—Os
di instrucciones precisas, nada de contacto con los otros.
Y ahora no solo se ha revelado ante uno de sus líderes, sino que
vosotros le habéis mostrado nuestro sistema de transporte.
—Y
yo avisé de que algún día miraría al cielo. En cuanto a la
triangulación, ¿sugieres que deberíamos haber dejado a Da Vinci
indefenso ante un guerrero con una espada?
—Un
injustificado ataque de pánico. Las heridas del sujeto
pueden ser sanadas.
—En
efecto. Por cierto, yo sé lo que se siente cuando te atraviesan. No
me importaría nada brindarle la misma experiencia a cualquiera que
hable de ella sin conocerla.
—Eh...
Mis respetados superiores... Si se me permite aportar algo...
Navekhen
tenía motivos para preocuparse: Leonardo estaba aislado, Shaal y
Draadan, a punto de dar ladridos, y se temía una crisis inminente
por desobedecer las directrices. Era obvio que no desaprobaba el
rescate improvisado del supervisor, pero el Primer Biólogo
necesitaría mejores argumentos que la salud de un terráqueo para no
precipitarse a adoptar medidas drásticas.
—Shaal-mekk,
los vigías están cubriendo la actividad del sujeto Verorrosso
a tiempo completo y no han hallado señal alguna de que haya revelado
a nadie el encontronazo; circunstancia curiosa que a nosotros nos
viene muy bien. Llegado el caso, intervendrían para
imposibilitárselo. Lo que sí ha hecho es colarse en la Corte
Vecchia, presumimos que en busca de nuestro aliado de la Tierra, a
quien tenemos en un lugar protegido por ahora. Claro que no puede
quedarse encerrado ahí ad eternum
y... En resumen, ha solicitado una audiencia en la pirámide para
recibir una explicación sobre esas minucias, esos detallejos
sobre señores con alas que nosotros no estamos autorizados a
desvelar.
—Imposible
—sentenció Shaal—. El Vértice no admitirá extraños en nuestra
nave.
—Es
una promesa que le hicimos hace años, por su colaboración —lo
enfrentó Draadan—. No me gusta faltar a las mías, ya sean
adecuadas o no. Presentaré mi informe directamente al Vértice,
aconsejando su visto bueno.
—Osas
saltarte la cadena de mando. —Sus ojos grises se convirtieron en
dos rendijas.
—Mi
cargo de supervisor de seguridad es único. Me coloca en posición de
hacer valoraciones demasiado prosaicas para que un ingeniero como tú
se moleste en entenderlas, Shaal-mekk. Vuelve a tus labores elevadas.
Yo me ocuparé de las rutinarias.
Llegado
a ese punto de sarcasmo, Navekhen, que había retrocedido pasito a
pasito, terminó de parapetarse tras Draadan. Cuando las ofendidas
espaldas del Primer Biólogo se alejaron pasillo arriba, lanzó un
suspiro digno del fuelle de una fragua y murmuró:
—¿En
serio, con el Vértice? Un día estirarás de su paciencia hasta
romperla y estará más que feliz de reemplazarte.
—¿Quieres
mi puesto?
—¡Por
un billón de estrellas comprimidas en un sombrero, no!
—Ni
tú, ni nadie. No te quedes ahí pasmado, tenemos cosas que hacer.
***
Leonardo
parpadeó en las tinieblas, acompañado por el zumbido de fondo de
los triángulos.
Volvió
a parpadear y se hizo la luz. Era una luz tenue, un borrón destinado
a proteger su vista del repentino cambio de luminosidad. Y, poco a
poco, conforme avanzaban los segundos y los parpadeos, los contornos
del espacio en torno a él se volvieron nítidos: una pared lisa y
brillante, tal vez de metal; una puerta sin tirador ni marco; los
reposabrazos de un sillón con el respaldo inclinado hacia atrás;
Neudan y Navekhen, preocupado el primero, optimista eterno el
segundo. «Bienvenido a la pirámide, Leonardo», dijo, con un vivo
chispeo de los ojos azul marino. Y el florentino supo que, décadas
después, había logrado su sueño de elevarse en el aire. No sentía
nada especial, ni vería nada revelador, ni viviría una experiencia
completa. Seguiría siendo una cuestión de fe, mas ¿qué habían
sido todos aquellos años, y los que le quedaban, sino una sucesión
de pruebas de fe?
La
puerta sin tirador subió, en lugar de bascular a un lado, y les
permitió en acceso a otro espacio casi vacío, la sala diáfana y
sin columnas más enorme que había visto jamás. No alcanzaba a
imaginar cómo se sustentaba el techo sin apoyos, pero tampoco era un
asunto prioritario, porque al otro extremo se veían unos ventanales
dignos del tamaño de aquel lugar. Caminó hacia ellos con paso
inseguro, ansioso y asustado por lo que podrían mostrarle, y se
asomó. Bajo el azul claro del cielo solo había nubes blancas hasta
donde alcanzaba la vista, y abajo, mucho más abajo, una pared lisa
de sillares color amatista que se sumergía en ellas.
—Estoy
sobre las nubes —musitó—. Y estos son los ojos abiertos en las
grandes caras triangulares. Y la pirámide... es púrpura ahora, no
gris.
—Siempre
lo fue, ya te lo dije, bajo todo ese polvo cósmico —aclaró
Navekhen a su espalda—. ¿Y sabes por qué esta limpia ahora?
Fíjate bien.
