Navhares y Deilessa (Ilustración de Mar Espinosa)
—La
diplomacia es un talento vital para una noble. Te permitirá componer
un segundo rostro, uno que muestre solo lo que tú desees mostrar.
—¿Un
segundo rostro? ¿Como una máscara?
—Aún
mejor, ya que nadie se dará cuenta de que lo llevas y se ajustará a
lo que tu oponente espere ver en ti. Una última pregunta: ¿qué se
hace al recibir al embajador de un principado aliado, como Varemethe
o Nithadia?
—Se
mide la proximidad de acuerdo con su... relevancia. Con los aliados
más cercanos nos mostraremos más accesibles para que puedan
presentarnos sus respetos.
—Excepto...
—Excepto...
Eh... ¡Excepto si son regiones sometidas por un tratado de paz! En
cuyo caso hemos de mantener la distancia y evitar el contacto.
—No
vaciles al responder, son cuestiones que has de manejar con soltura.
Ni varíes tu tono al hacerlo, no estás tomando parte en un
concurso.
—Sí,
mi respetada abuela.
—Muy
bien. Y ahora saluda al consorte de la Senniam con corrección.
La
interpelada se inclinó ante el único espectador de su clase de
protocolo, le tomó la mano y se la llevó a la frente. Solo entonces
la voz de su examinadora perdió la rigidez que la había
caracterizado hasta entonces; la lección había terminado.
—Muchos
cuentos y salidas al jardín y no los suficientes libros de texto.
Pero creo que haré de ti una Maediam digna de nuestra Casa. ¿No lo
crees así, hijo mío?
—Estoy
seguro, mi respetada madre.
La
madre
y abuela
se ajustó la manga de su vestido y apartó un mechón rojo de su
mejilla. A pesar de sus títulos, Corail de Elore'il seguía siendo
un elfa joven que en absoluto aparentaba tener descendencia hasta el
tercer grado. Acarició con cariño la cabeza de su pretendida nieta,
obedeció la petición muda de los ojos de su pretendido hijo y
abandonó la estancia. En cuanto se quedaron solos, el adulto miró a
todos lados con actitud conspiratoria, apartó una cortina, husmeó
tras algunos muebles y luego regresó junto a la pequeña, quien a
duras penas aguantaba la risa ante la seriedad que su padre ponía en
la tarea. Era un juego privado de ambos, buscar Darshi'nai espías en
las habitaciones. Tras concluir su inspección, abrió los brazos;
olvidadas las formalidades, la elfa saltó a ellos como habría hecho
cualquier crío de nueve años.
—¡Padre,
qué bien que me hayan permitido venir! —exclamó, estrujándolo—.
¡Me moría de ganas de verte!
—Lamento
haberme perdido celebrar el solsticio contigo, Lessa. Para
compensarte traigo un regalo para ti: te he mandado copiar e ilustrar
las historias de cuando la diosa encendió las luces del cielo. Vas a
ser la primera de Argailias en conocerlas.
Navhares
sonrió y estudió a su preciosa hija Deilessa, su larga cabellera
casi nívea, los ojos de color corinto heredados de él. Era
afortunada, había recibido de Corail más mimos y atenciones que
ningún otro miembro de su familia. Sin embargo, eso no significaba
que su vida fuese fácil: el aprendizaje también robaba a la
heredera de Elore’il más tiempo que a todos los demás jóvenes
nobles, y pasaba largas temporadas aislada de los suyos. Cuando tenía
la suerte de visitar a sus padres, aprovechaba cada instante de
intimidad al máximo, sobre todo si se trataba de Navhares. Su madre,
la Senniam, nunca se sacudía del todo la estricta etiqueta de
palacio; su padre, en cambio, no dudaba en saltarse el protocolo
siempre que daban esquinazo a los testigos molestos. Era un joven de
veintiún años, después de todo, aún un niño para los estándares
élficos. Un niño que había tenido que crecer demasiado deprisa.
—¡Ya
me he aprendido el mapa completo del continente! —anunció la
pequeña con orgullo—. ¡Y los nombres de los Maedai de todas las
Casas!
—¿De
todas?
—De…
¡casi todas! Y de los nobles y consejeros de Therendanar.
—Muy
bien. La Maediam de Elore'il es una dama aplicada, responsable y
culta. ¿Y la elfa Deilessa? ¿Qué ha hecho ella estos días? —Le
hundió la nariz con el índice, maniobra que siempre era
recompensada con una risita aguda.
—Me
he leído todos los relatos que me trajiste, todos. Los he escondido
en el anaquel de mapas viejos. Y ya sé más palabras de la antigua
lengua, y he practicado la caligrafía, y…
—¿Y
has terminado tu campo de batalla en miniatura para que se pasee tu
dragón?
—¡Sí,
y con una cueva para que pueda esconderse a dormir! Aunque, hum, el
tuyo sigue siendo más grande y más bonito.
El
juguete favorito de Deilessa era un dragón mecánico que su padre le
había hecho traer de Therendanar, una joya de la artesanía humana
para la que disfrutaba diseñando escenarios. Era su tesoro, lo que
no impedía que codiciase la pieza aún mayor que Navhares guardaba
en sus aposentos. Este la taladró con una mirada crítica.
—Ya
te he dicho muchas veces que no es correcto desprenderse de los
regalos, y ese me lo entregó alguien muy importante para mí. Para
merecerlo tendrías que convertirte en la elfa más sabia, la más
justa, la más encantadora y la que mejor supiera contener la risa.
—¿Contener
la risa?
Dio
comienzo una batalla de cosquillas que fue perdida de antemano por la
chiquilla, a tenor de sus escandalosas carcajadas. Cuando se
percataron de que la puerta se había abierto y tenían público ya
era tarde para esconder las túnicas arrugadas, los mechones de pelo
enredados y las mejillas rojas. El recién llegado era un muchachito
guapo y elegante cuyas impolutas vestiduras blancas arrastraban por
el suelo. Su melena —tan clara como la de ella— y facciones
serenas revelaban el parentesco materno. El tono de sus iris era
menos intenso que el de Deilessa y Navhares, pero sus destellos
rojizos no carecían de fuerza. Chispeaban incluso entonces, a pesar
de toda la frialdad que destilaban ante aquella escena.
