A las diez de la
noche Munro abandonó su apartamento y se dirigió a la estación de
metro. Nada que ver con las prisas matutinas ni con los grupos que
regresaban del trabajo por la tarde; caminó despacio, disfrutando el
aire fresco y mostrando un discreto interés en los escasos vecinos
que se cruzaba por la calle.
La imagen que
ofrecía en aquel momento no se correspondía con el evidente
desenfado con el que salía cada día al balcón: el pelo recogido,
las manos en los bolsillos, gorra calada hasta los ojos, camiseta y
sudadera de manga larga, vaqueros y deportivas de caña alta. Antes
solía llevar su mochila con la ropa que necesitara, pero Toller
parecía divertirse jugando a vestir a las muñecas con él, así que
podía permitirse ir por la vida ligero de equipaje.
Bajó las escaleras,
validó tarjeta y continuó el descenso hasta en andén. Esperó en
la zona más tranquila, y cuando llegó su tren, eligió el vagón
más vacío y se quedó de pie en un rincón apartado, a pesar de los
numerosos asientos desocupados.
El metro lo hacía
sentirse incómodo. Más de una vez había pensado en buscarse un
trabajo para comprarse un ciclomotor y desplazarse por su cuenta,
pero era una cuestión delicada, y Owen solía poner muchas pegas.
Por supuesto, su adinerado amante se ofrecía a llevarlo en coche
siempre que podía, o a costearle los viajes de una u otra forma,
pero Mìcheal no quería ni oír hablar de ello. Ya dependía en
exceso de él para que le resultara remotamente posible acallar los
lamentos de su amor propio... Así que tomaba el metro con mucho
cuidado, siempre evitando las horas punta, siempre apartado de la
gente, siempre procurando pasar desapercibido. Él era ese idiota que
llevaba mangas largas en todas las épocas del año, también en los
días de verano en los que el calor apretaba tanto que los vagones se
convertían a menudo en hornos rodantes. Una actitud complicada para
no llamar la atención, pero tendría que seguir aguantándolo por el
momento.
Pasó revista a lo
que había hecho desde que Owen le había lanzado aquella mirada
cortante. Había acudido a esgrima, conforme había prometido, y
había asegurado a su instructor que no faltaría a más clases;
había tomado su primera comida decente en días; había ordenado la
casa... Se había comportado como un adulto responsable por el que no
había que preocuparse. Pero ahora iba de camino a su lugar favorito,
al único espacio en el que podía desnudar su cuerpo y su alma ante
toda aquella gente sin temor al roce, al dolor, y sentir las miradas
y la admiración, y el deseo. Siempre estaría fuera del alcance de
sus manos, pero sus ojos... Casi podía sentir el contacto físico en
sus caricias. Casi.
Veinticinco minutos
y un transbordo más tarde, Mìcheal llegó a su destino.
El club Under
111
era propiedad de C.C. Toller, uno de los clientes de Faulkner.
Toller, que permitía a muy pocos llamarlo por sus iniciales -de
sobras sabía que solían llamárselas a sus espaldas, y otras cosas
peores-, y cuyo auténtico nombre era conocido por muchísimos menos,
era un empresario de renombre en el mundo de la música. Poseía
también intereses en la productora Finisatron, e incluso en un
conocido club gay y una productora de películas de porno gay, pues
Toller nunca había ocultado su falta de interés en los miembros
del sexo opuesto. Sus actividades en este ramo no eran de dominio
público, pero había quienes murmuraban que solía seguir con
interés las carreras de sus jóvenes actores, sobre todo fuera del
plató.
El club era la niña
de sus ojos, el lugar que le había ayudado a empezar a sumar ceros a
su cuenta bancaria. Solía pasar por él casi todos los días y se
ocupaba en persona de su funcionamiento; el buen ojo del que hacía
gala para elegir a los artistas con renombre y promocionar a los
desconocidos no lo había abandonado.
El nombre del local
siempre había suscitado controversia entre quienes lo conocían.
Había quienes decían que hacía referencia a una temperatura en
Fahrenheit, a un tridente o al número de amantes que Toller había
tenido en el momento de abrirlo; al ser interrogado, el empresario
nunca soltaba prenda, tan solo se reía entre dientes. Fue al
descubrir la existencia del mismo que Faulkner había comenzado a
hacer todo lo posible por acercarse a él e investigarlo, dado que
esa cifra tenía connotaciones muy explícitas para los suyos. No
había logrado descubrir nada sospechoso, pero sí había conseguido
que Toller se fijara en el prometedor abogado de tan solo veinticinco
años y decidiera comenzar a trabajar con él. El empresario confiaba
lo bastante en su propia experiencia como para no necesitar exigirla
en los demás, y lo que solía buscar en quienes lo rodeaban eran
talento, juventud, energía y atractivo... y a Owen Faulkner no le
faltaban ninguna de esas cualidades. Por su parte, aquel había sido
un gran año para el abogado: había obtenido su primer cliente
importante y a Mìcheal.
