1490,
un año señalado en los registros de Leonardo, se inició con el
retrato de una beldad y una grandiosa celebración de boda. Pose
dinámica en tres cuartos, en contraste con el perfil usado en la
época; un velo transparente, sutil resalte de las hermosas
facciones; una delicada exposición de cada sombra, pliegue y
cabello... La retratada no fue otra que Cecilia Gallerani, y el
brillante resultado, deleite de la muchacha y de su poderoso amante,
jugó su papel en la ascensión del pintor en la corte.
El
segundo evento, la boda religiosa de Gian Galeazzo Sforza, puso en
sus manos los recursos necesarios para escenificar una mascarada que
se recordaría en años venideros. Isabel de Aragón, engalanada en
un mar de seda y rodeada de músicos, recibía los honores de una
corte de embajadores. A medianoche se revelaba el Paraíso, una
maqueta semiesférica de resplandeciente color dorado en su interior.
Hacía honor a su nombre con una constelación de estrellas hechas de
cristal coloreado ante focos de luz, siete actores disfrazados de los
planetas conocidos colocados a diferentes niveles y los doce signos
del Zodiaco en lo alto. ¿Su propósito? Seguir honrando a la nueva
esposa y, por descontado, a Ludovico. Pocas inversiones rendían más
en la política que aquellas que servían para dejar al pueblo con la
boca abierta.
Leonardo
recogía su porción de gloria en un segundo plano poco discreto.
Vestía colores brillantes e irradiaba optimismo, aunque no tanto
como su asistente Zoroastro, quien se había convertido en el alma de
la fiesta. El metalurgo contaba con la gracia y la desvergüenza
típicas de los cómicos y los bufones, y su talento para la
narración y la improvisación se complementaba con el de su maestro,
más dado a escribir sus ocurrencias en privado y de manera
reflexiva.
—Le
preguntaron a un pintor por qué hacía figuras tan hermosas, siendo
como eran objetos inanimados —narraba Zoroastro a un público
achispado—, mientras que sus hijos eran tan, pero tan feos. El
pintor respondió, encogiéndose de hombros: «¿Qué queréis? Hago
mis pinturas de día, ¡y mis hijos de noche!».
El
chiste provocó la hilaridad del coro de invitados ilustres que lo
rodeaban. Uno de ellos preguntó:
—Pues
tu maestro no tiene ese problema, ¿eh? No hace hijos, y así no
podemos comprobar si esa teoría es correcta.
—Cierto,
mas no vayáis a pensar que es un dechado de virtudes. ¿Sabéis con
qué ilustre proyecto acaba de engalanar las hojas de su cuaderno de
apuntes? ¡Con el trazado de la planta de un lupanar de Pavía! —Se
alzaron nuevas carcajadas. Seguro de su éxito, el cómico continuó—:
Y los artistas no son los únicos que se abandonan a las tentaciones
de la carne (debilidad perdonable, cuando es su obligación
experimentarlas para poder retratarlas). Por ejemplo, estaba cierta
moza lavando ropa en el río, con los pies rojos por el agua helada.
Cierto clérigo que pasaba por allí, cómodo y calentito en sus
botas de viaje, se asombró al contemplar tal fenómeno y le preguntó
de dónde venía esa rojez. Se chanceó la mujer y replicó que
estaba causada por un fuego encendido debajo de ella. Entonces el
clérigo tomó en su mano esa parte de él que lo hacía más
sacerdote que monja y, acercándosela, solicitó con mucha cortesía:
«En ese caso, ¿serías tan amable de prenderme la vela?».
El
vino ayudó a que las risas pasaran por alto la impiedad de la
historieta. Leonardo también escuchaba y sonreía; al notar, sin
embargo, que la cultivada amante de su protector rondaba por las
proximidades, trató de derivar la conversación hacia derroteros más
intelectuales.
—Avergüénzate,
profeta, por sacar a colación temas tan indignos entre tan
distinguidos invitados. —Profeta
era uno de los apodos de aquel aficionado al ocultismo—. Anda, haz
honor a tu sobrenombre y entretenlos con algo más elevado.