El
artista escrutó la pared lejana en busca de lo que le señalaban y
distinguió varias máquinas, pequeñas en la distancia, aunque
familiares. Se asemejaban a un diseño que hiciera años atrás, algo
sobre ventosas y aspirar paredes. Admirado, comprendió que aquellos
visitantes de sabiduría sin par habían llevado a la practica una de
sus ideas.
—Deberías
exigir a los ingenieros una remuneración por autoría. Y nunca
admitiré haber dicho eso.
—Es
púrpura. Todo es púrpura.
A
su alrededor, la mayoría de las superficies mostraban un blanco
inmaculado o una variación de ese otro color, ya fuese amatista,
violeta o malva. Únicamente los asientos alineados ante el ventanal
brillaban en plateado. Sus acompañantes lo condujeron a uno de ellos
y le indicaron que se sentase.
El
silencio contemplativo quedaba roto, de tanto en tanto, por el sonido
de pasos repiqueteando en las placas del suelo. Visitantes
desconocidos, de diferentes géneros y etnias —la primera prueba de
que no estaban solos allí—, cruzaban la zona y les echaban un
vistazo fugaz antes de desaparecer por el pasillo. Para Leonardo, aún
prisionero de algunos prejuicios de su época, fue todo un
descubrimiento.
—¿Me
explicaréis qué fue lo que vi, y por qué me sacasteis de allí?
—preguntó al fin—. Y la pirámide sobre Milán...
—Ven.
—Draadan y su sigilo lo tomaron de nuevo por sorpresa—. Me han
autorizado a enseñarte algo.
Entraron
en una de las puertas que daban al pasillo, poco más que una
habitación, y salieron en un lugar diferente. Magia, ciencia... Lo
cierto era que bajo sus pies se abría un profundo abismo de cielo,
nubes y tierra. Leonardo se tambaleó, presa de un violento temor a
aquel vacío infinito; Draadan lo sujetó por la cintura.
—Algunas
secciones del suelo son transparentes, pero sólidas —susurró el
supervisor—. No tienes nada que temer.
Se
miraron un instante antes de soltarse, antes de que el florentino se
reprochase el momento de debilidad y tratase de remediarlo caminando
sin ayuda. Aspiró hondo, animado por ese espíritu de investigador
que siempre se sobreponía al miedo. La estructura era resistente, a
pesar de su inquietante transparencia. Su abrumador espacio, mayor
que la mayor de las catedrales, albergaba multitud de plataformas a
diferentes niveles, unidas a un eje central, sobre las cuales se
habían instalado extrañas mesas de trabajo delineadas por luces
purpúreas. Algunos compartimentos cerrados y opacos se desperdigaban
entre ellas, mientras que, a media altura, la más amplia era ocupada
por una mujer y un hombre, ambos enfundados en los conocidos
uniformes ajustados. Pero lo más asombroso era la forma exterior que
encapsulaba todo aquel despliegue de maravillas y que, a la vez, las
hacía parecer tan pequeñas: cuatro aristas convergiendo en la parte
inferior, en un vértice constelado de lentes gigantescas.
—Una
pirámide invertida —susurró—. El piramidión.
Descendieron
a una plataforma vacía, la hicieron girar hasta colocarla ante una
de las cuatro paredes —que, según pudo comprobar Leonardo,
estaban compuestas de piezas triangulares más pequeñas— y
activaron la mesa o consola. Igual que ocurría con los pequeños
visores de los visitantes, una imagen de algo captado a distancia se
formó en el espacio vacío sobre los controles. Era la pirámide,
suspendida sobre Milán.
—Esto
es lo que viste anoche, amigo mío. —Navekhen lo empujó sobre un
sillón y se acomodó a su lado—. Es muy similar a la nuestra,
aunque es otra... embarcación diferente.
—Lo
sabía... —Los ojos celestes reflejaron nubes, ángulos y una
semiesfera.
—Admito
que no fuimos del todo sinceros sobre su existencia. ¿Recuerdas que
hace tiempo te dije que habíamos venido a estudiar algo ajeno a
vosotros, y que fue entonces cuando Eal se volatilizó? No somos los
únicos viajeros de nuestra civilización, Leonardo; existe, al
menos, un grupo más. Y digo al menos
porque tenemos motivos para creer que otra nave no identificada
visitó tu querida Tierra hace varios siglos. Aunque esos
desconocidos no son relevantes ahora. En fin, desde que localizamos a
los... otros,
espiarlos desde las sombras se ha convertido en nuestra...
—¿Por
qué desde las sombras? Si son similares a vosotros, ¿no habría
sido mejor que os dieseis a conocer?
—Bueno,
si lo meditaras con calma encontrarías razones para mantenerte
apartado de unos...
—¿Y
por qué no me lo dijisteis? ¿Acaso no confiabais en mí?
—Nosotros
solo...
—¿Quiénes
son ellos? ¿Están relacionados con Eal? Esas alas, ¿no las
imaginé?
La
avasalladora ristra de preguntas no tardó en hacer estallar en
carcajadas a Navekhen. Tanto fue así, que hasta la pareja ocupante
de la consola principal se giró, en la distancia, para lanzarle una
mirada de reproche.
—¡El
querido y preguntón Leonardo de la juventud! —se las arregló para
exclamar, entre hipidos y zarandeos al florentino—. ¿Dónde te
habías metido todos estos años? Calma, calma. Te prometo que
responderé cuanto pueda. Vayamos por orden... ¿Quiénes son? Gente
que un día salió de la misma estrella que nosotros.
—Pero
ellos... Verorrosso
y aquel a quien este mató tenían alas que su carne reabsorbía. Y
el primero hizo brotar algún tipo de luz dañina de su cuerpo.
