—Contemplad
la bendita planicie consagrada a los tres dioses. Sois afortunados,
ya que pocos extranjeros, incluyendo a nuestros parientes Silvanos,
han llegado a poner un pie en estas tierras. Vuestro hábil dotado
necesitará reponerse después del esfuerzo, así que os conducirán
a un alojamiento digno. Volveremos a reunirnos al anochecer para
participar en la última comida del día y fascinar a los jóvenes
con las exóticas historias que contaréis de vuestras ciudades.
Simplemente os pido que no os excedáis en esa fascinación, no
queremos que nuestros guerreros más prometedores abandonen sus
deberes para viajar al sur. A las muchachas estáis más que
autorizados a fascinarlas, eso sí os lo digo: si ellas se dejan, no
seré yo quien se queje por acoger en la comunidad a algún recién
nacido con sangre de Dervarn. Ahora he de visitar nuestro santuario;
en las presentes circunstancias, me inquieta haber pasado tanto
tiempo alejado de él. No, no me acompañaréis, ya se presentará
una oportunidad más propicia después de reponeros y de recibir el
visto bueno de la Tríada. Comprended que, aunque nuestra confianza
en vosotros es grande, solo los dignos pueden acceder al mayor tesoro
que custodiamos. Id, comed, relajaos y entreteneos. Ah, os he
asignado unos guardianes para escoltaros durante vuestra estancia
aquí. Y por cierto, ¿dónde diantres se han metido? Entrenando, de
seguro. Esos tercos muchachos… Acercaos allá donde se ve el corro
de mirones y preguntad por Dranaris. Y decidle que me va a oír.
Bien, nos reencontraremos más tarde ante un buen cuenco de estofado
y una jarra de licor. ¡Los tres dioses os guarden!
Tras
la parrafada de Kaledias, tan compacta que ninguno alcanzó a meter
baza, el guía y sus curiosos guardaespaldas desaparecieron por algún
punto de la arboleda.
—¿Y
esta es la diplomacia del norte? —ironizó Vira para romper el
hielo—. ¿Dejarnos tirados en medio de una cordillera con la orden
de buscar nosotros mismos a nuestros niñeros? Y preñando a alguna
moza por el camino, si se tercia. Pues menuda cuadrilla de sementales
mujeriegos ha ido a convocar.
—Aquí
el único que no sabría ni por dónde apuntarle a una chica eres tú
—masculló Caradhar, aún apoyado en el hombro de Sül.
—Vaya,
debes sentirte mucho mejor si ya empiezas a buscar guerra.
—Me
las arreglo. ¿Qué es eso del visto bueno de la Tríada?
—Algo
relacionado con los dioses, supongo. En fin, nos adaptaremos a sus
costumbres, qué remedio. Empezaremos por localizar a ese tal
Dranaris, el gentil vigilante que con tanta gracia nos deja tirados
para hacer lo que quiera que esté haciendo.
—O
también podemos ignorarlo y recorrer esto sin nadie que nos eche el
aliento al cuello —sugirió Sül.
—Eres
muy optimista si crees que vamos a pasar desapercibidos. No, mejor
seguir las indicaciones de Kaledias. Por otro lado, allí se está
congregando un buen gentío y quiero saber por qué. Vamos.
Tan
avergonzado estaba Navhares que no se atrevió a intervenir en la
conversación, sino que se limitó a hacerse pequeño y seguir a los
otros en su recorrido a través de aquella curiosa pradera entre
árboles y montañas. Desde su discreta posición pudo comprobar que
Vira estaba en lo cierto, pues su grupo era el blanco de las miradas
de cuantos se encontraban en el camino. Y no se trataba únicamente
de que eran extranjeros; según comprobó, las marcas del talento
eran bastante más inusuales que en Dervarn, sobre todo la bendición
doble del Silvano. Sin embargo, parecía existir el acuerdo tácito
de no dirigirse a ellos y contentarse con observarlos a distancia.
Cuando alcanzaron la muchedumbre, los asistentes abrieron un pequeño
corredor para dejarles paso, lo que les permitió asistir en primera
fila al espectáculo que allí se desarrollaba.
