Y
dio comienzo la etapa más dulce de la vida adulta de Leonardo; una
época que vio relegar las preocupaciones a un segundo plano, en la
que su curiosidad fue eclipsada por pura y simple felicidad. Ya
conocía la pasión que se ocultaba a quienes no conocían al
auténtico Draadan. Ahora bien, esos otros momentos de confidencias o
charlas ligeras, esos paseos reales y virtuales por nuevos y viejos
rincones... Eran ciertas, pensaba, las cursilerías que afirmaban los
enamorados: las obras de la creación eran más bellas, el sol
brillaba con más fuerza y el cielo estaba más próximo. Y, aunque
no le apetecía perder horas valiosas en plasmar esos recién
descubiertos colores para cantar su dicha al mundo, los allegados no
dejaron de notar el aumento de sus sonrisas espontáneas y sus
escapadas en busca de soledad.
El
día que Draadan le mostró sus habitaciones en la pirámide fue de
especial trascendencia para él. Se resistió mucho, al principio.
¿Era prudente contaminar su mentalidad terráquea con más prodigios
prohibidos, sabiendo que siempre quedarían fuera de su alcance? Pero
la tentación era demasiado fuerte, y visitar el que había sido el
entorno del navegante durante más de cinco siglos le ayudaría a
sentir que compartían otro pedazo de preciosa intimidad. Draadan le
ahorró los pasillos —el Vértice no permitía, de todas formas,
una exposición excesiva de la nave— y lo condujo a través de un
recibidor vacío de paredes violáceas y suelo iluminado, una
estancia austera con una cámara de descanso, y un salón cuyo mayor
lujo era el enorme ventanal que mostraba el exterior. Leonardo se
quedó pegado a él un largo rato, quizá porque no había otros
objetos que lo distrajeran. El ocupante de tales aposentos no
atesoraba cuadros, recuerdos o prendas; no a la vista, al menos.
Draadan es siempre Draadan,
razonó, con una pizca de picardía. Un
exterior ordenado e impecable que esconde lo esencial en algún lugar
secreto. ¿Se lo mostrará a muchos? No, sé que no lo hace. Hay que
ganarse la entrada, y yo debería estar orgulloso de estar tan cerca,
tan adentro... Poco más pudo meditar
cuando el objeto de sus reflexiones lo tomó por la cintura y lo
condujo hacia un lecho de insólita cúpula abatible.
Draadan
era un amante exigente y, a la vez, entregado.
Aunque no
eran conscientes de ello, ambos consumaban así sus sueños lascivos
de arrastrarse a sus sacrosantos dormitorios y dar rienda suelta a lo
que no deseaban experimentar con nadie más. Aquí
empiezan a revelarse esas entrañas que oculta con tanto celo. El
amor de Draadan es mudo y, a un tiempo, lo dice todo con un simple
gesto. No impone límites ni se guarda nada para sí. Y es justo por
eso que lo entrega en tan contadas ocasiones. Leonardo
sintió en su carne el compromiso que suponía aquel gozo. Su cuerpo,
su corazón... Supo al instante que Draadan le daría cualquier cosa
que le pidiese.
La
eterna inquietud del artista lo llevó, más tarde, a echar una nueva
ojeada por los dominios de su compañero. Aquí y allá veía luces
parpadeantes, escuchaba algún que otro zumbido, tropezaba con uno o
dos objetos que no sabía identificar..., pero no hallaba esos
pequeños detalles personales propios de todo espacio habitado.
Movido por una repentina inspiración, se detuvo ante una especie de
panel en la pared, sin marcas ni tiradores. La sección de muro no se
desplazó por más que presionara o tratase de encajar las uñas. Fue
la mano de Draadan, materializado a sus espaldas, la que finalmente
obró el milagro y descubrió un armario al posarse en su superficie;
el florentino intuyó que existía un mecanismo capaz de reconocer el
contacto de su propietario. Y dentro, como por arte de magia,
aparecieron más pedazos de ese rompecabezas que componía la esencia
del navegante. El vaticinio de Leonardo sobre secretos revelados
volvía a cumplirse.
Un
aparato con una pantalla similar a los visores que usaban en la
Tierra. Una vieja prenda de abrigo, envuelta en una funda de tejido
extraño. Dos aros brillantes sobre un cojín vegetal. Una
herramienta de metal oxidado, aún puntiaguda, en una bandeja de
piedra. Estas, y otras cosas, se alineaban en unos estantes que les
habían servido de altares desde el cielo sabía cuántos años.
Leonardo paseó la vista por todas ellas, ansioso por conocer sus
historias aunque temeroso de preguntar.
—Ella
tallaba estelas de piedra que glosaban las vidas de los héroes y
heroínas de su tierra —se anticipó Draadan—. Tenía mucho
talento. No como el tuyo, pero lo bastante para sumergirte en sus
hazañas sin necesidad de usar una sola frase. Me utilizó de modelo
a traición. Para representar, hum, a un villano al que descabezaban.
