2012/07/14

PARA EXTENDER LAS ALAS II: Lo que hacemos por las noches







A las diez de la noche Munro abandonó su apartamento y se dirigió a la estación de metro. Nada que ver con las prisas matutinas ni con los grupos que regresaban del trabajo por la tarde; caminó despacio, disfrutando el aire fresco y mostrando un discreto interés en los escasos vecinos que se cruzaba por la calle.

La imagen que ofrecía en aquel momento no se correspondía con el evidente desenfado con el que salía cada día al balcón: el pelo recogido, las manos en los bolsillos, gorra calada hasta los ojos, camiseta y sudadera de manga larga, vaqueros y deportivas de caña alta. Antes solía llevar su mochila con la ropa que necesitara, pero Toller parecía divertirse jugando a vestir a las muñecas con él, así que podía permitirse ir por la vida ligero de equipaje.

Bajó las escaleras, validó tarjeta y continuó el descenso hasta en andén. Esperó en la zona más tranquila, y cuando llegó su tren, eligió el vagón más vacío y se quedó de pie en un rincón apartado, a pesar de los numerosos asientos desocupados.

El metro lo hacía sentirse incómodo. Más de una vez había pensado en buscarse un trabajo para comprarse un ciclomotor y desplazarse por su cuenta, pero era una cuestión delicada, y Owen solía poner muchas pegas. Por supuesto, su adinerado amante se ofrecía a llevarlo en coche siempre que podía, o a costearle los viajes de una u otra forma, pero Mìcheal no quería ni oír hablar de ello. Ya dependía en exceso de él para que le resultara remotamente posible acallar los lamentos de su amor propio... Así que tomaba el metro con mucho cuidado, siempre evitando las horas punta, siempre apartado de la gente, siempre procurando pasar desapercibido. Él era ese idiota que llevaba mangas largas en todas las épocas del año, también en los días de verano en los que el calor apretaba tanto que los vagones se convertían a menudo en hornos rodantes. Una actitud complicada para no llamar la atención, pero tendría que seguir aguantándolo por el momento.

Pasó revista a lo que había hecho desde que Owen le había lanzado aquella mirada cortante. Había acudido a esgrima, conforme había prometido, y había asegurado a su instructor que no faltaría a más clases; había tomado su primera comida decente en días; había ordenado la casa... Se había comportado como un adulto responsable por el que no había que preocuparse. Pero ahora iba de camino a su lugar favorito, al único espacio en el que podía desnudar su cuerpo y su alma ante toda aquella gente sin temor al roce, al dolor, y sentir las miradas y la admiración, y el deseo. Siempre estaría fuera del alcance de sus manos, pero sus ojos... Casi podía sentir el contacto físico en sus caricias. Casi.

Veinticinco minutos y un transbordo más tarde, Mìcheal llegó a su destino.

El club Under 111 era propiedad de C.C. Toller, uno de los clientes de Faulkner. Toller, que permitía a muy pocos llamarlo por sus iniciales -de sobras sabía que solían llamárselas a sus espaldas, y otras cosas peores-, y cuyo auténtico nombre era conocido por muchísimos menos, era un empresario de renombre en el mundo de la música. Poseía también intereses en la productora Finisatron, e incluso en un conocido club gay y una productora de películas de porno gay, pues Toller nunca había ocultado su falta de interés en los miembros del sexo opuesto. Sus actividades en este ramo no eran de dominio público, pero había quienes murmuraban que solía seguir con interés las carreras de sus jóvenes actores, sobre todo fuera del plató.

El club era la niña de sus ojos, el lugar que le había ayudado a empezar a sumar ceros a su cuenta bancaria. Solía pasar por él casi todos los días y se ocupaba en persona de su funcionamiento; el buen ojo del que hacía gala para elegir a los artistas con renombre y promocionar a los desconocidos no lo había abandonado.

El nombre del local siempre había suscitado controversia entre quienes lo conocían. Había quienes decían que hacía referencia a una temperatura en Fahrenheit, a un tridente o al número de amantes que Toller había tenido en el momento de abrirlo; al ser interrogado, el empresario nunca soltaba prenda, tan solo se reía entre dientes. Fue al descubrir la existencia del mismo que Faulkner había comenzado a hacer todo lo posible por acercarse a él e investigarlo, dado que esa cifra tenía connotaciones muy explícitas para los suyos. No había logrado descubrir nada sospechoso, pero sí había conseguido que Toller se fijara en el prometedor abogado de tan solo veinticinco años y decidiera comenzar a trabajar con él. El empresario confiaba lo bastante en su propia experiencia como para no necesitar exigirla en los demás, y lo que solía buscar en quienes lo rodeaban eran talento, juventud, energía y atractivo... y a Owen Faulkner no le faltaban ninguna de esas cualidades. Por su parte, aquel había sido un gran año para el abogado: había obtenido su primer cliente importante y a Mìcheal.