Al
borde del claro había tres árboles altos, esbeltos y poco
frondosos. Desde lejos quizá llegaban a confundirse con la masa
forestal que los rodeaba, pero al distinguir las bases de sus
troncos, sumergidas en un estanque de líquido color corinto, era
fácil comprender que disfrutaran de una veneración singular. Le
recordaron, en cierta manera más tosca e inquietante, al Altar de la
Luna en Argailias o a la poza que había visto de pasada al descansar
en Dervarn. Su visión se nubló durante unos latidos, enfocada en
algo que no estaba ahí: en una luna violácea reflejada entre tres
troncos; en una masa de hojas, ramas y lianas danzando a su
alrededor; en el muro de tierra y roca que abrazaba la escena,
provocando una tempestad de oscuras gotas de agua.
Mas
lo que de verdad cautivó la curiosidad de Navhares fue el
espectáculo que se desarrollaba en el amplio círculo ante los
árboles. Combatientes con la inconfundible indumentaria de los tres
guardaespaldas de Kaledias calentaban los músculos y ensayaban
movimientos de lucha. A diferencia de los anteriores adornaban sus
rostros con pintura, portaban armas de madera y no llevaban jubón;
un ligero rubor calentó las mejillas del joven al contemplar todos
esos cuerpos semidesnudos, a todas aquellas elfas con una simple
banda de cuero a la altura del pecho. Las franjas decoradas que ya
llamaran su atención en el primer encuentro lucían aquí en todo su
esplendor. Según distinguió, eran tatuajes geométricos, cada uno
con su propio estilo, que recorrían el lado derecho de sus torsos y
espaldas y se hundían en los pantalones, con lo que no había forma
de comprobar si continuaban a lo largo de sus piernas. Las orejas del
mismo lado llenas de adornos, las cortas cabelleras, el exótico
calzado con refuerzos… Habría supuesto que tal era la casta
guerrera de Dallankor de no ser por la pareja de guardias
pertrechados con arcos, lanzas y armaduras de cuero que había visto
en la entrada. No, estos luchadores debían poseer un estatus
especial. Un examen más detenido le reveló que se agrupaban en
tríos, sin distinción de géneros, aunque el número de miembros
femeninos era inferior al de sus contrapartidas masculinas. Y no era
tan extraño, si lo meditaba: aquellas guerreras eran más altas y
fornidas que Sül, cuyas habilidades en combate eran bien probadas.
Ni en Dervarn ni, desde luego, en Argailias, se había llegado a
topar con algo similar. Los grupos de tres compartían el mismo tipo
de tatuajes y perforaciones en las orejas y se coordinaban sin
palabras, casi instintivamente. La fluidez de sus movimientos era
asombrosa; en ninguna de las exhibiciones de Argailias había
presenciado Navhares algo semejante. En determinado momento, los
participantes se detuvieron y alinearon a lo largo del perímetro.
Dos de los tríos salieron al centro, marcado con una reducida
circunferencia; saludaron a los árboles, extrajeron sus bastones y
varas y adoptaron posiciones ofensivas.
Las
pupilas del argailiano se perdieron en una rapidísima sucesión de
ataques y esquivas, técnicas que no alcanzaba a comprender aun con
su formación marcial básica y que eran demasiado complejas para
pasar por reacciones improvisadas sobre la marcha. Habría deducido
que se trataba de coreografías de no ser por su familiaridad con los
recursos de Vira en combate. ¿Estarían usando aquellos Silvanos
talentos telepáticos? Antes de darse cuenta, la contienda se saldó
con tres elfos lanzados fuera de la circunferencia —lo que suponía
la descalificación automática— y un cuarto arrojado a la hierba y
sujeto por las varas de los dos restantes. Un clamor grave se elevó
del público para homenajear a los vencedores.
Tras
un par de enfrentamientos más, Navhares se sorprendió al comprobar
que uno de los siguientes grupos competidores, y solo uno, contaba
con dos únicos miembros. Ignoraba a qué se debía el agravio
comparativo, pero como ninguno de los presentes mostró signo alguno
de desconcierto, la desigual liza dio comienzo sin incidencias. Uno
de los guerreros estiró su vara larga y se colocó en posición
avanzada mientras su compañero, más bajo, se defendía con bastones
disparejos y permanecía de pie al límite del área disponible.
Hasta Navhares sabía que quedarse al borde no era buena idea, pues
incitaba a cualquier atacante a intentar eliminarlo sacándolo fuera.
