2016/11/30

CON LA VISTA AL CIELO XII: Verán con placer deshacer y romper sus obras






Fue por aquella época cuando empezó a hacerse evidente quiénes eran los admiradores más entusiastas del maestro Da Vinci, porque 1506 supuso su vuelta a Milán, de la mano del gobernador francés Charles d'Amboise. Sus encargos, los de sus compatriotas y los del rey mismo comulgaban con los deseos de sosiego del artista: arquitectura, canalizaciones, paisajismo... El gobernador le encomendó una villa de verano, algo digno de su rango, que lo mantuvo mucho tiempo en un estado de feliz abstracción. Planeó jardines plantados de cítricos que esparcieran su aroma; jugó con el agua, diseñando estanques, fuentes y un molino de viento musical, cuyo giro arrancara notas de los instrumentos; visionó, en fin, un paraíso de luz y claridad que alegrara los sentidos, la morada donde, de haber podido, habría dejado pasar los días con Draadan.
Ese tipo de proyectos eran perfectos para él, pues le garantizaban tiempo libre y excusas para esfumarse. También fue por entonces cuando, a tenor de los comentarios que dejaban caer los asistentes sobre su asombrosa energía y su buena salud, empezó a fingir pequeños achaques propios de la edad, como la necesidad de llevar gafas —útiles lentes de aumento— o la ocasional tos para justificar sus paseos en busca de aire fresco, durante los cuales solía perderse con su compañero. La vida le sonreía, era productivo. Incluso en la pirámide seguían aprovechando sus ideas para aumentar la comodidad de sus alojamientos, en especial aquellas tan visionarias que no alcanzaban a ser construidas con medios terrestres. ¿Qué más podría haber deseado?
El destino le procuró asimismo un ayudante prometedor, culto y bien plantado: Francesco Melzi. Era un jovencito milanés de buena familia, habilidoso con el pincel y con la pluma, y el pupilo ideal para convertirse en su secretario, dado que poseía la educación y la formalidad de las que Salaì siempre había carecido. Su llegada no apartó de sus afectos al joven demonio al que había formado desde la infancia; los años habían acentuado su parecido con Draadan y su lado salvaje era, además, parte del encanto que Leonardo veía en él. Pero tampoco podía negarse que se había encariñado rápidamente con el muchacho trabajador y disciplinado que aportaba a su bottega la dulzura y el orden que nunca había tenido. En cualquier caso, el artista se cuidó de dosificar su buena disposición para que no surgiesen conflictos entre ellos. Era mucho más prudente; Francesco —su querido Cecho— era solo un adolescente y Salaì tenía el potencial para convertirse en un enemigo terrible.
La introducción de un secretario no fue bien vista por Draadan. Aducía este que un control adicional sobre sus escritos era lo último que les hacía falta, y que delegar en otro habría de desembocar en más oportunidades de cometer deslices. Leonardo sonreía ante lo que consideraba pequeños ataques de celos. «¿Crees que voy a serte infiel con un angelito inocente, prendado de la belleza femenina de mis Madonnas, cuando resistí los avances de los demonios más seductores de Milán?». Cecho significaba paz y serenidad en su casa y más solaz para él, y eso era todo cuanto importaba. Sí, ¿qué más podría haber deseado?
Y, entonces, el paréntesis de paz se interrumpió con la muerte de su querido tío Francesco, la única persona de su familia paterna que lo había amado sin restricciones, y de nuevo llegó el tiempo de hacerse preguntas. Era inevitable. En el poco agradable viaje de vuelta a Florencia, para honrar la tumba del fallecido y batallar contra unos hermanos legítimos que pretendían impugnar su testamento —testamento en el cual Leonardo se convertía en su heredero—, tuvo oportunidad de dar muchas vueltas a la intransigencia de los hombres y a la fugacidad de los años. Su melancolía lo acompañó al lugar donde se alojaba, el hospital florentino de Santa Maria Nuova, y tiñó la actividad a las que se dedicó en la época de litigios: la disección de cadáveres.
Observar los entresijos de un cuerpo humano no era algo nuevo para él. Jamás había dejado escapar la ocasión de mirar en el interior cuando un cadáver se ponía a su alcance, pero hacerlo de manera sistemática, acampando en el depósito de un hospital, preparando un espécimen para proseguir en el mismo punto del anterior cuando la descomposición se hacía insoportable... ¡Qué noches fueron aquellas! Se rodeaba por una batería, no ya de pinceles, sino de material quirúrgico ensangrentado, y las únicas concesiones a la pulcritud que se permitía eran las mínimas para no manchar sus cuadernos de apuntes. Y el olor terrible, y la carne abierta para exponer lo que la naturaleza había dispuesto que cubriese... Donde la gran mayoría habría huido, aterrada —algunos quizá para alertar al inquisidor más cercano—, él perseveraba y trazaba los dibujos anatómicos más rigurosos y exquisitos de su época. A veces, hasta demasiado, porque el castañeteo de dientes que le sobrevino a Navekhen ante la representación de un pene seccionado no era propia de alguien con su formación científica.