—Sopesó la herramienta oxidada, un cincel.
—Haciendo
amigos con tu encanto habitual, ¿eh? —Leonardo sonrió.
—Me
agrada rodearme de deslenguados. Era obstinada y susceptible. Le
gustaba discutir, hacerme entender que no dependía de ningún
hombre, rechazar mis regalos..., pero también hablar y reír
conmigo. Y no, nunca llegó a cortarme nada en la vida real.
—Debiste
quererla mucho —susurró el artista. El cariño en la voz de su
compañero era genuino.
—Creo
que ella debió quererme aún más. Nunca le di su mayor deseo, una
hija que la sucediera, y, pese a todo, no buscó en otro lugar. Su
arte murió con ella.
—El
arte no muere, permanece. Y los mayores deseos pueden cambiar con los
años. Sé que lo hacen.
Draadan
dejó escapar un suspiro casi imperceptible y devolvió el objeto a
su lugar. Su atención pasó a los aros.
—El
nombre de él significaba gran
ola,
en su lengua —continuó, haciéndolos girar bajo las yemas de los
dedos—. Era pescador de gemas: se sumergía, con una vejiga llena
de aire, en pasillos submarinos cubiertos de plantas que brillaban en
la oscuridad, y desenterraba piedras preciosas del fondo. En vez de
combustible para nuestra nave, el objeto de nuestra visita a su...
hogar, saqué a flote al chico más similar a un animal acuático que
había visto en mi vida. Y al más guapo. Estas piezas de metal eran
el símbolo de las uniones en su cultura. Cómo relucía el aro en su
rostro, bañado por la luz de las estrellas... Durante años llevé
yo el mío en mi propia ceja, indiferente a las directivas sobre
indumentaria de la nave. Hasta que...
La
cálida mano de Leonardo presionó sobre la de Draadan. ¿Para qué
continuar la frase, cuando los dos conocían la conclusión? Y sería
igual que la suya.
Pero
no ahora, ni aquí.
—Vaya,
no tienes nada mío —observó, con un tono más festivo—. Nada
que me hayas birlado a mis espaldas, para que yo pueda vanagloriarme
como un pavo real de las pasiones que levanto.
—Eso
no es cierto, sí tengo algo.
Draadan
lo apretó entre sus brazos con fuerza.
***
Llegó
un momento en el que Leonardo hubo de recuperar su máscara de
asceta. Y no era que, a su edad, le importase la opinión de la
gente, ni mucho menos: lo que pretendía era salvaguardar la
reputación de Draadan ante sus superiores. La tarea era casi
imposible, en especial porque aquel a quien quería defender no se
tomaba muy bien sus sugerencias, pero tenía que intentarlo. Si había
que limitar en cierta medida sus horas juntos, si era preciso no
abusar de los cortes de comunicación con los vigías..., él haría
que mereciese la pena.
Ahora
bien, una cosa era ocultarse de un sistema de vigilancia y otra muy
diferente pretender embaucar a un par de compañeros que siempre
estaban allí. Las miradas de Navekhen, sin ir más lejos, ya
alcanzaban a sus discursos en cuanto al nivel de sarcasmo, y sus
conversaciones sobre sexo con Leonardo habrían conseguido hacer
enrojecer a una prostituta de cincuenta y cinco años. No obstante,
él no era el auténtico problema; por mucho que a Draadan le
fastidiasen sus tomaduras de pelo, sabía que jamás lo perjudicaría
ante sus camaradas. Era Neudan, igual a él en rango y con razones
para querer desquitarse por décadas de reproches, quien lo
preocupaba. Si ya estaba al tanto de su inapropiado enamoramiento —y
no le faltaban motivos para sentir celos—, ¿por qué no ponía a
Shaal al tanto de todo? Después de la desastrosa forma en la que se
había conducido durante su última relación, no le cabía duda de
que el Primer Biólogo tomaría cartas en el asunto.
Fue
durante una de sus inspecciones rutinarias cuando se decidió a
abordar a su colega. Ya no acostumbraba a realizarlas solo, sobre
todo desde que Navekhen descubriera lo laxo que se había vuelto con
la purga de los manuscritos de Leonardo, salpicados con la ocasional
nota o dibujo de las maravillas contempladas en la pirámide. Después
de que Neudan mutilase varias páginas de apuntes comprometedores,
Draadan se acercó a él y le dijo:
—Has
arrancado un capítulo inofensivo entero porque contenía un diminuto
bosquejo de un teclado. No los hace aposta. A veces, cuando medita,
sus dedos se mueven por su cuenta.
—Ya
sé que no los hace aposta. ¿Crees que me divierte jugar a ser
censor y destruir su trabajo? El problema es que tenemos órdenes,
órdenes estrictas, y ya que tú no eres tan escrupuloso en su
cumplimiento como solías, la tarea recae en Navekhen y en mí.
—Si
hay algo que quieras decirme sobre todo esto, no te andes con rodeos.
