Navhares y Vira (Ilustración de Mar Espinosa)
La
penumbra era una envoltura tenaz. A pesar de sus esfuerzos por
enfocar la vista, la escena no llegaba a adquirir un mínimo de
nitidez. Más tarde comprendió que no podía hacer nada para
evitarlo, que el velo que lo emborronaba todo no se levantaría por
mucho que se frotara los ojos. Distinguía, sin embargo, la figura
casi desnuda de Caradhar, inconfundible y magnética, y una forma
inmensa a lo largo del resto de su campo de visión. Caradhar la
enfrentaba sin vacilar —una mancha roja sobre un fondo negro—,
con esa calma suya tan característica. Él, en cambio, se sentía
inquieto. Necesitaba acercarse más, apartar la bruma. Necesitaba
saber,
si
bien ignoraba cómo hacerlo.
Navhares
despertó de golpe y miró a todos lados. Le tomó algo de tiempo
identificar dónde estaba; cuando lo consiguió, se preguntó por qué
le latía el corazón tan deprisa. Desde su paso por Dervarn
experimentaba premoniciones a diario, algunas de las cuales no sabía
interpretar, como la del espejo. Eran armas de doble filo. Sabía que
lo más prudente era pedir consejo a su padre cuando la impresión de
la escena aún estaba fresca, pero le avergonzaba confesar ese
pequeño matiz de sensualidad. Además, estaba solo en la casa.
Acudía a su memoria el vago recuerdo de haber ignorado los buenos
días de sus compañeros para poder seguir durmiendo; como
confirmación, en la planta principal había una bandeja de desayuno
junto con una nota que rezaba: «Nos partía el alma sacarte de la
cama. Acude al círculo de combates después de llenar la barriga».
El estilo de Vira, sin duda. Mascullando una maldición, engulló a
toda prisa un cuenco de leche y torta de especias, hizo uso de la
tina de agua tibia y vistió las ropas que halló sobre la silla de
su dormitorio, uno de los atuendos silvanos de Caradhar. Una oleada
de placer lo tomó al asalto al verse envuelto en aquellas telas que
antes estuvieran en contacto con su piel. Tras aspirar el aroma,
corrió en busca de los otros.
El
espacio consagrado ante los tres árboles bullía de ternas
enfrascadas en sus entrenamientos. El murmullo provocado por la
llegada de un visitante del exterior —más una corriente de
pensamientos furtivos que un sonido real— rompió la precaria
concentración de Dranaris. Llevaba dándole vueltas a todo aquello
desde la cena, y por eso casi sintió alivio cuando se le presentó
la oportunidad de afrontar el dilema en directo. Casi;
ese tipo sonriente que se aproximaba desde el asentamiento, el tal
Vira, era un tronco duro de taladrar. En cuanto los alcanzó, saludó
a todos con una donosa reverencia y se colocó a sus espaldas.
Dranaris esperaba que le lanzase uno de sus socarrones comentarios
sureños, pero se limitó a contemplar las evoluciones de los
luchadores con un interés que bien podría haber pasado por
auténtico. Agotada su paciencia, lo abordó sin preámbulos.
—¿Por
qué nos elogiaste anoche ante Kaledias?
—Buenos
días a ti también, amigo. ¿Habrías preferido que le contase lo
poco que te costó darnos esquinazo? Pues nada, tomaré nota para la
próxima.
—No
esperaba que mintieras por nosotros, unos desconocidos, ni me gusta
arrogarme méritos que no me corresponden.
—¿Mentir?
Únicamente mencioné lo agradable de vuestra compañía, no su
duración. En cuanto a aprender de vuestras tradiciones..., ahí sí
que espero que seáis más flexibles. Esto es nuevo y apasionante
para nosotros, imaginad: ¡parientes recluidos en las montañas
durante todos estos largos años! Permitidnos ser parte de ellas,
convertirnos en espectadores atentos. Prometemos robaros poco tiempo.
Sois grandes luchadores; sería lamentable que empañaseis vuestro
esfuerzo levantando las suspicacias de Kaledias, cuando este arreglo
de ser nuestros guardianes puede convertirse en algo grato para ambas
partes.
—Hablas
con muchos ringorrangos. ¿Eso es una amenaza de presentar quejas si
no te complacemos?
—Por
la diosa, ¿habrá alguien más desconfiado en todos los territorios
del norte? Te acabo de ofrecer un cumplido y una solución para tu
problema. Acéptalos sin discutir.
—Yo
acepto por los dos. —Azor, más práctico, decidió tomar parte en
la conversación—. Comprenderás que nos cueste confiar en los
extranjeros cuando los humanos rapiñan las montañas y nuestra
propia gente se nos sube a la chepa. ¿Y ese interés por la elección
de los Nudhakavie?
—Me
fascinan la lucha y los desafíos y soy experto en los dos campos. En
Dervarn no tenemos nada similar, los tejedores especializados en
combate (como yo) son muy escasos. Me he fijado en que no usáis
talentos visibles. ¿Los reserváis hasta la competición oficial o
de verdad prescindís de ellos?
—Ignoro
de qué manera peleáis allá, pero aquí los talentos son letales y
los reservamos para nuestros enemigos. No, lo único permitido son
las habilidades empáticas. Tenemos árbitros vigilando que a ningún
telépata se le escapen órdenes mentales, que los telequinéticos
usen sus músculos en lugar de sus poderes para lanzar a los
oponentes fuera del círculo...
—Vaya,
debe ser muy duro contenerse. Tu fuerte es la magia de defensa, ¿no?
—¿Y
eso lo has deducido de un simple combate? Muy avispado.
—¿Y
la tuya, Dranaris?
—Elementalista;
agua, viento —respondió Azor por él. Luego añadió, en voz más
baja—: Fuego.
—¿Tres
elementos? —Vira silbó por lo bajo—. Invocar y modelar dos ya es
un logro. Y... ¿fuego? Debes ser un fenómeno.
—No
soy invocador del agua ni del fuego, sino mero modelador —intervino
Dranaris, molesto por el exceso de franqueza de Azor—. Simplemente
les doy el uso limitado que requiero de ellos. Ningún Silvano
sensato alentaría a un elementalista de fuego.
—Desde
luego. Ninguno sensato. —Por el tono de Vira, cualquiera habría
deducido que a él no le incomodaba cierta cantidad de insensatez—.
Un miembro defensivo y otro ofensivo, un equipo equilibrado. Dejadme
adivinar: la tercera era una telépata de categoría.
Resultó
obvio que Dranaris no se tomó nada bien la alusión a su camarada
perdida. Por suerte para Vira, la llegada de Navhares lo salvó de
una réplica ácida. También le permitió estudiar con más
detenimiento la deferencia que los norteños mostraban hacia los
videntes; a su paso, todos volvían los ojos hacia él y se rozaban
las frentes en un gesto de devoción, como si rogasen que los dioses
les enviaran buenos presagios a través de sus sueños. Vira sonrió.
Sabía que el muchacho ni siquiera se daba cuenta de ello, porque su
concentración estaba puesta en otear los alrededores en busca de
cierta persona. En efecto, tras saludar al trío inquirió:
—¿Dónde
está Caradhar?
—Salió
temprano para complacer la curiosidad de los sanadores sobre los
dotados. Ni un temblor de tierra te habría despertado, así que te
dejó dormir hasta más tarde. Escucha esto, nuestros amables
guardianes me estaban explicando las particularidades de sus
tradiciones. Observo que vuestros tatuajes varían de un grupo a
otro. ¿Cada uno posee su propio diseño?
—Forjamos
las ternas muy pronto, la mayoría cuando apenas hemos dejado de ser
unos mocosos. Los primeros entrenamientos son los más importantes;
durante esa época descubrimos con qué camaradas somos compatibles.
Tras prestar el juramento de permanecer unidos para defender
Dallankor y tomar parte en el primer combate ritual, los tatuadores
ponen manos a la obra. Lleva años completar un tatuaje, Vira de
Dervarn. El nuestro representa el respeto que sentimos hacia las
manifestaciones de los dioses cuando van a la guerra.
—Dragones...