Al encontrarse ante la amplia fachada, con el gran letrero blanco de metal y neón, el joven sonrió, se fumó un cigarrillo con calma y caminó hacia el lateral. A veces usaba las puertas de la entrada principal, pero solo cuando estaban desiertas, y entonces había un pequeño grupo de ociosos frente a ellas. El vigilante lo reconoció y lo dejó pasar sin problemas, tras avisarle de que Toller quería verlo.

El Under 111 era un club musical con diferentes ambientes, con sus varios miles de metros cuadrados distribuidos en tres plantas. La planta baja, a la que daba acceso la entrada principal, era una enorme sala de conciertos con un gran escenario al fondo, tres barras, cabina de Dj, camerinos y una pequeña sala de prensa. Las noches en las que no había ningún concierto proyectado sonaban los últimos éxitos del momento, rock, pop, indies y cualquier cosa que captara la atención del propietario.

A la izquierda se accedía a una terraza interior, y unas escaleras de metal conducían a la primera planta, a una sala que ocupaba dos terceras partes de la misma, con dos barras y también con su propia cabina de Dj y camerinos. Era el espacio del tecno y la electrónica, y la decoración, las pantallas de proyección y las luces bastaban para volver epiléptico al más pintado. El resto de la planta lo ocupaba un espacio más pequeño, donde se celebraban conciertos y actuaciones de estilos muy variados.

Entre ambas unas nuevas escaleras metálicas llevaban al nivel superior, a otra terraza en el lado derecho que se abría a una habitación para celebrar fiestas y eventos privados, y finalmente a los dominios particulares de Toller. Ante ellos había un enorme ascensor de acceso restringido.

Aún era temprano y había poca gente, y Munro se permitió el placer de subir al despacho de Toller por las escaleras, en lugar de utilizar el ascensor. Aun así, fue cuidadoso; no eran infrecuentes los encontronazos inesperados. El guardia frente a la puerta se imaginó en seguida quién sería aquel visitante que se acercaba bajándose la capucha, y al ver la coleta rubia supo que no se había equivocado. Mantuvo las distancias y lo dejó pasar con una ligera inclinación de cabeza a modo de saludo.

Toller estaba pegado a su iPhone, como de costumbre, pero sonrió y le indicó que se sentara en uno de los llamativos sillones de cuero morado que decoraban su despacho. Munro paseó la vista por la habitación; coleccionar arte homo-erótico era una de las aficiones del empresario, y a menudo descubría una pieza nueva expuesta en sus estantes y vitrinas. Sobre la pared del fondo había un cuadro de dos jóvenes marineros tirando de una soga, muy ligeros de ropa, que estaba seguro de que no había visto antes. Nada muy escandaloso; Owen le había confiado que las piezas realmente pornográficas estaban en la habitación privada del fondo, o bien en su casa. Qué hacía Owen en la habitación privada del fondo era una cuestión que había cruzado la mente de Munro; el abogado, leyendo sus pensamientos, había respondido con fastidio que su relación con Toller era estrictamente profesional. Luego había añadido, con un suspiro, que había dejado de apremiarlo para que se acostara con él cuando había descubierto lo bueno que podía llegar a ser en su trabajo. Apenas un año de acoso...

C.C. Toller era un hombre de unos cincuenta años que llevaba varios cumpliendo los cuarenta y cinco. Como se conservaba en buena forma y su cabellera era abundante y de un brillante color negro (gracias al tinte), su pretensión daba el pego sin problemas. Su padre había sido un soldado norteamericano de una base militar, y le había legado unos rasgados e inteligentes ojos oscuros. El tono, al menos, sí había sido cien por cien heredado; la inteligencia era una característica que también se había esforzado en cultivar él mismo.

Su padre había sido igualmente responsable de decidir el nombre del pequeño: Cassius Caesar. Resultaba ligeramente extravagante hasta para los ambientes en los que se movía, por lo que utilizaba sus iniciales y, como se ha dicho, concedía a pocos la libertad de hacerlo en voz alta. Faulkner era uno de los escasos afortunados; en cuanto a Munro, se ceñía a su apellido con alivio.

Toller, orgulloso de la adquisición que había supuesto su joven y guapo abogado, estuvo más que satisfecho de tutelar y mimar a su aún más joven y guapo amante. Jamás hacía ascos a rodearse de bellezas del sexo masculino, y aquellos dos eran una pareja de lo más notable. A Faulkner le había costado dos años presentarle a Mìcheal a su cliente y grabarle en el cerebro que el chico estaba totalmente fuera de los límites, y jamás lo habría hecho si éste no hubiera amenazado con cometer un disparate de persistir en mantenerlo encerrado entre su apartamento, el gimnasio y las clases de esgrima. El club se había convertido en su refugio para escuchar música y bailar, y allí tenía la oportunidad de hacerlo a salvo de las multitudes.

