En
el
pequeño claro había un espejo. El objeto en sí era absurdo en
aquel marco de hojas y ramas, pero el ferviente deseo de atravesarlo
lo impulsó a aceptar su aparente irrealidad. Era crucial reunirse
con su yo del otro lado, volver a hacerse uno con él. Aspiró hondo
y se precipitó contra la superficie reflectante entre gritos de
alarma, con la vaga impresión de dejar atrás un círculo de sangre.
No
emergió en una tormenta de esquirlas de vidrio sino en medio de
árboles espesos, como si el escenario hubiese permanecido
inalterado. El lamento de las voces aún resonaba en sus oídos. No,
no eran varias voces, era una sola; lo supo al distinguir sobre la
claridad del fondo la silueta encogida de Caradhar, al oír gemidos
de dolor cuya intensidad decrecía a medida que se aproximaba a la
inconsciencia. Navhares casi voló hacia él, presa de una angustia
que no había experimentado en años. ¡Caradhar!
!Ya voy! ¡Ya voy!
Abrió
los ojos, sobresaltado por los latidos furiosos de su propio corazón.
Un
sueño, solo ha sido un sueño...
A punto estuvo de volcar la hamaca y quedarse colgando del ruedo de
su túnica. Desde su poco elegante postura —una rodilla hincada en
el suelo de tablas, un brazo encajado en el entramado de cuerdas—
observó los alrededores y recordó que había dormido en una
plataforma suspendida. Huecos en las hojas le permitieron vislumbrar
la de la rama contigua, en la cual dos figuras emitían los típicos
sonidos quedos de los amantes que no desean ser descubiertos. Eran
Caradhar y Sül. Las manos del antiguo Darshi'nai mantenían a raya
las de su compañero, empeñadas en no permitirle trenzarse la
melena, y luego contraatacaban sumergiéndose en la camisa de este y
sacando a la luz retazos de piel. Sus rostros estaban tan próximos
que se perdían el uno en el otro; sus labios se unían en besos
esporádicos, en susurros cómplices. Aunque Navhares no soportaba
esa intimidad, la curiosidad malsana siempre acababa imponiéndose.
Mientras espiaba la escena, inmóvil, no llegó a percatarse de que
otros ojos se entretenían a su costa.
—Mira
quién se despertó —exclamó el recién llegado, Vira, lo que
propició que Navhares se enredase aún más en la hamaca. El joven
hubo de soportar la vergüenza de ser rescatado a tirones de su
prisión de cuerdas—. Y con ganas de ejercicio, además. Te pasa
por ser un cabezota y llevar esos trapos tan elegantes para
desplazarte en carruaje y tan poco prácticos para moverte por el
bosque. Anda, ponte esto.
Le
lanzó un jubón y unos pantalones de color alazán mucho más
discretos.
—Mis
ropas están bien, gracias.
—Querías
impresionar a Caradhar presentándote con tus mejores galas y ya lo
has hecho. Ahora sé obediente y cámbiate, o terminarás tropezando,
colgando de una rama y ondeando al viento igual que un pendón de
Casa Elore’il. El desayuno te aguarda.
—¿Pretendes
quedarte ahí mirando? —El graznido de Navhares exudó irritación
y bochorno a partes iguales.
—Te
salvas porque tengo hambre, chiquillo. No tardes.
Lo
primero que hizo el muchacho después de que Vira cruzase la pasarela
fue comprobar si su padre los había escuchado, pero la plataforma
contigua estaba desierta. Los pormenores de su sueño acudieron a él
mientras suspiraba y se cambiaba, pavorosos en su nitidez. Tras
meditarlo un buen rato resolvió no contárselo a Caradhar. No
pretendía inquietarlo, y menos aún cuando ignoraba si aquello
llegaría a ocurrir. Él estaría a su lado a todas horas; no
permitiría que nada lo hiriese.
En
el campamento provisional carecían de espejos, así que no podía
juzgar qué tal le sentaban aquellas prendas tan rústicas. El camino
de vuelta sobre la estructura de madera y cuerdas volvió a robarle
el aliento. Poco le faltó para besar con alivio el grueso tronco del
árbol al poner los pies en la construcción principal, cuyo centro
ocupaba un círculo de asistentes muy similar al del día anterior.
—Vaya,
sí que tenías piernas debajo de esas aristocráticas túnicas. —se
burló Vira, la boca llena de torta de miel y bayas. Navhares intentó
lisiarlo con la mirada—. ¿Qué? No está mal comportarse como un
plebeyo de tanto en tanto. Te divertirías más.
—Deja
de mortificarlo. —La aparición de Caradhar, seguido por el guía,
hizo aflorar una sonrisa a los labios del muchacho—. Navhares,
Savran quiere presentarte a alguien.
—Lamento
darte tan poco tiempo para reponerte, hijo mío —se disculpó
este—, pero nuestros hermanos del norte carecen de él. ¿Has
recuperado fuerzas?
