—Es
una sustancia notable, sí, señor. ¿Y dónde dijiste que la habías
conseguido?
Al
resonar en las húmedas y oscuras paredes de la fétida estancia del
laboratorio, la voz que había pronunciado esas palabras resultaba
aún más perturbadora. Muy pocos elfos —ninguno ajeno a la
profesión— frecuentaban el Gran Laboratorio del castillo del
príncipe de Therendanar. Y, sin embargo, Caradhar se sentía cómodo
entre aquellos muros. Y con aquel humano.
Maese
Jaexias era tan inquietante como su voz: delgado hasta lo imposible,
pequeño, encorvado, con una piel grisácea que parecía adherirse
directamente a su decrépita osamenta. Ni un pelo cubría su cuerpo
y, bajo el mondo cráneo, dos ojos de un desagradable azul acuoso
observaban el mundo sin un par de cejas que los coronasen. Pero era
aquella voz cavernosa, que brotaba de su garganta igual que una
corriente de ultratumba, lo que más incomodaba a quienes lo
conocían.
El
alquimista apenas había cambiado desde que Caradhar, siendo poco más
que un crío, visitara el laboratorio por primera vez con los
aprendices de su antigua Casa. Si se consideraba la gran longevidad
de los elfos, el hecho habría dejado atónito a cualquiera. Tal era
el poder de las fórmulas que prolongaban la vida de los adeptos.
Casi todos los alquimistas humanos las consumían, en un intento de
aferrarse a una existencia que quizá los condujera a más
descubrimientos. Secuela de la prolongación antinatural del ciclo
vital era aquella apariencia de cadáver animado que tan común era
entre ellos; un precio que pagaban gustosos aun cuando los
convirtiese en ermitaños a la fuerza. Maese Jaexias era tan viejo
que la mayoría había olvidado su auténtico nombre —incluido él
mismo, a veces—, así que todos se contentaban con llamarlo Viejo
Zorro.
En
las escasas ocasiones en las que Caradhar viajaba a la ciudad, pasaba
todo el tiempo con él. Era una relación curiosa: el elfo procuraba
aprender cuanto podía del saber alquímico humano y aquel adepto le
infundía confianza y respeto. En cuanto al viejo alquimista, atraído
en principio por la perspectiva de estudiar de cerca a un elfo con el
Don, había pasado de tolerar al muchacho a apreciar su compañía de
una forma que no alcanzaba a explicarse. Con él eran todo ventajas,
dado que no le molestaba aquel lóbrego y pestilente lugar, hablaba
poco y era de carácter calmado y desapasionado, a diferencia de la
mayoría de los indisciplinados aprendices que, cada vez en menor
cantidad, aceptaba bajo su tutela.
Así
pues, no fue extraño que el elfo aprovechase los pocos días de
permiso concedidos en Elore'il para escabullirse a Therendanar y
visitar a su viejo conocido, a cuya mesa estaba sentado. Entre ellos
descansaba una cajita de madera con una muestra del contenido del
cofre hallado en Ummankor, una fina capa de pequeñas escamas de
color gris plateado. Su procedencia era lo que había despertado la
curiosidad del alquimista.
—No
te lo dije —fue la evasiva respuesta de Caradhar. El alquimista le
clavó los ojos desde la profundidad de sus hundidas cuencas, pero no
insistió.
—Observemos
qué pasa si...
El
viejo tomó un pellizco de las ligerísimas escamas con su mano
enguantada, las esparció en una bandeja sostenida sobre un trípode
y acercó una llama. Lanzó entonces un gruñido pseudoarticulado. Un
aprendiz, cuyo rostro era el vivo retrato de la resignación, entró
en el lóbrego cuartucho y se aproximó a la mesa; volutas de humo
surgían del fuego, elevándose hasta sus fosas nasales. Una
transformación curiosa se operó en él cuando las inhaló: su
cuerpo quedó paralizado, agarrotadas sus extremidades, su mirada
perdida en algún punto de la pared. Aunque la rigidez se mitigó
poco después, permaneció allí sin moverse y sin abrir la boca.
