Fue
por aquella época cuando empezó a hacerse evidente quiénes eran
los admiradores más entusiastas del maestro Da Vinci, porque 1506
supuso su vuelta a Milán, de la mano del gobernador francés Charles
d'Amboise. Sus encargos, los de sus compatriotas y los del rey mismo
comulgaban con los deseos de sosiego del artista: arquitectura,
canalizaciones, paisajismo... El gobernador le encomendó una villa
de verano, algo digno de su rango, que lo mantuvo mucho tiempo en un
estado de feliz abstracción. Planeó jardines plantados de cítricos
que esparcieran su aroma; jugó con el agua, diseñando estanques,
fuentes y un molino de viento musical, cuyo giro arrancara notas de
los instrumentos; visionó, en fin, un paraíso de luz y claridad que
alegrara los sentidos, la morada donde, de haber podido, habría
dejado pasar los días con Draadan.
Ese
tipo de proyectos eran perfectos para él, pues le garantizaban
tiempo libre y excusas para esfumarse. También fue por entonces
cuando, a tenor de los comentarios que dejaban caer los asistentes
sobre su asombrosa energía y su buena salud, empezó a fingir
pequeños achaques propios de la edad, como la necesidad de llevar
gafas —útiles lentes de aumento— o la ocasional tos para
justificar sus paseos en busca de aire fresco, durante los cuales
solía perderse con su compañero. La vida le sonreía, era
productivo. Incluso en la pirámide seguían aprovechando sus ideas
para aumentar la comodidad de sus alojamientos, en especial aquellas
tan visionarias que no alcanzaban a ser construidas con medios
terrestres. ¿Qué más podría haber deseado?
El
destino le procuró asimismo un ayudante prometedor, culto y bien
plantado: Francesco Melzi. Era un jovencito milanés de buena
familia, habilidoso con el pincel y con la pluma, y el pupilo ideal
para convertirse en su secretario, dado que poseía la educación y
la formalidad de las que Salaì siempre había carecido. Su llegada
no apartó de sus afectos al joven demonio
al
que había formado desde la infancia; los años habían acentuado su
parecido con Draadan y su lado salvaje era, además, parte del
encanto que Leonardo veía en él. Pero tampoco podía negarse que se
había encariñado rápidamente con el muchacho trabajador y
disciplinado que aportaba a su bottega
la
dulzura y el orden que nunca había tenido. En cualquier caso, el
artista se cuidó de dosificar su buena disposición para que no
surgiesen conflictos entre ellos. Era mucho más prudente; Francesco
—su querido Cecho—
era solo un adolescente y Salaì tenía el potencial para convertirse
en un enemigo terrible.
La
introducción de un secretario no fue bien vista por Draadan. Aducía
este que un control adicional sobre sus escritos era lo último que
les hacía falta, y que delegar en otro habría de desembocar en más
oportunidades de cometer deslices. Leonardo sonreía ante lo que
consideraba pequeños ataques de celos. «¿Crees que voy a serte
infiel con un angelito inocente, prendado de la belleza femenina de
mis Madonnas, cuando resistí los avances de los demonios más
seductores de Milán?». Cecho significaba paz y serenidad en su casa
y más solaz para él, y eso era todo cuanto importaba. Sí, ¿qué
más podría haber deseado?
Y,
entonces, el paréntesis de paz se interrumpió con la muerte de su
querido tío Francesco, la única persona de su familia paterna que
lo había amado sin restricciones, y de nuevo llegó el tiempo de
hacerse preguntas. Era inevitable. En el poco agradable viaje de
vuelta a Florencia, para honrar la tumba del fallecido y batallar
contra unos hermanos legítimos que pretendían impugnar su
testamento —testamento en el cual Leonardo se convertía en su
heredero—, tuvo oportunidad de dar muchas vueltas a la
intransigencia de los hombres y a la fugacidad de los años. Su
melancolía lo acompañó al lugar donde se alojaba, el hospital
florentino de Santa Maria Nuova, y tiñó la actividad a las que se
dedicó en la época de litigios: la disección de cadáveres.
