2016/10/05

CON LA VISTA AL CIELO VIII: Encadenado a una estrella



Os di instrucciones precisas, nada de contacto con los otros. Y ahora no solo se ha revelado ante uno de sus líderes, sino que vosotros le habéis mostrado nuestro sistema de transporte.
Y yo avisé de que algún día miraría al cielo. En cuanto a la triangulación, ¿sugieres que deberíamos haber dejado a Da Vinci indefenso ante un guerrero con una espada?
Un injustificado ataque de pánico. Las heridas del sujeto pueden ser sanadas.
En efecto. Por cierto, yo sé lo que se siente cuando te atraviesan. No me importaría nada brindarle la misma experiencia a cualquiera que hable de ella sin conocerla.
Eh... Mis respetados superiores... Si se me permite aportar algo...
Navekhen tenía motivos para preocuparse: Leonardo estaba aislado, Shaal y Draadan, a punto de dar ladridos, y se temía una crisis inminente por desobedecer las directrices. Era obvio que no desaprobaba el rescate improvisado del supervisor, pero el Primer Biólogo necesitaría mejores argumentos que la salud de un terráqueo para no precipitarse a adoptar medidas drásticas.
Shaal-mekk, los vigías están cubriendo la actividad del sujeto Verorrosso a tiempo completo y no han hallado señal alguna de que haya revelado a nadie el encontronazo; circunstancia curiosa que a nosotros nos viene muy bien. Llegado el caso, intervendrían para imposibilitárselo. Lo que sí ha hecho es colarse en la Corte Vecchia, presumimos que en busca de nuestro aliado de la Tierra, a quien tenemos en un lugar protegido por ahora. Claro que no puede quedarse encerrado ahí ad eternum y... En resumen, ha solicitado una audiencia en la pirámide para recibir una explicación sobre esas minucias, esos detallejos sobre señores con alas que nosotros no estamos autorizados a desvelar.
Imposible —sentenció Shaal—. El Vértice no admitirá extraños en nuestra nave.
Es una promesa que le hicimos hace años, por su colaboración —lo enfrentó Draadan—. No me gusta faltar a las mías, ya sean adecuadas o no. Presentaré mi informe directamente al Vértice, aconsejando su visto bueno.
Osas saltarte la cadena de mando. —Sus ojos grises se convirtieron en dos rendijas.
Mi cargo de supervisor de seguridad es único. Me coloca en posición de hacer valoraciones demasiado prosaicas para que un ingeniero como tú se moleste en entenderlas, Shaal-mekk. Vuelve a tus labores elevadas. Yo me ocuparé de las rutinarias.
Llegado a ese punto de sarcasmo, Navekhen, que había retrocedido pasito a pasito, terminó de parapetarse tras Draadan. Cuando las ofendidas espaldas del Primer Biólogo se alejaron pasillo arriba, lanzó un suspiro digno del fuelle de una fragua y murmuró:
¿En serio, con el Vértice? Un día estirarás de su paciencia hasta romperla y estará más que feliz de reemplazarte.
¿Quieres mi puesto?
¡Por un billón de estrellas comprimidas en un sombrero, no!
Ni tú, ni nadie. No te quedes ahí pasmado, tenemos cosas que hacer.

 

***

 

