Una
estrella atravesada, cada ciento once años terrestres, por un
cometa.
Con
este dato, el Primer Navegante de la pirámide y sus acólitos
comenzaron la búsqueda del trozo de cielo que tanto interesaba a la
otra tripulación. Próximos estaban a dar palos de ciego, porque las
posibilidades, aun conociendo el sector aproximado y las fechas
exactas, se contaban por millones y millones. Eso no les impidió
emprender una búsqueda exhaustiva entre sus catálogos astronómicos.
Por otro lado, ¿qué habría allí, se preguntaban, que atraía a
los tripulantes conscientes de la otra nave hasta el punto de
convertirlo en el centro de sus existencias?
Leonardo
sabía que la solución más lógica, interrogar a los otros, estaba
fuera de la cuestión, así que se encogía de hombros por su
testarudez y continuaba las pesquisas a su ritmo. Para él, llegar a
conocer a Verorrosso
era la recompensa por hacer de espía para sus aliados, y algo mucho
más gratificante. A veces se preguntaba por qué. No era el mejor de
sus aprendices —tenía poca paciencia para lo que no le resultaba
práctico—, ni el más sabio, dada su corta vida, ni el más
festivo. ¿Todo descansaba en su increíble físico o en el embrujo
de sus alas? Y, sin embargo... Debía de haber algo más, pensaba,
sobre todo cuando rememoraba las veladas en las que el joven, perdida
ya la suspicacia, lo utilizaba a modo de consejero espiritual para
confiarle retazos de sus pensamientos.
Era
una noche sin luna. En el tejado de la Corte Vecchia, una máquina y
un hombre reposaban bajo la bóveda celeste, aprovechando la
cobertura ofrecida por la torre más próxima: Leonardo se había
decidido a izar su ornitóptero.
La respuesta a si funcionaba o no aún estaba en el aire, pues el
impulso del artista se había agotado tras el traslado. Tumbado sobre
su capa, se dedicaba al noble arte de la procrastinación, buscando
mensajes ocultos en las constelaciones.
—Ese
estúpido trozo de tela y madera no va a volar por su cuenta.
Verorrosso...
La voz a sus espaldas se convirtió en una silueta recortada contra
el firmamento. Leonardo le dejó un hueco libre en la capa; tras un
instante de duda, el guardaespaldas lo aprovechó para sentarse.
—A
diferencia de ti, yo no puedo hacerlo volar a oscuras —se burló el
florentino—. No te esperaba hoy. Si hubieras avisado de que venías,
habría mandado traer unas botellas de...
—Ayer
maté a cinco elegidos rivales con mis manos —lo interrumpió el
joven, a bocajarro—. El primero, uno de los líderes. Su facción
ha caído. Cinco personas. —Como su interlocutor mantenía un
silencio prudente, continuó—: Nunca había sido más de una, o
dos, con ayuda. La sangre no quería salir de mis ropas, así que las
quemé.
»No
tenía nada contra él, ¿sabes? Un tipo del lejano oriente.
Honorable, por lo poco que sabía, buen espadachín. Simplemente
tenía que hacerse, supongo. Me miró con esos ojos rasgados y no
había inquina en ellos, solo resignación. Y, tras el, cayeron los
que le quedaban. Mi gente me ha felicitado. Irene trató de
abrazarme, pero yo la aparté.
—¿Por
qué?
—No
es una puñetera cosa que merezca felicitaciones. ¿Tienen ganas de
celebrarlo? Que esperen a que ganemos.
—Quiero
decir que por qué la apartaste.
—Ah,
no quiero ese tipo de relación blanda con los míos. Es mejor la
disciplina del ejército, que me consideren su capitán.
—Entiendo.
Entonces todo está bien, ¿no? Tenía que hacerse. Aunque te resulte
duro, es el trabajo de un soldado, y no debes reprochártelo. Además,
ya estarás acostumbrado, después de... siglos.
—No
recordamos nada de una vez a otra.
—¿Qué?
—Perdemos
los recuerdos. Para mí es igual que empezar de nuevo. Si me dijeran
que es mi jodida primera batalla, me lo creería.
Leonardo
procuró ocultar su asombro. Por lo poco que sabía, el hecho de que
Neudan hubiese perdido sus recuerdos era un caso excepcional, algo
que esa singular voluntad de la pirámide no habría permitido en
condiciones normales. Costaba creer que ese segundo navío fuese tan
flexible.
La
piedad que sentía por Verorrosso
cargó un nuevo peso sobre su conciencia.
—¿Qué
harás cuando ganes? —preguntó, para alejar los nubarrones—.
¿Cuáles son tus planes allá arriba?
—No
lo sé. —Se reclinó junto a Leonardo, relajado al fin tras una
jornada difícil—. Dicen que es el paraíso. Pero no voy a vender
la piel del oso antes de matarlo...
—No
hace falta matar osos.
—...
porque antes, mi señor debe cruzar el pórtico.
—Es
desafortunado que no conserves la memoria de épocas pasadas. Me
habría gustado saber cuántos han llegado a cruzarlo.
—El
supervisor me contó que, hace mucho tiempo, un habitante de la
pirámide alcanzó la estrella.
—Uno
solo, hace mucho tiempo... Eso no es muy alentador.
—Tengo
paciencia, Da Vinci. Si algo he aprendido es que las cosas
importantes de verdad cuestan mucho sufrimiento. Y eso es lo que les
da valor.
—Tan
joven y tan estoico. ¿No se te ha ocurrido que, a tu edad, hay que
disfrutar de la vida?
—Cuando
usas ese tono paternal con tu cara de ángel de la Anunciación no
suenas muy creíble.
Leonardo
lo miró de reojo. Sí, el hecho de que no lo engañase su
envejecimiento fingido era otro de los alicientes de su compañía.
Se preguntó qué vería en realidad, si lo consideraba atractivo, si
era un cumplido vacío de alguien cuyo interés exclusivo eran las
mujeres. El rescoldo de una frivolidad que creía haber dejado atrás
ardió por un momento, tan encendido como las hebras de cabello rojo
esparcidas sobre su capa.