—Mi
respetado padre, hermana —saludó, muy compuesto—. Es muy poco
digno comportarse así en palacio. Confío en que no se repita.
Ella
se posó en la alfombra y alisó a manotazos su atuendo. Cuando se
encontró de frente ante su hermano estiró el cuello para besarle la
mejilla; él no se movió ni manifestó interés alguno en que lo
tocase. Era obvio que esperaba un saludo formal, según atestiguaba
su ceja enarcada hasta media frente. A Deilessa le fascinaba la vida
independiente que parecían disfrutar ambas cejas —las suyas subían
y bajaban a la vez— y su maestría al componer muecas de desdén
sin apenas mover músculos. Tras acallar a base de mordiscos en la
lengua un comentario al respecto, se limitó a hacer una reverencia,
el saludo público de los Maedai ante el Sennim heredero.
—Mereios,
¿no vas a besar a tu hermana? Difícilmente atentaremos a la
dignidad si nadie nos ve.
—Nuestro
último encuentro fue hace poco, tres semanas. No veo la necesidad.
Navhares
ahogó un suspiro. Consideraba un fracaso por su parte que su
primogénito, que aún no había cumplido los once años, ya se
condujese con la rigidez de su cargo. Él era su padre y eso debía
contar para algo, pensaba, por más que su educación estuviera a
cargo de su familia política. Sin embargo, era tan difícil… Ser
el consorte de la Senniam, tener hijos, hacer de ellos niños felices
y futuros gobernantes… Y todo cuando él mismo era un chiquillo
desencantado de Argailias cuyo corazón estaba lejos.
—Padre,
hay algo de lo que quisiera hablaros. —Mereios decidió ignorar a
su hermana—. En breve comenzará mi instrucción militar con el
veterano de los maestro de armas.
—¿Qué?
Eres muy joven para eso. —Era cierto; los nobles elfos solían
iniciar su entrenamiento con la adolescencia, a los veinte o
veinticinco años.
—Pero
la guerra continúa en el norte y mi respetado abuelo tiene una edad
avanzada. Cuando sea Sennim habré de estar más preparado que nadie,
tanto en las artes teóricas como en la práctica, y ya que vos
seguís repitiéndome que renuncie a fortalecerme con las fórmulas
de Elore’il, tendré que hacerlo con mi propio esfuerzo.
Aquella
era una cuestión que Navhares ya había discutido con su hijo en
varias ocasiones sin que sus pobres argumentos lograsen convencerlo.
Era lógico: en torno al chico, todo el Distrito de los nobles hacía
uso de filtros y pociones mientras ellos se abstenían de aprovechar
la maestría del mejor laboratorio de la ciudad. Por desgracia, poco
podía hacer su padre para que entendiese sus auténticos motivos,
pues Mereios era aún demasiado joven para escuchar que poseía
sangre de tejedores y que la alquimia la contaminaría.
—Decidme
entonces cuándo accederé a usar la voz de mando.
—Aquí
no la necesitas.
—Vos
la usasteis durante un tiempo, me lo han dicho.
—Después
de mi boda. Espera a casarte para volver a pedírmela.
—Algún
día seré el Sennim. No os atreveréis a negármela entonces.
Tan
similar a él en su infancia… Aquello fue más de lo que Navhares
alcanzó a soportar. Sus ojos se convirtieron en dos rendijas
implacables.
—Tú
te convertirás en el Sennim, cierto, pero yo seguiré siendo tu
padre. El uso de esas estúpidas pociones es uno de los pocos
aspectos de tu educación que dependen de mí y yo te digo que
ninguno de nosotros se envenenará con ellas. Y será así porque
Deilessa y tú me importáis y pretendo lo mejor para vosotros, ¿me
has oído?
La
tensión era tan palpable que la niña empezó a tironear del encaje
de su manga hasta rasgarlo para ocultar su incomodidad. Por suerte
para todos, Mereios se avino a cambiar de tema.
—Al
menos me enseñaréis estrategia, ¿no, padre? Todos hablan sobre lo
acertado de vuestro parecer a la hora de desplazar tropas, defender
posiciones y anticipar movimientos. Sorprendí a mi instructor
comentando que ignoraba quién os había formado. El veterano de los
maestros de armas de Elore’il no tiene la excelencia del de
palacio.
—Eso
es… fruto de mis lecturas y de la intuición. —Navhares se
maldijo en su fuero interno. Detestaba mentir a sus hijos—.
Llegarás a ser un gran estratega; mucho mejor que yo, que no pasaré
de consejero.
—Sí,
yo también lo creo. Al fin y al cabo, solo sois el consorte de mi
respetada madre. Por cierto, el Sennim está reunido con el consejo y
quiere veros.
—Iré
enseguida. ¿Charlarás con Deilessa mientras estoy fuera?
—Me
ofrecí a venir a avisaros, eso es todo. Tengo mejores cosas que
hacer que perder mi tiempo de lecciones con una niña pequeña. Si me
disculpáis.
El
antiguo Sennim de Elore’il observó con desaliento cómo se alejaba
su hijo por el corredor, seguido a cierta distancia por la sombra de
su dotado personal. Su soberbio, su distante hijo… Un golpecito en
el brazo dirigió su atención a otro rostro mucho más cálido.
—Estaré
bien, padre. Leeré un libro, pasearé por el jardín o haré un
dibujo de lo estirado que se vuelve Mereios cuando se pone a hacer de
Sennim. Se le da muy bien lo de llevar la máscara.
—¿Qué
máscara?
—Oh,
lo que me estaba enseñando la abuela. Porque debe ser eso lo que
hace, ¿no?, practicar diplomacia escondiendo su cara amable debajo
de la de sorber medicina amarga. Bueno, no tardéis, ¿eh?
El
ingenio, la picardía y el guiño de aquellos ojos tan similares a
los suyos devolvió el buen humor a Navhares. Tras despedirse con un
beso acudió a la llamada de su suegro, decidido a abreviar su
ausencia al máximo. Las oportunidades de pasar un buen rato con su
hija no se presentaban a menudo.