Leonardo parpadeó en las tinieblas, acompañado por el zumbido de fondo de los triángulos.
Volvió a parpadear y se hizo la luz. Era una luz tenue, un borrón destinado a proteger su vista del repentino cambio de luminosidad. Y, poco a poco, conforme avanzaban los segundos y los parpadeos, los contornos del espacio en torno a él se volvieron nítidos: una pared lisa y brillante, tal vez de metal; una puerta sin tirador ni marco; los reposabrazos de un sillón con el respaldo inclinado hacia atrás; Neudan y Navekhen, preocupado el primero, optimista eterno el segundo. «Bienvenido a la pirámide, Leonardo», dijo, con un vivo chispeo de los ojos azul marino. Y el florentino supo que, décadas después, había logrado su sueño de elevarse en el aire. No sentía nada especial, ni vería nada revelador, ni viviría una experiencia completa. Seguiría siendo una cuestión de fe, mas ¿qué habían sido todos aquellos años, y los que le quedaban, sino una sucesión de pruebas de fe?
La puerta sin tirador subió, en lugar de bascular a un lado, y les permitió en acceso a otro espacio casi vacío, la sala diáfana y sin columnas más enorme que había visto jamás. No alcanzaba a imaginar cómo se sustentaba el techo sin apoyos, pero tampoco era un asunto prioritario, porque al otro extremo se veían unos ventanales dignos del tamaño de aquel lugar. Caminó hacia ellos con paso inseguro, ansioso y asustado por lo que podrían mostrarle, y se asomó. Bajo el azul claro del cielo solo había nubes blancas hasta donde alcanzaba la vista, y abajo, mucho más abajo, una pared lisa de sillares color amatista que se sumergía en ellas.
Estoy sobre las nubes —musitó—. Y estos son los ojos abiertos en las grandes caras triangulares. Y la pirámide... es púrpura ahora, no gris.
Siempre lo fue, ya te lo dije, bajo todo ese polvo cósmico —aclaró Navekhen a su espalda—. ¿Y sabes por qué esta limpia ahora? Fíjate bien.
El artista escrutó la pared lejana en busca de lo que le señalaban y distinguió varias máquinas, pequeñas en la distancia, aunque familiares. Se asemejaban a un diseño que hiciera años atrás, algo sobre ventosas y aspirar paredes. Admirado, comprendió que aquellos visitantes de sabiduría sin par habían llevado a la practica una de sus ideas.
Deberías exigir a los ingenieros una remuneración por autoría. Y nunca admitiré haber dicho eso.
Es púrpura. Todo es púrpura.
A su alrededor, la mayoría de las superficies mostraban un blanco inmaculado o una variación de ese otro color, ya fuese amatista, violeta o malva. Únicamente los asientos alineados ante el ventanal brillaban en plateado. Sus acompañantes lo condujeron a uno de ellos y le indicaron que se sentase.
El silencio contemplativo quedaba roto, de tanto en tanto, por el sonido de pasos repiqueteando en las placas del suelo. Visitantes desconocidos, de diferentes géneros y etnias —la primera prueba de que no estaban solos allí—, cruzaban la zona y les echaban un vistazo fugaz antes de desaparecer por el pasillo. Para Leonardo, aún prisionero de algunos prejuicios de su época, fue todo un descubrimiento.
¿Me explicaréis qué fue lo que vi, y por qué me sacasteis de allí? —preguntó al fin—. Y la pirámide sobre Milán...
Ven. —Draadan y su sigilo lo tomaron de nuevo por sorpresa—. Me han autorizado a enseñarte algo.
Entraron en una de las puertas que daban al pasillo, poco más que una habitación, y salieron en un lugar diferente. Magia, ciencia... Lo cierto era que bajo sus pies se abría un profundo abismo de cielo, nubes y tierra. Leonardo se tambaleó, presa de un violento temor a aquel vacío infinito; Draadan lo sujetó por la cintura.
Algunas secciones del suelo son transparentes, pero sólidas —susurró el supervisor—. No tienes nada que temer.
Se miraron un instante antes de soltarse, antes de que el florentino se reprochase el momento de debilidad y tratase de remediarlo caminando sin ayuda. Aspiró hondo, animado por ese espíritu de investigador que siempre se sobreponía al miedo. La estructura era resistente, a pesar de su inquietante transparencia. Su abrumador espacio, mayor que la mayor de las catedrales, albergaba multitud de plataformas a diferentes niveles, unidas a un eje central, sobre las cuales se habían instalado extrañas mesas de trabajo delineadas por luces purpúreas. Algunos compartimentos cerrados y opacos se desperdigaban entre ellas, mientras que, a media altura, la más amplia era ocupada por una mujer y un hombre, ambos enfundados en los conocidos uniformes ajustados. Pero lo más asombroso era la forma exterior que encapsulaba todo aquel despliegue de maravillas y que, a la vez, las hacía parecer tan pequeñas: cuatro aristas convergiendo en la parte inferior, en un vértice constelado de lentes gigantescas.
Una pirámide invertida —susurró—. El piramidión.
Descendieron a una plataforma vacía, la hicieron girar hasta colocarla ante una de las cuatro paredes —que, según pudo comprobar Leonardo, estaban compuestas de piezas triangulares más pequeñas— y activaron la mesa o consola. Igual que ocurría con los pequeños visores de los visitantes, una imagen de algo captado a distancia se formó en el espacio vacío sobre los controles. Era la pirámide, suspendida sobre Milán.
Esto es lo que viste anoche, amigo mío. —Navekhen lo empujó sobre un sillón y se acomodó a su lado—. Es muy similar a la nuestra, aunque es otra... embarcación diferente.
Lo sabía... —Los ojos celestes reflejaron nubes, ángulos y una semiesfera.