Llevas no sé cuánto tiempo sin hablar claro, y... —Rozó su visor
y se lo retiró—. Se trata de lo que hay entre nosotros, ¿cierto?
¿Planeas algún tipo de represalia por no haberte apoyado en el
pasado? Lo dañarías a él, Neudan. Yo puedo aguantar lo que sea,
pero Leonardo no es responsable de nada. Si queda en ti algo de la
rectitud que antes te caracterizaba...
—Cierra
tu maldita boca antes de que me enfurezca. Ya no soy un crío recién
salido de la cápsula de regeneración. Dañar a Leonardo... Y que
tú, precisamente tú, te atrevas a acusarme de tal cosa... ¿Alguna
vez me has visto hacer algo semejante? ¿Por quién me tomas?
—Yo...
—Neudan experimentó un breve instante de triunfo. No era sencillo
dejar al supervisor sin palabras.
—No,
no es responsable de nada, ni siquiera de encapricharse de un
impresentable de tu nivel. Esa es, más bien, su desgracia.
—En
puridad, no podría reprocharte que intentases presentar un informe
completo de lo que sucede aquí abajo. —La voz del supervisor
sonaba igual que un graznido—. Son las... circunstancias especiales
las que me impulsan a pedirte que no...
—Te
he dicho que lo dejes, no seré yo quien se lo cuente. Esto te
parecerá insólito, Draadan, pero creo que a nadie debe importarle a
quién ama cada uno.
El
firme alegato era también un reproche a la actitud de Draadan sobre
su relación con Eal, y este no dejó de percibirlo. En cuanto Neudan
abandonó la habitación, victorioso por una vez, se dejó caer en
una silla destartalada, preguntándose cuándo habían cambiado las
tornas con el crío irresponsable que ahora le daba lecciones sobre
moral. Leonardo le habría dicho —lo oía con claridad en su mente—
que el amor arrebataba parte de la racionalidad, que era inevitable y
que, a pesar de ello, merecía la pena. Sacudió la cabeza.
Continuó
la inspección sin ayuda. En el rincón más abarrotado de la
estancia, oculto entre viejas tablas y lienzos, halló el retrato de
una dama. Llevaba el velo típico de las casadas, arqueaba los labios
de una manera inescrutable, y su figura serena, sentada ante un
paisaje desconocido, parecía mirarlo directamente a los ojos. No
reconocía a aquella mujer que jamás había posado para el artista,
de eso estaba seguro, mas sí la típica sonrisa y las
particularidades del cuadro: debía ser fruto de los manejos de Eal.
Lo contempló un largo rato, inspirado por una inquietante
premonición de desastre inminente. Luego lo devolvió a su
escondrijo, aún más profundo entre las capas de trastos inútiles,
y se cercioró de que la transmisión continuase interrumpida. No
sabia bien por qué, pero necesitaba impedir que la obra fuese
sometida a los procedimientos habituales.
Aprovechó
un día propicio para regresar en solitario y realizar una inspección
furtiva con la versión portátil de la cámara estratificadora. Se
arriesgaba muchísimo con semejante violación del protocolo, aunque
siempre podría presentar los resultados después y aducir que había
olvidado informar a los ingenieros de la prueba. Mientras accionaba
el aparato rogaba para que el cuadro no contuviese nada, o bien un
simple esquema de mejora del motor, o quizá un mensaje de burla;
cualquier cosa antes que ver cómo se materializaban sus temores.
Cuando concluyó el examen y la pantalla le mostró lo que había
allí, palideció.
Segundos
más tarde, un Draadan ansioso empezó a programar su equipo
electrónico para que se borrase hasta el último dato del examen.
Decidido a no dejar nada al azar ni a las habilidades de los
ingenieros, superiores a las suyas, destrozó incluso el terminal
donde había visualizado los registros. Después lo recogió todo,
eliminó las pruebas de su incursión y corrió a devolver los
aparatos al almacén. Por fortuna, nadie se cruzó en su camino.
Finalmente
regresó a la Tierra, recuperó el cuadro de la dama del velo y la
peculiar sonrisa y lo arrojó al fuego. Y allí permaneció, sin
apartar la vista ni un instante, hasta que quedó reducido a cenizas.
Habría
sido un prodigio que Leonardo no mostrase su faceta curiosa respecto
a cualquiera de sus creaciones, y Draadan, consciente de ello, se
anticipó a su interrogatorio y le preguntó si alguien había visto
el retrato o conocía su existencia. Al obtener una respuesta
negativa, respiró aliviado, lo tomó por los hombros y le hizo jurar
que no hablaría a nadie del mismo. En pocas ocasiones mostraba el
navegante su rostro más grave; poco le costó al artista tomárselo
en serio y ceder a la petición.
No
llegó a preguntar qué había sido de la tabla. La renuncia era
grande, pues, poseído o no por el espíritu de Eal, sus manos habían
realizado en ella un trabajo del que se sentía orgulloso, y le
habría gustado disponer de más tiempo para mejorarlo y usarlo como
material de aprendizaje. Con todo, no pensó siquiera en mencionar el
asunto.
