Los
días que pasaron en Therendanar fueron para Sül como una bendición
de los dioses. El mero pensamiento le hacía sentirse avergonzado,
considerando los momentos difíciles que estaba atravesando el
dotado; su semblante reflejaba una extraña calma, una dulzura
engañosa; y sus ojos estaban velados por una levísima niebla que el
Sombra quería reconocer como melancolía. Pero no podía evitarlo:
cada día, desde la mañana hasta la noche, el elfo le pertenecía; y
no había protocolo, obligaciones, parientes ni terceras personas que
se inmiscuyeran entre ellos. Nunca había demandado Caradhar de él
tanta intimidad como aquellas madrugadas en las que de sus labios
apenas brotaban palabras, sino tan sólo gemidos, y sus manos no se
posaban en otro lugar que no fuera su piel caliente, las cicatrices
de su espalda, los contornos de su rostro. Me
abrazas como si me quisieras, pensaba
Sül, y muchas veces debía morderse la lengua para no decirlo en voz
alta. Muchas, muchas veces, las palabras danzaban en su boca, sin
atreverse a cruzar el umbral de sus labios; le atemorizaba la callada
por respuesta.
El
día de su partida el dotado se levantó en silencio, muy temprano.
Sül lo siguió sin ser visto hasta la habitación del alquimista
moribundo; y lo vio plantado ante la puerta, sin decidirse a entrar,
simplemente mirando, como si sus ojos pudieran atravesarla.
Se
marchó tal y como había venido; Caradhar nunca volvió a ver a
Maese Jaexias con vida.
En
el camino de vuelta, ambos cabalgaron junto al Caballero Lenkares,
intercambiando algunas trivialidades de tanto en tanto. En un carro
reforzado custodiado por numerosos guardias viajaba un elfo, su
"invitado forzoso". Sül había aprovechado para echarle un
buen vistazo antes de subir a la prisión rodante: no muy alto,
cabellos y ojos castaños, facciones correctas, una pequeña cicatriz
bajo el ojo; aparentemente frágil, pero el Sombra pudo ver más allá
de su complexión delgada indicios de un cuerpo resistente y ágil.
Alguien a quien su instinto le decía que era mejor no perder de
vista.
Aquellos
días atrás había estado husmeando por el castillo, más por puro
sentido del deber que otra cosa, pues su cabeza estaba ocupada en
otros menesteres. Buscaba alguna pista sobre la identidad del
misterioso ladrón de quien había hablado el alquimista. No encontró
nada en absoluto; ahora que se alejaba del lugar que se había
convertido, paradójicamente, en su refugio perfecto, sentía una
punzada de culpabilidad por no haberse entregado más a fondo a un
asunto que comprometía seriamente la seguridad de la Casa. Oh,
bueno; lo cierto es que era una punzada muy pequeña... No tenía
motivos para deber lealtad hacia los Maedai de Elore'il.
Era
noche cerrada cuando llegaron a la Casa; Sül había estado
aguardando ese momento con temor, porque no sabía qué palabras
habría tenido Dama Corail con su supuesto hijo, ni cuál habría
sido la reacción del Maede... Y en cuanto a esa serpiente del Gran
Alquimista... El Sombra recordó una conversación que había tenido
con Caradhar, justo antes de finalizar su destierro voluntario en
Therendanar: le había recordado que ambos vivían con una cadena al
cuello que trataban de estirar todo lo que daba de sí; en el caso
del dotado, había demasiadas manos que intentaban tirar del
extremo... Por los dioses, que él mismo se había atrevido a
concebir pensamientos de poner sus manos sobre esa cadena invisible.
Tenía un mal presentimiento.
Pudieron
dormir sin ser molestados; a la mañana siguiente Sül salió a hacer
algunas averiguaciones y se enteró de que el prisionero había sido
conducido a los laboratorios, donde se había improvisado una celda
para su custodia. En cuanto al Caballero Lenkares, había pasado la
noche en las dependencias de los diplomáticos en palacio, pero se
reuniría aquel mismo día con los Maedai de Elore'il para ponerlos
al corriente de todo lo concerniente al cautivo.
Ya
tenía una mano en el tirador de la puerta de Caradhar cuando un
miembro de la guardia se acercó a él.
-Eres
Sül, ¿no? El capitán ha mandado llamarte; dice que hace días que
te ofreciste para comprobar la calidad de la última remesa de armas,
y justo hace días que andas desaparecido. No está de muy buen
humor.
Sül
juró por lo bajo; lo había olvidado por completo. Mientras esperaba
el retorno del dotado, había pasado los días entrenado hasta la
extenuación, tratando de mantener su mente ocupada. Los miembros de
la guardia no pudieron dejar de notar que el joven sabía muy bien lo
que hacía con un arma en las manos, y toda experiencia era necesaria
en los tiempos que corrían.
-Es
cierto... -respondió- ¿Debe ser ahora? Porque...
