2012/04/22

EL VIOLINISTA: canon.






El violinista aguarda a que cambie el viento.

Espera de pie, inmóvil, al borde del acantilado. Una corriente de aire zarandea el vuelo de su abrigo negro y hace bailar la tela al compás de una música errática. Los largos cabellos como el cobre flamean a un lado de su rostro, cosquilleando sobre su frente y sus párpados. No se molesta en retirarlos. No necesita ver con más claridad, pues ya sabe lo que hay ante él: un acantilado verde, suspendido sobre un mar de hierba que se extiende hasta donde alcanza la vista. Las briznas también se doblan y cantan, en susurros.

A su espalda se alza un bosque. Como un tesoro de metales preciosos se yerguen robles, abedules, álamos, nogales, fresnos, vestidos con todos los colores del otoño. Sus ramas, aún cargadas, participan en la sinfonía y, a los pies de los troncos, se arremolinan las hojas caídas. Una gruesa capa de ellas cubre el camino que se adentra entre los árboles.

Viento del Norte. El violinista inclina la cabeza, como obedeciendo a una señal, y se vuelve. Mientras sus pasos lo llevan a la entrada de la arboleda, los ropajes flotan ahora a su espalda y revelan el violín de madera roja que, hasta entonces, habían camuflado sus pliegues. Las botas oscuras arrancan un crujido al manto de amarillos y cinnabares, paprikas, terracotas y ocres sobre el que pisan.

Es hora de emprender un nuevo viaje.




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El escultor contempla, con el ceño fruncido, la gran pella de barro que encierra el esbozo de su nueva obra. Es de un hermoso color rojizo, y el aroma flota por todo el estudio como un bálsamo relajante. Sin embargo, el artista no logra calmarse.

Por más que mira, no es capaz de ver, no puede penetrar más allá del barro que tiene ante él y hallar la esquiva silueta que parece burlarse de sus esfuerzos. ¿Cuántos días han sido ya? ¿Siete? ¿Diez? ¿Un centenar? Ya no recuerda el tiempo que lleva escrutando el montículo, rindiéndose, cubriéndolo con la lona húmeda, descubriéndolo, rindiéndose... y vuelta a empezar, día tras día, hasta que el barro se endurece demasiado y tiene que sustituirlo, con un juramento, y rezar para que la nueva pella sea más benévola y le cuchichee su secreto.

Con desesperación, hunde el puño en la superficie y palpa los contornos de sus propios nudillos; se inclina, como si quisiera ver a través... Nada.

Como está de espaldas a la luz, el escultor no repara en la persona que se ha detenido bajo su ventana y lo estudia, a su vez, con el mismo detenimiento que él dedica al embrión de su obra. No hay desespero, no obstante, en su expresión, porque él sí es capaz de ver. Alza la mano izquierda y se coloca el violín bajo el mentón, mientras la derecha posiciona el arco sobre las cuerdas. Cierra los ojos y comienza a tocar.

El escultor abre mucho los suyos. Hay algo nuevo en el ambiente, aparte del olor del otoño y de la fragancia a arcilla húmeda. Es una armonía que parece cantar directa a su oído. No, no solo eso, habla a todos sus sentidos: roza sobre sus dedos, se cuela en sus fosas nasales, silba entre sus dientes y su lengua... Revolotea en la habitación, enredando en todas las esquinas, hasta que descubre el mudo bloque de barro en el centro, lo rodea, lo acaricia con amor y decide prestarle su voz.

El escultor no parece darse cuenta, hasta mucho más tarde, de que no es la melodía la que lo ha envuelto y dotado de forma, sino sus propias manos. Sus manos, que, hundidas en la tierra roja, han retirado el velo y han sacado a la luz lo que ocultaba. Se detiene, estupefacto. Retrocede varios pasos y, por primera vez, lo ve. Ve la delicadeza de las líneas que trazan el cuerpo de un joven en la plenitud de su belleza: el pecho está bien definido, los miembros son esbeltos, la espalda es un remanso que invita a las caricias, un mar en calma cuya superficie solo ondula allá donde se dibujan las curvas de su musculatura. Tiene la pierna derecha flexionada contra el vientre, el brazo descansando en la rodilla y el rostro cubierto por la cortina que forman sus cabellos.

Todo en él es perfecto. El escultor bebe hasta hartarse de aquellas formas embriagadoras. Su vista no puede dejar de viajar sobre ellas, y cada rincón al que se desplaza le revela nuevos prodigios. ¿Esto ha brotado de su arte? Si casi no se atreve a tocarlo con la punta de los dedos... Tímidamente, con reverencia, los desliza sobre los huecos de sus clavículas. Rozan, apenas, los pequeños pezones erectos y pasan sobre los músculos de su abdomen hasta el miembro hermosamente modelado que descansa entre sus piernas. Turbado, el escultor los aparta de allí. Pero nada puede arrancarlos de su obra y, cuando vuelven a subir, se detienen en los arcos de aquellos labios a los que la humedad otorga una vivacidad que incita, de manera irresistible, a besarlos.

La música fluye de nuevo aunque, esta vez, el escultor no parece oírla. Está tan inmerso en ella como en el abrazo del joven; dulcemente atrapado por los brazos que rodean sus hombros y las piernas que enlazan sus caderas; perdido en el beso, que tiene un inconfundible gusto a otoño...



El violinista baja su instrumento y lanza una última mirada a la ventana. Sus pies siguen el camino del viento.

