En las primeras
horas de la madrugada del Sábado, dos figuras caminaban por la
desierta calle Ferguson & Brown, en la proximidades del puerto.
No era, ni de lejos, el barrio más recomendable de la ciudad; estaba
pobremente iluminado, porque una de las diversiones locales consistía
en hallar nuevas y creativas formas de destrozar el alumbrado; las
paredes estaban cubiertas con numerosos graffiti;
un persistente olor a urinario público flotaba en los estrechos
callejones en los que ha basura se distribuía, democráticamente,
dentro y fuera de los contenedores. Las casas eran de dos o tres
plantas en su mayoría, pero bastante viejas, y nadie consideraba la
idea de invertir en revoque o pintura; ¿para qué? A través de los
cristales de las ventanas sin cortinas se veían aún muchas
habitaciones con luz, y sus habitantes veían la televisión, jugaban
a la consola, dormitaban o se divertían discutiendo a grito pelado.
A veces, las voces podían oírse claramente desde afuera.
Era el lugar
perfecto para que alguien, o un grupo de varios alguien, surgiera
desde una esquina oscura y exigiera hasta la última moneda de lo que
llevaras encima, y podrías tener la total seguridad de que nadie
llamaría a la policía por mucho que te desgañitaras. De hecho, lo
mejor era cruzar la calle tan silencioso como fuera posible y rezar
para que nadie notara tu existencia.
Las dos figuras no
prestaban mucha atención a esa sensata máxima; sus pasos resonaban
sobre el asfalto, y el eco se magnificaba en el silencio de la noche.
Y considerando su apariencia, deberían haber sido los primeros en
temer que alguien los abordara para obtener una u otra cosa de ellos,
o al menos para burlarse de su extravagancia. Vestían idénticos
atuendos de cuero negro: un abrigo largo, reforzado y muy ceñido
hasta la cintura, con dos cremalleras disimuladas en medio del pecho
y la espalda y un amplísimo vuelo que llegaba a los tobillos; algo
largo y delgado les abultaba el costado izquierdo. Las punteras de
unas recias botas les asomaban al caminar, así como el ruedo de la
prenda que llevaban sobre los pantalones, una especie de faldón
largo del mismo color y material. La única decoración aparente la
constituían el cinturón, los puños y rebordes pespunteados y las
hebillas de las botas. La figura más baja llevaba guantes; su
compañero tenía una altura notable, que habría podido disuadir a
un posible atacante en un lugar menos pintoresco
de
la ciudad, pero no allí. Cuando cruzaron ante una de las ventanas
descubrieron el rostro aburrido de una chica pegado al cristal, y a
pesar de la mirada que aquel hombre enfundado en cuero negro le
lanzó, ella los ignoró por completo. Curioso...
Al llegar a una
casa, el alto miró descaradamente por las ventanas. No había luz en
la planta baja, pero en la parte de arriba aún había movimiento;
caminó hacia el lateral y alzó la cabeza, y confirmó que no se
equivocaba. Había una tapia a la que era fácil encaramarse, y desde
allí trepar hasta el tejado de la casa colindante, desde donde se
conseguía un buen puesto de observación de la única ventana
iluminada de esa fachada. Subió con agilidad e hizo señas a su
compañero para que lo siguiera.
El tipo de los
guantes pudo mirar tranquilamente lo que había en aquella
habitación: su ocupante era un chico de unos quince o dieciséis
años, rubio, con el pelo rizado y una ligera nube de pecas cubriendo
la piel blanca de su nariz y sus mejillas. Estaba absorto en la
consola portátil que tenía entre las manos, con una expresión de
intensa concentración en el rostro.
-Así que ese es
Davenport. Es muy joven... -susurró.
-Lo normal. Ya lo
sabes.
-Y pensar que vive
en este agujero... Bueno, no es mucho peor que donde yo vivía...
-Ya me estoy
ocupando de eso. Siente una seria pasión por el teatro que no le da
más que dolores de cabeza, con el tipo de vida que lleva. Vamos a
ofrecerle una beca en un centro de arte dramático; esos chistes que
tiene por padres ni siquiera pensarán en negarse.
