A las siete de la
mañana comenzaba el típico y constante fluir de gente que
abandonaba sus casas y tomaba sus vehículos o corría a la boca de
metro más cercana para acudir al trabajo. Eran apenas doscientos
metros, pero una carrera a tiempo te podía librar de los vagones
abarrotados que llegaban del la zona noroeste. Salvo en aquellas
horas en las que todos colonizaban tácitamente las calles, era un
vecindario relativamente tranquilo. Árboles y setos bajos a lo largo
de la carretera; un parque con área infantil al girar la esquina; un
supermercado, un banco y media docena de tiendas de móviles...
abundante, notorio y glorioso aburrimiento.
Estaba bastante al
norte, a un número indecente de paradas del centro, y no era,
precisamente, la parte más elegante de la ciudad. Edificios de
apartamentos se mezclaban con algunas casas, aunque no solían pasar
de las tres plantas. Los arquitectos parecían haberse puesto de
acuerdo en que los frentes de balcones corridos separados con
mamparas darían carácter a aquella calle, Dios sabría por qué. En
cierta ocasión alguien tuvo la feliz idea de desprender los números
de toda una fila de aquellas construcciones, y la confusión reinó
entre los visitantes durante el tiempo que se tomaron en
reemplazarlos. Deberían haberse dado cuenta de que el truco, como
bien sabían los locales, era guiarse por los colores de las
mamparas.
El verano estaba
próximo, y las mañanas eran milagrosamente suaves. Tal vez por eso
a una figura le importaba poco mostrarse muy escasa de ropa en uno de
aquellos balcones, encajados entre marcos de acero con cristales
armados.
La figura era
claramente masculina, como atestiguaba la única prenda que llevaba,
sus bóxers ajustados negros: alrededor de un metro ochenta; cuerpo
esbelto, bajo cuya piel clara y sin vello se marcaban los músculos
que el ejercicio había desarrollado; cabello rubio y desordenado,
largo hasta más allá de los hombros; facciones regulares que
habrían complacido sobradamente a Da Vinci. Se reclinaba contra la
barandilla de piedra y se entretenía en contemplar a sus vecinos
mientras apretaban el paso calle abajo o salían pitando con sus
motocicletas.
El joven sacó un
cigarrillo del paquete que había colocado en precario equilibrio
junto a él, le propinó un par de golpecitos contra la piedra y lo
encendió, saboreando con ansia las primeras caladas de la mañana.
Corría una ligera brisa que movía las cortinas al otro lado de la
puerta corredera, y las baldosas de piedra aún estaban heladas bajo
sus pies desnudos. Se estremeció, pero su cerebro ni siquiera
registró el frío, ocupado como estaba en observar a la gente allá
abajo. Se le antojaban una gigantesca colonia de hormigas atareadas,
una fila de oscuras obreras que parecían encontrar el camino a base
de seguir el rastro de quienes las precedían. Él, en cambio, tenía
todo el tiempo del mundo para hacer lo que quisiera. Podía tomar un
desayuno de varios platos, estilo hobbit,
o salir a dar un paseo, o volverse a la cama, si le venía en gana, y
dormir unas pocas horas más. Rió para sus adentros; rió, y
mientras lo hacía, ignoró la pequeña y habitual punzada de
amargura.
Apuró el
cigarrillo, arrojó la colilla al suelo y encendió otro. No, el plan
del desayuno grandioso quedaba descartado, el frigorífico estaba
vacío. Tendría que bajar al café y hacer una visita al
supermercado antes de ir al gimnasio; o tal vez podría quedarse en
casa, pedir comida por teléfono y saltarse la clase de esgrima... y
con eso serían tres seguidas. O mucho se equivocaba, o alguien
vendría
pronto y lo obligaría a acudir a punta de espada... Interesante
metáfora, se dijo el chico, tanto en el sentido normal como en el
ligeramente pervertido. Salvo que en ninguno de los dos casos era una
metáfora.