Observar
los entresijos de un cuerpo humano no era algo nuevo para él. Jamás
había dejado escapar la ocasión de mirar en el interior cuando un
cadáver se ponía a su alcance, pero hacerlo de manera sistemática,
acampando en el depósito de un hospital, preparando un espécimen
para proseguir en el mismo punto del anterior cuando la
descomposición se hacía insoportable... ¡Qué noches fueron
aquellas! Se rodeaba por una batería, no ya de pinceles, sino de
material quirúrgico ensangrentado, y las únicas concesiones a la
pulcritud que se permitía eran las mínimas para no manchar sus
cuadernos de apuntes. Y el olor terrible, y la carne abierta para
exponer lo que la naturaleza había dispuesto que cubriese... Donde
la gran mayoría habría huido, aterrada —algunos quizá para
alertar al inquisidor más cercano—, él perseveraba y trazaba los
dibujos anatómicos más rigurosos y exquisitos de su época. A
veces, hasta demasiado, porque el castañeteo de dientes que le
sobrevino a Navekhen ante la representación de un pene seccionado no
era propia de alguien con su formación científica.
Draadan
asistía a este despliegue lúgubre con escepticismo. Que prefiriese
pasar algunas madrugadas entre difuntos antes que con él ya era
malo, pero aún era peor comprender la razón: Leonardo era
consciente de su fugacidad, quería comprender mejor los mecanismos
que regulaban la vida para burlar a la muerte. Y, aunque aceptaba que
jamás igualaría los medios de los que ellos disponían, aspiraba a
conseguir algún resultado significativo para marcar la diferencia en
su época. Deseaba llegar a donde nadie más había llegado.
Con
todo, prolongar en algunos años su esperanza vital apenas era una
parte del muro que los separaba. Llegaría el día en que la pirámide
reemprendería su viaje, y ninguna prórroga habría de evitarlo.
¿Qué le quedaba? Apenas la débil esperanza de seguir vivo en caso
de un hipotético regreso. Era tan diminuta... Sin embargo, Leonardo
se aferraba a ella con la tenacidad que siempre lo había
caracterizado, aun en medio de aquella atmósfera macabra. Y Draadan,
que sabía lo que les esperaba, sufría como no recordaba haber
sufrido antes. Y se enfurecía.
Ese
nuevo interés no cesó después de dar carpetazo a los asuntos
legales y regresar a Milán. Entre unos encargos franceses y otros,
asistió a las disecciones celebradas en Pavía por el médico
Marcantonio della Torre. Incluso en la corte milanesa, su ánimo
contagió a la temática elegida para la mascarada más sensacional
de aquellos años: Orfeo y su descenso al inframundo. La montaña se
abría en dos revelando a Plutón, que gobernaba sus dominios.
Cerbero era su temible custodio. Lo rodeaban diablos, furias y otros
seres espeluznantes, paseándose por un fondo ambientado con el
llanto de multitud de niños. Era la muerte, siempre la muerte al
acecho. Si los nobles no veían más allá del fasto del mito,
Draadan sí que lo hacía.
Cuando
Giuliano de' Medici lo llamó a Roma, el preocupado supervisor pensó
que el cambio de aires sería beneficioso para el artista. Giuliano
era hijo del difunto Lorenzo, cuya familia había recuperado el poder
que poseían en Florencia, y hermano del recién nombrado Papa, León
X. Admiraba más que ninguno de sus parientes el talento de Leonardo;
al igual que el resto de la península itálica, había oído hablar
de sus obras, y aspiraba a que Roma tuviese su propia Última Cena, o
bien algo monumental del calibre de la inconclusa batalla de
Anghiari. No escatimó en ofrecerle un alojamiento inspirador, y lo
instaló en un estudio de la villa Belvedere, residencia de verano
del Papa y orgullo de la colina Vaticana. La sucesión de terrazas
crecientes, unidas por escaleras y rampas, desplegaban una magnífica
sucesión de jardines, miradores, fuentes y piedras decorativas. Y,
si acaso eso no era suficiente para entretener a los espíritus
inquietos, desde allí arriba se disfrutaba de la mejor vista de una
Roma grandiosa.
Grandiosa,
pero de la que no era parte: no había dejado en ella las huellas de
las que se envanecían Michelangelo y el joven Rafael, los ídolos
del momento. Ningún proyecto concreto espoleaba su curiosidad, así
que renunció pronto a su sueño de juventud de enriquecer la
grandeza de la ciudad y retomó sus estudios de anatomía y sus
disecciones.