—Estoy
bien. Quería daros las gracias por vuestra ayuda al cruzar los
túneles bajo las montañas. El ahogo era tan insoportable... Sin la
calma que me inspirasteis no lo habría conseguido.
—Navhares,
yo no hice tal cosa, el acceso a tu mente me ha estado vedado hasta
ahora. Tampoco Vira me comunicó tus dificultades, así que no era
consciente de que me necesitases.
—Fui
yo. —Todos se giraron hacia Caradhar—. Es una sensación normal
para un tejedor novato, con toda la energía mágica que fluye por
esas cavernas. Yo también la sentí la primera vez que crucé por
allí.
—¿Tú?
—Vira compuso una mueca escéptica. Hasta Sül, quien escuchaba en
segundo plano, arqueó una de sus puntiagudas cejas—. Espera…
¿Quieres decir que puedes proyectarte en Navhares a tanta distancia?
¿Como en un fulcro?
—¿Qué
hay de raro en eso? Nuestra afinidad ha afianzado el vínculo.
—Algo
de raro sí que hay porque tú ya tienes un fulcro, amigo —señaló
a Sül con el pulgar—, y eres muy jovenzuelo para haberte trabajado
el segundo. ¿Cuándo sucedió?
—Supongo
que tan pronto puso un pie en Dervarn.
—Entonces,
¿ahora estás siempre en mi cabeza?
Los
ojos de Navhares brillaron ante la perspectiva. Un instante después
despidieron una diminuta chispa de horror. Algunas de sus
ensoñaciones no eran aptas para ser compartidas, y mucho menos con
su principal protagonista.
—Tu
privacidad será siempre tuya —lo tranquilizó el guía, adivinando
sus pensamientos—. Además, aprenderás a utilizar con propiedad la
vía abierta con tu padre. Sin embargo, las lecciones habrán de
esperar. Sentémonos con los otros.
Al
unirse al círculo, el joven argailiano se permitió estudiar de
reojo a Caradhar durante un buen rato. Le gustaba contemplarlo sin
razón alguna, simplemente
para comprobar si se habían producido cambios
en el que, a su juicio, era el semblante más bello de ambos mundos
élficos. Para gran alivio suyo, la imagen se correspondía con la
que atesoraba en su memoria y en sus sueños, llena de juventud,
serenidad y una incipiente sabiduría que se manifestaba en pequeños
detalles. Se había dejado crecer la melena; los mechones que
flanqueaban sus mejillas caían hasta más abajo de su cinto.
Sorprendió entonces el ademán de Sül para liberar unas hebras
rojas prendidas del mismo y
el ligero roce afectuoso del dotado. Navhares se vio forzado a
admitir, no sin cierto fastidio, que el antiguo Darshi'nai sí poseía
un aire diferente, y que su entrada en la edad adulta le había hecho
ganar nuevo
atractivo.
La
sutil mordacidad en la mirada de Vira le dio a entender que estaba
siendo más transparente de lo aconsejable. Se obligó entonces a
concentrarse en los rostros que el día anterior viera de pasada. En
la sección de Dervarn se sentaban sus mentores y dos tejedores
desconocidos; guardaespaldas, según le había susurrado Vira. En
cuanto a la representación del otro clan, la componían media docena
de individuos cuyo aspecto era marcadamente más marcial que el de
sus parientes. Para su sorpresa, había otros dos más —uno de
ellos una elfa— con el pelo rapado y las orejas derechas tachonadas
de adornos. Los tres llevaban hojas cortas cruzadas sobre el cinto,
protecciones flexibles en brazos y piernas y un insólito calzado con
refuerzos en las punteras y los laterales. Sus jubones dejaban
entrever unas bandas que trepaban por el lado derecho de sus
abdómenes, les surcaban los hombros y descendían por sus espaldas.
Ignoraba si tal decoración estaba pintada o tatuada en la carne.
Ante aquella guerrera más alta y ancha que él, Navhares comprendió
que las costumbres de los Silvanos compartían pocas similitudes con
las de los elfos de ciudad.
La
figura central pertenecía a un enorme tejedor de edad indefinida,
moreno y con penetrantes iris corinto que lo observaban todo desde
unas cuencas pintadas de idéntico color. El efecto era inquietante.
Aunque destilaba una presencia innegable y, a diferencia de sus
guardaespaldas, vestía igual que un Silvano cualquiera, su aura era
diferente a la de Savran: belicosa, como sugerían las dos varas al
cinto
y su oreja derecha agujereada.
El
líder de los norteños respondió al escrutinio con el suyo propio.
Un vidente de sangre mezclada no era un espectáculo corriente.
—Navhares,
me siento honrado al presentarte a Kaledias, guía de los elfos de la
Planicie de Dallankor. —Savran abrió el diálogo—. Kaledias, ya
estás al tanto de los lazos de parentesco que unen al consorte de la
Senniam de Argailias con Caradhar.