Confiaba
en Draadan con esa fe que solo el amor confería. Ese amor que
arrebataba parte de la racionalidad pero que, a pesar de todo, tanto
merecía la pena.
***
Cuando
los ahorros empezaron a escasear y sus asistentes, Salaì el primero,
expusieron a las claras su descontento por tener que vivir con
estrecheces, Leonardo comprendió que no podía seguir eludiendo sus
deberes. La nueva comisión llegó en el momento crítico: la
Signoria, interesada en decorar la Sala del Maggiore Consiglio de su
centro de gobierno, le encomendó un fresco monumental que
representaría un episodio glorioso de la historia de la ciudad, la
batalla de Anghiari. En aquel otoño de 1503, el maestro, Zoroastro y
Salaì se trasladaron a un alojamiento más digno, el monasterio de
Santa Maria Novella, y ocuparon una sala para trabajar en el
gigantesco cartón. Más espacio significaba más privacidad para los
encuentros del artista y, aunque lamentó disponer de menos horas
para sí mismo, terminó acostumbrándose al cambio de escenario.
Durante días y días se afanó en realizar estudios sobre la mejor
manera de representar la contienda, trazó decenas de poses de
soldados enzarzados en la lucha, abocetó cientos de dinámicas
expresiones faciales. Materializaba así la experiencia adquirida
observando campos de batalla, con el atractivo añadido de la
novedad.
Como
era de esperar, los estudios y el cartón se demoraron mucho más de
lo estipulado. A esas actividades se sumó, además, un proyecto para
desviar el curso del río Arno que requería sus conocimientos de
ingeniería. A resultas de todo ello, 1504 transcurrió sin que
posara un pincel en el muro de la sala. Lo que sí sucedió en esos
meses fue que la Signoria, interesada en ampliar el catálogo de
maestros trabajando entre sus muros, encargó a Michelangelo
Buonarroti un nuevo mural sobre otra famosa batalla, la de Cascina.
La decisión no fue casual, sino una maniobra estudiada para
aprovechar su fama y rivalidad; Leonardo debería compartir la
estancia con el arisco escultor.
Los
roces entre ambos eran la comidilla de Florencia, sobre todo desde
que, a principios de año, Leonardo formase parte de la comisión de
artistas consultados para buscar un emplazamiento digno a la
escultura del David.
Su consejo de colocarla bajo techo —para resguardarla de las
inclemencias o, según insinuaban los perversos, para que no
estorbase el paso— chocó con los deseos de su creador, que la
prefería en un lugar público donde todos pudiesen disfrutarla. Al
final se impuso Buonarroti, aunque eso no impidió que se tomase el
criterio de Leonardo como un intento de oscurecer sus méritos
ocultándolos a la vista. Creció la animadversión del artista más
joven hacia el más veterano, hasta el punto de que llegó a usar su
fracaso al fundir la estatua ecuestre de Francesco Sforza para
humillarlo, en venganza por su desprecio al oficio de escultor.
Y
era bien cierto que Leonardo siempre había considerado el martillo y
el cincel herramientas más propias de artesanos, pero también lo
era que sentía admiración por ese David surgido del mármol que iba
a ornar la Piazza della Signoria. Tenía una pizca de él, estaba
seguro, y había aprendido a apreciar la heroica fisionomía que
tanto le recordaba a Raffaello y a Draadan. Sus dedos lo habían
traicionado, incluso, realizando algunos esbozos de la figura en
rincones perdidos de sus cuadernos. Aunque jamás los habría
mostrado voluntariamente —la rivalidad subsistía, después de
todo—, servían para que Navekhen dejase caer algunos de esos
comentarios jocosos que nadie le pedía.
Trabajar
bajo el mismo techo que Buonarroti no entraba en los planes ideales
del artista, quien detestaba las confrontaciones. El fallecimiento de
su padre, el nueve de julio, acabó con la poca determinación que le
quedaba. Uno de sus últimos lazos con el mundo se había deshecho.
Anhelaba un poco de aire fresco, y fue Draadan quien le sugirió
visitar a su tío Francesco en Vinci. La tierra de su niñez, los
recuerdos de la única época sencilla de una vida azarosa, servirían
para restablecer un pedazo, al menos, de esa paz perdida. Y lo
mantendrían alejado de la pintura.
Las
jornadas estivales se tiñeron con la claridad típica de la campiña
toscana. Ayudó a cuidar los viñedos de su tío, recorrió los
inmutables paisajes que rodeaban el pueblo, contempló el amanecer
con cierto comerciante español
llamado Daniele... No llegó a tocar un pincel, y apenas una pluma.