Al encontrarse ante
la amplia fachada, con el gran letrero blanco de metal y neón, el
joven sonrió, se fumó un cigarrillo con calma y caminó hacia el
lateral. A veces usaba las puertas de la entrada principal, pero solo
cuando estaban desiertas, y entonces había un pequeño grupo de
ociosos frente a ellas. El vigilante lo reconoció y lo dejó pasar
sin problemas, tras avisarle de que Toller quería verlo.
El Under 111 era un
club musical con diferentes ambientes, con sus varios miles de metros
cuadrados distribuidos en tres plantas. La planta baja, a la que daba
acceso la entrada principal, era una enorme sala de conciertos con un
gran escenario al fondo, tres barras, cabina de Dj, camerinos y una
pequeña sala de prensa. Las noches en las que no había ningún
concierto proyectado sonaban los últimos éxitos del momento, rock,
pop, indies
y cualquier cosa que captara la atención del propietario.
A la izquierda se
accedía a una terraza interior, y unas escaleras de metal conducían
a la primera planta, a una sala que ocupaba dos terceras partes de la
misma, con dos barras y también con su propia cabina de Dj y
camerinos. Era el espacio del tecno y la electrónica, y la
decoración, las pantallas de proyección y las luces bastaban para
volver epiléptico al más pintado. El resto de la planta lo ocupaba
un espacio más pequeño, donde se celebraban conciertos y
actuaciones de estilos muy variados.
Entre ambas unas
nuevas escaleras metálicas llevaban al nivel superior, a otra
terraza en el lado derecho que se abría a una habitación para
celebrar fiestas y eventos privados, y finalmente a los dominios
particulares de Toller. Ante ellos había un enorme ascensor de
acceso restringido.
Aún era temprano y
había poca gente, y Munro se permitió el placer de subir al
despacho de Toller por las escaleras, en lugar de utilizar el
ascensor. Aun así, fue cuidadoso; no eran infrecuentes los
encontronazos inesperados. El guardia frente a la puerta se imaginó
en seguida quién sería aquel visitante que se acercaba bajándose
la capucha, y al ver la coleta rubia supo que no se había
equivocado. Mantuvo las distancias y lo dejó pasar con una ligera
inclinación de cabeza a modo de saludo.
Toller estaba pegado
a su iPhone,
como de costumbre, pero sonrió y le indicó que se sentara en uno de
los llamativos sillones de cuero morado que decoraban su despacho.
Munro paseó la vista por la habitación; coleccionar arte
homo-erótico era una de las aficiones del empresario, y a menudo
descubría una pieza nueva expuesta en sus estantes y vitrinas. Sobre
la pared del fondo había un cuadro de dos jóvenes marineros tirando
de una soga, muy ligeros de ropa, que estaba seguro de que no había
visto antes. Nada muy escandaloso; Owen le había confiado que las
piezas realmente pornográficas estaban en la habitación privada del
fondo, o bien en su casa. Qué hacía Owen en la habitación privada
del fondo era una cuestión que había cruzado la mente de Munro; el
abogado, leyendo sus pensamientos, había respondido con fastidio que
su relación con Toller era estrictamente profesional. Luego había
añadido, con un suspiro, que había dejado de apremiarlo para que se
acostara con él cuando había descubierto lo bueno que podía llegar
a ser en su trabajo. Apenas un año de acoso...
C.C. Toller era un
hombre de unos cincuenta años que llevaba varios cumpliendo los
cuarenta y cinco. Como se conservaba en buena forma y su cabellera
era abundante y de un brillante color negro (gracias al tinte), su
pretensión daba el pego sin problemas. Su padre había sido un
soldado norteamericano de una base militar, y le había legado unos
rasgados e inteligentes ojos oscuros. El tono, al menos, sí había
sido cien por cien heredado; la inteligencia era una característica
que también se había esforzado en cultivar él mismo.
Su padre había sido
igualmente responsable de decidir el nombre del pequeño: Cassius
Caesar. Resultaba ligeramente
extravagante
hasta para los ambientes en los que se movía, por lo que utilizaba
sus iniciales y, como se ha dicho, concedía a pocos la libertad de
hacerlo en voz alta. Faulkner era uno de los escasos afortunados; en
cuanto a Munro, se ceñía a su apellido con alivio.
Toller, orgulloso de
la adquisición que había supuesto su joven y guapo abogado, estuvo
más que satisfecho de tutelar y mimar a su aún más joven y guapo
amante. Jamás hacía ascos a rodearse de bellezas del sexo
masculino, y aquellos dos eran una pareja de lo más notable. A
Faulkner le había costado dos años presentarle a Mìcheal a su
cliente y grabarle en el cerebro que el chico estaba totalmente fuera
de los límites, y jamás lo habría hecho si éste no hubiera
amenazado con cometer un disparate de persistir en mantenerlo
encerrado entre su apartamento, el gimnasio y las clases de esgrima.