—¡Afortunados
de vosotros, un vidente hijo de un tejedor dotado! —bramó el
aludido. Su voz cavernosa no desentonaba con el resto de su persona—.
Veinte miserables años y ya con dos críos. Absurdo pero bien hecho,
muchacho. ¿Han manifestado el talento?
—Es
un placer conoceros, Kaledias, y aún no.
La
franqueza de aquel elfo se apartaba un largo trecho de los estándares
de comportamiento habituales entre su gente. Navhares echó mano de
su adiestramiento diplomático para no vacilar ni mostrarse
apabullado.
—Tiempo
habrá para ello, bien lo saben los tres dioses. ¡Y para tener más!
Sabemos y aceptamos que a Dervarn le nacen más tejedores que a
ninguna otra comunidad. En la Planicie siempre serán bienvenidos los
hermanos de allá, por si algún día os animáis tú y los tuyos a
fabricar algún mocoso extra.
—Eh...
Nunca había oído hablar de una planicie en Dallankor. —Mantener
la compostura ante semejante desparpajo comenzaba a complicarse.
—Ni
tú, ni ningún otro argailiano, ya que la ocultan los picos de las
montañas y los árboles. Es inaccesible, salvo para nosotros. ¿Me
dicen que has soñado con nuestras cavernas? Algo notable. No tengo
constancia de que ningún vidente extranjero lo haya hecho antes,
aunque claro, hacía décadas y décadas que no me topaba con uno; el
tiempo transcurrido desde que el nuestro se reunió con sus
ancestros. Es un desperdicio dejarte encerrado con los blasfemos de
Therendas. Si te alejases de toda la ponzoña alquímica de las
ciudades, los dioses serían aún más generosos contigo. ¿Ya notas
el poder de la savia pura? ¿Has tenido nuevas visiones?
—Yo...
Nada importante, en realidad —mintió—. Ni siquiera estoy seguro
de saber qué es esa savia pura.
—A
pesar de ser un gran estudiante y poseer un prometedor talento, la
formación de Navhares se ha visto limitada por sus deberes en
palacio —intervino Savran—. Tengámoslo presente para no exigir
de él más de lo razonable. Además, acaba de incorporarse a esta
asamblea y no está al corriente de lo ocurrido en vuestra tierra.
—De
acuerdo, de acuerdo. —El líder norteño levantó su copa de
madera, que fue rellenada de vino color rubí—. No me agrada
extenderme sin necesidad, así que resumiré y tú me pararás si te
pierdes, ¿de acuerdo? Dallankor ha sido morada del clan desde el
inicio de esta era, allá por el tiempo en que nuestros tres dioses
protectores nos soltaron en medio de sus arboledas para que
aprendiésemos a ser un pueblo civilizado. Vuestros mapas argailianos
indicarán que el macizo es compacto; lo que no habrán descubierto
los cartógrafos es la meseta a la que rodea. Únicamente mi pueblo
conoce los caminos que serpentean entre montañas y los túneles de
acceso excavados en la roca. Nuestro contacto con los humanos ha sido
mínimo. ¿Qué iba a sacarse de bueno de esa panda de peludos y
corruptos salvajes? Hum, olvidaba que tu gente está a partir un
piñón con ellos. En resumen, nuestra planicie, picos y cavernas
siempre han estado a salvo de sus zarpas depredadoras. Hasta ahora.
»Los
rastreadores de las villas humanas asentadas a nuestros pies debieron
afinar sus narices. Instados por Misselas y otras ciudades al sur del
Lamedaek han descubierto grietas que descienden hasta el subsuelo
bajo las montañas. Los torturados de la Gran Blasfemia fueron los
primeros en notarlo. Estaban nerviosos con el movimiento que
percibían en los niveles superiores, a ras del suelo. Cuando
despejamos algunos túneles y subimos a echar un vistazo, ya era
tarde: decenas de condenados alquimistas picaban las paredes. Culpa
nuestra, lo admito. No aprendimos de Ummankor, nos creímos
inexpugnables, nos volvimos confiados…, y la sucia marea humana
penetró en nuestro santuario, sin dejarnos más opciones que callar
y consentir o exterminarlos a todos. Y no somos animales como ellos
ni deseamos revelar nuestra existencia. Nos mantuvimos al margen, sí,
igual que hicisteis vosotros, aunque ha sido la prueba más dura que
ninguno recordamos haber afrontado.
La
voz de Kaledias era ronca e impaciente su discurso, pero sabía
comunicar. Navhares sospechó que usaba su habilidad empática para
hacerlo, pues no le costó lo más mínimo visualizar el macizo de
Dallankor, las extensas masas de árboles y las rutas secretas en sus
laderas. Los veía con la nitidez de su sueño premonitorio, el cual
se convirtió en una pequeña pieza superpuesta a ese panorama
general.
—Los
torturados de la Gran Blasfemia, ¿son las abominaciones? —se
atrevió a preguntar.
