2012/07/23

PARA EXTENDER LAS ALAS III: Día Marcado






En las primeras horas de la madrugada del Sábado, dos figuras caminaban por la desierta calle Ferguson & Brown, en la proximidades del puerto. No era, ni de lejos, el barrio más recomendable de la ciudad; estaba pobremente iluminado, porque una de las diversiones locales consistía en hallar nuevas y creativas formas de destrozar el alumbrado; las paredes estaban cubiertas con numerosos graffiti; un persistente olor a urinario público flotaba en los estrechos callejones en los que ha basura se distribuía, democráticamente, dentro y fuera de los contenedores. Las casas eran de dos o tres plantas en su mayoría, pero bastante viejas, y nadie consideraba la idea de invertir en revoque o pintura; ¿para qué? A través de los cristales de las ventanas sin cortinas se veían aún muchas habitaciones con luz, y sus habitantes veían la televisión, jugaban a la consola, dormitaban o se divertían discutiendo a grito pelado. A veces, las voces podían oírse claramente desde afuera.

Era el lugar perfecto para que alguien, o un grupo de varios alguien, surgiera desde una esquina oscura y exigiera hasta la última moneda de lo que llevaras encima, y podrías tener la total seguridad de que nadie llamaría a la policía por mucho que te desgañitaras. De hecho, lo mejor era cruzar la calle tan silencioso como fuera posible y rezar para que nadie notara tu existencia.

Las dos figuras no prestaban mucha atención a esa sensata máxima; sus pasos resonaban sobre el asfalto, y el eco se magnificaba en el silencio de la noche. Y considerando su apariencia, deberían haber sido los primeros en temer que alguien los abordara para obtener una u otra cosa de ellos, o al menos para burlarse de su extravagancia. Vestían idénticos atuendos de cuero negro: un abrigo largo, reforzado y muy ceñido hasta la cintura, con dos cremalleras disimuladas en medio del pecho y la espalda y un amplísimo vuelo que llegaba a los tobillos; algo largo y delgado les abultaba el costado izquierdo. Las punteras de unas recias botas les asomaban al caminar, así como el ruedo de la prenda que llevaban sobre los pantalones, una especie de faldón largo del mismo color y material. La única decoración aparente la constituían el cinturón, los puños y rebordes pespunteados y las hebillas de las botas. La figura más baja llevaba guantes; su compañero tenía una altura notable, que habría podido disuadir a un posible atacante en un lugar menos pintoresco de la ciudad, pero no allí. Cuando cruzaron ante una de las ventanas descubrieron el rostro aburrido de una chica pegado al cristal, y a pesar de la mirada que aquel hombre enfundado en cuero negro le lanzó, ella los ignoró por completo. Curioso...

Al llegar a una casa, el alto miró descaradamente por las ventanas. No había luz en la planta baja, pero en la parte de arriba aún había movimiento; caminó hacia el lateral y alzó la cabeza, y confirmó que no se equivocaba. Había una tapia a la que era fácil encaramarse, y desde allí trepar hasta el tejado de la casa colindante, desde donde se conseguía un buen puesto de observación de la única ventana iluminada de esa fachada. Subió con agilidad e hizo señas a su compañero para que lo siguiera.

El tipo de los guantes pudo mirar tranquilamente lo que había en aquella habitación: su ocupante era un chico de unos quince o dieciséis años, rubio, con el pelo rizado y una ligera nube de pecas cubriendo la piel blanca de su nariz y sus mejillas. Estaba absorto en la consola portátil que tenía entre las manos, con una expresión de intensa concentración en el rostro.




-Así que ese es Davenport. Es muy joven... -susurró.




-Lo normal. Ya lo sabes.




-Y pensar que vive en este agujero... Bueno, no es mucho peor que donde yo vivía...




-Ya me estoy ocupando de eso. Siente una seria pasión por el teatro que no le da más que dolores de cabeza, con el tipo de vida que lleva. Vamos a ofrecerle una beca en un centro de arte dramático; esos chistes que tiene por padres ni siquiera pensarán en negarse.