-Seelvyan
está en la armería ahora mismo y está esperando ayuda; ya no se
puede demorar más.
-...
Vale. Voy para allá.
En
la armería, un elfo daba la espalda a la puerta, inclinado sobre una
caja de madera. Se ocupaba en apartar capas de paja y extraer
brillantes espadas cortas del lecho que las protegía. Sül se
acercó, con su característico paso felino, y el elfo no se percató
de su presencia hasta que lo tuvo mirando por encima de su hombro;
sobresaltado, dejó caer la espada que tenía en las manos. Pero no
llegó al suelo: el Sombra la atrapó en el aire.
El
elfo se disponía a obsequiar al intruso con unas palabras
insultantes; pero cuando vio de quién se trataba, su rostro se
iluminó.
-Seelvyan,
tu instinto de conservación apesta. Y no pienso cargarme el muerto
si pretendes mellar las hojas incluso antes de estrenarlas.
El
saludo de Sül no era amable, pero su interlocutor rió entre
dientes. Seelvyan era un soldado con experiencia, que había estado
destacado en Ummankor en varias ocasiones. Era alto, con un rostro
interesante y una larga melena broncínea; su cuerpo fibroso y ágil
mostraba cicatrices que atestiguaban que no se había limitado a
blandir las armas en la sala de entrenamiento. Aunque era allí donde
había tomado contacto con el Sombra y, atraído al principio por su
pericia, había entablado una relación cordial con él.
-Simplemente
estaba distraído, y además me has abordado a traición, maldito
gato... ¿Acaso tienes almohadillas en los pies? ¿Dónde te has
metido estos días?
-He
estado ocupado.
-Tan
charlatán como siempre, ¿eh?
-A
ti te voy a decir yo por dónde ando... ¿Estas son las últimas que
han llegado? -preguntó, blandiendo la espada.
-No...
¡las estoy metiendo en paja para darles de comer! ¿A ti qué te
parece, animal? ¿Qué tal?
-No
está mal... Parece bastante equilibrada -la balanceó repetidas
veces, con pericia, y acabó arrojándola contra una enorme diana de
paja trenzada que estaba apoyada contra la pared, donde se hundió
casi hasta la empuñadura. El soldado lanzó un silbido-. Vuela
bien...
-Deja
de lucirte, gallito... Se supone que las espadas son para
sostenerlas, no para jugar a los dardos...
-¿Quien
lo dice? Bueno, ¿qué más hay por aquí? -Seelvyan señaló a la
pila de cajas que esperaban a sus pies. El Sombra frunció los
labios... Aquello iba a llevarle más tiempo del que esperaba-
Mierda... no son cuatro cajitas de muestra...
-Cuanto
antes empecemos, antes podremos largarnos a beber... Ayúdame con
esto, anda.
Los
elfos comenzaron a abrir cajas, inspeccionar su contenido y
vaciarlas, intercambiando comentarios. A Sül le agradaba la
compañía del soldado y su lengua mordaz; cuando parecía haberse
resignado a ser el paria de la compañía, era agradable tener
alguien con quien charlar.
Ya
llevaban bastantes cajas abiertas cuando el Sombra se percató de que
su compañero llevaba un buen rato mirándolo de reojo; lo encaró y
le preguntó si había algún problema, pero no recibió respuesta,
tan sólo una curiosa sonrisa del otro elfo. Continuó con su tarea,
hasta que su mano izquierda salió disparada como un resorte y sujetó
la muñeca de Seelvyan, quien al parecer se disponía a posar la suya
sobre su trasero...
-¿Qué
cojones...? -preguntó el Sombra, lanzándole al rubio una mirada
penetrante. Este suspiró, decepcionado pero sonriente.
-No
te lo tomes a mal... He oído por ahí que... te tomas muy en serio
tu tarea de cuidarle las espaldas a ese dotado tan llamativo de Lord
Navhares... No sabía si tenías esas inclinaciones y, francamente,
al saber que te acostabas con él, pensé que yo podría tener
-acercó aún más el rostro al hablar- mi propia oportunidad...
Sül
frunció el ceño; se lo pensó unos instantes y respondió,
arqueando la comisura de los labios:
-Y
si de verdad me acuesto con ese dotado... ¿qué te hace pensar que
querré acostarme contigo?
-Eh...
tengo mi corazoncito, ¿sabes? -el elfo hizo una mueca- Puede que no
sea tan espectacular como él, pero no estoy mal... No me digas que a
alguien como tú no le va la variedad; y no tiene por qué saberlo...
Seelvyan
presionó suavemente los dedos sobre la mano que aún sujetaba la
suya; Sül resopló burlonamente y soltó la mano en la cara de su
propietario, como si se la devolviera.
-Gracias,
pero no -volvió la vista a la caja abierta, con una sonrisa-. No me
va la variedad.
-Menuda
decepción... -el soldado gruñó por lo bajo- Y yo que pensaba que
habías venido porque te interesaba...