De hecho fue justo lo que decidieron hacer dos de los rivales al
tiempo que el tercero, pertrechado con un par de garrotes, cargaba
contra el elfo más alto del dúo.
A
espaldas de este, su camarada mantenía el tipo a base de afianzar
los pies en el suelo y desviar los golpes con sus armas de diferente
longitud. La táctica del trío era sencilla: acabar con uno a toda
velocidad para luego concentrar toda su potencia en el más fuerte.
Por desgracia para ellos, al contrincante de los garrotes no le iban
muy bien las cosas, ya que eran demasiado cortos para burlar el área
de alcance de una vara. El alto elfo apenas tuvo que distraerlo
durante unos cuantos movimientos antes de dirigir el arma a sus
piernas para hacerlo trastabillar; y, ya fuese suerte o pericia
—Navhares no estaba seguro—, consiguió propulsarlo contra uno de
sus compañeros. Al estar de espaldas, este no pudo apartarse a
tiempo y fue arrollado por él. El defensor de los bastones
disparejos, en cambio, lo vio venir con la suficiente antelación
para agacharse y servirle de trampolín en su trayectoria hacia el
desastre. La maniobra se saldó con un eliminado en el trío.
El
elfo de los garrotes recobró el equilibrio antes de encajar otro
golpe. En cuanto a su aliado, se vio arrastrado poco a poco hasta el
centro del círculo por un antagonista que, cumplido su plan de
enviar a alguien fuera del perímetro, prefería buscarse una
ubicación menos expuesta. Los siguientes intercambios fueron más
conservadores y meditados, si bien se hizo patente que, con igualdad
numérica, los que habían partido en desventaja tenían todas las de
ganar. El luchador alto era, a ojos vistas, el más fuerte de todos,
en tanto que su camarada esquivaba con tal destreza que ninguna de
las armas contrarias había llegado a rozarlo. Llegado a un punto se
dedicó a desviar los ataques de ambos para facilitar que la vara de
su aliado detectara huecos en la defensa y conectase algunos golpes.
Si Navhares había albergado dudas sobre su comunicación telepática,
estas se disiparon al presenciar su siguiente maniobra. Aprovechando
que permanecían en el centro, el más bajo hincó la rodilla en
tierra mientras su compañero hacía lo propio con el extremo de su
vara; acto seguido, este se impulsó usándola de eje y barrió el
espacio a su alrededor con el tornado más espectacular que el
argailiano contemplara en su vida. El impacto de la patada fue tal, y
tan súbita la ejecución, que uno de los rivales salió despedido
fuera del círculo. Su aliado consiguió librarse por los pelos a
costa de perder uno de los garrotes, aunque sus gestos dejaban bien
claro su estado de ánimo: había perdido la partida y lo sabía.
Aguantó como fue capaz las siguientes acometidas, fue despojado de
su segunda arma, trastabilló y, por último, cayó de espaldas con
la vara apuntándole al cuello y los bastones al pecho y vientre. El
clamor de la concurrencia se prolongó un poco más esa vez.
Tan
absorto estaba Navhares con el desarrollo de la exhibición que no
notó el susurro de Caradhar a Vira, ni la sonrisa complacida del
Silvano. De hecho se sobresaltó cuando este anunció en voz alta y
clara, dirigiéndose a los vencedores:
—Mis
felicitaciones. Buscamos a Dranaris. ¿Seríais tan amables de
indicarnos su paradero?
El
elfo más corpulento del dúo se frotó la pintura del párpado antes
de caminar hacia ellos, seguido por su compañero. Al tenerlo tan
cerca, ninguno de los extranjeros dejó de admirarse ante la
presencia de aquel bravío
que igualaba la prodigiosa altura de Vira, y cuyos adornos y desnudez
le conferían una cualidad salvaje de la que carecían los
civilizados sureños. Las miradas se les perdían en el intrincado
diseño de bestias entrelazadas que ondulaba sobre los músculos de
su vientre y tórax. Su pelo corto era moreno, pero un mechón
corinto se proyectaba desde su sien hasta la nuca y hacía juego con
sus iris. Aun con el borrón de pintura que le cubría medio rostro
seguía siendo un bello ejemplar de elfo. Hasta Navhares, poco
versado en temas mundanos, pudo apreciar lo mucho que a Vira le
agradaba lo que veía.