A la figura de los
guantes, que no era otro que Mìcheal, se le encogió el corazón
durante un segundo. Había sido una beca para el conservatorio, en su
caso; y sí que había asistido durante más de un año, y no le
habían faltado elogios. Pero la presión había resultado excesiva y
lo había hecho abandonar; se había ceñido al programa de
entrenamiento de Faulkner y había dejado la guitarra para la
intimidad de su casa.
-¿Una actor?
Vaya... Un chico con talento. Y además, muy gua...
-Ya sé lo que vas a
decir, Mick, y tú eras más guapo. Y lo sigues siendo.
-Pero al menos
parece que lo vas a disfrutar.
Faulkner lanzó un
suspiro impaciente; no le gustaba nada el rumbo que estaba tomando la
conversación.
-Hago lo que debe
hacerse, mi deber.
-Un deber que ya lo
quisiera yo para mí... -comentó el joven, con voz suave.
-Cuatro veces en
tres años, Mick. Y sabes que, si pudiera elegir...
-Está bien, Owen,
solo bromeaba.
El extraño humor de
Munro no podía durar mucho, aquella noche era muy importante y
excitante para él: su primer Día Marcado. Después de tres años,
era la primera noche que recorría las calles junto a Faulkner. Sabía
que, hasta entonces, Jaleesa había sido su compañera habitual
durante aquellas jornadas: Jaleesa Donahue, la atractiva, eficiente y
extremadamente hábil asistente del abogado, tanto en los asuntos
mundanos como en los que se salían de lo común. Lo consideraba
mucho más que un jefe o un mentor; de eso no le cabía al joven
ninguna duda, aunque solo fuera por las miradas que recibía de ella
en las escasas ocasiones en que se encontraban, como si estuviera
acariciando la idea de desplumar a ese pájaro rubio... y retorcerle
el pescuezo. Y ahora que la había desbancado en la calle, su cálido
afecto debía
haberse incrementado hasta límites insospechados. Bien, no era su
problema. Llevaba demasiado tiempo esperando su oportunidad.
-¿Le falta mucho
para madurar? ¿Será hoy? -preguntó.
-No, no lo creo;
pero será muy pronto, y puesto que los otros están tras su pista,
no debemos quitarle los ojos de encima. No quiero que intenten alguna
jugarreta para ponerlo fuera de mi alcance. He pasado mucho tiempo
ganándome su confianza, y los próximos Días Marcados estaré ahí,
para asegurarme de que lo primero que vea cuando llegue el momento
sea yo. Por cierto, Mick, creo que es mejor que Jaleesa o cualquiera
de los demás me acompañe cuando...
-No. ¿Tres años,
Owen? Creo que ya he esperado suficiente. Estás muy equivocado si
crees que vas a volver a dejarme en casa. Mándame con otro
compañero, si quieres, pero yo también soy parte de esto...
-Jamás te dejaré
salir con alguien que no sea yo.
-Entonces tendrás
que cargar conmigo, ya que no te fías de mis habilidades.
-No es eso en
absoluto. Eres bueno, rápido y diestro; pero no podría concentrarme
sabiendo que te he expuesto al peligro bajo la tutela de alguien más.
Y en el instante en que uno de los otros ponga los ojos en ti, tu
existencia saldrá a la luz. Ya sabes que es conveniente ser
discretos respecto al tamaño de nuestras filas hasta el último
momento; me quedan pocas cartas en la manga, y tú eras una de ellas.
Pero lo peor... es que esto también te convierte en un objetivo.
¿Sabes lo duro que es para mí?
-¿Es mejor que me
quede encerrado para siempre, aguardando y rogando para que vuelvas a
casa? Seguro que los demás murmuraban cuando yo pasaba las veladas
balanceando la espada entre las cuatro paredes del gimnasio mientras
mataban a los nuestros.
-Dos bajas. Somos el
grupo con menos bajas, Mick. Somos los mejores, y ganaremos.
La voz de Faulkner
se volvió fría como un témpano; las palabras brotaron igual que
una bocanada helada que hizo que su pareja bajara la cabeza. Había
herido su orgullo, pero además lo había hecho sentirse culpable,
estaba seguro. No había tenido nada que ver con la muerte de sus
compañeros -habían sido combates limpios-, pero él siempre cargaba
con la responsabilidad, siempre se echaba esa gigantesca losa sobre
su pecho. Era un buen Alpheh,
un
gran líder; y los suyos nunca cuestionaban sus decisiones y lo
respetaban por encima de todas las cosas. Aquello había estado fuera
de lugar.