Aquello
no era bueno. Se incorporó.
—Voy
a aprovechar para concluir unos apuntes, mañana deberé salir
temprano al castillo —se excusó. Luego añadió, a sabiendas de
que rechazaría su oferta—: Estás invitado a quedarte, siempre y
cuando aceptes posar para mí.
—¿No
es mejor hacerlo con luz?
—Hay
imágenes que únicamente se capturan en la oscuridad. La luna y su
nimbo plateado. El fuego en la noche.
—No
soy luna ni fuego, Da Vinci. Yo tengo que acompañar a Irene al
Sforcesco, quizá nos veamos allí.
El
guardaespaldas también se levantó. A medio camino hasta la torre
hizo ademán de volverse, pero se lo pensó mejor y desapareció
escaleras abajo. Fue una circunstancia afortunada; permitió al
artista deshacerse de la sonrisa que tanto trabajo le estaba costando
mantener.
***
Por
más que Leonardo permaneciese en su burbuja de arte y charlas, el
mundo exterior seguía girando en 1499, y con una rotundidad que
pronto traería consecuencias para él y el resto de la ciudad.
Renacían las hostilidades con Francia; Luis XII movilizaba a su
ejército ante las fronteras de Milán, reivindicando los derechos al
ducado que le correspondían por su parentesco con el difunto Gian
Galeazzo. En Florencia, años después de la expulsión de los
Médici, se consolidaba el gobierno del Gran Consejo y la figura del
gonfaloniero Piero Soderini. Y, en el terreno artístico, un joven
escultor toscano ganaba fama en la península gracias a su dominio de
las formas: Michelangelo Buonarrotti. En todas partes se respiraba
una densa atmósfera de cambios, y la tensión acabó por alcanzar el
reducido entorno donde Leonardo solía moverse.
La
Corte Vecchia estaba casi desierta aquella tarde, dispersos los
aprendices y ayudantes en diversas ocupaciones y tabernas. Tanto era
así que Verorrosso
no tuvo que molestarse en buscar una entrada discreta, sino que
atravesó la principal y recorrió el edificio vacío con toda
tranquilidad. En sus estancias privadas, Leonardo se retorcía las
manos ante varias misivas mundanas escritas a contactos de renombre y
banqueros. Su gesto, al ver al recién llegado, fue de alivio por
quitarse un molesto peso de encima.
—Me
alegro de que hayas venido —dijo, pescando una copa limpia de entre
el barullo de la estantería—. Los vientos de guerra me impiden
pensar en otra cosa.
—La
guerra tiene sus utilidades. No, hoy traigo yo el vino. —Verorrosso
abrió una botella y sirvió un par de raciones generosas—. Siempre
viene bien un poco de bronca para disimular lo que hacemos.
—Aunque
es bueno que evites el sentimiento de culpabilidad por el destino que
te ha tocado, tampoco deberías insensibilizarte. Si la naturaleza es
digna de todo el respeto, ¿a dónde descendemos destruyendo la
maravilla que es un cuerpo humano? Y tú entenderás mejor que nadie
que esa maravilla no es nada, comparada con el alma irrepetible que
la habita.
—Yo
no destruyo almas. Divertido discurso, por cierto, viniendo de uno de
los ingenieros militares de Sforza.
—A
veces caigo en contradicciones absurdas, lo sé. Es solo que, ¿no te
cansas de estar en un conflicto continuo? Irene Gregori es de los
tuyos y dedica parte de sus horas a materias que enriquecen su
espíritu. Tú, en cambio, nunca te desvías de tu propósito de
ganar la contienda.
—¿Para
qué? Cuando los míos y yo subamos, tendremos todo el tiempo del
mundo para enriquecer nuestros
espíritus, o lo que sea. Pelear,
mejorar mis talentos, vivir la puñetera vida como si cada día
fueran a rajarte el cuello... Lo demás no importa.
—Describes
el destino de un mártir. La vida son esos pequeños respiros que se
nos conceden entre los grandes sacrificios, Verorrosso:
momentos para apreciar la belleza, para divertirse y enriquecerse
intelectualmente, para disfrutar del placer y el afecto.
—Juraría
que ya hemos tenido esta conversación. Hablas mucho, Da Vinci, pero
¿cuáles son tus respiros? Te he echado el ojo y no veo que hagas
otra cosa aparte de trabajar y escribir tochos interminables.
—Y
charlar contigo. Uno de mis grandes descansos.
La
mirada del guardaespaldas delataba que no se creía el cumplido.
Observó la habitación, con el tipo de lecho mezquino de un estoico
consumado, y compuso una sonrisa torcida.
—Irene
me contó algo sobre ti. Decía que eras el tipo de persona que...
apreciaba la belleza y disfrutaba del placer a
distancia. Salvo que uses esa
invisibilidad tuya para ir a las casas de putas a escondidas, creo
que ella tenía razón. Ya ves, me echas en cara mi falta de
diversiones cuando la tuya es igual de grave. No, miento: yo, al
menos, utilizo de tanto en tanto lo que tengo entre las piernas.
—Vaya,
te felicito —dijo Leonardo, algo molesto—. Te hacía un sufrido
monje guerrero con voto de castidad.
—¿Sabes
cómo recluto a los elegidos, cómo los
despierto? ¿A todos ellos, hombres y
mujeres? Follando, Da Vinci. —Se reclinó hacia atrás y separó
las piernas, en una clara referencia a su sexualidad. Al notar el
azoramiento del florentino, su sonrisa se acentuó—. ¿Te molesta
la palabra, te asusta? ¿No va contigo?
—Tengo
cuarenta y siete años. Te aseguro que poco me asusta
o impresiona ya.
—Dices
eso, pero ni traes a nadie a ese camastro tuyo ni sales a buscar
otras camas fuera.
—Al
igual que le dije a la signora
Gregori, carezco de tiempo para ello. Y, si no te convence esa
respuesta, entenderás que mis actividades y secretos son
incompatibles con tener amantes. Ni me dejo llevar por las pasiones,
ni soy aficionado a las relaciones basadas en falsedades.