Aquella era una particularidad de Munro que sorprendía a Toller: su completo horror y rechazo a que lo tocasen. Faulkner le había explicado que era un caso extremo de afenfosfobia, y que cualquier roce ajeno era suficiente para que su condición mental le provocara genuino dolor físico. El empresario no había dejado de preguntarse cómo era posible, pues, que su amante sí pudiera toquetearlo con toda libertad; pero él había asistido a un episodio en el que alguien le había tomado la mano y el sufrimiento del chico le había parecido muy real, así que no había insistido en la cuestión. Lo consideraba una lástima, eso sí: tocar semejante maravilla, e ir mucho más allá del simple roce, le habría resultado delicioso... Pero los negocios eran los negocios, y había que aceptar sacrificios. Se contentaba con vestir a aquella buena pieza, darle libre acceso a todas las áreas del club, disfrutar de sus movimientos mientras bailaba, y asegurarle que su dinero no valía allí, ni tampoco el de sus amigos. El de su amigo, para ser más exactos, pues solo parecía tener uno: aquel tipo con gafas que se ahogaba en su propia saliva cuando lo miraba... a él, y al resto del personal masculino con un buen culo, todo había que decirlo.




-Mi queridísimo Mìcheal -saludó Toller tras terminar la llamada-, qué gran placer.




El propietario del club se acercó e hizo ademán de palmearle el hombro. El joven soportaba el contacto sobre la ropa; era la exposición directa a una piel extraña lo que lo hacía reaccionar. En cualquier caso, ya había aprendido a encontrarse a gusto con la proximidad de aquel hombre. Lo miraba muy fijamente, pero mirar era gratis; por otro lado, le parecía muy curiosa la forma que tenía de hablar, tan exageradamente amanerada y untuosa. Sospechaba que solo era una máscara que llevaba de cara a la galería, y que su comportamiento era mucho más natural en la intimidad. Bueno, era inútil pensar en ello. Él nunca lo vería en la intimidad.




-Tienes un aspecto fabuloso, y no te digo nada nuevo. Y tu hombre, ¿ya ha regresado de Suecia? Su asistente me explicó no sé qué historia cuando lo llamé hace dos días, y entonces caí en que tenía que ver con uno de los chicos de la compañía. Lo visten con ropa sacada de un contenedor de desperdicios y lo dejan campar quince días sin lavarse esas greñas que llamaremos pelo porque le crece en lo alto de la cabeza... ¿y qué esperan? Inevitablemente se comportará como basura. Y entiéndeme, encanto: yo no tengo nada en contra de que se comporte como le venga en gana... siempre que lo haga sin que lo pillen.




Mìcheal se las arregló para meter dos palabras de canto y dijo que sí, que ya había vuelto.




-¡Menos mal! Tengo que hacerle una consulta que me tiene súper-preocupado... Pero dejemos de hablar del aburrido trabajo. -¿Dejemos?-. En esa bolsa sobre la silla tienes la ropa que he elegido para ti, guapísimo. Yo bajaré luego a echar un vistazo, pero primero quiero hablar con ese Heracles que tienes por amante. Te veo después, Mìcheal.




El joven dio las gracias y tomó la bolsa, mientras su interlocutor volvía su atención de nuevo al teléfono. Luego bajó hasta uno de los camerinos de la sala de tecno y se cambió. Toller le había elegido una sudadera negra, sin mangas, con una gran estrella plateada sobre el pecho que la cremallera dividía en dos mitades idénticas; unos pantalones negros que se ceñían de manera sugerente a la cintura y las piernas y unas deportivas como las que llevaba, pero del mismo color que el resto de la ropa y con sendas estrellas plateadas a los lados.

La sala comenzaba a llenarse de gente. Munro se escurrió hasta el acceso restringido a la pasarela superior, saludó a una de las bailarinas con una sonrisa y caminó hasta su pequeña plataforma, suspendida sobre la multitud. Cuando la noche estuviera en su apogeo la plataforma luciría de manera espectacular, iluminada por aquellas luces enloquecidas, y él y los demás bailarines serían bien visibles en medio de aquella marea humana, pero completamente inaccesibles.

Aquella era la maravillosa y bendita razón por la que Mìcheal amaba el lugar: podía bailar, libre, entre cientos de personas, y a salvo.