-Perdona, Owen...
yo...
-Solo me preocupo
por ti. -El abogado lo interrumpió y acarició la enguantada mano
del joven-. Mira.
Señaló a la
ventana del chico, que se abría en aquellos momentos. Davenport se
reclinó sobre el alféizar y contempló el paisaje,
con
expresión aburrida. Alzó la vista hasta donde estaban las dos
figuras y aparentemente la dejó fija en un punto junto a ellas;
Mìcheal se puso tenso.
-Tranquilo, no puede
vernos ni oírnos -observó Faulkner con calma-. Te llevará tiempo,
pero ese es uno de los dones de los Días Marcados a los que debes
acostumbrarte.
-Es... extraño...
nunca he entendido muy bien cómo funciona; ¿somos invisibles?
-No, pero las
personas no perciben nuestra presencia. Siempre intentarán volver la
cabeza a otro lado, y sus cerebros no registrarán el espacio que
ocupamos.
-¿Y las cámaras?
-Exactamente lo
mismo: girarán o dejarán de grabar.
-Vaya... menudos
ladrones de bancos podríamos llegar a ser...
-Sí, pero ese no es
el propósito de nuestras habilidades.
-Ya lo sé... No
hablaba en serio.
Volvió a fijarse en
su joven objetivo; ambos lo hicieron, en silencio. Hasta que el eco
de unos pasos les llegó, bien claro, desde la esquina; un sonido al
que el chico tampoco reaccionó...
Dos siluetas se
delinearon contra la mortecina luz de una farola superviviente.
Bastante más alta una de ellas pero, por lo demás, muy similares:
ropas ceñidas hasta la cintura, de amplio vuelo hasta los
tobillos... Caminaron hasta la ventana, alzaron las cabezas y
estudiaron a Davenport sin disimulo; el chico los ignoró.
Allá abajo dejaron
de ser una mancha oscura y sus rasgos se hicieron vagamente visibles.
Los dos tenían el cabello oscuro y llevaban uniformes de cuero muy
similares a los de Faulkner y Munro, pero de color gris.
El abogado ahogó un
juramento. No podía decir que aquel encuentro lo tomara
completamente por sorpresa: en el momento en que Jaleesa lo había
llamado para decirle que uno de los Grises rondaba al chico, la
posibilidad de que él
hubiera
vuelto había rondado su cabeza sin descanso. Había rogado para
estar equivocado pero, obviamente, sus ruegos no habían sido
escuchados. Siempre había sido una cuestión de tiempo que
regresara, y había disfrutado una tregua de tres años...
Por su parte,
Mìcheal se había puesto nervioso. Grises... ¿sería su primer Día
Marcado también el de su primera confrontación? Al menos no debería
temer la llegada de más enemigos: por tradición, solo había una
zona donde los suyos se podían enfrentar en grupos. Ah, pero aquel
tipo imponía respeto, era tan grande... tan grande como Faulkner...
Munro frunció el ceño, e incluso se inclinó para ver mejor.
Una chispa de
reconocimiento brilló en sus ojos, que se abrieron casi al doble de
su tamaño.
-Ho-Jun...
El nombre brotó de
sus labios sin que pudiera pararlo. Fue apenas un susurro, pero
suficiente para que los recién llegados volvieran la vista hacia
ellos. Munro no se fijó en el más bajo; solo podía prestar
atención a aquel atractivo rostro asiático que escrutaba la
oscuridad, intentando adivinar la identidad de las dos sombras
agazapadas en el tejado.
La mano de Faulkner,
que hasta entonces había cubierto la de su compañero, lo agarró
entonces por la muñeca y tiró de él bruscamente hasta hacer que se
pusiera de pie.
-Saludos, Jang -dijo
el abogado-. ¿Te has cansado de vagabundear?
-¿Faulkner?
-preguntó el asiático, con una voz suave y musical que no se
correspondía con su tamaño-. Debí suponer que eras tú. Si no
tienes intención de pelear, sal a la luz.
-Aquí estoy bien,
gracias. Considéralo una justa retribución por no haberte atacado
por la espalda.
-¿Qué te ocurre?