Tan
pronto sus allegados le hicieron notar que ese interés suyo estaba
alcanzando niveles malsanos, concedió parte de su tiempo a estudiar
la región y sus alrededores. Se pasaba horas mirando al suelo o
embobado en la contemplación
de los relieves de la Tierra sobre el horizonte. Esto los alivió en
cierta medida; ¿qué mal podía haber en examinar rocas, en indagar
sobre orografía? Una nota en sus cuadernos rezaba: «La Tierra tiene
espíritu de crecimiento, y su carne es la tierra, sus huesos son los
sucesivos estratos de las rocas, su sangre, las venas de sus aguas.
El lago de sangre que está en torno al corazón es el océano. Su
respiración es por el aumento y descenso de la sangre en sus
pulsos». El aparente cambio no era tal: un Leonardo visionario
extendía su búsqueda del origen de la vida al planeta que habitaba,
a la manera de las concepciones animistas sobre el espíritu. Y
pronto, demasiado pronto, el mar de sangre del símil anegó sus
pensamientos con nuevos presagios envueltos en tinieblas. Dibujó
olas y corrientes embravecidas; escribió:
Uno
puede ver laterales de montañas enteros, ya devastados por espumosos
torrentes derrumbándose y rellenando los valles, cubriendo grandes
llanuras y a sus habitantes. Sobre muchas cimas de montañas veremos
animales aterrorizados de todas las especies y familias abandonadas,
mientras que todo lo que flota se convierte en una improvisaba barca,
donde los hombres, mujeres y niños se apiñan llorando y
lamentándose, aterrorizados por el furioso huracán que levanta las
olas y con ellas los cuerpos de los ahogados. Algunos se tapan los
oídos y se cubren los ojos para borrar la violencia del viento,
lluvia y truenos que agitan el aire oscuro; otros pierden la razón,
incapaces de soportar semejante tortura, matándose a ellos mismos,
arrojándose desde crestas o arrecifes o tratando de estrangularse
con sus propias manos, mientras que otros toman sus hijos y los
matan, en tanto las madres sacuden sus puños hacia el cielo y aúllan
maldiciones a los dioses.
Ese
Diluvio Universal, su visión particular del Apocalipsis, era el
reflejo del futuro que llegaría tarde o temprano. Un futuro sin
Draadan.
Fue
el periodo más oscuro de su madurez. Su estudio, más un laboratorio
que otra cosa, era un batiburrillo de botes, redomas, sustancias de
naturaleza dudosa, espejos y lentes, en especial las extravagantes
gafas azules que solían coronar su nariz. Con tal despliegue de
artefactos, ya fueran para aprovechar la energía solar u observar el
cielo —como si quisiera buscar la pirámide entre los planetas—,
parecía un alquimista clásico en busca de su piedra filosofal. Y,
cuando no se ocupaba de tales materias, se perdía en sus salas de
disección o se traía a hurtadillas algún órgano cuyo estudio
desease ampliar. No fue extraño que un asistente descontento lo
acusara de nigromancia ante la autoridad eclesiástica, reproduciendo
así el angustioso episodio de su juventud. Pero Leonardo no era ya
un joven don nadie sin recursos: su fama lo precedía, su protector
era hermano del Papa... y Draadan jamás permitiría que le ocurriese
nada. Todo se saldó con una advertencia y el abandono del depósito
de cadáveres. Los estudios de anatomía y las jornadas en la
oscuridad del laboratorio cesaron.
Una
noche ante su última reliquia —un corazón perfectamente
conservado— y, en medio de una exposición sobre el mecanismo de
bombeo, observó su delicada estructura con nuevos ojos. ¿Cómo
se podría describir este corazón con palabras sin llenar todo un
libro?,
razonó.
Imposible. Es mucho más que un músculo del tamaño de un puño, es
el motor de la sangre y una maravillosa prueba de que la belleza
adopta muchas formas. Es el órgano delator que palpita con fuerza
cuando estás enamorado. Es una metáfora... de la vida. Giró
la cabeza, movido por una súbita inspiración, y dio con la que era
la fuente de sus latidos, Draadan.
Comprendió
entonces que las madrugadas en vela y las preocupaciones por el
porvenir eran horas perdidas que nadie le devolvería. Después de
reprocharle justo eso al navegante, ¿repetiría su error? Saltar a
sus brazos, pasear las manos por su piel, besarlo con furia... Ese
era el futuro con el que iba a llenar el resto de sus años. Y no iba
a hallar mejor marco que Roma, la
Ciudad,
para empezar a disfrutarlo.