Admito que no fuimos del todo sinceros sobre su existencia. ¿Recuerdas que hace tiempo te dije que habíamos venido a estudiar algo ajeno a vosotros, y que fue entonces cuando Eal se volatilizó? No somos los únicos viajeros de nuestra civilización, Leonardo; existe, al menos, un grupo más. Y digo al menos porque tenemos motivos para creer que otra nave no identificada visitó tu querida Tierra hace varios siglos. Aunque esos desconocidos no son relevantes ahora. En fin, desde que localizamos a los... otros, espiarlos desde las sombras se ha convertido en nuestra...
¿Por qué desde las sombras? Si son similares a vosotros, ¿no habría sido mejor que os dieseis a conocer?
Bueno, si lo meditaras con calma encontrarías razones para mantenerte apartado de unos...
¿Y por qué no me lo dijisteis? ¿Acaso no confiabais en mí?
Nosotros solo...
¿Quiénes son ellos? ¿Están relacionados con Eal? Esas alas, ¿no las imaginé?
La avasalladora ristra de preguntas no tardó en hacer estallar en carcajadas a Navekhen. Tanto fue así, que hasta la pareja ocupante de la consola principal se giró, en la distancia, para lanzarle una mirada de reproche.
¡El querido y preguntón Leonardo de la juventud! —se las arregló para exclamar, entre hipidos y zarandeos al florentino—. ¿Dónde te habías metido todos estos años? Calma, calma. Te prometo que responderé cuanto pueda. Vayamos por orden... ¿Quiénes son? Gente que un día salió de la misma estrella que nosotros.
Pero ellos... Verorrosso y aquel a quien este mató tenían alas que su carne reabsorbía. Y el primero hizo brotar algún tipo de luz dañina de su cuerpo. ¿Obráis vosotros tales prodigios y me lo habéis ocultado?
Proceder de la misma estrella no significa poseer las mismas peculiaridades físicas. Su —se mordió la lengua para no intentar traducir línea genética— linaje debió experimentar modificaciones cuando nos separamos en el pasado. Si recuerdas mi historia, desconocemos nuestros orígenes; sí sabemos que hay otras tripulaciones y que los compartimos con ellas.
Alas, luz... Yo diría que ellos juegan con ventaja.
Bueeeno... —Navekhen dejó escapar una risita y cruzó los brazos tras la nuca. Lo que más lo divertía del comentario era el ceño ofendido de Draadan—. No cabe duda que esa habilidad para canalizar su... energía interna es un atributo muy útil, pero no exento de inconvenientes, pues su necesidad de alimento y sueño es similar a la de cualquier humano. Nuestra fuerza y resistencia es superior a todos los niveles. Considera tu ejemplo, Leonardo: con lo que te inoculamos puedes pasar días privado de condumio (por no hablar de las noches que dedicas a garrapatear cuadernos) sin que tu salud sufra menoscabo. Imagina lo que somos capaces de hacer nosotros.
Lo que observo suele superar mi imaginación. ¿Y por qué no son vuestros aliados, si estáis emparentados?
Política de no intervención, en términos similares a la de los terráqueos. Órdenes del Vértice tras estudiar el comportamiento de su grupo social, que es bastante peculiar. —La mirada del florentino pedía explicaciones por sí misma, así que Navekhen continuó—. No es mucho lo que sabemos. Aunque estamos en condiciones de observar sin ser vistos, ya sabes cómo, nunca hemos dialogado con ellos ni penetrado materialmente en su nave. De lo que sí estamos seguros es de que despertaron en tu planeta y llevan siglos y siglos aquí varados, privados del combustible necesario para emprender cualquier viaje. Han estado activos mucho más que nosotros y no poseen ni una fracción de nuestro conocimiento; de hecho, la inmensa mayoría creen que son terráqueos. Qué encantadora ironía.
»Al igual que sucedió aquí, apenas un puñado de ellos tomaron conciencia al principio. Abrieron un ojo, se desperezaron, toquetearon tres o cuatro botones de la pirámide y, ¿qué crees que hicieron con el resto de sus congéneres? Nada, nada en absoluto. Los dejaron... dormidos, en su estado de no existencia, hasta que a alguno se le ocurrió que sería entretenido forzar a unos cuantos a nacer ahí abajo una y otra vez, para usarlos de peones en una especie de competición que celebran.
¿Forzar a nacer? ¿De un vientre femenino, quieres decir? ¿Reencarnándose? ¿Pueden hacer eso?
Tal vez no te cuente todas las verdades, pero no miento. Conservan sus capacidades físicas, sanan las heridas, se ocultan ante ojos humanos..., excepto que el alcance de todo eso está capado por sus titiriteros: para empezar, pueden morir.
Se ocultan... Por eso Verorrosso se extrañó de que yo lo viese. Increíble. Absurdo. Y lo hacen por una competición. ¿Algo tan frívolo?
Eso me temo. Siembran sus semillas, esperan que crezcan, los dividen en facciones con sus correspondientes líderes, les revelan que son elegidos de una entidad superior y maravillosa que habita un castillo flotante y les prometen habitaciones de lujo en él (en su propia casa, no sé si pillas el chiste del asunto) si se cargan a todos los demás. Por lo que hemos escuchado, repiten el proceso cada ciento once años.
¿Cuál es el objeto? ¿Qué es tan valioso como para que caigan tan bajo y ejerzan semejante crueldad? —La voz de Leonardo era fría.
El premio... —La de Navekhen era soñadora—. El premio es una estrella.
¿Eh? Pero...
¿Recuerdas que la semiesfera superior de la pirámide apunta al cielo? Es otro observatorio y también algo más: un artefacto para viajar a larga distancia.
Vosotros ya viajáis a larga distancia con vuestro sistema de transporte.
Mucho, mucho, mucho más larga. Tanto que ni lo imaginas, Leonardo. El problema es que nuestro artefacto no cumple ese segundo cometido y no hemos sido capaces de hacerlo funcionar. El suyo, sin embargo, sí lo hace, y lo gracioso es que no saben calibrarlo ni cuentan con energía para operarlo a pleno rendimiento. Lógico, si se piensa que no son sino un puñadito de cerebros limitados, en número demasiado escaso para aprender y evolucionar. El universo siente cierta inclinación hacia las bromas retorcidas.