Las luces se apagaron y el Dj mix comenzó a sonar en la sala. El acelerado latido de la caja de ritmos reverberó a lo largo de las paredes y en el suelo; las vibraciones subieron por las plantas de los pies de cada uno de los asistentes, y el impulso eléctrico se propagó por sus columnas vertebrales y se expandió en sus estómagos, golpeando al unísono con sus corazones. Las plataformas se iluminaron, y Munro y los demás bailarines se hicieron notar.

Puede que el joven no poseyera unos músculos igual de abultados que sus compañeros, pero su cuerpo era hermoso. Apenas hacía un año que bailaba, mas tenía oído y sentido del ritmo, y el gimnasio y las prácticas lo habían dotado de destreza y soltura. Cuando sus caderas se sacudían y su espalda se arqueaba, muchos ojos se prendían en él y bebían con avidez cada uno de sus movimientos. Era cierto que solo había una persona que pudiera tocarlo; Mìcheal se vengaba allí arriba, todas aquellas noches, seduciendo a muchas mujeres y a no pocos hombres con la sensualidad que gritaban las ondulaciones de su figura.

En algún momento de la noche el joven rubio siempre se desprendía de su top. Sus manos se desplazaban a su cremallera y la bajaban lentamente, y la prenda volaba hasta la pasarela, revelando las lineas de sus pectorales y abdominales, brillantes por el sudor. Era entonces cuando solían materializarse los temores de Faulkner, dado que no era infrecuente que el vaivén de sus caderas hiciera que sus pantalones se deslizaran y revelaran su caprichosa ropa interior. Él no lo sabía, pero también ese gesto tenía sus admiradores, que se esforzaban por distinguir si el negro de su cintura era liso o estaba decorado con algún bordado de fantasía; y ya satisfecha su curiosidad, aquellas miradas continuarían el viaje al norte o al sur, dependiendo de sus preferencias.

La mente del joven solía ahogarse en el ritmo, desconectarse de lo que lo rodeaba. Ni siquiera se acordaba de fumar. No era el tipo de música que solía escuchar en la intimidad, pero era lo que necesitaba, la corriente eléctrica que ponía en funcionamiento aquella maquinaria de hacer belleza. Toller nunca se privaba de darse una vuelta por la pasarela y regalarse la vista con sus evoluciones en la plataforma. Oficialmente, se cuidaba de que la mercancía de Faulkner permaneciera intacta; extraoficialmente, disfrutaba del muchacho de la única manera que podía. No iba a negar que había tenido algunos hombres tan atractivos como él a lo largo de su vida; no podía negar, tampoco, que Munro tenía el encanto de lo prohibido.

Aquella noche el rubio tardó bastante tiempo en necesitar un descanso. Agarró su sudadera nueva, se dirigió a los camerinos y se secó el sudor, aunque luego se lo pensó mejor y se remojó la nuca con una botella de agua. Se pasó la mano por los cabellos mojados, y al volverse hacia la puerta, descubrió a una de las bailarinas mirándolo con descaro, con una sonrisa en sus seductores labios pintados de rojo. Supuso que era nueva, nunca la había visto antes. Llevaba un llamativo top con cristales y unos minúsculos pantaloncitos negros.




-Hola, guapo. ¿Tienes un pitillo?




-Claro. -Depositó el paquete y el encendedor sobre la mesa para que ella se sirviera.




-¿Te importa si te lo devuelvo luego? -dijo, refiriéndose al mechero-. O mejor aún, ven a echarte uno conmigo.




-Tengo que volver a la... -respondió maquinalmente Munro. Fue solo un instante; se lo pensó mejor y cambió de idea-. Sí, por qué no.




La sonrisa de ella se volvió más abierta. Subieron a la terraza del piso superior y se reclinaron sobre la barandilla; él le ofreció fuego y se encendió uno para él. Hacía fresco, pero el cigarrillo resultaba reconfortante.




-No sé si salir después de sudar tanto es una buena idea... Por cierto: Olivia. ¿Tú?




-Mìcheal.




-Mìcheal... qué mono. ¿Irlandés?




-En realidad, escocés.




-Y dime, chico escocés, ¿llevas mucho tiempo haciendo de animador?




-Solo de vez en cuando. Digamos que soy amigo de un amigo del dueño y...




-Ah, ya. -La sonrisa de la joven se congeló-. Eres de la otra acera.




-¿Qué?




-Que no tengo nada que hacer. Que no te van las tías, vaya.




-No sé si me van las tías; nunca he estado con una.




Ella lo miró extrañada, pero recuperó parte de su aplomo. Aquello no sonaba tan poco prometedor...




-A estas alturas ya deberías saber si te interesan las tías, ¿no crees, chico escocés? Ya me imaginaba que te iba más la carne que el pescado; eres demasiado guapo, y tienes demasiado desparpajo eligiendo la ropa.




-¿Desparpajo?




-Que digo que bonitos gayumbos.