¿Obráis vosotros tales prodigios y me lo habéis ocultado?
—Proceder
de la misma estrella no significa poseer las mismas peculiaridades
físicas. Su —se mordió la lengua para no intentar traducir línea
genética— linaje debió experimentar
modificaciones cuando nos separamos en el pasado. Si recuerdas mi
historia, desconocemos nuestros orígenes; sí sabemos que hay otras
tripulaciones y que los compartimos con ellas.
—Alas,
luz... Yo diría que ellos juegan con ventaja.
—Bueeeno...
—Navekhen dejó escapar una risita y cruzó los brazos tras la
nuca. Lo que más lo divertía del comentario era el ceño ofendido
de Draadan—. No cabe duda que esa habilidad para canalizar su...
energía interna es un atributo muy útil, pero no exento de
inconvenientes, pues su necesidad de alimento y sueño es similar a
la de cualquier humano. Nuestra fuerza y resistencia es superior a
todos los niveles. Considera tu ejemplo, Leonardo: con lo que te
inoculamos puedes pasar días privado de condumio (por no hablar de
las noches que dedicas a garrapatear cuadernos) sin que tu salud
sufra menoscabo. Imagina lo que somos capaces de hacer nosotros.
—Lo
que observo suele superar mi imaginación. ¿Y por qué no son
vuestros aliados, si estáis emparentados?
—Política
de no intervención, en términos similares a la de los terráqueos.
Órdenes del Vértice tras estudiar el comportamiento de su grupo
social, que es bastante peculiar.
—La mirada del florentino pedía explicaciones por sí misma, así
que Navekhen continuó—. No es mucho lo que sabemos. Aunque estamos
en condiciones de observar sin ser vistos, ya sabes cómo, nunca
hemos dialogado con ellos ni penetrado materialmente en su nave. De
lo que sí estamos seguros es de que despertaron en tu planeta y
llevan siglos y siglos aquí varados, privados del combustible
necesario para emprender cualquier viaje. Han estado activos mucho
más que nosotros y no poseen ni una fracción de nuestro
conocimiento; de hecho, la inmensa mayoría creen que son terráqueos.
Qué encantadora ironía.
»Al
igual que sucedió aquí, apenas un puñado de ellos tomaron
conciencia al principio. Abrieron un ojo, se desperezaron,
toquetearon tres o cuatro botones de la pirámide y, ¿qué crees que
hicieron con el resto de sus congéneres? Nada, nada en absoluto. Los
dejaron... dormidos, en su estado de no
existencia, hasta que a alguno se le
ocurrió que sería entretenido forzar a unos cuantos a nacer ahí
abajo una y otra vez, para usarlos de peones en una especie de
competición que celebran.
—¿Forzar
a nacer? ¿De un vientre femenino, quieres decir? ¿Reencarnándose?
¿Pueden hacer eso?
—Tal
vez no te cuente todas las verdades, pero no miento. Conservan sus
capacidades físicas, sanan las heridas, se ocultan ante ojos
humanos..., excepto que el alcance de todo eso está capado por sus
titiriteros: para empezar, pueden morir.
—Se
ocultan... Por eso Verorrosso
se extrañó de que yo lo viese. Increíble. Absurdo. Y lo hacen por
una competición. ¿Algo tan frívolo?
—Eso
me temo. Siembran sus semillas, esperan que crezcan, los dividen en
facciones con sus correspondientes líderes, les revelan que son
elegidos de una entidad superior y maravillosa que habita un castillo
flotante y les prometen habitaciones de lujo en él (en su propia
casa, no sé si pillas el chiste del asunto) si se cargan a todos los
demás. Por lo que hemos escuchado, repiten el proceso cada ciento
once años.
—¿Cuál
es el objeto? ¿Qué es tan valioso como para que caigan tan bajo y
ejerzan semejante crueldad? —La voz de Leonardo era fría.
—El
premio... —La de Navekhen era soñadora—. El premio es una
estrella.
—¿Eh?
Pero...
—¿Recuerdas
que la semiesfera superior de la pirámide apunta al cielo? Es otro
observatorio y también algo más: un artefacto para viajar a larga
distancia.
—Vosotros
ya viajáis a larga distancia con vuestro sistema de transporte.
—Mucho,
mucho, mucho más larga. Tanto que ni lo imaginas, Leonardo. El
problema es que nuestro artefacto no cumple ese segundo cometido y no
hemos sido capaces de hacerlo funcionar. El suyo, sin embargo, sí lo
hace, y lo gracioso es que no saben calibrarlo ni cuentan con energía
para operarlo a pleno rendimiento. Lógico, si se piensa que no son
sino un puñadito de cerebros limitados, en número demasiado escaso
para aprender y evolucionar. El universo siente cierta inclinación
hacia las bromas retorcidas.
—Te
diría que, poseyendo ellos el objeto y vosotros el conocimiento, la
solución consistiría en intercambiar datos. Pero tú volverías a
mencionar las órdenes del Vértice, así que pretenderemos que me
ahorro esta parte...
—Habla
el cerebro más preclaro de la península itálica.
—...
y me contento con preguntar dónde está esa estrella a la que
vuestros parientes anhelan llegar.
—No
lo sabemos. Es una de esas cuestiones que no hemos alcanzado a
deducir de nuestro contacto limitado. Limitación que ha de
extenderse a ti, mi querido amigo, por larga e inquisitiva que sea tu
nariz. Lo que nos lleva a decidir cómo proceder con el signore
Verorrosso,
quien, sin duda, querrá encontrarse contigo en privado para que le
expliques por qué puedes ver a través de su invisibilidad.