Te diría que, poseyendo ellos el objeto y vosotros el conocimiento, la solución consistiría en intercambiar datos. Pero tú volverías a mencionar las órdenes del Vértice, así que pretenderemos que me ahorro esta parte...
Habla el cerebro más preclaro de la península itálica.
... y me contento con preguntar dónde está esa estrella a la que vuestros parientes anhelan llegar.
No lo sabemos. Es una de esas cuestiones que no hemos alcanzado a deducir de nuestro contacto limitado. Limitación que ha de extenderse a ti, mi querido amigo, por larga e inquisitiva que sea tu nariz. Lo que nos lleva a decidir cómo proceder con el signore Verorrosso, quien, sin duda, querrá encontrarse contigo en privado para que le expliques por qué puedes ver a través de su invisibilidad.
No hay nada que decidir —afirmó Draadan, con un tono que hizo preguntarse a Leonardo a qué venía ese distanciamiento mostrado desde su embarque—. En esta ocasión actuaremos contra nuestra política. Será abordado de manera encubierta para evitar la detección de su pirámide, sus recuerdos serán alterados y tú procurarás apartarte de él y de Irene Gregori.
¿¡También es una de ellos!? ¿Y está mezclada en ese juego de matanzas? Por el cielo, si asiste a veladas de intelectuales y es amiga del duque... —Se retorció las manos, en un intento de digerir las revelaciones—. Os pido que me habléis claro. ¿A cuántos de estos seres alados habré de evitar en Milán?
Ni siquiera nosotros los hemos localizado al completo. Es mejor que no sepas quiénes son, así no se condicionarán tus reacciones.
Así desconfiaré de todos.
Lo dudo —masculló el supervisor—. Vamos fuera.
Navekhen, a la cola del cuarteto que abandonaba el piramidión por el elevador, sonreía para sí, orgulloso de adivinar —por una vez— lo que cruzaba la mente de su superior. Esperar que Leonardo quisiese mantener las distancias con un grupo de tipos a quienes les crecían alas en la espalda era mucho esperar, sobre todo cuando individuos tan llamativos como ese tal Verorrosso campaban entre ellos. El sueño de una vida, siempre en manos de alguien más, siempre fuera de su alcance... Mientras recorrían la Galería de las Dunas, el último sector autorizado para la visita del florentino, se preguntaba si contemplar las maravillas de la nave bastaría para distraerlo de esas ansias que debían devorarlo en aquel preciso instante.
La estancia era alumbrada por la luz de una descomunal bola blanca. Las paredes estaban hechas de muchas capas superpuestas unas a otras, las cuales se desplazaban creando figuras en relieve. El suelo, una miríada de burbujas independientes que encajaban unas con otras, se combaba con sutileza bajo las pisadas de los transeúntes. Discretos cañones abiertos en las paredes hacían soplar la brisa o arrojaban un viento más fuerte, que modelaba el paisaje artificial a capricho de sus operadores. Y, dentro de cada capa y contenedor, había ríos y ríos de una inusitada tierra en diversas tonalidades violáceas. Los colores se sacudían, ondulaban, rodaban, se arremolinaban..., si bien nunca se mezclaban entre sí. Si alguien rozaba sus contenedores podía sentir el tacto seco y frío del estrato, plegándose bajo la presión de los dedos para mudar de nuevo de forma bajo el efecto de los chorros de viento. Era un paisaje en eterna metamorfosis, cuya visión inspiraba a los observadores a preguntarse si existiría algo similar en algún otro rincón del espacio.
Leonardo no era menos. Al contemplar cómo se rellenaba y fluía la silueta de su palma izquierda en el suelo sintió nostalgia, no supo muy bien de qué. Era esa misma sensación ajena que lo invadía cuando pintaba, la pérdida de algo que nunca había llegado a poseer. Alzó el rostro y descubrió a Draadan mirando el orbe luminoso, sus ojos brillando con el ámbar más puro. ¿Acaso él también echaba de menos una estrella?
Permitidme ver a vuestro superior —suplicó—. Al Vértice. De él parten las órdenes, ¿no? Dejadme, pues, hacerle una petición.
Eso no es posible —musitó Draadan—, pero lo que digas llegará a su conocimiento. —Luego añadió, tras una diminuta vacilación—: Es mejor así, su presencia sería... inquietante para un terráqueo. Incluso para ti.
¿Y de qué manera voy a hacerle cambiar de idea sin hablar cara a cara?
¿Cambiar de idea respecto a qué?
No borréis el encuentro de la memoria de ese hombre, Verorrosso, dejadme aproximarme a él. Tenéis preguntas, preguntas que no se responden con la mera observación. Si logro ganarme su confianza...
Absurdo. No razonará. Asumirá que eres un enemigo y esperará al momento oportuno para atravesarte. En el peor de los casos, hará eso y alertará a la otra pirámide.
Quizá tenga más curiosidad de la que le atribuyes. Si he entendido bien, piensa que es un hombre mortal rodeado de secretos y de enemigos. ¿Acaso no apreciará un aliado, alguna respuesta? Estoy muy familiarizado con ese sentimiento, créeme.
Tú no los has estudiado como nosotros. Viven para exterminarse porque no han conocido otra cosa. Golpeará primero.
¡Verá que no caigo e insistiré! Soy resistente a las heridas, ¿no es verdad?
No eres inmune al dolor.
Es un riesgo que merece la pena correr. Draadan, siempre podréis llevar a cabo el plan original si fracaso. ¿No me dejaréis intentarlo? Habéis mencionado a menudo vuestra prohibición de intervenir en los asuntos de nadie; pues bien, yo no soy uno de vosotros. A mí no habría de afectarme.
Una nueva negación se congeló en los labios del supervisor al notar el gesto de Navekhen. Ya fuese temeridad, aspiración a hacer méritos o simple deseo de ayudarlos, parecía decir, era difícil negarle eternamente a Leonardo cada cosa que pedía.
Lo... consultaré con mis superiores —dijo, para zanjar la controversia, antes de echar a andar por los interminables corredores.