—Abominaciones…
Sí, así las llaman los humanos. Procuramos que no se involucraran,
¡hasta que ya no lo soportaron más! —Posó la copa en el suelo
con un golpe seco—. Corrientes subterráneas inundan los corredores
donde hincan sus picos. Pocos días bastaron a esos mezcladores de
pociones, después de horadar pozos de achique y hacer explotar
paredes, para contaminar el agua sagrada. La savia pura, muchacho.
—La
savia…
Los
iris de Kaledias, fijos en Navhares, refulgieron en sus pequeños
remansos blancos. Su dedo índice derribó la copa, de manera que el
vino formó un charquito en torno a la misma. La imagen desenterró
recuerdos de sus lecciones sobre lo que se custodiaba en lo más
profundo de Ummankor: la laguna de color corinto, la piedra
translúcida donde dormía la divinidad que teñía el líquido.
Savia.
—Los
torturados, incapaces de prevenir la corrupción, lanzaron aullidos
que helaban la sangre —prosiguió el Silvano norteño—. Unos
pocos atacaron a los invasores, mataron y murieron; el resto se
congregaron en torno al tesoro de nuestro santuario para defenderlo.
Y entonces el sarcófago…
vibró. Yo estaba allí, lo vi con mis propios ojos. La superficie
del agua se anilló con las ondas cada vez más amplias que surgían
de la piedra, hasta que sobre esta apareció la primera grieta. Y
luego otra, y otra más, mordiendo en ella y ahuecando el espacio en
torno al cuerpo atrapado dentro. ¡Y yo te digo, por los tres dioses,
que la deidad se movió y parpadeó antes de volver a cerrar los
ojos!
»Así
que ahí lo tienes, muchacho, eso es lo que nos ha traído aquí. Los
dioses han despertado.
El
asombrado Navhares comprendió el silencio reverente del resto de los
congregados en la plataforma, por más que ya conociesen la historia.
Hasta él, el más joven e ignorante de todos, estaba al tanto de su
importancia: tras siglos y siglos de silencio, la fuente del talento
había dado señales de vida.
—Jamás
habría imaginado que lo que vi en mi sueño desembocaría en algo
así —confesó. Luego añadió, tras notar algunas miradas de
soslayo—: Sé que pensáis que quizá debiera haberlo predicho o
haber recibido más visiones útiles, pero yo no…
—Nadie
piensa eso, hijo mío. —Savran le palmeó el hombro—. Hemos de
conformarnos con lo que los dioses acceden a enviarnos, y es obvio
que ahora no pretendían ponernos sobre aviso, sino presentar los
hechos consumados.
—Habrá
que concluir que así es —se lamentó Kaledias—. Lástima,
esperaba que fueran generosos y llenasen la cabeza del vidente con
sus mensajes. En fin, no perdamos la esperanza, quedan días por
delante antes de que se produzcan más cambios.
—¿No
hay novedades hoy?
—Ninguna.
La deidad no ha vuelto a abrir los ojos y apenas se mueve, como si
estuviese de nuevo dormida. Las grietas son un poco más anchas, eso
es todo. Ah, y los condenados alquimistas siguen contaminando el
agua. Nuestros tejedores trabajan creando contenciones para aislar
los corredores invadidos, aunque no es fácil. Cuesta vencer el
impulso de cortar el problema de raíz.
—Eso
no solucionaría nada. Nuestra única arma es el sigilo, bien lo
sabemos.
—O
lo era hasta ahora. Hum, ¿y qué haréis vosotros? ¿No tembláis de
miedo? Dejadme adivinar: estáis deseando volver a Ummankor y
comprobar qué se cuece allá abajo.
—¿A
qué os referís? —inquirió Navhares.
—Kaledias
da a entender que lo que sucede en su territorio bien podría
repetirse en el nuestro.
La
explicación de Savran selló el silencio sobre aquel grupo de elfos
que se esforzaban en desentrañar los designios de los dioses. El
muchacho argailiano tuvo, al fin, su oportunidad de llenar el
estómago y disfrutar de un rato tranquilo con Caradhar. Este
escuchaba mucho más que hablaba, pero esa atención calmada era todo
cuanto Navhares precisaba para desahogarse. Lo puso al corriente de
su vida en palacio, de sus últimas intervenciones en calidad de
consejero del Sennim; le contó los progresos de su hija pequeña en
el aprendizaje de la cultura antigua, evitando mencionar el total
desinterés que mostraba su hermano; trató de puntillas su despedida
de Corail y el hecho de que la dama estuviese al tanto de su treta
para ausentarse de la ciudad. Esta confidencia, más que cualquier
otra, modeló un minúsculo rictus de inquietud en las facciones del
dotado. Navhares lo pasó por alto; si había alguien experto en
ocultar sus emociones, ese era Caradhar.