A la figura de los guantes, que no era otro que Mìcheal, se le encogió el corazón durante un segundo. Había sido una beca para el conservatorio, en su caso; y sí que había asistido durante más de un año, y no le habían faltado elogios. Pero la presión había resultado excesiva y lo había hecho abandonar; se había ceñido al programa de entrenamiento de Faulkner y había dejado la guitarra para la intimidad de su casa.




-¿Una actor? Vaya... Un chico con talento. Y además, muy gua...




-Ya sé lo que vas a decir, Mick, y tú eras más guapo. Y lo sigues siendo.




-Pero al menos parece que lo vas a disfrutar.




Faulkner lanzó un suspiro impaciente; no le gustaba nada el rumbo que estaba tomando la conversación.




-Hago lo que debe hacerse, mi deber.




-Un deber que ya lo quisiera yo para mí... -comentó el joven, con voz suave.




-Cuatro veces en tres años, Mick. Y sabes que, si pudiera elegir...




-Está bien, Owen, solo bromeaba.




El extraño humor de Munro no podía durar mucho, aquella noche era muy importante y excitante para él: su primer Día Marcado. Después de tres años, era la primera noche que recorría las calles junto a Faulkner. Sabía que, hasta entonces, Jaleesa había sido su compañera habitual durante aquellas jornadas: Jaleesa Donahue, la atractiva, eficiente y extremadamente hábil asistente del abogado, tanto en los asuntos mundanos como en los que se salían de lo común. Lo consideraba mucho más que un jefe o un mentor; de eso no le cabía al joven ninguna duda, aunque solo fuera por las miradas que recibía de ella en las escasas ocasiones en que se encontraban, como si estuviera acariciando la idea de desplumar a ese pájaro rubio... y retorcerle el pescuezo. Y ahora que la había desbancado en la calle, su cálido afecto debía haberse incrementado hasta límites insospechados. Bien, no era su problema. Llevaba demasiado tiempo esperando su oportunidad.




-¿Le falta mucho para madurar? ¿Será hoy? -preguntó.




-No, no lo creo; pero será muy pronto, y puesto que los otros están tras su pista, no debemos quitarle los ojos de encima. No quiero que intenten alguna jugarreta para ponerlo fuera de mi alcance. He pasado mucho tiempo ganándome su confianza, y los próximos Días Marcados estaré ahí, para asegurarme de que lo primero que vea cuando llegue el momento sea yo. Por cierto, Mick, creo que es mejor que Jaleesa o cualquiera de los demás me acompañe cuando...




-No. ¿Tres años, Owen? Creo que ya he esperado suficiente. Estás muy equivocado si crees que vas a volver a dejarme en casa. Mándame con otro compañero, si quieres, pero yo también soy parte de esto...




-Jamás te dejaré salir con alguien que no sea yo.




-Entonces tendrás que cargar conmigo, ya que no te fías de mis habilidades.




-No es eso en absoluto. Eres bueno, rápido y diestro; pero no podría concentrarme sabiendo que te he expuesto al peligro bajo la tutela de alguien más. Y en el instante en que uno de los otros ponga los ojos en ti, tu existencia saldrá a la luz. Ya sabes que es conveniente ser discretos respecto al tamaño de nuestras filas hasta el último momento; me quedan pocas cartas en la manga, y tú eras una de ellas. Pero lo peor... es que esto también te convierte en un objetivo. ¿Sabes lo duro que es para mí?




-¿Es mejor que me quede encerrado para siempre, aguardando y rogando para que vuelvas a casa? Seguro que los demás murmuraban cuando yo pasaba las veladas balanceando la espada entre las cuatro paredes del gimnasio mientras mataban a los nuestros.




-Dos bajas. Somos el grupo con menos bajas, Mick. Somos los mejores, y ganaremos.




La voz de Faulkner se volvió fría como un témpano; las palabras brotaron igual que una bocanada helada que hizo que su pareja bajara la cabeza. Había herido su orgullo, pero además lo había hecho sentirse culpable, estaba seguro. No había tenido nada que ver con la muerte de sus compañeros -habían sido combates limpios-, pero él siempre cargaba con la responsabilidad, siempre se echaba esa gigantesca losa sobre su pecho. Era un buen Alpheh, un gran líder; y los suyos nunca cuestionaban sus decisiones y lo respetaban por encima de todas las cosas. Aquello había estado fuera de lugar.