 

***


 

Ignoraba por qué habían aceptado su petición, igual que sucediera con la de visitar la pirámide; solo tenía claro que era una gran oportunidad y no debía desperdiciarla. Esperaba en una calle cercana a la Porta Romana, desierta a aquellas horas. La vigilancia del piramidión había establecido que Verorrosso cruzaría pronto por allí, tras escoltar a Irene Gregori a la casa de unos parientes. A salvo de la interferencia de la otra pirámide, le saldría al paso y trataría de dialogar con él. Si tenía éxito, quizá adquiriese información valiosa para sus aliados; si fracasaba, el blanco sería privado de los recuerdos de su encontronazo a toda velocidad y él habría de guardar otro enorme secreto más. En caso de sentirse en peligro, su obligación era pedir ayuda de inmediato.
El sonido de pasos recios sobre la tierra y la luz de un farol lo alertaron de que su objetivo andaba cerca. Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, divisaron la alta figura aproximándose entre los muros de piedra. Tal vez no fuese buena idea surgir de improviso, como un asaltante, razonó el florentino. Despacio, salió del callejón donde se escondía y se pegó a la pared, para que el farol lo iluminase no bien pasase por su lado.
Pero el oído y la vista de Verorrosso eran mejores que eso. No bien se percató de que había alguien esperándolo, se lanzó hacia él a la velocidad del rayo, lo devolvió a la penumbra del callejón y lo estampó contra la pared. Sus ojos verdes se rasgaron al comprobar quién había caído en sus garras.
El maestro Da Vinci —anunció, con abrupto acento milanés, mientras palpaba su cintura en busca de armas—. ¿Un intento de emboscada?
No voy armado. Y no me tengo por tan torpe cazador como para saliros al paso aposta, Verorrosso. Únicamente deseo hablar a sol... ¿qué estáis...?
Leonardo se vio entonces lanzado de cara al muro, su capa y su túnica alzadas sin pudor, su espalda desnudada. Un escalofrío recorrió su espina dorsal, avivado por el impulso de pedir socorro, hasta que dedujo que la intención de su asaltante no era sino buscar señales comprometedoras junto a sus omóplatos; las marcas de su gente, marcas de alas.
Piel lisa, aunque eso no prueba nada en absoluto. Me visteis hace tres noches y luego desaparecisteis ante mis narices. Explicad cómo es eso posible, y qué sucederá si os rajo la garganta y os destripo como a un pollo.
Sucederá que me causareis un tormento momentáneo y... y nada más, señor.
Así son las cosas, ¿eh? ¡Dime a quién sirves, a qué maldita facción perteneces! —exigió, olvidando las formalidades—. ¿Por qué no tienes marcas? ¿De qué manera te hiciste invisible?
No pertenezco a ninguna facción...
¡Mientes! ¡Un hombre ordinario no ve a través de nuestro don!
No miento, créeme, si bien admito que tampoco soy un hombre ordinario. Poseo... otro tipo de dones.
Ante Verorrosso se obró una transformación espectacular. Los hombros algo cargados del artista se enderezaron, en su piel se borró cualquier rastro de arrugas y manchas y sus cabellos se tiñeron de un vivo dorado, sin canas; el azul de sus iris brilló, transparente, en aquel rostro que había recuperado la lozanía de los veinte años... Jadeó. Leonardo le había mostrado lo que ocultaba su disfraz.
Nadie ve a través del mío, de mi don, salvo tú, porque yo te lo permito.
¿Quién eres? ¿Por qué nuestro supervisor no me habló jamás de ti? El pelirrojo apretó con furia, hasta arrancarle un gemido. Tras unos segundos de conflicto, decidió llevárselo a rastras—. ¿No quieres hablar? Pues vendrás conmigo y esperarás a que lo invoque, para que él me dé explicaciones.
Leonardo caviló con desesperación. Un supervisor... Un tripulante de su pirámide, posiblemente, con funciones paralelas a las de Draadan. Ni este ni sus superiores dejarían que se expusiera ante terceros. A menos que discurriese algo rápido, todo se iría al traste.
Verorrosso, escúchame: no soy un enemigo, pero no puedes mostrarme ante nadie. Si lo haces, yo volveré a esfumarme y tú te quedarás sin tus... explicaciones.
No voy a correr riesgos. Sé dónde vives, maestro, sé quienes son tus alumnos y tus amigos. Esfúmate de nuevo e iré a por ellos.
No, no lo entiendes. ¡Me olvidarás! Seguirás matando a tus congéneres a ciegas, sin recordar siquiera quién era yo ni por qué vine a esperarte a un callejón oscuro.
Eso que dices es absurdo. Ellos nos ven en todo momento desde la pirámide, nada escapa a sus ojos. O estás junto a nuestros señores, o bajo su bota.
Tus señores no nos ven ahora, ni a ti, ni a mí. Están fuera de esto.
Gilipolleces. —Aferró su antebrazo con tanta fuerza que a punto estuvo de fracturárselo—. ¡Monitore, manifiéstate!
¡Verorrosso, espera! ¿Nunca te has sentido... perdido? ¿Hundido por cargar con decenas de dudas sin resolver, con secretos que no podías revelar ni a tus seres queridos? ¿Nunca te has sentido solo en un mar de caras amigas? —El aludido se detuvo bruscamente—. No has llegado a hablarle de mí a nadie, lo sé, quizá porque vacilabas o quizá porque pensabas que el peso de tu batalla no debía recaer en los hombros de quienes proteges. Yo puedo entenderte mejor que ningún otro.
¿Quién eres? —repitió el gigante, con mucha menos convicción.
Soy... un observador. —Tragó saliva. No era fácil ocultar la verdad sin construir un muro de mentiras—. Un observador neutral.
Ese cargo siempre ha sido del supervisor, Monitore.
Bueno... No neutral, entonces, pues considero a la signora Gregori una amiga. Mis simpatías estarán siempre de vuestro lado.
Pero no puedo hacerte uno de los míos. Lo noto, no lo tienes en ti.
No, no puedo pertenecer a nadie —suspiró—, solo ofrecerte mis oídos, mis ojos y mi comprensión. Te suplico que lo medites. Piensa en ello esta noche y, si quieres seguir hablando en secreto con alguien capaz de escucharte, ya sabes dónde localizarme.
Verorrosso acabó por soltarlo, con una expresión de duda infinita en sus hermosas facciones.
Sí, sé dónde localizarte, Da Vinci, todo Milán lo sabe. Ignoro si esto es una prueba de allá arriba o una trampa, pero puedes apostar a que lo averiguaré.
En cuanto dobló la esquina, Leonardo se aferró a la seguridad de un muro, el corazón martilleándole con el estruendo de un engranaje gigante. Y no era el único cuyo pulso estaba acelerado: en su propio escondite, a varios pasos del punto donde había tenido lugar el encuentro, el exhausto Navekhen impartía órdenes a los vigías para que continuaran el seguimiento de su blanco principal, Verorrosso. La labor de vigilancia había sido especialmente dura, teniendo que contener varias veces —algunas a base de agarrones— a un Draadan dispuesto a reducir a aquel pelirrojo amenazador por la fuerza.

