2016/10/19

CON LA VISTA AL CIELO IX: Placer y Dolor son dos gemelos






Una estrella atravesada, cada ciento once años terrestres, por un cometa.

Con este dato, el Primer Navegante de la pirámide y sus acólitos comenzaron la búsqueda del trozo de cielo que tanto interesaba a la otra tripulación. Próximos estaban a dar palos de ciego, porque las posibilidades, aun conociendo el sector aproximado y las fechas exactas, se contaban por millones y millones. Eso no les impidió emprender una búsqueda exhaustiva entre sus catálogos astronómicos. Por otro lado, ¿qué habría allí, se preguntaban, que atraía a los tripulantes conscientes de la otra nave hasta el punto de convertirlo en el centro de sus existencias?

Leonardo sabía que la solución más lógica, interrogar a los otros, estaba fuera de la cuestión, así que se encogía de hombros por su testarudez y continuaba las pesquisas a su ritmo. Para él, llegar a conocer a Verorrosso era la recompensa por hacer de espía para sus aliados, y algo mucho más gratificante. A veces se preguntaba por qué. No era el mejor de sus aprendices —tenía poca paciencia para lo que no le resultaba práctico—, ni el más sabio, dada su corta vida, ni el más festivo. ¿Todo descansaba en su increíble físico o en el embrujo de sus alas? Y, sin embargo... Debía de haber algo más, pensaba, sobre todo cuando rememoraba las veladas en las que el joven, perdida ya la suspicacia, lo utilizaba a modo de consejero espiritual para confiarle retazos de sus pensamientos.

Era una noche sin luna. En el tejado de la Corte Vecchia, una máquina y un hombre reposaban bajo la bóveda celeste, aprovechando la cobertura ofrecida por la torre más próxima: Leonardo se había decidido a izar su ornitóptero. La respuesta a si funcionaba o no aún estaba en el aire, pues el impulso del artista se había agotado tras el traslado. Tumbado sobre su capa, se dedicaba al noble arte de la procrastinación, buscando mensajes ocultos en las constelaciones.

Ese estúpido trozo de tela y madera no va a volar por su cuenta.

Verorrosso... La voz a sus espaldas se convirtió en una silueta recortada contra el firmamento. Leonardo le dejó un hueco libre en la capa; tras un instante de duda, el guardaespaldas lo aprovechó para sentarse.

A diferencia de ti, yo no puedo hacerlo volar a oscuras —se burló el florentino—. No te esperaba hoy. Si hubieras avisado de que venías, habría mandado traer unas botellas de...

Ayer maté a cinco elegidos rivales con mis manos —lo interrumpió el joven, a bocajarro—. El primero, uno de los líderes. Su facción ha caído. Cinco personas. —Como su interlocutor mantenía un silencio prudente, continuó—: Nunca había sido más de una, o dos, con ayuda. La sangre no quería salir de mis ropas, así que las quemé.

»No tenía nada contra él, ¿sabes? Un tipo del lejano oriente. Honorable, por lo poco que sabía, buen espadachín. Simplemente tenía que hacerse, supongo. Me miró con esos ojos rasgados y no había inquina en ellos, solo resignación. Y, tras el, cayeron los que le quedaban. Mi gente me ha felicitado. Irene trató de abrazarme, pero yo la aparté.

¿Por qué?

No es una puñetera cosa que merezca felicitaciones. ¿Tienen ganas de celebrarlo? Que esperen a que ganemos.

Quiero decir que por qué la apartaste.

Ah, no quiero ese tipo de relación blanda con los míos. Es mejor la disciplina del ejército, que me consideren su capitán.

Entiendo. Entonces todo está bien, ¿no? Tenía que hacerse. Aunque te resulte duro, es el trabajo de un soldado, y no debes reprochártelo. Además, ya estarás acostumbrado, después de... siglos.

No recordamos nada de una vez a otra.

¿Qué?

Perdemos los recuerdos. Para mí es igual que empezar de nuevo. Si me dijeran que es mi jodida primera batalla, me lo creería.

Leonardo procuró ocultar su asombro. Por lo poco que sabía, el hecho de que Neudan hubiese perdido sus recuerdos era un caso excepcional, algo que esa singular voluntad de la pirámide no habría permitido en condiciones normales. Costaba creer que ese segundo navío fuese tan flexible.

La piedad que sentía por Verorrosso cargó un nuevo peso sobre su conciencia.

¿Qué harás cuando ganes? —preguntó, para alejar los nubarrones—. ¿Cuáles son tus planes allá arriba?

No lo sé. —Se reclinó junto a Leonardo, relajado al fin tras una jornada difícil—. Dicen que es el paraíso. Pero no voy a vender la piel del oso antes de matarlo...

No hace falta matar osos.

... porque antes, mi señor debe cruzar el pórtico.

Es desafortunado que no conserves la memoria de épocas pasadas. Me habría gustado saber cuántos han llegado a cruzarlo.

El supervisor me contó que, hace mucho tiempo, un habitante de la pirámide alcanzó la estrella.

Uno solo, hace mucho tiempo... Eso no es muy alentador.

Tengo paciencia, Da Vinci. Si algo he aprendido es que las cosas importantes de verdad cuestan mucho sufrimiento. Y eso es lo que les da valor.

Tan joven y tan estoico. ¿No se te ha ocurrido que, a tu edad, hay que disfrutar de la vida?

Cuando usas ese tono paternal con tu cara de ángel de la Anunciación no suenas muy creíble.

Leonardo lo miró de reojo. Sí, el hecho de que no lo engañase su envejecimiento fingido era otro de los alicientes de su compañía. Se preguntó qué vería en realidad, si lo consideraba atractivo, si era un cumplido vacío de alguien cuyo interés exclusivo eran las mujeres. El rescoldo de una frivolidad que creía haber dejado atrás ardió por un momento, tan encendido como las hebras de cabello rojo esparcidas sobre su capa.