El club se había convertido en su refugio para escuchar música y
bailar, y allí tenía la oportunidad de hacerlo a salvo de las
multitudes.
Aquella era una
particularidad de Munro que sorprendía a Toller: su completo horror
y rechazo a que lo tocasen. Faulkner le había explicado que era un
caso extremo de afenfosfobia, y que cualquier roce ajeno era
suficiente para que su condición mental le provocara genuino dolor
físico. El empresario no había dejado de preguntarse cómo era
posible, pues, que su amante sí pudiera toquetearlo con toda
libertad; pero él había asistido a un episodio en el que alguien le
había tomado la mano y el sufrimiento del chico le había parecido
muy real, así que no había insistido en la cuestión. Lo
consideraba una lástima, eso sí: tocar semejante maravilla, e ir
mucho más allá del simple roce, le habría resultado delicioso...
Pero los negocios eran los negocios, y había que aceptar
sacrificios. Se contentaba con vestir a aquella buena pieza, darle
libre acceso a todas las áreas del club, disfrutar de sus
movimientos mientras bailaba, y asegurarle que su dinero no valía
allí, ni tampoco el de sus amigos. El de su amigo,
para ser más exactos, pues solo parecía tener uno: aquel tipo con
gafas que se ahogaba en su propia saliva cuando lo miraba... a él, y
al resto del personal masculino con un buen culo, todo había que
decirlo.
-Mi queridísimo
Mìcheal -saludó Toller tras terminar la llamada-, qué gran placer.
El propietario del
club se acercó e hizo ademán de palmearle el hombro. El joven
soportaba el contacto sobre la ropa; era la exposición directa a una
piel extraña lo que lo hacía reaccionar. En cualquier caso, ya
había aprendido a encontrarse a gusto con la proximidad de aquel
hombre. Lo miraba muy fijamente, pero mirar era gratis; por otro
lado, le parecía muy curiosa la forma que tenía de hablar, tan
exageradamente amanerada y untuosa. Sospechaba que solo era una
máscara que llevaba de cara a la galería, y que su comportamiento
era mucho más natural en la intimidad. Bueno, era inútil pensar en
ello. Él nunca lo vería en la intimidad.
-Tienes un aspecto
fabuloso, y no te digo nada nuevo. Y tu hombre, ¿ya ha regresado de
Suecia? Su asistente me explicó no sé qué historia cuando lo llamé
hace dos días, y entonces caí en que tenía que ver con uno de los
chicos de la compañía. Lo visten con ropa sacada de un contenedor
de desperdicios y lo dejan campar quince días sin lavarse esas
greñas que llamaremos pelo porque le crece en lo alto de la
cabeza... ¿y qué esperan? Inevitablemente se comportará como
basura. Y entiéndeme, encanto: yo no tengo nada en contra de que se
comporte como le venga en gana... siempre que lo haga sin que lo
pillen.
Mìcheal se las
arregló para meter dos palabras de canto y dijo que sí, que ya
había vuelto.
-¡Menos mal! Tengo
que hacerle una consulta que me tiene súper-preocupado... Pero
dejemos de hablar del aburrido trabajo. -¿Dejemos?-.
En esa bolsa sobre la silla tienes la ropa que he elegido para ti,
guapísimo. Yo bajaré luego a echar un vistazo, pero primero quiero
hablar con ese Heracles que tienes por amante. Te veo después,
Mìcheal.
El joven dio las
gracias y tomó la bolsa, mientras su interlocutor volvía su
atención de nuevo al teléfono. Luego bajó hasta uno de los
camerinos de la sala de tecno y se cambió. Toller le había elegido
una sudadera negra, sin mangas, con una gran estrella plateada sobre
el pecho que la cremallera dividía en dos mitades idénticas; unos
pantalones negros que se ceñían de manera sugerente a la cintura y
las piernas y unas deportivas como las que llevaba, pero del mismo
color que el resto de la ropa y con sendas estrellas plateadas a los
lados.
La sala comenzaba a
llenarse de gente. Munro se escurrió hasta el acceso restringido a
la pasarela superior, saludó a una de las bailarinas con una sonrisa
y caminó hasta su pequeña plataforma, suspendida sobre la multitud.
Cuando la noche estuviera en su apogeo la plataforma luciría de
manera espectacular, iluminada por aquellas luces enloquecidas, y él
y los demás bailarines serían bien visibles en medio de aquella
marea humana, pero completamente inaccesibles.
Aquella era la
maravillosa y bendita razón por la que Mìcheal amaba el lugar:
podía bailar, libre, entre cientos de personas, y a salvo.
Las luces se
apagaron y el Dj mix
comenzó a sonar en la sala. El acelerado latido de la caja de ritmos
reverberó a lo largo de las paredes y en el suelo; las vibraciones
subieron por las plantas de los pies de cada uno de los asistentes, y
el impulso eléctrico se propagó por sus columnas vertebrales y se
expandió en sus estómagos, golpeando al unísono con sus corazones.