 

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El dibujante ahoga un juramento al derramar una gota de tinta rojiza sobre el rollo de pergamino en el que está trabajando. Se esmera, a toda prisa, en arreglar el estropicio, pero no puede evitar un sentimiento de impotencia. Todo parece salir mal, en aquel día: su piedra de tinta favorita se ha perdido, el pergamino es demasiado basto, su caligrafía es un desastre. Y lo peor de todo es ese hueco inmenso en blanco, entre el paisaje, que debe llenar con una imagen cuya hermosura sea digna del conjunto.

Posa el pincel sobre el soporte y se frota los ojos cansados. ¿Por qué no le ha venido la inspiración? Cien veces ha mojado en la tinta y, otras tantas, ha iniciado sus esbozos en tiras de papel, que ahora no son sino jirones y rodean la mesa como hojas muertas. La brisa que entra por las puertas las hace danzar. Fuera, el día es luminoso, aunque el viento se despereza y empieza a soplar con más y más fuerza.

Desde el jardín, el violinista espía el interior de la habitación. Su vista acaricia el pergamino y la espalda del dibujante. Su mano izquierda se alza e inclina la cabeza...

El dibujante es sobrecogido por una visión. Es una encantadora silueta de perfil, engalanada con un kimono en el que lucen los colores del otoño. Descansa bajo un árbol; su delicado brazo derecho, que la manga no alcanza a cubrir, está extendido y quiere capturar una hoja caída de las ramas más bajas.

Se frota los ojos otra vez. No entiende cómo, pero ya no es una quimera: está de pie, en la habitación, y ante él cuelga el rollo. La figura central es una belleza engalanada con un kimono de tonos anaranjados, cuya mano extendida parece a punto de rozar la hoja y abandonar los márgenes blancos de su prisión. No está soñando cuando siente el gentil contacto contra su sien, ¿verdad? Ni cuando oye el rumor de sedas que se deslizan y caen al suelo, revelando la piel más radiante que jamás ha visto. Ni cuando los finos dedos se enredan en sus cabellos...



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El violinista vuelve a casa. El viento lo ha llevado y el viento lo ha traído. Ha mirado a través de pintores, músicos, escritores; en cada ocasión, sus ojos le han mostrado un tema, y sus manos han despertado las armonías.

Continúa siendo un ser solitario. Los faldones de su abrigo negro siguen ondeando en lo alto de un océano esmeralda, su melena cobriza de nuevo le acaricia el rostro. El crujido de las hojas bajos sus pies, los colores... Todo tiene el mismo sabor, la misma textura rica, fragante, de frutos recolectados antes de la estación de las nieves. Todo sigue igual que siempre. Todo sigue...

Algo se rompe dentro de él, como la cuerda de un violín.

Siempre ha interpretado el sueño de otros. ¿Qué sucedería si intentara dar voz a lo que guarda dentro de sí mismo? ¿Acaso él no tiene sueños? ¿Acaso no siente deseos? Ese nudo que le atenaza el estómago, ¿no ha de significar algo? Lentamente alza su instrumento, lo atrapa bajo el mentón y comienza a tocar. Es la primera vez que su composición se une a la orquesta de aquellos parajes, y el universo intuye que algo no es correcto, no es como se supone que debe ser. La hierba deja de bailar, las hojas quedan suspendidas en el aire, las ramas enmudecen durante un instante.

Y, de repente, todo renace al compás de aquellos nuevos acordes. La hojarasca se arremolina en el suelo y forma un montículo anaranjado cuando escucha gemir a su desgarrador vacío. La tierra vibra bajo ella, se revuelve al ser alcanzada por las notas de su soledad. Las líneas ondulan, se juntan, se separan... Un cuerpo masculino va tomando forma sobre la alfombra ocre. Descansa, desnudo, sobre el costado, como un bebé en el vientre de su madre, con el rostro parcialmente oculto tras las manos unidas. Cada nota añade una curva, un toque de color, un destello de vida a sus contornos florecientes.

El violinista, ajeno a todo lo que le rodea, sigue tocando. Por primera vez en toda su existencia siente fluir sensaciones que le pertenecen en exclusiva, siente el palpitar de su corazón dentro del pecho. Por primera vez se atreve a asomarse al espejo de su música, que ha reflejado a muchos otros, y se ve a sí mismo, y entiende lo que son el vacío y la soledad. El dolor es como una flecha en el centro del pecho, que le cierra los ojos y le hace derramar una lágrima. La figura que descansa en tierra abre los suyos; verdes, como dos fragmentos del océano esmeralda.

El violinista nota un roce sobre la mejilla, un roce que captura la solitaria gota y seca el surco que ha quedado tras ella. Cuando alza los párpados, se encuentra cara a cara con su creación. Lo ha hecho de pedazos del otoño, de amarillos y anaranjados, de hierba verde. Le ha dado la esencia de la que él mismo está hecho, es su anhelo el que ha dotado de calidez a aquella piel suave y de gracia a aquellas facciones. Al mirar el cuerpo desnudo, aprende lo que es el deseo. Cuando sus labios y sus lenguas se juntan, el corazón se le desboca, más veloz que cualquier melodía que jamás tocara.





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En algún lugar hay un bosque que pertenece al otoño, y un acantilado que se asoma a un mar de hierba. La brisa es suave y hace mecerse a las hojas. Al borde mismo del acantilado, oculto entre las briznas, duerme, mudo, un violín de madera roja.






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