Horas
más tarde, los asistentes al encuentro volvieron a reunirse. Todos
aguardaban a que los guías declarasen su postura, pues Kaledias
deseaba regresar sin más demora; temía que algo le sucediese a la
deidad y él no estuviese allí para presenciarlo. Durante el
transcurso de la que era su cena de despedida, el norteño vació
varias copas seguidas —para no poseer el Don, su resistencia a la
embriaguez era notable— y confesó sus intenciones a Savran.
—Mañana
al amanecer regresaremos a nuestra tierra. ¡Puestos a no dormir,
pensando en humanos y dioses, prefiero hacerlo en mi cama! ¿Qué
habéis decidido al respecto? ¿Nos acompañaréis para verlo con
vuestros propios ojos? Os puedo prometer un viaje más raudo y
descansado de lo que imagináis —añadió, de manera enigmática.
—Al
igual que vosotros, opino que los míos me necesitarán más que
nunca en esta época delicada. Por otro lado, he de consultar con
nuestros bibliotecarios; quizá en algún estante polvoriento se
halla la explicación al fenómeno. Ahora bien, no os dejaremos
partir sin ofreceros asistencia. Caradhar es uno de mis fulcros y un
habilísimo telépata y empático, a pesar de su juventud. Está
preparado para ir con vosotros junto con su compañero Sül y a
servirme de intermediario con Dallankor. ¿Querrás unirte a ellos,
Vira? Les vendrá bien tu experiencia.
Savran
no hacía tal ofrecimiento a la ligera. Del contacto de aquellas
jornadas pasadas había aprendido que el clan tenía en alta estima a
los guerreros, y a Vira le sobraban aptitudes. A diferencia de Sül,
el talento corría por sus venas.
—¿Un
viaje raudo y descansado al refrescante norte? Estoy a vuestra
disposición —el interpelado se inclinó con fingida solemnidad—,
si bien he de confesar que no me fascina la idea de sentarme en
primera fila cuando las deidades hablen. Ah, qué diantres… Bien,
confío en que me buscaréis un sustituto digno para escoltar a
Navhares de vuelta a Argailias.
—Ahora
que lo mencionáis, la visita de un vidente sería todo un
acontecimiento —insinuó Kaledias—. Por los tres dioses,
estaremos más que satisfechos de extenderle nuestra hospitalidad al
muchacho.
—No.
—La tajante réplica de Caradhar levantó más de una ceja—.
Quizá sea peligroso y él no debería estar aquí. Aunque no lo
aparente, es demasiado joven para involucrarse. Regresará con
Savran.
—¿Peligroso?
—logró articular un airado y decepcionado Navhares—. Me
escoltará un poderoso grupo de tejedores. No entiendo por qué soy
lo bastante mayor para cumplir con mis deberes en Aragilias y no para
prestar ayuda en un asunto tan importante.
—Tú
mismo lo has mencionado, por tu posición en la ciudad. No está en
tu mano ausentarte un largo periodo de tiempo sin levantar sospechas.
—¡Pero
no es…! No es justo. —El joven empleó sus lecciones de
diplomacia para moderar su temple—. He pasado años encerrado en
palacio, esforzándome, siendo útil. Son los dioses los que
pretenden que tome parte en esto, o no me habrían mandado el aviso.
—Ahora
estás en tierra pura; si has de soñar, lo harás también aquí.
Además, nuestro vínculo es muy fuerte. Me comunicarás todo cuanto
sea importante.
—Mi
conexión con Savran se interrumpió. ¿Quién nos garantiza que eso
no sucederá con la nuestra?
—Me
arriesgaré.
La
conversación prosiguió en el plano telepático mientras el resto de
los elfos se dispersaba para organizar la partida. Al menos, eso
intuyó Vira al notar cómo buscaba Navhares la mirada de su padre,
su creciente desengaño y la manera en que bajaba la cabeza. La
paternidad era un mal negocio, pensó. Por suerte para él, y por más
que le tocase hacer de niñero de tanto en tanto, no entraba en sus
planes padecerla.
Pasó
las siguientes horas escuchando recomendaciones del guía —el único
que le prestaba algo de atención en medio de los preparativos— y
echando vistazos subrepticios a aquel trío de llamativos guerreros.
Al caer la noche, cuando ya se había buscado una hamaca en una rama
aislada para dormir unas cuantas horas, recibió una visita
inesperada: Navhares.
—Para
llegar aquí has tenido que cruzar un par de pasarelas muy empinadas.
Sí que te morías por verme. ¿Qué sucede? ¿Vienes a despedirte
del tío Vira antes de que parta a lo desconocido?
—No
eres mi tío.
—No
hace falta que pongas esa cara de asco. Y que conste que tengo
sobrinos mayores que tú. ¿Qué buscas entonces?
—Esperaba…
que me ayudases a convencer a Caradhar para que me deje ir con
vosotros al norte.
—¡Esta
sí que es buena! Has estado haciéndole la pelota a él y a Savran
y, como no te ha servido de nada, yo soy tu último recurso, ¿eh?