-Perdona, Owen... yo...




-Solo me preocupo por ti. -El abogado lo interrumpió y acarició la enguantada mano del joven-. Mira.




Señaló a la ventana del chico, que se abría en aquellos momentos. Davenport se reclinó sobre el alféizar y contempló el paisaje, con expresión aburrida. Alzó la vista hasta donde estaban las dos figuras y aparentemente la dejó fija en un punto junto a ellas; Mìcheal se puso tenso.




-Tranquilo, no puede vernos ni oírnos -observó Faulkner con calma-. Te llevará tiempo, pero ese es uno de los dones de los Días Marcados a los que debes acostumbrarte.




-Es... extraño... nunca he entendido muy bien cómo funciona; ¿somos invisibles?




-No, pero las personas no perciben nuestra presencia. Siempre intentarán volver la cabeza a otro lado, y sus cerebros no registrarán el espacio que ocupamos.




-¿Y las cámaras?




-Exactamente lo mismo: girarán o dejarán de grabar.




-Vaya... menudos ladrones de bancos podríamos llegar a ser...




-Sí, pero ese no es el propósito de nuestras habilidades.




-Ya lo sé... No hablaba en serio.




Volvió a fijarse en su joven objetivo; ambos lo hicieron, en silencio. Hasta que el eco de unos pasos les llegó, bien claro, desde la esquina; un sonido al que el chico tampoco reaccionó...




Dos siluetas se delinearon contra la mortecina luz de una farola superviviente. Bastante más alta una de ellas pero, por lo demás, muy similares: ropas ceñidas hasta la cintura, de amplio vuelo hasta los tobillos... Caminaron hasta la ventana, alzaron las cabezas y estudiaron a Davenport sin disimulo; el chico los ignoró.

Allá abajo dejaron de ser una mancha oscura y sus rasgos se hicieron vagamente visibles. Los dos tenían el cabello oscuro y llevaban uniformes de cuero muy similares a los de Faulkner y Munro, pero de color gris.

El abogado ahogó un juramento. No podía decir que aquel encuentro lo tomara completamente por sorpresa: en el momento en que Jaleesa lo había llamado para decirle que uno de los Grises rondaba al chico, la posibilidad de que él hubiera vuelto había rondado su cabeza sin descanso. Había rogado para estar equivocado pero, obviamente, sus ruegos no habían sido escuchados. Siempre había sido una cuestión de tiempo que regresara, y había disfrutado una tregua de tres años...

Por su parte, Mìcheal se había puesto nervioso. Grises... ¿sería su primer Día Marcado también el de su primera confrontación? Al menos no debería temer la llegada de más enemigos: por tradición, solo había una zona donde los suyos se podían enfrentar en grupos. Ah, pero aquel tipo imponía respeto, era tan grande... tan grande como Faulkner... Munro frunció el ceño, e incluso se inclinó para ver mejor.

Una chispa de reconocimiento brilló en sus ojos, que se abrieron casi al doble de su tamaño.




-Ho-Jun...




El nombre brotó de sus labios sin que pudiera pararlo. Fue apenas un susurro, pero suficiente para que los recién llegados volvieran la vista hacia ellos. Munro no se fijó en el más bajo; solo podía prestar atención a aquel atractivo rostro asiático que escrutaba la oscuridad, intentando adivinar la identidad de las dos sombras agazapadas en el tejado.

La mano de Faulkner, que hasta entonces había cubierto la de su compañero, lo agarró entonces por la muñeca y tiró de él bruscamente hasta hacer que se pusiera de pie.




-Saludos, Jang -dijo el abogado-. ¿Te has cansado de vagabundear?




-¿Faulkner? -preguntó el asiático, con una voz suave y musical que no se correspondía con su tamaño-. Debí suponer que eras tú. Si no tienes intención de pelear, sal a la luz.