Contrastando con ese paréntesis de serena ociosidad, Buonarroti se
sumergía en el cartón de su mural, la batalla de Cascina. En su
versión, un grupo de soldados, sorprendidos por el enemigo en medio
del baño, reaccionaban con alarma al ataque por sorpresa. Una masa
de cuerpos desnudos y vigorosos, luciendo sus formas en las más
dinámicas posiciones... Aun siendo una escena bélica, ensalzaba el
tipo de belleza que el artista más apreciaba. Las malas lenguas
murmuraban que en la Signoria se había alzado más de una ceja ante
semejante despliegue carnal. Murmuraban asimismo que el famoso
maestro del desnudo masculino no se habría dignado a aceptar la
comisión si hubiera tenido que pintar a sus soldados vestidos.
Su
trabajo prosiguió durante el resto del año, hasta que de nuevo fue
llamado a Roma por el Papa. Y, ya fuese casualidad u oportunidad,
Leonardo eligió esas fechas para reemprender el suyo, detenido en la
fase de trasladar el cartón al muro. La tranquilidad de saber que el
huraño escultor se hallaba lejos y podría pintar en paz lo animó a
trazar las primeras figuras, guerreros a lomos de sus queridos
caballos. Como ocurría en cada ocasión, los mirones se
multiplicaron y circularon las copias. Y, de la misma manera, y para
horror de la Signoria, el horario laboral del maestro se fue
reduciendo hasta que perdió todo interés en el proyecto. ¿Se
debía, tal vez, al hecho de que Buonarroti no mostraba señales de
volver? ¿Perdido el espíritu competitivo, la empresa había dejado
de tener sentido? Leonardo no lo sabía. En aquella etapa dispersa,
en la cual solo le apetecía someterse a una
atadura, quedaba fuera de sus planes pasarse meses ante una pared.
1505
fue su año de cielo y alas, en muchos sentidos. Por entonces conoció
al joven artista Raffaello Sanzio —su nombre ya le inspiraba
simpatía y nostalgia—, cuya amistad conservó durante muchos años.
Fue también cuando retomó sus sueños de surcar el cielo por sus
propios medios, tal vez a causa de todas esas horas contemplando las
nubes junto a Draadan. Fluyeron hojas y hojas de nuevos esquemas y
diseños, horas de serrar, martillear, coser, tensar y experimentar.
«No hay que cargarse con barras de hierro, por resistentes que
parezcan, pues se rompen con facilidad si se doblan. Madera, madera
es mejor», murmuraba, más para sí que para el mundo, mientras
ensamblaba el nuevo prototipo de alas portátiles. «Un pájaro es
una máquina que funciona según leyes matemáticas. El hombre posee
la facultad de reproducirla con todos sus movimientos, si bien no de
forma tan poderosa... Una máquina así construida carece del
espíritu del pájaro, y este espíritu ha de ser suplantado por el
espíritu del hombre». El número de páginas con reflexiones y
anotaciones asombró a sus fieles, a quienes ya tomaba por sorpresa
el humor exultante de su maestro. Y Draadan... Draadan sonreía con
discreción y se contentaba con mirar y escuchar, respetando así su
papel de observador neutral, aunque felicitándose, en secreto, por
el estancamiento de su obra pictórica. Nada perjudicial resultaría
de sus estudios, fructificasen o no, y él sabía que no lo harían.
Por poderoso que fuese el espíritu de Leonardo, por cercano al
espíritu del pájaro que se colocase, su época no habría de contar
con la tecnología para el vuelo. Sin embargo... Algo había cambiado
en aquel año de 1505, algo que lo empujaba a involucrarse en los
estallidos enérgicos del artista. Puede que Leonardo estuviese
preparado para aceptar el fracaso o la rendición —lo había hecho
a menudo en el pasado—, pero él no deseaba volver a verlo pasar
por ello. Quería ofrecerle una muestra de todo cuanto le habían
insinuado y negado, un sorbo de triunfo.
Draadan
se dio cuenta entonces de que quien había cambiado era él.
En
la mañana de un día ventoso, mientras multitud de nubes eran
arrastradas de un extremo al otro del cielo, Leonardo condujo su
nueva máquina a la cima del Monte Ceceri, llamado así en referencia
a los cisnes que solían visitarlo. Zoroastro, conductor y copiloto,
escrutó el panorama de Florencia y alrededores que se extendía a
sus pies y tembló; por hermosa que fuese la vista, la posibilidad de
precipitarse hacia ella con unas alas falsas pegadas al lomo ya no le
parecía tan lírica. Aunque se había librado de una buena en Milán
gracias a la indecisión de su maestro, ahora el talante de este era
muy diferente: sonreía ante las dificultades, las desechaba con un
vaivén de la mano y afirmaba sin titubeos que su éxito estaba
asegurado. Un Leonardo optimista era una compañía grata, cierto...,
y también inquietante.
Al
colocar el artefacto en posición, el artista volvió el rostro hacia
el viento y se perdió en la inmensidad de la bóveda azul. Todo lo
que Zoroastro vio fue una revoloteante cabellera gris y un cuerpo con
demasiados años para pretender burlar la atracción de la Tierra. No
distinguía la realidad debajo del espejismo, y por eso no podía
dejar de pensar en que le tocaría a él, el más joven, hacer de
víctima para el sacrificio. Entonces, por obra y gracia de la Divina
Providencia, el trote de un caballo trajo a un tercer visitante a la
cima: Draadan. O Daniele.