Las plataformas se iluminaron, y Munro y los demás bailarines se
hicieron notar.
Puede que el joven
no poseyera unos músculos igual de abultados que sus compañeros,
pero su cuerpo era hermoso. Apenas hacía un año que bailaba, mas
tenía oído y sentido del ritmo, y el gimnasio y las prácticas lo
habían dotado de destreza y soltura. Cuando sus caderas se sacudían
y su espalda se arqueaba, muchos ojos se prendían en él y bebían
con avidez cada uno de sus movimientos. Era cierto que solo había
una persona que pudiera tocarlo; Mìcheal se vengaba allí arriba,
todas aquellas noches, seduciendo a muchas mujeres y a no pocos
hombres con la sensualidad que gritaban las ondulaciones de su
figura.
En algún momento de
la noche el joven rubio siempre se desprendía de su top.
Sus manos se desplazaban a su cremallera y la bajaban lentamente, y
la prenda volaba hasta la pasarela, revelando las lineas de sus
pectorales y abdominales, brillantes por el sudor. Era entonces
cuando solían materializarse los temores de Faulkner, dado que no
era infrecuente que el vaivén de sus caderas hiciera que sus
pantalones se deslizaran y revelaran su caprichosa ropa interior. Él
no lo sabía, pero también ese gesto tenía sus admiradores, que se
esforzaban por distinguir si el negro de su cintura era liso o estaba
decorado con algún bordado de fantasía; y ya satisfecha su
curiosidad, aquellas miradas continuarían el viaje al norte o al
sur, dependiendo de sus preferencias.
La mente del joven
solía ahogarse en el ritmo, desconectarse de lo que lo rodeaba. Ni
siquiera se acordaba de fumar. No era el tipo de música que solía
escuchar en la intimidad, pero era lo que necesitaba, la corriente
eléctrica que ponía en funcionamiento aquella maquinaria de hacer
belleza. Toller nunca se privaba de darse una vuelta por la pasarela
y regalarse la vista con sus evoluciones en la plataforma.
Oficialmente, se cuidaba de que la mercancía
de
Faulkner permaneciera intacta; extraoficialmente, disfrutaba del
muchacho de la única manera que podía. No iba a negar que había
tenido algunos hombres tan atractivos como él a lo largo de su vida;
no podía negar, tampoco, que Munro tenía el encanto de lo
prohibido.
Aquella noche el
rubio tardó bastante tiempo en necesitar un descanso. Agarró su
sudadera nueva, se dirigió a los camerinos y se secó el sudor,
aunque luego se lo pensó mejor y se remojó la nuca con una botella
de agua. Se pasó la mano por los cabellos mojados, y al volverse
hacia la puerta, descubrió a una de las bailarinas mirándolo con
descaro, con una sonrisa en sus seductores labios pintados de rojo.
Supuso que era nueva, nunca la había visto antes. Llevaba un
llamativo top
con cristales y unos minúsculos pantaloncitos negros.
-Hola, guapo.
¿Tienes un pitillo?
-Claro. -Depositó
el paquete y el encendedor sobre la mesa para que ella se sirviera.
-¿Te importa si te
lo devuelvo luego? -dijo, refiriéndose al mechero-. O mejor aún,
ven a echarte uno conmigo.
-Tengo que volver a
la... -respondió maquinalmente Munro. Fue solo un instante; se lo
pensó mejor y cambió de idea-. Sí, por qué no.
La sonrisa de ella
se volvió más abierta. Subieron a la terraza del piso superior y se
reclinaron sobre la barandilla; él le ofreció fuego y se encendió
uno para él. Hacía fresco, pero el cigarrillo resultaba
reconfortante.
-No sé si salir
después de sudar tanto es una buena idea... Por cierto: Olivia. ¿Tú?
-Mìcheal.
-Mìcheal... qué
mono. ¿Irlandés?
-En realidad,
escocés.
-Y dime, chico
escocés, ¿llevas mucho tiempo haciendo de animador?
-Solo de vez en
cuando. Digamos que soy amigo de un amigo del dueño y...
-Ah, ya. -La sonrisa
de la joven se congeló-. Eres de la otra acera.
-¿Qué?
-Que no tengo nada
que hacer. Que no te van las tías, vaya.
-No sé si me van
las tías; nunca he estado con una.
Ella lo miró
extrañada, pero recuperó parte de su aplomo. Aquello no sonaba tan
poco prometedor...
-A estas alturas ya
deberías saber si te interesan las tías, ¿no crees, chico escocés?
Ya me imaginaba que te iba más la carne que el pescado; eres
demasiado guapo, y tienes demasiado desparpajo eligiendo la ropa.
-¿Desparpajo?
-Que digo que
bonitos gayumbos.