-No
te equivoques; he venido porque el capitán mandó a buscarme para
que te ayudara.
-¿De
qué hablas? -Seelvyan alzó las cejas- El capitán iba a enviarme a
uno de los maestros de armas; ni siquiera sabe que has vuelto.
-¿Qué?
Pero... ese guardia...
Sül
se quedó paralizado un instante; después frunció los labios en una
mueca de rabia y salió corriendo de la armería, ante la atónita
mirada de su compañero.
Caradhar
no se había levantado aún; no tenía hábitos tan madrugadores como
los de Sül y le gustaba quedarse en la cama tanto como le fuera
posible. Por eso se hallaba profundamente dormido cuando el contacto
de una mano cálida, deslizándose por su costado y su espalda
desnudos, lo trajo vagamente al mundo de la vigilia. El elfo se movió
perezosamente y murmuró:
-...
Sül...
La
mano que lo acariciaba se detuvo. Después reanudó su camino sobre
la piel, aunque con menos gentileza, y llegó hasta su coxis; los
dedos comenzaron a adentrarse en el surco entre sus nalgas, y
Caradhar supo que algo no iba bien. Abrió los ojos y se encontró
sobre su cama, con su cuerpo desnudo al descubierto y un elfo alto y
rubio inclinado sobre él, taladrándolo con sus ojos amarillos...
-¡Darial!
El
dotado se incorporó sobre la cama, apartando la mano intrusa de su
cuerpo. Darial apretó los finos labios y estiró los brazos para
sostener al joven con fuerza por las mejillas. Se miraron fijamente.
-Te
atreviste a desaparecer de esa forma... Llevo años pensando lo que
haría contigo si volviera a ponerte las manos encima; y, ¿qué te
parece? -apretó aún con más fuerza aproximando su rostro,
bañándolo con su aliento ardiente- Creo que ya sé qué es lo
primero que quiero hacerte...
Trató
de echarse sobre él, pero Caradhar se liberó de sus manos y saltó
de la cama, interponiéndola entre ambos. El alquimista abrió mucho
los ojos: nunca, en toda su vida, se le había resistido el joven. La
idea ni siquiera había cruzado por su mente, y encontrarse ante ello
lo llenó de estupor más que de ira. Lo contempló boquiabierto
mientras deslizaba las piernas en sus calzas.
-¿Cómo
te atreves...? -a grandes zancadas rodeó la cama y se colocó en
frente del joven- ¿Has olvidado quién soy...? ¡No te atrevas a
continuar!
Al
intentar agarrarlo por un brazo, él se soltó; y cuando alzó la
mano para golpearlo, el dotado la sujetó y le apretó la muñeca con
fuerza, echándola a un lado. Darial se sujetó la parte dolorida y
contempló a su antiguo pupilo como si se tratara de una persona
totalmente diferente... Sus afiladas mejillas enrojecidas delataban
cómo la sangre le bullía en las venas. Caradhar se sentó, con
indiferencia, y se calzó las botas.
-Adhar...
Creo que no te das cuenta de lo que te ocurrirá si sigues
provocándome de esa manera -la voz del alquimista sonaba forzada,
como si estuviera haciendo lo imposible para controlarse-. ¿Juegas
conmigo durante meses, desapareces durante años, y crees que no
tengo maneras de hacer que inclines la cabeza...?
-El
tiempo de jugar se ha acabado -respondió el joven, al fin, con voz
fría-. Soy uno de los dotados del Maede; ya tengo suficientes cosas
de las que preocuparme. Tú eres el Gran Alquimista; nuestros caminos
no tienen por qué cruzarse. Y te aseguro que no lo harán.
-...
¿Crees... crees, por un momento, que las cosas han cambiado tanto
como para que puedas ponerte fuera de mi alcance? ¿Que porque al
nuevo Maede le has caído en gracia yo no tengo poder para volver a
ponerte de rodillas? Déjame recordarte que la última vez no
necesitaste a nadie que te obligara a... eso, ponerte de rodillas...
-Darial trató de volver a poner la mano sobre el elfo que con tanta
indiferencia se acababa de ajustar las botas; de nuevo, sin
resultados.
-Pues
deberías estar agradecido por todo lo que te has divertido conmigo;
ahora tendrás que buscarte otro juguete.
Otra
vez aquella frialdad que se le clavaba como un puñal... La ira
mordió en Darial con fuerza; apretó los puños y dijo, con voz
ronca:
-Tengo
dos guardias esperando ahí fuera; puede que te revuelvas como un
gato, pero veremos qué haces cuando te sujeten contra la cama
mientras yo te la hundo en ese trasero tuyo que estoy seguro de que
no me ha olvidado...