—¿Y
qué haces para satisfacer tus impulsos? ¿O eres tú el monje?
—Ya
lo sabes, pinto. —Se levantó y
ofreció su mejor rostro despreocupado—.
Aún espero que aceptes ser mi modelo.
—¿Para
qué quieres que pose? Te he repetido hasta
la saciedad que no voy a dejar atrás
retratos míos, serían un dolor de cabeza
en el futuro.
—Tú
mismo lo has dicho, porque me limito a apreciar la
belleza y disfrutar del placer a distancia. —Tomó uno
de sus cuadernos y esbozó la grácil
estructura ósea de un pájaro—. Cuando
te vi, descendiendo del cielo nocturno, con el torso descubierto y
esas alas soberbias que te sostenían en el
aire... No había luna y apenas distinguía
tus contornos; aun así, recuerdo que pensé que
pocas cosas en el mundo podían ser tan
hermosas.
La
mirada del guerrero quedó prendida en el
artista que, con aparente serenidad, dibujaba bajo la claridad del
crepúsculo. Había
algo en aquella figura rubia de transparentes ojos azules... Una
gracia, un peculiar encanto acentuado por la luz que pocas veces
dejaba de cautivar los sentidos. Verorrosso no fue una excepción.
Encendió unas velas, cerró las
contraventanas, apartó algunos muebles y
se dirigió al espacio más
amplio de la estancia, soltándose los
cierres del jubón.
—Tira
ese cuaderno, no posaré para ningún
retrato —afirmó, ante el asombro de su
anfitrión—, aunque
te dejaré ver mejor eso que tanto te
fascina.
Cuando
se hubo librado de toda la ropa, salvo los calzones, un ligerísimo
gesto de dolor frunció sus cejas cobrizas. De sus omóplatos
brotaron dos vástagos aterciopelados, tiernos y húmedos, que se
ramificaron y cubrieron de plumaje diminuto. Crecieron las ramas
hasta convertirse en poderosos troncos, florecieron las plumas anchas
y brillantes. El magnífico par de alas que ya admirase en su día,
expandido en una habitación que a duras penas podía contenerlo, lo
dejó sin aliento una vez más. Sus artificios para volar, entendió,
eran una mera versión imperfecta, una sombra de la naturaleza.
Aquella era la perfección, bella, absoluta y —si no lo engañaban
los sentidos— real.
Se
giró Verorrosso
y las batió con tiento, derribando una pila de pliegos a los que
nadie prestó atención. Espió luego por encima del hombro; al notar
que Leonardo no reaccionaba, una chispa perversa encendió sus iris
verdes e inspiró a sus pulgares a deshacerse de la última prenda.
Solo entonces se percató el artista del titán desnudo, a medias
aéreo, a medias terrenal, que se alzaba al otro extremo de su sueño
hecho carne. Siempre había despreciado los cuerpos musculosos en
exceso, a los cuales denominaba, con ánimo burlón, manojos
de rábanos o sacos
de nueces. ¿Quien podría usar tales
epítetos para referirse al ángel caído que maniobraba hacia él?
Cada porción de piel, desde el mentón firme al poderoso miembro de
semental, cubría una maquinaria impecable. Una pequeña parte de su
conciencia se preguntaba, en susurros, si su desdén no se debería a
ese otro cuerpo enorme que admiraba, el que jamás había contemplado
al descubierto.
Alzó
los ojos y se encontró con una melena pelirroja a la distancia de
una caricia. Verorrosso
le arrebató las hojas de la mano antes de acorralarlo contra la
pared. Con la diferencia de alturas, la sensación era abrumadora.
—¿Y
bien? ¿Decepcionado?
—No
—murmuró el florentino—. Es lo que había imaginado, y más.
—Puedes
tocarlas. Quieres tocarlas, ¿eh? Hazlo.
Guió
una mano laxa al mosaico de plumas que rodeaba su derecha y dejó que
se posara allí. Suaves, flexibles y fuertes a un tiempo... Leonardo
pensó que, con toda probabilidad, era la primera persona que
practicaba tal rito de veneración, pues los demás elegidos poseían
sus propias alas.
—¿En
serio te acercas a los cincuenta? Pareces más joven que yo —continuó
diciendo el guardaespaldas. El dorso de uno de sus dedos imitó,
sobre la mejilla de Leonardo, el movimiento que este imprimía a los
suyos—. Suave. Me pregunto por qué te contentas con mirar desde
lejos.
—Yo
podría decir lo mismo.
—Yo
me acuesto con hombres y mujeres. Una sola vez con cada uno. Sin líos
de sentimientos que hagan la vida complicada.
—Sin
amor.
—El
amor te vuelve débil, te aparta de tu objetivo. —Inclinó la
cabeza y capturó un labio que no opuso resistencia. Su aliento,
cálido, estaba impregnado con el aroma del vino joven.
—Con
todo, coloca a idéntico nivel a los amantes.
—Quizá.
—Siguió robando pequeñas caricias, aproximándose más y más—.
Tú no eres uno de los míos, yo no soy uno de los tuyos, y los dos
sabemos quiénes somos. ¿Qué otra cosa importa?
Cerró
la boca sobre la suya, completando así el beso largamente anunciado.
Aun con toda su brusquedad y cierta torpeza, su lengua tenía las
cualidades del vino, una entrada fácil y un poso embriagador, y el
Leonardo que tantos años había consagrado a mortificarse se dejó
llevar. Yo no soy uno de los tuyos...
No, no era Salaì —la atracción prohibida—, ni uno de sus
aprendices, ni siquiera Neudan. La diminuta porción lúcida de su
cerebro volvió a preguntarse por qué había rechazado al dulce
Neudan; puede que fuera, pensó, por un miedo a lastimarlo que no
padecía con Verorrosso.
Él mismo acababa de confirmarlo: nada de implicar sentimientos, solo
conveniencia, intriga y placer.