—Ya
sabes que soy yo —afirmó el norteño de manera tajante y sin
formalismos—. ¿Siempre trabas conversación lanzando agudezas,
Vira de Dervarn? Yo también sé quién eres.
—Afortunado
de ti, Kaledias ha debido ponerte en antecedentes. Nosotros no hemos
disfrutado esa suerte. —Se fijó en el otro elfo más bajo. Si bien
toda su cabellera brillaba con la marca del talento, los rasgos más
llamativos de su rostro eran los ojos anaranjados y las cuencas
pintadas de negro, a diferencia del resto de los luchadores, que
preferían el corinto—. ¿Y tu compañero es…?
—Az…
Keraltas —se presentó el aludido—. Saludos. No todos los días
tiene uno la oportunidad de echar el ojo a tipos finos del sur.
—¿Tipos
finos? Ejem, te refieres a mis amigos argailianos, supongo.
—No,
me refiero a tod…
—La
cuestión —lo cortó Vira antes de iniciar un debate sobre finura y
rudeza— es que habéis sido designados para hacernos de guardianes.
Muy exótico, eso de recibir a los visitantes en un torneo de lucha.
—No
es un torneo, sino la elección de los Nudhakavie
que se celebra cada nueve años. Y nosotros no queríamos la
responsabilidad de ser vuestros acompañantes. Lo haremos, pero no
renunciaremos a nuestro derecho a tomar parte en aquello para lo que
nos hemos entrenado toda nuestra vida.
La
abrupta sinceridad de Dranaris hizo sonreír a Vira.
—No
es nuestra intención interrumpir nada. Nos las arreglaremos muy bien
solos, de hecho.
—Inadmisible,
Dallankor no es lugar para extranjeros sin supervisión. Es la
voluntad de Kaledias y obedeceremos.
—En
ese caso, indicadnos dónde está nuestro alojamiento, si sois tan
amables. A Caradhar le vendría muy bien descansar un poco.
El
norteño lanzó una mirada ansiosa al círculo de luchadores; daba la
impresión de que le suponía un gran sacrificio privarse de asistir
al resto del evento. No obstante, se colocó la vara a la espalda y
echó a andar hasta el borde más alejado de la pradera.
—Ya
que hemos de pasar tiempo juntos, bien podríamos empezar a
conocernos un poco más —propuso Vira, ampliando sus zancadas para
ir a la par que su guardián—. ¿Qué es esa historia de los
Nudhakavie y vuestros derechos amenazados?
Dado
que Dranaris permanecía en silencio, su camarada tomó la
iniciativa.
—¿No
conocéis a la Tríada en vuestro terruño? Nosotros adoramos a los
tres grandes por igual: la diosa de la Luna, el dios de la Tierra,
la deidad del Bosque. Los árboles sagrados, bañados por la savia
que fluye del santuario, les han pertenecido desde siempre.
Vira
visualizó los tres altísimos troncos sumergidos en el estanque que,
de manera incomprensible, manaba desde el corazón de las montañas,
y tradujo al momento la fórmula de bienvenida de Kaledias: Dravde
seva nudhia. Que
la Tríada derrame su savia.
—Aquí
no hay… clero, supongo que lo llamáis. Los que tenemos la devoción
de servirlos, talento de tejedores y soltura al movernos con un arma
en las manos, somos seleccionados para ser sus defensores y para
proteger al Durmiente
—prosiguió el elfo de los curiosos ojos anaranjados—. Entrenamos
duro; nada de las blanduras típicas de los figurines del sur que,
por saber balancear un pincho sin que les salga disparado, ya se
creen guerreros.
—Habla
por ti, amigo —murmuró Sül entre dientes.
—Es
un sacrificio que realizamos con placer. ¿Qué puede haber más
noble? Combatimos en las grandes ocasiones, como los solsticios y los
cambios de estación. Y cada nueve años, quienes ostentan el primer
puesto entre los defensores, los Nudhakavie, han de demostrar que
siguen mereciendo el título o cedérselo a nuevos campeones.
—¿Y
cuál es el premio por ser los primeros? ¿Un solo en el coro de
alabanzas?
—¿Acaso
te estás pitorreando de nuestras tradiciones, sureño?