Se dio la vuelta y
sus ojos pasaron revista a la porción de salón que se veía a
través de la puerta. Estaba bastante desordenado, ya que ayer no se
había dignado a abrir la puerta al servicio de limpieza. Más le
valía quitar de en medio las cajas vacías de pizza, las latas de
refresco, la ropa de las sillas, la guitarra y, sobre todo, los
ceniceros llenos de colillas. Esperaba que las ventanas abiertas se
hubieran encargado de ventilar convenientemente la habitación.
La guitarra.
Aquellos últimos tres días habían sido intensos, probando la nueva
Carvin que él le había regalado. No entendía mucho de guitarras,
pero aquella sonaba increíblemente mejor que cualquier otra que
hubiera tocado. Si no fuera por el color... Era un azul demasiado
llamativo, y se había tenido que morder el labio al oír su
confesión de que lo había elegido porque le recordaba a sus ojos;
con aquello había agotado su cupo de cursilería para los próximos
veinte años. Había estado tentado de pedirle que la cambiara, pero
al cotillear en Internet y ver lo que había pagado por ella, se
había quedado lívido. Cualquier protesta habría resultado
mezquina, así que se la había quedado. Ya no recordaba dónde había
dejado los auriculares: tres gloriosos días escuchando directamente
el sonido que salía del amplificador, sin salir de casa, encargando
comida para llevar... Aquella noche incluso se había quedado dormido
en el sofá.
-Así da gusto
levantarse temprano y salir a ver las vistas.
El chico volvió la
cabeza a su derecha, sorprendido. Ah, aquel era su vecino, Evan, que
se las había arreglado para salir al balcón sin que lo notara. Esa
manía suya de abstraerse... Evan Torres vivía en el apartamento de
al lado desde que sus anteriores ocupantes lo habían dejado vacío,
con veladas alusiones a los molestos
ruidos que
su joven vecino era aparentemente tan aficionado a causar. Era un
joven de unos veinticinco años, diseñador gráfico, y solía
trabajar en casa. Alto, delgado, moreno, piel y ojos oscuros...
atractivo, tras los cristales de sus modernas gafas de pasta. Gay;
se lo había confesado tras oírlo enzarzado en la cama, o más bien
en el sofá del salón. Y bebía los vientos por él, de eso no cabía
duda. Su cabeza asomaba tras la mampara de cristal y era evidente que
pasaba revista a las abundantes partes expuestas de su anatomía, y
que su imaginación suplía con creces las que estaban cubiertas con
la ajustada prenda negra. En aquel momento no podía decidir si sus
ojos estaban fijos en su entrepierna o en el pequeño bordado de un
tigre que decoraba la cintura elástica de su ropa interior. No es
que le importara, en realidad; le resultaba halagador que se fijaran
en él, y Evan era una joya de vecino. Soportaba estoicamente sus
molestos
ruidos,
incluyendo los últimos días de aporrear la guitarra; de hecho había
venido a verlo tocar, con una bolsa de hamburguesas y un pack
de
cervezas de importación. Flirteaba notoriamente, por más que el
chico le hubiera dejado las cosas bien claras desde el primer
momento. Torres sabía que no tenía nada que hacer, pero eso no lo
amedrentaba; probablemente era un devoto adepto a la creencia de que
la esperanza era lo último que se perdía.
Por su parte, el
joven moreno sacaba el máximo partido de ver al regalo del cielo que
era su vecino de aquella guisa. Mìcheal Munro poseía uno de
aquellos rostros que llamaban la atención donde quiera que fuese, y
que solía llevar gorro y gafas oscuras justamente para privar al
mundo de esa maravilla, así de paradójica era la vida. Pero en su
casa siempre se mostraba tan desenvuelto que valía la pena salir al
balcón y espiar a través del cristal transparente, o sacar la
cabeza aun con peligro de descoyuntarse, solo para tener una mejor
panorámica de aquel placer para los ojos. Cuando volvía la cabeza y
le lanzaba esa matadora mirada aguamarina, y le sonreía, bendecía
su suerte por haber alquilado aquel piso en el quinto pino. Ya podía
dar gracias porque su casero no se oliera lo que pensaba, pues si le
hubiera subido el alquiler al doble, con toda probabilidad lo habría
pagado para no tener que marcharse.