Como
parte de sus nuevos propósitos, desenterró una tabla de su pila de
obras iniciadas y continuó el esbozo de un San Juan concebido hacía
tiempo. El orgulloso Salaì reclamó ser el modelo, y no tuvo que
insistir mucho: su atractivo andrógino seguía conservando la
intensidad de la adolescencia. Lo que el descarado demonio no sabía
era que su maestro llegaba mucho más allá; su imagen, transformada
con unos toques de ámbar en los iris, le servía para inmortalizar
la del único hombre del que había llegado a enamorarse. Tú
tienes tus aros y tu viejo cincel, yo tendré tu rostro.
Y así era. La inconfundible sonrisa y el dedo señalando al cielo
seguían siendo la marca de la casa, pero el resto le pertenecía a
él, con toda su belleza y sensualidad, tal cual había aprendido a
idealizarlas en décadas de contemplación.
Quizá
demasiada sensualidad. Había algo carnal en el santo que excedía
las convenciones de su siglo, como también lo había en una versión
posterior mucho más explícita. Navekhen murmuraba, ante quien
quisiera escucharlo, que más semejaba un dios griego con tendencia
al hedonismo que un venerable asceta. Y no dejaba de tener razón,
sobre todo porque conocía el secreto de las noches ardientes que,
ocultas tras el velo de visores desconectados, eran la semilla de ese
estado de ánimo. Cien, doscientos o quinientos años, Draadan nunca
dejaba de ser Draadan.
Muchos
criticaron esta extravagancia de un maestro Da Vinci —messer,
lo llamaban allí— que casi no aceptaba encargos, escudándose tras
la edad y una pretendida parálisis del brazo. Roma se quedaría sin
su Última Cena y sin su versión particular de la batalla de
Anghiari, y él, sin su gloria. Poco le importaba ya; le bastaba con
disfrutar de su tiempo y con la alegría de saber que sus cuadros
eran suyos al cien por cien, sin la intervención de ningún Primer
Ingeniero manipulador. No escondían nada, salvo deseo.
Después
de una de esas noches
ardientes,
Draadan se levantó a vagabundear por la habitación atestada. Era
raro que fuese Leonardo quien se quedase dormido, pero llevaba días
sin hacerlo y su organismo terráqueo había acabado por ceder. El
navegante curioseó entre los papeles del escritorio, hizo funcionar
una polvorienta maqueta que expelía una lámina de agua en
horizontal, se limpió las manos húmedas en una capa de Salaì...
Finalmente, hundió la nariz en un armario desvencijado, y allí,
entre un colgador de paños y varios paneles decrépitos, encontró
una obra en progreso que le heló la sangre. Representaba una dama
con el
velo típico
de las casadas, los labios arqueados
en
un
gesto inescrutable,
la figura serena, sentada ante el bosquejo de un paisaje
desconocido...
—Ha
vuelto a mí, Draadan. —Leonardo se deslizó tras él y suspiró—.
El cuadro que... se desvaneció sin dejar rastro.
—¿Cuándo...?
—Lo
empecé hace tiempo. Por más que me resista, a veces vengo aquí,
tomo los pinceles y al día siguiente noto que he avanzado.
—¿Lo
ha visto alguien? —El tono de Draadan era cortante.
—Giacomo
lo descubrió. Tuve que decirle que era un encargo realizado por
mediación de Giuliano de' Medici, para la esposa de un...
—Maldita
sea. —Cubrió la pintura con un trapo—. Si preguntan, les dirás
que no has continuado el proyecto. Y, si vuelves a sentir el impulso
de recomenzarlo, me lo dirás cuanto antes.
—Draadan...
—Leonardo aferró el antebrazo de su compañero—. Cuando lo
revisaste, sacaste a la luz algo importante, ¿verdad? ¿Qué era?
—Nada
de lo que debas preocuparte. Tú solo haz lo que te pido, ¿de
acuerdo?
—Pero...
—Por
favor, si confías en mí, no me hagas preguntas y olvídalo.
Entierra esta idea en lo más profundo de tu mente, no dejes que
aflore. Por favor.
Había
tanta urgencia en aquel doble ruego que Leonardo sintió una punzada
en el pecho. Apartó la mano. Draadan aprovechó el mudo
consentimiento para verificar la falta de conexión con la pirámide,
cargar la obra bajo el brazo y marcharse a toda prisa.
