hecho con el palacio de Adriano en Tivoli en una escapada anterior.
Aunque
Roma era una ciudad grandiosa, el clima infame de aquel invierno no
acompañaba a los visitantes. La mañana de su visita a la estatua
ecuestre de Marco Aurelio, una pavorosa tormenta lo obligó a buscar
cobijo en una casa de comidas. Resignado, se sentó ante la ventana y
se dedicó a observar, tras la gruesa cortina de agua, la
arquitectura y a los pocos transeúntes que corrían por la calle. Y
entonces la vio: asomada a un portal de la fachada opuesta, con total
indiferencia hacia el barro que manchaba el ruedo de sus vestidos,
estaba la inconfundible Irene Gregori. El estruendo de su corazón se
hizo audible sobre el del aguacero.
Leonardo
clavó los dedos en el borde de la mesa y debatió consigo mismo
durante un instante que se le antojó una eternidad. Llevaba años
evitando cualquier noticia sobre Verorrosso —Raffaello—
y mandando callar a Navekhen cuando mencionaba Milán. La ignorancia
hacía más fáciles las cosas. Entonces, ¿por qué era tan difícil
resistirse a la tentación? Ella estaba allí, tan cerca. Ella, su
aliada más próxima, debía saber qué era de él, cuán cerca
estaba de lograr su meta. Antes de que se diera cuenta, ya había
cruzado la calle para encajarse bajo el portal ocupado por la mujer.
Los
años no habían tratado muy bien a Irene. La madurez había dejado
señales en las comisuras de sus ojos y hebras plateadas en la melena
rubia que escapaba de su capucha. Ella, por su parte, tardó unos
segundos en identificar al caballero empapado, ya fuera por sus
propias arrugas y canas o por lo poco que se correspondían estas con
su vigorosa carrera bajo la lluvia. Cuando el nombre del artista
acudió a sus labios, una sonrisa desvaída los contrajo.
—Maestro
Da Vinci, cuánto tiempo —dijo, a modo de saludo—. El mundo es
ciertamente pequeño si venimos a reunirnos en Roma.
—En
efecto. Yo os hacía en Milán, encandilando a la corte con vuestro
encanto.
—Ya
no vivo allí. —Su voz adquirió cierta gravedad—. Dispongo de
una pequeña villa en Anzio, a donde me dirijo. Solo me he detenido
en Roma para visitar a algunos parientes.
—¿Anzio?
¿Y no echaréis de menos el ajetreo de una gran ciudad?
—Miraré
el mar. —Retrocedió y se dejó caer en un poyete—. Observaré la
forma en que se pierde en el horizonte, sin mostrarnos su final, y
reflexionaré sobre su frustrante paralelismo con la vida.
—¿Y
vuestro fiel guardaespaldas? ¿No os acompaña en este viaje? —Las
palabras brotaron sin cortapisas. Ah, esa inquietante presión en la
boca del estómago...
—Verorrosso
ya no es de este mundo.
—¿Qué?
¿Qué...? Un... joven tan... vigoroso...
Desmoronándose.
El sueño del pasado se desmoronaba. Y con él, Leonardo.
—Hasta
los jóvenes más vigorosos mueren un cierto día si los atraviesa
una espada. —Al notar el rostro demudado del florentino, le dejó
un hueco en el banco—. Sentaos aquí, estáis pálido. ¿Por qué,
maestro? Vos apenas lo conocíais, ¿no es cierto?
—Hija
mía, es... es la edad, el frío y la lluvia que cala los huesos.
Tuvimos... aquella conversación en la taberna, si lo recuerdas. Era
un muchacho interesante.
—Lo
era. Sin duda os habría complacido pintarlo.
—Sin
duda... ¿Cómo ocurrió?
—Una
pequeña batalla, un duelo con un hombre más fuerte que él
—respondió ella tras meditarlo—. Los dos murieron, así que
quizá debiera considerarlo una victoria.
—Difícilmente
es la muerte una victoria.
—A
menos que creáis en otra vida.
Ambos
callaron. Era duro dar rodeos para no mencionar lo que, en sus
corazones, sabían que no podían compartir con el otro. Había, sin
embargo, cierta chispa en la mirada de Irene Gregori... Como si
sospechara la realidad tras el silencio y eligiese ahogarla porque,
de todas formas, nadie habría de recordarla en esa otra
vida.
—No
olvido que a mí nunca me pintasteis, maestro, pese a lo mucho que me
hubiera agradado.
—Yo...
—Ahora
poco importa. Mi juventud y mi belleza quedaron atrás y no deseo que
nadie me recuerde así. Lo poco que me resta se marchitará, antes o
después, a la orilla del Tirreno.
—Vos
nunca dejaréis de ser joven y bella... Irene —vaticinó. Ella no
pudo evitar sonreír ante el tratamiento familiar—. ¿Volveremos a
vernos?
—¿Quién
sabe? Preguntad por mí si vais a Anzio, siempre contaréis con mi
hospitalidad.
—Muchas
gracias. Buen viaje, amiga mía, manteneos a salvo.