—Los
dioses me libren, no —se apresuró a asegurar Vira—, es mera
curiosidad. Por otro lado, y dejando aparte esa cuestión, no he
podido dejar de notar que todos los grupos cuentan con tres miembros
mientras que vosotros sois…, bueno, un dúo. ¿Dónde está vuestro
tercer socio?
—Ahí
está la casa donde os hospedaréis. —La voz de Dranaris se hizo
oír, al fin, con un tono helado como la nieve de las cimas
circundantes—. Dado que tan bien os las arregláis, regresaré al
círculo.
Al
contemplar las anchas espaldas alejándose de vuelta al cielo
abierto, los visitantes se percataron de que habían llegado al
bosque e identificaron las primeras construcciones sobre sus cabezas.
Eran similares a las de Dervarn, con tendencia a la funcionalidad y a
la robustez más que al refinamiento; las paredes eran más gruesas,
las escaleras y plataformas menos elaboradas, la arquitectura carecía
de elementos superfluos y colores llamativos. Entre los troncos se
distinguía una vivienda a poca altura y de fácil acceso. El
guardián que les quedaba encabezó la marcha hacia el interior y
ofreció a Caradhar un asiento y algo de comer y beber, demostrando
así que no había olvidado todos sus modales.
—Creo
que Dranaris tiene razón, Vira de Dervarn: tú eres de los que tocan
las narices de la gente allá donde van, ¿eh?
—¿Y
qué culpa tengo yo si tu amigo es tan susceptible? ¿Acaso he
preguntado algo descabellado?
—Na,
sí que formábamos una terna como mandan los dioses. Claro que eso
era antes.
—¿Una
terna? ¿Un grupo de tres?
—Sí.
Éramos él, Makëla y yo mismo. Los favoritos para ganar este
periodo, y no me estoy echando flores sin motivo.
—Y
ella, Makëla, murió. —La intervención de Caradhar tomó a todos
por sorpresa.
—Hace
cinco años. ¿Cómo lo has adivinado? A Dranaris no le gusta nada
que se lo recuerden. En fin, ni es asunto vuestro ni es cosa mía
contároslo.
—Lo
lamento de veras. ¿Y no os habéis planteado aceptar un nuevo
miembro? Por buenos que seáis (y lo sois, lo admito), no podéis
competir con los mejores… con las mejores ternas. Una ausencia a
ese nivel supone una diferencia abismal.
—Hemos
ganado dos de cada tres veces, al menos, durante los últimos años
—gruñó el elfo de Dallankor—, y ahora vamos a rendir al límite.
Además, es absurdo pretender reemplazar a Makëla. Dranaris no
quiere ni oír hablar de ello y yo tampoco. La fidelidad va antes que
nada.
—Di
que sí. —Vira se sirvió un vaso del picante licor de bayas de la
zona y le tendió otro a su anfitrión. Su tono era untuoso—. Y va
antes que ganar, en este caso. Aunque no tiene importancia, ya que
también se puede honrar a los dioses desde la posición intermedia
del escalafón.
—Aquí
hay alguien que se cree un experto. Al principio me caíste regular.
Ahora directamente te patearía, sureño. —El fastidiado guerrero
se dejó caer en el suelo de listones de madera.
—¿Por
señalar la verdad?
—No
es solo por eso. ¿Por qué piensas que Kaledias nos encomendó
haceros de niñeros? Porque no da un higo por nosotros. Porque no
formamos una terna digna y, por buenos que seamos, jamás nos verá
victoriosos. Y ahí está el gran problema: que si nos dejásemos la
piel y, contra todas las apuestas, quedásemos los primeros, sería
un desaire a las tres deidades y ni siquiera lo mereceríamos. Pero
Dranaris no va a aceptarlo sin rendirse, ni hablar. Prometió a
Makëla que ganarían.
—¿Por
eso pone tanto empeño? ¿Por no faltar a una promesa de la que no
puede ser dispensado?
—Entre
otras cosas. La recompensa del cristal tampoco es algo despreciable
que digamos y… ¡Esperad! ¡Dejad de tirarme de la lengua, ya he
hablado más de lo prudente! Estáis instalados, ¿no? Entonces me
largo antes de que mi camarada se pregunte dónde cuernos ando
metido.