-Gracias. -Dio una
profunda calada al cigarrillo y volvió la vista al frente-. Me
gustaría devolverte el cumplido y decirte que bonitas bragas, pero
no llevas.
Munro se asustó de
su propia osadía. ¿En qué estaba pensando? Pero ya era tarde, las
palabras habían abandonado su boca. Y la de la chica, por cierto, se
había abierto de par en par... No; decididamente, aquello no sonaba
tan poco prometedor...
-Vaya... -alcanzó a
decir ella-. ¿Cómo puedes estar tan seguro?
-Porque eso que
llevas es tan pequeño que es imposible que quepa nada más...
Se volvió de nuevo
hacia ella y la miró con interés. Ella le devolvió la mirada.
El joven se preguntó
por qué le estaba siguiendo el juego. Tenía razón, en el fondo: la
chavala ni siquiera lo atraía. Y no era la única, hacía mucho
tiempo que no se le iban los ojos detrás de nadie. Procuraba no
lanzar segundas miradas a la gente, ya que no tenía sentido
interesarse por algo que nunca podría tener. Había aprendido por
las malas... Y, sin embargo, nunca había intentado tocar a una
chica. Su cerebro acariciaba la idea con una intensidad que lo hacía
sentirse incómodo, y también expectante. ¿Y si su condición solo
lo aquejaba con los hombres? Al fin y al cabo, Faulkner nunca se
había mostrado celoso cuando las mujeres se fijaban en él; eran los
hombres quienes recibían esa mirada de aviso que solía funcionar
tan bien, ya que Owen nunca daba la impresión de que bromeaba. No,
no creía que las chicas fueran lo suyo, pero merecía la pena
intentarlo si... Compuso una expresión seductora y se acercó aún
más a ella. Inesperadamente, la tal Olivia posó su mano libre en su
costado desnudo, justo por encima de la cadera.
Habían pasado meses
desde el último incidente, pero su cuerpo no lo había olvidado. El
dolor...
El dolor del roce
era igual que una quemadura de hielo. No lo hacía saltar enseguida,
sus terminaciones nerviosas se tomaban su tiempo para llevarle la
información a su cerebro; pero cuando la sensación se aposentaba
allí, ya no había nada que pudiera detenerlo. Bajaba por su espina
dorsal, se demoraba en su estómago y en su vientre, y allá por
donde pasaba dejaba una estela de alfileres helados. Al menos, esa
era la única forma que tenía de describirlo... Y lo peor era que
perduraba, aumentando de intensidad si el toque persistía, pero
perforándolo incluso después de que la piel o el cabello invasores
se retiraran. No importaba lo rápido que se apartara, no importaba
cuánto aullara en su mente, suplicando que parara, que el contacto
se había roto, que ya no lo haría nunca más... Se dobló sobre sí
mismo, sujetándose el estómago.
Por su parte, la
chica tampoco estaba pasándoselo en grande. Rozar aquella piel
producía el mismo efecto que recibir una descarga eléctrica de otra
persona, algo de lo que había oído hablar pero que nunca había
experimentado ella misma. Retiró la mano, rápida como un resorte.
-¿Qué estás
haciendo, Mick?
Mìcheal no pudo
volverse; Olivia sí lo hizo, y se topó con aquel tipo grande y
atractivo vestido con el traje gris que, ignorándola, caminó hacia
el rubio y lo tomó por la cintura, obligándolo a enderezarse, y se
lo llevó de allí. Ella tiró el cigarrillo sin terminárselo y
corrió escaleras abajo. Tíos
raros...
***
-Ah... O-Owen,
por... por favor... no me... ugh... Tócamela... por favor...
La enorme cama de su
apartamento era lo único que se salía de lo corriente entre los
espartanos muebles. Tenía una base muy firme y un cabecero de barras
de metal, y era perfecta para moverse con brusquedad y para practicar
ciertos jueguecitos.
Normalmente eran
esposas acolchadas, pero aquella noche había sido cuero; una larga
ristra de pequeñas tiras de cuero que se sujetaban a las muñequeras
con mosquetones metálicos a resorte. No le gustaba usarlas, le
causaban rozaduras si él se revolvía con demasiada fuerza, pero no
estaba de muy buen humor. Y cuando no estaba de muy buen humor, no le
hacía tantos ascos a dejar un par de marcas.
Mìcheal yacía boca
abajo, con el rostro hundido sobre el colchón. Faulkner había
arrastrado sus caderas hacia atrás y las había alzado ligeramente,
con lo que sus brazos habían quedado extendidos, tirantes, a ambos
lados de su cabeza. Sus dedos se agarraban, los nudillos blancos como
el hueso, a las correas de cuero que lo sujetaban. Los del la mano
izquierda del abogado subieron a meterse en su boca para evitar que
hablara y la saliva, que amenazaba con desbordarse, los empapó;
cuando notó que la lengua se revolvía en torno a ellos, apretó
con más fuerza, hasta que lo único que consiguió volver a cruzar
aquellos labios fueron quejidos inarticulados.