Vira
y Navhares se acercaron a estudiar el patrón de líneas que lucían
los dos luchadores. No eran bestias entrelazadas, según habían
supuesto en un principio, sino una larga franja donde esas magníficas
criaturas se mostraban en posición de alerta, desplegando las alas o
enzarzadas en combate unas con otras. Les recordaron las antiguas
leyendas donde se mencionaba que los dragones eran la forma de
batalla de las divinidades, y Navhares se permitió una sonrisa al
pensar en su viejo juguete mecánico, regalo de Caradhar, y en las
miradas codiciosas que la pequeña Deilessa le dedicaba de tanto en
tanto. Las imágenes de sus seres queridos, tan próximas a él y a
la vez tan separadas, le provocaron un alfilerazo de nostalgia. Se
percató entonces de que su nariz estaba muy cerca del pecho de
Dranaris —demasiado cerca— y se enderezó de golpe. En honor a la
verdad, los estándares de recato de los norteños debían ser más
relajados, ya que Vira aún estaba más pegado que él y ninguno
parecía incómodo.
—Fascinante
—murmuró este al fin—. ¿Y el arte continúa pernera abajo?
—¿Quieres
que nos bajemos los pantalones para demostrártelo?
—Vaya,
Azor, ¿lo haríais?
—Tal
vez, si fueras una moza y no un sureño con hechuras de tronco de
árbol.
—Ah,
te gustan las mozas,
qué lástima. Entonces, ¿me complacerías si adopto la apariencia
de una? Dime cuál es tu tipo.
—Mi
tipo no es asunto tuyo.
—Oh,
vamos. Hasta haré que la ilusión se destape un poquito para
corresponderte.
—Tronchante
humor sureño. —Quizá la expresión de Vira destilara cierta
malicia, pues el elfo de los ojos de ave añadió—: Eh, respeta el
círculo de combates, nada de quedarse en pelotas ante los árboles
sagrados. Por si te lo estabas planteando.
—El
cielo me libre, solo bromeaba. Y esos adornos en las orejas, ¿qué
representan?
La
atención del Silvano se trasladó entonces a la colección de
pendientes de Dranaris. Su lóbulo estaba atravesado por un aro
grueso de oro del que colgaban tres anillos plateados mucho más
finos. Dos piezas similares se alineaban sobre él, seguidas por otro
par de anillos sueltos. Y arriba, en la parte superior del hélix,
un cilindro atravesaba el cartílago y servía de funda para un
bastoncito de metal verdoso, fijo en su sitio gracias a dos remates
en los extremos. El exterior de estos mostraba un diminuto relieve de
tres árboles dispuestos en triángulo.
—Victorias.
—A pesar de la lacónica respuesta, el orgullo de Azor no pasaba
desapercibido—. Cada año se celebran encuentros arbitrados por el
consejo de antiguos Nudhakavie, que suponen tantos para las ternas
vencedoras. Un aro de bronce representa una victoria; de plata, tres;
de oro, nueve; la perforación de savavieh
—señaló el metal verde— equivale a treinta victorias o a un año
perfecto sin derrotas.
—Admirable.
¿Y en vuestro caso fue...?
—El
año perfecto —explicó Azor—. Justo antes de que...
Al
notar la sombra en los ojos de Dranaris, los visitantes adivinaron al
instante que su compañero se refería al momento en que su terna se
convirtiera en dúo. Esta vez, sin embargo, Vira no dejó que el
ánimo del norteño arruinase la charla.
—Según
escuché anoche, ganarán quienes consigan el mayor número de
triunfos. ¿De qué manera ayudan esas victorias pasadas?
—Contarán
en caso de empate.
—Pues
tenéis las orejas muy cargadas. Debe ser duro mantener el equilibrio
con tanto peso. —Alargó la mano al descuido para rozar la
colección de marcadores rituales—. Espera, estos dos aros se han
enganchado.
Al
observar los manejos de Vira, su sonrisa zorruna mientras recolocaba
las piezas de orfebrería o señalaba detalles vistosos del tatuaje,
Navhares frunció el ceño. No era la primera vez que lo sorprendía
forzando el contacto físico con otro elfo y, aunque Dranaris aún se
mostraba frío y poco receptivo, tampoco lo apartaba. Se preguntó si
estaría usando esa empatía suya para congraciarse con los Silvanos
locales o bien si solo buscaba una víctima para ejercer esa
promiscuidad que lo caracterizaba, según palabras de su padre y de
Sül. No
hemos venido a divertirnos, pensó,
sino
para ayudar a resolver un problema enorme. Y no lo vamos a conseguir
si este se lanza sobre el primero que pasa y nos avergüenza. ¿Por
qué me ha dejado Caradhar con él?
El
joven respiró aliviado cuando vio llegar a los dos ausentes a través
del claro. El recuerdo de su sueño y el deseo de hablar en privado
con su padre volvieron a asaltarlo, pero dudaba que la oportunidad se
le presentara tan pronto. Los extranjeros se habían convertido en el
centro de atención de la cerrada sociedad de Dallankor; la intimidad
era un lujo fuera de su alcance.
—Eh,
vosotros, ¿qué tal la mañana? —se adelantó Vira en el saludo—.
¿Te han exprimido los sanadores, Caradhar?
—Lo
habitual. ¿Estás bien, Navhares?
—Sí,
aprendíamos sobre los combates rituales. ¿Te has fijado en los
dragones de su tatuaje? ¿A que son semejantes al que me regalaste
cuando era...?
Lo
último que el joven pretendía era parecer débil o inmaduro, y por
eso se mordió la lengua al percatarse de que estaba hablando de sus
juguetes infantiles. Por suerte para él, ambos bandos estaban tan
ocupados examinándose mutuamente que sus palabras quedaron en el
aire. Sül había tomado prestados los bastones de Azor y los blandía
con maestría, admirado de su resistencia y magnífico equilibrado
pese a estar hechos de madera. Los luchadores no tardaron en
reconocer a un colega experto.
—Sabes
moverlos, ¿eh, Darshinavie?
—preguntó una elfa entre los mirones, usando el dialecto local
para referirse a la antigua orden del elfo—. ¿En las ciudades
enseñan a combatir... o a bailar?
—Ya
no soy un Darshi'nai —replicó Sül sin inmutarse—. Y no sé qué
aprenderéis vosotros con todas estas ramitas de árbol. Nosotros
peleamos con acero, nos va la vida en ello.
—Ja,
tu lengua es bien larga para no poseer ni una gota de savia en las
venas. Usamos madera porque sabemos hacer daño.
Dame un simple cuchillo de la fruta y te cortaré en dos, sureño.
—Nada
de magia entre vosotros. Eso sí, cuando viene el extranjero hay que
lanzarle todo lo que tenéis, no vaya a ser que os pegue una paliza a
base de puro músculo.
—¿Subido
a un taburete? —se burló uno de los más altos—. Los del llano
tendéis a crecer poco. Debe ser vértigo.
—Los
de la montaña, en cambio, tenéis las patas largas. Así es más
fácil patearos la entrepierna.
—Veremos
quién patea la entrepierna de quién. Aunque con la tuya no se
perdería mucho. La mía, por lo menos, sirve a su propósito.
—¿El
propósito de complacer a tu madre, que, además, es tu hermana? ¿Y
tu novia? ¿Y tu cabra?
Navhares
se horrorizó ante tal hostilidad, hasta que comprendió, gracias a
las sonrisitas de Vira y Azor, que era un simple intercambio de
bravatas entre guerreros. Y atacaban
sin piedad. Quizá los defensores fuesen un modelo de disciplina,
pero en la atmósfera más relajada de los entrenamientos no hacían
remilgos a divertirse sin sutilezas. Por fortuna para Sül, haberse
criado entre la escoria resultaba útil para seguirles el juego. La
escena se remató con un murmullo de aprobación y algunas palmadas
en su hombro.
—Eh,
si tan bueno eres, ¿por qué no lo demuestras? —propuso otro de
los congregados—. ¿Quién se ofrece voluntario para medirle los
lomos al elfo de ciudad? ¿Dranaris? ¿Azor? Como sus guardaespaldas,
seréis más piadosos cuando muerda la hierba.
—Que
se enfrente a su compañero de Dervarn —sugirió el primero,
clavando los ojos en su candidato.
—No
sería muy justo, damas y caballeros. —Una graciosa inclinación
acompañó la excusa de Vira—. Es imposible (y absurdo) desconectar
las habilidades empáticas durante un enfrentamiento, talentos de los
que, según sabéis, mi querido Sül carece. No estaríamos en
igualdad de condiciones, con lo que el desenlace sería poco
representativo de nuestros méritos.
—Me
conmueve tu consideración. No hables por mí y agarra un arma,
lengualarga.