Pero
¿le bastaba eso, en realidad?
Más
tarde aquella noche, mientras un taciturno Verorrosso
se ajustaba la ropa, Leonardo abrió las contraventanas y contempló
el cielo lleno de estrellas. La impresión de que las alturas le
devolvían la mirada se hizo más fuerte que nunca.
—¿He
bajado en tu estima por esto? —inquirió—. ¿Ya no somos amigos?
—Qué
estupidez. Me perdonarás, eso sí, por deducir que querías algo
más.
—Eres
joven, tienes mucho tiempo por delante, ¿sabes? Vidas, incluso. Tu
gran aspiración a la victoria no será siempre lo único que cuente.
—¿Cómo?
¿Qué diablos quieres decir?
—Te
enamorarás. Hallarás a alguien que remueva tus entrañas y
descubrirás que no te hace débil ni te aparta de tu camino. Te dará
una nueva perspectiva del futuro, hará que aprecies lo que antes
desdeñaste. Y, si eres afortunado, te corresponderá.
—Suena
como si te hablases a ti mismo. Me decepcionas.
—Yo
no he abandonado mis metas. Aprender, arrojar luz donde haga falta,
mi nombre grabado en la historia... ¿Quién sabe, sin embargo, si no
habrá otro tipo de felicidad mayor? Una que se comparta con otra
persona, y solo con ella; una que haga pasar las hazañas personales
a un segundo plano. Imagínalo por un momento, Verorrosso.
—Sonrió con melancolía—. Y a esa otra persona no dudarías en
revelarle tu auténtico nombre.
—Tengo
que irme. Ya me dirás si encuentras lo que buscas, Da Vinci. Yo te
informaré si encuentro a algún rubio menos arisco que tú... y
seguiré persiguiendo el cielo a mi manera.
***
Dos
días después del encuentro, Draadan se decidió a llevar a cabo la
inspección rutinaria de documentos que había estado posponiendo. Su
humor era pésimo; en lugar de esperar a Leonardo, cortesía mínima
que llevaba años ofreciéndole, empezó a revolver en su estudio sin
él. Cartones, dibujos, hojas de diarios... El esbozo de un dragón
luchando contra un león, ambos con los genitales expuestos
desvergonzadamente, profundizó hasta el límite la arruga entre sus
cejas.
Fue
entonces cuando el artista hizo su entrada y descubrió al intruso en
medio de un desorden incipiente, con la ilustración en la mano. Tras
acercarse a ver de qué se trataba, la recuperó y la camufló en una
pila de diarios.
—Es
un garabato chabacano y no estaba destinado a los ojos de nadie.
Saludos, Draadan, me sorprende encontrarte supervisando
a solas.
—He
echado a ese ayudante tuyo, Salaì, quien pretendía quedarse a
esperar conmigo. Tiene una lengua viperina y los modales de un
salvaje. Le das excesivas libertades, en mi opinión, y no entiendo
por qué, dado que no le sobra el talento.
—Supongo
que todos sucumbimos a algunas flaquezas. En cualquier caso, no me
quejo de él, el muchacho me es muy fiel.
—Fidelísimo.
Bastaron unas monedas para ahuyentarlo.
—No
he dicho que sea un santo —se excusó, ocultando el desconcierto
por la acidez de su tono—. ¿Te apetece beber algo?
—Me
quedaré poco tiempo. Si prefieres estar presente mientras lo reviso
todo, adelante.
—No,
por el cielo, continúa, mi casa es tu casa. Después de tantos años,
¿quién habría de inspirarme más confianza?
Aunque
en su voz no había resentimiento ni ironía, el talante de Draadan
parecía volverlo más susceptible que nunca. Acabó por llevarse la
mano al visor, en ese gesto típico de Navekhen para interrumpir la
conexión. Leonardo no dejó de notarlo.
—Dímelo
tú. Tal vez el tripulante de la otra pirámide, Verorrosso,
a menos que esa confianza sea una simple estrategia para ganártelo.
Una advertencia, por tu propia seguridad: te estás acercando
demasiado.
—Acercándome
a... ¿qué? —Los ojos del artista reflejaron su asombro, y luego
su suspicacia. Jamás se habría esperado que él, precisamente él,
aludiese a su aventura con el guardaespaldas—. Si te refieres a la
otra noche, te darías cuenta de que todo quedó en un contacto
superficial. Padeceré de... ¿qué es lo que padecen algunos actores
en las mascaradas? Miedo escénico.
—¿Y
planeas terminar la obra
en vuestra próxima velada?
—Primero
Salaì y ahora esto. Draadan, figúrate que estoy teniendo la
disparatada impresión de que tratas de inmiscuirte en mis decisiones
personales.
—¿Cuándo
te convertiste en Navekhen, el maestro del sarcasmo? Escucha, me es
indiferente con quién te acuestas, pero no te mezcles con ese
hombre. Es peligroso. No debí apoyar tu propuesta en ningún
momento, maldita sea.
—¿Disculpa?
Os he ofrecido datos que desconocíais, a pesar de que en ocasiones
me siento como un sucio espía. Hago lo que me ordenáis, me someto
de continuo a vuestro escrutinio, os entrego cada trazo que sale de
mis manos, sabiendo que os quedáis lo que os conviene... ¿Y
pretendes dirigir eso también?
—Yo
nunca he
controlado lo que haces en tu cama.
—Tú
nunca has controlado nada porque no ha habido nada que controlar.
Desde que me apresaron por la denuncia en el tamburo
y me dijiste, con desdén, que debía ser más cuidadoso, he dejado
pasar los días con miedo a ser juzgado por los hombres o por las
alturas. Me he consagrado a hacer trabajar mi cerebro, ya que los
placeres físicos me inspiraban sentimiento de culpa. He renunciado a
la intimidad, a compartir o a mirar a alguien a los ojos, consolado
por la esperanza de formar parte de algo importante. He desistido de
vivir,
Draadan, de tantas, tantas maneras...