Vira
sospechó que las habilidades empáticas de Caradhar habían tenido
algo que ver con aquel derroche de sinceridad. El
dichoso pelirrojo y su dichosa falta de vergüenza,
pensó.
—¿Qué
hay de malo en charlar un rato? —preguntó, conciliador, para no
ahuyentar al único habitante de Dallankor que no guardaba las
distancias—. Para nosotros todo es nuevo, mientras que vosotros ya
estáis al corriente de nuestra vida y milagros. Presumo que Kaledias
se ocupó de ello antes de que llegásemos.
—No
presumas
tanto. Sé que Caradhar es el dotado de sangre mezclada que nació en
la ciudad corrupta; ya era famoso aquí porque, bueno, entre los
nuestros no nacen niños con el Don. En cuanto a su hijo —Navhares
arrugó el entrecejo—, es notorio por ser el único vidente de esta
generación. Por lo que os atañe a ti y al guardaespaldas, no tengo
muy claro cuáles son vuestros méritos. Tú ni siquiera eres
tejedor, ¿no?
Acostumbrado
a escuchar esa frase, Sül no se inmutó. Fue Caradhar quien
respondió por él.
—No
le hace falta. Es un magnífico luchador con su propio estilo.
—¿Y
tú, Vira de Dervarn? La doble marca no es común por aquí. ¿Cuál
es tu talento?
—Bueno…
Aunque prefiero ser discreto hasta que llega el momento de usarlo, te
confesaré que soy conjurador e ilusionista.
—¿Dos
talentos? —El elfo parecía asombrado. Y un tanto celoso—.
Malditos… fulanos de Dervarn y vuestra afinidad con la savia…
—Eh,
eh, me he especializado en combate, no vayas a creer que soy capaz de
prodigios a gran escala.
—Su
lengua sí es prodigiosa a gran escala, no para jamás —fue la
aportación de Sül—. Y se da maña para despertar en todos un
uniforme deseo de destriparlo.
—Je,
eso sí que me lo creo. Para lo demás necesitaría pruebas. En fin,
nos veremos durante la cena. A menos que os haga falta algo más.
—Estaremos
bien, Keraltas.
—Eso…
Nadie me llama así. Hacía años que no escuchaba mi nombre, en
realidad. Si vais a quedaros aquí un tiempo, llamadme Azor.
—¿Azor?
¿No es así como los humanos llaman a un tipo de ave de presa? ¿Y
por qué usas un mote humano en esta planicie aislada del resto del
mundo?
—Sí
que le das poco descanso al pico, sureño. Ya hablaremos.
Las
horas restantes hasta la cena bastaron para que Caradhar recuperase
toda la energía perdida y para que Vira se diese una vuelta por el
territorio de los elfos locales. El área de viviendas se extendía a
considerable profundidad en el bosque, aunque él no llegó al
perímetro exterior porque los guardias seguían sus movimientos con
recelo. Lo que sí constató fue que el alojamiento asignado estaba
casi al borde del claro, lo que los colocaba en una posición fácil
de vigilar. No distinguió la biblioteca ni el herbolario, edificios
imprescindibles en una población silvana. Supuso que se hallarían
en un área apartada, pero como tampoco quería abusar de su limitada
libertad, decidió posponer el vagabundeo. Al anochecer, sus
acompañantes de la mañana pasaron a recogerlos para conducirlos a
la sala de reuniones de Kaledias. Azor fue quien soportó el peso de
la escasa conversación, ya que Dranaris no llegó a intervenir; se
limitó a adelantarse al grupo en silencio, como si no formara parte
de él y fuese una simple coincidencia que caminasen juntos. Ambos
guerreros repetían equipos y pintura facial, salvo que habían
añadido un par de jubones a su indumentaria. Desde su posición al
final de la fila, Navhares no pudo dejar de notar el patente interés
de Vira… ni las miradas que lanzaba al huraño defensor de la
Tríada.