-Ah, hola, Evan
-saludó el joven rubio, con una de esas sonrisas-. ¿Se me oía
mucho ayer? Creo que se me fue la mano con el volumen.
-Qué va -mintió
descaradamente el aludido-. Además, me encanta oírte tocar. ¿Cómo
va tu composición?
-Composición...
-Bajó la cabeza y refugió su turbación tras una profunda calada-.
Yo no me atrevería a llamarla así. Oye, no vayas a decirle a nadie
que toco, ni nada semejante, me moriría de vergüenza. Tú eres el
único que lo escucha, y eso porque eres mi vecino, y a veces no
tengo compasión y no enchufo los auriculares.
-Tranquilo, soy una
tumba. Además, qué diablos, me siento halagado...
-Tendrías que
sentirte halagado si fuera bueno, que no es el caso.
-Pues yo creo que sí
que...
-Muchas gracias por
lo del mural -lo cortó el joven, antes de que empezara a lanzarle
cumplidos-. Ha quedado genial.
-No es nada, en
serio. Llámame cuando quieras algo más.
-Sí, hombre... Ya
te debo demasiados favores... Me gustaría darte algo a cambio, pero
digamos que doy asco con los trabajos manuales.
-Siempre bebo de
balde cuando voy al club, y allí las copas no son baratas. Seguro
que ya me has pagado mi peso en whisky de doce años.
El más joven sonrió
ampliamente, lanzó al suelo la segunda colilla y se dio la vuelta en
busca de un tercer cigarrillo. Torres aprovechó para comerse su
trasero con los ojos; estos subieron inevitablemente al único
detalle de su cuerpo que rompía ligeramente la armonía: dos
cicatrices, apenas dos discretas líneas blanquecinas, perfectamente
simétricas a ambos lados de sus omóplatos. Ya las había visto
antes, no era la primera vez que el rubio salía al balcón sin
camisa. No eran más que una mancha blanca sobre un fondo blanco, y
aun así...
-¿Cómo te hiciste
eso? -preguntó, mientras su vecino hacía chasquear el encendedor.
-¿El qué?
-Las cicatrices de
la espalda.
El chico se puso
rígido. Apenas fue un segundo, pero el joven de las gafas notó que
la pregunta lo había tomado por sorpresa y no le había resultado
agradable. Se tomó su tiempo para responder, aspirando el pitillo
con tanta decisión que parecía que daba la impresión de querer
terminárselo en un par de caladas. Y entonces alguien cruzó la
puerta corredera.
El recién llegado
era, a su modo, tan llamativo como el joven Munro; alto e imponente,
de los que agotaban el espacio de cualquier habitación a la que
entraran; uno de esos hombres que sacudían los instintos primarios
de las mujeres e implantaban en su cerebro la idea de que era el
momento de ponerse a procrear, con la certeza que no encontrarían
mejor materia prima... Si Evan Torres se hubiera planteado cuál era
su tipo, debería ser aquel, sin duda. En alguna ocasión se había
atrevido a fantasear, excitándose con solo pensar cómo sería
quedarse sin respiración, atrapado bajo aquel cuerpo increíble.
Pero las miradas que solía lanzarle eran tan asesinas que bastaba el
mero recuerdo para ahuyentar cualquier pensamiento impuro, o para
agarrotarle los dedos de la mano en mitad de la faena
a su salud.
Aquel era el tipo que tenía los derechos exclusivos para hacer
gritar a su delicioso vecino.