—No
hay nada que decidir —afirmó Draadan, con un tono que hizo
preguntarse a Leonardo a qué venía ese distanciamiento mostrado
desde su embarque—. En esta ocasión actuaremos contra nuestra
política. Será abordado de manera encubierta para evitar la
detección de su pirámide, sus recuerdos serán alterados y tú
procurarás apartarte de él y de Irene Gregori.
—¿¡También
es una de ellos!? ¿Y está mezclada en ese juego de matanzas? Por el
cielo, si asiste a veladas de intelectuales y es amiga del duque...
—Se retorció las manos, en un intento de digerir las
revelaciones—. Os pido que me habléis claro. ¿A cuántos de estos
seres alados habré de evitar en Milán?
—Ni
siquiera nosotros los hemos localizado al completo. Es mejor que no
sepas quiénes son, así no se condicionarán tus reacciones.
—Así
desconfiaré de todos.
—Lo
dudo —masculló el supervisor—. Vamos fuera.
Navekhen,
a la cola del cuarteto que abandonaba el piramidión
por el elevador, sonreía para sí,
orgulloso de adivinar —por una vez— lo que cruzaba la mente de su
superior. Esperar que Leonardo quisiese mantener las distancias con
un grupo de tipos a quienes les crecían alas en la espalda era mucho
esperar, sobre todo cuando individuos tan llamativos como ese tal
Verorrosso
campaban entre ellos. El sueño de una vida, siempre en manos de
alguien más, siempre fuera de su alcance... Mientras recorrían la
Galería de las Dunas, el último sector autorizado para la visita
del florentino, se preguntaba si contemplar las maravillas de la nave
bastaría para distraerlo de esas ansias que debían devorarlo en
aquel preciso instante.
La
estancia era alumbrada por la luz de una
descomunal bola blanca. Las paredes estaban hechas de muchas capas
superpuestas unas a otras, las cuales se desplazaban creando figuras
en relieve. El suelo, una miríada de burbujas independientes que
encajaban unas con otras, se combaba con sutileza bajo las pisadas de
los transeúntes. Discretos cañones abiertos en las paredes hacían
soplar la brisa o arrojaban un viento más fuerte, que modelaba el
paisaje artificial a capricho de sus operadores. Y, dentro de cada
capa y contenedor, había ríos y ríos de una inusitada tierra en
diversas tonalidades violáceas. Los colores se sacudían, ondulaban,
rodaban, se arremolinaban..., si bien nunca se mezclaban entre sí.
Si alguien rozaba sus contenedores podía sentir el tacto seco y frío
del estrato, plegándose bajo la presión de los dedos para mudar de
nuevo de forma bajo el efecto de los chorros de viento. Era un
paisaje en eterna metamorfosis, cuya visión inspiraba a los
observadores a preguntarse si existiría algo similar en algún otro
rincón del espacio.
Leonardo
no era menos. Al contemplar cómo se rellenaba y fluía la silueta de
su palma izquierda en el suelo sintió nostalgia, no supo muy bien de
qué. Era esa misma sensación ajena que lo invadía cuando pintaba,
la pérdida de algo que nunca había llegado a poseer. Alzó el
rostro y descubrió a Draadan mirando el orbe luminoso, sus ojos
brillando con el ámbar más puro. ¿Acaso él también echaba de
menos una estrella?
—Permitidme
ver a vuestro superior —suplicó—. Al Vértice. De él parten las
órdenes, ¿no? Dejadme, pues, hacerle una petición.
—Eso
no es posible —musitó Draadan—, pero lo que digas llegará a su
conocimiento. —Luego añadió, tras una diminuta vacilación—: Es
mejor así, su presencia sería... inquietante para un terráqueo.
Incluso para ti.
—¿Y
de qué manera voy a hacerle cambiar de idea sin hablar cara a cara?
—¿Cambiar
de idea respecto a qué?
—No
borréis el encuentro de la memoria de ese hombre, Verorrosso,
dejadme aproximarme a él. Tenéis preguntas, preguntas que no se
responden con la mera observación. Si logro ganarme su confianza...
—Absurdo.
No razonará. Asumirá que eres un enemigo y esperará al momento
oportuno para atravesarte. En el peor de los casos, hará eso y
alertará a la otra pirámide.
—Quizá
tenga más curiosidad de la que le atribuyes. Si he entendido bien,
piensa que es un hombre mortal rodeado de secretos y de enemigos.
¿Acaso no apreciará un aliado, alguna respuesta? Estoy muy
familiarizado con ese sentimiento, créeme.
—Tú
no los has estudiado como nosotros. Viven para exterminarse porque no
han conocido otra cosa. Golpeará primero.
—¡Verá
que no caigo e insistiré! Soy resistente a las heridas, ¿no es
verdad?
—No
eres inmune al dolor.
—Es
un riesgo que merece la pena correr. Draadan, siempre podréis llevar
a cabo el plan original si fracaso. ¿No me dejaréis intentarlo?
Habéis mencionado a menudo vuestra prohibición de intervenir en los
asuntos de nadie; pues bien, yo no soy uno de vosotros. A mí no
habría de afectarme.
Una
nueva negación se congeló en los labios del supervisor al notar el
gesto de Navekhen. Ya fuese temeridad, aspiración a hacer méritos o
simple deseo de ayudarlos, parecía decir, era difícil negarle
eternamente a Leonardo cada cosa que pedía.
—Lo...
consultaré con mis superiores —dijo, para zanjar la controversia,
antes de echar a andar por los interminables corredores.