—¡Sabes
que debo estar con el grupo, que es la voluntad de los dioses! —El
joven se arrodilló junto a la hamaca—. ¡Si no lo pensases, no me
habrías traído contigo! ¡Admítelo!
—Eh,
eh, ¿qué más da lo que piense? No soy tu padre ni tu mentor, ni me
corresponde a mí decidir el nivel de riesgo al que has de
enfrentarte. Además, ¿por qué presupones que estoy de acuerdo
contigo? A lo mejor te traje para no escuchar tus quejidos.
—¿Quejidos?
¡No me estaba…! Tú… tú siempre te burlas, pero sé que, en el
fondo, eres un elfo serio y comprometido que desea lo mejor para su…
para nuestro pueblo. A ti te escucharán, Savran confía en ti. Y, si
no funciona, solo has de echarme una mano para poder seguiros a
escondidas. Una vez allí no me forzarán a volver. —Se acercó un
poco más para compensar la diferencia de altura entre ambos—.
Vira, no puedo quedarme fuera de esto.
El
Silvano arqueó las cejas ante la resolución de aquellos ojos.
También —y eso lo desconcertaba mucho más— ante la escasa
distancia que los separaba. ¿Cuándo se había vuelto tan atrevido
el chico? Las manos flanqueándolo, el cuello estirado hacia él, los
labios separados… Al leer su lenguaje corporal y descifrar su
significado, la intriga y el encanto dieron paso a una sonora
carcajada. Fue el turno de Navhares para asombrarse.
—Fascinante,
estás aprendiendo a usar tu hechizo de atracción. —La sonrisa de
Vira se extendía hasta las puntas de sus orejas—. Herencia
familiar, por lo que veo.
—No…
no entiendo.
—Intentas
manipular mis emociones. Nivel de principiante, aunque no voy a
quitarte méritos. Lástima que, como suele decirse, yo ya estoy más
que de vuelta mientras tú emprendes tu primera ida.
—¡Yo
no intento manipular nada!
—Ah,
¿no?
Dado
que estaban tan próximos, a Vira le bastó inclinarse un poco para
rozar los labios del muchacho; este reaccionó saltando hacia atrás
hasta quedar tendido sobre la dura madera. Aún boqueaba de ira
cuando su risueño acompañante le ofreció ayuda para levantarse. La
única concesión a su dignidad que se permitió fue rechazarla de un
manotazo.
—No
te tortures, chiquillo, suele surgir espontáneamente las primeras
veces. Ya aprenderás a controlarlo. Permíteme un consejo: no
empieces nada que no estés dispuesto a terminar, o no te servirá de
mucho. El problema de despertar entrepiernas es que suelen pedir algo
a cambio.
—¡Eso
que sugieres es repugnante! ¿Por quién me tomas? Jamás he
pretendido tocar a nadie, aparte de… —Se mordió la lengua. Vira
sabía que no se refería a su esposa, según delataba su mueca
sarcástica—. No vas a hacer lo que te he pedido, ¿verdad?
—Aunque
quisiera, sería muy optimista confiar en que manipulase a un
telépata del nivel de tu padre. Resígnate por ahora, sé buen chico
y obedece. Ya te llegará la oportunidad de convertirte en un
aventurero de los bosques. ¿Quieres que te preste el hombro para
cruzar las pasarelas?
El
zapateo irritado de Navhares al marcharse arrancó una nueva sonrisa
del Silvano. Sí, era mejor así, por más que simpatizara con sus
aspiraciones. Algo le decía que se avecinaban tiempos difíciles, y
era preferible enfrentarse a ellos sin tener que llevar a cuestas a
un noble joven e inexperto. Además, lo intrigaban esos guerreros
norteños.
Volvió
a acomodarse en su lecho de tiras de cuerda. La perspectiva de meter
la nariz en las desconocidas tierras de Dallankor era muy tentadora,
y le ofreció un buen tema de reflexión durante el escaso tiempo que
tardó en quedarse dormido.
Al
amanecer las plataformas estaban vacías, ya que la práctica
totalidad de los elfos se habían congregado en el pequeño claro
entre los árboles para intercambiar adioses y últimos mensajes. Los
Silvanos de Dervarn iban envueltos en sus capas de viaje y llevaban
las manos vacías tras haber colocado su equipaje a lomos de los
caballos; los norteños, en cambio, no se habían molestado en
cubrirse, y cada uno cargaba con su propia mochila. Navhares los
observó desde lo alto, preguntándose si iban a viajar a pie. Al
distinguir entre ellos la cabellera roja, escoltada por la larga
trenza negra, lo embargó una insufrible sensación de fracaso. ¿Por
qué siempre lo dejaba atrás? ¡Qué estúpido había sido al creer
que llegaría mucho más lejos! Ni siquiera estaba allí por elección
de Caradhar, sino gracias a que Vira había aceptado llevarlo a
remolque. Y ahora todos iban a marcharse sin él.