-Gracias. -Dio una profunda calada al cigarrillo y volvió la vista al frente-. Me gustaría devolverte el cumplido y decirte que bonitas bragas, pero no llevas.




Munro se asustó de su propia osadía. ¿En qué estaba pensando? Pero ya era tarde, las palabras habían abandonado su boca. Y la de la chica, por cierto, se había abierto de par en par... No; decididamente, aquello no sonaba tan poco prometedor...




-Vaya... -alcanzó a decir ella-. ¿Cómo puedes estar tan seguro?




-Porque eso que llevas es tan pequeño que es imposible que quepa nada más...




Se volvió de nuevo hacia ella y la miró con interés. Ella le devolvió la mirada.

El joven se preguntó por qué le estaba siguiendo el juego. Tenía razón, en el fondo: la chavala ni siquiera lo atraía. Y no era la única, hacía mucho tiempo que no se le iban los ojos detrás de nadie. Procuraba no lanzar segundas miradas a la gente, ya que no tenía sentido interesarse por algo que nunca podría tener. Había aprendido por las malas... Y, sin embargo, nunca había intentado tocar a una chica. Su cerebro acariciaba la idea con una intensidad que lo hacía sentirse incómodo, y también expectante. ¿Y si su condición solo lo aquejaba con los hombres? Al fin y al cabo, Faulkner nunca se había mostrado celoso cuando las mujeres se fijaban en él; eran los hombres quienes recibían esa mirada de aviso que solía funcionar tan bien, ya que Owen nunca daba la impresión de que bromeaba. No, no creía que las chicas fueran lo suyo, pero merecía la pena intentarlo si... Compuso una expresión seductora y se acercó aún más a ella. Inesperadamente, la tal Olivia posó su mano libre en su costado desnudo, justo por encima de la cadera.

Habían pasado meses desde el último incidente, pero su cuerpo no lo había olvidado. El dolor...

El dolor del roce era igual que una quemadura de hielo. No lo hacía saltar enseguida, sus terminaciones nerviosas se tomaban su tiempo para llevarle la información a su cerebro; pero cuando la sensación se aposentaba allí, ya no había nada que pudiera detenerlo. Bajaba por su espina dorsal, se demoraba en su estómago y en su vientre, y allá por donde pasaba dejaba una estela de alfileres helados. Al menos, esa era la única forma que tenía de describirlo... Y lo peor era que perduraba, aumentando de intensidad si el toque persistía, pero perforándolo incluso después de que la piel o el cabello invasores se retiraran. No importaba lo rápido que se apartara, no importaba cuánto aullara en su mente, suplicando que parara, que el contacto se había roto, que ya no lo haría nunca más... Se dobló sobre sí mismo, sujetándose el estómago.

Por su parte, la chica tampoco estaba pasándoselo en grande. Rozar aquella piel producía el mismo efecto que recibir una descarga eléctrica de otra persona, algo de lo que había oído hablar pero que nunca había experimentado ella misma. Retiró la mano, rápida como un resorte.




-¿Qué estás haciendo, Mick?




Mìcheal no pudo volverse; Olivia sí lo hizo, y se topó con aquel tipo grande y atractivo vestido con el traje gris que, ignorándola, caminó hacia el rubio y lo tomó por la cintura, obligándolo a enderezarse, y se lo llevó de allí. Ella tiró el cigarrillo sin terminárselo y corrió escaleras abajo. Tíos raros...







***







-Ah... O-Owen, por... por favor... no me... ugh... Tócamela... por favor...




La enorme cama de su apartamento era lo único que se salía de lo corriente entre los espartanos muebles. Tenía una base muy firme y un cabecero de barras de metal, y era perfecta para moverse con brusquedad y para practicar ciertos jueguecitos.

Normalmente eran esposas acolchadas, pero aquella noche había sido cuero; una larga ristra de pequeñas tiras de cuero que se sujetaban a las muñequeras con mosquetones metálicos a resorte. No le gustaba usarlas, le causaban rozaduras si él se revolvía con demasiada fuerza, pero no estaba de muy buen humor. Y cuando no estaba de muy buen humor, no le hacía tantos ascos a dejar un par de marcas.

Mìcheal yacía boca abajo, con el rostro hundido sobre el colchón. Faulkner había arrastrado sus caderas hacia atrás y las había alzado ligeramente, con lo que sus brazos habían quedado extendidos, tirantes, a ambos lados de su cabeza. Sus dedos se agarraban, los nudillos blancos como el hueso, a las correas de cuero que lo sujetaban. Los del la mano izquierda del abogado subieron a meterse en su boca para evitar que hablara y la saliva, que amenazaba con desbordarse, los empapó; cuando notó que la lengua se revolvía en torno a ellos, apretó con más fuerza, hasta que lo único que consiguió volver a cruzar aquellos labios fueron quejidos inarticulados.