Algo
se rompió dentro de Caradhar; sintió un extraño latido en las
sienes, una sensación que no había experimentado en años, desde
aquel día que había abandonado Elore'il. Toda una vida de muda
sumisión a aquella serpiente de ojos amarillos comenzó a pasar
factura... Violentamente lanzó al alquimista sobre la cama y lo
clavó en ella por las muñecas, inmovilizándolo bajo su cuerpo;
Darial trató de moverse, pero aquel ya no era el niño indefenso de
antaño.
-Si
tuviera el más mínimo interés, Darial -espetó Caradhar, con los
ojos clavados en él- te daría a probar ahora mismo un poco de tu
propia medicina. Pero lo cierto es que eres, con diferencia, el peor
compañero de cama que te tenido jamás; así que apártate con algo
de dignidad, porque no voy a volver a dejarte que me pongas las manos
encima.
-Adhar...
-el alquimista jadeó, con los ojos fuera de las órbitas.
Un
clamor amortiguado llegó desde el otro lado de la puerta. Se oyeron
voces y sonidos de pelea; al poco rato la pelea cesó, y la puerta
cedió por efecto de una patada certera. Cuando Sül entró, hecho
una furia, se encontró con el inesperado espectáculo de Caradhar,
sin camisa, sujetando al Gran Alquimista sobre la cama. La atención
de Darial se volvió a la entrada durante unos segundos. El dotado ni
siquiera giró la cabeza; sabía perfectamente quién era.
-No
vuelvas a llamarme Adhar -ordenó a su prisionero, con desprecio-.
Suena repugnante cuando viene de ti.
La
burbuja de ira estalló, y el joven pelirrojo recuperó su humor
habitual; ni siquiera deseaba seguir tocando a aquel elfo, así que
lo soltó y terminó de vestirse. Tanto el Sombra como el rubio
alquimista lo miraron sin saber como reaccionar.
Y
entonces, los Maedai de la Casa hicieron su aparición por la
maltrecha puerta.
-¿Puede
alguien explicarme qué ha pasado aquí? -preguntó la Dama Corail.
Sül y Darial se sintieron imperiosamente obligados a responder, pero
el Sombra fue más rápido.
-Esos
de ahí fuera no me dejaban pasar así que tuve que dejarlos fuera de
combate y patear la puerta porque creí que el Gran Alquimista
estaría intentando metérsela a Caradhar pero cuando entré era él
el que estaba subido encima de esa rata -desembuchó, sin pausa;
cuando calló, tragó saliva, y en cuanto a Darial, se puso lívido.
La
Maeda no dijo nada, sólo frunció el ceño. Lord Navhares, en
cambio, lanzó una mirada airada al Gran Alquimista, que se incorporó
tan rápido como pudo e inclinó la cabeza.
-Os
ruego que me dispenséis, mi Señora... no... -Darial no pudo
terminar la frase.
Corail
hizo una señal afirmativa y el alquimista salió como una
exhalación.
-No
imaginaba que te las habías arreglado para llevar al Gran Alquimista
de la Casa a ese extremo... -suspiró la elfa, mirando a su hijo.
-No
hay nada más de que hablar entre nosotros. Creo que lo ha
comprendido muy bien -respondió este, con calma.
-Mi
Respetada Madre -preguntó el Maede, y a Sül le pareció detectar un
matiz corrosivo en la manera que tuvo de pronunciar esas palabras-:
¿puede explicarme qué significa todo esto? ¡Sül, explícame...!
-¿Ya
has olvidado lo que te he enseñado sobre la voz de mando? -lo
interrumpió ella- No es para usarla libremente, ni en presencia de
los nuestros, a menos que no haya otro remedio -el elfo más joven se
mordió los labios. En cuanto a Sül, cerró los ojos por un segundo
y se estremeció. Joder,
lo que nos faltaba, pensó.
Ahora
el crío también es un mecanismo de dar órdenes andante. Dioses...
en qué acabará esto...- Sül,
el Maede y Caradhar van a tener unas palabras en privado. Si
quisieras acompañarme, me podrías poner al día de vuestro viaje a
Therendanar.
El
Sombra no pudo sino obedecer. Siguió a la Maeda fuera de la
habitación tras echar una última mirada al dotado, que se la
devolvió con calma. Aseguró la puerta lo mejor que pudo y caminó
tras ella; se dio cuenta entonces de que Niliara los seguía a cierta
distancia.
La
dama preguntó si había sucedido algo digno de mención en aquellos
días; no había gran cosa que contar, y así se lo hizo notar el
joven. Luego se interesó por algunas trivialidades de Therendanar; y
luego su tono se volvió más íntimo. Sin dejar de caminar, se
volvió al Sombra y preguntó:
-¿Cómo
es tu relación con Caradhar?
Sül
se sorprendió por aquella pregunta. Tragó saliva, antes de
responder:
-Por
mi parte, es igual que lo ha sido desde que volvió a la Casa, Su
Excelencia.
-Por
tu parte... ¿y por la suya? ¿Qué siente él por ti, Sül?