-Aquí estoy bien, gracias. Considéralo una justa retribución por no haberte atacado por la espalda.




-¿Qué te ocurre? ¿Tanto trabajo en el despacho te ha embotado los reflejos? Quizá deba ser yo el que tome la iniciativa entonces...




-Ho-Jun... -repitió el joven rubio, en voz más alta. Su compañero le propinó un nuevo tirón del brazo, cubriéndolo parcialmente con su cuerpo; pero en esa ocasión el asiático pudo oírlo claramente. Abrió la boca y sus cejas se fruncieron.




-¿Mìcheal? ¿Eres tú?




El hombre uniformado cuyo nombre era Ho-Jun Jang, a la manera occidental, hizo ademán de trepar al muro, pero la voz firme de Faulkner lo detuvo.




-Quédate donde estás, Jang, o empezarás algo que tendremos que terminar, te guste o no.




-Al fin te has decidido a sacarlo, por lo que veo.




-Eso ya no puede importarte. -Su mano apretó tanto la muñeca que sujetaba que el joven tuvo que ahogar un gemido.




-Solo quiero preguntar cómo...




-Lo mejor es que marches, por esta noche -lo interrumpió el abogado.




Jang se pasó la lengua por los labios. Su expresión profundamente concentrada revelaba la tempestad de ideas contradictorias que se había levantado en su mente. Tras considerarlo durante unos momentos, dijo:




-Elegiré marcharme, por esta noche. Pero no creas que esto termina aquí -señaló con la cabeza hacia la ventana-; ni esto, ni...




El asiático se marchó, arrastrando a su asombrado compañero consigo, tras echar un último vistazo al pedazo de sombras donde debería haber estado Munro.







***







Mìcheal había intentado sacar el tema en casa, pero Faulkner no había querido ni oír hablar de ello. El más joven ni siquiera pensó en insistir. ¿Acaso tenía sentido? No habían intercambiado una palabra al respecto desde que Jang se marchara, y no iban a hacerlo ahora. No había nada que decir; Ho-Jun era el Alpheh de los Grises, un rival, un enemigo. Alguien que podía, que debía intentar matarlo en un Día Marcado.

Hacía tres años que no lo veía; se había marchado a vagabundear, o así lo había llamado Owen, dejando a los Blancos y a ellos mismos campando a sus anchas. No era una maniobra absurda, como el abogado había tenido que reconocer. Aquella ciudad era el mejor lugar para engrosar sus filas, pues sería allí donde nacerían o a donde se verían atraídos la gran mayoría de los futuros objetivos de los Alpheh. Reclutar en el resto del globo era duro, exigía una dedicación exclusiva y estar constantemente en la carretera o en el aire, dejando que el instinto hiciera de guía hasta ellos; pero tenía la ventaja de que rara vez debían combatir. Tres años con los Grises fuera de la ecuación, dejando que las otras dos facciones se encargaran la una de la otra... No, no era tan mal plan, en teoría. Pero las razones de Jang no habían sido puramente maquiavélicas; de hecho, no lo habían sido en absoluto.

Ahora que había vuelto, las confrontaciones se recrudecerían. Se habían manejado con discreción respecto al chico Davenport, pero era evidente que ninguno de los dos dejaría escapar la presa. Faulkner habría dejado a su pareja en casa de buena gana, pero él se habría rebelado; no había una maldita cosa que pudiera hacer.

Finalmente, una noche, el abogado se presentó a por Munro más temprano de lo habitual.




-Prepárate, será hoy. Lo presiento.




El joven obedeció sin decir una palabra. Las noches habían comenzado a ser más cálidas, y el uniforme no era el atuendo más adecuado para aquella temperatura; pero era inevitable, pues le ofrecería una protección extra en caso de necesidad.

No entendía muy bien cómo se las arreglarían los Alpheh en una pugna tan apretada; sabía que, a medida que las filas de cada facción aumentaban, el número de candidatos se iba reduciendo y era más difícil encontrar a uno que no estuviera disputado. En el mundo lleno de rituales y tradiciones de su gente, el primer deber del líder de una facción era que los suyos confiaran en él desde el principio; nadie pensaría en ganarse la confianza de un adepto usando la violencia. Casi nunca.