Caradhar
no perdió detalle del experimento. Al volverse hacia el viejo notó
que se había mantenido a una distancia prudencial y se cubría la
parte inferior de su rostro con una mascarilla de tela gruesa, a
través de la cual aún alcanzaban a oírse sus gruñidos de
aprobación. Viejo Zorro colocó entonces una campana de vidrio sobre
el trípode y el aprendiz recuperó los sentidos de manera gradual,
como si despertase de un profundo sueño.
—¿Cómo
puedo serle útil, maestro? —preguntó, perplejo. En apariencia, el
episodio se había borrado de su memoria.
—Ah,
no te preocupes, no es nada, puedes marcharte, dónde tendré la
cabeza... Has sido de mucha utilidad, sí, señor.
El
alquimista lo despidió con un vaivén de su mano huesuda,
concentrando su atención en la burbuja de cristal. Su asistente se
retiró, aturdido, si bien notoriamente aliviado por conservar todos
sus miembros intactos.
—Es
muy volátil —comentó el viejo, más para sí que para su
compañero—. Reactivo al fuego, y te apuesto a que también puedes
usarlo en base líquida. ¿Lo has visto? Mi ayudante no tendrá el
cerebro más brillante de los alrededores, de acuerdo, pero tampoco
suele mostrar la agilidad intelectual de una lombriz de tierra. Esto
prueba lo potente que es la sustancia, sí, señor. ¿Cuál será el
uso al que está destinada? —preguntó, expectante.
—Todavía
no lo sé. Trataré de averiguarlo. Gracias, Viejo Zorro.
Caradhar
tomó la cajita, levantó la campana de vidrio, arrojó la bandeja al
fuego —para decepción del alquimista— y se marchó.
Qué
chico,
ni
se
molesta
en
inventar
excusas.
Cortante
como
un
cuchillo,
sí,
señor,
pensó Maese Jaexias, alias Viejo Zorro. Y
muy
hábil.
El
humo
no
lo
afectó
en
absoluto,
ni
cuando
retiró
la
campana.
Me
pregunto
a qué se debe esa curiosa resistencia. Me pregunto...
Dado
que aún le quedaba un día antes de regresar a Elore'il, Caradhar
aceptó la última invitación clandestina de la Maediam y la visitó
en su refugio de la Zanja. Tal decisión no fue tomada a la ligera.
No deseaba seguir escuchando la historia, pero todas esas noches en
solitario, rememorando una y otra vez la imagen de su espada sesgando
la vida de Nestro, habían acabado por hacer mella en su
determinación. Cabría mencionar que su actitud al regresar al
escondite fue muy diferente, pues no se mostró cauto, ni cohibido,
ni respetuoso. Corail le había revelado su mayor secreto y con toda
seguridad habría de querer algo de él; ya no se sentía en
inferioridad de condiciones en un lugar donde ambos tenían un pasado
turbio y un futuro incierto.
—Adelante,
Caradhar, me hace muy feliz que aceptes mi invitación —lo saludó
ella después de ser recibido por la misma doncella de la primera
visita—. Después
de tanto tiempo, casi había perdido la esperanza de que me
permitieras disfrutar de tu compañía, mi querido...
—No
hagamos un drama de esto, mi vaiam —la cortó el, con voz
inexpresiva—. ¿Qué es lo que tenéis que contarme?
—La
verdad. Y quisiera empezar por calentar esta fría atmósfera entre
nosotros, hijo mío. En privado no es necesario que me llames Maediam
ni que uses ese lenguaje tan cortés.
—De
acuerdo, Corail
—silabeó
el dotado sobre el borde de su copa de vino—. Habla.
La
elfa sonrió para sí. No había esperado que la llamase madre
de buenas a primeras y, al menos, aquella manera de dirigirse a ella
sonaba más personal que mi
vaiam.