Por
primera vez en mucho tiempo, Leonardo dejó brotar la ira en un único
e intenso borbotón. Su paciencia había llegado al límite gracias a
aquel arranque de... ¿despotismo? ¿Celos? Ridículo,
se burló en silencio,
¿en qué mundo iba él a sentir celos? Draadan, el prototipo del
hombre práctico y cerebral, el eficiente supervisor, el que
considera a quienes le rodean instrumentos porque él mismo lleva un
siglo siendo otro instrumento más...
—He
estado solo hasta ahora —continuó— y, cuando al fin encuentro a
alguien con quien... desahogarme, al menos, soy incapaz de dejarme
llevar. ¿Y por qué? Porque me habéis... No, me has
condicionado igual que a un perro de caza, me has...
El
sueño escurridizo, el cielo, el par de alas que nunca he tenido...
El
arrebato fue interrumpido por un beso tan furioso como sus reproches.
Aplastado contra la pared en un abrazo del que no podía huir,
abrumado por una pasión que nunca había alcanzado a concebir,
Leonardo perdió el dominio de su propio cuerpo. ¿Había fantaseado
con unos labios así de perfectos? ¿Ardía tanto la lengua de un
hombre de hielo? Sus manos, paralizadas hasta entonces, rodearon los
costados del viajero espacial y apretaron con fuerza. El deseo
reprimido barrió toda sensatez.
Cuando
Draadan se apartó, bañándolo con una bocanada de aliento cálido,
recuperó la suficiente cordura para enfocar la vista en sus ojos. Ya
no despedían el brillo inerte del ámbar. Fuego,
fuego líquido, no me equivoqué. Quema.
—Draadan...
No
me importa que sea un sueño. Sí, esta claridad ha de ser un sueño.
No me importa lo que suceda mañana.
—Yo...
No sé qué...
Súbeme
allá arriba. Dámelas, Draadan, dame tus...
La
súbita inmovilidad del visitante le devolvió la consciencia. El
fuego se había extinguido; apenas quedaban unos rescoldos en una
mirada llena de temor y remordimiento.
El
sueño ha sido breve. Ya he despertado.
—Leonardo
—barbotó aquel, aflojando los brazos—, no debería... Esto ha
sido un...
—...
un error, lo entiendo. —Se soltó con suavidad y se recompuso los
pliegues de la túnica—. No te preocupes, esto no ha sucedido. Ha
sido un impulso poco apropiado, ¿eh?
—Sí
—graznó su acompañante, casi sin voz.
—Impropio
de nosotros. Ha de ser la tensión. Sí, ha de ser eso. No le des más
vueltas de las necesarias, no tenemos por qué repetirlo.
—No.
—Nos
veremos pronto, Draadan.
Sonrió
con serenidad bien fingida. Tras unos segundos de aturdimiento, el
supervisor rozó su visor y programó un transporte. No añadió nada
más.
Leonardo
respiró hondo y esperó a que la tormenta en su pecho amainase poco
a poco. No discutió ni se aferró a sus ilusiones. ¿Para qué? Los
ojos espantados lo habían dicho todo, y él estaba acostumbrado a
elegir la decepción antes que el sufrimiento. Pensó en Draadan,
enamorado de una mujer a la que no podía dar hijos; en Draadan,
entregado a un amante mortal hasta el borde de la insurrección.
Intentó evocar los sinsabores, el infierno solitario de una vida
eterna.
Bien
cierto es que Placer y Dolor son dos gemelos, porque no existe el uno
sin el otro. Ojalá tuviese el
temple de Verorrosso,
él es el tipo de persona que sabe separar el goce de los
sentimientos. Dejar de desear, dejar de sentir... Ah, bueno: padeceré
durante algunas décadas, pero es mejor así. Si fuéramos débiles,
tú lo harías durante una eternidad.
***
Las
temibles noticias corrían de boca en boca por la ciudad: Milán
había caído ante los franceses. Ludovico Sforza era prisionero de
Luis XII.
En
medio del caos y la incertidumbre de los allegados al duque, Leonardo
se planteó con seriedad si debía abandonar el que había sido su
hogar durante tantos años. Era cierto que formaba parte del séquito
de Ludovico, aunque, por otro lado, únicamente lo hacía en calidad
de artista y sin una real afiliación política. No era disparatado
confiar en que los nuevos señores supiesen apreciar sus cualidades.
Además, estaban las cuestiones de colocar a sus aprendices, mover el
ingente contenido de su bottega..., y
Verorrosso. Se
resistía a dar por finalizada esa relación que, pese a los
conflictos, lo había acercado a una persona tan importante para él.
Y más cuando sabía que su existencia corría peligro cada día que
pasaba, con aquella eterna contienda mística recrudecida por los
excesos de la guerra.
Si
el guardaespaldas le guardaba rencor por su rechazo, no lo
manifestaba. Sus encuentros continuaban, alternados con alguna que
otra salida a tabernas discretas para ahogar sus frustraciones en el
vino. En medio de una de esas escapadas alcohólicas, una figura
embozada se plantó ante la mesa del rincón oscuro que ocupaban y
los miró sin pronunciar palabra. Verorrosso
juró por lo bajo; las ropas masculinas, el tahalí, las facciones
hermosas y la larga melena rubia rojiza, ocultas tras pliegues de
tela negra... Su compañera Irene Gregori había dado con él, a
pesar de que, hasta entonces, se las había
arreglado muy bien para esquivar a su grupo. La cortesana, por su
parte, no disimulaba su asombro al encontrárselos.
—Que
me aspen si no me acabo de topar en este tugurio con mi
guardaespaldas, quien debiera andar escoltándome, y al maestro Da
Vinci —afirmó, con cierto retintín—. Ignoraba que fueseis
amigos.
—Estimada
signora
Gregori —se adelantó a saludar el artista—, la sorpresa es mía
por hallaros aquí, y de esta guisa. Sentaos, por favor, y permitidme
invitaros a una copa igual que he hecho con vuestro protector, con
quien he coincidido en la entrada. Es imposible no recordar una
fisionomía del calibre de la suya. Si debéis culpar a alguien de su
retraso, culpadme a mí.