Owen Faulkner era un
producto de gimnasio de casi dos metros, cuyos anchos hombros hacían
juego con su notoria altura. Su cabello castaño estaba recién
cortado y pulcramente peinado hacia atrás; hacía poco que se había
puesto en manos de un estilista, a juzgar por la manicura de sus
manos. Su frente era alta y sus cejas daban aún más carácter a
unos ojos grises como el acero, y cortantes como las esquinas de su
poderosa mandíbula. Vestía un impecable y moderno traje gris que se
ajustaba perfectamente a su cuerpo y llevaba corbata de seda y
zapatos de piel gris marengo, algo extravagantes aunque dentro de los
límites de la elegancia. Tenía veintiocho años y todo él
proclamaba que su profesión debía ser algo fuera de los corriente:
modelo, actor, o esposo florero de millonaria cincuentona bien
conservada. Pero la verdad era que Faulkner era abogado; en defensa
de las apariencias, y para ser justos, era un abogado de artistas.
En aquel momento
tenía los ojos reprobatoriamente clavados en la silueta ligera de
ropa de su pareja. Su mirada no tardó en desviarse hacia su vecino
moreno, cuya figura se recortaba claramente tras la mampara de
cristal transparente. Ante aquel objeto tuvo que reprimir un gruñido:
cómo se las había arreglado el joven para romper uno de los
cristales armados seguía siendo un misterio. Pero el necio de la
historia había sido él, que lo había dejado ocuparse de la
reparación en lugar de hacerse cargo personalmente; y en vez de
sustituirlo por una de aquellas gruesas placas esmeriladas que se
alineaban en la fachada, había dejado que colocaran aquel vidrio
transparente que no ofrecía mucha seguridad, y definitivamente
ninguna intimidad. El chico era muy dejado en lo que se refería a
los aspectos prácticos de la vida.
-Owen... -se asombró
el joven rubio-. Creí que llegarías más tarde...
-Hola, Mick. Pensé
en darte una sorpresa de camino al despacho.
Faulkner se acercó
a su compañero, que apartaba el cigarrillo y estiraba el cuello para
responder al beso que sabía que recibiría. Había una tercera
persona y deseaba escapar con un ligero roce, pero el abogado tenía
sus propias ideas; rodeó con sus brazos los costados del más joven,
lo apretó contra sí y se inclinó sobre sus labios en un beso voraz
y concienzudo, forzándolo a separarlos para deslizar la legua de
manera bien visible entre ellos. La típica manera de marcar su
territorio. El chico lo dejó hacer, no sin cierto embarazo; por otro
lado, tenía que reconocer que sus besos resultaban intoxicantes...
Unos segundos más y comenzarían a temblarle las piernas, así que
intentó apartarse poco a poco, bajando la cabeza y empujando
suavemente sus hombros. Cuando juzgó que ya había causado el efecto
deseado, Faulkner se lo permitió.
-Qué hay, Torres
-dijo con desgana, sin entonación-. Si no te importa, volvemos
adentro, tenemos cosas de qué hablar.
Y dejando al
chasqueado vecino al otro lado del vidrio, tiró del joven rubio
hasta el salón y cerró la puerta tras ellos.
-¿A dónde vas?
-preguntó el más alto, sujetando al chico que pretendía abandonar
la habitación.
-A lavarme los
dientes, he estado...
No lo dejó
terminar. Sus labios se cerraron de nuevo sobre los arcos rosados del
joven, y entonces no buscaba alardear de su propiedad, sino que
mostraba un interés genuino en volver a saborear una boca que no
había probado en días. Sus manos se hundieron en sus rebeldes
cabellos rubios, intentando domarlos.
Mìcheal se dejó
llevar, disfrutando del beso. Durante la ausencia de su pareja no
había tocado a nadie más y él siempre añoraba el contacto de otra
piel sobre la suya... y aquella era la única que había conocido.
Sus brazos enlazaron a su amante bajo la chaqueta, pero la fina tela
le estorbaba, así que deslizó los dedos dentro de la cintura de sus
pantalones, tirando suavemente.