Aquello no era bueno. Se incorporó.

Voy a aprovechar para concluir unos apuntes, mañana deberé salir temprano al castillo —se excusó. Luego añadió, a sabiendas de que rechazaría su oferta—: Estás invitado a quedarte, siempre y cuando aceptes posar para mí.

¿No es mejor hacerlo con luz?

Hay imágenes que únicamente se capturan en la oscuridad. La luna y su nimbo plateado. El fuego en la noche.

No soy luna ni fuego, Da Vinci. Yo tengo que acompañar a Irene al Sforcesco, quizá nos veamos allí.

El guardaespaldas también se levantó. A medio camino hasta la torre hizo ademán de volverse, pero se lo pensó mejor y desapareció escaleras abajo. Fue una circunstancia afortunada; permitió al artista deshacerse de la sonrisa que tanto trabajo le estaba costando mantener.






***






Por más que Leonardo permaneciese en su burbuja de arte y charlas, el mundo exterior seguía girando en 1499, y con una rotundidad que pronto traería consecuencias para él y el resto de la ciudad. Renacían las hostilidades con Francia; Luis XII movilizaba a su ejército ante las fronteras de Milán, reivindicando los derechos al ducado que le correspondían por su parentesco con el difunto Gian Galeazzo. En Florencia, años después de la expulsión de los Médici, se consolidaba el gobierno del Gran Consejo y la figura del gonfaloniero Piero Soderini. Y, en el terreno artístico, un joven escultor toscano ganaba fama en la península gracias a su dominio de las formas: Michelangelo Buonarrotti. En todas partes se respiraba una densa atmósfera de cambios, y la tensión acabó por alcanzar el reducido entorno donde Leonardo solía moverse.

La Corte Vecchia estaba casi desierta aquella tarde, dispersos los aprendices y ayudantes en diversas ocupaciones y tabernas. Tanto era así que Verorrosso no tuvo que molestarse en buscar una entrada discreta, sino que atravesó la principal y recorrió el edificio vacío con toda tranquilidad. En sus estancias privadas, Leonardo se retorcía las manos ante varias misivas mundanas escritas a contactos de renombre y banqueros. Su gesto, al ver al recién llegado, fue de alivio por quitarse un molesto peso de encima.

Me alegro de que hayas venido —dijo, pescando una copa limpia de entre el barullo de la estantería—. Los vientos de guerra me impiden pensar en otra cosa.

La guerra tiene sus utilidades. No, hoy traigo yo el vino. —Verorrosso abrió una botella y sirvió un par de raciones generosas—. Siempre viene bien un poco de bronca para disimular lo que hacemos.

Aunque es bueno que evites el sentimiento de culpabilidad por el destino que te ha tocado, tampoco deberías insensibilizarte. Si la naturaleza es digna de todo el respeto, ¿a dónde descendemos destruyendo la maravilla que es un cuerpo humano? Y tú entenderás mejor que nadie que esa maravilla no es nada, comparada con el alma irrepetible que la habita.

Yo no destruyo almas. Divertido discurso, por cierto, viniendo de uno de los ingenieros militares de Sforza.

A veces caigo en contradicciones absurdas, lo sé. Es solo que, ¿no te cansas de estar en un conflicto continuo? Irene Gregori es de los tuyos y dedica parte de sus horas a materias que enriquecen su espíritu. Tú, en cambio, nunca te desvías de tu propósito de ganar la contienda.

¿Para qué? Cuando los míos y yo subamos, tendremos todo el tiempo del mundo para enriquecer nuestros espíritus, o lo que sea. Pelear, mejorar mis talentos, vivir la puñetera vida como si cada día fueran a rajarte el cuello... Lo demás no importa.

Describes el destino de un mártir. La vida son esos pequeños respiros que se nos conceden entre los grandes sacrificios, Verorrosso: momentos para apreciar la belleza, para divertirse y enriquecerse intelectualmente, para disfrutar del placer y el afecto.

Juraría que ya hemos tenido esta conversación. Hablas mucho, Da Vinci, pero ¿cuáles son tus respiros? Te he echado el ojo y no veo que hagas otra cosa aparte de trabajar y escribir tochos interminables.

Y charlar contigo. Uno de mis grandes descansos.

La mirada del guardaespaldas delataba que no se creía el cumplido. Observó la habitación, con el tipo de lecho mezquino de un estoico consumado, y compuso una sonrisa torcida.

Irene me contó algo sobre ti. Decía que eras el tipo de persona que... apreciaba la belleza y disfrutaba del placer a distancia. Salvo que uses esa invisibilidad tuya para ir a las casas de putas a escondidas, creo que ella tenía razón. Ya ves, me echas en cara mi falta de diversiones cuando la tuya es igual de grave. No, miento: yo, al menos, utilizo de tanto en tanto lo que tengo entre las piernas.

Vaya, te felicito —dijo Leonardo, algo molesto—. Te hacía un sufrido monje guerrero con voto de castidad.

¿Sabes cómo recluto a los elegidos, cómo los despierto? ¿A todos ellos, hombres y mujeres? Follando, Da Vinci. —Se reclinó hacia atrás y separó las piernas, en una clara referencia a su sexualidad. Al notar el azoramiento del florentino, su sonrisa se acentuó—. ¿Te molesta la palabra, te asusta? ¿No va contigo?

Tengo cuarenta y siete años. Te aseguro que poco me asusta o impresiona ya.

Dices eso, pero ni traes a nadie a ese camastro tuyo ni sales a buscar otras camas fuera.