***
Ignoraba
por qué habían aceptado su petición, igual que sucediera con la de
visitar la pirámide; solo tenía claro que era una gran oportunidad
y no debía desperdiciarla. Esperaba en una calle cercana a la Porta
Romana, desierta a aquellas horas. La vigilancia del piramidión
había establecido que Verorrosso
cruzaría pronto por allí, tras escoltar a Irene Gregori a la casa
de unos parientes. A salvo de la interferencia de la otra pirámide,
le saldría al paso y trataría de dialogar con él. Si tenía éxito,
quizá adquiriese información valiosa para sus aliados; si
fracasaba, el blanco sería privado de los recuerdos de su
encontronazo a toda velocidad y él habría de guardar otro enorme
secreto más. En caso de sentirse en peligro, su obligación era
pedir ayuda de inmediato.
El
sonido de pasos recios sobre la tierra y la luz de un farol lo
alertaron de que su objetivo andaba cerca. Sus ojos, acostumbrados a
la oscuridad, divisaron la alta figura aproximándose entre los muros
de piedra. Tal vez no fuese buena idea surgir de improviso, como un
asaltante, razonó el florentino. Despacio, salió del callejón
donde se escondía y se pegó a la pared, para que el farol lo
iluminase no bien pasase por su lado.
Pero
el oído y la vista de Verorrosso
eran mejores que eso. No bien se percató de que había alguien
esperándolo, se lanzó hacia él a la velocidad del rayo, lo
devolvió a la penumbra del callejón y lo estampó contra la pared.
Sus ojos verdes se rasgaron al comprobar quién había caído en sus
garras.
—El
maestro Da Vinci —anunció, con abrupto acento milanés, mientras
palpaba su cintura en busca de armas—. ¿Un intento de emboscada?
—No
voy armado. Y no me tengo por tan torpe cazador como para saliros al
paso aposta, Verorrosso.
Únicamente deseo hablar a sol... ¿qué estáis...?
Leonardo
se vio entonces lanzado de cara al muro, su capa y su túnica alzadas
sin pudor, su espalda desnudada. Un escalofrío recorrió su espina
dorsal, avivado por el impulso de pedir socorro, hasta que dedujo que
la intención de su asaltante no era sino buscar señales
comprometedoras junto a sus omóplatos; las marcas de su gente,
marcas de alas.
—Piel
lisa, aunque eso no prueba nada en absoluto. Me visteis hace tres
noches y luego desaparecisteis ante mis narices. Explicad cómo es
eso posible, y qué sucederá si os rajo la garganta y os destripo
como a un pollo.
—Sucederá
que me causareis un tormento momentáneo y... y nada más, señor.
—Así
son las cosas, ¿eh? ¡Dime a quién sirves, a qué maldita facción
perteneces! —exigió, olvidando las formalidades—. ¿Por qué no
tienes marcas? ¿De qué manera te hiciste invisible?
—No
pertenezco a ninguna facción...
—¡Mientes!
¡Un hombre ordinario no ve a través de nuestro don!
—No
miento, créeme, si bien admito que tampoco soy un hombre ordinario.
Poseo... otro tipo de dones.
Ante
Verorrosso se
obró una transformación espectacular. Los hombros algo cargados del
artista se enderezaron, en su piel se borró cualquier rastro de
arrugas y manchas y sus cabellos se tiñeron de un vivo dorado, sin
canas; el azul de sus iris brilló, transparente, en aquel rostro que
había recuperado la lozanía de los veinte años... Jadeó. Leonardo
le había mostrado lo que ocultaba su disfraz.
—Nadie
ve a través del mío, de mi don, salvo tú, porque yo te lo permito.
—¿Quién
eres? ¿Por qué nuestro supervisor no me habló jamás de ti? —El
pelirrojo apretó con furia, hasta
arrancarle un gemido. Tras unos segundos de conflicto, decidió
llevárselo a rastras—.
¿No quieres hablar? Pues vendrás conmigo y esperarás a que lo
invoque, para que él me dé explicaciones.
Leonardo
caviló con desesperación. Un supervisor... Un tripulante de su
pirámide, posiblemente, con funciones paralelas a las de Draadan. Ni
este ni sus superiores dejarían que se expusiera ante terceros. A
menos que discurriese algo rápido, todo se iría al traste.
—Verorrosso,
escúchame: no soy un enemigo, pero no puedes mostrarme ante nadie.
Si lo haces, yo volveré a esfumarme y tú te quedarás sin tus...
explicaciones.
—No
voy a correr riesgos. Sé dónde vives, maestro,
sé quienes son tus alumnos y tus amigos. Esfúmate de nuevo e iré a
por ellos.
—No,
no lo entiendes. ¡Me olvidarás! Seguirás matando a tus congéneres
a ciegas, sin recordar siquiera quién era yo ni por qué vine a
esperarte a un callejón oscuro.
—Eso
que dices es absurdo. Ellos nos ven en todo momento desde la
pirámide, nada escapa a sus ojos. O estás junto a nuestros señores,
o bajo su bota.
—Tus
señores no nos ven ahora, ni a ti, ni a mí. Están fuera de esto.
—Gilipolleces.
—Aferró su antebrazo con tanta fuerza que a punto estuvo de
fracturárselo—. ¡Monitore, manifiéstate!
—¡Verorrosso,
espera! ¿Nunca te has sentido... perdido? ¿Hundido por cargar con
decenas de dudas sin resolver, con secretos que no podías revelar ni
a tus seres queridos? ¿Nunca te has sentido solo
en un mar de caras amigas? —El aludido se detuvo bruscamente—. No
has llegado a hablarle de mí a nadie, lo sé, quizá porque
vacilabas o quizá porque pensabas que el peso de tu batalla no debía
recaer en los hombros de quienes proteges. Yo puedo entenderte mejor
que ningún otro.