El
elfo dudó, durante unos segundos. No se fiaba de la elfa; pensaba
que Caradhar estaría infinitamente mejor fuera de aquellos muros,
lejos de aquella familia. Y sin embargo... No sabía si era el efecto
de la poción, o la extraña calidez en la voz de la Dama Corail; o
bien la necesidad que tenía de hablar con otra persona, aunque fuera
ella, sobre su tormento particular...
-No...
no lo sé. Hay veces que creo que me necesita; pero hay otras
ocasiones en las que tengo la impresión de que, si desapareciera, ni
siquiera se daría cuenta; seguiría con su vida como si nunca
hubiera estado ahí. Duele tanto que no puedo...
Sül
calló, avergonzado por haber revelado su mayor debilidad a alguien
en quien nunca había confiado. Corail no habló enseguida, sólo
suspiró.
-Vivimos
tiempos muy difíciles, Sül. Después de todos estos años de
batallar, te sientas a pensar y te das cuenta de que lo único que
deseas es la compañía de los tuyos. Persevera; pégate a él; haz
todo lo posible porque no quiera dejarte ir. Porque si no lo haces...
es muy posible que lo perdamos los dos.
En
el rincón más discreto del aposento Caradhar aguardaba en silencio
mientras el Maede, con las manos apoyadas sobre la ventana, se
decidía a hablar.
-Mi...
la Dama Corail me ha contado que tú eres... -dijo, al final, sin
volverse a mirarlo-. Es curioso: ahora me cuesta trabajo
pronunciarlo; madre.
Ni siquiera sé cómo era ella.
-Nadie
importante...
-¿Nadie
importante? ¿Eso es lo que piensas? -en la voz del Maede comenzaba a
vibrar la irritación.
-Mi
Señor: su madre es la Dama Corail. Esa es la única verdad que todos
conocen, y lo único que importa.
-¿Cómo
te resulta tan fácil? Mi
Señor.
Pero, de hecho, no lo soy; de hecho, soy tu... -tuvo que forzarse a
continuar- Sí, qué fácil: me sueltan una verdad como esa, me dicen
que tengo que callar para siempre y que tengo que olvidar lo que
siento. Pero no puedo olvidarlo; te miro, y miro mi reflejo en este
cristal, y no puedo ver lo que se supone que es lo correcto. Si soy
un monstruo por quererte de esta forma... seré un monstruo. No me
importa.
Caradhar
no dijo nada.
-Podría
obligarte -continuó el más joven, con voz extrañamente serena-.
Mi... madre ha cumplido su palabra y me ha permitido usar la poción.
Podría ordenarte que...
Veo
que esa parte no se la ha contado, pensó
Caradhar. Permaneció callado, esperando a ver si el chico se
decidiría a cumplir su amenaza.
-Por
favor, ven aquí -el dotado hizo lo que le pedía y se alzó junto a
él frente a la ventana; Navhares buscó su mirada-. Necesito que
hagas algo por mí; necesito que me mires a los ojos, me tutees y me
digas que soy tu hijo. Quiero oírtelo decir.
Caradhar
continuó mirando por el cristal; también era difícil para él...
El Maede aguardaba, ansioso, y el elfo de más edad comprendió que
no perdía nada por intentarlo. Se volvió, y fijando sus ojos rojos
en aquellos oscuros iris de color corinto, dijo:
-Eres
mi hijo.
Lord
Navhares frunció el ceño con expresión torturada; después apartó
la vista.
-No
funciona. No sabes mentir; tú tampoco lo sientes.
"Escucha:
no voy a decir nada. Le haré caso a ella y pretenderé que no me he
enterado. Y no voy a obligarte; no soy tan... miserable. Pero tampoco
voy a rendirme: esperaré. Si tengo que esperar a que dejes de verme
como un niño, esperaré. Al menos, tengo muy claro que no me ves
como a un hijo.
Navhares
volvió a sorprender a Caradhar, y no por última vez. El muchacho se
dirigió a la salida; pero antes de marcharse, se volvió y dijo:
-Ah,
en cuanto a ese alquimista: no me importa lo más mínimo que sea el
que prepara nuestras pociones, no creas que voy a dejar que vuelva a
acercarse a ti. Con las zarpas de ese guardaespaldas ya tengo más
que suficiente.
Y,
diciendo esto, salió de la habitación.
El
Caballero Lenkares se hallaba en el Gran Laboratorio de Casa
Elore'il, en compañía de Darial y sus asistentes, ante la
habitación en la que se custodiaba al prisionero del norte. La
presencia de extraños en aquel lugar era inusitada, pero el
diplomático se encontraba allí en representación de su principado.
El Gran Alquimista hacía gala de un curioso humor, como el humano no
pudo dejar de notar; Darial trataba de mostrarse profesional, pero
cierta cuestión no dejaba de rondar su cabeza.