Al
verlo elegir una vara, recogerse la trenza y aceptar el calzado
especial, Vira se preguntó qué tramaba el antiguo Sombra. Porque
las intenciones de Dranaris —aprovechar para observar su técnica
antes de retarlo él mismo— ya le habían quedado claras desde el
principio. Por más que lo fastidiara perder el factor sorpresa, no
encontraba motivos para negarse, así que imitó a su contrincante y
se situó con su propia vara en una zona despejada.
—Fuera
el jubón y la camisa —ordenó Azor—. Es nuestra tradición. Y
cuidado con esas trenzas de señoritingos. Para lo único que valen
es para darles un asidero a vuestros enemigos.
El
Silvano se encogió de hombros y lanzó las prendas al borde del
círculo, consciente de que en su físico no había nada de lo que
avergonzarse. Navhares lo contempló con una punzada de envidia; por
más que entrenase día y noche sin parar durante cien años no iba a
ser capaz de desarrollar un cuerpo tan perfecto. Perfecto...
La asociación de ideas hizo que se fijase en Sül, en su mueca de
rechazo y en la manera en que volvía el rostro hacia Caradhar. Él
era uno de los pocos que conocían los motivos del elfo para evitar
desnudarse en público. Sabía que su padre los respetaba, y por eso
se sorprendió al advertir el ligero asentimiento de este,
invitándolo a aceptar. Jamás habría previsto la acogida del
público cuando Sül dejó caer su camisa con un suspiro:
perplejidad, embeleso, murmullos de admiración... Un corrillo de
curiosos se congregó en torno a su espalda escarificada, algunos
dedos audaces se adelantaron a rozarla con inapropiada familiaridad.
Ni Azor ni Dranaris permanecieron inmunes ante las franjas, ondas y
remolinos tallados en la piel.
—¿Representa
motivos de tu clan?
—¿Es
común entre los Darshinavie?
—¿Cuánto
tardaste en adquirirlo?
—¿Es
obra de un modelador de carne o de una hoja afilada?
—¿Te
adormecieron o acogiste el dolor con la entereza de un guerrero?
El
interrogado respondió a la oleada de preguntas lo mejor que supo,
desconcertado ante aquellas muestras de interés. ¿Quién habría de
imaginar que toda una comunidad apreciaría sus mutilaciones? Aunque
era obvio que Caradhar sí lo había hecho, según atestiguaba su
expresión satisfecha. Para los defensores de Dallankor, el cuerpo no
era más que el vehículo de su devoción y el lienzo donde relatar
sus progresos. Quizá Sül no fuese un tejedor, pero sus marcas y
cicatrices hablaban un lenguaje que todos ellos entendían.
—Ejem.
—Vira carraspeó con contundencia—. Veo que te has apropiado del
favor del público. A riesgo de sonar mezquino, ¿te importaría
apartar a tus adoradores y empezar ya con lo nuestro? A menos que te
lo hayas pensado mejor y prefieras dejarlo correr.
—No
voy a dejarlo correr. ¿Qué pasa? ¿Se te han subido las pelotas a
la garganta?
—Si
ese fuera el caso, ya llegarían más alto que tú. No malgastes tus
fanfarronadas conmigo y colócate en posición.
Los
dos elfos ocuparon sendas mitades del círculo despejado para ellos
ante la mirada de los defensores, quienes abandonaban sus propios
entrenamientos para presenciar el combate. Era obvio que la balanza
se inclinaba a favor del Silvano con las dos marcas de la magia,
pues, por hábil que fuese el argailiano, nada podía hacer contra un
tejedor más fuerte y corpulento. Vira pensaba igual y, aun así...
La facilidad con la que Sül había aceptado ser vapuleado en público
era sospechosa, igual que la calma de Caradhar al tomar asiento ante
los árboles. El luchador experimentado que era desechó tales
vacilaciones y se concentró.
Tras
años de intercambiar golpes, los dos habían llegado a conocer muy
bien las capacidades de cada uno. Las florituras de Vira al hacer
girar la vara no eran nada nuevo, dada su tendencia a alardear.
Tampoco extrañó a nadie el estatismo con el que Sül, siguiendo la
costumbre Darshi'nai de conservar la energía, sujetaba la suya. Lo
que sí consiguió pasmar a muchos fue la habilidad de este último
para esquivar los primeros varazos. Vira estaba entre ellos. Sus
percepciones empáticas, una burbuja que englobaba y analizaba cada
movimiento del antiguo Sombra, le comunicaban de manera instintiva en
qué lugar se centraba la mirada de este, a dónde desplazaba sus
miembros y cuáles eran sus puntos menos resguardados; no obstante,
al disparar hacia ellos sus rapidísimos ataques, el luchador
corregía su trayectoria para evitarlos. Esperó a realizar algunas
comprobaciones más para estar seguro. Cuando su oponente saltó
sobre un barrido que habría tumbado a un ciervo y, sobre todo, tras
bloquear a ciegas un formidable golpe dirigido a su costado, con una
tranquilidad rayana en indiferencia, Vira confirmó que algo no
marchaba según lo esperado. ¿Uso
no reglamentario de la magia?,
pensó. No,
es de suponer que alguien lo detectaría. Entonces, ¿qué? ¿El
contacto con Caradhar ha hecho que desarrolle sus propias habilidades
empáticas?
Imposible...
Sül no posee el talento. Es bueno, muy rápido e intuitivo, pero no
hasta este extremo. ¿Dónde está el truco?
De
no haberlo juzgado absurdo, Vira habría bloqueado su mente para
defenderse en lugar de expandirla. Mucho menos confiado, lanzó unos
cuantos ataques más. La visión de los dos elfos en igualdad de
condiciones, sus cuerpos un par de máquinas soberbias al desplegar
sus musculaturas, sus trenzas atadas a la nuca volando tras ellos,
ofrecieron un gran espectáculo a los ocupantes de la explanada.
También alzaron más de una ceja ante la aparente ineficacia del
Silvano para doblegar a un adversario menos digno. Ni el alcance
extra que su altura le ofrecía, ni la potencia de su mayor volumen
lograban encauzar la contienda. ¿Voy
a tener que hacerlo bailar hasta que se agote?,
se lamentó. Lo que había planeado como una corta demostración —y
por los dioses que iba a ser amable y permitirle conectar algún
golpe— iba camino de convertirse en un ejercicio de desgaste.
Por
desgracia para Vira, las tornas cambiaron, y el que había comenzado
a la ofensiva se vio forzado a poner todo su empeño en cubrirse para
no recibir algún golpe serio. El problema con la agilidad de Sül
era que aprovechaba huecos tan pequeños que su vara no lograba
mantenerlo apartado y a raya. Resignado al contacto, decidió
intensificar la fuerza con la que la balanceaba para desarmarlo, ya
que un Sombra sin nada en las manos tendía a cometer más fallos. Y
llovieron así los golpes sobre los puntos de agarre de este,
contundentes y poderosos. Tal era su ímpetu que Sül, en efecto, no
fue capaz de sostener el trozo de madera y tuvo que dejarlo ir. Mas
el pequeño triunfo rompió la concentración de Vira durante un
instante muy largo, lo suficiente para que su propia arma fuese
pateada fuera del círculo. A duras penas logró contener un
exabrupto a medias airado, a medias jocoso. Que
me ahoguen en savia si no voy a tener que enfrentarme a este pequeño
asesino fullero a tortas...
De inmediato colocó brazos y piernas en posición, buscando el
equilibrio mientras empezaba a dar vueltas en torno al otro elfo. Su
técnica era superior, pero eso no le ofrecía mucha confianza. Había
algo poco tranquilizador en la pose recta de Sül, como si el joven
supiese algo que él desconocía. Como si adivinase por dónde iban a
llegarle los próximos ataques.
Comprendiendo
que sus habilidades empáticas no le servían de nada, Vira optó por
tejer un escudo, tomó de nuevo la iniciativa y emprendió una danza
de puñetazos y patadas que serviría, al menos, para mostrar a los
norteños lo bien que sabía moverse. Por desgracia, la liza se
estaba haciendo eterna, pues a cada impacto, barrido y giro Sül
respondía con un salto, voltereta o finta. Al final, con la sonrisa
ya desvanecida por completo, el tejedor de Dervarn se resignó a
adaptar su estilo a la desesperada y luchar a impulsos para que el
otro no pudiese anticiparse. El éxito relativo que solía cosechar
con esa maniobra brilló por su ausencia, sobrepasado por un
antagonista que aparentaba haberse acomodado dentro de su cabeza.