 

A la mañana siguiente, Leonardo acudió al Castello Sforzesco con una extraña sensación de vértigo en la boca del estómago. Su temor resultó injustificado, dado que el pretendido guardaespaldas no dio señales de vida. No fue hasta la noche siguiente que el artista, ya recogido en su taller, recibió la visita sorpresa de Verorrosso. Su habilidad para colarse sin ser visto parecía ser una manera de advertirle que no debía sentirse a salvo en ningún sitio.
El artista permaneció mudo mientras el visitante curioseaba entre sus aparatos, impresionante con los ropajes negros que le conferían el porte de un ángel caído. La mirada incrédula que le lanzó al descubrir el ornitóptero, como si pretendieran burlarse de él con esas alas artificiales, no tuvo precio.
No eres un hombre ordinario, tienes dones, pero no alas, y fabricas estas puñeteras imitaciones. —Verorrosso sí que poseía matices ordinarios, al menos con el lenguaje. Se le acercó y lo examinó de cerca—. Eres un artista raro. Y no envejeces, igual que nuestro supervisor. Engañas a todos con tu apariencia de viejo cuando, en realidad, eres mucho más joven. ¿O me estás engañando a mí ahora?
No soy tan viejo, tengo cuarenta y seis años. En cualquier caso no, no envejezco, si bien lo aparento para no levantar sospechas.
¿Cómo?
Con el mismo sistema que te permite a ti ocultarte a la vista, burlando a los sentidos.
Y dices que no eres un elegido ni un habitante de la pirámide. No entiendo, entonces, de dónde salen esos talentos tuyos. Ni por qué has de esconderlos de ellos y de los otros elegidos.
Leonardo giró el rostro para encararlo. Si deseaba que confiara en él, debía contarle una historia creíble, evitando usar mentiras para cubrir la verdad. Inhaló profundamente y sirvió un par de copas de vino.
Cuando era un muchacho, alguien desconocido me atacó en una cueva aislada y me hizo diferente a los otros. No llegué a verlo; lo que sé es que, al cabo de los años, adquirí estas... habilidades que me permiten conservar la juventud, disfrazarme y observar lo que la gente no observa. Vi vuestra pirámide. Os vi a vosotros. Aprendí que luchabais unos con otros y que, tal vez, lo que hay en mi sangre y lo que hay en la vuestra proceda de una sola fuente. No sé mucho más, Verorrosso, excepto que no soy parte de vuestra contienda ni deseo serlo. Si me delatases, bien sabes que intentarían capturarme o matarme, y yo no lo permitiría. Me desvanecería, como hice ante ti, no volveríamos a tener contacto. ¿Es eso lo que quieres? Eres el primer nacido en la Tierra ante quien siento que puedo mostrarme tal cual soy. Déjame aprender de ti, para que alcance a conocerme mejor a mí mismo. A cambio, tendrás en mí a un aliado. —Se produjo un largo silencio tenso. Era evidente que Verorrosso no daría su brazo a torcer tan rápido—. Por lo poco que he visto y oído, tienes un grupo de personas que dependen de tu liderazgo. La soledad del líder... Sé que no me equivoqué cuando te hablé del peso que compartimos.
Puede que seas una maldita treta del enemigo, o una... prueba de nuestros señores. —Vació su copa de un trago y volvió a llenarla—. Puede que no deba fiarme de tus palabras, hacer lo que me gritan las tripas.
¿Y qué es? —Lo miró a los ojos y sonrió con melancolía—. Tienes razón en eso, has de actuar según lo que te dictan tus instintos. No puedo forzarte a que confíes en mí, solo... pedirte que me des tiempo.
De nuevo calló el pelirrojo y de nuevo buscó consejo en el alcohol. Sabiendo que su juventud jugaba a su favor, Leonardo no intentó presionarlo. A su avanzada edad, ya había aprendido a domar el caballo de la paciencia.
Si eres capaz de ocultarte ante mí, ¿por qué te dejaste ver la otra noche, durante la pelea?
Me tomaste por sorpresa. Estaba distraído, estudiando el firmamento.
¿Por qué no darte a conocer a mi gente? Son leales. Si dices que aprecias a Irene...
No son ellos quienes me preocupan, sino los de arriba. Mi capacidad para pasar desapercibido es muy limitada, únicamente puedo mostrarme sin peligro ante ti.
Estupideces... ¿Por qué yo? ¿Qué sacarás de hablar conmigo? ¿Qué sacaré yo?
Un amigo.
No necesito amigos.
Todo el mundo necesita amigos, Verorrosso. Y como presumo que eso es un apodo, deberíamos comenzar por nuestros nombres. El mío, ya lo sabes, es Leonardo; te considero más que bienvenido a usarlo. ¿Cuál es el tuyo?
Mi nombre no le importa a nadie, Da Vinci.
Supuse que haría nuestra relación más afable. En fin, una cosa es cierta: la amistad no te sale al paso, se va erigiendo despacio sobre unos cimientos sólidos. Dejémoslo, por ahora, en satisfacer nuestra mutua curiosidad. Veamos... Nací en Vinci. Me formé con Verrocchio, en Florencia. Ya lo sabrás, muchos me llaman el florentino, a secas. Mi mayor aspiración es el cielo...