—¿El
juego de las profecías? ¡A la orden, maestro! —Las profecías no
eran sino una especie de juego de adivinanzas al que Leonardo era
aficionado—. Empecemos por una fácil, hum: «Los hombres caminarán
en las pieles de grandes bestias».
—¡Zapatos!
Los hombres caminan con zapatos —gritó un caballero de la primera
fila. No había ningún misterio en su rápida respuesta, dado que
era un acaudalado comerciante de cueros.
—¡Habéis
acertado, señor! ¡Qué gran sorpresa! ¿Qué tal si planteamos otra
menos sencilla? «Los hombres irán tan rápido como la más rápida
de las criaturas por medio de las estrellas».
—¿Estrellas?
¿Cómo se puede correr con las estrellas? —La audiencia meditó,
perpleja—. ¡Una pista! ¡Una pista!
—No
debería. No debería, porque... Bueno, tengo el corazón débil. La
solución está relacionada con la anterior profecía.
Cecilia
Gallerani y su amiga, Irene Gregori, fingían que charlaban mientras
ponían un oído en el juego. Leonardo volvió su mirada a la alta
belleza rubia; la dirigió entonces a un escudo de la pared, que
representaba un caballo encabritado, y sonrió.
—Los
hombres cabalgan con espuelas —afirmó la mujer, con voz decidida.
Era la réplica correcta, y Zoroastro añadió una profunda
reverencia al aplauso del corrillo.
—Magnífico,
mi dama. Espuelas son, sin duda. Y ahora... ¡aún más difícil!
«Los cuerpos disminuirán cuando les quiten la cabeza, y aumentarán
cuando vuelvan a ponérsela».
—¿Qué
cosa absurda es esa? ¡Claro que un cuerpo disminuirá cuando le
quiten la cabeza! —se burló uno de los mirones—. ¡Lo que me
gustaría es ver al guapo capaz de volver a colocársela!
Leonardo
hizo un gesto divertido antes de alejarse en la misma dirección que
Irene Gregori. Habían coincidido en varias reuniones y, aunque no
habían llegado a forjar una relación de amistad, solían
intercambiar algunas frases. La mujer agarró una copa de vino al
pasar y se volvió hacia el florentino.
—¿No
seguís el juego, maestro Da Vinci? Debe ser aburrido cuando se
conocen las respuestas. Por cierto que el profeta me cazó con esa
última. Ignoro qué puede ser.
—Una
tontería: almohadas. —Ambos soltaron una risita—. Simples y
prosaicas almohadas.
—Nada
de prosaicas. Son las aliadas de los sueños... y de los amantes. Ya
que tocamos el tema, entre los rumores que circulan en palacio no hay
ninguno que haga referencia a los vuestros. ¿No hay nadie que os
satisfaga?
—¿Y
de dónde sacaría el tiempo? Tanto que hacer, tan pocas horas en el
día. —La contestación fue vaga y elusiva. ¿De qué forma
explicarle que sus apetencias
estaban penadas por la ley?
—Tiempo
para el amor... Qué mala excusa. Hasta el más poderoso de los
hombres de la ciudad se guarda unas horas para sus placeres
personales. —Lanzó un vistazo significativo a Cecilia—. Vos
debéis ser lo más parecido a un fraile que frecuenta estos muros. A
menos que el objeto de vuestros afectos sea alguien tan prohibido que
vuestro cuello dependa de guardar silencio.
No
había segundas intenciones en aquella frase, jamás le había dado
motivos a nadie de Milán para acusarlo de nada. Con todo, la diana
involuntaria lo forzó a seguir justificándose.
—Un
fraile... Sí, eso debo ser yo. Y el objeto de mis afectos se
encuentra al extremo de un pincel o una pluma.
***
La
indiscreción de Irene Gregori hizo reflexionar a Leonardo durante
una larga temporada. Amantes: un tema desterrado de su vida desde la
denuncia que sufriera en Florencia, a medias por el temor y la
vergüenza y a medias por la pérdida de la esperanza. Para el mundo
ya era un hombre maduro, pero conservaba su atractivo y le habría
sido fácil poner fin a su celibato autoimpuesto. Además, su cuerpo
seguía siendo joven e impulsivo. ¿Por qué debía resignarse a la
soledad?