Su
último recurso antes de perder la paciencia era la fuerza bruta,
terreno en el que superaba a Sül. En teoría; para agarrarlo y
someterlo habría tenido que ponerle las manos encima. Lo intentó
varias veces con sus más arteras tácticas y poses, apurando al
máximo la rapidez de un físico que ya mostraba las primeras señales
de fatiga. Y en uno de los volatines que usó para colocarse a su
espalda, el argailiano aprovechó la más pequeña de las aberturas
en su defensa, saltó hacia atrás, le rodeó el cuello con las
piernas —rápido, tan rápido que muy pocos siguieron el
movimiento— y se dejó caer de costado. A Vira le tomó un instante
reaccionar. Cuando lo hizo, su campo de visión limitado por dos
muslos hechos de pura fibra le ofreció una imagen vergonzosa de sus
pantorrillas fuera del círculo. Sül había logrado sacarlo,
siquiera a medias. El Darshi'nai retirado sin poderes mágicos lo
había derrotado.
Un
murmullo de incredulidad y algunas exclamaciones de asombro
celebraron el inesperado desenlace. La parte más desvergonzada de
Vira se planteó hacer un comentario obsceno sobre aquella pose,
aunque estaba tan fastidiado que no sentía ganas de bromear.
—Te
ha dado una buena. —La obviedad de Azor hizo más leña del árbol
caído—. Y sin savia.
—No
ha jugado limpio —rezongó Vira, una vez en pie y tras sacudirse la
hierba—. En realidad, ha hecho trampas como un bellaco.
—¿No
será el despecho lo que habla por ti? Hay árbitros, sureño, este
no es terreno de aficionados. Ninguno de los dos ha hecho un uso
ilegal del talento.
—Nosotros
no. Me refiero a ese pelirrojo que se está aguantando las carcajadas
ahí detrás.
Todas
las miradas convergieron en la silenciosa figura de Caradhar, aún
sentada a la sombra de los tres árboles. Lo cierto era que no
parecía estar a punto de echarse a reír, pero sí que lució una
sonrisa complacida al incorporarse y caminar hacia ellos. Los
pelirrojos eran muy infrecuentes en Dallankor; los dotados, muchísimo
más; y los que hacían trampas en el círculo... Bien, todavía
estaba por ver si tal espécimen de elfo existía.
—Tu
amigo sostiene que nos habéis tomado el pelo, tu Darshinavie y tú
—le espetó Azor—. Explica cómo has utilizado tu talento sin que
nadie lo detectase.
—Yo
no he dicho que hiciera eso —masculló Vira—. No, el muy
desgraciado se las ha arreglado para conseguir algo mucho peor.
—Muy
perceptivo. No he utilizado magia, hemos luchado con vuestras mismas
armas. —La voz de Caradhar poseía un matiz de chanza—. Hace años
que Sül es mi fulcro. Mis capacidades son las suyas y viceversa.
—¿Insinúas
que vuestra coordinación es tan instantánea que puedes leer a su
oponente a través de él y hacerlo reaccionar con semejante rapidez?
¿Como si su cuerpo fuese tu cuerpo y tu mente su mente? Nadie
consigue ese nivel de excelencia.
—¿Y
por qué has intervenido? —exigió saber otro elfo—. Extranjeros
o no, deberíais saber que aquí se pelea con limpieza y respeto.
—Solo
quería demostraros que podéis contar con él en igualdad de
condiciones. Yo no soy buen luchador, él sí. Y no tiene sentido que
sus aptitudes desmerezcan por haber nacido sin el talento.
Se
levantó una ola de murmullos entre los Silvanos, algunos de los
cuales se preguntaban si aquel dotado tan singular pretendía
burlarse de ellos. Ahora bien, dado que no había intentado negar su
culpa, que podían entender las frustraciones por la falta de magia y
—y esto no era lo menos importante— que el espectáculo había
sido excelente, la gran mayoría pasó el tema por alto. Dranaris,
uno de los pocos insatisfechos con las explicaciones de Caradhar,
dejó de lado su reserva para abordar a Vira.
—¿Es
cierto que Caradhar posee ese dominio sobre su fulcro? ¿No es una
jugarreta elaborada?
—Eh,
yo también me he llevado una sorpresa desagradable. Si lo hubiera
sabido, no habría corrido a que me apaleasen.
—Quizá
estés desentrenado y...
—Ah,
no, eso sí que no, amigo; te invito a que vayas a comprobarlo por ti
mismo. Pídele un turno a Sül y experimenta las delicias de un
dotado telépata y empático en tus propios lomos. O mídete conmigo
y valora si estoy desentrenado o no.
—Puede
que lo haga.
—Cuando
quieras. Aunque ya me has visto moverme (porque no eres ciego) y a
estas alturas sabrás que no me falta pericia.
—Ni
te sobra modestia.
—La
modestia se la dejo a quienes carezcan de todo lo demás.
Se
produjo un silencio incómodo. Vira no penetraba las mentes con la
facilidad de Caradhar, pero tenía una idea aproximada de lo mucho
que su interlocutor debía codiciar un talento semejante, si bien su
orgullo le impedía preguntarle al interesado. A sus labios afloró
una sonrisita cómplice: ese orgullo no había sido un obstáculo
para preguntarle a él.
—No
merece la pena darle vueltas, Dranaris. ¿Un elfo con el Don y la
magia, sangre mezclada y todo eso? Los dioses sabrán qué sorpresas
se guarda en la manga.
—Esa
compenetración... Proporcionaría a cualquiera una ventaja decisiva
en los combates.
—Ya
tendrás oportunidad de estudiarlo de cerca en los próximos días.
Es más —palmeó la espalda del norteño con confianza—, te
ofrezco mi colaboración para sonsacarlo. Después de tantos años
siendo el fulcro de unos y otros, va siendo hora de buscarme el mío
propio y aprender algunos trucos.
—¿Nunca
has tenido uno? ¿Un hermano de armas, una pareja?
—Me
temo que carezco de todo eso, mi vida ha sido... complicada.
—En
Dallankor algo así es inconcebible.
—Ya
veo. Es muy probable que tú puedas enseñarme un par de cosas.
Bueno, ¿para cuándo nuestro enfrentamiento amistoso?
Entre
el corro de curiosos que interrogaban a Caradhar y Sül y el
acercamiento de Vira y Dranaris había una tercera parte, Navhares.
El joven observaba mudo, sus ojos oscilando desde la atención
brindada al antiguo Sombra —mientras que él, un vidente de sangre
noble, era evitado por la mayoría— hasta los dedos de Vira sobre
el hombro de su imponente compañero. Se sentía desplazado; tan
fuera de lugar como en Argailias, donde era una rareza entre dos
mundos cautiva del silencio. Finas arrugas se formaron en sus cejas,
arrugas que ni la rápida mano tendida por su padre, ni el largo
paseo que dieron juntos consiguieron borrar del todo. Por suerte,
Caradhar fue persistente, y a la hora de regresar a su alojamiento
Navhares había recuperado su buen talante. Pero no había olvidado.
—¿Por
qué has tardado tanto? Ya es de noche.
Cuando
fue el turno de Vira de entrar por la puerta no lo recibió un amable
comité de bienvenida, sino el tono inquisitivo del muchacho. Este se
había reclinado en un diván y aparentaba leer un tomo sacado de la
estantería del salón, si bien llevaba algún tiempo detenido en una
página abierta al azar.
—Mi
queridísima madre,
por mucho que me halaguen, tus desvelos por mi bienestar no te pegan
nada. Me he pasado el día tendiendo puentes con nuestros nuevos
amigos. La pregunta, más bien, es por qué no estás tú con ellos.
—Sé
reconocer un flirteo. ¿Te interesa Dranaris?
—Un...
Un flir... —Las carcajadas fueron tan escandalosas que Navhares no
supo dónde posar la vista. Y la cosa empeoró en el momento en que
el Silvano eligió el respaldo del diván para sentarse—.
Chiquillo, yo no flirteo. Si me atrae alguien, me encargo de
hacérselo saber de manera inequívoca. Eh, es la segunda vez que me
sometéis a este interrogatorio. Quizá Sül se haga el duro, pero tú
sí que pareces despechado por no ser el blanco de mis atenciones.
—¡Yo
no estoy despechado! ¡Y nunca he pedido tus atenciones! ¡Por mí,
puedes meterte en la cama de quien te apetezca, aunque sea un bravío
con la espalda garabateada que solo sirva para pelear!
Había
una referencia evidente a otro elfo en esas palabras, y Vira no la
pasó por alto. Sus ganas de burlarse empataron con cierto toque de
comprensión.