La
antesala del Consejo carecía de ventanas que aligerasen la pesada
atmósfera de enormes candelabros y recargados muebles. El sillón
tallado y dorado del gobernante de Argailias presidía una mesa
ovalada con dieciséis asientos menos ostentosos; cruzando las
puertas del fondo se accedía a una amplísima estancia donde tenían
cabida todas las Casas nobles, si bien únicamente se empleaba en
épocas más conflictivas o solemnes. Navhares saludó con una
reverencia, aceptó las de los consejeros y ocupó uno de los dos
huecos libres.
—Ah,
Navhares, bienvenido. —Fue el Sennim quien tomó la palabra—.
Discutíamos la sorprendente retirada de las restantes tropas de la
coalición del norte. Los barcos han despejado las orillas del río
Lamedaek y hace tiempo que no se descubren rastreadores en los pasos
de montaña que bordean Ummankor. Once años de ataques directos,
ocupación de ciudades y escaramuzas y, de repente, todo está en
calma. ¿Será el final de la guerra o una pequeña calma antes de la
tempestad?
El
interpelado estudió los catorce semblantes vueltos hacia él que lo
contemplaban con diversos grados de avidez, incluyendo un par de
desganados escépticos. Ganaba tiempo para idear alguna pregunta
razonable antes de responder la que había formulado su señor. Y
para aparentar interés.
—¿Cuántos
días han transcurrido desde los últimos reportes de actividad?
—Tres
semanas —indicó uno de los consejeros—. Ya no queda ninguna
ciudad que no se haya avenido a firmar el tratado de paz y a reanudar
cordiales relaciones con nosotros y nuestros aliados. Sus ejércitos
se han sometido a supervisión, se han negociado compensaciones.
Navhares
paseó la vista por el mapa desplegado en la mesa. El gran río
Lamedaek servía de frontera natural a Misselas, el más
septentrional de los principados en conflicto. Más
allá y hacia el oeste se extendían varias leguas de bosque antes de
alcanzar
el
macizo de Dallankor y las
ciudades al otro extremo del continente, en su mayoría comunidades
consideradas bárbaras hasta no hacía mucho a las que solían
llamar, despectivamente, los
bravíos.
Era un hecho que los misselanos habían forjado alianzas con ellas
para que tomasen parte en la contienda.
—Y
los barcos se han retirado, lo que indica que los bravíos habrán
declinado colaborar con Misselas. ¿Se han enviado exploradores a
cruzar los bosques para confirmarlo?
—Sí.
Retornadas las embarcaciones a puerto, las tropas concentradas han
sido desmovilizadas.
—¿Y
ni rastro de infiltrados en las montañas? Tenía entendido que se
había llegado a prender a algún Sombra norteño.
—O
bien sus Darshi'nai han perfeccionado sus artes hasta el extremo, o
las cavernas del valle vuelven a estar bajo nuestro dominio
incontestado.
—¿Qué
deducís de todo esto, mi vanim? —El último participante en el
diálogo representaba a los escépticos
que
veían más allá de la irrelevancia de tales preguntas—. ¿Nos
ofreceréis una de vuestras agudas deducciones?
—Da
la impresión de que la lucha por Ummankor se ha vuelto tan laboriosa
que ya no les merece la pena.
—¿Así
de sencillo? ¿Han desistido?
—Por
ahora. Habrán encontrado nuevos intereses en otros lugares,
intereses que les compensarán renunciar a la zona. O que quizá les
sirvan para reanudar los ataques más adelante, quién sabe.
—¿Qué
intereses? ¿Qué lugares?
Navhares
clavó los ojos en el consejero inquisitivo.
—¿Y
cómo voy a saberlo? Vos dirigís a los espías. Que hagan su
trabajo.
El
joven elfo recorrió a buen paso el camino de vuelta a las
habitaciones donde lo aguardaba su hija. Detestaba esas reuniones de
militares y estadistas intrigantes. No sentía la más mínima
inclinación por la política ni por las armas y todo cuanto sabía
lo había aprendido obligado por las circunstancias. Era ignorante,
aunque ese detalle tan obvio para él no lo era tanto para los
consejeros de palacio, ya que sus conjeturas siempre habían dado en
el clavo.
Todo
se remontaba a cuatro años atrás, a una época en la que se estaban
produciendo bastantes bajas entre los alquimistas y aprendices que
trabajaban en Ummankor. Las muertes, achacadas en principio a las
abominaciones, pasaron a ser tan numerosas y a dejar tantos cuerpos
detrás que hubo que rendirse a la evidencia: las criaturas de las
cavernas se llevaban los cadáveres, no podía ser obra de ellas. Los
enemigos habían dado con una manera de infiltrarse. La sugerencia de
Navhares de buscar y neutralizar un paso de montaña en un área
donde a nadie se le habría ocurrido mirar, desechada al principio,
fue puesta en práctica por algunos rastreadores, quienes localizaron
un acceso desconocido que los norteños habían estado utilizando.
Dado que el joven fue cosido a preguntas, dejó pasar mucho tiempo
antes de volver a abrir la boca. No obstante, los ataques continuados
a las caravanas de alquimistas que viajaban al norte, ocurridos
varios meses después, lo preocuparon lo suficiente para que
aconsejase a su suegro reforzar la vigilancia de varias poblaciones
consideradas seguras hasta entonces. Los ataques cesaron.
Y
así transcurrieron los meses, entre prudentes recomendaciones que
cada vez eran escuchadas con más respeto y menos recelo. Nunca
faltaban los incrédulos. El yerno del Sennim era aún un niño
inexperto de veintiún años, y si su asesoramiento daba en el clavo
debía ser porque alguien se lo susurraba a espaldas de todos.
Estaban en lo cierto… y equivocados.