—Sé
que te habrás preguntado por qué sucedió y por qué te lo revelo
ahora. La respuesta es muy simple: miedo. Como hija menor de
Llia'res, mi deber era emparentar con una Casa de mejor rango para
salvaguardar el honor de la mía. No te pido que imagines mi temor
cuando yo, que por entonces servía en el Templo de la Luna, descubrí
que estaba encinta. Lo que debí hacer para ocultarlo, lo que removí
para que se te garantizase una posición segura en Llia'res... Poco
después, el Maede Killien en persona solicitó mi mano. Era la mejor
oportunidad que iba a presentárseme en la vida. Aunque quise traerte
conmigo, tu Don te hacía demasiado valioso para que mi hermano
aceptase entregarnos a los dos a Elore'il. Fui débil..., y te dejé
atrás. Incluso ahora, tras todos estos años, dirás que me impulsan
motivos egoístas para querer tenerte a mi lado, porque eres mi único
hijo y el último consuelo de mi soledad, pero... —Colocó una mano
en la rodilla del joven. Este no trató de apartarla—. Esa es la
realidad, Caradhar, no puedo renunciar a ti. A pesar de mis errores y
del destino, siempre me has inspirado el más tierno afecto. Eres mi
sangre.
—¿Y
por qué no tienes hijos con el Maede? La Casa lo comenta —le
espetó el elfo. Ella retiró la mano de golpe, como si el contacto
la quemara—. Solucionaría tus problemas. Ya no me necesitarías.
—Duele
tanto que digas eso... Bien, me lo merezco y lo acepto, igual que me
merezco este destino que los dioses han decretado para mí. Es
evidente que han querido castigarme por el terrible pecado de
abandonarte, pues mis entrañas se marchitaron después de hacerlo y
ya no he sido capaz de volver a concebir. Ni
todos los galenos y alquimistas, ni sus pócimas, ungüentos y
elixires han podido remediarlo. Mi marido, Killien, es un ser vil,
cosa que ya has comprobado por ti mismo. No deja pasar un día sin
echarme en cara, con palabras hirientes, cuán inútil le resulto. Me
amenaza con repudiarme y desposar una jovencita que le dé hijos y,
mientras tanto, llena su lecho con... cortesanas,
sin tener siquiera el pudor de hacerlo a mis espaldas. Sí, los
dioses deben considerar que he de sufrir mucho para purgar mi culpa.
Corail
se levantó para colocarse a la espalda de su hijo, deslizó las
manos sobre su cuello y lo abrazó, bajando la cabeza de manera que
sus labios rozasen el oído del joven. Continuó hablando en
susurros, su aliento cálido bañándole la piel.
—Ahora
te veo, tan hermoso, y me pregunto si los dioses no abrigaban otros
planes; si no han decretado, en su sabiduría, que el vientre que ha
dado a luz un fruto tan perfecto no puede sino secarse, exhausto.
—Desató la cinta que sujetaba los largos cabellos de Caradhar y
esparció la melena, en roja oleada, sobre sus hombros—. Yo te
digo, hijo mío, que no hay uno solo en Elore'il que pueda
comparársete. Si el cielo se dignase a mostrar justicia, Killien
desaparecería y el fruto de mi vientre sería el próximo Maede de
la Casa. —Corail se inclinó aún más sobre él, mejilla contra
mejilla, mezclando sus cabelleras. Un sedoso mechón encarnado se
deslizó hasta la comisura de sus labios—. Mi sangre, y no ese
monstruo cruel que tiraniza a cuantos le rodean con ese poder
perverso, que te forzó a levantar el arma contra nuestro querido
Nestro, a pesar de lo mucho que significaba para ti. ¡Cuánto daño
nos ha hecho! Ruego para que veamos la luz y, de una forma u otra,
nos sea mostrado el camino a nuestra liberación.
Apartó
el mechón y besó la porción de piel donde antes estuviera.
Caradhar no se inmutó ni se debatió; su mirada, perdida en el
vacío, tampoco siguió a Corail mientras se encaminaba hacia la
puerta.