—Una
coincidencia, ¿eh? ¿Y qué charla pueden compartir un soldado y un
pintor?
—¿Por
qué decir que no a una jarra? —intervino Verorrosso,
tratando de sonar aburrido.
—Ya
veo. Me temo que he de rechazar vuestra ofrecimiento, maestro,
asuntos apremiantes nos reclaman. Os la recordaré en otra ocasión.
Leonardo
dedujo, mientras los veía marchar, que se disponían a emprender una
de sus expediciones nocturnas. Esa noche la curiosidad sobrepasaba a
la prudencia, así que dejó unas monedas en la mesa y husmeó desde
la puerta. Tuvo suerte de que Navekhen estuviese de guardia y de que
sus intentos disuasorios no fuesen muy entusiastas; oculto tras el
manto de la invisibilidad, los siguió.
Aun
con esa ventaja táctica, mantener el paso de los dos elegidos no era
tarea fácil, en particular cuando se aprovechaban de los rincones en
penumbra y trepaban a los tejados. Leonardo hubo de usar sus
conocimientos de arquitectura y evocar el mapa de la ciudad para
deducir la equivalencia a ras del suelo de sus rutas aéreas.
Parecían buscar algo, a tenor de sus vueltas en torno a una pequeña
iglesia de la parte este de la muralla. Finalmente ocuparon el hueco
de una hornacina que daba a un callejón y permanecieron inmóviles y
en silencio.
Poco
después, dos pares de pasos quedos se acercaron por la estrecha
calleja. La luz de la luna reveló que eran dos hombres, uno alto y
delgado y otro algo más bajo, ambos armados con espadas. Miraban a
todos lados en su lento avance. Al igual que Verorrosso
e Irene, semejaban un par de exploradores o centinelas, con la
diferencia de que su habilidad para pasar desapercibidos era muy
inferior. También lo era la de detectar espías; no notaron la
presencia de los otros cuando cruzaron ante la hornacina, ni sus
movimientos al prepararse para saltar.
Un
dúo de sombras magníficas, con la mortífera elegancia que Leonardo
atribuía a los grandes felinos, aterrizaron a las espaldas de los
caminantes. La correspondiente al pelirrojo se enfrentó al hombre
más pequeño, mientras que Irene cruzó hojas con el compañero de
este. Extrañado el espectador ante la elección de adversarios, no
tardó en descubrir que el primero excedía en fuerza y pericia al
segundo, y que su inquietud por la dama era vana: además de con
rapidez, Irene Gregori golpeaba con una contundencia que sobrepasaba
a la de muchos espadachines varones.
Su
atención se trasladó a Verorrosso,
al líder que hacía bailar la espada bastarda en tan estrecho
espacio con una maestría asombrosa. ¿Se limitaría a observar?
¿Intervendría en favor de su amigo si las tornas se volvían en su
contra? Sus aliados se lo habían prohibido expresamente, pero ¿cómo
podría dejar que lo hiriesen sin mover un dedo? Ya adelantaba un pie
en dirección a la pelea cuando se dio cuenta de que su pobre ayuda
no iba a ser necesaria. El cuerpo de Verorrosso
era una máquina de guerra perfecta; después de hacer su alarde de
técnica, despachó a su contrincante con una maniobra precisa. Irene
no tardó en imitarlo.
Siguió
contemplando, abstraído, el sencillo ritual de victoria de los
ganadores. No lo celebraban ni otorgaban un tratamiento especial a
los cuerpos: se limitaban a limpiar la sangre de sus armas, a
envainarlas y a escudriñar las proximidades, buscando, con toda
probabilidad, señales de testigos inoportunos. Excepto que no había
nada que encontrar, él estaba más allá de sus percepciones. Era un
intruso y un traidor que se aprovechaba del juego sucio para
violentar una intimidad ya de por sí violenta. Y entonces...
Una
nueva aparición sobresaltó a la pareja de guerreros. Los rayos de
luna revelaron la silueta tallada en mármol, por lo hierática, de
un hombre barbudo vestido con una larga túnica. Aunque era obvio que
Verorrosso e
Irene no esperaban al intruso, tampoco los asustaba su intromisión
y, de hecho, sus actitudes mostraban cierta deferencia. El
desconocido observó los cuerpos inertes, escuchó los comentarios
del pelirrojo —Leonardo lamentó no poseer un oído más agudo— y
asintió. Luego se inclinó, casi sin doblarse, y recogió a uno de
aquellos desdichados con el mismo esfuerzo con el que habría cargado
una pluma. Un miembro de la tripulación
de la segunda pirámide, razonó el
espía, o alguien enviado por ellos.
Navekhen me dijo que los cadáveres de los elegidos permanecían
incorruptos; es lógico que los retiren en cuanto...
Leonardo
no supo qué fue lo que lo delató, si su propia torpeza al
esconderse o bien los sentidos aguzados de aquel ser. Fuera como
fuese, el desconocido de la barba giró la cabeza en su dirección,
dejó caer el cuerpo y se acercó a su escondite. Creyó distinguir
un rictus de horror en el rostro de Verorrosso.
Cuando el sistema de transporte lo sacó de allí, apurando hasta el
último segundo, ya no vio nada más.
***
El
Vértice, a través de Shaal, fue muy rotundo respecto a la violación
de las reglas. Uno de los tripulantes conscientes de la segunda
pirámide había detectado las innecesarias maniobras de Leonardo
para curiosear asuntos que no le incumbían; en consecuencia,
deberían romper su política de no intervención y hacer algunos
pequeños ajustes para borrar el incidente de su memoria. Shaal
estaba furioso, furioso de esa gélida manera que lo caracterizaba.
Ahora tendrían que confiar, manifestaba, en que el rápido remiendo
fuera suficiente y no acarrease desastrosas consecuencias. Ordenó
que cesaran los contactos de Leonardo con Verorrosso.