—¿Quién
eres? —repitió el gigante, con mucha menos convicción.
—Soy...
un observador. —Tragó saliva. No era fácil ocultar la verdad sin
construir un muro de mentiras—. Un observador neutral.
—Ese
cargo siempre ha sido del supervisor, Monitore.
—Bueno...
No neutral, entonces, pues considero a la signora
Gregori una amiga. Mis simpatías estarán siempre de vuestro lado.
—Pero
no puedo hacerte uno de los míos. Lo noto, no lo tienes en ti.
—No,
no puedo pertenecer a nadie —suspiró—, solo ofrecerte mis oídos,
mis ojos y mi comprensión. Te suplico que lo medites. Piensa en ello
esta noche y, si quieres seguir hablando en secreto con alguien capaz
de escucharte, ya sabes dónde localizarme.
Verorrosso
acabó por soltarlo, con una expresión de duda infinita en sus
hermosas facciones.
—Sí,
sé dónde localizarte, Da Vinci, todo Milán lo sabe. Ignoro si esto
es una prueba de allá arriba o una trampa, pero puedes apostar a que
lo averiguaré.
En
cuanto dobló la esquina, Leonardo se aferró a la seguridad de un
muro, el corazón martilleándole con el estruendo de un engranaje
gigante. Y no era el único cuyo pulso estaba acelerado: en su propio
escondite, a varios pasos del punto donde había tenido lugar el
encuentro, el exhausto Navekhen impartía órdenes a los vigías para
que continuaran el seguimiento de su blanco principal, Verorrosso.
La labor de vigilancia había sido especialmente dura, teniendo que
contener varias veces —algunas a base de agarrones— a un Draadan
dispuesto a reducir a aquel pelirrojo amenazador por la fuerza.
A
la mañana siguiente, Leonardo acudió al Castello Sforzesco con una
extraña sensación de vértigo en la boca del estómago. Su temor
resultó injustificado, dado que el pretendido guardaespaldas no dio
señales de vida. No fue hasta la noche siguiente que el artista, ya
recogido en su taller, recibió la visita sorpresa de Verorrosso.
Su habilidad para colarse sin ser visto parecía ser una manera de
advertirle que no debía sentirse a salvo en ningún sitio.
El
artista permaneció mudo mientras el visitante curioseaba entre sus
aparatos, impresionante con los ropajes negros que le conferían el
porte de un ángel caído. La mirada incrédula que le lanzó al
descubrir el ornitóptero,
como si pretendieran burlarse de él con esas alas artificiales, no
tuvo precio.
—No
eres un hombre ordinario, tienes dones, pero no alas, y fabricas
estas puñeteras imitaciones. —Verorrosso
sí que poseía matices
ordinarios,
al menos con el lenguaje. Se le acercó y lo examinó de cerca—.
Eres un artista raro. Y no envejeces, igual que nuestro supervisor.
Engañas a todos con tu apariencia de viejo cuando, en realidad, eres
mucho más joven. ¿O me estás engañando a mí ahora?
—No
soy tan viejo, tengo cuarenta y seis años. En cualquier caso no, no
envejezco, si bien lo aparento para no levantar sospechas.
—¿Cómo?
—Con
el mismo sistema que te permite a ti ocultarte a la vista, burlando a
los sentidos.
—Y
dices que no eres un elegido ni un habitante de la pirámide. No
entiendo, entonces, de dónde salen esos talentos tuyos. Ni por qué
has de esconderlos de ellos y de los otros elegidos.
Leonardo
giró el rostro para encararlo. Si deseaba que confiara en él, debía
contarle una historia creíble, evitando usar mentiras para cubrir la
verdad. Inhaló profundamente y sirvió un par de copas de vino.
—Cuando
era un muchacho, alguien desconocido me atacó en una cueva aislada y
me hizo diferente a los otros. No llegué a verlo; lo que sé es que,
al cabo de los años, adquirí estas... habilidades que me permiten
conservar la juventud, disfrazarme y observar lo que la gente no
observa. Vi vuestra pirámide. Os vi a vosotros. Aprendí que
luchabais unos con otros y que, tal vez, lo que hay en mi sangre y lo
que hay en la vuestra proceda de una sola fuente. No sé mucho más,
Verorrosso,
excepto que no soy parte de vuestra contienda ni deseo serlo. Si me
delatases, bien sabes que intentarían capturarme o matarme, y yo no
lo permitiría. Me desvanecería, como hice ante ti, no volveríamos
a tener contacto. ¿Es eso lo que quieres? Eres el primer nacido en
la Tierra ante quien siento que puedo mostrarme tal cual soy. Déjame
aprender de ti, para que alcance a conocerme mejor a mí mismo. A
cambio, tendrás en mí a un aliado. —Se produjo un largo silencio
tenso. Era evidente que Verorrosso
no daría su brazo a torcer tan rápido—. Por lo poco que he visto
y oído, tienes un grupo de personas que dependen de tu liderazgo. La
soledad del líder... Sé que no me equivoqué cuando te hablé del
peso que compartimos.
—Puede
que seas una maldita treta del enemigo, o una... prueba de nuestros
señores. —Vació su copa de un trago y volvió a llenarla—.
Puede que no deba fiarme de tus palabras, hacer lo que me gritan las
tripas.