—Te
agradezco tu permiso y te recuerdo que mi esparcimiento no van a
interferir con mis lealtades. Prometí a los guías que cuidaría de
ti y... Eso me recuerda que estoy en contacto con Savran y es hora de
repetir tu ritual de purificación. Desabróchate la camisa, vamos.
—¿Ahora?
Las ventanas están abiertas...
—Las
ventanas se cierran.
—Caradhar
y Sül están arriba...
—Ocupados,
no se enterarán. —Apartó el libro a un lado, lo empujó con
suavidad y empezó a desatar los cordones de su jubón.
—¡Puedo
hacerlo solo!
Tras
la ligera reticencia, Navhares apretó los dientes y se prestó al
proceso, preguntándose si el alcance de los talentos del guía
bastaría para cruzar la larga distancia entre ellos. Le gustaba
observar esa expresión seria y concentrada en el Silvano, muy
diferente de la que le mostraba a diario. Y esas manos, absorbiendo
la corrupción alquímica para disolverla en su propio cuerpo... Lo
trataban con gentileza, a pesar de ser los instrumentos de un
guerrero. Si aquel largo y penoso ritual le resultaba tolerable, si
se sentía a salvo expuesto de esa manera, era gracias a la actitud
del mudo tejedor.
Por
eso le extrañó que, a diferencia de la sesión anterior, en esta
rompiese el silencio.
—¿Notas
la diferencia tras esta temporada lejos de la ciudad? Toda esa savia
debería ayudar.
—Ignoro
qué he de notar. Experimento más... uh... visiones. —La fricción
de las palmas sobre su vientre le provocó un escalofrío—. ¿Has
de bajar tanto? Mis pulmones están más arriba.
—Shhh.
Nos conocemos desde hace mucho tiempo. ¿No estás cómodo conmigo?
—Nadie
me, hum, toca así. Ni mi esposa lo hacía.
—¿Y
las bonitas damiselas que mariposean en torno a ti en Argailias?
—Claro
que no, el consorte de la Senniam ha de ser un ejemplo de virtud. Y
yo ya tengo a Mereios y Deilessa. He cumplido con mi deber y no es
preciso que haga nada más.
—Fascinante.
¿Significa eso que, cumplidos tus deberes procreativos, vas a
renunciar a su parte agradable? —Aunque Navhares esperó más
risas, la voz era suave y en absoluto burlona—. Aún no has
alcanzado la edad de un adolescente y ya razonas igual que un
anciano. Eres demasiado joven y demasiado guapo para desperdiciarte
así. ¿Quieres ser un consorte modelo? Déjalo para cuando estés en
palacio. Nada de lo que hagas fuera de tu cárcel de cuarenta y nueve
cúpulas llegará a oídos de tus carceleros.
—¿Soy
demasiado guapo? Un momento, ¿insinúas que...? —Se revolvió para
enderezarse. La presión de las manos del Silvano volvió a
tumbarlo—. ¿Qué insinúas?
—Que
mires a tu alrededor y escojas. Las muchachas de Dallankor, sin ir
más lejos, formarían una fila ordenada para ti.
—Estas
elfas son muy diferentes a las de Argailias, tan altas y anchas de
hombros. Y ya oíste el ofrecimiento de Kaledias, no les importa
intimar con extraños. Por nada del mundo voy a arriesgarme a... a...
—¿A
qué?
—¡A
hacer hijos con ellas! —soltó, en su mejor tono conspiratorio.
—Lo
que tú consideras defectos pueden ser virtudes a ojos de otros. En
cualquier caso, está a tu alcance probar con compañeros de juegos
menos arriesgados e igual de placenteros.
—¿Compañeros
de juegos?
En
la pausa que siguió a esas palabras, lo primero que notó Navhares
fue la ausencia completa de dolor; la purificación había acabado
hacía rato sin que se percatara de ello. El contacto, sin embargo,
seguía allí. Las palmas de Vira se adaptaban al contorno de sus
costados; los pulgares oscilaban sobre su cintura, rozaban la piel al
borde de sus pantalones. Cuando, en uno de los vaivenes, penetraron
bajo la tela y trazaron dos líneas audaces en torno a su ingle, el
simple cosquilleo experimentado hasta entonces se convirtió en una
corriente eléctrica que le contrajo los músculos del vientre y el
pecho. Su cuerpo no alcanzó a contener una sensación tan intensa:
tuvo que dejarla escapar a través de los labios, en un gemido agudo,
suave... y sorprendido.
—¿Qué
estás... haciendo?
—Tu
mente está llena de imposibles que no te permiten ver más allá,
Navhares. Vacíala, déjate llevar. Hasta ahora has cumplido cuanto
te han ordenado y has suspirado por lo que no podías tener. ¿No
crees que es tiempo de divertirte un poco?
Vira
era grande en todos los sentidos, diferente por completo de la figura
delicada de su esposa o de la belleza esbelta y flexible de Caradhar.
Al observarlo antes en el círculo de combates, medio desnudo y junto
a aquel norteño de su tamaño, lo había invadido la sospecha de que
sus ropas de elegante manufactura eran el disfraz de algo mucho más
salvaje. Era cierto que sus dedos no seguían descendiendo y que no
lo miraba con malicia, pero su proximidad bastaba para alterarle el
ritmo de la respiración. ¿Por qué no hacía algo por apartarlo, se
preguntaba? Una pequeña parte de su consciencia se consoló con la
idea de que debía estar usando sus hechizos de atracción. Otra se
quedó quieta mientras se inclinaba sobre él. Muy quieta,
expectante...
El
avance del Silvano se detuvo cuando una mordaza de metal se
materializó sobre sus labios. Por la expresión de sus ojos,
Navhares dedujo que algo no iba bien, y no se equivocaba: la mordaza
era, sin duda, obra de su talento mágico. Lo que el muchacho
ignoraba era que el tejedor no la había conjurado de manera
voluntaria.
—Vira,
¿qué estás haciendo?
—¿Caradhar?
Bueno, esto es increíble. ¿Me utilizas para lanzar mis propios
hechizos sin mi permiso? ¿Desde cuándo puedes hacerlo?
El
elfo se irguió e hizo desaparecer la molesta traba metálica.
—En
serio, ¿cuál es el maldito límite de los malditos fulcros que
puedes usar, maldito pelirrojo? Y ya que hablamos del tema, ¿no se
te ocurrió avisarme?
—Si
no hubieses estado tan distraído, no me habría costado tan poco
vencer tus protecciones. Distraído encima de mi hijo, por cierto.
—Ejecutaba
el ritual de purificación a través de Savran.
—Terminaste
hace un rato. Y para eso no hacía falta desvestirlo.
—Tiene
dos críos, creo que no carece de nociones sobre cómo fabricarlos.
¡Oh, por amor de los dioses, sal de aquí! ¿No estabas con Sül?
¿Ya sabe que te metes en la cabeza de otros elfos mientras retozas
con él?
—Navhares
es muy joven. No pretendo dármelas de moralista ni cortarle las
alas, pero preferiría que se mantuviera a salvo de tu experiencia.
—Claro,
es mucho más sano que sueñe con colarse en la cama de papá en
lugar de desfogarse con alguien más. Oye, no planeaba hacerle nada,
es muy joven para mí. Es la verdad, ni quiero ni puedo mentirte. Lo
único que pretendía era enseñarle que hay vida fuera de palacio y
muchos chicos atractivos para pasarlo bien por una vez. Algo que tú,
su padre, tendrías que haberle...
—¿Vira?
La
voz preocupada de Navhares puso fin al diálogo mudo ente los
tejedores. El Silvano recompuso su sonrisa, se puso de pie con la
agilidad de una pantera y devolvió su libro al muchacho como si nada
hubiera sucedido.
—Ya
estás listo por ahora —dijo—, no estaría mal que descansaras un
poco. Y medita sobre lo que te he contado, ¿de acuerdo? Si ves un
chiquillo guapo al que te apetecería hincar el diente, ¡a por él!
Navhares
se encontró solo en un salón silencioso, con el jubón abierto y el
corazón aún latiendo a toda velocidad. Estaba confuso y frustrado;
se sentía un novato embaucado al que le habían quitado de las manos
algo que ni siquiera había querido desde un principio. E, ignoraba
por qué, eso lo ponía furioso.