-¿Y
dice que ninguna de las pociones que probaron sobre él surtió
efecto? -preguntó, centrándose en el problema que lo ocupaba- Es
casi increíble... Estoy al corriente de algunas de las fórmulas con
las que cuentan en Therendanar y sé a ciencia cierta lo que pueden
llegar a soltar la lengua de cualquiera... Este no es un elfo
corriente... -Darial frunció en ceño- Y los métodos...
convencionales, ¿también fracasaron?
-Su
Señoría... me pone en un aprieto... -Lenkares mostró una
incomodidad muy civilizada- Nosotros, a uno de su raza... Tenga mi
palabra de que hemos intentado con él... todo lo humanamente
posible.
-Entiendo.
Darial
echó una mirada al elfo; la verdad es que no había causado ningún
problema desde su llegada a la Casa; de hecho, y aunque apenas
hablaba, se mostraba educado y cortés con sus captores, agradecía
los alimentos que le ofrecían y no parecía tener ninguna intención
de escaparse. A menos, claro está, que fuera un actor consumado.
-Bienvenido
a mis dominios, señor... -le dijo Darial al prisionero, con voz no
exenta de sorna- ¿cómo debo dirigirme a usted?
El
elfo lo miró con calma y respondió, al cabo de unos instantes:
-Como
ya dije a los compañeros de ese caballero humano, mi nombre es
irrelevante; pueden llamarme lo que quieran, pues no creo que cambie
la opinión que se han formado sobre mí.
-¿Por
qué se quedó en Therendanar? Pudo haberse marchado con los demás
elfos de Misselas cuando tuvo la oportunidad. Ahora es imposible que
lo consideremos otra cosa más qué un espía. Nadie resiste las
artes alquímicas de esa manera sin tener algunas habilidades
excepcionales; lo sabe, ¿verdad?
El
elfo no respondió; se limitó a sostener su mirada de forma
pacífica. Y, de alguna manera, aquella actitud indiferente le
recordó al Gran Alquimista a Caradhar. Sintió cómo lo dominaba la
irritación; de pronto, deseó poner las manos sobre aquel
desconocido y retorcerle el cuello hasta hacerlo hablar... Claro que
era otro cuello aquel que realmente quería tener a su merced...
junto con el resto del cuerpo, para poder saciarse a placer antes de
hacer que gritara...
-Entiendo
lo que ha de hacerse, y me ocuparé de ello, Caballero Lenkares -dijo
el alquimista, con brusquedad- Debo pedirle que continuemos esta
entrevista en otro momento, porque tengo cosas que hacer. Si me
disculpa... Y tú, -añadió, dirigiéndose a su asistente principal-
ven conmigo.
Lenkares
lo miró con sorpresa, pero inclinó la cabeza y permitió que lo
escoltaran fuera del laboratorio. En cuanto al cautivo, no pareció
inmutarse; tan sólo observó, con interés, cómo se alejaba el Gran
Alquimista con paso rápido y nervioso.
Darial
se encerró en sus aposentos, seguido por su asistente; el joven
elfo, que era el mismo que había acompañado a Lord Navhares en su
visita a Therendanar, sintió cómo su corazón se aceleraba, porque
sabía que aquello no presagiaba nada bueno para él.
-Desvístete
y échate en la cama -ordenó el alquimista, con voz fría- Necesito
relajarme o no podré concentrarme para trabajar; y no queremos eso,
¿verdad? -y tomando un trozo de tela gruesa, añadió-: Y usaremos
esto para que no grites demasiado... Tan sólo lo suficiente para que
yo sepa que tú también estás disfrutando...
El
muchacho tembló; lívido, se despojó de sus ropas. En su cuerpo
esbelto se apreciaban gran cantidad de cicatrices, algunas de ellas
bastante recientes. Se tendió en la cama y Darial le ató los brazos
al cabecero; después le colocó la mordaza y, tras pensárselo, le
vendó los ojos también. No quería mirarlos por accidente y
comprobar que no eran de color carmesí....
El
alquimista no se molestó en desvestirse; se esmeró todo lo que
pudo, sin embargo, en herir y humillar al muchacho que estaba
tendido debajo de él mientras lo tomaba. Oyó los latidos desbocados
de su corazón, que lo espolearon para recrudecer sus ataques.
Contempló las cicatrices de su cuerpo, que era mucho mejor que el
del dotado, pensó, porque no las hacía desaparecer como por arte de
magia: permanecían allí, como mudo recordatorio de que una mano
dominante las había causado. El aire estaba lleno de los gritos
amortiguados que la mordaza no conseguía sofocar, y sonaban como
música para sus oídos, porque podía imaginarse que eran sus labios
quienes los lanzaban...