Se había instalado entre sus piernas, que había separado rudamente con las rodillas, y se había sumergido muy dentro de él. Siempre había estado bien dotado, si bien tres años de sexo habían cincelado la forma de su aparato dentro del joven, tanto en su boca como entre sus nalgas. Los dedos de su mano libre estaban clavados en el lado expuesto de la ingle de su pareja, muy cerca de su pene hinchado y húmedo, pero sin tocarlo. Dejaban profundas huellas en la carne, que cedía blandamente a su presión.

Su polla, hundida hasta las cachas, abandonó de súbito el túnel en el que se había abierto camino, hasta que la resbaladiza cabeza asomó entre las estrechas paredes, y luego volvió a penetrar como un ariete, con un golpe que restalló igual que un latigazo. Mìcheal volvió a gemir. Por el rabillo del ojo Owen percibió cómo la piel de sus nalgas enrojecía notablemente; sus dedos apretaron aún más, inconscientemente, pintando círculos blancos en la superficie rosada.




-Te dije que volvieras pronto, y tengo que ir... -latigazo; nuevo gemido- a buscarte, y te encuentro intentando sobar... -nuevo latigazo, y de nuevo aquel sonido tan extrañamente satisfactorio a sus oídos- a una de aquellas fulanas. No sé que me decepciona más: que intentes engañarme... -otro golpe; Faulkner continuó su discurso así, y a cada pausa, su arma perforaba de la manera más brusca- o que seas tan estúpido. Si tanto te gusta el dolor... no hay necesidad de que busques fuera de casa...




Al contacto con el aire, el lubricante comenzó a perder su eficacia, pero el abogado no se molestó en reemplazarlo. Continuaron las embestidas, hasta que el cerebro del más joven comenzó a enviarle mensajes confusos que mezclaban inseparablemente el deleite y la agonía. Deseaba correrse más que nada, solo que aquella mano despiadada no le proporcionaba ni una caricia, y aquella manera de follárselo no hacía más que llevarlo hasta en borde sin proporcionarle el empuje final. Trató de girarse y que su entrepierna recibiera, al menos, el roce del colchón, pero Faulkner lo sujetó, implacable, en aquella posición.




-¿Para qué quieres una chica, Mick? No creo... que se te levante siquiera. Después de todo este tiempo, sabes que yo... soy lo que necesitas. -Apretó los dientes; también a él estaba comenzando a resultarle molesto-. ¿Esto es lo que quieres?




Los dedos se cerraron sobre el glande del joven rubio, que se estremeció y comenzó a respirar más ruidosamente. Pero justo cuando estaba a punto de dispararse, la mano bajó a la base del rígido miembro y apretó con fuerza, interrumpiendo su orgasmo. Mìcheal casi gimoteó: era la segunda vez que se lo hacía aquella noche. Conocía muy bien su cuerpo, sabía leer sus gemidos, sus sacudidas. El hombre de cabellos castaños se inmovilizó dentro de él, y cuando juzgó que su pene había vuelto al estado de dolorosa excitación, lo soltó y apartó la mano. Retiró también los dedos de su boca, dejando un hilo de saliva tras de sí que resbaló por la barbilla del joven. Las muñecas ligadas tiraron con fuerza, intentando liberarse. Sacudió las caderas, pero la presa que las sujetaba era demasiado fuerte. Jadeó, desesperado.




-Por favor, Owen... déjame... ah... correrme... ya no puedo...




-Claro, Mick. Pero antes... -los dedos del abogado se clavaron sobre su nalga, amasándola, exponiendo aún más una abertura que ya estaba llena de él- tendrás que prometerme que nunca más intentarás tocar a nadie, solo a mí. -Empujó con más fuerza, aunque ya no había forma humana de que aquello penetrara más adentro. El joven soltó un quejido al notar aquel gran cuerpo echándose completamente sobre él y aquellos labios pronunciando claramente, junto a su oído- Prométemelo, Mick.




-Te... te lo prometo, Owen, no volveré a intentarlo, pero...




-Y ahora suplícame. Suplícame qué es lo que quieres que haga contigo. -Los dedos rozaron sus testículos y la base de su miembro, pero no lo suficiente para que resultara placentero-. Suplícamelo.




-Te lo suplico... haz que me corra... por favor...