Los
días que siguieron se le antojaron a Navhares cortados por el mismo
patrón: Caradhar complacía la curiosidad de los estudiosos, Sül
respondía a las preguntas menos comprometedoras sobre Darshi'nai,
Vira acudía a los entrenamientos de las ternas... En cuanto a él,
poco hacía de provecho, salvo sufrir sueños velados e incompletos
que, más que imágenes, le mostraban esbozos de un futuro
enigmático. Y siempre con la presencia de su padre. Llegó a pensar
que confundía las visiones con sus propias obsesiones; que, a
diferencia de lo esperado por los Silvanos, la proximidad a las
fuentes de la savia estaba ahogando su maltrecho talento. Con todo,
no quiso discutir el tema con nadie. Se temía que lo mandasen de
vuelta a Dervarn a través de ese prodigioso hechizo del portal si no
conseguía aportar algo útil al grupo.
En
la siguiente noche de luna nueva, Kaledias les comunicó que había
llegado la hora de conocer el santuario. Confinados a la arboleda y
al claro, las oportunidades de los viajeros para explorar las
cavernas y pasos circundantes habían sido escasas. Aquella jornada
iba a suponer su iniciación en los misterios de Dallankor,
reservados para sus habitantes, y comenzaría con una visita al
corazón de las montañas, a varias millas de profundidad.
Acompañados
por Kaledias, Dranaris, Azor y una pequeña escolta, los cuatro
fueron conducidos a los túneles de descenso situados en la parte
norte, más allá de los tres árboles. Navhares se preguntó por qué
habían elegido el ocaso para emprender la marcha, considerando que
podría llevarles varias horas. No le agradaban los sitios oscuros y
estrechos. Consciente de ello, Caradhar tejió un capullo protector
para atemperar los estímulos y no se apartó de su lado. Todavía
recordaba la dureza de su primera incursión bajo las montañas de
Ummankor, lo poco que habría aguantado de no ser por Lioges. No
permitiría que el muchacho sufriera lo mismo.
Por
suerte para Navhares, existían tramos donde los corredores se
ensanchaban y desembocaban en grutas naturales excavadas por el agua.
Nada lo había preparado para descubrir toda esa belleza sepultada
tan honda en la tierra: columnas, estalactitas, estalagmitas,
geodas... La luz de las antorchas las hacía brillar con destellos
blanquecinos para reflejarse después sobre lagos tapizados de
piedras tornasoladas. El espectáculo, que se repetía de tanto en
tanto a medida que bajaban de nivel, era singular. Al pasar por una
de aquellas cuevas kársticas reparó en otra formación aún más
inusual, una masa de sogas muy compactas que brotaban del techo y se
expandían en el agua antes de volver a hundirse en la roca. Movido
por la curiosidad, se rezagó para echarles un vistazo. Su color era
extraño, con un matiz rojo purpúreo; de hecho, delgadas hebras de
un tono idéntico se concentraban en el líquido. Cuando la imagen de
tres troncos relampagueó en sus retinas, Navhares comprendió que no
eran sogas, sino...
—Son
raíces de nuestros árboles sagrados —La intervención de Kaledias
confirmó su sospecha—. Desde el claro hasta las entrañas de
Dallankor, nutriéndolos con la savia.
—La
superficie está a mucha distancia... ¿Cómo pueden ser tan largas y
traspasar la piedra?
—Algo
que solo saben quienes los crearon. Tú eres el vidente, mi querido
muchacho. ¡A ti te corresponde preguntarles!
Esa
imagen tan temible de un interrogatorio a los dioses dejó a Navhares
sumido en cavilaciones hasta que, después de recorrer más y más
túneles, llegaron a una caverna amplia y mejor iluminada que las
demás. Una pareja de guardias vigilaban una abertura en la pared del
fondo. Los dos miembros de la terna y la escolta se quedaron de pie
ante ella.
—¿No
nos acompañan? —inquirió Vira.
—Los
custodios deciden quién accede al santuario. Vosotros habéis
recibido ese honor en representación de nuestros hermanos de
Dervarn, pero los demás han de permanecer fuera. Además, los
guardianes no suelen ser muy bien recibidos aquí; se precian de no
hincar la rodilla ante nadie, ni siquiera un inmortal. Seguidme.
Kaledias
abrió la marcha por la abertura y los guio hasta una estancia mucho
más extensa, inundada casi en su totalidad por un lago de color
corinto en cuyo centro descansaba el esperado sarcófago translúcido.
La similitud con el corazón de Ummankor era tan evidente que los
sureños, a excepción de Navhares, se sintieron transportados a la
tierra que era su morada. En contraste, las diferencias saltaban a la
vista: en Dervarn, la luz llenaba cada rincón y todos eran
bienvenidos a presentar sus respetos a la deidad, mientras que el
Durmiente de Dallankor permanecía en penumbra y estaba acompañado
por un puñado de tejedores. Mas para el joven argailiano cada
detalle era nuevo y sorprendente, y aquel lugar bendecido que apenas
había conocido en sueños o de oídas lo dejó sin palabras.
—La
fuente de la savia, de la cual beben los tres árboles —murmuró
cuando recuperó el habla. Y era bien cierto; la masa de raíces que
descubriera en su descenso tocaba ahí fondo y se expandía como un
bosquecillo, y por ellas se remontaba el líquido oscuro hasta la
planicie misma—. Y ese es el Durmiente, y más allá... ¿Qué es
eso?
Su
impulso natural fue pegarse a Caradhar al descubrir varios seres
cuadrúpedos en el área más alejada de la caverna. Las criaturas
corrían de un lado a otro, inquietas, con la ocasional parada para
beber algunos sorbos de la laguna. Por más que supiese lo que eran,
contemplar cara a cara esos cuerpos pálidos de largos colmillos y
ojos lechosos no fue una experiencia placentera.
—¡Abominaciones!
—Torturados
—lo corrigió el guía—. Así la rabia de los dioses fulmine a
Therendas y sus degenerados.
—¿Qué
les sucede? Por lo general, la savia los calma de inmediato.
—Están
inquietos desde que los malditos alquimistas metieron sus picos en
los túneles. Y claro, la cosa empeoró con la primera grieta. Ya no
abandonan nunca al dios.
—El
dios... —Navhares parpadeó—. Ah, es cierto, es diferente de la
figura femenina de Dervarn, ¿verdad?
—Se
os permite acercaros y contemplarlo. Quitaos los zapatos, caminad con
tiento y no lo toquéis bajo ningún concepto.
Los
cuatro se encontraron descalzos y cruzando el lago en pos de
Kaledias. A medida que se acercaban a la roca, las señales del
fenómeno se hacían más patentes; grandes fisuras atravesaban el
material translúcido, que formaba cámaras vacías en torno al
cuerpo en lugar de abrazarlo como una joya hecha de ámbar. Cuando
Navhares lo tuvo a su lado, lo primero que registraron sus ojos
fueron las innegables señales de la virilidad
de la figura. Luego, y con cierto bochorno por tal desvergüenza,
estudió sus facciones ambiguas, ni élficas, ni humanas. Más que en
un letargo de siglos, semejaba estar inmerso en un sueño ordinario.
¿Era su imaginación o se percibía un sutilísimo aleteo de las
pestañas? ¿Vida bajo los párpados? ¿Un temblor en los labios?
—Está...
vivo.
—Claro
que está vivo. Es la manifestación de una deidad.
Navhares
se giró para descubrir de dónde procedía esa última frase. Tenían
compañía. ¡Y qué compañía! Facciones delicadas, rasgados ojos
verdes, párpados pintados, brazaletes y anillos en las muñecas y
los dedos, una melena de un caoba oscuro tejida en multitud de
trenzas... Habría juzgado que era una elfa de no ser por sus
ropajes, los cuales revelaban un pecho esbelto, aunque decididamente
masculino. Y cada porción de su piel, de los brazos, las manos e,
incluso, las uñas, estaba decorada con diseños naturales o
geométricos delineados con tintura vegetal. Alguien tan llamativo...
¿Cómo no lo había visto antes?
—Disculpad,
no sabía que estuvieseis ahí —balbució, para justificar su
sacudida—. Serán las sombras...
El
muchacho enmudeció, amortiguados sus sentidos por una de esas
visiones lúcidas que le sobrevenían en los últimos tiempos. Era,
no obstante, la más insólita de cuantas había tenido hasta
entonces: sin imágenes, sin sonidos... Un pozo de negrura total,
centrado en el espacio que allí ocupaban. Por fortuna, pasó pronto.
—Tutéame,
por favor. —Hasta la voz del desconocido sonaba andrógina, y su
acento era tan marcado que a los argailianos les costó entenderlo—.