-Para... -pidió
Faulkner, dejando escapar su lengua con reluctancia-. Tengo que
marcharme en seguida. ¿Quieres que llegue al despacho con el mástil
enarbolando la bandera?
-Dios Salve a la
Reina... -canturreó Munro, echando mano de la hebilla de su
cinturón.
-No. Para -ordenó,
sujetando sus hombros con fuerza. Su voz era firme, aunque era
evidente que no le habría disgustado permitirle que siguiera-. Esta
noche tengo tiempo para nosotros. Dios, Mick, ¿llevas horas fumando,
o qué?
-Te dije que debía
lavarme los dientes -respondió el rubio, ligeramente frustrado.
-Y evidentemente has
estado fumando en el piso todo este tiempo. Apesta a tabaco...
mierda, mira esos ceniceros. Te he dicho mil veces que no fumes
dentro, es igual que hundir el morro en una montaña de cenizas...
El joven se liberó
de sus brazos, puesto que no iba a catarlos; se recogió los largos
mechones tras las orejas y tomó los sobrecargados ceniceros sin
decir palabra, dejando caer algunas colillas. El hombre de cabellos
castaños le lanzó una mirada oblicua bajo el ceño fruncido.
-¿Tienes que salir
así al balcón? ¿Quedará alguien que no te haya visto en ropa
interior? Parece que disfrutas poniendo cachondo al personal,
incluido ese vecino tuyo cuatro-ojos.
-Te puede oír...
-Que me oiga.
Siempre espiando al otro lado del cristal, lo que no pasaría tan a
menudo si salieras vestido como es debido, y no...
-¿Qué más te da,
Owen? No va a ponerme las manos encima. -Aquella era la respuesta
para todo de Mìcheal-. Además, lo único que hago es mostrarle al
mundo la increíble colección de gayumbos que estoy reuniendo,
gracias a ti.
El joven se metió
en la cocina. Su compañero suspiró; resultaba difícil de confesar,
pero era cierto que era aficionado a regalarle ropa interior. Dada la
manía del chico de no usar cinturones, con el pretexto de que le
resultaban incómodos, las cinturas de sus pantalones siempre
acababan revelando más de lo que debieran. Si aquel iba a ser el
caso, al menos se ocuparía de que también vistiera con clase ahí
abajo, y no con esos horrores baratos de mercadillo que él solía
llevar con tanta indiferencia.
Miró a su
alrededor. La casa era un desastre, y no esperaba menos. Siempre
hacía lo mismo cuando que se quedaba solo: fumaba, comía cualquier
cosa y escuchaba o tocaba música. Sus ojos se posaron en la flamante
guitarra nueva. Al menos, pensó, le había gustado. Una sonrisa
aleteó en sus labios. Cogió las grandes cajas vacías y comenzó a
apilar basura sobre ellas.
Faulkner era un
joven abogado brillante, como lo había sido su padre antes de aquel
accidente de coche que le había costado la vida. Faulkner padre se
había ocupado de los asuntos legales de la empresa de inversiones de
la familia, y el puesto había sido heredado por su hijo mayor. El
dinero nunca les había faltado; si Owen hubiera querido, habría
podido vivir una vida despreocupada a costa de la cartera de su
fallecido padre. Pero el joven era ambicioso y había decidido seguir
la tradición, aunque sus intereses se habían encaminado a un
sector, el artístico, que rozaba lo bohemio... o, al menos, esa era
la anticuada opinión de sus conservadores parientes. Todos sus
clientes estaban relacionados con la música y el espectáculo, de un
modo u otro. Bien; no era un delito, que él supiera, y el dinero era
dinero, viniera de donde viniese. De todas maneras, apenas se hablaba
con su familia.
Puede que Owen
Faulkner no tuviera tantos años de experiencia como sus colegas,
pero era inteligente, tenía un inmenso talento y una capacidad de
persuasión sin límites. Probablemente era esto último lo que lo
había ayudado a abrir su propio despacho, con dos asociados y en
vías de cazar a un tercero. Poseía un apartamento grande y lujoso
en la zona centro, un Porsche que apenas salía del garaje y una
cuente corriente tan abultada como para echarse a dormir sobre ella.