Draadan asistía a este despliegue lúgubre con escepticismo. Que prefiriese pasar algunas madrugadas entre difuntos antes que con él ya era malo, pero aún era peor comprender la razón: Leonardo era consciente de su fugacidad, quería comprender mejor los mecanismos que regulaban la vida para burlar a la muerte. Y, aunque aceptaba que jamás igualaría los medios de los que ellos disponían, aspiraba a conseguir algún resultado significativo para marcar la diferencia en su época. Deseaba llegar a donde nadie más había llegado.
Con todo, prolongar en algunos años su esperanza vital apenas era una parte del muro que los separaba. Llegaría el día en que la pirámide reemprendería su viaje, y ninguna prórroga habría de evitarlo. ¿Qué le quedaba? Apenas la débil esperanza de seguir vivo en caso de un hipotético regreso. Era tan diminuta... Sin embargo, Leonardo se aferraba a ella con la tenacidad que siempre lo había caracterizado, aun en medio de aquella atmósfera macabra. Y Draadan, que sabía lo que les esperaba, sufría como no recordaba haber sufrido antes. Y se enfurecía.
Ese nuevo interés no cesó después de dar carpetazo a los asuntos legales y regresar a Milán. Entre unos encargos franceses y otros, asistió a las disecciones celebradas en Pavía por el médico Marcantonio della Torre. Incluso en la corte milanesa, su ánimo contagió a la temática elegida para la mascarada más sensacional de aquellos años: Orfeo y su descenso al inframundo. La montaña se abría en dos revelando a Plutón, que gobernaba sus dominios. Cerbero era su temible custodio. Lo rodeaban diablos, furias y otros seres espeluznantes, paseándose por un fondo ambientado con el llanto de multitud de niños. Era la muerte, siempre la muerte al acecho. Si los nobles no veían más allá del fasto del mito, Draadan sí que lo hacía.
Cuando Giuliano de' Medici lo llamó a Roma, el preocupado supervisor pensó que el cambio de aires sería beneficioso para el artista. Giuliano era hijo del difunto Lorenzo, cuya familia había recuperado el poder que poseían en Florencia, y hermano del recién nombrado Papa, León X. Admiraba más que ninguno de sus parientes el talento de Leonardo; al igual que el resto de la península itálica, había oído hablar de sus obras, y aspiraba a que Roma tuviese su propia Última Cena, o bien algo monumental del calibre de la inconclusa batalla de Anghiari. No escatimó en ofrecerle un alojamiento inspirador, y lo instaló en un estudio de la villa Belvedere, residencia de verano del Papa y orgullo de la colina Vaticana. La sucesión de terrazas crecientes, unidas por escaleras y rampas, desplegaban una magnífica sucesión de jardines, miradores, fuentes y piedras decorativas. Y, si acaso eso no era suficiente para entretener a los espíritus inquietos, desde allí arriba se disfrutaba de la mejor vista de una Roma grandiosa.
Grandiosa, pero de la que no era parte: no había dejado en ella las huellas de las que se envanecían Michelangelo y el joven Rafael, los ídolos del momento. Ningún proyecto concreto espoleaba su curiosidad, así que renunció pronto a su sueño de juventud de enriquecer la grandeza de la ciudad y retomó sus estudios de anatomía y sus disecciones.
Tan pronto sus allegados le hicieron notar que ese interés suyo estaba alcanzando niveles malsanos, concedió parte de su tiempo a estudiar la región y sus alrededores. Se pasaba horas mirando al suelo o embobado en la contemplación de los relieves de la Tierra sobre el horizonte. Esto los alivió en cierta medida; ¿qué mal podía haber en examinar rocas, en indagar sobre orografía? Una nota en sus cuadernos rezaba: «La Tierra tiene espíritu de crecimiento, y su carne es la tierra, sus huesos son los sucesivos estratos de las rocas, su sangre, las venas de sus aguas. El lago de sangre que está en torno al corazón es el océano. Su respiración es por el aumento y descenso de la sangre en sus pulsos». El aparente cambio no era tal: un Leonardo visionario extendía su búsqueda del origen de la vida al planeta que habitaba, a la manera de las concepciones animistas sobre el espíritu. Y pronto, demasiado pronto, el mar de sangre del símil anegó sus pensamientos con nuevos presagios envueltos en tinieblas. Dibujó olas y corrientes embravecidas; escribió:

Uno puede ver laterales de montañas enteros, ya devastados por espumosos torrentes derrumbándose y rellenando los valles, cubriendo grandes llanuras y a sus habitantes. Sobre muchas cimas de montañas veremos animales aterrorizados de todas las especies y familias abandonadas, mientras que todo lo que flota se convierte en una improvisaba barca, donde los hombres, mujeres y niños se apiñan llorando y lamentándose, aterrorizados por el furioso huracán que levanta las olas y con ellas los cuerpos de los ahogados. Algunos se tapan los oídos y se cubren los ojos para borrar la violencia del viento, lluvia y truenos que agitan el aire oscuro; otros pierden la razón, incapaces de soportar semejante tortura, matándose a ellos mismos, arrojándose desde crestas o arrecifes o tratando de estrangularse con sus propias manos, mientras que otros toman sus hijos y los matan, en tanto las madres sacuden sus puños hacia el cielo y aúllan maldiciones a los dioses.

Ese Diluvio Universal, su visión particular del Apocalipsis, era el reflejo del futuro que llegaría tarde o temprano. Un futuro sin Draadan.
Fue el periodo más oscuro de su madurez. Su estudio, más un laboratorio que otra cosa, era un batiburrillo de botes, redomas, sustancias de naturaleza dudosa, espejos y lentes, en especial las extravagantes gafas azules que solían coronar su nariz. Con tal despliegue de artefactos, ya fueran para aprovechar la energía solar u observar el cielo —como si quisiera buscar la pirámide entre los planetas—, parecía un alquimista clásico en busca de su piedra filosofal. Y, cuando no se ocupaba de tales materias, se perdía en sus salas de disección o se traía a hurtadillas algún órgano cuyo estudio desease ampliar. No fue extraño que un asistente descontento lo acusara de nigromancia ante la autoridad eclesiástica, reproduciendo así el angustioso episodio de su juventud. Pero Leonardo no era ya un joven don nadie sin recursos: su fama lo precedía, su protector era hermano del Papa... y Draadan jamás permitiría que le ocurriese nada. Todo se saldó con una advertencia y el abandono del depósito de cadáveres. Los estudios de anatomía y las jornadas en la oscuridad del laboratorio cesaron.
Una noche ante su última reliquia —un corazón perfectamente conservado— y, en medio de una exposición sobre el mecanismo de bombeo, observó su delicada estructura con nuevos ojos. ¿Cómo se podría describir este corazón con palabras sin llenar todo un libro?, razonó. Imposible. Es mucho más que un músculo del tamaño de un puño, es el motor de la sangre y una maravillosa prueba de que la belleza adopta muchas formas. Es el órgano delator que palpita con fuerza cuando estás enamorado. Es una metáfora... de la vida. Giró la cabeza, movido por una súbita inspiración, y dio con la que era la fuente de sus latidos, Draadan.
Comprendió entonces que las madrugadas en vela y las preocupaciones por el porvenir eran horas perdidas que nadie le devolvería. Después de reprocharle justo eso al navegante, ¿repetiría su error? Saltar a sus brazos, pasear las manos por su piel, besarlo con furia... Ese era el futuro con el que iba a llenar el resto de sus años. Y no iba a hallar mejor marco que Roma, la Ciudad, para empezar a disfrutarlo.
Como parte de sus nuevos propósitos, desenterró una tabla de su pila de obras iniciadas y continuó el esbozo de un San Juan concebido hacía tiempo. El orgulloso Salaì reclamó ser el modelo, y no tuvo que insistir mucho: su atractivo andrógino seguía conservando la intensidad de la adolescencia. Lo que el descarado demonio no sabía era que su maestro llegaba mucho más allá; su imagen, transformada con unos toques de ámbar en los iris, le servía para inmortalizar la del único hombre del que había llegado a enamorarse. Tú tienes tus aros y tu viejo cincel, yo tendré tu rostro. Y así era. La inconfundible sonrisa y el dedo señalando al cielo seguían siendo la marca de la casa, pero el resto le pertenecía a él, con toda su belleza y sensualidad, tal cual había aprendido a idealizarlas en décadas de contemplación.
Quizá demasiada sensualidad. Había algo carnal en el santo que excedía las convenciones de su siglo, como también lo había en una versión posterior mucho más explícita. Navekhen murmuraba, ante quien quisiera escucharlo, que más semejaba un dios griego con tendencia al hedonismo que un venerable asceta. Y no dejaba de tener razón, sobre todo porque conocía el secreto de las noches ardientes que, ocultas tras el velo de visores desconectados, eran la semilla de ese estado de ánimo. Cien, doscientos o quinientos años, Draadan nunca dejaba de ser Draadan.
Muchos criticaron esta extravagancia de un maestro Da Vinci —messer, lo llamaban allí— que casi no aceptaba encargos, escudándose tras la edad y una pretendida parálisis del brazo. Roma se quedaría sin su Última Cena y sin su versión particular de la batalla de Anghiari, y él, sin su gloria. Poco le importaba ya; le bastaba con disfrutar de su tiempo y con la alegría de saber que sus cuadros eran suyos al cien por cien, sin la intervención de ningún Primer Ingeniero manipulador. No escondían nada, salvo deseo.