 

***

 

Ya fuese curiosidad, desconfianza o el encanto innato de Leonardo, lo cierto fue que Verorrosso no rechazó su oferta de plano. Espió al artista desde la distancia, al principio, convirtiéndose en una sombra enorme a las puertas de la Corte Vecchia o vigilando desde las espaldas de Irene Gregori. Más adelante, cuando dejó de pensar que Leonardo mantenía contactos con sus enemigos, aceptó ese pequeño espacio secreto que la vida le ofrecía. Sus encuentros eran escasos, pues no resultaba sencillo dar con excusas para reunirse: a la notoria indiferencia que Verorrosso siempre había mostrado hacia el arte se unían las poquísimas cosas que un maestro florentino podría tener en común con un soldado de fortuna de oscuro linaje.
La historia personal del joven llegó a él a través de retazos de conversaciones y chismorreos. Hijo ilegítimo de un obispo con aspiraciones a ascender en la curia, desechó los designios de su madre de ordenarse para seguir los pasos de un progenitor que ya tenía demasiados vástagos que ignorar. Su escuela fue poco más que la calle, lo que explicaba su falta de refinamiento al hablar. Sus inclinaciones y su físico lo atrajeron desde un principio a la carrera de las armas, aunque, dada su falta de fortuna y contactos, hubo de contentarse con los puestos más bajos de la profesión. Tras servir como mercenario, tiempo en el cual se ganó su apodo, y como guardia personal, fue a postrarse ante la arrolladora personalidad de la signora Gregori, quien se hizo con sus servicios exclusivos. Esa era, por supuesto, la versión oficial; en la real, según supo Leonardo, el joven despertó a su condición de elegido a los dieciocho años y localizó y reclutó a la cortesana poco después. Parapetado tras la cobertura de su posición aparentemente sumisa, Verorrosso recorría las calles de Milán, ora ganando adeptos, ora eliminando a sus adversarios. Y siempre sumido en esa ignorancia acerca de su auténtica naturaleza que al artista tanto le costaba callarse.
La información que podía ofrecer a cambio era más limitada, pero sí que asesoró al joven sobre armas, armaduras, metalurgia, anatomía... Cualquier materia que fuera útil para un hombre cuya vida giraba en torno a la lucha. Las pocas noches que se presentaba, Leonardo lo sentaba con una jarra de vino y le daba una de sus clases magistrales, excusa perfecta para retirarse a solas con él, sin que nadie los molestara. Y que, por desgracia, no funcionaba con Salaì.
El aprendiz contaba con diecinueve años en aquella época y poseía un atractivo que había sido retratado en muchas ocasiones, bastantes de ellas fuera de la bottega. Era presumido hasta la médula. Adoraba las admiración que recibía con cada movimiento estudiado, ya fuese una caída de párpados o una sacudida de sus claros rizos castaños, derramándose, casi al descuido, sobre su mejilla. Se consideraba merecedor exclusivo de las atenciones de su maestro, y por ello no acababa de digerir su rechazo en la cama ni el interés que mostraba por otros, ya fuesen los demás aprendices, esos comerciantes españoles que frecuentaban la casa, o ese tipo enorme de pelo color de diablo que se bebía el vino de su viñedo y no se dignaba dirigirle la palabra. A veces se colaba en el taller, se lo quedaba mirando y hacía preguntas embarazosas: «¿Os va a servir este hombre de modelo, maestro?». Leonardo sonreía, respondía que se negaba siempre que se lo pedía y lo quitaba de en medio enviándolo a hacer cualquier tarea.
Draadan también era crítico con esas visitas. El trato con Verorrosso entrañaba un elemento constante de peligro difícil de tolerar, sobre todo cuando no reportaba información útil. El humor de sus superiores, si no el suyo, mudó la víspera de Nochebuena. La jornada había sido fría y melancólica; el temprano anochecer invitaba a acercarse al fuego, vaciar unas copas hasta entrar en calor y soltar, quizá, las lenguas.
No debería beber tanto se quejó el guardaespaldas. En breve tendré que estar en la calle, con la espada y los reflejos bien afilados.
¿En qué consisten esas salidas, Verorrosso? ¿Es todo tan abrupto como lo que vi fuera de la muralla?