A
punto de eyacular presionó el pálido cuello del muchacho, sólo por
el placer de ver las marcas de sus dedos en él; el joven elfo se
retorció, desesperado. A duras penas consiguió Darial contenerse
para no seguir apretando mientras su placer era vaciado en el
interior de su asustada pareja. Echó mano de la sábana para cubrir
el rostro enfrente de él, porque ni tan siquiera quería ver la
escasa parte que quedaba expuesta; la tela de satén se adaptó a sus
contornos como una segunda piel, y se extendió a ambos lados como un
halo vaporoso; rojo.
El
alquimista sintió cómo ese color velaba su visión; se inclinó
sobre el rostro oculto y lo acarició con delicadeza, y besó los
relieves que formaban sus labios. Tenía un nudo en el estómago, y
deseos de gritar.
Cuando
lo tomó por segunda vez, con una ternura que no le había conocido
jamás, el joven elfo no fue capaz de decidir cuál le había
resultado más aterradora.
En
los días que siguieron, Sül apenas se despegó de su protegido; no
es que fuera realmente necesario, porque el Maede había tomado
cartas en el asunto para garantizar la seguridad del dotado. Pero
aquello no bastaba al Sombra; debía cerciorarse con sus propios
ojos.
Aunque,
por supuesto, era imposible permanecer junto a él las veinticuatro
horas del día; alguna vez debía ausentarse, y cuando lo hacía, su
mente se concentraba en acabar rápido con lo que fuera que tuviera
entre manos. Por aquel motivo se hallaba más distraído que de
costumbre; y, preocupado por cualquier movimiento que pudiera
producirse en torno a Caradhar, no se le pasó por la cabeza que el
objetivo pudiera ser él.
El
ataque le llegó por la izquierda en un corredor desierto. En
condiciones normales es más que probable que hubiera oído
aproximarse a su agresor, pero no era el caso... Un puñal le pasó
rozando el costado; no llegó a tocarlo gracias a los reflejos
entrenados del Sombra, que parecían actuar casi inconscientemente.
Esos mismos reflejos hicieron que sus manos salieran disparadas; la
izquierda, a agarrar el brazo agresor por la muñeca; la derecha, a
aplicar un golpe con el puño al lugar donde debería estar la cara
del misterioso atacante. Ninguna de las dos falló.
Acto
seguido, Sül retorció aquel brazo para obligarlo a soltar el puñal;
cayó al suelo con un eco metálico que casi ahogó el característico
silbido de una hoja saliendo de su vaina. Casi... Pero al Sombra no
le pasó desapercibido: se volvió, asió el otro brazo y aplicó un
rodillazo al estómago de su contrincante. Mientras este se doblaba,
gruñendo, el joven elfo golpeó la mano del arma contra la pared.
Otro
suave silbido llamó su atención hacia los pies del enemigo. Una
hoja en la bota, pensó,
y casi le entraron ganas de echarse a reír. El pie fue disparado
hacia su pantorrilla, aunque lo esquivó casi sin echarle una mirada.
Al Sombra no se le habían pasado las ganas de divertirse, pero su
neidokesh le había grabado en fuego una regla de oro: 'los juegos
son para la sala de entrenamiento; ahí fuera se trata de ganar lo
más rápido posible. La crueldad es un sentimiento, y los
sentimientos llevan a la derrota'. Liberando la mano derecha,
proyectó los nudillos hacia el cuello de su oponente para dejarlo
inconsciente y lo tumbó.
Todo
sucedió muy rápido; Sül miró al caído y, casi al momento, el
sonido de unos pasos volvió a ponerlo en guardia: Era Niliara, que
se acercaba por el corredor; llevaba un par de hojas arrojadizas en
la mano que se ocupó de volver a guardar, con despreocupación. El
joven se relajó, aunque preguntó, con ironía:
-¿Te
lo has pasado bien? Gracias por dejarme toda la juerga para mí solo.
-¿Querías
que te ayudara? ¿Con este tipo patético? Habría sido un insulto,
¿no crees? -la elfa se arrodilló y examinó al caído; era un elfo
ordinario vestido con ropas negras- Aunque más me valdría haberlo
hecho: Definitivamente estás oxidado, Sül.
-¿Oxidado?
¿Por qué infiernos...?
-Porque
lo has matado -Niliara hizo girar la cabeza del elfo a ambos lados,
sin obtener ninguna reacción-. Le has roto la tráquea. Buena suerte
si quieres obtener alguna información de él.
Sül
frunció los labios. No había pretendido matarlo; en el pasado se
habría llevado una buena tunda por ser tan descuidado. Se preguntó
si, inconscientemente, no habría deseado hacer pagar a aquel tipo
toda la frustración acumulada que arrastraba por entonces...
-¿Para
qué? -dijo al fin- Estoy casi seguro de que sé quién ha sido el
amable cabrón que me lo ha enviado.
-Bueno...
Si la valía de una persona se mide por la calidad de sus enemigos,
esto no dice mucho de ti. El tipo era un simple asesino, carne de
Zanja. Alegra esa cara: un noble casi seguramente te habría enviado
un Darshi'nai.
-No
es un jodido noble -gruñó Sül.