Después de una de esas noches ardientes, Draadan se levantó a vagabundear por la habitación atestada. Era raro que fuese Leonardo quien se quedase dormido, pero llevaba días sin hacerlo y su organismo terráqueo había acabado por ceder. El navegante curioseó entre los papeles del escritorio, hizo funcionar una polvorienta maqueta que expelía una lámina de agua en horizontal, se limpió las manos húmedas en una capa de Salaì... Finalmente, hundió la nariz en un armario desvencijado, y allí, entre un colgador de paños y varios paneles decrépitos, encontró una obra en progreso que le heló la sangre. Representaba una dama con el velo típico de las casadas, los labios arqueados en un gesto inescrutable, la figura serena, sentada ante el bosquejo de un paisaje desconocido...
Ha vuelto a mí, Draadan. —Leonardo se deslizó tras él y suspiró—. El cuadro que... se desvaneció sin dejar rastro.
¿Cuándo...?
Lo empecé hace tiempo. Por más que me resista, a veces vengo aquí, tomo los pinceles y al día siguiente noto que he avanzado.
¿Lo ha visto alguien? —El tono de Draadan era cortante.
Giacomo lo descubrió. Tuve que decirle que era un encargo realizado por mediación de Giuliano de' Medici, para la esposa de un...
Maldita sea. —Cubrió la pintura con un trapo—. Si preguntan, les dirás que no has continuado el proyecto. Y, si vuelves a sentir el impulso de recomenzarlo, me lo dirás cuanto antes.
Draadan... —Leonardo aferró el antebrazo de su compañero—. Cuando lo revisaste, sacaste a la luz algo importante, ¿verdad? ¿Qué era?
Nada de lo que debas preocuparte. Tú solo haz lo que te pido, ¿de acuerdo?
Pero...
Por favor, si confías en mí, no me hagas preguntas y olvídalo. Entierra esta idea en lo más profundo de tu mente, no dejes que aflore. Por favor.
Había tanta urgencia en aquel doble ruego que Leonardo sintió una punzada en el pecho. Apartó la mano. Draadan aprovechó el mudo consentimiento para verificar la falta de conexión con la pirámide, cargar la obra bajo el brazo y marcharse a toda prisa.