Navhares
era un vidente. En sus sueños se le revelaban retazos del futuro,
visiones oníricas cuyas imágenes aprovechaba para ayudar a los
suyos. Por más que la dependencia de las pociones para paliar los
efectos de su maduración repentina hubiera ahogado en parte su
talento, la sangre de tejedores recibida de su padre era fuerte, y
una década de ser tutelado en secreto por los guías de Dervarn,
Tirsseil y Savran, habían obrado el resto: le habían enseñado a
recordar las escenas, a distinguir las aleatorias de las posibles, a
interpretarlas cuando carecían de claridad. En aquella época daba
sus primeros pasos para forzar determinados eventos dentro de sus
sueños y no depender del azar, aunque sus logros eran pobres. Los
videntes legendarios se formaban desde la niñez, su sangre era pura,
su dedicación exhaustiva; él vivía ahogado por la alquimia, lejos
de la fuente de su poder, cargado de deberes mundanos, enfrentado a
una familia que no entendía por qué se negaba a sí mismo y a sus
hijos las ventajas de las pociones. Se sentía abandonado en una
encrucijada, el único elfo en Argailias consciente de sus dos
herencias, atado a los hilos que tiraban de él en dos direcciones
muy diferentes.
La
segunda bienvenida de su hija le hizo brotar una sonrisa y ahuyentó
los sombríos pensamientos. Su alegre, su inteligente hija… Pronto
le contaría la verdad sobre sus ancestros y ella lo entendería,
incluso se llenaría de orgullo. Al mirar sus iris de color corinto
se preguntaba si desarrollaría algún talento mágico igual que
había hecho él. Y si así era, ¿qué sucedería? ¿Participaría
de su soledad en un mundo donde todos habían olvidado a los
tejedores? ¿Sería obligada, como Maediam de Elore’il que era, a
servir de puente entre ambos mundos, a obligarlos a recordar? La
responsabilidad era enorme para una niña tan pequeña.
Ni
siquiera quiso pensar en la de su hijo mayor. Le resultaba abrumador.
Ya
en sus aposentos privados —cumplidos sus deberes para proveer el
trono y el sitial de la Casa, hacía mucho que no frecuentaba la
alcoba de la Senniam—, Navhares hurgó entre sus libros y extrajo
un ensayo sobre lengua silvana camuflado bajo la cubierta de un libro
de viejas canciones. Le gustaba empaparse de la cultura de sus
parientes, los Silvanos. Disfrutaba imaginando que compartía cosas
con él,
allá en los bosques del sur.
—Cama
solitaria, lectura para caer en coma al primer párrafo... Pero qué
poco envidio tus aficiones, chiquillo.
Navhares
saltó al sonido de aquella voz surgida de la nada. Una serie de
franjas negras se materializaron a toda rapidez en el aire antes de
componer la alta, atrayente y decididamente viril figura de un elfo
con muy pocos complejos para lucirla.
—¡Vira!
—Tras la sorpresa inicial, las facciones del joven se iluminaron—.
¿Y Caradhar?
—Con
todo el dolor de mi corazón te informo de que vengo solo. No,
miento, mi orgullo herido me impide compadecerte tanto —matizó
ante la decepción que siguió a la brillante sonrisa—. Celebro
verte, Navhares. Mis más cálidos saludos a ti también, Navhares.
—Ah…
No es que no me alegre, es que… Hace varias semanas que no sé nada
de él. Y puedes ahorrarte el sarcasmo, de eso tengo de sobra por
aquí.
La
relación del Silvano y el argailiano, establecida a lo largo de diez
años de contactos furtivos, era, cuando menos, complicada. Vira,
escolta de los guías y de Caradhar, se había mantenido desde el
principio en un segundo plano mientras estos aliviaban la dependencia
del joven y lo ayudaban a desarrollar sus valiosos talentos de
vidente, un don tan raro que apenas un puñado de elfos lo
manifestaba en cada generación. Tras el distanciamiento inicial,
habían empezado a intercambiar algunas frases, inspiradas la mayoría
por la curiosidad de Navhares hacia los talentos de combate del
extranjero. Para desgracia del muchacho, Vira jugaba con ventaja —ya
lo sabía todo sobre él—, y su ligera condescendencia no pasaba
desapercibida. El Silvano pasó pronto a ser colocado en la misma
categoría que Sül, el eterno compañero de Caradhar: en la de los
males ineludibles.
—Encantadora
tu pequeña, por cierto. No se parece mucho a su hermano. ¿Estás
convencido de que los dos son tuyos?
—¡Claro
que son míos, cómo te atreves! —ladró Navhares, quien, para
diversión de Vira, siempre caía en tales provocaciones—. ¿Has
estado espiándonos?
—No
por gusto, mozo. Simplemente soy muy respetuoso y no deseaba
interrumpir vuestra intimidad. Puestos a elegir, habría preferido
darme una vueltecita por los burdeles de la Zanja antes que vigilar
el juego de dos nenitos.
—¡No
soy un nenito! ¡Y tú eres… eres…! ¡Estomagante! Por si estabas
pensando hacerlo en el futuro, te prohíbo que te acerques a mi hija.
¡A saber qué indignidades le enseñarías!
—Serénate,
los nenitos y las damas están muy a salvo de mí. ¡Qué humor! Y
eso que hoy has disfrutado de buena compañía. ¿Tanto te desagrada
que tu papá no se haya presentado?
—¿A
qué has venido, Vira? —El humor de Navhares se enfrió. La mención
de su parentesco con Caradhar solía causar ese efecto.
—A
controlar tus progresos. A aplicarte tu tratamiento. A comprobar si
has tenido sueños estos últimos días.
—A
mis sueños puede acceder Savran a través de mi mente y el
tratamiento ha de aplicármelo él en persona. ¿Cómo vas a hacerlo
tú?
—Oh,
eso… He roto mi conexión anterior y he construido una nueva. Ahora
soy el fulcro del guía, sus preciadas manos y su preciado cerebro.
Ábrete la túnica.
—¿Qué?
¿En serio te vas a ocupar del ritual? —Un nuevo desengaño al
considerarse relegado se pintó en su rostro—. ¿Y por qué he de
abrirme la túnica? Savran se limita a sujetar mi brazo.