Aquella
lucha entre la disciplina, el despecho y el deseo preparó su ánimo
para el encuentro que habría de tener lugar más tarde, en el
mercado de la plaza. En medio de sus queridos pájaros, caballos,
curiosidades y personajes notables se manifestó un pequeño ángel;
o quizá un demonio, dado que un tendero lo estaba reprendiendo por
manosear la fruta. Tenía diez años, el cabello rizado y castaño
claro, casi rubio, los ojos avellana y una belleza que bien
justificaba tomarlo por alguien caído del paraíso. No tardó en
averiguar su nombre, Gian Giacomo Caprotti, y contactar con su padre
para tomarlo de aprendiz. Y su nueva adquisición pasó a formar
parte de su bottega
en la Corte Vecchia.
Tras
lavarlo y vestirlo como un príncipe —despertando suspicacias entre
los otros aprendices—, Leonardo aprendió muy pronto algunas
particularidades de su pequeño capricho.
Sus ojos resultaron ser más verdes que miel, lo cual era muy
apropiado para su carácter, que poco tenía de angélico. Y no
fueron esos los únicos colores auténticos que mostró, pues su
pereza, glotonería y amor por lo ajeno tardaron poco en convertirse
en tema de conversación entre sus compañeros. No era que su maestro
fuese ciego a estos defectos. Él mismo lo apodó Salaì
—un pequeño demonio—, y empleó muchas horas en corregirlo, a
sabiendas, en el fondo, de que aquello que podía pasar por falta de
educación no era sino un vislumbre de su naturaleza. Pero ¡le era
tan difícil apartar la mirada de él! Si a esa edad era tan
radiante, ¿qué no sería cuando floreciese? ¿Qué obras le
inspiraría, qué talentos aflorarían en ambos? Esa ansia suya de
exprimir cada minuto de cada hora no iba a impedirle invertir tiempo
en su pequeño demonio.
La
novedad difícilmente habría de pasar inadvertida en la pirámide.
Tras los dos éxitos iniciales, no habían vuelto a localizar datos
ocultos en ninguna otra obra, y el Primer Biólogo expresó la
impaciencia del Vértice e inquirió el motivo del descenso en las
actividades de Da Vinci. A continuación ordenó que se investigara
al recién llegado. Nadie, ni siquiera un niño, sería descartado
como sospechoso en los extravagantes planes del desaparecido Eal.
Draadan,
que alimentaba sus propias suspicacias acerca del súbito interés de
Leonardo, no obedeció de manera desapasionada esa vez. Incapaz, no
obstante, de hallar nada fuera de lo común en el crío, presentó un
informe negativo. Tuvo que ser Navekhen, el perspicaz Navekhen, quien
diese con la raíz del asunto. Le bastaron un par de días espiando
al chico y a su maestro para interrumpir la conexión con el
piramidión, mostrar
la sonrisa más socarrona y murmurar, ante una copa de vino robada:
—Está
sí que es buena. El querido Leonardo, que tantas y tan variadas
sorpresas me da, ha hecho lo más predecible del mundo.
—¿A
qué te refieres? —inquirió Neudan, el único con quien compartió
sus conclusiones.
—Mira
a ese angelito y dime si no notas la similitud.
—¿Similitud?
—Vamos,
mi respetado superior, ¿no lo ves? El pelo, el perfil, los labios...
Salvo por los ojos medio verdes y el tamaño de bolsillo, el crío es
la viva imagen de Draadan.
Neudan
contuvo el aliento. Puede que fuese una mera sugestión, pero los
matices apuntados por su compañero, y otros más de su cosecha,
asomaron a las facciones de aquel pilluelo recogido en la plaza. Le
costó poco imaginar lo que ocurriría en el futuro, cuando el chico
se convirtiese en un adolescente y después en un hombre. ¿Sería
Leonardo tan primario que se conformaría con un sustituto? ¿Por qué
él, por qué cerrarse a todo por alguien frío como el corazón de
un cometa? Draadan, siempre Draadan. La imagen del supervisor, a
quien ni siquiera dirigía la palabra desde hacía mucho tiempo, hizo
subir a su garganta una bocanada amarga.