—Mas
tú no debes arriesgarte, hijo mío, eres todo lo que me queda.
Mantente a salvo, no te arriesgues, no hables con nadie. Y recuerda
que tu madre te quiere.
En
la etapa que siguió a la charla con Corail, Caradhar dedicó mucho
tiempo a sopesar su futuro en la Casa. Resolvió, en principio, que
su madre continuaría ignorando la verdad sobre su papel en la
ejecución del maestro de armas. ¿Le había pedido que no contase
nada a nadie? La complacería, comenzando por su aparente inmunidad a
las insólitas habilidades del Maede.
La
naturaleza de estas y su conexión con la sustancia analizada por
Viejo Zorro eran lo que más lo intrigaba. Para sonsacar a la Maediam
sobre cuanto sabía al respecto, aceptó otra invitación a su
refugio y la sometió a cuantas preguntas le vinieron a la mente. No
tardó en comprender lo poco que sacaría de ella, puesto que Corail
caminaba a ciegas respecto a los logros del laboratorio de su Casa.
Eran secretos, suponía, que Killien solo compartiría con el Gran
Alquimista; su mano derecha, según le habían revelado. El
laboratorio era el objetivo al cual tenía que dedicar sus esfuerzos,
mas ¿cómo hacerlo, cuando ni siquiera le estaba permitido
acercarse? ¿Cuando nadie le hablaba de lo que sucedía dentro de sus
muros? ¿Cuando no había llegado a conocer a ningún alquimista?
Entusiasmada
por disfrutar la compañía de Caradhar, Corail le rogó que no
regresase a Elore'il para poder reanudar sus conversaciones por la
mañana. Esa noche, mientras el joven cavilaba en la oscuridad de la
alcoba que le habían asignado, el suave ruido de la puerta
deslizándose atrajo su atención hacia ella. Sobre el umbral se
dibujó una silueta femenina. Imaginando que sería Corail, hizo
ademán de prender la palmatoria de su mesita, pero la silueta se
acercó, presurosa, y colocó una mano liviana sobre la suya para
impedírselo. Comprendió entonces, con una mezcla de alivio y
decepción difícil de explicar, que se trataba de la doncella de su
madre.
—Hola.
No sé cuál es tu nombre —saludó él, sin recibir respuesta. Sus
ojos, acostumbrados a la oscuridad, escrutaron a su silenciosa
compañera. Ella mantuvo la vista baja durante unos instantes;
después se llevó una mano a la boca y sacudió la cabeza—. ¿No
puedes hablar? —Se produjo un nuevo silencio, durante el cual la
muchacha pasó a señalarse la garganta y a continuar negando—. Ah,
eres muda. —Ella asintió con timidez—. ¿Qué es lo que quieres
de mí?
Tras
una primera vacilación, la elfa soltó los cordones que anudaban su
túnica ligera y se desprendió de ella. No llevaba nada más. En la
penumbra, los ojos de Caradhar recorrieron toda aquella piel desnuda:
un cuerpo menudo de líneas armoniosas, el vientre que le subía y
bajaba con rapidez. Permaneció en silencio, sin hacer gesto alguno.
Ella titubeó ante aquella falta de iniciativa. Moviéndose con
cautela, como si temiese ser rechazada, se colocó a horcajadas sobre
las piernas extendidas del joven y alzó los brazos para desatarse la
larga melena, que se desparramó sobre su espalda. Al hacerlo, las
curvas de sus pechos quedaron expuestas ante él con toda su
voluptuosidad. Las manos de Caradhar se movieron, por iniciativa
propia, a acariciar aquella suave carne que se le ofrecía; manos que
después, sin delicadeza alguna, se deslizaron por la espina dorsal
de la muchacha y se crisparon sobre sus nalgas para atraerla hacia
sí.
Era
una muchacha bonita y obediente, justo lo que el joven necesitaba
entonces para llenar su cama vacía. Después de que Corail lo
convenciese para prolongar su estancia, disfrutó de su compañía a
lo largo de todas las noches que permaneció allí.