-No,
no lo es; pero yo me andaría con cuidado. Sé a quién tienes en
mente, y dada su posición en la Casa es posible que pronto se
plantee recurrir a uno. Y tu problema, Sül, es que tu mente no está
centrada -el Sombra no respondió-. Pero una cosa es cierta: nuestro
Maede parece haber olvidado su encaprichamiento con tu dotado, al
menos por el momento. ¿No te hace eso afortunado? -como el elfo
continuó callado, ella insistió- ¿Tienes alguna idea acerca de a
qué se debe ese cambio?
-Que
me registren... A lo mejor se ha enamorado de su mujer... -comentó
Sül, con sorna.
Niliara
le lanzó una mirada muy significativa. Comprendió que no merecía
la pena insistir, así que no hizo más preguntas.
-Hay
algo que le preocupa.
El
prisionero elfo que no quería revelar su nombre miraba fijamente a
Darial, que mostraba uno de los rostros más lúgubres que era
posible imaginar. Estaban en medio de una sesión de interrogatorio;
el alquimista había suministrado al prisionero una dosis de poción
que actuaba como un suero de la verdad: hacía imposible que quien lo
ingiriera fuera capaz de concentrarse. Cualquier intento de enfocar
los pensamientos tenía como resultado un insoportable dolor de
cabeza, y al cabo de un tiempo sumía al receptor en un estado de
semi-inconsciencia: la preguntas fácilmente obtenían respuestas a
nivel subconsciente.
No
funcionaba, como de costumbre. El prisionero había recibido una
dosis mayor del doble de lo aconsejado; espasmos de dolor lo sacudían
de vez en cuando. Y he aquí que no sólo no se doblegaba a la poción
sino que, además, se permitía hacer una amable observación sobre
las inquietudes de su torturador. Darial estaba exasperado.
-Por
supuesto... ¡me preocupa que, en vez de contarme todo lo que quiero
saber, se dedique a preguntarme por mi salud! ¿Cómo puede tomarse
esto con esa despreocupación? ¿Quién diablos es usted?¿Entiende
que alguien así nunca podrá abandonar estos muros?
Darial
no podía quitarse de la cabeza la impresión que les había causado
el interrogatorio que la propia Maeda había realizado, días atrás:
aquel elfo había resistido a la voz de mando. La prueba lo había
dejado extenuado: había enrojecido, había temblado, y su frente se
había cubierto de sudor. Finalmente se había desmayado; pero había
aguantado las preguntas sin despegar los labios.
Pruebas
posteriores habían ofrecido los mismos resultados. Tanto la Maeda
como Darial, únicos testigos, se habían quedado también sin
palabras. Darial se apresuró a sugerir a la Dama Corail que su
prisionero podría ser el responsable del asesinato de Lord Killien;
ella no dijo nada, salvo recordarle al alquimista la discreción
extrema que requería un asunto como aquel.
-No
se equivoque... -respondió el cautivo- Por supuesto que me concierne
mi suerte... ugh... pero no veo por qué no podría emprender, al
menos... una relación cordial con la persona de quien voy a depender
en el futuro... Prefiero, con mucho, estar entre los míos antes que
con los humanos...
-Ha
de saber -Darial apretó los dientes- que, de una forma u otra,
obtendré lo que quiero saber de usted, aunque tenga que extraerlo de
trozos palpitantes de su cuerpo...
-Por
favor... -el elfo se permitió sonreír- No se rebaje al nivel de los
humanos. Escuche: yo también estoy cansado de todo esto. Pero en
el... caso de que quisiera hablar, necesito saber que... clase de
persona estoy tratando, y si puedo confiar en usted... Y es evidente
que hay algo muy grave que ocupa sus pensamientos...
Darial
torció la boca. El agente que había mandado para librarse de ese
maldito guardaespaldas había fallado. Además, a todas las
preocupaciones que tenía se había añadido una conversación que
había mantenido con el Maede. En realidad había sido un monólogo,
pues él sólo había podido escuchar, conteniendo la indignación,
cómo aquel joven se permitía ordenarle que se mantuviera alejado de
su dotado. Su
dotado...
¡menuda broma! Aún recordaba los días en que Caradhar sólo era un
pequeño bastardo ignorado. Él lo había tomado bajo su protección;
él le había proporcionado formación, cultura, modales... Si había
alguien que pudiera llamarlo 'mi dotado', ese debía ser él... y no
ese chiste de Maede que hasta hacía poco no sabía sonarse las
narices sin ayuda.
El
alquimista ahogó una pequeña voz dentro de él que le recordaba que
había sido la propia elección de Caradhar la que lo había puesto
fuera de su alcance. No; sólo necesitaba un tiempo con él;
entonces, sería capaz de domarlo de nuevo; recibiría su pequeño
castigo por lo que había hecho, por supuesto, pero volvería a
pertenecerle.
Como
debía ser.
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