Como
si adivinase su presencia, el rostro del dotado se alzó hacia él y
le hizo señas para que bajase. De nada sirvieron su abrazo ni sus
promesas de que pronto se reunirían, y no en la ciudad, sino en
Dervarn. Él era un mero adorno del primer círculo de Argailias. Él
era… ¿Qué era? Ni Maede, ni Sennim, ni vidente. Aprendiz de todo,
maestro de nada.
—¿Es
prudente usar ese hechizo? —se oía decir a Vira entre el grupo de
viajeros—. ¿No sería más sensato regresar a caballo? La cantidad
de energía que consume ha de ser desorbitada, y más para
transportar a un grupo tan numeroso de personas. ¿Cómo lo mantendrá
el lanzador sin desfallecer por el esfuerzo?
—El
truco consiste en canalizar esa energía de varios usuarios
—respondía el guía norteño—, aunque la complejidad se
incrementa asimismo. Por fortuna, contamos con el tipo de tejedor
idóneo para semejante proeza, ¿no es cierto, Caradhar?
—¿De
qué están hablando? —Navhares aprovechó para interrogar a su
padre—. ¿Y por qué no vais a cabalgar hasta allí?
—El
viaje es duro y los pasos de montaña que hay que cruzar son
accidentados. Aparte de que su guía no quiere demorarse más, intuyo
que tampoco confían tanto en nosotros como para mostrarnos de buenas
a primeras el camino hasta su hogar, un camino que han ocultado
durante generaciones. Los elfos de Dallankor cuentan con un hacedor
de portales. Utilizaremos la magia para desplazarnos.
La
capacidad de abrir portales era un talento muy raro entre los
tejedores. Abrir un acceso a un destino en una localización remota
requería un fulcro o un buen conocimiento del terreno, aparte de un
desmesurado aporte de la energía que circulaba por el cuerpo del
mago. Era muy arriesgado atravesar un portal, sobre todo por el
riesgo de quedar atrapado en la dimensión usada de atajo si su
hacedor perdía el sentido.
—¡Eso
suena muy peligroso! —protestó el muchacho—. Y todo por
ahorrarse un par de días o por no ser francos con vosotros.
—Lo
hemos estudiado con Kaledias, puedo sustentar el hechizo
prácticamente con mis propios medios. No olvides que poseo el Don y
que mi capacidad de sanarme me hace mucho más resistente.
—Pero…
—Te
prometo que nos irá bien. Espérame y sé prudente.
Lo
besó en la sien antes de regresar junto al guía norteño y
confirmarle que estaba preparado. Dos grupos se congregaban en el
espacio despejado entre los árboles, uno de ellos integrado por
Kaledias, dos de sus acompañantes, los tres guardaespaldas de las
orejas adornadas, Sül, Vira y el dotado mismo. A una señal de este,
el guía se concentró para comunicarse con su fulcro en Dallankor e
iniciar el proceso.
Una
lámina se materializó en el centro del claro. Si bien al principio
era una simple forma nebulosa que permitía ver a través de ella,
sus contornos se fueron definiendo de manera gradual hasta
convertirse en algo similar a un espejo; un espejo flotando en el
aire sin nada que lo sujetase, con la superficie distorsionada por
ocasionales destellos argentinos. La sensación de familiaridad de la
escena fue tan intensa que Navhares permaneció en trance un largo
rato, contemplando el reflejo de los viajeros. Solo salió de él
cuando la guerrera del cabello corto dio un paso al frente, cruzó el
umbral mágico y se hizo una con su doble bajo el borde del falso
espejo; aún siguió siendo visible al otro lado durante un buen rato
mientras se alejaba hasta perderse entre los troncos de los árboles.
La fueron siguiendo el resto de sus compañeros.
Después
de que desaparecieran Kaledias y Sül, la figura de Caradhar fue la
única en pie ante el portal. El muchacho reparó entonces en sus
facciones extremadamente concentradas, en lo mucho que debía estar
esforzándose para alimentar el prodigio. No dudó en adelantarse a
sostenerlo, pero el dotado se las arregló para avanzar sin ayuda.
Aún tuvo fuerzas para volverse y dedicarle una diminuta sonrisa
antes de hacerse pequeño en su destino.
Se
había quedado atrás. Al distinguir su propia imagen aislada ante
él, el joven vidente revivió su sueño con tanta precisión que los
sentidos casi llegaron a engañarlo: Caradhar encogido, gimiendo de
dolor lejos de su alcance, en tierra extraña. Aquel era el momento,
su premonición se estaba cumpliendo..., ¿y él iba a permanecer de
brazos cruzados? El grito de alarma de Savran llegó muy tarde.
Cuando la energía de la lámina plateada comenzaba a debilitarse,
Navhares aspiró hondo, cerró los ojos y la atravesó.
La
magia se desvaneció como una pompa de jabón. Testigo de la
temeridad del muchacho, sobre la hierba del claro brilló un
mechoncito de pelo que el portal le había cercenado al cerrarse a
sus espaldas. La brisa arremolinó los cabellos hasta componer un
perfecto círculo rojo, del más puro color de la sangre.