A
las puertas de Elore'il, Caradhar se vio inmerso en el revuelo
ocasionado por una comitiva en su regreso a la Casa. Aunque en un
primer momento quiso aprovechar el gentío para colarse sin llamar la
atención, se detuvo cuando vio descender del carruaje que escoltaban
una figura con el escudo del Gran Alquimista sobre sus ropas de
viaje. Una capucha velaba sus facciones. El pelirrojo se volvió
hacia uno de los curiosos entre la multitud.
—¿Es
el Gran Alquimista?
El
interpelado miró al joven con cierto desdén.
—Por
supuesto que no, todo el mundo sabe que nunca se ausenta de la Casa.
Se trata de su asistente principal.
Cuando
el dotado pudo echar un vistazo a lo que aquella capucha dejaba en
sombras, su semblante se congeló. Y tal vez fuera la sensación de
aquella mirada helada fija en él, pero lo cierto es que el asistente
desvió los ojos y se encontró con los del dotado. Una chispa de
reconocimiento brotó en ellos al cabo de un breve examen, junto con
una sonrisa desagradable en su boca.
Caradhar
no había necesitado hacer ningún esfuerzo para recordar. Reconoció
en el acto el rostro de Darial, el alquimista influyente gracias a
cuyo encaprichamiento él había tenido acceso a los laboratorios de
Llia'res y Therendanar.
A
lo largo de los días siguientes, Caradhar comprobó que su situación
en la Casa había cambiado. Para empezar, apenas le era posible dar
diez pasos sin que algún guardia controlara sus movimientos. Los
dotados eran demasiado valiosos para que les permitiesen vagar a sus
anchas, cierto, pero si tan caras eran sus habilidades al Maede, si
lo había aceptado en la guardia, ¿por qué nunca lo convocaba ante
su presencia? Difícilmente iba a poder cumplir sus nuevas funciones
—y estudiarlo de cerca— si era mantenido de lado a propósito.
Igual
de frustrante había resultado su reencuentro con Darial, una parte
de su pasado que nunca habría querido tener de vuelta. Y una difícil
de esquivar, pues ¿cómo conducirse con discreción cuando todos en
la Casa sabían quién era ese dotado pelirrojo que había ejecutado
al maestro de armas? Cualquiera podía ofrecer indicaciones sobre su
paradero, en cualquier momento alguien se presentaría ante su
puerta. Transcurridos tres días sin ningún incidente, el joven bajó
la guardia. Quizá había sido su imaginación y Darial no lo había
reconocido; o quizá no le importase en absoluto después de varios
años.
Para
llenar su tiempo, se empleó a fondo en una larga y tardía sesión
de esgrima en solitario; por más que el Maede hubiese dado la orden,
a nadie le apetecía mostrarse amigable con el asesino del
carismático Nestro. Los elfos sentían predilección por las espadas
ligeras y eran famosos entre los humanos por su hábil estilo a dos
manos, con dos hojas de igual o diferente tamaño. El joven dotado se
empecinó, sin embargo, en blandir una espada bastarda que apenas
podía sostener. Aunque sus movimientos lentos y desmañados
arrancaron sonrisillas de burla del resto de sus compañeros, él los
ignoró con indiferencia. Solo sabía que descargar golpes sobre algo
hasta quedar exhausto iba a hacerle sentir mejor.
En
los baños todo estaba en silencio. Tras despojarse de las botas y la
camisa acolchada, se sumergió en una de las tinas de piedra. La
superficie del líquido templado le devolvió su reflejo, un rostro
con la acostumbrada falta de expresión, suavizado esa vez por un
sentimiento de alivio. El alivio de no verse forzado a confrontar
cierto fantasma del pasado.