Se presentaron ante la casa del chico justo a tiempo de verlo alejarse, calle arriba, del oscuro y silencioso edificio.




-¿A dónde puede ir a estas horas de la noche? Nunca lo había hecho antes -murmuró Faulkner-. Sigámoslo.




Apretaron el paso para alcanzar al pecoso muchacho. No podría verlos a menos que ellos lo desearan, así que no importaba que caminaran prácticamente encima de él. Davenport no disfrutaba del más tranquilo de los ánimos, ni mucho menos; miraba a todos lados, como si temiese que lo atacaran -algo que parecería muy sensato, en aquella zona- pero mostraba una expresión decidida y anhelante, al mismo tiempo. Daba la impresión de que fuera en busca de algo excitante y prohibido: su primera fiesta nocturna; drogas; sexo; o todo lo anterior a un tiempo...

En chico continuó su camino, sin ser molestado, durante un cuarto de hora aproximadamente. El abogado se exprimió los sesos tratando de imaginarse a dónde se dirigiría, y si debía abordarlo sin más. Y entonces los vio.

Jang y su compañero aparecieron en su campo visual. Evidentemente el otro Alpheh había hecho lo mismo que él, pero había preferido seguirlos a distancia. Como había anunciado, aquello no iba a terminar tan fácilmente, y cualquier enfrentamiento con Faulkner se iba a convertir en una cuestión personal; el abogado habría puesto la mano en el fuego por ello...

Saber que tenían a los Grises encima era una amenaza, pero nada inesperado. El problema, el auténtico problema, surgió cuando dejó de verlos... El alto joven enfundado en cuero negro se alarmó. Tras echar un rápido vistazo a la calle, activó su mastoideo.




-¿Jaleesa? Corred al final de la calle Fairview Market; los vamos a tener encima enseguida.




Cortó la comunicación y tiró de Munro hasta la bocacalle más próxima. Si no estaba equivocado, Jang se habría alejado para enviar a otra pareja contra ellos; tratarían de retenerlos y hacer que perdieran de vista a su objetivo. Era la tradición de su gente, nunca más de dos parejas en una confrontación. Al chico no iba a tragárselo la tierra, pero si tenían que detenerse y enfrentarse a dos de los Grises, probablemente se pondría fuera de su alcance y acabaría cayendo en las garras de su Alpheh. Conocía a su oponente, sabía que no haría daño a Mìcheal; pero había muchas maneras de dejarlos fuera de combate sin matarlos...

No estaba equivocado: dos uniformes grises asomaron por la esquina. Suerte que Faulkner había pensado en ello y tenía preparadas a dos parejas de apoyo, una para que les cubrieran las espaldas y otra para seguir a Davenport. Miró por encima del hombro durante medio segundo; uno de los uniformes grises se había detenido y ejecutaba unos extraños gestos, el brazo izquierdo extendido ante sí, el derecho encogiéndose hasta su pecho, como si estuviera tirando de una cuerda invisible...

Un grito ahogado. Bendita Jaleesa, ha llegado a tiempo, pensó el abogado. No se molestó en mirar atrás, tal era su confianza en las habilidades de su asistente. Aún tirando de Munro corrigió su trayectoria y reanudó su carrera en pos de su objetivo, activando de nuevo su comunicador.




-¿Dónde...? ¿Parque Goldbrook?




Estaban cerca. Pero no era el lugar más recomendable para ir de noche; apenas estaba iluminado, y lo mínimo que podías esperar era que te robaran hasta los pantalones. Y tendrías suerte si se paraban ahí. Maldijo entre dientes al chaval por ser tan irresponsable; si algo le ocurría ahora, cuando aún era un humano completamente normal...