—Vos
también, maestro Da Vinci.
***
El
dolor es la salvación del instrumento. Este dolor es la manera que
tiene mi cuerpo de decirme que deje de hacer lo que lo causa. El
dolor pasará si dejo de sentir, si dejo de anhelar, si miro desde
fuera.
—¿Cómo
fueron sus últimos momentos? ¿Sufrió?
—Antes
hacías oídos sordos a esas noticias.
—Antes
creía que estaba vivo. Ahora quiero saber.
Tras
varios días de viaje, Leonardo se encontraba de vuelta en Florencia.
Estaba cansado de conjuras, de guerra, de ciegas esperanzas. Había
decidido dejar el servicio de Cesare Borgia y, a falta de otras
opciones, regresar a su tierra.
Como
era de esperar, no fue bienvenido en la Santissima
Annunziata, cuyo retablo había abandonado.
Tuvo suerte de que Soderini, ya establecido con gonfaloniero
vitalicio, estuviese ávido de noticias de la campaña y le ofreciese
un modesto alojamiento en su antiguo barrio. Por lo demás, no tenía
encargos ni los quería; sus asistentes y él vivían de sus ahorros,
sin metas ni pretensiones. Hasta que llegó el día en el que quiso
saber y convocó a los navegantes para
preguntarles. Navekhen y Neudan se miraron con cierta inquietud.
También Draadan, desde el fondo de la pequeña habitación del
florentino, clavó los iris ambarinos en su figura en penumbra.
—Descubrió
a su último oponente, Leonardo —empezó Navekhen—, y lo hizo, en
parte, gracias a ese consejito tuyo tan sospechoso de no fiarse de
las apariencias.
—No
te atrevas a acusarme de romper la norma de no intervenir, porque...
—Lo
retó a un duelo entre los que quedaban de ambas facciones —se
apresuró a continuar el intimidado narrador—. Se reunieron para la
batalla definitiva en la porción de terreno bajo su pirámide.
Verorrosso cayó, atravesado por el líder, pero este y todos sus
elegidos lo siguieron. Te agradará saber que fue la mano de Irene
Gregori la que acabó con él. Tu amigo resultó vencedor.
—Y
muerto. No llegó a cumplir veinticinco años.
—Aunque
no compartas esa ideología, él era un guerrero, amigo mío. Vivió
acorde a sus principios y...
—Tal
vez, si hubiera sabido la verdad, habría dedicado sus energías a
empresas más nobles. Si vuestra gente les hubiera ofrecido
colaborar... Si no fuesen tan malditamente
intransigentes...
El
dolor es la salvación del instrumento. El dolor pasará
si dejo de creer que estoy vivo.
—Navekhen,
Neudan, dejadnos a solas, por favor —murmuró Draadan, señalándose
el visor.
El
tono de aviso —¿y puede que de súplica?— funcionó con Neudan,
quien se retiró con una simple mirada llena de reproche a su colega
de nivel. Censurase o no su actitud, le permitiría solucionarlo a su
manera. En cuanto se marcharon, el supervisor salió de su rincón,
encendió una nueva vela y aspiró hondo.
—¿Crees
que nosotros no querríamos eso mismo? Por desgracia, hemos de
obedecer órdenes, por absurdas que te... que nos parezcan. —Con un
tono más sereno, susurró—: Escucha, le ha dado la victoria a su
líder. Si el portal se abre para cruzar, Verorrosso subirá a la
pirámide con los suyos y entre todos le aportarán la sensatez que
nunca ha tenido. Si no lo hace... Él regresará, Leonardo. Regresará
hasta conseguirlo.
—Pero
yo no estaré aquí para verlo. ¿Me perdonarás mi egoísmo por
pensarlo? Lo único que puedo hacer es lamentarme por la pérdida de
belleza en el mundo ahora que se ha ido, igual que un día me
lamentaré cuando tú te vayas. Y envejeceré, y moriré, ¡y yo no
regresaré! ¿Lo entiendes? He de vivir el presente, aquí y ahora,
porque no tengo otra cosa, Draadan, no tengo...
Los
ojos azules llameando, los rizos rubios revueltos, las mejillas
ardiendo... La racionalidad de Draadan dejó de pisar terreno firme
no bien lo tuvo en brazos de nuevo. Leonardo se aferró a él con
desesperación, resuelto a no dejarlo ir esa vez. Un temor vano; el
navegante le rasgó la camisa sin apartarse de sus labios y su
cuello, lo alzó por la cintura y lo condujo, a trompicones, al
estrecho camastro alineado junto a la pared. Apenas había espacio
para los dos ni paciencia para batallar con cierres y cordones. En
cuanto sus pieles encajaron al fin, con esa perfección tan
largamente anhelada, Leonardo ya no supo quién poseía a quién, o
si importaba siquiera. Era la culminación de un sueño con el que
había dormido más de treinta años, un sueño del que aún no
quería despertar.
Poco
supieron en la pirámide de su velada juntos. Lo único que quedó
grabado en los registros fue que nunca antes había sufrido el
piramidión
una desconexión tan larga.