¿Te encuentras bien? Muchos tejedores principiantes se desorientan
al rodearse de tanta energía concentrada. Navhares, vidente de
Dervarn, es un privilegio conocerte.
—Os
presento a mi hijo Seriam —se adelantó Kaledias—, uno de los
custodios del Durmiente, como ya os conté. Y la tarea es
sacrificada, vaya que sí. Jornada tras jornada de permanecer aquí
abajo sin ver el sol, velando cuando los demás duermen, ayunando
cuando los demás comen...
—Me
abochornas, padre. —El aludido sonrió—. Estamos ante el
acontecimiento que todos esperábamos. Si algo grave sucediera en
tanto yo me dedico a descansar, no me lo perdonaría jamás.
—¿Ha
sufrido más transformaciones? —Vira se adelantó a curiosear. Sus
compañeros sabían que Savran, desde su morada allá en el sur,
también se asomaba a sus pupilas mientras lo hacía—. Las
fracturas de la roca son... más que notables.
—La
que se extiende desde su rostro a la superficie se ha ensanchado lo
bastante para exponerlo al aire —señaló Seriam, marcando la
trayectoria de la grieta con una uña teñida—. Y se está
fragmentando, cuando siempre poseyó la dureza del diamante. Estoy
ansioso. Temo y deseo lo que sucederá pronto, la apertura y...
Ya
fuese causado por una arista del sarcófago o sus propias joyas de
metal, un corte profundo cruzó el antebrazo de Seriam de un extremo
al otro. Lo primero que hizo este fue retirarlo y envolverlo en su
túnica para que la sangre no contaminase el santuario. Luego echó
un vistazo a la piel y los diseños arruinados.
—¿Cómo
he podido ser tan torpe? Semejante falta de respeto al Durmiente...
—Torpeza
efecto de la falta de descanso —gruñó su padre—. ¡Eres más
tozudo que un jabalí! Ahora no tienes elección, ve a arreglarte ese
estropicio.
—Permíteme.
Caradhar
se adelantó, se cortó la muñeca con cuidado y derramó algunas
gotas en la herida. Seriam no se resistió, al contrario; el rostro
se le iluminó con un gesto de alivio al experimentar la magia
curadora en su carne.
—El
honor de recibir el Don y vuestra visita en un mismo día... Os lo
agradezco de corazón. Ahora lamento no haber podido estar en la
superficie para daros la bienvenida.
—Habríamos
bajado antes.
—Los
dioses marcan los plazos a su propio ritmo y no decretaron que
vuestra visita fuese adecuada hasta ahora.
—¿Habláis
con los dioses? —se atrevió a preguntar Navhares, vencida su
timidez habitual—. Kaledias dijo que aquí no había otros
videntes.
—No
los hay. Tuteémonos tú y yo, ¿de acuerdo? Ya que he de librarme de
esta túnica impura, ¿me permitirías acompañarte y llegar a
conocer mejor a quien heredó ese talento singular? Siempre supe que
no tardarías en manifestarte.
—Yo...
Debes saber que no soy un tejedor completo.
—Padre
terminará de mostrarles el santuario a tus compañeros. Ven,
caminemos juntos hacia la entrada.
El
dotado les lanzó una mirada inexpresiva mientras cruzaban el lago de
vuelta a la zona seca. Meditaba; incluso dejó de escuchar al guía
para intercambiar unas frases silenciosas con Sül.
—¿Cuál
es el talento de Seriam?
—Lo
ignoro, Adhar. No creo que lo hayan mencionado.
—Es
extraño. He realizado un tanteo somero de sus pensamientos; lo
imprescindible para averiguar si sus intenciones son amistosas.
—¿Y
bien?
—Nada.
Es decir, ha de tener el mejor escudo que he visto jamás, porque no
he logrado penetrarlo.
—Qué
hijo de... ¿Tan buen telépata es?
—No
me ha dado esa impresión. Es... como si no estuviera ahí. Como si
hubiese un espacio oscuro donde debiera estar su mente.
Fingiendo
que seguía las explicaciones de Kaledias, y con un desprecio total
de la ética y la diplomacia, se coló en los ojos y oídos de los
guardias exteriores para vigilar a la pareja. Cualquier método era
aceptable para velar por la seguridad de Navhares, al menos hasta que
averiguase más sobre ese elfo extravagante.
A
corta distancia, Seriam era aún más llamativo. Navhares tuvo
ocasión de comprobarlo durante el trayecto de vuelta a los túneles:
un rostro que la naturaleza había modelado con curvas, huyendo de
los ángulos y la firmeza; párpados perfilados con tintura carmesí,
en contraste con el blanco inmaculado de sus escleróticas; la
multitud de trenzas, finas y largas hasta la cintura, entretejidas
con hilos castaños y anaranjados que se ahogaban en la intensidad de
sus cabellos caoba... Era hermoso a su singular manera, una manera
que muy pocas elfas —y menos las de Dallankor, sospechaba el joven
argailiano— habrían apreciado. Quizá no fuese la compañía más
convencional que podría esperarse, pero para él, resignado al
aislamiento desde su venida a la planicie, una cara amable era bien
recibida en cualquier circunstancia.
—¿Qué
opinas de mi tierra? —se interesó Seriam—. Duro, ha de ser duro
estar lejos de casa y de tu familia. ¡Y de un lugar tan magnífico
como será Argailias! Jamás he visitado una ciudad así, aunque he
visto algunos dibujos de buenos artistas y confieso que no me
importaría pasear por el modelo original.
—Todos
dicen que es la más espléndida, sí. Y también abrumadora y
demasiado formal. El palacio lo es, al menos. No se me presentan
muchas oportunidades de moverme más allá del primer círculo.
—Ahora
has llegado lejos.
—Y
ya sabrás de qué forma... vergonzosa.
—Viste
el portal y sentiste el impulso de atravesarlo. Yo habría hecho lo
mismo.
—Nadie
habría sido tan irresponsable. —Envalentonado por la conversación
más larga que había mantenido hasta entonces con un norteño,
confesó—: Creo que todos me juzgan, y con razón.
—¿Por
qué lo dices?
—Porque
nadie suele dirigirse a mí. Caradhar... Mi
padre
dice que es por respeto. Yo sé que esa no es toda la verdad.
—Sí
lo es. Eres un vidente de sangre mezclada, tu estirpe es única y lo
saben. Tienes mucha suerte.
—Mi
estirpe es la suya, y ante él nadie desvía la mirada. De hecho, tú
eres el primero, aparte del guía, que se ha detenido a hablarme.
—Con
mis disculpas por mi gente, puedes estar seguro de que así muestran
deferencia. Déjame adivinar, no se muerden la lengua a la hora de
interrogar a los tuyos sobre la tierra de donde venís y eso te
choca, ¿a que sí? En el sur sois más reservados. Sin embargo,
nadie se atrevería a actuar con familiaridad ante un vidente. Se le
escucha, se le piden bendiciones, se procura no interferir en su
diálogo con las divinidades... A la larga son duros tales
miramientos, lo sé por experiencia. Te sientes aislado.
—Entonces,
¿sí que compartes mi talento?
—A
veces intuyo cosas, a veces recibo pequeños fogonazos de posibles
futuros... Nada comparable contigo. Antes mencionaste que no eras un
tejedor completo, pero eso es porque todavía no has desarrollado tus
habilidades debido al veneno de la alquimia. Por eso pedí que te
proporcionasen un cuenco de la savia más pura cada noche, para
ayudarte a purgar sus efectos.
—¿Fuiste
tú? No lo sabía. Duermo junto a ellos, aunque no he llegado a
probarlos. ¿No es... atrevido por mi parte beber la esencia de la
divinidad?
—¿Y
qué uso iba a ser más digno, sino purificar al único vidente de
Dervarn y Dallankor?
—No
lo entiendo. ¿Por qué insistís todos en eso si tú también
percibes imágenes del porvenir? Savran me explicó que ninguna otra
clase de tejedor es capaz de hacerlo. ¡Eres como yo!
—Navhares,
no sabes lo que dices. Tu talento es el sol esperando a que pasen las
nubes; el mío es el brillo de una luciérnaga. La misión de
iluminar a nuestra gente no puede depender de mis tibias aptitudes.
Aun así, agradezco cada día lo que me han dado los tres dioses, lo
que me ha legado mi padre. Otros no son tan afortunados.