—Savran
va a purificar tus pulmones a distancia y el procedimiento será más
sencillo cuanto mayor sea la proximidad a estos. Agradece que no
tenga que meterte las manos por el gaznate y estrujarlos en directo.
Convertirse
en el fulcro de un elfo con el talento —en un conducto para su
magia—, era un proceso que llevaba años. Otro tanto sucedía para
romper un vínculo y establecer otro, contando además con la
limitación de que pocos alcanzaban a sustentar más de uno. Solo
tejedores muy poderosos como el guía se valían de dos o tres
fulcros a la vez, y Vira había accedido a ser el segundo, su
contacto con Argailias.
Navhares
se soltó los cierres del cuello con desconfianza y expuso su pecho a
las palmas de Vira, que se acomodaron sobre sus pectorales. La
purificación era un ritual arriesgado y penoso: implicaba una
transferencia de sangre infectada al sanador a través del contacto,
sangre que este hacía suya y purgaba en su interior. Dado el peligro
que las dos partes corrían al sufrirlo, la una por la pérdida y la
otra por la contaminación, se practicaba en reducidas dosis y de
manera muy extendida en el tiempo. Navhares sabía todas esas cosas y
por eso se sorprendió al convertirse en paciente
de aquel Silvano condescendiente de lengua tan afilada; la magia
remota era la de Savran, pero el cuerpo expuesto era el de Vira.
—Gracias
—musitó, dolorido, cuando la sesión hubo finalizado—. No tenías
por qué prestarte a ello. Podría haber esperado.
—Bah,
figúrate, me ha servido de excusa para darme una vuelta por
Argailias. Dervarn anda escasa del tipo de esparcimiento que me
agrada. Para tu tranquilidad te diré que quienes esperabas no han
acudido porque se celebra una ineludible reunión de clanes, no
porque pretendiesen darte esquinazo. Escuché la sugerencia que le
regalaste a tu querido suegro. Has tenido un sueño premonitorio,
¿eh?
—Hace
cinco noches. Yo… no lo habría mencionado si no me hubiesen
convocado al consejo. No hasta obtener el beneplácito del guía, al
menos, aunque mi cabeza ha estado muy silenciosa estos días y no he
logrado pedírselo. De todas formas no les conté mucho.
—A
decir verdad… El principal motivo por el cual me he presentado aquí
es que Savran ha experimentado ciertas dificultades para acceder a tu
mente. Daba la impresión de que lo estuvieses bloqueando a
propósito.
—¿Yo?
¡Si nunca he sabido cómo hacerlo!
—Las
cosas se ignoran hasta que se aprenden. De acuerdo, hemos establecido
que el bloqueo no ha sido voluntario. ¿De qué trataba ese sueño?
—Estaba
en unas cavernas y mis ojos eran los de un alquimista. No lo supe al
principio, apenas distinguía sombras a la luz de un candil y mis
propios pies pisando con cuidado sobre las rocas de un túnel que
descendía. Después mi vehículo
bajó la vista a su cintura y descubrí la bolsa que suelen llevar
los alquimistas en sus expediciones, con ese pequeño martillo
sobresaliendo, y supe. Notaba la humedad del suelo, el tacto rugoso
de la piedra bajo la mano con el mitón. Mucho más abajo me detuve…
se
detuvo,
iluminó la pared y tomó su martillo. La luz caía sobre vetas
grises y nódulos brillantes dispersos, que él (o ella, era una
elfa)… que ella
extrajo con ayuda de su herramienta. Imaginé que estaba en Ummankor,
pues ya lo he visitado antes en sueños y conozco lo que hacen allí,
si bien me resultó extraño. El corredor estaba lleno de agua. No,
no era agua, era un líquido oscuro que lo inundaba todo, y yo sabía
que en Ummankor no trabajaban en áreas medio sumergidas. Es decir,
en realidad no lo sabía yo, sino mi vehículo. Ella llenó un
saquito de escamas grises, se escucharon chapoteos aproximándose…
Más alquimistas acudieron y hablaron a gritos, igual de
entusiasmados, y se felicitaron por el descubrimiento, y tomaron
medidas para construir un pozo y una extraña máquina para achicar
el líquido.
»Ignoro
si esto ocurrió después o si no ha ocurrido aún. Pero lo hará,
¿verdad? Hay otras cavernas similares y los norteños las han
localizado. Por eso se han retirado de la contienda, porque ya no les
hace falta luchar por lo que pueden conseguir con facilidad lejos de
Ummankor.
Vira
se acarició el labio inferior mientras ponderaba la información.
Por una vez no se asombró tras escuchar los siempre sorprendentes
presagios del muchacho; aparentaba buscar las palabras adecuadas para
responder.
—Lo
que me has contado sí que sucedió —dijo al fin—. Hace cuatro
días, para más señas, y sin faltar detalle. En un laberinto de
túneles bajo la cordillera al norte de los bosques del río
Lamedaek, lo que vosotros llamáis tierra
de bravíos.
—¿Qué?
¿Cómo…? ¿Cómo podéis saberlo si es tan reciente?
—El
asunto es de la máxima urgencia. En la actualidad no contamos con
ningún contacto activo en esa zona, ni telépatas ni fulcros, así
que uno de los descubridores abrió un portal para comunicárnoslo.
¿Sabes la energía que consume un hechizo de portal, siquiera para
transmitir unas cuantas frases? No, qué vas a saber… En
definitiva, que Savran me envió a verte no bien se enteró, y yo le
he dado poca tregua a mi pobre caballo y a mi no menos pobre trasero
para obedecer. Ahora él, Caradhar y los demás andarán a medio
camino del Lamedaek para reunirse con quienes nos pusieron al
corriente.
—¿Quiénes
son esos? ¿Y por qué es tan urgente? ¿No es positivo para
nosotros? La guerra ha acabado, al menos por ahora.
—Podría
señalar un par de inconvenientes en tu razonamiento. Para empezar,
¿quién te dice que los misselanos y compañía no van a volver a
presentar batalla en cuanto abastezcan sus laboratorios? Y con mucha
más fuerza. Estos años de escaramuzas quizá sean una anécdota
comparados con lo que nos depare el futuro.