Al igual que le dije a la signora Gregori, carezco de tiempo para ello. Y, si no te convence esa respuesta, entenderás que mis actividades y secretos son incompatibles con tener amantes. Ni me dejo llevar por las pasiones, ni soy aficionado a las relaciones basadas en falsedades.

¿Y qué haces para satisfacer tus impulsos? ¿O eres tú el monje?

Ya lo sabes, pinto. Se levantó y ofreció su mejor rostro despreocupado—. Aún espero que aceptes ser mi modelo.

¿Para qué quieres que pose? Te he repetido hasta la saciedad que no voy a dejar atrás retratos míos, serían un dolor de cabeza en el futuro.

mismo lo has dicho, porque me limito a apreciar la belleza y disfrutar del placer a distancia. —Tomó uno de sus cuadernos y esbozó la grácil estructura ósea de un pájaro—. Cuando te vi, descendiendo del cielo nocturno, con el torso descubierto y esas alas soberbias que te sostenían en el aire... No había luna y apenas distinguía tus contornos; aun así, recuerdo que pensé que pocas cosas en el mundo podían ser tan hermosas.

La mirada del guerrero quedó prendida en el artista que, con aparente serenidad, dibujaba bajo la claridad del crepúsculo. Había algo en aquella figura rubia de transparentes ojos azules... Una gracia, un peculiar encanto acentuado por la luz que pocas veces dejaba de cautivar los sentidos. Verorrosso no fue una excepción. Encendió unas velas, cerró las contraventanas, apartó algunos muebles y se dirigió al espacio más amplio de la estancia, soltándose los cierres del jubón.

Tira ese cuaderno, no posaré para ningún retrato —afirmó, ante el asombro de su anfitrión—, aunque te dejaré ver mejor eso que tanto te fascina.

Cuando se hubo librado de toda la ropa, salvo los calzones, un ligerísimo gesto de dolor frunció sus cejas cobrizas. De sus omóplatos brotaron dos vástagos aterciopelados, tiernos y húmedos, que se ramificaron y cubrieron de plumaje diminuto. Crecieron las ramas hasta convertirse en poderosos troncos, florecieron las plumas anchas y brillantes. El magnífico par de alas que ya admirase en su día, expandido en una habitación que a duras penas podía contenerlo, lo dejó sin aliento una vez más. Sus artificios para volar, entendió, eran una mera versión imperfecta, una sombra de la naturaleza. Aquella era la perfección, bella, absoluta y —si no lo engañaban los sentidos— real.

Se giró Verorrosso y las batió con tiento, derribando una pila de pliegos a los que nadie prestó atención. Espió luego por encima del hombro; al notar que Leonardo no reaccionaba, una chispa perversa encendió sus iris verdes e inspiró a sus pulgares a deshacerse de la última prenda. Solo entonces se percató el artista del titán desnudo, a medias aéreo, a medias terrenal, que se alzaba al otro extremo de su sueño hecho carne. Siempre había despreciado los cuerpos musculosos en exceso, a los cuales denominaba, con ánimo burlón, manojos de rábanos o sacos de nueces. ¿Quien podría usar tales epítetos para referirse al ángel caído que maniobraba hacia él? Cada porción de piel, desde el mentón firme al poderoso miembro de semental, cubría una maquinaria impecable. Una pequeña parte de su conciencia se preguntaba, en susurros, si su desdén no se debería a ese otro cuerpo enorme que admiraba, el que jamás había contemplado al descubierto.

Alzó los ojos y se encontró con una melena pelirroja a la distancia de una caricia. Verorrosso le arrebató las hojas de la mano antes de acorralarlo contra la pared. Con la diferencia de alturas, la sensación era abrumadora.

¿Y bien? ¿Decepcionado?

No —murmuró el florentino—. Es lo que había imaginado, y más.

Puedes tocarlas. Quieres tocarlas, ¿eh? Hazlo.

Guió una mano laxa al mosaico de plumas que rodeaba su derecha y dejó que se posara allí. Suaves, flexibles y fuertes a un tiempo... Leonardo pensó que, con toda probabilidad, era la primera persona que practicaba tal rito de veneración, pues los demás elegidos poseían sus propias alas.

¿En serio te acercas a los cincuenta? Pareces más joven que yo —continuó diciendo el guardaespaldas. El dorso de uno de sus dedos imitó, sobre la mejilla de Leonardo, el movimiento que este imprimía a los suyos—. Suave. Me pregunto por qué te contentas con mirar desde lejos.

Yo podría decir lo mismo.

Yo me acuesto con hombres y mujeres. Una sola vez con cada uno. Sin líos de sentimientos que hagan la vida complicada.

Sin amor.

El amor te vuelve débil, te aparta de tu objetivo. —Inclinó la cabeza y capturó un labio que no opuso resistencia. Su aliento, cálido, estaba impregnado con el aroma del vino joven.

Con todo, coloca a idéntico nivel a los amantes.

Quizá. —Siguió robando pequeñas caricias, aproximándose más y más—. Tú no eres uno de los míos, yo no soy uno de los tuyos, y los dos sabemos quiénes somos. ¿Qué otra cosa importa?

Cerró la boca sobre la suya, completando así el beso largamente anunciado. Aun con toda su brusquedad y cierta torpeza, su lengua tenía las cualidades del vino, una entrada fácil y un poso embriagador, y el Leonardo que tantos años había consagrado a mortificarse se dejó llevar. Yo no soy uno de los tuyos... No, no era Salaì —la atracción prohibida—, ni uno de sus aprendices, ni siquiera Neudan. La diminuta porción lúcida de su cerebro volvió a preguntarse por qué había rechazado al dulce Neudan; puede que fuera, pensó, por un miedo a lastimarlo que no padecía con Verorrosso. Él mismo acababa de confirmarlo: nada de implicar sentimientos, solo conveniencia, intriga y placer.