Durante
sus largos años de servicio, el supervisor siempre había sido el
experto rastreador, la parte vigilante, y se sentía relativamente
seguro en su papel de conspirador. Se habría sorprendido mucho al
saber que, por una vez, era él quien estaba en el punto de mira.
Una
sombra abandonó su escondrijo y corrió a un lugar discreto antes de
triangular de vuelta a la nave. Se llevaba consigo impresiones del
cuadro y el diálogo, junto con una idea bastante precisa de lo que
acababa de suceder en la habitación.
***
El
león autómata era una maravilla mecánica con carcasa reluciente y
entrañas de ruedas dentadas. Al accionar su resorte, se deslizaba
con suavidad felina sobre sus garras, abriendo y cerrando las fauces
para lucir unos colmillos temibles; después, terminado su recorrido,
se alzaba sobre las patas traseras en lo que parecía ser una pose
intimidatoria. Pero no era tal, pues el pecho se le abría de par en
par para rendir su contenido, entre una oleada de aplausos. Y dentro
de la bestia no latía un corazón metálico, sino un ramo de lirios:
poético contraste entre la ferocidad animada y la delicadeza.
El
león era uno de los viejos símbolos que representaban Florencia;
Lyon, la ciudad testigo de su debut; los lirios, la encarnación de
la flor de lis que ornaba el escudo de la casa real francesa; y
Francisco I, rey de Francia, el destinatario del regalo con el que
Giuliano de' Medici declaraba la alianza entre sus respectivos
territorios. Sin olvidar, por supuesto, que el noble animal también
hacía referencia al nombre de su creador, encadenando así una de
esas series de juegos de palabras que tanto lo divertían.
Así,
a distancia, fue la presentación del artista florentino al monarca
galo. El encuentro en directo no se produjo hasta varios meses más
tarde, en Bolonia, aunque Leonardo llevaba ya la mejor carta de
recomendación, dado que el padre del rey, el difunto Luis XII, había
sido un entusiasta de Leonardo. Su hijo Francisco había heredado sus
gustos. Desde el primer momento se deshizo en alabanzas al artista,
envidió la suerte de su aliado florentino al contar con sus
servicios y lo invitó a visitarlo en Francia cuando le complaciese,
lugar donde «jamás le faltaría un sitio donde brillar». Él se lo
agradeció con la mayor de las satisfacciones, asegurando que la
única razón por la que no aceptaba el ofrecimiento era la fidelidad
debida a su protector.
Admiración,
sosiego y amor; la vida le sonreía. Además, el espíritu de Eal se
había adormecido por el momento y el incidente con el cuadro no
traía consecuencias. Volvía a respirar tranquilo.
Pero
estaba equivocado. Tanto él como Draadan ignoraban que otro
navegante había sorprendido su conspiración y protagonizaba su
particular acto de rebeldía: Neudan.
Al
joven le habría resultado difícil explicar las razones por las que
había empezado a vigilar a su colega de nivel: celos, revancha,
sentido del deber... Quizá solo se trataba de una corazonada, no lo
sabía. Lo cierto era que, desde el descubrimiento de la fuente de
dlanda,
el secretismo de Draadan con Leonardo había dejado de parecerle un
simple deseo de ocultar su idilio, y ese cuadro desaparecido no era
sino la confirmación de sus sospechas. Ahora bien, una cosa era
encubrir a una pareja y otra muy distinta pasar por alto pruebas
destruidas, sobre todo cuando...
Había
algo familiar en aquel retrato.
Conservaba una captura de imagen del mismo y su certeza crecía cada
vez que la miraba, aunque no era capaz de concretar el motivo. Porque
él no conocía a la mujer, o eso creía; sus facciones, tan típicas
de la época, no pertenecían a nadie del entorno del artista. Era
preciso acometer una búsqueda entre los registros del piramidión,
y
realizarla de manera que no delatase sus intenciones. Por ilícitos
que fueran los manejos de Draadan, no deseaba perjudicar a Leonardo.
—Saludos,
Simakhen-dabb —se presentó ante la vigía—. Hoy tengo algo de tiempo
libre y he pensado hacer una revisión cronológica de las
grabaciones terráqueas relativas a Eal. ¿Puedes asignarme una
pantalla?