Durante sus largos años de servicio, el supervisor siempre había sido el experto rastreador, la parte vigilante, y se sentía relativamente seguro en su papel de conspirador. Se habría sorprendido mucho al saber que, por una vez, era él quien estaba en el punto de mira.
Una sombra abandonó su escondrijo y corrió a un lugar discreto antes de triangular de vuelta a la nave. Se llevaba consigo impresiones del cuadro y el diálogo, junto con una idea bastante precisa de lo que acababa de suceder en la habitación.



***



El león autómata era una maravilla mecánica con carcasa reluciente y entrañas de ruedas dentadas. Al accionar su resorte, se deslizaba con suavidad felina sobre sus garras, abriendo y cerrando las fauces para lucir unos colmillos temibles; después, terminado su recorrido, se alzaba sobre las patas traseras en lo que parecía ser una pose intimidatoria. Pero no era tal, pues el pecho se le abría de par en par para rendir su contenido, entre una oleada de aplausos. Y dentro de la bestia no latía un corazón metálico, sino un ramo de lirios: poético contraste entre la ferocidad animada y la delicadeza.
El león era uno de los viejos símbolos que representaban Florencia; Lyon, la ciudad testigo de su debut; los lirios, la encarnación de la flor de lis que ornaba el escudo de la casa real francesa; y Francisco I, rey de Francia, el destinatario del regalo con el que Giuliano de' Medici declaraba la alianza entre sus respectivos territorios. Sin olvidar, por supuesto, que el noble animal también hacía referencia al nombre de su creador, encadenando así una de esas series de juegos de palabras que tanto lo divertían.
Así, a distancia, fue la presentación del artista florentino al monarca galo. El encuentro en directo no se produjo hasta varios meses más tarde, en Bolonia, aunque Leonardo llevaba ya la mejor carta de recomendación, dado que el padre del rey, el difunto Luis XII, había sido un entusiasta de Leonardo. Su hijo Francisco había heredado sus gustos. Desde el primer momento se deshizo en alabanzas al artista, envidió la suerte de su aliado florentino al contar con sus servicios y lo invitó a visitarlo en Francia cuando le complaciese, lugar donde «jamás le faltaría un sitio donde brillar». Él se lo agradeció con la mayor de las satisfacciones, asegurando que la única razón por la que no aceptaba el ofrecimiento era la fidelidad debida a su protector.
Admiración, sosiego y amor; la vida le sonreía. Además, el espíritu de Eal se había adormecido por el momento y el incidente con el cuadro no traía consecuencias. Volvía a respirar tranquilo.
Pero estaba equivocado. Tanto él como Draadan ignoraban que otro navegante había sorprendido su conspiración y protagonizaba su particular acto de rebeldía: Neudan.
Al joven le habría resultado difícil explicar las razones por las que había empezado a vigilar a su colega de nivel: celos, revancha, sentido del deber... Quizá solo se trataba de una corazonada, no lo sabía. Lo cierto era que, desde el descubrimiento de la fuente de dlanda, el secretismo de Draadan con Leonardo había dejado de parecerle un simple deseo de ocultar su idilio, y ese cuadro desaparecido no era sino la confirmación de sus sospechas. Ahora bien, una cosa era encubrir a una pareja y otra muy distinta pasar por alto pruebas destruidas, sobre todo cuando...
Había algo familiar en aquel retrato. Conservaba una captura de imagen del mismo y su certeza crecía cada vez que la miraba, aunque no era capaz de concretar el motivo. Porque él no conocía a la mujer, o eso creía; sus facciones, tan típicas de la época, no pertenecían a nadie del entorno del artista. Era preciso acometer una búsqueda entre los registros del piramidión, y realizarla de manera que no delatase sus intenciones. Por ilícitos que fueran los manejos de Draadan, no deseaba perjudicar a Leonardo.
Saludos, Simakhen-dabb —se presentó ante la vigía—. Hoy tengo algo de tiempo libre y he pensado hacer una revisión cronológica de las grabaciones terráqueas relativas a Eal. ¿Puedes asignarme una pantalla?
Algo de tiempo libre... Espero que tengas un par de traslaciones, si pretendes verlas todas. Te daré acceso, siempre que no me pidas soporte técnico. Arakhen descansa y yo estoy sola.
No te molestaré en lo más mínimo —aseguró. De hecho, había elegido el periodo de descanso aposta para tener un único par de ojos clavados en la nuca—. Ah, y te ruego que no les digas a mis compañeros dónde estoy, siempre se burlan cuando me busco trabajo por mi cuenta. Te deberé una.
Ocupó el compartimento que le indicaron y desplegó los archivos en su visor. Sin introducir la imagen de la mujer del cuadro en los parámetros de búsqueda, la tarea sería tediosa, pero no tenía elección; no debía dejar pruebas en el sistema. Empezó reproduciendo grabaciones del entorno de Leonardo en los días anteriores y posteriores al descubrimiento del cuadro. No distinguió ninguna dama similar a la representada, así que intentó establecer una fecha probable para esa primera versión que el pintor, supuestamente, había ejecutado. Después de un largo periodo de examen visual sin resultados, decidió rendirse y dar por concluida la jornada. Prefería dosificarse para no levantar suspicacias.
En la temporada que siguió, la figura de Neudan se hizo habitual en el recinto del piramidión. Sus dos compañeros habituales lo echaron de menos en los momentos de ocio, en especial Navekhen, que se quedó sin compinche en su afición de seleccionar tabernas para beber a lo largo y ancho del mundo. A diferencia de Draadan, quien pasaba todo su tiempo con Leonardo, él sí estaba en condiciones de notar la alteración de sus costumbres, pero, para alivio de Neudan, no hacía comentarios. Al menos, por el momento.
Las mujeres con las que el florentino había tenido contacto directo fueron pronto descartadas. Las siguieron las emparentadas con sus clientes y colegas, con sus ayudantes... La criba entre cualquier fémina que se hubiese movido en su ambiente siguió sin arrojar fruto, hasta el punto de que el navegante se obsesionó con una búsqueda que se le antojaba casi absurda. Y, sin embargo, aquel rostro poseía un influjo tan fuerte sobre él... Había algo en aquellos ojos y en aquella sonrisa que lo impulsaba a seguir buscando, en lugar de dejarlo por imposible. Era la eterna revelación en la punta de la lengua, la verdad que se le escurría sin cesar entre los dedos.
Y al fin, tras días y días de visionado fanático, ella apareció.