El parque Goldbrook no era muy grande, pero la arboleda era espesa y no dejaba ver gran cosa, especialmente de noche. Los arbustos abandonados a su suerte tampoco facilitaban la tarea de seguirle el rastro a nadie. Faulkner hizo memoria, tratando de recordar si había algún lugar que fuera más propicio para un encuentro. Creía que había una especie de gruta a un lado del sucio hilillo de agua que en tiempos había dado nombre al parque; y cerca del centro había un antiguo refugio para la lluvia de piedra. Lo mejor era dividirse. Se volvió a su compañero, la preocupación pintada en su rostro. ¿Separarse de él, aun unos pocos metros? ¿Estaba Munro realmente preparado para ello? Lo cierto es que necesitaba a Davenport; cuatro en tres años no era una cuenta brillante. Se aferró, desesperado, a su convencimiento de que Jang no querría arriesgarse a dañarlo.




-Si sigues ese camino llegarás a una gruta, puede que oculta por algunos arbustos. Tú comprobarás si está allí. -Mìcheal se asombró de que su compañero decidiera confiarle esa tarea en solitario, pero por nada del mundo se le habría ocurrido protestar-. Yo me dirigiré al centro, al refugio de piedra. Deja abierto el comunicador; si no has logrado encontrarlo en cinco minutos, volveré a buscarte. ¿Entiendes?




Faulkner se llevó las manos al cuello, abrió las cremalleras del pecho y la espalda y tiró. La parte superior de su atuendo se abrió en dos mitades iguales, de las que liberó los brazos, que quedaron colgando bajo su cinturón; debajo no llevaba camisa, ni ninguna otra prenda.

Las cicatrices de su espalda desnuda se abultaron ligeramente, se ensancharon y se abrieron...

Unos raigones negros brotaron de las aberturas, sedosos y húmedos, igual que la piel de un polluelo recién nacido; crecieron y se ramificaron a ambos lados de sus omóplatos, sobre sus hombros y bajo su cintura. Las finas hebras oscuras fueron expandiéndose, secándose y endureciéndose, adquiriendo, gradualmente, la apariencia de plumas; plumas brillantes y hermosas, lo mismo que el terciopelo negro.

Alas negras, enormes, perfectas. Tan largas que apenas era posible mantenerlas plegadas. El proceso duraba unos meros segundos, pero Mìcheal nunca se cansaba de contemplarlo. Aún estaba embobado cuando su pareja las batió con fuerza y emprendió el vuelo; sus ojos lo siguieron mientras se remontaba en el aire, hasta que recordó que tenía algo muy importante que hacer y echó a correr.




Faulkner consiguió una buena panorámica del parque desde allá arriba; tan buena, al menos, como se lo permitió la escasa luz de la luna creciente. Echó un vistazo a donde debería estar Munro, cuya figura ya se había ocultado bajo las copas de los árboles. Perderlo de vista le produjo una punzada de ansiedad, pero no podía permitirse el lujo de prestarle más atención. No, al menos, durante los próximos cinco minutos.

Sobrevoló la arboleda. Allá, cerca del centro, había un amplio círculo donde las sombras tenían un matiz menos oscuro que el resto: un claro entre los árboles. Y un bulto aún más pálido marcaba el lugar de la construcción de piedra. Pero también había algo más... dos sombras más pequeñas, inmóviles, a cierta distancia del bulto rectangular. Se permitió descender hasta poder distinguir quiénes eran, aunque tenía un extraño presentimiento. En efecto, eran el Alpheh Gris y su compañero. No tenían las alas desplegadas, pero sus ropas abiertas probaban que acababan de usarlas. Alzaron la cabeza hacia él, y el más bajo adoptó una posición de ataque; Jang posó una mano tranquilizadora sobre su antebrazo.

Faulkner aterrizó con la soltura adquirida tras años de práctica. Se percató de que los Grises estaban tan sorprendidos de verlo como él lo estaba de encontrarlos allá afuera, simplemente mirando. No tardó mucho en hacerse una idea de sus motivos, a tenor de la clase de sonidos que salían del refugio. Se llevó la mano al mastoideo muy lentamente, para demostrar que no iba a atacarlos, y ordenó a Munro que acudiera.




-Pensé que eras tú quien estaba ahí adentro -comentó Jang en voz baja.




-No puedo creer que ese hijo de perra de Swift haya vuelto a adelantárseme... -Swift era el Alpheh de los Blancos. Faulkner se mordió la lengua al instante de pronunciar esas palabras, pero ya era muy tarde.