La
dulzura y el gesto divertido de Seriam contrastaban con la seriedad
de sus palabras. A Navhares lo alegró encontrar un espíritu tan
cordial en medio de los bravíos de Dallankor. Por desgracia, las
horas de marcha y lo avanzado de la noche hicieron mella en él, y su
imagen de noble diplomático se vio destrozada por un bostezo
monumental. Su sonrojo fue evidente incluso en la penumbra.
—Debes
estar muy cansado. Me disculpo por convocaros tan tarde. Privar a un
vidente de su sueño es casi sacrílego.
—Soy
yo quien se disculpa por mis modales, estoy bien. Y en cuanto a
eso..., ya tengo bastantes sueños.
—Acompáñame
y reposa un rato antes de ascender de nuevo. —Lo condujo a una
estancia excavada en la roca donde los norteños habían dispuesto
una mesa, dos sillones y dos divanes; allí le sirvió una copa de
vino y un cuenco de fruta—. ¿Sueñas a menudo, entonces? ¿Te han
inspirado los dioses?
—Nada
relevante, me temo. Admito mi ignorancia, no sé mucho de vuestros
dioses de la Tierra y el Bosque. En Argailias y en Dervarn se venera
sobre todo a la diosa de la Luna. ¿Cuáles son sus características?
¿Cómo he de dirigirme a ellos para que me inspiren?
—¿Solo
a la luna? ¿De qué manera lográis así el equilibrio? ¿No teméis
que los otros se sientan ofendidos?
—Lo
siento. —Cerca estuvo de ruborizarse, como si las decisiones del
culto entre su gente fueran responsabilidad suya. Sorbió un poco de
vino—. Por lo que he aprendido de Savran y mis tutores, rezamos a
la diosa porque ella es quien ilumina la búsqueda de conocimiento.
Este vino es... fuerte.
—Toma
un poco más. La fuerza, esa es la virtud que complace al dios de la
Tierra. Puede que la sabiduría se ajuste más a tu temperamento o al
mío, pero en Dallankor el fervor se mide por la fortaleza. Esta
región de montañas y rocas... ¿Qué mejor lugar para encarnarla?
Mientras la diosa deambula por el espacio nocturno y tachonado de
luces que es su morada, el dios se fortifica en lo más profundo y
nos protege; un escenario no tan vistoso, pero imprescindible, pues
sustenta nuestros pies igual que el cielo cubre nuestras cabezas.
—Entiendo.
¿Y el dios del Bosque?
—No
es un dios, sino una divinidad andrógina. Ni masculina ni femenina,
y ambas a un tiempo. Es la que media entre las otras dos, la que da
la vida, la que nos envuelve y nos nutre. Aquí los ojos se vuelven
al suelo y, en Dervarn, a las alturas, si bien hay otros lugares al
oeste donde no necesitan más que mirar a su alrededor.
Navhares
recordó vagamente la visión que experimentara al ver por primera
vez los tres árboles —luna, tierra y bosque fundidos en la misma
imagen— y comprendió que aquellos a quienes representaban ya
habían intentado darse a conocer a su llegada. Si tan solo fuese más
aplicado... Si tan solo fuese más libre...
—Eres
un gran profesor, Seriam, y me encantaría visitar esos lugares.
—Bostezó de nuevo antes de echar una ojeada a su copa vacía—.
En serio, el sabor del vino es...
—Puedes
reclinarte en el diván. Savia, es savia.
—¿Estoy
bebiendo savia?
—Ya
sabrás que aquí el mayor premio es obtener un fragmento del cristal
del Durmiente; no en vano, Nudhakavie significa bebedores
de savia.
En su estado puro es la segunda mejor recompensa, aunque no todos
pueden soportarla porque concentra en exceso la energía mágica. Un
vidente de tu categoría, no obstante, será capaz de tejer
magníficas visiones con ella.
—Antes
lo intenté. Estaba oscuro y era extraño y... Hum, qué vergüenza,
me estoy durmiendo. Debería regresar. Es mucha distancia hasta la
superficie, y causaré problemas a Caradhar, y Vira se reirá de mí
y...
—Nadie
se ríe de mis invitados. Duerme si quieres, sueña. Yo me quedo aquí
muy a menudo. Es en este lugar, junto al sarcófago, donde recibo mis
pequeñas revelaciones. ¿Decías que experimentaste una visión
oscura y extraña?
—No
lo sé. Por un instante fue como... apagar las luces. Tal vez se deba
a que no hay luna.
—¿A
qué te refieres?
—Savran
me dijo que la diosa parece favorecer mis talentos, que estos se...
mmm... diluyen durante las noches de luna nueva.
—Sí,
ya imagino que armonizas con aquella bajo cuyos auspicios naciste.
Los defensores afirman que su afecto es más remiso que el de su
enamorado y necesita sentirse libre una semana de cada cuatro.
—¿Cómo?
—¿No
cuentan esas historias en el sur? —Seriam cubrió al joven con una
manta y se acomodó junto a él—. Se dice que la luna y la tierra
son amantes, siempre juntos salvo los días en que ella se oculta de
la vista.
—Entonces
no son una pareja muy feliz.
—¿Por
qué no habrían de serlo? ¿No estás tú ahora separado de tu
esposa?
—Ella
no me echa de menos. Yo no quería echar de menos a... —El alcohol
y el sopor desinhibían la lengua de Navhares y tiraban poco a poco
de sus párpados—. ¿Por qué en las historias siempre se enamoran
una elfa y un elfo? ¿Esa que mencionas es real o se trata de una
leyenda?
—Real
hasta donde narran los libros antiguos. Claro que, ¿quién ha
llegado a sorprender a los dioses en mutua compañía? Respondiendo a
tu pregunta, no siempre son una elfa y un elfo. A la deidad del
Bosque no le hace falta una pareja para engendrar.
—¿No
tiene a nadie? Debe sentirse tan sola...
El
norteño sonrió pues, aunque su invitado ya daba cabezadas, aún se
resistía con testarudez a dormirse. Con ese timbre tan peculiar,
mixtura de matices masculinos y femeninos, entonó un nathta’tua,
un tipo de composición poética sin rimas cuya musicalidad venía
dada por las modulaciones de la voz.
Dices
que ella es esquiva
y
me culpas a mí de ocultarla de tu vista.
Piensa
bien antes de acusarme.
¿Acaso
no dejo desnudas tus cumbres más altas?
Allá
donde subes tan arriba que alcanzas a tocarla,
¿no
se hace también la oscuridad?
Allá
donde estallas en fuego, después de amarla,
¿no
se hace también la oscuridad?
Inconstante
es el afecto de la luna,
estéril
el éxtasis de la roca,
y
nada cambia que yo esté en medio.
Admitiré,
amigo mío,
que
sus curvas remueven mis humores.
Admitiré,
amigo mío,
que
tu calor enciende mi vientre.
Si
vuestras pasiones así me inflaman,
¿a
quién se daña?
¿Acaso
hubo alguna vez otra terna más civilizada?
A
pesar del áspero acento septentrional, Seriam era tan expresivo que
transmitía la morbidez del monólogo con increíble gracia, y
Navhares se dejó arrullar por sus versos. Quizá habría llegado a
distinguir las metáforas carnales de haber estado más lúcido, pero
el cansancio tras toda aquella jornada acabó por pasarle factura. Al
entrar en su busca, Caradhar se lo encontró dormido, con la
expresión plácida que mostraba cuando reposaba sin sueños. Sus
ojos vagaron entonces por la cueva y se detuvieron en la copa con
restos de color corinto.
—Vino
y savia —susurró Seriam antes de que le preguntara—. No hay
problema en que Navhares pase aquí lo que resta del día. Mi padre
espera que los dioses nos manden alguna señal del futuro. ¿Qué
mejor modo de aumentar las probabilidades que dormir junto a uno?
—No
deseamos invadir tu privacidad. —De nuevo sondeó la mente del
norteño y de nuevo se topó con ese inquietante hermetismo—. Lo
llevaremos de vuelta a nuestro alojamiento.
—Insisto,
sería una lástima molestarlo. Yo he de ir a asearme, ¿por qué no
os quedáis con él? Os resultará más tolerable regresar después
de haber descansado unas horas.
Caradhar
dudó. Aunque no quería dejar a su hijo al cuidado de aquel
enigmático personaje, sentía curiosidad y esperaba volver a
hablarle antes de que se aislase de nuevo en sus deberes de custodio.
Seriam no les dio pie para negarse; aprovechando el silencio, les
deseó buenas noches y se perdió en los corredores superiores.
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