El polvo recubría el altar y los ornamentos de una capillita perteneciente a una iglesia cercana a la Piazza della Signoria. Los miembros de la familia debían haber fallecido hacía mucho, a juzgar por la dejadez. No era nada del otro mundo; el típico alarde devoto de algún rico comerciante que se había comprado un rincón en suelo consagrado y cuya fortuna, o la de sus descendientes, había venido a menos. A ojos de un entendido, la única pieza digna de consideración era un pequeño cuadro que representaba al arcángel San Miguel, salido del que fuera el eminente estudio del maestro Verrocchio. Los cabellos rubios, las facciones delicadas... Pocos habrían sido capaces de identificar los rasgos de quien una vez le sirviera de modelo.
Neudan tomó asiento en los bancos de madera y estudió la obra con detenimiento. Luego se sirvió de su invisibilidad para aproximarse y descolgarla, no sin cerciorarse de que nadie lo observaba. La pintura ajada mostraba aún la gracia del Leonardo de menos de veinte años, aunque poco más; no había sorpresas ni mensajes ocultos en su superficie, ni en el marco, ni en el reverso de la tabla. Y, según la estratificadora había indicado —Draadan no era el único tripulante con el descaro necesario para usarla de tapadillo— tampoco entre sus capas de pigmento. Nada extraordinario, dado que la mano de Da Vinci apenas había aplicado unas pinceladas sueltas en el trabajo de su maestro. Neudan dedicó una última mirada al cuadro y lo devolvió a la pared, donde continuaría apuntando al cielo con su dedo índice quién sabría por cuántos años más.
Si lo pensaba, era un gesto tan expresivo y con tanto sentido... ¿Cuántas obras lo habían reproducido, y cuántas habían guardado secretos? El ángel de la Adoración, el apóstol de la Cena, el San Juan Bautista... Ese impulso a señalar arriba, ¿no era una provocación? Y allí estaba la semilla de todos ellos, en un soporte que, a diferencia de los otros, no desvelaba más misterios. O así habría sido, de no ser por lo que descubrió en las grabaciones de la iglesia realizadas durante las semanas siguientes a la colocación del cuadro.
La capilla era poco concurrida por aquel entonces, si bien la incorporación del San Miguel había atraído a unos cuantos fieles hacia sus bancos. Entre ellos se contaban parientes lejanos de su patrocinador, ancianas, religiosos y alguna que otra dama. Una, en concreto, repitió visita en la primera quincena. Era la típica señora respetable, con ropajes de casada o de viuda joven y un modesto velo que cubría sus cabellos. En ambas ocasiones ocupó el mismo asiento que Neudan, contempló la pintura y se marchó sin girarse siquiera hacia el altar mayor; sin disparar, de hecho, la alarma de los vigías o de Draadan. ¿Por qué debería haberlo hecho? Nada la distinguía de muchas otras en Florencia.
Excepto que era el modelo indiscutible de la mujer del cuadro pintado por Leonardo, fiel en todos los detalles.
Nada en las palabras del artista sugería que la conociese. Ninguna de las acciones del supervisor implicaba una búsqueda de la mujer. ¿Era su misión particular sacarla a la luz, pensaba Neudan? Porque, perdida la ilusión de un amor en la Tierra, no le quedaba otro anhelo más que esclarecer su historia con Eal. Un amor en la Tierra... Como si él, asesinado por su propio amante —o eso decían—, pudiera ser el objeto de algún afecto...
Sí, localizar a la dama habría de convertirse en la distracción de sus tormentos particulares. Simplemente eso, dejando para más adelante la responsabilidad de determinar qué hacer con sus averiguaciones. El problema estaba en que la península itálica era un coto de caza enorme para un solo conspirador. Tendría que seguir vigilando a su amigo terráqueo, ver hasta dónde llegaba el espíritu de Eal.
Lejos, presumía que muy lejos.