Hundió
la cabeza en el agua y la mantuvo así largo rato. Al emerger con
brusquedad y abandonar la tina, su cabello rojo se esparció en torno
a su espalda, rociando agua en todas direcciones. Un resoplido le
hizo volverse con rapidez: tomada por sorpresa por la ducha
repentina, una figura se hallaba de pie a dos pasos de su baño. El
fantasma.
Darial
era un elfo alto y de complexión ligera. Su rostro, enmarcado por
largos cabellos rubios, era atractivo, pero el conjunto desmerecía
debido a una boca cruel de labios excesivamente delgados, como un
tajo sobre su mandíbula cuadrada. No había cambiado ni un ápice
desde que Caradhar lo conociera en Casa Llia'res. Aquella época que
el tiempo había relegado a un rincón oscuro de su memoria regresó
ahora, vívida, por obra de la perversa sonrisa y los taimados ojos
amarillos de Darial.
—Quién
iba a decírmelo... Déjame que te mire. —El elfo rubio alargó la
mano de dedos largos y finos para sostener en alto la barbilla de
Caradhar mientras sus ojos supervisaban todo su cuerpo. Dado que se
revolvía, lo acorraló contra la pared para bloquear cualquier
tentativa de escape—. ¿No te alegra volver a encontrarnos? Oh,
aunque ya no eres un niño, no has perdido tu encanto. Y es obvio que
no me has olvidado.
Tras
insertar el pie derecho entre los del joven, lo forzó a separar las
piernas. Su índice trazó la línea de su mandíbula hasta los
labios y se deslizó entre ellos para abrirlos, inclinándose hasta
que los suyos propios quedaron suspendidos a un soplo de distancia.
La mano izquierda invadió el espacio accesible entre sus muslos y
palpó en busca de su entrada trasera. El frente fue ignorado por
completo, como si al maestro alquimista solo le interesasen las
partes de él que no delataban su género.
—¿No
quieres mirarme, Adhar? Mírame.
Ese
diminutivo ya olvidado... Esa rudeza en una zona de su cuerpo que no
había usado en años... Los
fríos ojos de Caradhar, hasta entonces perdidos en el vacío, se
enfocaron en los de Darial. Su impasibilidad hizo que se
recrudecieran los ataques de la mano intrusa, hasta el punto de que
el dotado tuvo que morderse la lengua para ahogar un gemido. Para su
alivio, un
sonido proveniente del corredor forzó al cazador a soltar a la
presa; eran un par de guardias que entraban a tomar un baño de
última hora. El contrariado Darial no tardó mucho en darse la
vuelta y marcharse, pero no sin antes susurrar a Caradhar: «Vendrás
a mis aposentos a medianoche. No me obligarás a ir a buscarte y
arrastrarte hasta allí, ¿verdad?».
Acostumbrado
a ver frustradas sus expectativas, el joven concluyó su aseo con
rostro imperturbable, aparentando una calma que no se correspondía
con la tormenta de sus pensamientos. Recordó, sin poder evitarlo,
sus años de infancia, el silencioso huérfano que rondaba Llia'res
con la libertad otorgada por su condición de dotado, sin otro precio
a pagar más de algún corte que otro cuando alguno de los nobles
precisaba su sangre curativa. Si bien era poco disciplinado,
soportaba bien los castigos y el dolor, y no se quejaba cuando lo
sangraban ni cuando lo enviaban al laboratorio para que los
alquimistas experimentasen con él. El asistente del Gran Alquimista,
el alto elfo de ojos amarillos llamado Darial, solía solicitar su
presencia a menudo. Hallaba un placer extravagante en evaluar el
alcance del poder de su sangre —nunca en sus propias heridas, por
supuesto; no dudaba en lesionar a otros para ello— y en estudiar su
fisiología. Y Caradhar lo toleraba. Había descubierto cuánto le
gustaba rondar por las instalaciones de los alquimistas, tocar sus
equipos y observar cómo transformaban sustancias simples en
compuestos cuyas propiedades se le antojaban mágicas; visitar aquel
lugar tan interesante bien valía la incomodidad. Y conforme pasaba
el tiempo notaba los ojos de Darial más fijos en él, y más
prolongados sus contactos físicos, hasta que, cierto día, le
ofreció llevarlo con él al Gran Laboratorio de Therendanar «si era
un chico bueno y obediente». Ignoraba el alcance de esas palabras.