—Algo
de tiempo libre... Espero que tengas un par de traslaciones,
si pretendes verlas todas. Te daré acceso, siempre que no me pidas
soporte técnico. Arakhen descansa y yo estoy sola.
—No
te molestaré en lo más mínimo —aseguró. De hecho, había
elegido el periodo de descanso aposta para tener un único par de
ojos clavados en la nuca—. Ah, y te ruego que no les digas a mis
compañeros dónde estoy, siempre se burlan cuando me busco trabajo
por mi cuenta. Te deberé una.
Ocupó
el compartimento que le indicaron y desplegó los archivos en su
visor. Sin introducir la imagen de la mujer del cuadro en los
parámetros de búsqueda, la tarea sería tediosa, pero no tenía
elección; no debía dejar pruebas en el sistema. Empezó
reproduciendo grabaciones del entorno de Leonardo en los días
anteriores y posteriores al descubrimiento del cuadro. No distinguió
ninguna dama similar a la representada, así que intentó establecer
una fecha probable para esa primera versión que el pintor,
supuestamente, había ejecutado. Después de un largo periodo de
examen visual sin resultados, decidió rendirse y dar por concluida
la jornada. Prefería dosificarse para no levantar suspicacias.
En
la temporada que siguió, la figura de Neudan se hizo habitual en el
recinto del piramidión.
Sus dos compañeros habituales lo echaron de menos en los momentos de
ocio, en especial Navekhen, que se quedó sin compinche en su afición
de seleccionar tabernas para beber a lo largo y ancho del mundo. A
diferencia de Draadan, quien pasaba todo su tiempo con Leonardo, él
sí estaba en condiciones de notar la alteración de sus costumbres,
pero, para alivio de Neudan, no hacía comentarios. Al menos, por el
momento.
Las
mujeres con las que el florentino había tenido contacto directo
fueron pronto descartadas. Las siguieron las emparentadas con sus
clientes y colegas, con sus ayudantes... La criba entre cualquier
fémina que se hubiese movido en su ambiente siguió sin arrojar
fruto, hasta el punto de que el navegante se obsesionó con una
búsqueda que se le antojaba casi absurda. Y, sin embargo, aquel
rostro poseía un influjo tan fuerte sobre él... Había algo en
aquellos ojos y en aquella sonrisa que lo impulsaba a seguir
buscando, en lugar de dejarlo por imposible. Era la eterna revelación
en la punta de la lengua, la verdad que se le escurría sin cesar
entre los dedos.
Y
al fin, tras días y días de visionado fanático, ella
apareció.
El
polvo recubría el altar y los ornamentos de una capillita
perteneciente a una iglesia cercana a la Piazza della Signoria. Los
miembros de la familia debían haber fallecido hacía mucho, a juzgar
por la dejadez. No era nada del otro mundo; el típico alarde devoto
de algún rico comerciante que se había comprado un rincón en suelo
consagrado y cuya fortuna, o la de sus descendientes, había venido a
menos. A ojos de un entendido, la única pieza digna de consideración
era un pequeño cuadro que representaba al arcángel San Miguel,
salido del que fuera el eminente estudio del maestro Verrocchio. Los
cabellos rubios, las facciones delicadas... Pocos habrían sido
capaces de identificar los rasgos de quien una vez le sirviera de
modelo.
Neudan
tomó asiento en los bancos de madera y estudió la obra con
detenimiento. Luego se sirvió de su invisibilidad para aproximarse y
descolgarla, no sin cerciorarse de que nadie lo observaba. La pintura
ajada mostraba aún la gracia del Leonardo de menos de veinte años,
aunque poco más; no había sorpresas ni mensajes ocultos en su
superficie, ni en el marco, ni en el reverso de la tabla. Y, según
la estratificadora había indicado —Draadan no era el único
tripulante con el descaro necesario para usarla de tapadillo—
tampoco entre sus capas de pigmento. Nada extraordinario, dado que la
mano de Da Vinci apenas había aplicado unas pinceladas sueltas en el
trabajo de su maestro. Neudan dedicó una última mirada al cuadro y
lo devolvió a la pared, donde continuaría apuntando al cielo con su
dedo índice quién sabría por cuántos años más.
Si
lo pensaba, era un gesto tan expresivo y con tanto sentido...