—Nosotros
también nos prepararemos. Aconsejaré al Sennim que refuerce
nuestros ejércitos, que entrene luchadores con técnicas Darshi'nai.
Y me tienen a mí. —Alzó la barbilla con determinación—. Mis
visiones les ayudarán. Me esforzaré, en algunos años habré
aprendido a reconducirlas.
—Muy
bien, chico seguro de ti mismo. Otra cosilla: ¿te has preguntado por
qué esas cavernas son igual de valiosas para sus alquimistas que
Ummankor para los vuestros? ¿Qué crees que custodian en sus
entrañas?
—Pues…
La materia prima para las pociones más valiosas, como la voz de
mando.
—¿Que
es originada pooor…?
Las
mejillas de Navhares palidecieron.
—¿Quieres
decir que hay abominaciones? ¿Que una de vuestras… deidades duerme
allí?
—Nuestras
deidades.
—Nuestras,
de acuerdo. ¿Es cierto, entonces? ¿Hay otros Silvanos a su cuidado?
—¿Quién
supones que tejió el portal?
—No
lo entiendo. Si es tan importante, ¿por qué mi talento no nos ha
avisado con antelación? Un día nada más… ¿La magia que fluye de
las deidades no habría querido ser utilizada para impedir que
descubriesen su escondite?
—Por
no hablar de que has estado incomunicado con el guía. Muy oportuno
para que tu visión se convirtiese en el aviso de un mero hecho
consumado.
—No,
no lo entiendo —repitió Navhares, sujetándose las sienes. La
angustia por su aparente fracaso, por perder lo que lo vinculaba a
Caradhar, se apoderó de él—. ¿Mi poder ya no sirve para nada?
—Tómatelo
con calma, chiquillo, dudo que sea eso. No soy un experto, pero ¿y
si los dioses pretendían que todo eso sucediese? ¿Y si no debíamos
entrometernos?
—¿Por
qué iban a desear algo así?
—Eso
es lo que nuestros clanes han de establecer. Por lo que Savran dejó
caer, tal vez estén ocupados una buena temporada. Tendrás que ser
paciente mientras se reanudan sus visitas.
—¿Paciente?
Ya llevo mucho tiempo siendo paciente, Vira. ¿No debería
involucrarme más? Durante esta década no he pisado el exterior de
la ciudad, jamás he conocido la tierra de mis antepasados. ¿No es
el momento justo para que me permitáis ir a Dervarn? —La mirada
teñida de desilusión de Navhares chispeó con un repentino
entusiasmo—. Quizá sea peligroso y Caradhar está allí. Quiero
ayudarlo.
—Peligroso,
¿eh? Razón de más para no dejar que te acerques a diez leguas a la
redonda. Tu padre me mataría. No, miento: me obligaría a matarme
yo. Con una cucharilla, para prolongar mi agonía.
—Pero
mi talento puede ser útil. Si la conexión con Savran está
interrumpida, me necesitarán a su lado.
—La
mía no lo está, soy su fulcro. Y yo estoy aquí, ejem.
—Vosotros
siempre decís que la energía mágica fluye mucho más pura en los
bosques. ¿Quién sabe lo que sería capaz de soñar sin las
interferencias de la ciudad y del agua impura? ¡Tenéis que dejarme
experimentarlo!
—Vamos
a ver, chiquillo, eres el consorte de la Senniam y el padre de los
gobernantes venideros de palacio y de Casa Elore’il. Sería
interesante que me explicases cómo sacarte de Argailias sin provocar
un peliagudo conflicto político. Por no hablar de tus deberes
paternos.
—¿Y
mis deberes…? —Se mordió la lengua antes de pronunciar
filiales—.
Mis otros deberes con Caradhar. Mereios es inteligente, está hecho
para su futuro título, y en cuanto a Deilessa… Bien, Corail se
hace cargo de su sucesora con un mimo que me ha asombrado. No es que
aquí sea imprescindible. Para ausentarme simplemente he de comunicar
que voy a pasar una temporada de retiro en el Templo de la Luna,
meditando y agradeciendo la paz a la diosa. El tiempo dedicado a
honrarla es sagrado, nadie se atrevería a perturbarlo. Y ahora que
no hay frentes abiertos, en palacio me lo permitirán.
—Me
lanzas respuestas para todo, ¿eh? No vamos a discutir ahora,
duérmete como un niño bueno y veremos si tienes otro de esos
sueños. Hablaremos por la mañana.
—Navhares,
me resulta difícil creer que pretendes enclaustrarte en el Templo.
Tú nunca has manifestado una especial tendencia a la espiritualidad.
Tras
conseguir el beneplácito de su suegro, el joven presentó sus deseos
ante Corail. El trámite fue mucho menos sencillo; su supuesta madre
lo conocía mejor que su familia política.
—Comprendo
que para ti sea complicado aceptarlo. Después de todo, es imposible
que mis motivos sean los mismos por los que tú acabaste allí
—ironizó este, en referencia al único embarazo de la dama.
—¿Has
de mostrarte cruel? A veces eres tan digno hijo de tu padre que me
asustas —se vengó ella. La evidente ambigüedad sacó al muchacho
de sus casillas—. ¿Cuántos días planeas aislarte?
—No
es asunto tuyo. Un par de semanas, puede que más.
—Ah,
sí que es asunto mío. Tiene algo que ver con Caradhar, ¿cierto?
Pretendes buscarlo o ir con él. No te sobresaltes; te conozco, te he
criado, y sé que en todos estos años desde su desaparición habéis
mantenido algún tipo de contacto. Podría obligarte a hablar. Ya no
haces uso de la voz de mando desde que te sobrevinieron esos
peligrosos escrúpulos que yo, gracias a los dioses, no he sufrido.
Podría hacerlo, pero quiero que me lo cuentes por propia voluntad.
—Lo aferró por el antebrazo y acercó los labios a su oído—. Es
mi hijo, tengo derecho a saber dónde está.
—No,
no lo tienes ni lo tendrás, como averiguarás si intentas algo así
conmigo. —Tragó saliva. Aun con la disciplina mental construida
con duro entrenamiento, era difícil retar a un usuario de la
poción—. Se encuentra a salvo, en un lugar mejor para él.