***
Primario
o no, no pudo decirse que Leonardo perdiese su impulso creativo, si
bien la presencia de Salaì impregnó con una pizca de tirantez las
actividades de la Corte Vecchia, como si cierta tensión no resuelta
se hubiese instalado entre aquellas paredes. Su ánimo agitado se
vertió en su trabajo. Esculpió la más
sorprendente maqueta de arcilla para fundir el caballo del monumento
a Francesco Sforza; llenó páginas y páginas con estudios ópticos
para crear las ilusiones que amenizarían la boda de Ludovico
con su bella
prometida de años atrás, Beatriz d'Este.
Hombres de las cavernas, bestias grotescas, efectos visuales que
engañaban los sentidos, una escultura imposible... Siempre lo más
extremo, lo más sorprendente, lo nunca visto. Y, en la intimidad, la
otra cara de la moneda, ese pequeño protegido que crecía tanto en
altura como en desvergüenza, sisando el dinero de los encargos,
desvalijando carteras y robando prendas e instrumentos de dibujo.
Leonardo ignoraba qué era lo que lo empujaba hacia él. Tan solo
comenzó a vislumbrar una parte de la verdad cuando el chico cumplió
catorce años. El año en el que la tensión estalló.
Aquel
1494 inauguró una época de frustraciones para el artista. La peste
había traspasado los muros de la ciudad, la guerra con Francia
estaba a las puertas. Ludovico, por entonces el duque oficial de
Milán, había decidido destinar el bronce de su monumento a fundir
cañones, y la maqueta quedó atrás, mudo testigo de un destino
incumplido. El autoritario Sforza también lo privó de su obra
terminada para la Confraternidad de la Inmaculada Concepción, el
cuadro de la Virgen y el niño Jesús, así que él y los hermanos de
Predis no tuvieron más remedio que empezar una copia. En cuanto a
sus reuniones filosóficas, tiempo atrás interrumpidas debido a la
marcha de Cecilia Gallerani, ya no le procuraban esos momentos de
sosiego intelectual. Varios cuadernos abarrotados con observaciones
sobre la copulación ofrecieron a Navekhen una idea de la que
seguramente era la pobre vía de escape del florentino.
Alguna
que otra vez, sin embargo, la pluma se deslizaba por su cuenta y
trazaba un dibujo poco ortodoxo sobre ese otro tipo de contacto
físico, el que contravenía, según la Iglesia, las leyes de la
naturaleza. Aunque tales deslices eran destruidos sin demora, ningún
maestro estaba en posición de controlar a todas horas a sus
alumnos... Y cuando el Salaì adolescente, el que estaba perdiendo la
última inocencia que le quedaba —la sexual— posó los ojos en un
par de ellos, aprendió algo muy instructivo sobre las apetencias de
su maestro.
Aquella
noche había sido larga y fructífera. La cama lo había llamado de
madrugada, pasándole la factura de setenta y dos horas sin dormir.
Bien podrían haber transcurrido diez minutos después de cerrar los
ojos, no lo sabía; lo cierto era que los postigos filtraban una
claridad débil, y que la luz no era lo único que se había colado
en la habitación. Una silueta familiar se alzaba ante él, con la
audaz rodilla hincada en el borde de su colchón: el cabello castaño
claro, el perfil tan característico, los iris que destellaban en
ámbar... ¿O era verde? Por un par de segundos, su corazón dejó de
hacer ruido, en la creencia de que un deseo largamente reprimido
estaba cobrando vida. Cuando enfocó bien la vista y el sentido
común, descubrió que el intruso no era otro que Salaì.
El
torso del joven, despojado de su camisa, mostraba los primeros signos
de una madurez incipiente. Más arriba, su mandíbula ganaba
definición y audacia, aun conservando su encanto andrógino. Su
expresión era la muerte de la candidez, la esencia del pequeño
demonio asomando a través del bello rostro.
—Giacomo
—balbuceó.
—Llevo
tres días esperando que durmáis, maestro —su misma voz había
ganado gravedad—, y preguntándome por qué os acostáis siempre
solo.
—El...
templo del trabajo no es lugar para traer mujeres.
—Aquí
dentro no hay ninguna mujer.
—No,
aunque eso no explica por qué estás en mi... ¿Qué haces? —Detuvo
los dedos que ya bajaban a desatarse los calzones.