—Que
el cielo me asista. ¿No es mi estimado Daniele, que viene en medio
de un experimento? —lo saludó Leonardo—. No te esperaba... amigo
mío.
—Imagino
que no. Así que vas a hacer volar la máquina hoy. Parece peligroso.
—¿A
que sí, señor? —convino Zoroastro, con voz plañidera—. Si Dios
hubiera querido que volase, no me habría dado este respeto por las
alturas. Quizá vos seáis capaz de introducir un poco de sensatez en
la sesera de mi maestro. ¡Hay rocas abajo!
—Tienes
razón, Tomaso. Puedes marcharte, hoy seré yo el ayudante del
inventor.
—¿Eh?
¿En serio?
—Ahí
tienes mi caballo, úsalo para volver.
—Bueno...
Podríais precisar mi ayuda. No estaré ansioso por emular a los
cisnes, pero para glosar las gestas y mirar desde la seguridad de la
tierra firme sí que sirvo, y...
—Aprovecha
la oferta y esfúmate o empieza a engancharte al arnés. Tú eliges.
La
perversa amenaza de Leonardo envió al aludido a la grupa del animal
con la velocidad del rayo. Cuando el ruido de los cascos se perdió
camino abajo, Draadan volvió los acusadores ojos hacia su compañero.
—Ibas
a correr el riesgo a mis espaldas —le reprochó.
—Habrías
intentado convencerme de que no lo hiciera.
—No
quiero que te ocurra nada. Un accidente podría ser muy doloroso,
Leonardo.
—Lo
sé, y sé que tus órdenes de no interferir chocan con lo que
vuestro conocimiento sobre las leyes de la naturaleza te revelan
sobre mi invento. Ves los fallos y no puedes corregirlos. Sin
embargo, tú sabes que así hacemos las cosas aquí abajo. La
experiencia hace penetrar la ciencia por los sentidos, es la
verdadera maestra. Si no lo pruebo, nunca sabré si voy por buen
camino. ¡Míralo! —Señaló su remedo de alas—. He trabajado
mucho en esto. Y, si no me hace volar, al menos no me hará caer; en
este día, el viento será mi aliado.
Ante
tanta pasión y dulzura, el navegante sufrió una pequeña derrota.
¿Cómo arrebatar la aspiración de toda una existencia? Se sentó en
una piedra y acomodó en torno a ella la gruesa capa que vestía.
—¿Por
qué te embarcas de nuevo en esto? Creí que te movían nuevos
intereses.
—Supongo
que mi estancia en Vinci revivió viejas experiencias de la niñez.
Es curioso, ¿sabes? No había vuelto a pensar en el milano desde...
—¿Milano?
—Siendo
aún un crío, un milano se acercó a mi cuna y me golpeó la boca
con las plumas de su cola una y otra vez. Dirás que fue un sueño,
que quizá mi percepción ha corrompido el recuerdo, y quizá sea
así, pero es una de las imágenes más nítidas y antiguas que
conservo. Pocas cosas he tenido tan claras como la certeza de que me
imbuyó con su espíritu, Draadan, de que el cielo era mi destino.
—No
obstante, no probaste el anterior dispositivo en Milán. Días en el
tejado, años acumulando polvo en el taller...
—Todo
es diferente ahora, mis creaciones y mi curiosidad han dejado de ser
mi única riqueza. Ya no le tengo miedo al fracaso.
Sonrió.
Y Draadan, inmerso en la oleada de afecto más profunda que había
sentido en décadas y décadas —quizá en toda su larga vida—, lo
ayudó a ajustarse las correas del arnés. Flotaba el silencio en
aquella atmósfera de miradas reveladoras y palabras innecesarias. El
inventor, pertrechado así con unas amplias e inmaculadas alas
blancas, se colocó a cierta distancia del saliente elegido para
dejarse caer. Luego volvió a comprobar la dirección del viento y
respiró hondo, a sabiendas de que el vértigo que lo embargaba no se
debía a la altura. Entonces corrió los pasos que lo separaban del
vacío y saltó.
Vencer
la atracción de la Tierra fue una de las sensaciones más
indescriptibles de su vida. Esa fue la razón por la que no alcanzó
a componer, más tarde, un relato fiel de su odisea; borracho de
temor, aturdimiento y euforia, ¿cómo podría haber hecho otra cosa
sino aprovechar el momento? Tras unos segundos de practicar su vista
de pájaro, cerró los ojos y se dejó llevar por la corriente. Sus
percepciones se ahogaban en un bordoneo de latidos estruendosos, en
el sonido de sus carcajadas y gritos de júbilo. Era terrenal y, a un
tiempo, carecía de cuerpo. Era un cisne, un cisne del monte. Era
parte del cielo.
