El
violinista aguarda a que cambie el viento.
Espera
de pie, inmóvil,
al borde del acantilado. Una
corriente de aire zarandea
el vuelo de su
abrigo negro
y hace bailar
la tela
al compás de una música errática. Los largos cabellos como el
cobre flamean a un lado de su
rostro, cosquilleando
sobre su frente y sus párpados.
No se molesta en retirarlos. No necesita ver con más
claridad, pues ya sabe lo que hay ante él:
un acantilado verde,
suspendido
sobre un mar de hierba que se extiende hasta donde alcanza la vista.
Las briznas también
se doblan y cantan, en susurros.
A
su espalda se alza un bosque. Como un tesoro de metales preciosos se
yerguen robles, abedules, álamos,
nogales, fresnos, vestidos con todos los colores del otoño.
Sus ramas, aún
cargadas, participan en la sinfonía
y,
a los pies de los troncos, se arremolinan las hojas caídas.
Una gruesa capa de ellas cubre el camino que se adentra entre los
árboles.
Viento
del Norte. El violinista inclina la cabeza, como obedeciendo a una
señal,
y se vuelve. Mientras sus pasos lo llevan a la entrada de la
arboleda, los
ropajes flotan
ahora a su
espalda y revelan el violín
de madera roja que, hasta entonces, habían
camuflado sus pliegues. Las botas oscuras arrancan un crujido al
manto de amarillos y cinnabares, paprikas, terracotas y ocres sobre
el que pisan.
Es
hora de emprender un nuevo viaje.
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El
escultor contempla, con el ceño fruncido, la gran pella de barro que
encierra el esbozo de su nueva obra. Es de un hermoso color rojizo, y
el aroma flota por todo el estudio como un bálsamo
relajante. Sin
embargo, el artista no logra calmarse.
Por
más
que mira, no es capaz de ver, no puede penetrar más
allá del
barro que tiene ante él
y hallar la esquiva
silueta que
parece burlarse de sus esfuerzos. ¿Cuántos
días
han sido ya? ¿Siete?
¿Diez?
¿Un
centenar? Ya no recuerda el tiempo que lleva escrutando el montículo,
rindiéndose,
cubriéndolo
con la lona húmeda,
descubriéndolo,
rindiéndose...
y vuelta
a empezar, día
tras día,
hasta que el barro se endurece demasiado y tiene que sustituirlo, con
un juramento, y rezar para que la nueva pella sea más
benévola
y
le cuchichee
su secreto.
Con
desesperación,
hunde el puño en la superficie
y palpa los contornos de sus propios nudillos; se inclina, como si
quisiera ver a través...
Nada.
Como
está de
espaldas a la luz, el escultor no repara en la persona que se ha
detenido bajo su ventana y lo estudia, a su vez, con el mismo
detenimiento que él
dedica al embrión
de su obra. No hay desespero, no obstante, en su expresión, porque
él sí es
capaz de ver. Alza la mano izquierda y
se
coloca el violín
bajo el mentón,
mientras la derecha posiciona el arco sobre las cuerdas. Cierra los
ojos y comienza a tocar.
El
escultor abre mucho los suyos. Hay algo nuevo en el ambiente, aparte
del olor del otoño
y de la fragancia a arcilla húmeda. Es una armonía que parece
cantar directa a su oído.
No, no
solo
eso, habla a todos sus sentidos: roza sobre sus dedos, se cuela en
sus fosas nasales, silba entre sus dientes y su lengua...
Revolotea
en la habitación,
enredando en todas las esquinas, hasta que descubre el mudo bloque de
barro en el centro, lo rodea, lo acaricia con amor y decide prestarle
su voz.