¿Cuántas obras lo habían reproducido, y cuántas habían guardado
secretos? El ángel de la Adoración, el apóstol de la Cena, el San
Juan Bautista... Ese impulso a señalar arriba, ¿no era una
provocación? Y allí estaba la semilla de todos ellos, en un soporte
que, a diferencia de los otros, no desvelaba más misterios. O así
habría sido, de no ser por lo que descubrió en las grabaciones de
la iglesia realizadas durante las semanas siguientes a la colocación
del cuadro.
La
capilla era poco concurrida por aquel entonces, si bien la
incorporación del San Miguel había atraído a unos cuantos fieles
hacia sus bancos. Entre ellos se contaban parientes lejanos de su
patrocinador, ancianas, religiosos y alguna que otra dama. Una, en
concreto, repitió visita en la primera quincena. Era la típica
señora respetable, con ropajes de casada o de viuda joven y un
modesto velo que cubría sus cabellos. En ambas ocasiones ocupó el
mismo asiento que Neudan, contempló la pintura y se marchó sin
girarse siquiera hacia el altar mayor; sin disparar, de hecho, la
alarma de los vigías o de Draadan. ¿Por qué debería haberlo
hecho? Nada la distinguía de muchas otras en Florencia.
Excepto
que era el modelo indiscutible de la mujer del cuadro pintado por
Leonardo, fiel en todos los detalles.
Nada
en las palabras del artista sugería que la conociese. Ninguna de las
acciones del supervisor implicaba una búsqueda de la mujer. ¿Era su
misión particular sacarla a la luz, pensaba Neudan? Porque, perdida
la ilusión de un amor en la Tierra, no le quedaba otro anhelo más
que esclarecer su historia con Eal. Un amor en la Tierra... Como si
él, asesinado por su propio amante —o eso decían—, pudiera ser
el objeto de algún afecto...
Sí,
localizar a la dama habría de convertirse en la distracción de sus
tormentos particulares. Simplemente eso, dejando para más adelante
la responsabilidad de determinar qué hacer con sus averiguaciones.
El problema estaba en que la península itálica era un coto de caza
enorme para un solo conspirador. Tendría que seguir vigilando a su
amigo terráqueo, ver hasta dónde llegaba el espíritu de Eal.
Lejos,
presumía que muy lejos.
***
Mientras
Neudan perseguía una imagen en secreto, Leonardo se dejaba llevar
por el lado mundano de la vida. Todavía sopesaba la oferta de
Francisco I, aunque desde la estabilidad de su posición. Él amaba
su tierra; desde la soleada Toscana a la fría Milán, siempre había
hallado belleza en sus gentes, sus piedras y paisajes. El único
lastre que había ensombrecido su carrera era la necesidad de
trabajar en proyectos poco gratificantes, guiado por patronos que no
sabían apreciar lo que albergaba su cabeza. Y he aquí que, a sus
sesenta y cuatro años, un monarca le abría los brazos y lo invitaba
a usar sus días como bien le apeteciese, con la certeza de contar
con su protección y el simple deber de ser él mismo. El gesto
significaba mucho, aun viniendo de un extranjero y no de sus
paisanos.
Por
eso consideró la muerte de su protector, Giuliano de' Medici, una
señal que lo empujaba hacia el camino correcto. Ninguna deuda de
gratitud lo ataba ya a Roma, era libre de descubrir nuevos
territorios. Y así, a finales del verano de 1516, Leonardo partió
junto con sus queridos Salaì y Cecho hacia tierras francesas. Se
quedó el primero en Milán por una temporada, al cuidado del viñedo,
con la promesa de que se reencontrarían más tarde. Aunque al
maestro le dolía el desapego creciente de su protegido, entendía
también que nunca podría darle toda la atención que el exigía, y
que le iba llegando la hora de volar en solitario. Por suerte para
Leonardo, Cecho era tan eficiente y devoto que se bastaba para
gestionar todos sus asuntos.
No
faltó la compañía incondicional de Draadan y el resto de la
tripulación. Shaal, en concreto, había seguido el nuevo peregrinaje
con la actitud despótica de quien veía agotada su paciencia. Y no
era para menos: las reservas de combustible habían llegado a un
punto crítico. Pronto tendrían que elegir entre despegar a ciegas,
en un intento desesperado de alcanzar el yacimiento más próximo, o
quedarse varados en la atmósfera terrestre, igual que sus parientes
de la otra pirámide.
Algo
que el Primer Biólogo no estaba dispuesto a permitir.
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