—¡Estoy
volando! ¡Draadan, estoy volando!
El
viento de cola arreció y lo impulsó hacia el este, sobre un mar
verde y pardo de viñedos, hierba, hileras de cultivos y casas
empequeñecidas por la altura. Mas, tan pronto ascendió, cambió la
corriente y volvió a descender por su propio peso. Las alas era
excesivamente aparatosas y pesadas, y a él apenas le quedaba
cordura, en su entusiasmo, para maniobrar el rudimentario timón.
Abajo le esperaba un suelo de tierra y rocas, sin arbustos que
amortiguasen un mal aterrizaje. Draadan, pendiente de cada
movimiento, soltó los cierres de su capa y se lanzó detrás de él.
No
fue un impulso suicida. A su espalda cargaba algo que la prenda había
mantenido oculto hasta entonces, un cilindro con orificio de entrada
y de salida cuyo enigmático interior albergaba mecanismos
desconocidos para el siglo XVI. El ingenio se activó con un siseo,
lo suspendió en el aire y le ofreció la potencia necesaria para
volar con la pericia de un ave de presa gigantesca. Pudo así
alcanzar a Leonardo y acoplarse entre sus alas para sujetarlo.
El
miedo del improvisado piloto fue reemplazado por nuevos aguijonazos
de vértigo, junto con una pizca de indignación. No fue sino hasta
más tarde, cuando recuperó altitud y estabilidad, que comenzó a
apreciar lo que era un auténtico vuelo, sin temor a la caída.
—¿Me
das el cielo por segunda vez? —murmuró, su voz acallada por la
ventisca.
—¿Qué?
—Nada.
Aterrizaron
al pie del monte, en una franja lisa de terreno. Draadan se limitó a
soltarlo para dejar que la gravedad hiciera su trabajo; regresó
después, pretendiendo que acudía a recibirlo, y lo ayudó a
desembarazarse de los correajes.
—Acudiste
preparado para cualquier eventualidad, ¿eh? —Afirmó Leonardo,
frotándose un tobillo maltrecho. Su toma de tierra no había sido
muy brillante—. ¿No te fiabas de mí?
—En
la misma medida que tú al confiarme tus planes. Al no confiármelos,
mejor dicho. Si vas a ofenderte por impedir que besaras el suelo...
Rio
el artista antes de besar algo muy diferente. Y, al hacerlo, impidió
que Draadan completara su queja. Había dicha en su rostro, esa
alegría desmesurada que hacía dudar sobre la cordura de quien la
irradiaba. Cuando un sueño cobra vida
durante un instante, te deja vacío o te vuelve loco. Bendita,
bendita locura.
—¿Ofenderme?
No habría esperado otra cosa. Sabía que tú nunca me dejarías
caer.
***
El
paréntesis de feliz serenidad sin pintura pasó pronto, puesto que
Leonardo se vio impulsado a iniciar un nuevo trabajo con la reina
Leda de protagonista. De acuerdo con la mitología griega, Leda yació
con el dios Zeus encarnado en cisne y puso después uno o dos huevos,
según las versiones. En el cuadro, la reina se ofrecía desnuda, con
esa sonrisa marca de la casa Da Vinci y un halo de misticismo pagano
nunca visto en la bottega.
Draadan volvió a convertirse en censor y conspirador, como también
había hecho con el mural de la batalla de Anghiari, y la analizó en
secreto. El resultado lo desconcertó hasta el punto de que dejó
transcurrir días para valorar si era prudente revelarlo. Eliminar
dos cuadros seguidos acabaría delatándolo. Además, ¿tenía
derecho a seguir destruyendo las escasas obras de Leonardo? Su lado
inflexible, dispuesto a cualquier cosa para protegerlo, sostenía que
sí; el prudente y más reflexivo realizó una búsqueda discreta en
las bases de datos de la pirámide. Solo entonces aceptó sacarlo a
la luz.
La
temática era peculiar para alguien que había rehuido hasta entonces
el erotismo explícito. No habrían de faltar hipótesis no
oficiales para explicar el nuevo
temperamento de Leonardo. El cisne, sin ir mas lejos, debía ser una
reminiscencia de su aventura en el Monte Ceceri. En cuanto a la otra
cuestión... Bien, era difícil negar que la libido de Leonardo había
alcanzado su cenit en los últimos tiempos. El principal —el único—
defensor de tales teorías fue Navekhen, quien se cercioró de que no
llegaran a oídos de Draadan hasta poner tierra de por medio.
¿Leonardo, representando el deseo bajo la figura de una mujer?
Apreciaba su pellejo lo bastante para saber que el supervisor no se
habría de tomar muy bien la absurda sugerencia.
Pero,
a diferencia del mural, Leda y su cisne sí guardaban un tesoro entre
sus capas de pigmentos. Tras concluir su análisis en la
estratificadora, Draadan fue convocado ante Shaal y los ingenieros.