Ordenó asimismo que este fuera sometido a idéntico tratamiento,
eliminando así cualquier rastro de su amistad. Únicamente los
ruegos del artista, traducidos en demandas de Draadan, lograron que
el guardaespaldas escapara a su suerte. Se alejaría de él y nadie
entre su gente sabría jamás de su existencia. Verorrosso
era un hombre de palabra, no le traicionaría.
Sobraba
decir que el florentino no estaba muy seguro de que los de arriba
habrían de cumplir tal promesa. Su mal humor fue una constante en
los días que siguieron, entre preparativos de una partida forzada y
duras elecciones sobre qué y a quiénes llevarse. Navekhen y Neudan
lo hallaron trasteando con papeles y refunfuñando a solas durante
una de sus jornadas de empaquetado; el resto de los habitantes de la
Corte Vecchia habían aprendido que era preferible esfumarse cuando
le sobrevenía un arranque de franqueza.
—Mejor
largarse. Mejor largarse, desde luego, dado el ambiente que se
respira en esta ciudad dejada de la mano de... Bueno, de quien sea
—barbotó no bien reparó en ellos—. ¿Sabéis que esos franceses
lunáticos están planeando llevarse mi Última Cena a su país, con
muro y todo? No me quedaré para comprobar si destruyen mi obra, oh,
no. ¿Y qué hacen estos lienzos aquí? Le dije a Salaì que los
guardase con los demás. Bribón, vago y maleante...
—Saludos,
amigo mío. Pareces un poco alterado —observó Navekhen, sabiendo
que estaba siendo eufemístico.
—¿No
estarías tú alterado si te tocase hacer todo el trabajo? ¡Mira el
tamaño de este sitio! La mayoría de los jóvenes se han marchado, y
he de darme prisa, y no he recibido aún contestación del banco
respecto a mi depósito...
—Tranquilízate,
hombre. ¿Quieres, erm, que arrimemos el hombro o mejor volvemos
cuando estés más relajadito?
—Relajado...
Definitivamente, cuando esté más relajado. ¡En la tumba!
—Leonardo...
La
voz melancólica y llena de sentimiento de Neudan, volcada en esa
única palabra, fue un sedativo para el artista. Soltó la pila de
papeles y se retorció las temblorosas manos hasta que se calmó.
—Lo
siento, lo siento. Tenéis razón, supongo que no ha sido un buen día
para mí. Cerraré la boca y me concentraré en llenar estas cajas.
—Leonardo,
por lo que respecta a tu pintura, confío en que la dejarán en su
sitio. Nadie en su sano juicio haría otra cosa, y la gente te
admira, te admira mucho. En cuanto al resto, todo se irá resolviendo
poco a poco. ¿Te acuerdas de cuando...?
Calló
Neudan al descubrir un pequeño lienzo inconcluso, disimulado tras un
par de caballetes. Su autor debía haber estado trabajando en él con
bastante secretismo, pues no recordaba haberlo visto antes. Y no lo
habría olvidado: representaba a Verorrosso
desnudo y con las alas extendidas, los ojos verdes perdidos en el
cielo del ocaso. Sabía a ciencia cierta que el elegido no se había
prestado a posar, así que debía ser fruto de su magnífica memoria.
Tanto él como Navekhen le lanzaron una mirada de reojo.
—Sí,
lo sé, nunca quiso que lo pintara y he traicionado su confianza —se
excusó Leonardo—. Soy consciente de que no debí hacerlo, me
cercioraré de que no llegue a ojos de nadie y terminaré
destruyéndolo. Es solo que... No voy a volver a verlo, ¿verdad? Él
sabe que es peligroso y yo también. Voy a perder su amistad y... y
solo deseaba conservar un recuerdo suyo durante un poco más de
tiempo.
Neudan
no supo qué decir, dividido entre borrosos sentimientos de celos y
compasión. Su anfitrión aprovechó el silencio para continuar
clasificando y descartando lo que no pensaba llevarse.
En
una de las estancias contiguas se apilaban varios contenedores con
objetos que no había conseguido vender, un par de modelos de arcilla
y el abandonado armazón del ornitóptero.
Alguien se aproximó al aparato y pasó
el índice por uno de los travesaños de madera, dejando una huella
en la densa capa de polvo. La casualidad —o no— quiso que
Leonardo cruzase por allí y pescase al intruso en medio de su
escrutinio. Era Draadan.
El
encuentro lo sorprendió, ya que el contacto entre ambos se había
reducido al mínimo desde su episodio.
La tensión era casi sólida. La atracción no había disminuido ni
un ápice; se había intensificado, si acaso, con ese beso que
confirmaba la reciprocidad de sus pasiones, el sentimiento, el sabor
de unos labios que no había dejado de evocar en aquella sucesión de
noches solitarias. Cuando un sueño
cobra vida durante un instante, te deja vacío o te vuelve loco,
reflexionó antes de sacudirse la confusión. Tenía que actuar con
naturalidad, algo fácil tras aquellos largos años de práctica.
—Draadan,
celebro encontrarte aquí. ¿Te interesa una presunta máquina
voladora? —preguntó, en referencia a su invento—. Me temo que el
aparato es un poco grande para acarrearlo y ha de quedarse atrás.
—Nunca
te decidiste a probarlo, y eso que es uno de los poquísimos
prototipos que has llegado a construir. —Apenas se apreciaba la
rigidez en su voz. La ilusión de serenidad era completa.
—Sobre
eso, hay quien te dirá que soy muy disperso. Yo opino, simplemente,
que los días deberían tener treinta horas extras para darme tiempo
a materializar todas mis ideas.
—¿Por
qué no hiciste un intento al menos?
—Porque
sé que hay alas que funcionan e impulsan a los hombres en el aire.
¿Para qué probar algo que es un hecho?
—Esa
no es la razón.
—Porque...
porque soy un cobarde. Supongo que, al final, mi temor al fracaso
resultó ser más fuerte que mi deseo de volar. Bah, ahora poco
importa. La oportunidad ya ha escapado y es mejor para vosotros,
puesto que así no me arriesgaré a partirme todos los huesos del
cuerpo. Mal trabajaría con los brazos rotos, ¿eh?