El
escultor no parece darse cuenta, hasta mucho más
tarde, de que no es la melodía
la que lo ha envuelto y dotado de forma, sino sus propias manos. Sus
manos,
que, hundidas en la tierra roja, han retirado el velo y han sacado a
la luz lo que ocultaba. Se detiene, estupefacto. Retrocede varios
pasos y, por primera vez, lo ve. Ve la delicadeza de las líneas que
trazan el cuerpo de un joven en la plenitud de su belleza: el pecho
está bien
definido, los miembros son
esbeltos,
la espalda es un remanso que invita a las caricias, un mar en calma
cuya superficie
solo
ondula allá
donde se dibujan las curvas de su musculatura. Tiene la pierna
derecha flexionada contra el vientre, el brazo descansando en la
rodilla
y el rostro
cubierto
por la cortina que forman sus cabellos.
Todo
en él
es perfecto. El escultor bebe hasta hartarse de aquellas formas
embriagadoras. Su vista no puede dejar de viajar sobre ellas, y cada
rincón
al que se desplaza le revela nuevos prodigios. ¿Esto
ha brotado
de su arte? Si
casi no se atreve a tocarlo con la punta de los dedos... Tímidamente,
con reverencia, los desliza sobre los huecos de sus clavículas.
Rozan, apenas, los pequeños pezones erectos y pasan sobre los
músculos
de su abdomen hasta el miembro hermosamente modelado que descansa
entre sus piernas. Turbado, el escultor los aparta de allí.
Pero nada puede arrancarlos de su obra y, cuando vuelven a subir, se
detienen en los arcos de aquellos labios a los que la humedad otorga
una vivacidad
que incita, de
manera irresistible,
a besarlos.
La
música fluye de nuevo aunque, esta vez, el escultor no parece oírla.
Está tan
inmerso en ella como en el abrazo del joven; dulcemente atrapado por
los brazos que rodean sus hombros y las piernas que enlazan sus
caderas; perdido en el beso, que tiene un inconfundible gusto a
otoño...
El
violinista baja su instrumento y lanza una última
mirada a la ventana. Sus pies siguen el camino del viento.
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El
dibujante ahoga un juramento al derramar una gota de tinta rojiza
sobre el rollo de pergamino en el que está
trabajando.
Se esmera, a toda prisa, en arreglar el estropicio, pero no puede
evitar un sentimiento de impotencia. Todo parece salir mal, en aquel
día:
su piedra de tinta favorita se ha perdido, el pergamino es demasiado
basto, su caligrafía
es un desastre. Y lo peor de todo es ese hueco inmenso en blanco,
entre el paisaje, que debe llenar con una imagen cuya hermosura sea
digna del conjunto.
Posa
el pincel sobre el soporte y se frota los ojos cansados.
¿Por
qué no
le ha venido la inspiración?
Cien veces ha mojado en la tinta y, otras tantas, ha iniciado sus
esbozos en tiras de papel, que ahora no son sino jirones y rodean la
mesa como hojas muertas. La brisa que entra por las puertas las hace
danzar. Fuera, el día
es luminoso, aunque el viento se despereza y empieza
a
soplar
con más
y más fuerza.
Desde
el jardín, el
violinista
espía el interior de la habitación.
Su
vista acaricia el pergamino y la espalda del dibujante. Su mano
izquierda se alza e inclina la cabeza...
El
dibujante es sobrecogido por
una visión.
Es una encantadora silueta de perfil, engalanada con un kimono en el
que lucen los colores
del
otoño.
Descansa bajo un árbol;
su delicado
brazo derecho, que la manga
no alcanza a cubrir, está
extendido
y quiere capturar una hoja caída de las ramas más
bajas.
Se
frota los ojos otra vez. No entiende cómo,
pero ya no es una quimera:
está de pie, en la habitación,
y ante él
cuelga el rollo. La figura central es una belleza engalanada con un
kimono de tonos anaranjados,
cuya mano extendida parece a punto de rozar la hoja y abandonar los
márgenes blancos de su prisión. No
está soñando
cuando siente el gentil contacto contra su sien,
¿verdad?