Pero ¿le bastaba eso, en realidad?






Más tarde aquella noche, mientras un taciturno Verorrosso se ajustaba la ropa, Leonardo abrió las contraventanas y contempló el cielo lleno de estrellas. La impresión de que las alturas le devolvían la mirada se hizo más fuerte que nunca.

¿He bajado en tu estima por esto? —inquirió—. ¿Ya no somos amigos?

Qué estupidez. Me perdonarás, eso sí, por deducir que querías algo más.

Eres joven, tienes mucho tiempo por delante, ¿sabes? Vidas, incluso. Tu gran aspiración a la victoria no será siempre lo único que cuente.

¿Cómo? ¿Qué diablos quieres decir?

Te enamorarás. Hallarás a alguien que remueva tus entrañas y descubrirás que no te hace débil ni te aparta de tu camino. Te dará una nueva perspectiva del futuro, hará que aprecies lo que antes desdeñaste. Y, si eres afortunado, te corresponderá.

Suena como si te hablases a ti mismo. Me decepcionas.

Yo no he abandonado mis metas. Aprender, arrojar luz donde haga falta, mi nombre grabado en la historia... ¿Quién sabe, sin embargo, si no habrá otro tipo de felicidad mayor? Una que se comparta con otra persona, y solo con ella; una que haga pasar las hazañas personales a un segundo plano. Imagínalo por un momento, Verorrosso. —Sonrió con melancolía—. Y a esa otra persona no dudarías en revelarle tu auténtico nombre.

Tengo que irme. Ya me dirás si encuentras lo que buscas, Da Vinci. Yo te informaré si encuentro a algún rubio menos arisco que tú... y seguiré persiguiendo el cielo a mi manera.






***







Dos días después del encuentro, Draadan se decidió a llevar a cabo la inspección rutinaria de documentos que había estado posponiendo. Su humor era pésimo; en lugar de esperar a Leonardo, cortesía mínima que llevaba años ofreciéndole, empezó a revolver en su estudio sin él. Cartones, dibujos, hojas de diarios... El esbozo de un dragón luchando contra un león, ambos con los genitales expuestos desvergonzadamente, profundizó hasta el límite la arruga entre sus cejas.

Fue entonces cuando el artista hizo su entrada y descubrió al intruso en medio de un desorden incipiente, con la ilustración en la mano. Tras acercarse a ver de qué se trataba, la recuperó y la camufló en una pila de diarios.

Es un garabato chabacano y no estaba destinado a los ojos de nadie. Saludos, Draadan, me sorprende encontrarte supervisando a solas.

He echado a ese ayudante tuyo, Salaì, quien pretendía quedarse a esperar conmigo. Tiene una lengua viperina y los modales de un salvaje. Le das excesivas libertades, en mi opinión, y no entiendo por qué, dado que no le sobra el talento.

Supongo que todos sucumbimos a algunas flaquezas. En cualquier caso, no me quejo de él, el muchacho me es muy fiel.

Fidelísimo. Bastaron unas monedas para ahuyentarlo.

No he dicho que sea un santo —se excusó, ocultando el desconcierto por la acidez de su tono—. ¿Te apetece beber algo?

Me quedaré poco tiempo. Si prefieres estar presente mientras lo reviso todo, adelante.

No, por el cielo, continúa, mi casa es tu casa. Después de tantos años, ¿quién habría de inspirarme más confianza?

Aunque en su voz no había resentimiento ni ironía, el talante de Draadan parecía volverlo más susceptible que nunca. Acabó por llevarse la mano al visor, en ese gesto típico de Navekhen para interrumpir la conexión. Leonardo no dejó de notarlo.

Dímelo tú. Tal vez el tripulante de la otra pirámide, Verorrosso, a menos que esa confianza sea una simple estrategia para ganártelo. Una advertencia, por tu propia seguridad: te estás acercando demasiado.

Acercándome a... ¿qué? —Los ojos del artista reflejaron su asombro, y luego su suspicacia. Jamás se habría esperado que él, precisamente él, aludiese a su aventura con el guardaespaldas—. Si te refieres a la otra noche, te darías cuenta de que todo quedó en un contacto superficial. Padeceré de... ¿qué es lo que padecen algunos actores en las mascaradas? Miedo escénico.

¿Y planeas terminar la obra en vuestra próxima velada?

Primero Salaì y ahora esto. Draadan, figúrate que estoy teniendo la disparatada impresión de que tratas de inmiscuirte en mis decisiones personales.

¿Cuándo te convertiste en Navekhen, el maestro del sarcasmo? Escucha, me es indiferente con quién te acuestas, pero no te mezcles con ese hombre. Es peligroso. No debí apoyar tu propuesta en ningún momento, maldita sea.

¿Disculpa? Os he ofrecido datos que desconocíais, a pesar de que en ocasiones me siento como un sucio espía. Hago lo que me ordenáis, me someto de continuo a vuestro escrutinio, os entrego cada trazo que sale de mis manos, sabiendo que os quedáis lo que os conviene... ¿Y pretendes dirigir eso también?

Yo nunca he controlado lo que haces en tu cama.

Tú nunca has controlado nada porque no ha habido nada que controlar. Desde que me apresaron por la denuncia en el tamburo y me dijiste, con desdén, que debía ser más cuidadoso, he dejado pasar los días con miedo a ser juzgado por los hombres o por las alturas. Me he consagrado a hacer trabajar mi cerebro, ya que los placeres físicos me inspiraban sentimiento de culpa. He renunciado a la intimidad, a compartir o a mirar a alguien a los ojos, consolado por la esperanza de formar parte de algo importante. He desistido de vivir, Draadan, de tantas, tantas maneras...