¿Tanto trabajo en el despacho te ha embotado los reflejos? Quizá
deba ser yo el que tome la iniciativa entonces...
-Ho-Jun... -repitió
el joven rubio, en voz más alta. Su compañero le propinó un nuevo
tirón del brazo, cubriéndolo parcialmente con su cuerpo; pero en
esa ocasión el asiático pudo oírlo claramente. Abrió la boca y
sus cejas se fruncieron.
-¿Mìcheal? ¿Eres
tú?
El hombre uniformado
cuyo nombre era Ho-Jun Jang, a la manera occidental, hizo ademán de
trepar al muro, pero la voz firme de Faulkner lo detuvo.
-Quédate donde
estás, Jang, o empezarás algo que tendremos que terminar, te guste
o no.
-Al fin te has
decidido a sacarlo, por lo que veo.
-Eso ya no puede
importarte. -Su mano apretó tanto la muñeca que sujetaba que el
joven tuvo que ahogar un gemido.
-Solo quiero
preguntar cómo...
-Lo mejor es que
marches, por esta noche -lo interrumpió el abogado.
Jang se pasó la
lengua por los labios. Su expresión profundamente concentrada
revelaba la tempestad de ideas contradictorias que se había
levantado en su mente. Tras considerarlo durante unos momentos, dijo:
-Elegiré marcharme,
por
esta noche.
Pero no creas que esto termina aquí -señaló con la cabeza hacia la
ventana-; ni esto, ni...
El asiático se
marchó, arrastrando a su asombrado compañero consigo, tras echar un
último vistazo al pedazo de sombras donde debería haber estado
Munro.
***
Mìcheal había
intentado sacar el tema en casa, pero Faulkner no había querido ni
oír hablar de ello. El más joven ni siquiera pensó en insistir.
¿Acaso tenía sentido? No habían intercambiado una palabra al
respecto desde que Jang se marchara, y no iban a hacerlo ahora. No
había nada que decir; Ho-Jun era el Alpheh de los Grises, un rival,
un enemigo. Alguien que podía, que debía
intentar
matarlo en un Día Marcado.
Hacía tres años
que no lo veía; se había marchado a vagabundear,
o así lo había llamado Owen, dejando a los Blancos y a ellos mismos
campando a sus anchas. No era una maniobra absurda, como el abogado
había tenido que reconocer. Aquella ciudad era el mejor lugar para
engrosar sus filas, pues sería allí donde nacerían o a donde se
verían atraídos la gran mayoría de los futuros objetivos de los
Alpheh. Reclutar en el resto del globo era duro, exigía una
dedicación exclusiva y estar constantemente en la carretera o en el
aire, dejando que el instinto hiciera de guía hasta ellos; pero
tenía la ventaja de que rara vez debían combatir. Tres años con
los Grises fuera de la ecuación, dejando que las otras dos facciones
se encargaran la una de la otra... No, no era tan mal plan, en
teoría. Pero las razones de Jang no habían sido puramente
maquiavélicas; de hecho, no lo habían sido en absoluto.
Ahora que había
vuelto, las confrontaciones se recrudecerían. Se habían manejado
con discreción respecto al chico Davenport, pero era evidente que
ninguno de los dos dejaría escapar la presa. Faulkner habría dejado
a su pareja en casa de buena gana, pero él se habría rebelado; no
había una maldita cosa que pudiera hacer.
Finalmente, una
noche, el abogado se presentó a por Munro más temprano de lo
habitual.
-Prepárate, será
hoy. Lo presiento.
El joven obedeció
sin decir una palabra. Las noches habían comenzado a ser más
cálidas, y el uniforme no era el atuendo más adecuado para aquella
temperatura; pero era inevitable, pues le ofrecería una protección
extra en caso de necesidad.
No entendía muy
bien cómo se las arreglarían los Alpheh en una pugna tan apretada;
sabía que, a medida que las filas de cada facción aumentaban, el
número de candidatos se iba reduciendo y era más difícil encontrar
a uno que no estuviera disputado. En el mundo lleno de rituales y
tradiciones de su gente, el primer deber del líder de una facción
era que los suyos confiaran en él desde el principio; nadie pensaría
en ganarse la confianza de un adepto usando la violencia. Casi nunca.