Los dientes de Faulkner se cerraron sobre el lóbulo de su oreja, sin llegar a hacerlo sangrar. La mano izquierda, aún húmeda de su saliva, subió y se entrelazó con la que estaba atada al cabecero, y la derecha rodeó suavemente su erección. Mìcheal intentó empujar dentro de ella, algo que le resultaba difícil con aquella pesada torre musculosa aprisionándolo. El abogado reanudó los vaivenes, ahora más rápido. También estaba a punto, y aún más cuando escuchó los agudos gemidos que brotaban de sus labios, ahora de placer. No quería que alcanzara el clímax antes; mantuvo los dedos laxos alrededor de su miembro mientras entraba y salía, aumentando el ritmo, hasta que disparó su carga de esperma dentro de él, con un suspiro ardiente cuya calidez bañó sus cabellos rubios. Mientras aquella polla aún bombeaba dentro de sus apretadas paredes, la mano sujetó con más firmeza la del joven y la frotó con intensidad, desde la base hasta la hendidura de su extremo, exprimiendo hasta las últimas gotas de líquido preseminal. Mìcheal ahogó un grito, y el anhelado orgasmo lo sacudió, proyectándose con violencia sobre su estómago en tanto que el dedo pulgar de su pareja aún acariciaba ambas mitades de su hinchada cabeza; no pudo dejar de gemir y estremecerse durante los largos segundos que se prolongó su placer.

Los latidos cesaron, y Faulkner retiró la mano con suavidad. El cuerpo de su amante se había quedado flojo, sin fuerzas; las manos atadas ya no se agarraban al cuero, sino que colgaban inertes. Parecía que había quedado reducido al estado de un pajarillo desmadejado que luchaba para hacer entrar el aire en sus pulmones... El hombre de más edad lo besó en el cuello mientras salía gentilmente de él, y se irguió sobre sus rodillas, tomando un alambre de la mesita que sirviera para apretar el resorte que abría los mosquetones de las muñequeras. Entonces sonó el móvil.

No era el móvil de su trabajo; se cuidaba bien de ponerlo en silencio durante aquellas sesiones. Era el otro móvil, el que nunca podía permitirse desconectar. Mìcheal sabía que debería responder, pero aun así, el abogado liberó sus muñecas antes de hacerlo, rozándolas levemente con sus labios al retirar las tiras de cuero, y lo besó suavemente en la boca.




-¿Sí? ¿Jaleesa?




Jaleesa era la asistente de Faulkner, y también uno de ellos. Era muy raro que usaran aquella línea fuera de los Días Marcados. En cualquier caso, el joven rubio se las arregló para incorporarse, echó mano de una caja de pañuelos de papel y luego caminó lentamente hasta la ventana, deseoso de echarse un pitillo.

El fresco aire de la noche bañó agradablemente sus sienes cubiertas de sudor. Mìcheal se apoyó sobre el alféizar y disfrutó los momentos de tregua; todavía le temblaban las piernas.

Él mismo no acababa de comprender por qué le gustaba aquello. Owen nunca había sido un mal amante; no tenía con quién compararlo, pero si correrse como una bestia una y otra vez era la señal de que te lo estaban haciendo bien, entonces era que a él siempre se lo habían estado haciendo muy bien.

Pero con el paso del tiempo, el placer había dejado de ser suficiente. Siempre estaba ahí, pero le producía ansiedad, desasosiego... la sensación de estar en una jaula con la puerta abierta que hacía que sus ojos se escaparan hacia la incitadora abertura, preguntándose si debía intentar cruzarla. No sabía cómo explicarlo, salvo que lo hacía sentir culpable, deudor de un precio que tarde o temprano tendría que pagar.

El dolor, las ligaduras y el cansancio tenían un efecto curioso sobre él. Lo excitaban y le procuraban una paradójica paz de espíritu que los colchones blandos y las caricias no podían conseguir. Miraba hacia la puerta de la jaula y la veía bien cerrada, sin ninguna posibilidad de huida, y aquello lo reconfortaba. Estaba donde debía estar; el dolor era real, era un ancla firme y segura. El dolor hacía que no necesitara pensar.

Al principio Owen se había negado. No le iban aquellas cosas: todo lo que quería era estar encima de él, dentro de él, de aquella forma suya intensa, pero sin complicaciones. ¿Atarlo a la cama? ¿A la ducha? ¿Qué clase de psicópata se creía que era?

Mìcheal había insistido tanto que al final había cedido. Era un juego, las primeras veces; apenas unos pañuelos de seda rodeando blandamente sus muñecas; unos movimientos más bruscos mientras lo penetraba; un mordisco ocasional, en alguna zona discreta...

Más adelante, el joven había aumentado sus exigencias. Y a su amante le había resultado más y más fácil seguirle la corriente, sobre todo los días en los que se las arreglaba para ponerlo de mal humor. No es que lo hiciera a posta, pero bienvenidos fueran, porque luego disfrutaba las consecuencias. Después le provocaban el remordimiento de ver a Owen sumido en su propio sentimiento de culpabilidad... Era un círculo extraño y en cierta forma enfermizo. Aunque había dos cosas con las que él nunca transigía: jamás utilizaba consoladores -decía que creía estar suficientemente armado para complacerlo- y nunca le dejaba marcas comprometedoras; aducía que sería tentar al destino, considerando lo mucho que Mìcheal se dejaba ver sin camisa.