En
la mesa de Kaledias, entre platos condimentados con hierbas exóticas
y la clase de licores picantes que debían ser característicos de la
región, los cuatro visitantes conocieron al principal sanador, a
algunos de los maestros y a los actuales Nudhakavie, un trío de dos
hermanas y un hermano muy pagados de sí mismos que no ocultaban su
condescendencia hacia la terna incompleta de Dranaris. Luego se
produjo un intercambio de preguntas entre ellos y la otra parte que
perdieron por aplastante mayoría. ¿Había magia en Argailias? ¿Cómo
era el dios de Dervarn? ¿Hasta qué extremo llegaba su poder? ¿Era
cierto que todos los Darshi'nai eran asesinos despiadados? Los
norteños no eran sibilinos como los argailianos y carecían de la
prudencia de Dervarn; más francos y abruptos, no se andaban por las
ramas a la hora de interrogarlos. Su carácter recordaba al de los
humanos y provocaba cierta perplejidad en Navhares y los demás,
pues, ¿no había contado Kaledias en persona que habían limitado al
máximo su contacto con ellos?
En
cuanto satisficieron una fracción de la curiosidad local, el guía
tuvo a bien escuchar sus propias dudas.
—He
de disculparme por la ausencia de nuestro hacedor de portales, aún
en recuperación tras el esfuerzo de esta mañana, y de mi hijo, a
quien deseaba presentaros —admitió antes que nada—. Custodia el
santuario. Ah, no tiene importancia, pronto se presentará la
ocasión.
—Respecto
a eso, Kaledias, ¿qué novedades hay? —inquirió Vira—. ¿La…
apertura del sarcófago sigue avanzando? Sería interesante poder ir
a echar un vistazo, porque así Savran se haría una idea de…
—Sí,
sí, sí. —El aludido desechó la petición con un vaivén de la
mano—. Después os complaceremos, cuando los dioses nos envíen una
señal de que ha llegado el momento. Además tenemos a nuestros
estudiosos buscando y revisando los manuscritos antiguos, según
sugirió vuestro guía, en busca de viejos textos que arrojen luz
sobre esto. La apertura avanza, a fe mía que avanza. La buena
noticia es que el premio de este año para los Nudhakavie ya se ha
liberado, y lo digo por los ávidos presentes.
—¿Premio?
—Nuestros
ancestros descubrieron que el talento natural de los tejedores podía
potenciarse ingiriendo un fragmento del cristal del sarcófago.
Pensaréis que es blasfemo atreverse a desprender siquiera una
esquirla, pero si el Durmiente encerrado en él lo permite no seremos
nosotros quienes despreciemos tal regalo. Eso sí, lo aprovechamos
con mesura, espaciando su disfrute cada nueve años y concediéndoselo
en exclusiva a los más dignos. Ya veis, ser los primeros no supone
únicamente honrar a los dioses sino también aumentar las propias
habilidades. ¡Una cosa ayuda a la otra! Yo comprendo su tesón para
lograrlo, no en vano fui defensor antes de convertirme en guía. Y ya
que sacamos el tema, ¿qué tal os tratan Dranaris y Azor? ¿Son
buenos compañeros? No dudéis en avisarme en caso contrario. Atender
a invitados tan ilustres es un gran orgullo, y no permitiré que sus
otras actividades interfieran en ello. Suspenderé su participación
en los combates si es necesario.
Los
visitantes observaron de reojo a sus dos esquivos niñeros. Aunque
Dranaris mantenía la barbilla alta y la mirada fija, el nerviosismo
de su camarada era más evidente. En aquel instante, con sus iris
anaranjados oscilando en medio de las cuencas pintadas de negro, se
asemejaba más que nunca al animal con el cual compartía el nombre.
—Son
excelentes, Kaledias, y su compañía es inspiradora a la par que
instructiva. —Vira usó su tono más convincente—. Por nada del
mundo quisiéramos que descuidasen aquello a lo que llevan años
consagrados, y esperamos acompañarlos y aprender cuanto podamos de
tan magnífica tradición. Contamos con vuestro beneplácito, espero.
El
parpadeo de Azor se volvió más frenético de lo normal. Incluso
Dranaris se mostró perplejo. El líder de la comunidad, por su
parte, frunció los labios en una mueca de suficiencia.
—Los
guerreros acuden a la llamada de un buen combate, supongo. Sea, pues.
Y tutéame, muchacho. Por cierto, ¿sería mucho pedir que Caradhar
se prestara antes a que nuestros sanadores lo examinasen? ¡No sucede
a menudo que un dotado se pasee por Dallankor!