Una
cabellera broncínea y ensortijada, libre de la prisión del lazo;
unos rasgos esculpidos en mármol sobre un cuello firme; una llanura
de músculos que ondulaban igual que un mar inquieto, magníficos
como los de Verorrosso aunque mucho más cálidos y cercanos... Por
vez primera, el carboncillo de Leonardo trazaba la silueta desnuda de
Draadan sin miedo a los reproches. La plasmaba a toda prisa, a
sabiendas de que su imaginación no podría proporcionarle un cuadro
tan nítido salvo en el mundo onírico, y que ahí no gobernaba ella.
Y, aun así, estaba tan en paz consigo mismo... Cuando el navegante
abrió un ojo y enfocó su figura reposada, notó que una sonrisa
curvaba los labios del artista.
—Ven
—lo llamó, palmeando un hueco minúsculo sobre el colchón.
—Silencio.
Y deja de moverte, eres un modelo terrible.
A
pesar de la chanza, obedeció y se acomodó de espaldas a Draadan,
con un brazo posesivo en torno a la cintura. El formidable cuerpo
despedía un aroma nuevo; no a jabón, ni a perfume, ni a nada burdo
o artificioso en exceso, sino a la esencia natural de la piel. Y era
cálido, muy cálido. Si nunca llego a
pintar fuego en la noche, pensó, al
menos ya sabré lo que se experimenta al tocarlo. Sentía
un gozo tan intenso que casi quemaba, y también una pizca de
melancolía.
—¿Me
quieres como yo a ti? —preguntó sin rodeos. No podía
permitírselos, con más de medio siglo sobre los hombros.
—Desde
hace demasiado tiempo.
—Y,
sabiendo que tiempo
es lo que no tengo, ¿por qué has esperado tanto para decírmelo?
—Su sonrisa era ahora triste.
—Leonardo,
no voy a suplicar perdón, no me lo merezco. Aun así, tienes que
perdonarme, porque no soportaría que te distanciaras de mí. Que es
justo lo que yo he hecho, como el gran cobarde en el que me he
convertido.
—Yo
tampoco estoy libre de pecado.
—Quisiera
justificarme, explicarte mis razones...
—Sé
cuáles son tus razones. —Apretó el brazo contra sí—. No te lo
reprocho, Draadan, es duro perder a quien amas. Pero también es
legítimo amar mientras puedas, incluso sabiendo que un día la
historia finalizará. Es parte de ser humano. Por el cielo, seguro
que piensas en lo fácil que me debe resultar decirlo siendo mortal,
¿verdad? Lo siento, te prometo que no me aferraré, que te dejaré
partir con un buen viaje sincero.
Solo... solo quédate conmigo un poco más de...
—En
algo no has cambiado nunca: no hay manera de hacerte callar.
—Contradijo su propia afirmación con un largo beso—. Nos
preocuparemos mañana de eso.
—Sí,
mañana. Vuelve a dormirte.
A
diferencia de Draadan, Leonardo no podía descansar. Se escabulló de
su abrazo una segunda vez, lo miró largo rato y suspiró, aún sin
creerse por completo el giro de su fortuna. Cuando la saturación de
sentimientos fue demasiado abrumadora, encendió otro par de velas y
rebuscó en su rincón de obras inconclusas. El cuadro de Verorrosso
brilló bajo la luz, magnífico en su pequeño tamaño; su creador
deslizó los dedos por las pinceladas de melena cobriza. Podría
conservarlo. Nadie habría de descubrirlo y yo lo miraría de tanto
en tanto. Podría... No, debo cumplir su voluntad. Perdura en mi
memoria, Raffaello, no nos hacen falta recordatorios materiales. Tú
volverás, y yo... ya no necesito vivir de fantasmas. Tengo algo muy
sólido a lo que aferrarme.
Avivó
las ascuas de la chimenea, arrojó la obra al fuego y la observó
consumirse en su pira funeraria, entonando su último adiós. Las
llamas reflejadas en sus ojos se retorcían con la pasión de
bailarines en éxtasis. Observa la llama
de una vela y considera su belleza. Parpadea y mírala
de nuevo. Lo que ves ahora no estaba ahí
antes, y lo que estaba ahí
antes no lo está ahora.
¿Quién es el que reaviva esta llama que
siempre está moribunda?
Todavía
en ese trance de descubrimientos, colocó un lienzo en el caballete y
preparó una fila de carboncillos. Su izquierda febril realizó el
esbozo de una dama sentada en una galería, en actitud serena. Las
columnas que la flanqueaban se ajustaban a los márgenes de la
escena, la línea del horizonte señalaba el paisaje que habría de
ir al fondo. No copió de ningún modelo, ni se detuvo en encajes ni
correcciones; cada trazo se ajustaba al milímetro a la postura que
su inspiración le dictaba. Y trabajaba rápido, mucho más rápido
de lo habitual en él.
Después
de varios años, Leonardo había iniciado un nuevo cuadro.
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