La
primera sensación que experimentó al parpadear fue ahogo por falta
de aire, y dolor; un dolor comparable, imaginaba, a ser drenado de su
esencia vital a través de una herida en el pecho. El malestar apenas
duró un instante, aunque lo dejó lo bastante desconcertado para no
poder discernir si el escenario era o no el mismo, dado que seguía
rodeado de árboles. Pronto se dio cuenta de que estaba en otro claro
distinto. Los troncos crecían tan apretados que no dejaban pasar los
rayos del sol. La escasa luz penetraba desde una abertura al fondo de
un corredor natural, y varias figuras la bloqueaban. Una, en
concreto, acaparó toda su atención: un elfo ovillado en el suelo,
cuyo débil lamento le llegaba amortiguado por las voces solícitas
de las otras siluetas oscuras. Tras sacar el pequeño puñal que
guardaba en su bota, se precipitó hacia el caído.
—¡Caradhar!
¡Ya voy! ¡Ya voy! ¿Qué
te
sucede? ¿Qué
le
habéis hecho?
Sül,
arrodillado junto a Caradhar en actitud protectora, no prestó
atención al muchacho salvo para lanzarle una mirada asesina cuando
trató de tomar el control de la situación. La actitud de Vira fue
la más sensata durante la crisis; restablecido el contacto con
Savran, posó las manos en el cuello del dotado y sirvió de vehículo
a los poderes restauradores del guía. No consiguió restablecerlo
por completo, mas sí lo suficiente para acelerar su propia
regeneración. Acto seguido, aferró la muñeca de Navhares y lo
apartó del grupito sin hacer caso a sus protestas.
—Guarda
ese alfiler —bisbiseó—. Te unes a la fiesta sin permiso,
amenazas a nuestros anfitriones… Cualquier crío de por aquí
podría darte una paliza con una mano atada a la espalda, y yo me
estoy planteando calentarte el trasero con las dos.
—¿Cómo
te atreves a decirme eso? ¡Tuve una premonición! Soñé que hacían
daño a Caradhar al llegar aquí, ¡y no me he equivocado! Ellos…
—Has
sido tú quien le ha hecho daño, maldito idiota. Al cruzar, has
desestabilizado su dosificación de energía. Además, lo has forzado
a seguir alimentando el hechizo y a controlar al lanzador para que el
portal no te partiera en dos al cerrarse. —Tironeó de su mechón
mutilado y le arrancó un quejido de dolor—. Eres un mocoso
irresponsable. La culpa es mía por sacarte de Argailias creyéndome
que habría algo más de sensatez en ese cerebro tuyo del tamaño de
una avellana.
La
contundencia de Vira dejó pálido y mudo al muchacho. No quería
creérselo. Tras desobedecer a su padre precisamente para que la
ominosa visión del futuro no se cumpliese, había logrado justo lo
contrario, y todo por no saber interpretar las señales. El noble que
era, el Maede criado entre siervos que no toleraba las faltas de
respeto tuvo que tragarse su orgullo. Le quedaba mucho por aprender.
Caradhar había sufrido por su culpa.
—Yo
no sabía… Yo… —balbuceó.
—Cierra
la boca o te entrará algún insecto. En fin, ya que no cabe la
posibilidad de enviarte de vuelta de una patada, bien podríamos ser
educados con nuestros nuevos amigos. Sigámoslos. Y cuídate bien de
pestañear sin permiso.
En
la penumbra de aquella extraña prisión de árboles, el avergonzado
Navhares percibía el reproche silencioso de los norteños y la ira
de Sül. También la actitud apaciguadora de Caradhar, ya en pie,
asegurándole que estaba mejor y pidiéndole que no repitiese jamás
algo tan temerario. Se habría arrodillado a suplicar perdón en el
acto si los elfos locales no los hubiesen apremiado para continuar
hasta el extremo del corredor natural. El borbollón de luz lo cegó
al salir a terreno abierto. Hubo de esperar a que sus ojos se
acostumbrasen a la claridad antes de enfocarlos en el paisaje y
contener una exclamación de asombro; donde había esperado encontrar
más arboles, plataformas, casas y elfos camuflados entre la
vegetación, lo recibió una vastísima alfombra de hierba que
brillaba bajo el sol con el más vivo color esmeralda. Lo que habría
tomado por una pradera debía ser, en realidad, otro claro, pues las
distantes copas de los árboles los rodeaban por todos lados, si bien
era tal su amplitud que pocos habrían sabido definir tal espacio.
Con todo, lo más impresionante fue distinguir aún más allá,
recortados contra el azul del cielo, los picos de las montañas del
macizo.
—Dravde
seva nudhia —proclamó
Kaledias en un dialecto peculiar, con el abrupto acento del norte—.
Bienvenidos a Dallankor.
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