Tras
conseguir el beneplácito del pelirrojo, la noche se saldó con unas
cuantas jarras de alcohol que ayudaron a soportar el frío durante el
camino de vuelta; a pesar de la verde planicie, del bosque y de la
inusitada benignidad del clima, una simple ojeada al cielo bastaba
para recordarles que estaban rodeados de cumbres nevadas.
—¿Por
qué fuiste tan diplomático con esos guerreros, Vira? —preguntó
Navhares, ya en la intimidad de su alojamiento—. Es evidente que no
les agrada nuestra compañía.
—¿Y
que nos endosen otros vigilantes más suspicaces y perder la
oportunidad de conseguir asientos de primera fila en los combates?
No, gracias, estos nos convienen. Estarán distraídos y nos
distraerán a nosotros.
—A
ti, en todo caso. —Sül pateó la silla del Silvano—. ¿Te
piensas que no hemos notado cómo miras a ese enorme norteño
decorado? Te recuerdo que estaba con una elfa; planta la mano en un
sitio comprometido de su anatomía y te la cortará. Y la mano
también.
—Mi
querido Sül, ¿estás celoso? Una simple palabra y no volveré a
fijarme en ningún otro. De todas maneras no me afecta tu pesimismo.
No sería el primero al que convierto.
—Cuídate
de meternos en líos o me meteré yo en tu cabeza —lo amenazó
Caradhar—. ¿Vamos arriba, Sül? No tardes, Navhares.
El
joven argailiano se sentía dividido entre la ilusión por compartir
techo con su padre y los escasos deseos de presenciar otra de sus
escenas íntimas. Para demorar la hora de acostarse observó a Vira,
inmerso en una copa de licor y en la contemplación de los picos
recortados sobre la oscuridad del cielo, y murmuró:
—Han
dejado un cuenco con ese líquido rojo junto a mi cabecero. ¿Qué
significa?
—¿Savia?
Ah, si la bebes debe ser un estimulante para tus sueños
premonitorios.
—¿Beberla?
¿Eso es seguro?
—Y
un honor. En todo caso, no tienes por qué hacerlo. Eres un vidente
con poca experiencia y dudo que sea recomendable forzar tu talento.
—Y
de nuevo me estás llamando crío.
—Me
remito a los acontecimientos de esta mañana.
—¡Ya
me he disculpado ante Caradhar y no volveré a cometer ese fallo! ¡De
haber podido soportar yo su dolor, lo habría hecho una, cien y mil
veces!
—Chiquillo,
¿a quién habrás salido con ese carácter? Si algo así fuera
verosímil, diría que a tu padrastro, Sül.
—¡No
es mi…!
La
ira de Navhares no hizo más que escalar cuando comprendió que se
estaban mofando de él. Con un taconazo brusco que mandó un cuenco
de fruta a rodar por el suelo, abandonó la mesa y subió a la planta
de dormitorios haciendo temblar la escalera a pisotones. Vira aún
sonrió un buen rato. Sí que era un crío, por más que tuviera
esposa, dos hijos y dotes de vidente, y los críos resultaban
fastidiosos. Ahora bien, este poseía una chispa de genio que
aumentaba el placer de torturarlo.
Un
ligerísimo ruido atrajo su atención hacia el exterior, a la
oscuridad que envolvía los árboles. Por un momento creyó
distinguir la silueta de Dranaris, a medias oculta tras un tronco, en
actitud de observar la puerta aunque sin decidirse a acercarse. Para
facilitarle la elección, se asomó a la ventana y tomó aire para
invitarlo a entrar. La silueta se esfumó.
La
idea de seguirlo le rondó los pensamientos un buen rato. Tras
aceptar que no era prudente acosar a un guerrero norteño en su
territorio en medio de la fría noche, se encogió de hombros, trepó
al alféizar y se impulsó hasta la ventana de su propio dormitorio,
que quedaba justo encima. Antes de deslizarse en la cama lanzó una
última ojeada al cuarto de su joven protegido. El muchacho dormía
profundamente. Sobre la mesita junto a su almohada descansaba un
cuenco lleno de líquido oscuro, la savia de la que le había
hablado. Arqueó la comisura del labio; era interesante comprobar que
seguía sus indicaciones a pesar de todo. Duermes
igual que un bebé recién acostado en su cuna, meditó.
Me pregunto qué sueños estarán cruzando esa cabeza tuya…