Se presentaron ante
la casa del chico justo a tiempo de verlo alejarse, calle arriba, del
oscuro y silencioso edificio.
-¿A dónde puede ir
a estas horas de la noche? Nunca lo había hecho antes -murmuró
Faulkner-. Sigámoslo.
Apretaron el paso
para alcanzar al pecoso muchacho. No podría verlos a menos que ellos
lo desearan, así que no importaba que caminaran prácticamente
encima de él. Davenport no disfrutaba del más tranquilo de los
ánimos, ni mucho menos; miraba a todos lados, como si temiese que lo
atacaran -algo que parecería muy sensato, en aquella zona- pero
mostraba una expresión decidida y anhelante, al mismo tiempo. Daba
la impresión de que fuera en busca de algo excitante y prohibido: su
primera fiesta nocturna; drogas; sexo; o todo lo anterior a un
tiempo...
En chico continuó
su camino, sin ser molestado, durante un cuarto de hora
aproximadamente. El abogado se exprimió los sesos tratando de
imaginarse a dónde se dirigiría, y si debía abordarlo sin más. Y
entonces los vio.
Jang y su compañero
aparecieron en su campo visual. Evidentemente el otro Alpheh había
hecho lo mismo que él, pero había preferido seguirlos a distancia.
Como había anunciado, aquello
no
iba a terminar tan fácilmente, y cualquier enfrentamiento con
Faulkner se iba a convertir en una cuestión personal; el abogado
habría puesto la mano en el fuego por ello...
Saber que tenían a
los Grises encima era una amenaza, pero nada inesperado. El problema,
el auténtico problema, surgió cuando dejó de verlos... El alto
joven enfundado en cuero negro se alarmó. Tras echar un rápido
vistazo a la calle, activó su mastoideo.
-¿Jaleesa? Corred
al final de la calle Fairview Market; los vamos a tener encima
enseguida.
Cortó la
comunicación y tiró de Munro hasta la bocacalle más próxima. Si
no estaba equivocado, Jang se habría alejado para enviar a otra
pareja contra ellos; tratarían de retenerlos y hacer que perdieran
de vista a su objetivo. Era la tradición de su gente, nunca más de
dos parejas en una confrontación. Al chico no iba a tragárselo la
tierra, pero si tenían que detenerse y enfrentarse a dos de los
Grises, probablemente se pondría fuera de su alcance y acabaría
cayendo en las garras de su Alpheh. Conocía a su oponente, sabía
que no haría daño a Mìcheal; pero había muchas maneras de
dejarlos fuera de combate sin matarlos...
No estaba
equivocado: dos uniformes grises asomaron por la esquina. Suerte que
Faulkner había pensado en ello y tenía preparadas a dos parejas de
apoyo, una para que les cubrieran las espaldas y otra para seguir a
Davenport. Miró por encima del hombro durante medio segundo; uno de
los uniformes grises se había detenido y ejecutaba unos extraños
gestos, el brazo izquierdo extendido ante sí, el derecho
encogiéndose hasta su pecho, como si estuviera tirando de una cuerda
invisible...
Un grito ahogado.
Bendita
Jaleesa,
ha
llegado
a
tiempo,
pensó el abogado. No se molestó en mirar atrás, tal era su
confianza en las habilidades de su asistente. Aún tirando de Munro
corrigió su trayectoria y reanudó su carrera en pos de su objetivo,
activando de nuevo su comunicador.
-¿Dónde...?
¿Parque Goldbrook?
Estaban cerca. Pero
no era el lugar más recomendable para ir de noche; apenas estaba
iluminado, y lo mínimo que podías esperar era que te robaran hasta
los pantalones. Y tendrías suerte si se paraban ahí. Maldijo entre
dientes al chaval por ser tan irresponsable; si algo le ocurría
ahora, cuando aún era un humano completamente normal...
El parque Goldbrook
no era muy grande, pero la arboleda era espesa y no dejaba ver gran
cosa, especialmente de noche. Los arbustos abandonados a su suerte
tampoco facilitaban la tarea de seguirle el rastro a nadie. Faulkner
hizo memoria, tratando de recordar si había algún lugar que fuera
más propicio para un encuentro. Creía que había una especie de
gruta a un lado del sucio hilillo de agua que en tiempos había dado
nombre al parque; y cerca del centro había un antiguo refugio para
la lluvia de piedra. Lo mejor era dividirse. Se volvió a su
compañero, la preocupación pintada en su rostro. ¿Separarse de él,
aun unos pocos metros? ¿Estaba Munro realmente preparado para ello?