Por primera vez en mucho tiempo, Leonardo dejó brotar la ira en un único e intenso borbotón. Su paciencia había llegado al límite gracias a aquel arranque de... ¿despotismo? ¿Celos? Ridículo, se burló en silencio, ¿en qué mundo iba él a sentir celos? Draadan, el prototipo del hombre práctico y cerebral, el eficiente supervisor, el que considera a quienes le rodean instrumentos porque él mismo lleva un siglo siendo otro instrumento más...

He estado solo hasta ahora —continuó— y, cuando al fin encuentro a alguien con quien... desahogarme, al menos, soy incapaz de dejarme llevar. ¿Y por qué? Porque me habéis... No, me has condicionado igual que a un perro de caza, me has...

El sueño escurridizo, el cielo, el par de alas que nunca he tenido...

El arrebato fue interrumpido por un beso tan furioso como sus reproches. Aplastado contra la pared en un abrazo del que no podía huir, abrumado por una pasión que nunca había alcanzado a concebir, Leonardo perdió el dominio de su propio cuerpo. ¿Había fantaseado con unos labios así de perfectos? ¿Ardía tanto la lengua de un hombre de hielo? Sus manos, paralizadas hasta entonces, rodearon los costados del viajero espacial y apretaron con fuerza. El deseo reprimido barrió toda sensatez.

Cuando Draadan se apartó, bañándolo con una bocanada de aliento cálido, recuperó la suficiente cordura para enfocar la vista en sus ojos. Ya no despedían el brillo inerte del ámbar. Fuego, fuego líquido, no me equivoqué. Quema.

Draadan...

No me importa que sea un sueño. Sí, esta claridad ha de ser un sueño. No me importa lo que suceda mañana.

Yo... No sé qué...

Súbeme allá arriba. Dámelas, Draadan, dame tus...

La súbita inmovilidad del visitante le devolvió la consciencia. El fuego se había extinguido; apenas quedaban unos rescoldos en una mirada llena de temor y remordimiento.

El sueño ha sido breve. Ya he despertado.

Leonardo —barbotó aquel, aflojando los brazos—, no debería... Esto ha sido un...

... un error, lo entiendo. —Se soltó con suavidad y se recompuso los pliegues de la túnica—. No te preocupes, esto no ha sucedido. Ha sido un impulso poco apropiado, ¿eh?

Sí —graznó su acompañante, casi sin voz.

Impropio de nosotros. Ha de ser la tensión. Sí, ha de ser eso. No le des más vueltas de las necesarias, no tenemos por qué repetirlo.

No.

Nos veremos pronto, Draadan.

Sonrió con serenidad bien fingida. Tras unos segundos de aturdimiento, el supervisor rozó su visor y programó un transporte. No añadió nada más.

Leonardo respiró hondo y esperó a que la tormenta en su pecho amainase poco a poco. No discutió ni se aferró a sus ilusiones. ¿Para qué? Los ojos espantados lo habían dicho todo, y él estaba acostumbrado a elegir la decepción antes que el sufrimiento. Pensó en Draadan, enamorado de una mujer a la que no podía dar hijos; en Draadan, entregado a un amante mortal hasta el borde de la insurrección. Intentó evocar los sinsabores, el infierno solitario de una vida eterna.

Bien cierto es que Placer y Dolor son dos gemelos, porque no existe el uno sin el otro. Ojalá tuviese el temple de Verorrosso, él es el tipo de persona que sabe separar el goce de los sentimientos. Dejar de desear, dejar de sentir... Ah, bueno: padeceré durante algunas décadas, pero es mejor así. Si fuéramos débiles, tú lo harías durante una eternidad.






***






Las temibles noticias corrían de boca en boca por la ciudad: Milán había caído ante los franceses. Ludovico Sforza era prisionero de Luis XII.

En medio del caos y la incertidumbre de los allegados al duque, Leonardo se planteó con seriedad si debía abandonar el que había sido su hogar durante tantos años. Era cierto que formaba parte del séquito de Ludovico, aunque, por otro lado, únicamente lo hacía en calidad de artista y sin una real afiliación política. No era disparatado confiar en que los nuevos señores supiesen apreciar sus cualidades. Además, estaban las cuestiones de colocar a sus aprendices, mover el ingente contenido de su bottega..., y Verorrosso. Se resistía a dar por finalizada esa relación que, pese a los conflictos, lo había acercado a una persona tan importante para él. Y más cuando sabía que su existencia corría peligro cada día que pasaba, con aquella eterna contienda mística recrudecida por los excesos de la guerra.

Si el guardaespaldas le guardaba rencor por su rechazo, no lo manifestaba. Sus encuentros continuaban, alternados con alguna que otra salida a tabernas discretas para ahogar sus frustraciones en el vino. En medio de una de esas escapadas alcohólicas, una figura embozada se plantó ante la mesa del rincón oscuro que ocupaban y los miró sin pronunciar palabra. Verorrosso juró por lo bajo; las ropas masculinas, el tahalí, las facciones hermosas y la larga melena rubia rojiza, ocultas tras pliegues de tela negra... Su compañera Irene Gregori había dado con él, a pesar de que, hasta entonces, se las había arreglado muy bien para esquivar a su grupo. La cortesana, por su parte, no disimulaba su asombro al encontrárselos.

Que me aspen si no me acabo de topar en este tugurio con mi guardaespaldas, quien debiera andar escoltándome, y al maestro Da Vinci —afirmó, con cierto retintín—. Ignoraba que fueseis amigos.

Estimada signora Gregori —se adelantó a saludar el artista—, la sorpresa es mía por hallaros aquí, y de esta guisa. Sentaos, por favor, y permitidme invitaros a una copa igual que he hecho con vuestro protector, con quien he coincidido en la entrada. Es imposible no recordar una fisionomía del calibre de la suya. Si debéis culpar a alguien de su retraso, culpadme a mí.