Completar
la ilusión de serenidad... Elegir lo necesario y descartar lo que no
pensaba llevarse... En este caso, era sencillo: cargar con los útiles
terrenales y dejar atrás el cielo.
***
Una
mañana de diciembre, Leonardo se dispuso a dejar atrás los muros de
Milán. El día era tan gris como su ánimo; abandonaba muchas cosas
y partía hacia un destino incierto, sin claras perspectivas de
trabajo. Al cruzar la puerta le sobrevino el deseo de echar un último
vistazo a la monumental ciudad que había llegado a conocer al mismo
detalle que Florencia. ¿Esperaba dar, por ventura, con una cara
amiga que viniese a despedirse? Si así era, sus expectativas
quedaron bien frustradas, dado que los únicos rostros presentes eran
los de algunos fastidiados soldados franceses. Sacudió la cabeza,
agobiado por esa melancólica sensación de pérdida, y enfiló la
ruta hacia el sureste.
Más
adelante, a la altura donde los bosquecillos ya empezaban a colonizar
las márgenes del sendero, un borrón de color anaranjado capturó la
atención de sus ojos antes de perderse entre los árboles. Nadie más
parecía haberlo visto. Con el corazón acelerado, rogó al resto del
grupo que aguardase y se adentró en la maleza. Una voz conocida lo
saludó.
—Te
marchas sin despedirte, te dejo marchar sin decir adiós... Aceptaré
de nuevo ser la parte que cede, Da Vinci.
—Verorrosso...
Es arriesgado que hayas... —Lo era. A pesar de ello, Leonardo
sonreía.
—Puede
que sea la última vez. Sé que es lo apropiado, que ya nos
arriesgamos demasiado, pero voy a echar de menos nuestras charlas. Yo
satisfacía tu curiosidad y tú me dabas... consejos interesantes. Me
costará quedarme sin ellos.
—¿Consejos
interesantes? ¿En serio? ¿Y los seguías? —bromeó.
—¿Por
qué no? Tienes experiencia. Ahora, por ejemplo, no me habrían
venido mal.
Leonardo
se lo quedó mirando. Sí, era la última vez, y a partir de ahí
Verorrosso
seguiría un camino diferente y mortalmente arriesgado. No obstante,
¿qué podía hacer él? ¿Cómo darle la ayuda que sus semejantes le
negaban?
—Verorrosso,
confía en lo que te dicen tus ojos y tus sentidos. Rechaza la fe
ciega, acepta las cosas como son y no como deberían ser porque
alguien así lo haya establecido. Ten cuidado, ¿de acuerdo?
—No
te preocupes, me las arreglaré —respondió el interpelado, con
cierto asombro—. Tengo intención de ganar esta contienda, ya lo
sabes.
—Lo
sé. —Enmudeció durante unos segundos, considerando si debía
revelar cierto secreto. Al final se rindió—. Escucha, he de
confesarte una cosa. Tu prohibición de retratarte... Me temo que no
la he respetado.
—¿Bromeas?
¿Y esperas ahora para decírmelo? ¡Malditos pintores y sus
malditas...!
—No,
no, no. Lo destruiré, te doy mi palabra, nadie lo verá. Créeme si
te digo que solo quería conservar un recuerdo, aunque... Bueno, es
innecesario. Sería imposible olvidar a alguien como tú.
—Me
has dado tu palabra, pintor maldito. Cúmplela o te perseguiré y te
meteré el puñetero cuadro por un sitio muy jodido.
—Sería
interesante verte intentarlo. Bien... Es hora de separarnos.
—Supongo
que sí. Cuídate, allá a donde vayas.
—Y
tú.
Leonardo
emprendió el regreso con pasos desganados. Al momento, sintió de
nuevo la llamada del guardaespaldas.
—¿Y
si fueras un elegido extraño y la magia solo funcionase de forma
incompleta en ti? Podrías unirte a los míos. Quizá callarnos haya
sido y error y debiéramos hablar de ti a mi señor.
—Quizá,
sí. Búscame cuando ganes y lo discutiremos.
Tras
avanzar otro pequeño trecho, Verorrosso
insistió.
—Leonardo,
no es que importara mucho, pero... mi nombre era Raffaello.
—Raffaello...
Como el arcángel para el que llegué a servir de modelo con
Verrocchio. Muy apropiado para...
Cuando
se volvió, el pelirrojo ya se había perdido entre los árboles. Era
la primera vez que lo llamaba por su nombre propio y le revelaba el
suyo. Y había sido justo entonces, en el instante de la despedida.
Desde
el piramidión,
Draadan seguía la escena con gravedad y tensión contenidas. Siempre
había sido diestro al ocultar sus emociones, aunque aquella mañana
no estaba haciendo su mejor papel. Tanto era así que Neudan,
enmascarado tras una expresión irónica muy poco habitual, se le
acercó por la espada y dijo:
—¿Espiando,
Draadan? Lo haces muy a menudo. Ten cuidado, no se te vaya a ocurrir
encapricharte de Leonardo. Iría contra las reglas y, además, sería
muy impropio de ti. ¿O no?
—No
sé qué quieres decir —le espetó el otro, con un tono que
congelaba el aliento.
—Regalos,
visitas inesperadas, contactos... más íntimos de lo correcto... Si
no fueses el eficiente supervisor, estaría tentado de afirmar que
has caído en lo que tanto condenas. Claro que a todos nos llega el
momento de tragarnos nuestras palabras, ¿verdad?
El
indignado Draadan no alcanzó a presentar ninguna réplica. Sabía
bien que aquella era la venganza, largos años alimentada, por todos
los comentarios despectivos que él le dedicara durante la primera
etapa de su renacimiento. Pero su descaro significaba algo más: que
había estado presente el día de su gran debilidad con Leonardo.
Se
preguntó a qué esperaba para delatarlo. Se preguntó también qué
infiernos iba a hacer él al respecto.