Lo cierto es que necesitaba a Davenport; cuatro en tres años no era
una cuenta brillante. Se aferró, desesperado, a su convencimiento de
que Jang no querría arriesgarse a dañarlo.
-Si sigues ese
camino llegarás a una gruta, puede que oculta por algunos arbustos.
Tú comprobarás si está allí. -Mìcheal se asombró de que su
compañero decidiera confiarle esa tarea en solitario, pero por nada
del mundo se le habría ocurrido protestar-. Yo me dirigiré al
centro, al refugio de piedra. Deja abierto el comunicador; si no has
logrado encontrarlo en cinco minutos, volveré a buscarte.
¿Entiendes?
Faulkner se llevó
las manos al cuello, abrió las cremalleras del pecho y la espalda y
tiró. La parte superior de su atuendo se abrió en dos mitades
iguales, de las que liberó los brazos, que quedaron colgando bajo su
cinturón; debajo no llevaba camisa, ni ninguna otra prenda.
Las cicatrices de su
espalda desnuda se abultaron ligeramente, se ensancharon y se
abrieron...
Unos raigones negros
brotaron de las aberturas, sedosos y húmedos, igual que la piel de
un polluelo recién nacido; crecieron y se ramificaron a ambos lados
de sus omóplatos, sobre sus hombros y bajo su cintura. Las finas
hebras oscuras fueron expandiéndose, secándose y endureciéndose,
adquiriendo, gradualmente, la apariencia de plumas;
plumas brillantes y hermosas, lo mismo que el terciopelo negro.
Alas negras,
enormes, perfectas. Tan largas que apenas era posible mantenerlas
plegadas. El proceso duraba unos meros segundos, pero Mìcheal nunca
se cansaba de contemplarlo. Aún estaba embobado cuando su pareja las
batió con fuerza y emprendió el vuelo; sus ojos lo siguieron
mientras se remontaba en el aire, hasta que recordó que tenía algo
muy importante que hacer y echó a correr.
Faulkner consiguió
una buena panorámica del parque desde allá arriba; tan buena, al
menos, como se lo permitió la escasa luz de la luna creciente. Echó
un vistazo a donde debería estar Munro, cuya figura ya se había
ocultado bajo las copas de los árboles. Perderlo de vista le produjo
una punzada de ansiedad, pero no podía permitirse el lujo de
prestarle más atención. No, al menos, durante los próximos cinco
minutos.
Sobrevoló la
arboleda. Allá, cerca del centro, había un amplio círculo donde
las sombras tenían un matiz menos oscuro que el resto: un claro
entre los árboles. Y un bulto aún más pálido marcaba el lugar de
la construcción de piedra. Pero también había algo más... dos
sombras más pequeñas, inmóviles, a cierta distancia del bulto
rectangular. Se permitió descender hasta poder distinguir quiénes
eran, aunque tenía un extraño presentimiento. En efecto, eran el
Alpheh Gris y su compañero. No tenían las alas desplegadas, pero
sus ropas abiertas probaban que acababan de usarlas. Alzaron la
cabeza hacia él, y el más bajo adoptó una posición de ataque;
Jang posó una mano tranquilizadora sobre su antebrazo.
Faulkner aterrizó
con la soltura adquirida tras años de práctica. Se percató de que
los Grises estaban tan sorprendidos de verlo como él lo estaba de
encontrarlos allá afuera, simplemente mirando. No tardó mucho en
hacerse una idea de sus motivos, a tenor de la clase de sonidos que
salían del refugio. Se llevó la mano al mastoideo muy lentamente,
para demostrar que no iba a atacarlos, y ordenó a Munro que
acudiera.
-Pensé que eras tú
quien estaba ahí adentro -comentó Jang en voz baja.
-No puedo creer que
ese hijo de perra de Swift haya vuelto a adelantárseme... -Swift era
el Alpheh de los Blancos. Faulkner se mordió la lengua al instante
de pronunciar esas palabras, pero ya era muy tarde.