Una coincidencia, ¿eh? ¿Y qué charla pueden compartir un soldado y un pintor?

¿Por qué decir que no a una jarra? —intervino Verorrosso, tratando de sonar aburrido.

Ya veo. Me temo que he de rechazar vuestra ofrecimiento, maestro, asuntos apremiantes nos reclaman. Os la recordaré en otra ocasión.

Leonardo dedujo, mientras los veía marchar, que se disponían a emprender una de sus expediciones nocturnas. Esa noche la curiosidad sobrepasaba a la prudencia, así que dejó unas monedas en la mesa y husmeó desde la puerta. Tuvo suerte de que Navekhen estuviese de guardia y de que sus intentos disuasorios no fuesen muy entusiastas; oculto tras el manto de la invisibilidad, los siguió.

Aun con esa ventaja táctica, mantener el paso de los dos elegidos no era tarea fácil, en particular cuando se aprovechaban de los rincones en penumbra y trepaban a los tejados. Leonardo hubo de usar sus conocimientos de arquitectura y evocar el mapa de la ciudad para deducir la equivalencia a ras del suelo de sus rutas aéreas. Parecían buscar algo, a tenor de sus vueltas en torno a una pequeña iglesia de la parte este de la muralla. Finalmente ocuparon el hueco de una hornacina que daba a un callejón y permanecieron inmóviles y en silencio.

Poco después, dos pares de pasos quedos se acercaron por la estrecha calleja. La luz de la luna reveló que eran dos hombres, uno alto y delgado y otro algo más bajo, ambos armados con espadas. Miraban a todos lados en su lento avance. Al igual que Verorrosso e Irene, semejaban un par de exploradores o centinelas, con la diferencia de que su habilidad para pasar desapercibidos era muy inferior. También lo era la de detectar espías; no notaron la presencia de los otros cuando cruzaron ante la hornacina, ni sus movimientos al prepararse para saltar.

Un dúo de sombras magníficas, con la mortífera elegancia que Leonardo atribuía a los grandes felinos, aterrizaron a las espaldas de los caminantes. La correspondiente al pelirrojo se enfrentó al hombre más pequeño, mientras que Irene cruzó hojas con el compañero de este. Extrañado el espectador ante la elección de adversarios, no tardó en descubrir que el primero excedía en fuerza y pericia al segundo, y que su inquietud por la dama era vana: además de con rapidez, Irene Gregori golpeaba con una contundencia que sobrepasaba a la de muchos espadachines varones.

Su atención se trasladó a Verorrosso, al líder que hacía bailar la espada bastarda en tan estrecho espacio con una maestría asombrosa. ¿Se limitaría a observar? ¿Intervendría en favor de su amigo si las tornas se volvían en su contra? Sus aliados se lo habían prohibido expresamente, pero ¿cómo podría dejar que lo hiriesen sin mover un dedo? Ya adelantaba un pie en dirección a la pelea cuando se dio cuenta de que su pobre ayuda no iba a ser necesaria. El cuerpo de Verorrosso era una máquina de guerra perfecta; después de hacer su alarde de técnica, despachó a su contrincante con una maniobra precisa. Irene no tardó en imitarlo.

Siguió contemplando, abstraído, el sencillo ritual de victoria de los ganadores. No lo celebraban ni otorgaban un tratamiento especial a los cuerpos: se limitaban a limpiar la sangre de sus armas, a envainarlas y a escudriñar las proximidades, buscando, con toda probabilidad, señales de testigos inoportunos. Excepto que no había nada que encontrar, él estaba más allá de sus percepciones. Era un intruso y un traidor que se aprovechaba del juego sucio para violentar una intimidad ya de por sí violenta. Y entonces...

Una nueva aparición sobresaltó a la pareja de guerreros. Los rayos de luna revelaron la silueta tallada en mármol, por lo hierática, de un hombre barbudo vestido con una larga túnica. Aunque era obvio que Verorrosso e Irene no esperaban al intruso, tampoco los asustaba su intromisión y, de hecho, sus actitudes mostraban cierta deferencia. El desconocido observó los cuerpos inertes, escuchó los comentarios del pelirrojo —Leonardo lamentó no poseer un oído más agudo— y asintió. Luego se inclinó, casi sin doblarse, y recogió a uno de aquellos desdichados con el mismo esfuerzo con el que habría cargado una pluma. Un miembro de la tripulación de la segunda pirámide, razonó el espía, o alguien enviado por ellos. Navekhen me dijo que los cadáveres de los elegidos permanecían incorruptos; es lógico que los retiren en cuanto...

Leonardo no supo qué fue lo que lo delató, si su propia torpeza al esconderse o bien los sentidos aguzados de aquel ser. Fuera como fuese, el desconocido de la barba giró la cabeza en su dirección, dejó caer el cuerpo y se acercó a su escondite. Creyó distinguir un rictus de horror en el rostro de Verorrosso. Cuando el sistema de transporte lo sacó de allí, apurando hasta el último segundo, ya no vio nada más.





***








El Vértice, a través de Shaal, fue muy rotundo respecto a la violación de las reglas. Uno de los tripulantes conscientes de la segunda pirámide había detectado las innecesarias maniobras de Leonardo para curiosear asuntos que no le incumbían; en consecuencia, deberían romper su política de no intervención y hacer algunos pequeños ajustes para borrar el incidente de su memoria. Shaal estaba furioso, furioso de esa gélida manera que lo caracterizaba. Ahora tendrían que confiar, manifestaba, en que el rápido remiendo fuera suficiente y no acarrease desastrosas consecuencias. Ordenó que cesaran los contactos de Leonardo con Verorrosso. Ordenó asimismo que este fuera sometido a idéntico tratamiento, eliminando así cualquier rastro de su amistad. Únicamente los ruegos del artista, traducidos en demandas de Draadan, lograron que el guardaespaldas escapara a su suerte. Se alejaría de él y nadie entre su gente sabría jamás de su existencia. Verorrosso era un hombre de palabra, no le traicionaría.