—¿En
un lugar al que ni los Darshi'nai acceden? ¿Y por qué siempre se
esfuma sin dejar rastro? ¿Por qué tú sigues siendo parte de su
vida y a mí me ha dejado de lado?
—Porque
tú conseguiste lo que deseabas, Corail, un trono y un sitial para tu
sangre. A mí solo me queda eso y el cariño con cuentagotas de mi
hija.
—¿Crees
que el prestigio ha sido mi única aspiración? He enmendado mis
errores, mi familia es lo que más me importa. Mi familia al
completo, Navhares.
—¿Sabes
qué es lo más gracioso? Que, a diferencia del resto, Caradhar es
feliz. Se las arregla de maravilla, madre,
no es preciso que te preocupes por él. Ni por mí.
—¿Y
de qué forma pretendes… llevar a cabo lo que sea que estés
planeando?
—Eso
corre de mi cuenta. Voy a despedirme de Deilessa. Y te repito que no
te metas en esto.
Uno
de los momentos más emocionantes en la vida de Navhares fue la
madrugada de su salida de Argailias. Había abandonado su estancia de
retiro en el Templo de la Luna y sus bien vigilados muros con un
simple saquito de equipaje, y se había deslizado fuera de la muralla
de la ciudad burlando las miradas penetrantes de los vigías. Atrás
dejaba a Niliara, su Darshi'nai, ocupando su lugar en el Templo. Por
fortuna, los elfos en periodo de meditación no hablaban con el clero
ni con los sirvientes, y muchos no dejaban ver su rostro; suplantarlo
era una misión sencilla para una Sombra entrenada. Aunque el
subterfugio no convencía a su compañero, pocas alternativas había
a su disposición, al menos hasta que un nuevo vigilante Silvano
llegase a la ciudad.
Dos
caballos los aguardaban a él y al obrador de la escapada milagrosa
allá donde daba comienzo la franja de hierbas altas en los márgenes
del camino del sur. La noche cálida ocultó su carrera, su posterior
trote a la zona de los túmulos y su partida por el sendero entre los
árboles del Bosque de la Antigua Raza. La oscuridad fue absoluta
hasta que el Silvano estimó que estaban lo bastante lejos para
encender una lámpara. Entonces se avino a devolverle las riendas de
su montura al muchacho —hasta ese instante había guiado él a los
dos animales— y le ordenó que se pegara a su trasero
—literalmente— en tanto alcanzaban un área segura. Navhares no
llegó a ofenderse, fascinado como estaba por su brutal desafío al
protocolo y por la incredulidad ante su buena suerte. Después de la
larga espera, al fin le permitían reunirse con Caradhar. Era su
sueño hecho realidad, por más que se materializase a las órdenes
de aquel elfo irrespetuoso que debía tener ojos de búho, dado lo
bien que se las arreglaba para avanzar en pos de una luz tan
mezquina.
Tras
cuatro jornadas muy duras para alguien poco acostumbrado al
ejercicio, Navhares distinguió la primera plataforma, la primera
pasarela, el primer edificio abrazado a un majestuoso tronco de
árbol, y ahogó una exclamación. No era lo mismo contemplar Dervarn
en visiones que adentrarse en su naturaleza singular con los ojos
bien abiertos y el deseo desbordado de una década. El entramado de
construcciones atrapó su vista en las alturas, hasta el punto de que
casi olvidó comprobar por dónde pisaba y quién lo estudiaba a su
vez: una multitud de elfos con vestiduras pardas y verdes —varios
de ellos con las marcas de la magia en sus iris o cabellos— se
habían asomado para ver pasar a la segunda generación de la mezcla
de sangres, al vidente arrebatado de su pueblo por culpa de los
azares del destino. Acostumbrado a las multitudes, el joven no se
sintió intimidado, si bien tampoco llegó a entender a qué se debía
tal interés. No era consciente de su singularidad. Para no
abrumarlo, el guía nunca había insistido en la trascendencia de su
talento ni en lo que le habría aportado a su gente de desarrollarse
entre ellos.
Disfrutó
de poco descanso. Fue conducido a uno de los edificios más amplios,
invitado a asearse y a alimentarse, y saludó después a algunos de
los notables de Dervarn: la guía Tirsseil, el llamado Padre, y un
elfo a quien no conocía pero del que había oído hablar y
vislumbrado en sueños, Lioges. El hermano de Vira tejió un hechizo
de restauración para aliviarlo de las molestias del viaje. Igual que
Caradhar en el pasado, Navhares lo encontró diplomático y de trato
agradable, muy diferente a su hermano, aunque había algo en él que
le inspiraba desconfianza. El joven no tuvo que esforzarse mucho para
entender que el sentimiento eran simples celos.
Mas
las visitas llegaron y se marcharon en un tiempo que, para él, pasó
como una tormenta de verano. Atrás tendría que quedar la misteriosa
Dervarn con sus maravillas por el momento; su viaje debía continuar
hacia el norte, al punto intermedio donde los clanes celebraban ya su
encuentro. Vira se reabasteció a toda velocidad, lo instó a que
vistiera ropas más apropiadas para el camino —sin éxito— y se
cercioró de que su reemplazo en Argailias llevase a cabo su tarea.
No estaba de buen humor; Padre lo había sermoneado durante una hora
sobre la absurda decisión de arrastrar tras de sí a un delicado y
valioso muchacho de ciudad y exponerlo a los riesgos del bosque. Para
huir del atosigamiento, el Silvano prácticamente lanzó a Navhares
sobre la silla del caballo, sin darle oportunidad de respetar las
reglas básicas de la cortesía.
Lo
último que atrajo la atención del joven antes de partir fue una
pequeña figura encaramada al alféizar de una ventana baja.