Ni cuando oye el rumor de sedas que se deslizan y caen al suelo,
revelando la piel más
radiante que jamás
ha visto.
Ni cuando los finos dedos se enredan en sus cabellos...
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El
violinista vuelve a casa. El viento lo ha llevado y el viento lo ha
traído.
Ha mirado a través
de pintores, músicos,
escritores; en cada ocasión,
sus ojos le han mostrado un tema, y sus manos han despertado las
armonías.
Continúa
siendo un ser solitario.
Los faldones de su abrigo negro siguen ondeando en lo alto de un
océano
esmeralda,
su melena
cobriza
de nuevo le
acaricia el
rostro. El crujido de las hojas bajos sus pies, los colores... Todo
tiene el mismo sabor, la misma textura rica, fragante, de frutos
recolectados antes de la estación
de las nieves. Todo sigue igual que siempre. Todo sigue...
Algo
se rompe dentro de él,
como la cuerda de un violín.
Siempre
ha interpretado el sueño de otros. ¿Qué
sucedería
si intentara dar voz a lo que guarda dentro de sí
mismo?
¿Acaso
él
no tiene sueños?
¿Acaso
no siente deseos? Ese nudo que le
atenaza
el
estómago, ¿no
ha de significar algo? Lentamente alza su instrumento, lo atrapa bajo
el mentón
y comienza a tocar. Es la primera vez que su composición se une a la
orquesta de aquellos parajes, y el universo intuye que algo no es
correcto, no es como se supone que debe ser. La hierba deja de
bailar, las hojas quedan suspendidas en el aire, las ramas enmudecen
durante un instante.
Y,
de repente, todo renace
al compás
de aquellos nuevos acordes.
La
hojarasca se arremolina en el suelo y forma un montículo
anaranjado
cuando escucha gemir
a su desgarrador
vacío.
La tierra vibra bajo ella, se
revuelve
al
ser alcanzada
por las notas de su soledad. Las líneas
ondulan, se juntan, se separan... Un cuerpo masculino va tomando
forma sobre la alfombra ocre. Descansa,
desnudo, sobre el costado, como un bebé
en el
vientre de su madre, con el rostro parcialmente oculto tras las manos
unidas. Cada nota añade una curva, un toque de color, un destello de
vida a sus contornos florecientes.
El
violinista, ajeno a todo lo que le rodea, sigue tocando. Por primera
vez en toda su existencia siente fluir sensaciones que le pertenecen
en exclusiva, siente el palpitar de su corazón
dentro del pecho. Por primera vez se atreve a asomarse al espejo de
su música, que
ha reflejado a
muchos
otros, y se ve a sí
mismo,
y entiende lo que son el vacío
y la soledad. El dolor es como una flecha en el centro del pecho,
que le
cierra los ojos y le hace derramar una lágrima.
La figura que descansa en tierra abre los suyos;
verdes, como dos
fragmentos
del océano
esmeralda.
El
violinista nota un roce sobre la mejilla, un roce que captura la
solitaria gota y seca el surco que ha quedado tras ella. Cuando alza
los párpados, se encuentra cara a cara con su creación.
Lo ha hecho de pedazos
del
otoño,
de amarillos y anaranjados, de hierba verde. Le ha dado la esencia de
la que él
mismo está hecho,
es su anhelo el que ha dotado de calidez a aquella piel suave y de
gracia a aquellas facciones. Al mirar el cuerpo desnudo, aprende lo
que es el deseo. Cuando sus labios y sus lenguas se juntan, el
corazón
se le desboca, más
veloz
que cualquier melodía
que jamás
tocara.
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En
algún
lugar hay un bosque que pertenece al otoño,
y un acantilado que se asoma a un mar de hierba. La brisa es suave
y hace mecerse a las hojas. Al borde mismo del acantilado, oculto
entre las briznas, duerme, mudo, un violín
de madera roja.
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