—¿Y
qué es? —Lo miró a los ojos y sonrió con melancolía—. Tienes
razón en eso, has de actuar según lo que te dictan tus instintos.
No puedo forzarte a que confíes en mí, solo... pedirte que me des
tiempo.
De
nuevo calló el pelirrojo y de nuevo buscó consejo en el alcohol.
Sabiendo que su juventud jugaba a su favor, Leonardo no intentó
presionarlo. A su avanzada edad, ya había aprendido a domar el
caballo de la paciencia.
—Si
eres capaz de ocultarte ante mí, ¿por qué te dejaste ver la otra
noche, durante la pelea?
—Me
tomaste por sorpresa. Estaba distraído, estudiando el firmamento.
—¿Por
qué no darte a conocer a mi gente? Son leales. Si dices que aprecias
a Irene...
—No
son ellos quienes me preocupan, sino los de arriba. Mi capacidad para
pasar desapercibido es muy limitada, únicamente puedo mostrarme sin
peligro ante ti.
—Estupideces...
¿Por qué yo? ¿Qué sacarás de hablar conmigo? ¿Qué sacaré yo?
—Un
amigo.
—No
necesito amigos.
—Todo
el mundo necesita amigos, Verorrosso.
Y como presumo que eso es un apodo, deberíamos comenzar por nuestros
nombres. El mío, ya lo sabes, es Leonardo; te considero más que
bienvenido a usarlo. ¿Cuál es el tuyo?
—Mi
nombre no le importa a nadie, Da Vinci.
—Supuse
que haría nuestra relación más afable. En fin, una cosa es cierta:
la amistad no te sale al paso, se va erigiendo despacio sobre unos
cimientos sólidos. Dejémoslo, por ahora, en satisfacer nuestra
mutua curiosidad. Veamos... Nací en Vinci. Me formé con Verrocchio,
en Florencia. Ya lo sabrás, muchos me llaman el
florentino, a secas. Mi mayor
aspiración es el cielo...
***
Ya
fuese curiosidad, desconfianza o el encanto innato de Leonardo, lo
cierto fue que Verorrosso
no rechazó su oferta de plano. Espió al artista desde la distancia,
al principio, convirtiéndose en una sombra enorme a las puertas de
la Corte Vecchia o vigilando desde las espaldas de Irene Gregori. Más
adelante, cuando dejó de pensar que Leonardo mantenía contactos con
sus enemigos, aceptó ese pequeño espacio secreto que la vida le
ofrecía. Sus encuentros eran escasos, pues no resultaba sencillo dar
con excusas para reunirse: a la notoria indiferencia que Verorrosso
siempre había mostrado hacia el arte se unían las poquísimas cosas
que un maestro florentino podría tener en común con un soldado de
fortuna de oscuro linaje.
La
historia personal del joven llegó a él a través de retazos de
conversaciones y chismorreos. Hijo ilegítimo de un obispo con
aspiraciones a ascender en la curia, desechó los designios de su
madre de ordenarse para seguir los pasos de un progenitor que ya
tenía demasiados vástagos que ignorar. Su escuela fue poco más que
la calle, lo que explicaba su falta de refinamiento al hablar. Sus
inclinaciones y su físico lo atrajeron desde un principio a la
carrera de las armas, aunque, dada su falta de fortuna y contactos,
hubo de contentarse con los puestos más bajos de la profesión. Tras
servir como mercenario, tiempo en el cual se ganó su apodo, y como
guardia personal, fue a postrarse ante la arrolladora personalidad de
la signora
Gregori, quien se hizo con sus servicios exclusivos. Esa era, por
supuesto, la versión oficial; en la real, según supo Leonardo, el
joven despertó a su condición de elegido a los dieciocho años y
localizó y reclutó
a la cortesana poco después. Parapetado tras la cobertura de su
posición aparentemente sumisa, Verorrosso
recorría las calles de Milán, ora ganando adeptos, ora eliminando a
sus adversarios. Y siempre sumido en esa ignorancia acerca de su
auténtica naturaleza que al artista tanto le costaba callarse.
La
información que podía ofrecer a cambio era más limitada, pero sí
que asesoró al joven sobre armas, armaduras, metalurgia, anatomía...
Cualquier materia que fuera útil para un hombre cuya vida giraba en
torno a la lucha. Las pocas noches que se presentaba, Leonardo lo
sentaba con una jarra de vino y le daba una de sus clases
magistrales, excusa perfecta para retirarse a solas con él, sin que
nadie los molestara. Y que, por desgracia, no funcionaba con Salaì.
El
aprendiz contaba con diecinueve años en aquella época y poseía un
atractivo que había sido retratado en muchas ocasiones, bastantes de
ellas fuera de la bottega.
Era presumido hasta la médula. Adoraba las admiración que recibía
con cada movimiento estudiado, ya fuese una caída de párpados o una
sacudida de sus claros rizos castaños, derramándose, casi al
descuido, sobre su mejilla. Se consideraba merecedor exclusivo de las
atenciones de su maestro, y por ello no acababa de digerir su rechazo
en la cama ni el interés que mostraba por otros, ya fuesen los demás
aprendices, esos comerciantes españoles que frecuentaban la casa, o
ese tipo enorme de pelo color de diablo que se bebía el vino de su
viñedo y no se dignaba dirigirle la palabra. A veces se colaba en el
taller, se lo quedaba mirando y hacía preguntas embarazosas: «¿Os
va a servir este hombre de modelo, maestro?». Leonardo sonreía,
respondía que se negaba siempre que se lo pedía y lo quitaba de en
medio enviándolo a hacer cualquier tarea.