La mayoría del tiempo sí. Esperamos a ciertos días, nos apostamos en los lugares donde sospechamos que se esconden los otros y atacamos primero. Matar sin que te maten. ¿Qué esperabas?
¿Y cuál es el premio al que aspiras por tu fidelidad? Ha de merecer la pena, si le dedicas tanto sacrificio.
Dejar esta maldita ciudad y subir con nuestros señores. El cielo. ¿No es eso lo que tú buscas siempre, Da Vinci? Tal vez matemos a todos nuestros enemigos, tal vez mi señor consiga el viaje y podamos ocupar sus dominios en la pirámide, desde donde te miraré con lástima. Y, si no lo consigue..., pues esperaremos a los próximos ciento once años. Se encogió de hombros. Es mejor que la vida de cualquier mercader hinchado que termina pudriéndose bajo una lápida.
¿Ocupar los dominios de la pirámide? ¿Conseguir el viaje? ¿Qué viaje?
¿No lo sabes? Creía que tus narices invisibles habían husmeado en todos nuestros secretos.
Claro que no. Soy un mero observador, ten compasión de mí. Piensa que, algún día, tú subirás allá arriba y me mirarás con lástima.
Verorrosso resopló y se levantó a curiosear entre una serie de hermosos esbozos de la Virgen. Era, supuso Leonardo, una historia que seguramente contaba a la mayoría de sus aliados, una que no disfrutaba repitiendo. Con todo, decidió complacerlo.
Cada ciento once años, ciento once elegidos nacemos en la Tierra. Algunos de nosotros, marcados como líderes por nuestros señores, reclutamos a cuantos podemos para derrotar a los demás grupos y darle la victoria a aquel por quien luchamos. El vencedor accederá a una cámara apartada de la pirámide, una cámara que apunta a una estrella, y aguardará a que se abra un pórtico. Si lo hace, su cuerpo será transportado a ese lejano lugar, y sus paladines abandonarán la lucha y ascenderán al palacio de maravillas. Si no, todo se repetirá ciento once años más tarde.
Palacio de maravillas... Te refieres a la pirámide. ¿Dónde está esa estrella?
¿Qué sabré yo? ¿Acaso he oteado a través del cristal verde?
No, desde luego. —La semiesfera, dedujo para sí el artista. Tomaba buena nota de cada dato, confiando en que aplacarían los reparos de Draadan—. Ciento once años, ciento once elegidos... El número ha de ser importante para ellos.
Sé por qué. Un cuerpo celeste cruza cada ciento once años por delante de la estrella que desean. Es en ese momento cuando esperan el milagro del pórtico. ¿Quién es la mujer que ha servido de modelo para este ángel?
Leonardo supo, por el cambio de tema, que la corta sesión de revelaciones había llegado a su fin. Tras echar un vistazo al dibujo en manos del joven, respondió:
He de confesar que se trata de Giacomo, mi aprendiz.
¿Ese cotilla bocazas? No es muy diferente de una, entonces.
¿Una dama habría captado mejor tu interés?
Figúrate tú. Modelitos de estudio... Tengo mejores cosas que hacer.
Dejó la hoja a un lado y pasó las páginas de un compendio de figuras geométricas. Al contemplar las anchas espaldas sobre las que se desparramaba una alborotada melena roja, la imaginación del artista se disparó. Las visualizó flanqueadas por un par de alas inmensas, una belleza salvaje e inigualable. ¿Llegaría a saciar esa necesidad primaria de capturar su espíritu en un lienzo? ¿De hacerlo suyo, de participar de su gloria?
Debieras ser tú quien me brindase unas sesiones de posado —afirmó—. La inmortalidad es un don para compartir.
Ni lo sueñes, no quiero dejar mi cara desperdigada por las paredes de algunos ricachones. La única inmortalidad que cuenta está allí arriba.
Duro como el mármol. —Leonardo sonrió—. ¿Seguirás sin decirme tu nombre real?
Mi nombre sigue sin importarle a nadie. —Echó un vistazo por una rendija de las contraventanas—. Es la hora. Pasa buena noche, Da Vinci.
El corpulento soldado se hizo uno con las sombras del crepúsculo. Leonardo experimentó una sensación confusa, mezcla de envidia y compasión, que dejó en él, a pesar de todo, un vago sentimiento de gozo. Aunque sabía que sus destinos no podrían ser más diferentes, que Verorrosso acabaría alcanzando el cielo con el tiempo, había en su relación un singular equilibrio que nunca antes había logrado establecer con nadie.
Observó la ciudad, con su atmósfera de engañosa calma, y deseó que se mantuviera a salvo.


 



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