***



Mientras Neudan perseguía una imagen en secreto, Leonardo se dejaba llevar por el lado mundano de la vida. Todavía sopesaba la oferta de Francisco I, aunque desde la estabilidad de su posición. Él amaba su tierra; desde la soleada Toscana a la fría Milán, siempre había hallado belleza en sus gentes, sus piedras y paisajes. El único lastre que había ensombrecido su carrera era la necesidad de trabajar en proyectos poco gratificantes, guiado por patronos que no sabían apreciar lo que albergaba su cabeza. Y he aquí que, a sus sesenta y cuatro años, un monarca le abría los brazos y lo invitaba a usar sus días como bien le apeteciese, con la certeza de contar con su protección y el simple deber de ser él mismo. El gesto significaba mucho, aun viniendo de un extranjero y no de sus paisanos.
Por eso consideró la muerte de su protector, Giuliano de' Medici, una señal que lo empujaba hacia el camino correcto. Ninguna deuda de gratitud lo ataba ya a Roma, era libre de descubrir nuevos territorios. Y así, a finales del verano de 1516, Leonardo partió junto con sus queridos Salaì y Cecho hacia tierras francesas. Se quedó el primero en Milán por una temporada, al cuidado del viñedo, con la promesa de que se reencontrarían más tarde. Aunque al maestro le dolía el desapego creciente de su protegido, entendía también que nunca podría darle toda la atención que el exigía, y que le iba llegando la hora de volar en solitario. Por suerte para Leonardo, Cecho era tan eficiente y devoto que se bastaba para gestionar todos sus asuntos.
No faltó la compañía incondicional de Draadan y el resto de la tripulación. Shaal, en concreto, había seguido el nuevo peregrinaje con la actitud despótica de quien veía agotada su paciencia. Y no era para menos: las reservas de combustible habían llegado a un punto crítico. Pronto tendrían que elegir entre despegar a ciegas, en un intento desesperado de alcanzar el yacimiento más próximo, o quedarse varados en la atmósfera terrestre, igual que sus parientes de la otra pirámide.
Algo que el Primer Biólogo no estaba dispuesto a permitir.




 




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