Se había instalado
entre sus piernas, que había separado rudamente con las rodillas, y
se había sumergido muy dentro de él. Siempre había estado bien
dotado, si bien tres años de sexo habían cincelado la forma de su
aparato dentro del joven, tanto en su boca como entre sus nalgas. Los
dedos de su mano libre estaban clavados en el lado expuesto de la
ingle de su pareja, muy cerca de su pene hinchado y húmedo, pero sin
tocarlo. Dejaban profundas huellas en la carne, que cedía
blandamente a su presión.
Su polla, hundida
hasta las cachas, abandonó de súbito el túnel en el que se había
abierto camino, hasta que la resbaladiza cabeza asomó entre las
estrechas paredes, y luego volvió a penetrar como un ariete, con un
golpe que restalló igual que un latigazo. Mìcheal volvió a gemir.
Por el rabillo del ojo Owen percibió cómo la piel de sus nalgas
enrojecía notablemente; sus dedos apretaron aún más,
inconscientemente, pintando círculos blancos en la superficie
rosada.
-Te dije que
volvieras pronto, y tengo que ir... -latigazo; nuevo gemido- a
buscarte, y te encuentro intentando sobar... -nuevo latigazo, y de
nuevo aquel sonido tan extrañamente satisfactorio a sus oídos- a
una de aquellas fulanas. No sé que me decepciona más: que intentes
engañarme... -otro golpe; Faulkner continuó su discurso así, y a
cada pausa, su arma perforaba de la manera más brusca- o que seas
tan estúpido. Si tanto te gusta el dolor... no hay necesidad de que
busques fuera de casa...
Al contacto con el
aire, el lubricante comenzó a perder su eficacia, pero el abogado no
se molestó en reemplazarlo. Continuaron las embestidas, hasta que el
cerebro del más joven comenzó a enviarle mensajes confusos que
mezclaban inseparablemente el deleite y la agonía. Deseaba correrse
más que nada, solo que aquella mano despiadada no le proporcionaba
ni una caricia, y aquella manera de follárselo no hacía más que
llevarlo hasta en borde sin proporcionarle el empuje final. Trató de
girarse y que su entrepierna recibiera, al menos, el roce del
colchón, pero Faulkner lo sujetó, implacable, en aquella posición.
-¿Para qué quieres
una chica, Mick? No creo... que se te levante siquiera. Después de
todo este tiempo, sabes que yo... soy lo que necesitas. -Apretó los
dientes; también a él estaba comenzando a resultarle molesto-.
¿Esto es lo que quieres?
Los dedos se
cerraron sobre el glande del joven rubio, que se estremeció y
comenzó a respirar más ruidosamente. Pero justo cuando estaba a
punto de dispararse, la mano bajó a la base del rígido miembro y
apretó con fuerza, interrumpiendo su orgasmo. Mìcheal casi gimoteó:
era la segunda vez que se lo hacía aquella noche. Conocía muy bien
su cuerpo, sabía leer sus gemidos, sus sacudidas. El hombre de
cabellos castaños se inmovilizó dentro de él, y cuando juzgó que
su pene había vuelto al estado de dolorosa excitación, lo soltó y
apartó la mano. Retiró también los dedos de su boca, dejando un
hilo de saliva tras de sí que resbaló por la barbilla del joven.
Las muñecas ligadas tiraron con fuerza, intentando liberarse.
Sacudió las caderas, pero la presa que las sujetaba era demasiado
fuerte. Jadeó, desesperado.
-Por favor, Owen...
déjame... ah... correrme... ya no puedo...
-Claro, Mick. Pero
antes... -los dedos del abogado se clavaron sobre su nalga,
amasándola, exponiendo aún más una abertura que ya estaba llena de
él- tendrás que prometerme que nunca más intentarás tocar a
nadie, solo a mí. -Empujó con más fuerza, aunque ya no había
forma humana de que aquello penetrara más adentro. El joven soltó
un quejido al notar aquel gran cuerpo echándose completamente sobre
él y aquellos labios pronunciando claramente, junto a su oído-
Prométemelo, Mick.
-Te... te lo
prometo, Owen, no volveré a intentarlo, pero...
-Y ahora suplícame.
Suplícame qué es lo que quieres que haga contigo. -Los dedos
rozaron sus testículos y la base de su miembro, pero no lo
suficiente para que resultara placentero-. Suplícamelo.
-Te lo suplico...
haz que me corra... por favor...