-¿Cuándo dejarás de fumar, Mick? -El abogado había colgado y se había acercado silenciosamente a su compañero, mirándolo con desaprobación.




-¿Y qué más da? -respondió el más joven, dando una profunda chupada-. No es que me vaya a matar el cáncer, ¿verdad, Owen?




-A mí si me da, mi lengua también entra en esa boca tuya.




-¿Qué quería Jaleesa? -lo cortó el rubio, para no discutir.




-Oh, eso; al parecer uno de los Grises estaba rondando la casa de Davenport. Me temo que nuestro próximo objetivo ha dejado de ser un secreto, y tendré que vigilarlo estrechamente hasta que madure, o me arriesgaré a perderlo. Tal y como están las cosas, no puedo permitírmelo.




-¿Cómo es, ese Davenport?




-El sábado lo verás -respondió el abogado, con voz tensa.




-Ah, sí...




Una chispa de excitación encendió los ojos de Munro. El sábado, el próximo Día Marcado, en el que Faulkner lo dejaría salir con él por vez primera... Ansioso, aspiró el humo con fruición, antes de que su compañero le quitara el cigarrillo de las manos, lo aplastara contra en vidrio y rodeara su cintura con los brazos.




-Deja eso, Mick, yo no he terminado contigo... Espero que no habrá más interrupciones, así que, ¿qué tal si pasamos al segundo asalto? -Hundió el rostro en su cuello y lo mordisqueó. El joven gruñó suavemente, con una sonrisa.




-¿Qué tienes en mente? ¿Atarme las muñecas a los tobillos? ¿Una buena mordaza y una venda? ¿Has encontrado, al fin, un consolador que sea más grande que tu p...?




No lo dejó terminar; se lo cargó al hombro, lo lanzó contra la cama y se echó encima de él, mirándolo fijamente.




-Haremos el amor, simple, lisa y llanamente, Mick. Nada más que eso. -Su índice presionó los labios que estaban a punto de lanzar una queja-. Y te gustará. Pero antes... habrá que despertar a tu amiguito, que se ha amodorrado...




Su boca tomó el lugar del dedo, besando y lamiendo aquellos arcos rosados. Bajó por su barbilla a lo largo de su cuello, deteniéndose a conciencia en la escotadura, y continuó su camino entre los pectorales hasta su ombligo, donde también se tomó su tiempo antes de aposentarse en su pubis rasurado. Lo volvía loco pasar la lengua por toda la piel lisa y sin vello de su cuerpo, incluidos los huecos de sus axilas. Depilarse no era algo que hiciera especialmente feliz a Mìcheal, pero aun así, transigía con ello. Tenía sus consecuencias positivas, después de todo...

Owen rodeó provocativamente su miembro y bajó hasta sus testículos, que besó, acarició y mordisqueó antes de prestar su atención al amiguito que dormitaba. Deslizó la lengua por toda la cara inferior hasta el surco en el que desembocaba su pequeña abertura y lo lamió. Tenía ese sabor que lo excitaba tanto, que le recordaba que ya lo había hecho correrse y que lo impulsaba a volver por más... Hizo desaparecer poco a poco la blanda carne en su boca.

El joven miró hacia abajo, a la cabeza de cabellos castaños que subía y bajaba sobre su entrepierna. Notó cómo se aceleraba su respiración; era estimulante, cierto, pero nunca estaba de más un empujoncito extra... Estiró los brazos, a ciegas, hasta que encontró las tiras de cuero que aún colgaban del cabecero; las sujetó con fuerza y dio una vuelta alrededor de sus muñecas, usándolas después para impulsarse dentro de aquella dominante boca. Oh... oh, sí... Ya estoy de nuevo a punto...

Faulkner se paró de repente y alzó la vista a las manos de su pareja. Al verlas de nuevo enrolladas en las ligaduras frunció el ceño; tiró de ellas hasta soltarlas, las atrapó sobre la aureola de cabellos rubios que rodeaba el rostro de Mìcheal y las entrelazó con las suyas. El más joven se atrevió a fijar sus ojos aguamarina en el gris brillante de aquella mirada tan hipnotizadora que escrutaba sus facciones. Separó las piernas y rodeó con ellas las musculosas caderas.

El joven Munro no volvió a hacer trampas. Sus brazos se deslizaron sobre los costados de su amante y acariciaron su ancha espalda. Sus dedos índices trazaron las líneas de las dos cicatrices perfectamente simétricas que Faulkner tenía junto a sus omóplatos.




            
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