Sobraba decir que el florentino no estaba muy seguro de que los de arriba habrían de cumplir tal promesa. Su mal humor fue una constante en los días que siguieron, entre preparativos de una partida forzada y duras elecciones sobre qué y a quiénes llevarse. Navekhen y Neudan lo hallaron trasteando con papeles y refunfuñando a solas durante una de sus jornadas de empaquetado; el resto de los habitantes de la Corte Vecchia habían aprendido que era preferible esfumarse cuando le sobrevenía un arranque de franqueza.

Mejor largarse. Mejor largarse, desde luego, dado el ambiente que se respira en esta ciudad dejada de la mano de... Bueno, de quien sea —barbotó no bien reparó en ellos—. ¿Sabéis que esos franceses lunáticos están planeando llevarse mi Última Cena a su país, con muro y todo? No me quedaré para comprobar si destruyen mi obra, oh, no. ¿Y qué hacen estos lienzos aquí? Le dije a Salaì que los guardase con los demás. Bribón, vago y maleante...

Saludos, amigo mío. Pareces un poco alterado —observó Navekhen, sabiendo que estaba siendo eufemístico.

¿No estarías tú alterado si te tocase hacer todo el trabajo? ¡Mira el tamaño de este sitio! La mayoría de los jóvenes se han marchado, y he de darme prisa, y no he recibido aún contestación del banco respecto a mi depósito...

Tranquilízate, hombre. ¿Quieres, erm, que arrimemos el hombro o mejor volvemos cuando estés más relajadito?

Relajado... Definitivamente, cuando esté más relajado. ¡En la tumba!

Leonardo...

La voz melancólica y llena de sentimiento de Neudan, volcada en esa única palabra, fue un sedativo para el artista. Soltó la pila de papeles y se retorció las temblorosas manos hasta que se calmó.

Lo siento, lo siento. Tenéis razón, supongo que no ha sido un buen día para mí. Cerraré la boca y me concentraré en llenar estas cajas.

Leonardo, por lo que respecta a tu pintura, confío en que la dejarán en su sitio. Nadie en su sano juicio haría otra cosa, y la gente te admira, te admira mucho. En cuanto al resto, todo se irá resolviendo poco a poco. ¿Te acuerdas de cuando...?

Calló Neudan al descubrir un pequeño lienzo inconcluso, disimulado tras un par de caballetes. Su autor debía haber estado trabajando en él con bastante secretismo, pues no recordaba haberlo visto antes. Y no lo habría olvidado: representaba a Verorrosso desnudo y con las alas extendidas, los ojos verdes perdidos en el cielo del ocaso. Sabía a ciencia cierta que el elegido no se había prestado a posar, así que debía ser fruto de su magnífica memoria. Tanto él como Navekhen le lanzaron una mirada de reojo.

Sí, lo sé, nunca quiso que lo pintara y he traicionado su confianza —se excusó Leonardo—. Soy consciente de que no debí hacerlo, me cercioraré de que no llegue a ojos de nadie y terminaré destruyéndolo. Es solo que... No voy a volver a verlo, ¿verdad? Él sabe que es peligroso y yo también. Voy a perder su amistad y... y solo deseaba conservar un recuerdo suyo durante un poco más de tiempo.

Neudan no supo qué decir, dividido entre borrosos sentimientos de celos y compasión. Su anfitrión aprovechó el silencio para continuar clasificando y descartando lo que no pensaba llevarse.







En una de las estancias contiguas se apilaban varios contenedores con objetos que no había conseguido vender, un par de modelos de arcilla y el abandonado armazón del ornitóptero. Alguien se aproximó al aparato y pasó el índice por uno de los travesaños de madera, dejando una huella en la densa capa de polvo. La casualidad —o no— quiso que Leonardo cruzase por allí y pescase al intruso en medio de su escrutinio. Era Draadan.

El encuentro lo sorprendió, ya que el contacto entre ambos se había reducido al mínimo desde su episodio. La tensión era casi sólida. La atracción no había disminuido ni un ápice; se había intensificado, si acaso, con ese beso que confirmaba la reciprocidad de sus pasiones, el sentimiento, el sabor de unos labios que no había dejado de evocar en aquella sucesión de noches solitarias. Cuando un sueño cobra vida durante un instante, te deja vacío o te vuelve loco, reflexionó antes de sacudirse la confusión. Tenía que actuar con naturalidad, algo fácil tras aquellos largos años de práctica.

Draadan, celebro encontrarte aquí. ¿Te interesa una presunta máquina voladora? —preguntó, en referencia a su invento—. Me temo que el aparato es un poco grande para acarrearlo y ha de quedarse atrás.

Nunca te decidiste a probarlo, y eso que es uno de los poquísimos prototipos que has llegado a construir. —Apenas se apreciaba la rigidez en su voz. La ilusión de serenidad era completa.

Sobre eso, hay quien te dirá que soy muy disperso. Yo opino, simplemente, que los días deberían tener treinta horas extras para darme tiempo a materializar todas mis ideas.

¿Por qué no hiciste un intento al menos?

Porque sé que hay alas que funcionan e impulsan a los hombres en el aire. ¿Para qué probar algo que es un hecho?

Esa no es la razón.

Porque... porque soy un cobarde. Supongo que, al final, mi temor al fracaso resultó ser más fuerte que mi deseo de volar. Bah, ahora poco importa. La oportunidad ya ha escapado y es mejor para vosotros, puesto que así no me arriesgaré a partirme todos los huesos del cuerpo. Mal trabajaría con los brazos rotos, ¿eh?