Los dientes de
Faulkner se cerraron sobre el lóbulo de su oreja, sin llegar a
hacerlo sangrar. La mano izquierda, aún húmeda de su saliva, subió
y se entrelazó con la que estaba atada al cabecero, y la derecha
rodeó suavemente su erección. Mìcheal intentó empujar dentro de
ella, algo que le resultaba difícil con aquella pesada torre
musculosa aprisionándolo. El abogado reanudó los vaivenes, ahora
más rápido. También estaba a punto, y aún más cuando escuchó
los agudos gemidos que brotaban de sus labios, ahora de placer. No
quería que alcanzara el clímax antes; mantuvo los dedos laxos
alrededor de su miembro mientras entraba y salía, aumentando el
ritmo, hasta que disparó su carga de esperma dentro de él, con un
suspiro ardiente cuya calidez bañó sus cabellos rubios. Mientras
aquella polla aún bombeaba dentro de sus apretadas paredes, la mano
sujetó con más firmeza la del joven y la frotó con intensidad,
desde la base hasta la hendidura de su extremo, exprimiendo hasta las
últimas gotas de líquido preseminal. Mìcheal ahogó un grito, y el
anhelado orgasmo lo sacudió, proyectándose con violencia sobre su
estómago en tanto que el dedo pulgar de su pareja aún acariciaba
ambas mitades de su hinchada cabeza; no pudo dejar de gemir y
estremecerse durante los largos segundos que se prolongó su placer.
Los latidos cesaron,
y Faulkner retiró la mano con suavidad. El cuerpo de su amante se
había quedado flojo, sin fuerzas; las manos atadas ya no se
agarraban al cuero, sino que colgaban inertes. Parecía que había
quedado reducido al estado de un pajarillo desmadejado que luchaba
para hacer entrar el aire en sus pulmones... El hombre de más edad
lo besó en el cuello mientras salía gentilmente de él, y se irguió
sobre sus rodillas, tomando un alambre de la mesita que sirviera para
apretar el resorte que abría los mosquetones de las muñequeras.
Entonces sonó el móvil.
No era el móvil de
su trabajo; se cuidaba bien de ponerlo en silencio durante aquellas
sesiones. Era el otro móvil, el que nunca podía permitirse
desconectar. Mìcheal sabía que debería responder, pero aun así,
el abogado liberó sus muñecas antes de hacerlo, rozándolas
levemente con sus labios al retirar las tiras de cuero, y lo besó
suavemente en la boca.
-¿Sí? ¿Jaleesa?
Jaleesa era la
asistente de Faulkner, y también uno de ellos.
Era muy raro que usaran aquella línea fuera de los Días Marcados.
En cualquier caso, el joven rubio se las arregló para incorporarse,
echó mano de una caja de pañuelos de papel y luego caminó
lentamente hasta la ventana, deseoso de echarse un pitillo.
El fresco aire de la
noche bañó agradablemente sus sienes cubiertas de sudor. Mìcheal
se apoyó sobre el alféizar y disfrutó los momentos de tregua;
todavía le temblaban las piernas.
Él mismo no acababa
de comprender por qué le gustaba aquello. Owen nunca había sido un
mal amante; no tenía con quién compararlo, pero si correrse como
una bestia una y otra vez era la señal de que te lo estaban haciendo
bien, entonces era que a él siempre se lo habían estado haciendo
muy bien.
Pero con el paso del
tiempo, el placer había dejado de ser suficiente. Siempre estaba
ahí, pero le producía ansiedad, desasosiego... la sensación de
estar en una jaula con la puerta abierta que hacía que sus ojos se
escaparan hacia la incitadora abertura, preguntándose si debía
intentar cruzarla. No sabía cómo explicarlo, salvo que lo hacía
sentir culpable, deudor de un precio que tarde o temprano tendría
que pagar.
El dolor, las
ligaduras y el cansancio tenían un efecto curioso sobre él. Lo
excitaban y le procuraban una paradójica paz de espíritu que los
colchones blandos y las caricias no podían conseguir. Miraba hacia
la puerta de la jaula y la veía bien cerrada, sin ninguna
posibilidad de huida, y aquello lo reconfortaba. Estaba donde debía
estar; el dolor era real, era un ancla firme y segura. El dolor hacía
que no necesitara pensar.
Al principio Owen se
había negado. No le iban aquellas cosas: todo lo que quería era
estar encima de él, dentro de él, de aquella forma suya intensa,
pero sin complicaciones. ¿Atarlo a la cama? ¿A la ducha? ¿Qué
clase de psicópata se creía que era?
Mìcheal había
insistido tanto que al final había cedido. Era un juego, las
primeras veces; apenas unos pañuelos de seda rodeando blandamente
sus muñecas; unos movimientos más bruscos mientras lo penetraba; un
mordisco ocasional, en alguna zona discreta...
Más adelante, el
joven había aumentado sus exigencias. Y a su amante le había
resultado más y más fácil seguirle la corriente, sobre todo los
días en los que se las arreglaba para ponerlo de mal humor. No es
que lo hiciera a posta, pero bienvenidos fueran, porque luego
disfrutaba las consecuencias. Después le provocaban el remordimiento
de ver a Owen sumido en su propio sentimiento de culpabilidad... Era
un círculo extraño y en cierta forma enfermizo. Aunque había dos
cosas con las que él nunca transigía: jamás utilizaba consoladores
-decía que creía estar suficientemente armado para complacerlo- y
nunca le dejaba marcas comprometedoras; aducía que sería tentar al
destino, considerando lo mucho que Mìcheal se dejaba ver sin camisa.