Pertenecía a un niño elfo de corta edad —similar a la de
Deilessa— con la melena y los ojos de un intenso color corinto,
quizá más brillante de lo común. Pese a la distancia, no era
difícil distinguirlos, pues lo atravesaban con un descaro imposible
de pasar por alto. Navhares se estremeció. No había visto jamás a
aquel chiquillo; para él, rebuscar en los recuerdos implicaba
hacerlo en ambos mundos, el de la vigilia y el onírico, y estaba
convencido de que no habría olvidado aquellas hermosas facciones
infantiles. Sin embargo…
Ante
sus ojos se desarrolló una escena inesperada. Una mano soltando unos
dedos más pequeños. Un rostro femenino, radiante y audaz, que se
giraba con desdén. La familiar mirada roja de su padre, fija en otra
más próxima al suelo, y esa curva sutil que era la marca de sus
sonrisas. «Hola. Has crecido», silabeaba, más que pronunciaba, la
voz de este. Y todos los elementos de ese escenario se superponían
unos a otros, se aceleraban o ralentizaban de manera desmedida, y sus
contornos quedaban envueltos en una confusa neblina. Navhares sacudió
la cabeza y parpadeó reiteradas veces hasta que logró volver a
centrarse, evitando por los pelos perder el equilibrio sobre su
montura. Ni el niño ni nada de cuanto había presenciado estaban ya
allí.
No
se paró a meditar si aquello había sido un delirio o una intrusión
de otro telépata en su mente. Se concentró en la grupa del animal
que trotaba ante él, en la trenza negra que ondeaba sobre la ancha
espalda de su jinete. Pronto estaría con Caradhar. Las respuestas a
sus dudas dejaron de tener tanta importancia.
Los
Silvanos conocían rutas secretas que atravesaban las montañas y los
bosques sin desvíos ni rodeos. El tramo subterráneo no fue del
agrado de un Navhares poco acostumbrado a la sensación de ahogo de
los túneles; por más que aspirase, el aire no parecía bastar para
llenarle los pulmones. Presa del pánico, se detuvo.
Ninguno
de los argumentos de Vira lo convenció para continuar. Cuando este
ya se planteaba usar un sutil toque de empatía —o la pura fuerza
física—, el muchacho recuperó el aplomo con varias inhalaciones
profundas y reanudó su avance sin decir una palabra. El Silvano no
se engañaba: un cambio tan drástico de actitud solo podía provenir
de una fuente externa, la de los poderes telepáticos de Savran. Sin
embargo, no experimentó la típica sensación que recorría su
cuerpo cuando el tejedor remoto al que servía de fulcro lo estaba
usando. Era extraño.
Al
otro lado de los túneles de roca los esperaban más arboleda y más
horas de trote silencioso. Y al fin, cuando ya Navhares se sostenía
sobre la silla a base de pura testarudez, las señales de un vigía
camuflado entre las ramas los condujeron a una zona despejada entre
troncos centenarios. El campamento no era visible desde el suelo; el
joven hubo de esforzarse para localizar las escalas y las plataformas
provisionales dispuestas sobre las ramas. Agotado como estaba, no
protestó al ser prácticamente izado en volandas a la más amplia de
todas.
Un
grupo de Silvanos sentados en círculo giraron sus rostros hacia los
recién llegados. El primero que distinguieron los cansados ojos de
Navhares fue el del guía, con su gesto siempre amable. El segundo
elemento más llamativo de la reunión era un elfo con aspecto de
guerrero acuclillado detrás de Savran. Su atuendo ajustado, al
estilo del de Vira, ya destacaba entre las capas y capuchas verdes de
los presentes, pero lo que admiró al muchacho fue el cortísimo
cabello que lucía. Nunca antes había visto a uno de su raza con la
nuca al descubierto, y los singulares adornos metálicos que
atravesaban su oreja derecha de arriba abajo sobresalían más en
aquella cabeza despejada. Aunque Vira disimulaba mejor su curiosidad,
también echó un buen vistazo, según comprobó Navhares, al exótico
personaje.
Por
fortuna para el joven, la ronda de presentaciones al corro de
asistentes duró poco y no se requirió de él que hablase en
público. Un encapuchado le hizo señas para que lo siguiese a otra
plataforma a través de una pasarela de vértigo. El desconocido tuvo
que arrancar sus dedos de las bamboleantes cuerdas que se resistía a
soltar tras la odisea;
una risita nada disimulada acompañó la maniobra.
—Tranquilo,
Navhares. No van a tomarse la molestia de subirte aquí para luego
dejar que te estampes contra el suelo. —La capucha cayó, revelando
la negra trenza y los atractivos rasgos de Sül—. Te has salido con
la tuya para fugarte de Argailias, ¿eh?
Una
segunda figura le salió al encuentro, el rojo de fuego de su melena
y ojos la nota de color más rabiosa de todo aquel escenario arbóreo.
A pesar del cansancio, la expresión del muchacho se iluminó.
—¡Caradhar!
El
dotado celebró con una de sus discretas sonrisas la llegada de su
hijo. Abrió los brazos, asió su nuca con gentileza y mantuvo sus
frentes unidas durante el tiempo que este se tomó para abrazarlo. A
Navhares siempre le costaba dejarlo ir. Era como si no aceptase la
realidad de su presencia y necesitase aferrarlo entre sus dedos para
evitar que se desvaneciese.
—Caradhar…
Te esperé durante muchos días…
—Tranquilo.
Ya hablaremos después, ahora descansa.
—Pero…
¡Pero tengo mucho que contarte! He soñado, y he visto Dervarn, y…
—Y
apenas despegas los párpados. No me voy a ningún sitio. Duerme.
Lo
empujó hacia un singular artefacto de cuerdecitas flexibles colgadas
de una rama que hacían las veces de hamaca. Resultaba complicado
subirse y guardar la compostura con su larga túnica argailiana; Sül
volvió a dejar escapar un bufido burlón.
—Dime
una cosa, solo una —rogó Navhares sin desasirle la mano—. ¿Por
qué estamos aquí? ¿Qué ha sucedido?
Caradhar
no respondió. Con todo, una voz desconocida resonó en los oídos
del joven. No procedía de este, ni del guía; era una visión de
duermevela, los últimos pensamientos lúcidos de una mente cansada
antes de cruzar al reino de la inconsciencia.
Los
dioses han despertado.
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