Y he aquí que tenía que recorrerse media ciudad, hasta este barrio
perdido de la mano del Creador, para poder ver a su amante de
diecinueve años que rehusaba vivir con él, pero tampoco aceptaba un
piso en un área más céntrica y más cara. Era para volverse loco.
Y él, haciendo gala de esa locura recién adquirida, seguía
accediendo a ello. Su mente continuaba acallando la pequeña voz
interior que susurraba culpabilidad, y se engañaba con la quimera de
su propia magnanimidad. Después
de todo, se
decía, es
la única cosa seria que me ha pedido, y comprendo que quiera una
cierta independencia. Además, el club está a medio camino, y se
pasa allí la mitad de las noches. Y además... es muy cierto que no
tengo que preocuparme, nadie le va a poner las manos encima. Le
dejaré que juegue a ser adulto durante algún tiempo más; al final,
acabará cansándose de vivir solo y vendrá conmigo a casa.
El abogado acarreó
los desperdicios hasta la cocina, donde Mìcheal terminaba de lavar
los ceniceros. En contraste con el resto del apartamento, aquella
pieza estaba impoluta; quizás un tanto polvorienta por la falta de
uso. El joven le daba la espalda, inclinado sobre el fregadero.
-¿Qué tal el
viaje? -preguntó, emprendiéndola con algunos vasos.
-Exasperante. Ese
niñato drogata no tuvo suficiente con meterse en la cama de una
chica que resultó tener unos pocos de años menos de los que decía:
tuvo que hacerlo, además, en Suecia. Joder, hace dos años que no
toco la vía penal, y ya tiene una abogada sueca. Podrían haberme
ahorrado la paliza.
-¿Y por qué fuiste
tú? Podría haberlo hecho uno de tus asociados.
-Porque es uno de
los de Finisatron, la productora musical, y el presidente me pidió
que le hiciera el favor, con lágrimas en sus grandes ojos de pescado
muerto. -Acercándose a aquella espalda desnuda y desprotegida,
Faulkner acarició lentamente uno de los omóplatos y lo besó-.
Probablemente quería que me asegurara de que el tipo no se iba a
tirar también a su abogada sueca; menos mal que esta, al menos, es
mayor de edad. -Su dedo índice trazó suavemente el surco de la
cicatriz que lo flanqueaba-. Lo más importante es que no coincidía
con ningún Día Marcado, o de lo contrario sí que los habría
mandado a paseo. ¿Me has echado de menos? -Su lengua sustituyó al
dedo; Mìcheal tembló.
-Si... si no vas a
terminar lo que empieces, es mejor... que pares...
-¿Por qué?
Mientras no me empalme yo, no hay problema. Quiero dejarte un
recuerdo mío hasta esta noche.
La mano del alto
abogado se deslizó sobre el algodón negro hasta la ingle del más
joven. Sí: allí estaba el recuerdo, bien rígido sobre su bajo
vientre. Sus dedos lo rozaron juguetonamente, con satisfacción.
-Esta noche me
encargaré a conciencia de pagarte todos los atrasos de los días que
he estado fuera -susurró junto a su oído, los cabellos rubios
cosquilleando en su nariz-. Vaya... me temo que va a ser un día muy
largo... -Los sensuales labios se cerraron alrededor del lóbulo de
la oreja, mordisqueándolo-. No veo la hora...
-Esta noche voy al
club... -La boca de Faulkner se paralizó de sopetón-. He estado
encerrado en Casa desde el lunes, y uno de los bailarines no puede ir
y yo he prometido que no faltaría... No querrás que decepcione a
Toller...
-Que le den a
Toller. Lo llamaré y le diré que se busque a otro.
-No. Tengo que ir.