-¿"Haya
vuelto"? Owen Faulkner se ha reblandecido con los años; o
quizás se ha tornado lento -se burló el Gris.
-Tú tampoco has
tenido mejor suerte, no creo que tengas autoridad moral para hacer
comentarios sarcásticos.
-Tú, simplemente,
no tienes autoridad moral para hablar de autoridad moral.
El abogado iba a
replicar, pero Munro apareció de entre los árboles a todo correr.
Tres pares de ojos brillantes se volvieron hacia él; al ver a
aquellas figuras allí de pie, aparentemente conversando, el muchacho
se sintió intimidado. Owen se acercó a él, protector. Protector, y
posesivo.
-¿Qué es lo
que...? -preguntó Mìcheal, su mirada repartida alternativamente
entre los Alpheh. El Gris desconectó su atención del mundo que lo
rodeaba y se centró, por un momento, en el recién llegado. Faulkner
daba por sentado que devoraba con sus ojos rasgados a su pareja;
aquello lo enfureció aún más.
-Se nos han
adelantado -informó, con su voz más comedida de letrado que supiera
que tenía las de perder pero aparentara toda la calma del mundo.
-¿Swift? -el otro
asintió-. ¿No podría... no podría tratarse de una chica? ¿De una
simple... cita?
Faulkner se volvió
hacia su rival, con el ceño fruncido. Jang extendió el brazo con la
palma hacia arriba, invitándolo a comprobarlo por sí mismo.
Y eso fue lo que
hizo, con Munro pegado a sus talones. Al acercarse a la estructura,
el más joven también pudo oír los gemidos... y eran muy
reveladores. Mìcheal se sentía un miserable al espiar algo tan
íntimo, pero no podía dejar de experimentar curiosidad; la
curiosidad de una res marcada al fuego por observar cómo marcaban a
sus compañeros.
El refugio para la
lluvia hacía tiempo que había dejado de ser realmente útil.
Faltaba gran parte del techo; el agujero servía de marco a la
plateada medialuna, que derramaba su tenue luz sobre dos figuras.
De espaldas a ellos,
alguien de complexión ligera y cabellos claros -Davenport-, se
sentaba, a horcajadas, sobre un cuerpo que quedaba oculto por él.
Por la manera en que sus caderas subían y bajaban, por la forma en
que aquellas manos se habían aposentado en ellas, por la música
sensual, y ligeramente torturada, que brotaba de sus labios... no
hubo ni la sombra de una duda de lo que estaba ocurriendo. Nadie más
que un Alpheh podía estar entonces dentro de él; dos heridas se
abrían en la espalda del muchacho, junto a sus omóplatos; dos
regueros oscuros y brillantes bajaban paralelos a sus costados. La
semilla de los Alpheh era la esencia que despertaba aquel regalo que
dormitaba en un puñado de elegidos desde su nacimiento.
Derrama Sangre
Para Extender las Alas...
Faulkner se retiró,
frustrado, pero Mìcheal continuó mirando subrepticiamente,
hipnotizado por el ritual. Habría sido Owen, su amante, el que
depositara su propia semilla en aquel chico, o quizás Ho-Jun; en
lugar de eso, era Swift quien había ganado la carrera, el tercer
líder al que aún no conocía. Ah, ya comenzaban a aflorar...
siempre era doloroso, la primera vez... siempre... Pero
en su voz hay mucho más que dolor,
pensó Munro, suena
como si no hubiera otro lugar en el mundo donde quisiera estar, sino
aquí, en esta ruina, directamente bajo la luna...
El muchacho de ojos
aguamarina observó aquellos brotes tiernos y jóvenes. Debía ser la
penumbra, y la sangre, porque no parecían blancos en absoluto... Mas
su compañero volvió para agarrarlo por el brazo y lo arrastró
lejos de allí; había ciertas cosas que no era apropiado husmear.
Mìcheal no llegó a
darse cuenta de que el hombre que estaba debajo de Davenport se había
percatado de su intromisión. Fueron apenas unos segundos, pero
durante ese instante, unos ojos lo contemplaron sobre el hombro del
chico. Tan abiertos que daba la impresión de que fueran a salírsele
de las órbitas.
Capítulo anterior Capítulo siguiente
No hay comentarios:
Publicar un comentario