—Excelentes
noticias, Draadan-dabb, estoy notablemente satisfecho —lo saludó
el Primer Biólogo, con un semblante tan jovial como una sala de
torturas.
—Salta
a la vista. ¿De qué se trata?
—La
pintura del sujeto ha desvelado la localización de un planetoide con
una corteza rica en dlanda —la
materia prima de las células energéticas que alimentaban los
sistemas de la nave, su combustible—.
Hemos dejado de depender de vuestra ineficacia para dar con el
paradero de Eal.
—Me
siento halagado —volvió a ironizar el supervisor—. Sí, son
buenas noticias.
—Prolongaremos
la búsqueda hasta que la situación de nuestras reservas se acerque
al rango crítico, momento en el cual la abandonaremos para repostar.
En cuanto comprobemos las coordenadas galácticas...
—Eh,
Shaal-mekk... —lo interrumpió la acólito del Primer Ingeniero.
Estaba pálida—. Desde Navegación nos informan de que han
encontrado una... laguna en los archivos cartográficos.
—Qué
significa una laguna —inquirió
este. Su tono de voz agravó el nerviosismo del personal de
ingeniería.
—Presumen,
eh, que Eal los borró antes de huir. Su falta no se ha hecho
evidente porque no ha sido preciso recurrir a ellos y...
—Cuál
es el alcance de esa falta
que vuestra desmesurada incompetencia ha pasado por alto hasta ahora.
—Shaal casi chirriaba.
—El
cuadro especifica un cúmulo estelar en la Galaxia Dai Seis del
Cúmulo Dai, pero, sin los archivos, la búsqueda se amplía a unas,
eh...
—No.
Tartamudees.
—¡Veinte
mil! ¡Veinte mil estrellas! Aun partiendo ahora, la exploración se
prolongaría demasiado para garantizar que alcanzamos el planetoide
antes de agotar nuestras reservas. Precisamos de más datos,
Shaal-mekk.
El
rostro de Draadan no delató que estaba al tanto de las noticias. Era
tan bueno como el Primer Biólogo enmascarando sus emociones, y por
eso escuchó sin inmutarse, y sin despertar sospechas, la ristra de
comentarios corrosivos que lanzó su superior. En su interior se
felicitaba por la inspiración que lo había impulsado a consultar
los archivos de la nave antes de destruir la Leda de Leonardo; era el
tipo de jugarreta que se le habría ocurrido al viejo zorro de Eal,
ofrecer una pista que no conducía a ninguna parte, y él lo conocía
mejor que nadie. Así, el trabajo del artista permanecería a salvo y
ellos tendrían que seguir persiguiendo al fugitivo, sin ausentarse
quién sabía cuánto tiempo en busca de ese olvidado planetoide.
Lo
cierto fue que el cuadro no sobrevivió muchos años. La doble
exposición a la cámara estratificadora terminó descomponiendo los
pigmentos de manera irreversible, y de la versión de Leonardo del
mito griego únicamente quedaron algunos apuntes y varias copias de
otros pintores. Un precio doloroso, pero aceptable, para los
estándares de un hombre dispuesto a todo.
Entre
tanto, el piramidión
era escenario de un pequeño encuentro, al margen de los canales
oficiales, entre Navekhen y los vigías.
—Desde
Ingeniería acaban de solicitar la búsqueda a Navegación
—confirmaba Arakhen a su colega del cuarto nivel. Entre las
ventajas de su cargo figuraba acceder a la mayoría de esas
comunicaciones—. Apuesto a que tiene que ver con alguna coordenada
que ha aparecido en el cuadro. El chasco es que no encontraron mapas
que consultar porque alguien los había borrado, y para semejante
alteración se requiere segundo nivel. O ha sido Eal, o la nave se ha
vuelto creativa. Oh, bueno, supongo que nos informarán en breve.
—Sí,
tan pronto yo sonsaque a nuestro bienamado supervisor —replicó
Navekhen.
—Aunque
hay un detalle curioso. Al comprobar los registros de acceso a los
archivos cartográficos se observa que alguien realizó la misma
consulta hace dos rotaciones, junto con otras veintisiete de otros
lugares no relacionados, y no dio parte de su ausencia.
—Puede
que no quisiera que le echasen la culpa. ¿Lo saben en Navegación?
¿El borrador misterioso habrá sido otro tripulante?
—No
creo que se hayan dado cuenta. En cuanto al... borrador,
eso es imposible. Segundo nivel, fecha antigua... Ha tenido que
hacerlo Eal.
—Hum.
Pues entonces será una casualidad entre las veintiocho consultas de
marras. Hazla notar solo si te interrogan. No queremos que piensen
que metemos las narices donde no nos llaman.
Desde
cierta distancia, protegido por un discreto silencio, Neudan también
escuchaba. Él no se hacía preguntas ni creía en casualidades, sino
que tenía una idea muy aproximada de quién estaba tras la historia.
Y, tal y como había hecho en el pasado, planeaba guardársela para
sí.
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