Completar la ilusión de serenidad... Elegir lo necesario y descartar lo que no pensaba llevarse... En este caso, era sencillo: cargar con los útiles terrenales y dejar atrás el cielo.






***






Una mañana de diciembre, Leonardo se dispuso a dejar atrás los muros de Milán. El día era tan gris como su ánimo; abandonaba muchas cosas y partía hacia un destino incierto, sin claras perspectivas de trabajo. Al cruzar la puerta le sobrevino el deseo de echar un último vistazo a la monumental ciudad que había llegado a conocer al mismo detalle que Florencia. ¿Esperaba dar, por ventura, con una cara amiga que viniese a despedirse? Si así era, sus expectativas quedaron bien frustradas, dado que los únicos rostros presentes eran los de algunos fastidiados soldados franceses. Sacudió la cabeza, agobiado por esa melancólica sensación de pérdida, y enfiló la ruta hacia el sureste.

Más adelante, a la altura donde los bosquecillos ya empezaban a colonizar las márgenes del sendero, un borrón de color anaranjado capturó la atención de sus ojos antes de perderse entre los árboles. Nadie más parecía haberlo visto. Con el corazón acelerado, rogó al resto del grupo que aguardase y se adentró en la maleza. Una voz conocida lo saludó.

Te marchas sin despedirte, te dejo marchar sin decir adiós... Aceptaré de nuevo ser la parte que cede, Da Vinci.

Verorrosso... Es arriesgado que hayas... —Lo era. A pesar de ello, Leonardo sonreía.

Puede que sea la última vez. Sé que es lo apropiado, que ya nos arriesgamos demasiado, pero voy a echar de menos nuestras charlas. Yo satisfacía tu curiosidad y tú me dabas... consejos interesantes. Me costará quedarme sin ellos.

¿Consejos interesantes? ¿En serio? ¿Y los seguías? —bromeó.

¿Por qué no? Tienes experiencia. Ahora, por ejemplo, no me habrían venido mal.

Leonardo se lo quedó mirando. Sí, era la última vez, y a partir de ahí Verorrosso seguiría un camino diferente y mortalmente arriesgado. No obstante, ¿qué podía hacer él? ¿Cómo darle la ayuda que sus semejantes le negaban?

Verorrosso, confía en lo que te dicen tus ojos y tus sentidos. Rechaza la fe ciega, acepta las cosas como son y no como deberían ser porque alguien así lo haya establecido. Ten cuidado, ¿de acuerdo?

No te preocupes, me las arreglaré —respondió el interpelado, con cierto asombro—. Tengo intención de ganar esta contienda, ya lo sabes.

Lo sé. —Enmudeció durante unos segundos, considerando si debía revelar cierto secreto. Al final se rindió—. Escucha, he de confesarte una cosa. Tu prohibición de retratarte... Me temo que no la he respetado.

¿Bromeas? ¿Y esperas ahora para decírmelo? ¡Malditos pintores y sus malditas...!

No, no, no. Lo destruiré, te doy mi palabra, nadie lo verá. Créeme si te digo que solo quería conservar un recuerdo, aunque... Bueno, es innecesario. Sería imposible olvidar a alguien como tú.

Me has dado tu palabra, pintor maldito. Cúmplela o te perseguiré y te meteré el puñetero cuadro por un sitio muy jodido.

Sería interesante verte intentarlo. Bien... Es hora de separarnos.

Supongo que sí. Cuídate, allá a donde vayas.

Y tú.

Leonardo emprendió el regreso con pasos desganados. Al momento, sintió de nuevo la llamada del guardaespaldas.

¿Y si fueras un elegido extraño y la magia solo funcionase de forma incompleta en ti? Podrías unirte a los míos. Quizá callarnos haya sido y error y debiéramos hablar de ti a mi señor.

Quizá, sí. Búscame cuando ganes y lo discutiremos.

Tras avanzar otro pequeño trecho, Verorrosso insistió.

Leonardo, no es que importara mucho, pero... mi nombre era Raffaello.

Raffaello... Como el arcángel para el que llegué a servir de modelo con Verrocchio. Muy apropiado para...

Cuando se volvió, el pelirrojo ya se había perdido entre los árboles. Era la primera vez que lo llamaba por su nombre propio y le revelaba el suyo. Y había sido justo entonces, en el instante de la despedida.








Desde el piramidión, Draadan seguía la escena con gravedad y tensión contenidas. Siempre había sido diestro al ocultar sus emociones, aunque aquella mañana no estaba haciendo su mejor papel. Tanto era así que Neudan, enmascarado tras una expresión irónica muy poco habitual, se le acercó por la espada y dijo:

¿Espiando, Draadan? Lo haces muy a menudo. Ten cuidado, no se te vaya a ocurrir encapricharte de Leonardo. Iría contra las reglas y, además, sería muy impropio de ti. ¿O no?

No sé qué quieres decir —le espetó el otro, con un tono que congelaba el aliento.

Regalos, visitas inesperadas, contactos... más íntimos de lo correcto... Si no fueses el eficiente supervisor, estaría tentado de afirmar que has caído en lo que tanto condenas. Claro que a todos nos llega el momento de tragarnos nuestras palabras, ¿verdad?

El indignado Draadan no alcanzó a presentar ninguna réplica. Sabía bien que aquella era la venganza, largos años alimentada, por todos los comentarios despectivos que él le dedicara durante la primera etapa de su renacimiento. Pero su descaro significaba algo más: que había estado presente el día de su gran debilidad con Leonardo.

Se preguntó a qué esperaba para delatarlo. Se preguntó también qué infiernos iba a hacer él al respecto.

 
 
 


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