-¿Cuándo dejarás
de fumar, Mick? -El abogado había colgado y se había acercado
silenciosamente a su compañero, mirándolo con desaprobación.
-¿Y qué más da?
-respondió el más joven, dando una profunda chupada-. No es que me
vaya a matar el cáncer, ¿verdad, Owen?
-A mí si me da, mi
lengua también entra en esa boca tuya.
-¿Qué quería
Jaleesa? -lo cortó el rubio, para no discutir.
-Oh, eso; al parecer
uno de los Grises estaba rondando la casa de Davenport. Me temo que
nuestro próximo objetivo ha dejado de ser un secreto, y tendré que
vigilarlo estrechamente hasta que madure, o me arriesgaré a
perderlo. Tal y como están las cosas, no puedo permitírmelo.
-¿Cómo es, ese
Davenport?
-El sábado lo verás
-respondió el abogado, con voz tensa.
-Ah, sí...
Una chispa de
excitación encendió los ojos de Munro. El sábado, el próximo Día
Marcado, en el que Faulkner lo dejaría salir con él por vez
primera... Ansioso, aspiró el humo con fruición, antes de que su
compañero le quitara el cigarrillo de las manos, lo aplastara contra
en vidrio y rodeara su cintura con los brazos.
-Deja eso, Mick, yo
no he terminado contigo... Espero que no habrá más interrupciones,
así que, ¿qué tal si pasamos al segundo asalto? -Hundió el rostro
en su cuello y lo mordisqueó. El joven gruñó suavemente, con una
sonrisa.
-¿Qué tienes en
mente? ¿Atarme las muñecas a los tobillos? ¿Una buena mordaza y
una venda? ¿Has encontrado, al fin, un consolador que sea más
grande que tu p...?
No lo dejó
terminar; se lo cargó al hombro, lo lanzó contra la cama y se echó
encima de él, mirándolo fijamente.
-Haremos el amor,
simple, lisa y llanamente, Mick. Nada más que eso. -Su índice
presionó los labios que estaban a punto de lanzar una queja-. Y te
gustará. Pero antes... habrá que despertar a tu amiguito, que se ha
amodorrado...
Su boca tomó el
lugar del dedo, besando y lamiendo aquellos arcos rosados. Bajó por
su barbilla a lo largo de su cuello, deteniéndose a conciencia en la
escotadura, y continuó su camino entre los pectorales hasta su
ombligo, donde también se tomó su tiempo antes de aposentarse en su
pubis rasurado. Lo volvía loco pasar la lengua por toda la piel lisa
y sin vello de su cuerpo, incluidos los huecos de sus axilas.
Depilarse no era algo que hiciera especialmente feliz a Mìcheal,
pero aun así, transigía con ello. Tenía sus consecuencias
positivas, después de todo...
Owen rodeó
provocativamente su miembro y bajó hasta sus testículos, que besó,
acarició y mordisqueó antes de prestar su atención al amiguito
que dormitaba. Deslizó la lengua por toda la cara inferior hasta el
surco en el que desembocaba su pequeña abertura y lo lamió. Tenía
ese sabor que lo excitaba tanto, que le recordaba que ya lo había
hecho correrse y que lo impulsaba a volver por más... Hizo
desaparecer poco a poco la blanda carne en su boca.
El joven miró hacia
abajo, a la cabeza de cabellos castaños que subía y bajaba sobre su
entrepierna. Notó cómo se aceleraba su respiración; era
estimulante, cierto, pero nunca estaba de más un empujoncito
extra... Estiró los brazos, a ciegas, hasta que encontró las tiras
de cuero que aún colgaban del cabecero; las sujetó con fuerza y dio
una vuelta alrededor de sus muñecas, usándolas después para
impulsarse dentro de aquella dominante boca. Oh...
oh, sí... Ya estoy de nuevo a punto...
Faulkner se paró de
repente y alzó la vista a las manos de su pareja. Al verlas de nuevo
enrolladas en las ligaduras frunció el ceño; tiró de ellas hasta
soltarlas, las atrapó sobre la aureola de cabellos rubios que
rodeaba el rostro de Mìcheal y las entrelazó con las suyas. El más
joven se atrevió a fijar sus ojos aguamarina en el gris brillante de
aquella mirada tan hipnotizadora que escrutaba sus facciones. Separó
las piernas y rodeó con ellas las musculosas caderas.
El joven Munro no
volvió a hacer trampas. Sus brazos se deslizaron sobre los costados
de su amante y acariciaron su ancha espalda. Sus dedos índices
trazaron las líneas de las dos cicatrices perfectamente simétricas
que Faulkner tenía junto a sus omóplatos.
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