-¿"Haya vuelto"? Owen Faulkner se ha reblandecido con los años; o quizás se ha tornado lento -se burló el Gris.




-Tú tampoco has tenido mejor suerte, no creo que tengas autoridad moral para hacer comentarios sarcásticos.




-Tú, simplemente, no tienes autoridad moral para hablar de autoridad moral.




El abogado iba a replicar, pero Munro apareció de entre los árboles a todo correr. Tres pares de ojos brillantes se volvieron hacia él; al ver a aquellas figuras allí de pie, aparentemente conversando, el muchacho se sintió intimidado. Owen se acercó a él, protector. Protector, y posesivo.




-¿Qué es lo que...? -preguntó Mìcheal, su mirada repartida alternativamente entre los Alpheh. El Gris desconectó su atención del mundo que lo rodeaba y se centró, por un momento, en el recién llegado. Faulkner daba por sentado que devoraba con sus ojos rasgados a su pareja; aquello lo enfureció aún más.




-Se nos han adelantado -informó, con su voz más comedida de letrado que supiera que tenía las de perder pero aparentara toda la calma del mundo.




-¿Swift? -el otro asintió-. ¿No podría... no podría tratarse de una chica? ¿De una simple... cita?




Faulkner se volvió hacia su rival, con el ceño fruncido. Jang extendió el brazo con la palma hacia arriba, invitándolo a comprobarlo por sí mismo.

Y eso fue lo que hizo, con Munro pegado a sus talones. Al acercarse a la estructura, el más joven también pudo oír los gemidos... y eran muy reveladores. Mìcheal se sentía un miserable al espiar algo tan íntimo, pero no podía dejar de experimentar curiosidad; la curiosidad de una res marcada al fuego por observar cómo marcaban a sus compañeros.

El refugio para la lluvia hacía tiempo que había dejado de ser realmente útil. Faltaba gran parte del techo; el agujero servía de marco a la plateada medialuna, que derramaba su tenue luz sobre dos figuras.

De espaldas a ellos, alguien de complexión ligera y cabellos claros -Davenport-, se sentaba, a horcajadas, sobre un cuerpo que quedaba oculto por él. Por la manera en que sus caderas subían y bajaban, por la forma en que aquellas manos se habían aposentado en ellas, por la música sensual, y ligeramente torturada, que brotaba de sus labios... no hubo ni la sombra de una duda de lo que estaba ocurriendo. Nadie más que un Alpheh podía estar entonces dentro de él; dos heridas se abrían en la espalda del muchacho, junto a sus omóplatos; dos regueros oscuros y brillantes bajaban paralelos a sus costados. La semilla de los Alpheh era la esencia que despertaba aquel regalo que dormitaba en un puñado de elegidos desde su nacimiento.




Derrama Sangre Para Extender las Alas...




Faulkner se retiró, frustrado, pero Mìcheal continuó mirando subrepticiamente, hipnotizado por el ritual. Habría sido Owen, su amante, el que depositara su propia semilla en aquel chico, o quizás Ho-Jun; en lugar de eso, era Swift quien había ganado la carrera, el tercer líder al que aún no conocía. Ah, ya comenzaban a aflorar... siempre era doloroso, la primera vez... siempre... Pero en su voz hay mucho más que dolor, pensó Munro, suena como si no hubiera otro lugar en el mundo donde quisiera estar, sino aquí, en esta ruina, directamente bajo la luna...

El muchacho de ojos aguamarina observó aquellos brotes tiernos y jóvenes. Debía ser la penumbra, y la sangre, porque no parecían blancos en absoluto... Mas su compañero volvió para agarrarlo por el brazo y lo arrastró lejos de allí; había ciertas cosas que no era apropiado husmear.






Mìcheal no llegó a darse cuenta de que el hombre que estaba debajo de Davenport se había percatado de su intromisión. Fueron apenas unos segundos, pero durante ese instante, unos ojos lo contemplaron sobre el hombro del chico. Tan abiertos que daba la impresión de que fueran a salírsele de las órbitas.


 


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