Draadan
también era crítico
con esas visitas. El trato con Verorrosso entrañaba
un elemento constante de peligro difícil
de tolerar, sobre todo cuando no reportaba información útil.
El humor de sus superiores, si no el suyo, mudó
la víspera de Nochebuena. La
jornada había sido fría
y melancólica; el temprano anochecer
invitaba a acercarse al fuego, vaciar unas copas hasta entrar en
calor y soltar, quizá, las lenguas.
—No
debería beber tanto —se
quejó el guardaespaldas—.
En breve tendré que estar en la calle, con
la espada y los reflejos bien afilados.
—¿En
qué consisten esas salidas, Verorrosso?
¿Es todo tan abrupto como lo que vi fuera
de la muralla?
—La
mayoría del tiempo sí.
Esperamos a ciertos días, nos apostamos en
los lugares donde sospechamos que se esconden los otros y atacamos
primero. Matar sin que te maten. ¿Qué esperabas?
—¿Y
cuál es el premio al que aspiras por tu
fidelidad? Ha de merecer la pena, si le dedicas tanto sacrificio.
—Dejar
esta maldita ciudad y subir con nuestros señores. El cielo. ¿No
es eso lo que tú buscas siempre, Da Vinci?
Tal vez matemos a todos nuestros enemigos, tal vez mi señor consiga
el viaje y podamos ocupar sus dominios en la pirámide,
desde donde te miraré con lástima.
Y, si no lo consigue..., pues esperaremos a los próximos
ciento once años. —Se encogió de
hombros—. Es mejor que la vida de
cualquier mercader hinchado que termina pudriéndose
bajo una lápida.
—¿Ocupar
los dominios de la pirámide? ¿Conseguir
el viaje? ¿Qué viaje?
—¿No
lo sabes? Creía que tus narices invisibles
habían husmeado en todos nuestros
secretos.
—Claro
que no. Soy un mero observador, ten compasión
de mí. Piensa que, algún día, tú
subirás allá arriba y me mirarás
con lástima.
Verorrosso
resopló y se levantó a curiosear entre una serie de hermosos
esbozos de la Virgen. Era, supuso Leonardo, una historia que
seguramente contaba a la mayoría de sus aliados, una que no
disfrutaba repitiendo. Con todo, decidió complacerlo.
—Cada
ciento once años, ciento once elegidos nacemos en la Tierra. Algunos
de nosotros, marcados como líderes por nuestros señores, reclutamos
a cuantos podemos para derrotar a los demás grupos y darle la
victoria a aquel por quien luchamos. El vencedor accederá a una
cámara apartada de la pirámide, una cámara que apunta a una
estrella, y aguardará a que se abra un pórtico. Si lo hace, su
cuerpo será transportado a ese lejano lugar, y sus paladines
abandonarán la lucha y ascenderán al palacio de maravillas. Si no,
todo se repetirá ciento once años más tarde.
—Palacio
de maravillas... Te refieres a la pirámide. ¿Dónde está esa
estrella?
—¿Qué
sabré yo? ¿Acaso he oteado a través del cristal verde?
—No,
desde luego. —La semiesfera,
dedujo para sí el artista. Tomaba buena nota de cada dato, confiando
en que aplacarían los reparos de Draadan—. Ciento once años,
ciento once elegidos... El número ha de ser importante para ellos.
—Sé
por qué. Un cuerpo celeste cruza cada ciento once años por delante
de la estrella que desean. Es en ese momento cuando esperan el
milagro del pórtico. ¿Quién es la mujer que ha servido de modelo
para este ángel?
Leonardo
supo, por el cambio de tema, que la corta sesión de revelaciones
había llegado a su fin. Tras echar un vistazo al dibujo en manos del
joven, respondió:
—He
de confesar que se trata de Giacomo, mi aprendiz.
—¿Ese
cotilla bocazas? No es muy diferente de una, entonces.
—¿Una
dama habría captado mejor tu interés?
—Figúrate
tú. Modelitos de estudio... Tengo mejores cosas que hacer.
Dejó
la hoja a un lado y pasó las páginas de un compendio de figuras
geométricas. Al contemplar las anchas espaldas sobre las que se
desparramaba una alborotada melena roja, la imaginación del artista
se disparó. Las visualizó flanqueadas por un par de alas inmensas,
una belleza salvaje e inigualable. ¿Llegaría a saciar esa necesidad
primaria de capturar su espíritu en un lienzo? ¿De hacerlo suyo, de
participar de su gloria?
—Debieras
ser tú quien me brindase unas sesiones de posado —afirmó—. La
inmortalidad es un don para compartir.
—Ni
lo sueñes, no quiero dejar mi cara desperdigada por las paredes de
algunos ricachones. La única inmortalidad que cuenta está allí
arriba.
—Duro
como el mármol. —Leonardo sonrió—. ¿Seguirás sin decirme tu
nombre real?
—Mi
nombre sigue sin importarle a nadie. —Echó un vistazo por una
rendija de las contraventanas—. Es la hora. Pasa buena noche, Da
Vinci.
El
corpulento soldado se hizo uno con las sombras del crepúsculo.
Leonardo experimentó una sensación confusa, mezcla de envidia y
compasión, que dejó en él, a pesar de todo, un vago sentimiento de
gozo. Aunque sabía que sus destinos no podrían ser más diferentes,
que Verorrosso
acabaría alcanzando el cielo con el tiempo, había en su relación
un singular equilibrio que nunca antes había logrado establecer con
nadie.
Observó
la ciudad, con su atmósfera de engañosa calma, y deseó que se
mantuviera a salvo.
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