No lo averiguó hasta aquella misma noche, en el dormitorio de
Darial.
Siempre
fue así, hasta la marcha por la puerta grande del prestigioso
alquimista y, con ella, la recuperación de su limitada libertad.
Mas, por mucho que hubiese desterrado los recuerdos a un nivel
profundo de su subconsciente, el retorno de aquel elfo hacía
imposible ignorarlos. El regusto a humillación volvía a anidar en
su lengua.
Barajó
soluciones peregrinas hasta que una idea fría y racional se alzó
sobre las demás: aquella era una oportunidad única de aproximarse a
los secretos del Gran Alquimista. Una oportunidad que no habría de
reportarle ningún placer, cierto, pero que quizá le granjease la
entrada en el dominio alquímico de Elore'il, igual que antes.
Después de todo, ¿importaba mucho el placer? No lo había sentido
cuando Darial decidió convertirlo en su juguete; ni al sufrir los
castigos de sus otros guardianes para acabar con su orgullo y forzar
en él obediencia; ni al obedecer órdenes, pasar largas y heladas
noches en solitario e, incluso, consumir alimentos que no alcanzaba a
saborear. Le recordaba a la historia de su vida y, por lo tanto, para
él no era nada extraordinario.
El
alojamiento de Darial formaba parte de una larga fila de
departamentos que incluían el laboratorio, algunos almacenes y los
aposentos personales del Gran Alquimista, custodiados por grandes
puertas reforzadas. Aquello fue todo lo que Caradhar pudo averiguar
en su discreta inspección en mitad de la noche antes de volver a la
habitación del alquimista. El elfo rubio parecía dormido. Su joven
acompañante terminó de vestirse y se preparó para volver a su
propio dormitorio.
Sentado
en la oscuridad, intentó no pensar en lo que había tenido que hacer
tras obedecer la llamada nocturna de Darial. Él era la causa por la
que el pelirrojo jamás permitía que nadie lo tomase. Era su primer
compañero de cama, la única relación que no había escogido
libremente... y también la única que jamás le había dado placer.
Aunque
era posible que a los ojos de la mayoría Caradhar fuese una víctima,
semejante idea habría resultado incomprensible para él. Tal vez se
sintiera así en sus primera etapa como mascota de alcoba de Darial,
pero el sentimiento había pasado pronto; el dolor físico solo
dejaba una impronta temporal, bastante insignificante para su cuerpo
bendecido con el Don. Por lo que respectaba a cualquier otro tipo de
dolor, Caradhar era incapaz de sentirlo.
Aquel
día, razonaba, se encontraba allí por su propia voluntad. Aun así,
sentía una vaga repugnancia hacia la manera sumisa que había tenido
su cuerpo de responder a los avances del alquimista. ¿Años de
padecer ese tratamiento le habían tallado una huella tan profunda?
No, negaba para sí. Él ya no era el mismo, había tenido que
esforzarse para no quitárselo de encima mientras lo penetraba. Su
naturaleza sexualmente dominante chocaba con la de Darial; sentir su
cuerpo tratado como un juguete no le proporcionaba placer, sino
rechazo.
No
obstante, era lo que debía hacerse por el momento.
Cuando
ya se deslizaba fuera de la habitación, una luz brilló junto al
lecho del alquimista.
—¿A
dónde crees que vas?
—Creí
que habías terminado. Iba a mi cuarto, a dormir.
—¿Y
quién te ha dicho que podrás dormir? —Con una de sus risitas
burlonas, Darial palmeó el lado vacío del colchón—. Vuelve aquí.
A lo mejor te dejo marchar... más tarde.estello de un relámpago, una chispa de luz se reflejó en los ojos rojos del elfo. Por un instante semejaron estar vivos.