Ya sé lo que opinas de todo eso, pero es lo único que hago y no
quiero ser informal. Además, el sábado es un Día Marcado y no
podré...
El abogado espiró
profundamente y se enderezó, apartándose.
-De acuerdo. Pero no
te quedarás hasta muy tarde; no me hagas ir a sacarte a rastras...
pues te aseguro que hoy lo haría. Y procura no agotarte, no creas
que voy a ofrecerte compasión. -Rió entre dientes.
-No espero ni quiero
ninguna. -Mìcheal también sonrió con malicia.
Faulkner lo miró
fijamente, con un matiz de preocupación en sus ojos grises.
-En el salón he
dejado una bolsa de comida casera -continuó al fin-. Y después irás
a clase de esgrima. Sabes que no se trata de ningún juego, Mick.
Ah, pensó
el joven, ya
se ha enterado. Ya tardaba en dejármelo caer.
-Sí, Owen.
-Debo irme, o
llegaré tarde. Si no vivieras en el culo del mundo, no tendría que
correr tanto.
También estaba
tardando en dejarme caer eso.
Mìcheal no dijo nada, pero pescó un cigarrillo y un mechero y
acompañó a su pareja hasta la entrada. El recibidor era amplio y
vacío; una ancha pared blanca era lo primero con lo que los
visitantes se topaban cuando atravesaban la puerta y la reja de
barrotes negros adicional que el abogado se había empeñado en
instalar. Siempre solía estar en penumbra, y en aquella oscuridad
Faulkner se inclinó hacia su compañero y lo besó, antes de apretar
el botón que abría la reja con un zumbido. Mick encendió el
cigarrillo, y sus grandes ojos azules se iluminaron al recordar algo.
-Hey, Owen, mira
esto.
Presionó el
interruptor de la luz, y la pared se hizo visible. Sobre ella había
pintadas una enormes alas negras, con tal realismo y lujo de detalles
que daban ganas de acercarse a acariciar los estilizados contornos y
estudiar al detalle las nervaduras de las plumas, oscuras y
brillantes como la obsidiana.
-Te he dicho que no
quiero que fumes... -dijo el abogado automáticamente, desde el otro
lado de la reja. Al volverse y ver aquel fresco, el resto de la frase
se le quedó trabado en la garganta. Lo contempló, con el ceño
fruncido, hasta que sus ojos se volvieron al joven rubio-. ¿Quién
ha hecho eso?
-He sido yo. ¿Te
gusta? -respondió éste, tras pensárselo unos instantes.
Owen volvió a
estudiar la pared.
-No mientas, Mick.
-...Vale, ha sido
Torres. En un gesto de buena vecindad.
-No... no me hace
mucha gracia que lo dejes husmear por aquí, y menos para hacer...
eso.
Además, le das falsas esperanzas...
Volvió a dejar la
frase sin terminar, porque Mìcheal se reclinó sobre la pared, justo
en medio de las impresionantes alas; tiró el cigarrillo al suelo de
granito, extendió los brazos a ambos lados de su cuerpo, flexionó
la pierna izquierda y estiró el cuello hacia atrás. Los cabellos
rubios ocultaron parcialmente su bello rostro, aunque no lo
suficiente para disimular su amplia y desafiante sonrisa. Las líneas
de su cuerpo, apenas cubierto por su ropa interior, resaltaron con
claridad sobre aquel fondo de plumas negras.
Faulkner lo
contempló en silencio, a través de la reja de la puerta. Cómo lo
deseaba... Igual que hacía tres años, o incluso más... Empujó
inconscientemente los barrotes, pero el pestillo ya se había
cerrado, separándolo de él. Se le antojó un hermoso pájaro, como
la primera vez que lo viera después de...
Un hermoso pájaro
en una jaula.
El acero en sus ojos
brilló al endurecerse su mirada. Apretó los labios y soltó las
frías barras de metal.
-Nos veremos luego,
Mick. No tardes.
El abogado abrió la
puerta y la cerró con estruendo a sus espaldas.
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