—Ayer
en el Duomo el aprendiz del panadero se atrevió a preguntarme si era
cierto que todos los florentinos eran sodomitas. Le rompí la nariz.
Se la romperé a quien se atreva a insultarme con eso, pero si es con
vos... Me trataríais mejor, ¿no? Mejor que a los otros asistentes.
¿Me pintaríais? —Intentó aflojar las ropas de Leonardo, quien
tardó un instante en reaccionar y volver a detenerlo—. He visto
vuestros dibujos, maestro. Sé que os gusto.
—Aún
eres un niño.
—Os
mostraré que ya he crecido ahí abajo.
Tomó
la mano del adulto y la guió hacia su cadera. En medio de un súbito
trance hipnótico, Leonardo pensó en su propia adolescencia, en las
noches de sexo no buscado, aunque sí tolerado, con Andrea. Él se
había jurado que nunca caería en la misma falta. Observó entonces
las formas florecientes de Salaì, la piel desnuda, caliente bajo las
yemas de los dedos, los ojos y labios invitadores.
Besar esa carne, y abrazarla, y derramar cuanto tenía en ella.
¿Desde cuándo no se dejaba vencer por la tentación? Era tan
hermoso...
Mareado,
tragó saliva y sujetó las muñecas del chico.
—Giacomo,
cúbrete. Y no vuelvas a hacer esto, te lo ruego. Eres... muy
preciado para mí, pero no de esta...
—Mentís.
Me miráis, lo sé, queréis lo que únicamente yo puedo daros.
—Sal.
—Giró la cabeza—. Ve a preparar los colores con Marco, según te
enseñé. Hoy tendremos muchos quehaceres.
La
incredulidad del muchacho se trocó en indignación y despecho.
Aferró su camisa, caminó a zancadas hasta la puerta y la cerró a
sus espaldas con tanta fuerza que derribó un candelabro. Leonardo
habría suspirado de alivio, de no ser por las punzadas que empezaron
a aguijonear su pecho y su vientre. Tras comprender que no habría
manera de volver a conciliar el sueño, se levantó, abrió los
postigos del fondo y dejó que la luz del amanecer lo cegara por un
momento. Luego llenó el barreño y se desvistió.
El
agua fría derramada sobre su cuerpo no consiguió calmar lo que
Salaì había despertado. La mano izquierda se le desplazó de forma
involuntaria hacia el abdomen, y de ahí a la ingle, rozando con
timidez la fuente de su ansiedad. El anhelo de calor no podía ser un
pecado tan horrible. Y, si lo era... Si lo era, quizá estuviese
condenado, porque deseaba a ese joven diablo con toda la intensidad
de su cuerpo de veinte años y su mente de cuarenta y dos. Una nueva
pasada, un nuevo estremecimiento... La vergüenza, resbalando y
estrellándose en el fondo del barreño junto con las gotas de
agua...
Apretó
el puño y se golpeó el muslo con rabia. Entre espasmos de dolor,
vertió lo que quedaba de la jarra sobre su cabeza. Oyó sus jadeos
en la atmósfera silenciosa, suspendidos en el aire igual que una
nube de polvo en un rayo de luz. La luz... Al poco, su atención fue
atrapada por los diminutos destellos en la humedad. Alzó la mano
ante la ventana. Al atravesarla, el intenso sol tiñó de rosado su
silueta, la carne y la sangre, salvo las partes que correspondían a
los huesos. Si tuviese una fuente de luz
lo bastante poderosa para atravesar un cuerpo,
pensó, podría observar su interior sin
necesidad de violentarlo. Abrió y
cerró los dedos, filtrando la claridad que hería sus pupilas. Una
máquina para ver el corazón. ¿No
sería extraordinario?
El deseo sexual quedó aplacado por un momento. Una pequeña sonrisa
aleteó en sus labios.
Leonardo
ignoraba que un espectador invisible había espiado su encuentro con
Salaì, su arrebato lascivo y su estallido de ira. Los ojos ocultos
registraban entonces la sorprendente suavización de sus facciones,
la belleza de aquella figura desnuda a contraluz que sonreía al
hacer bailar el sol entre sus dedos. Sorprendente, tal vez, para
alguien ajeno al carácter del artista; para los pocos familiarizados
con los mecanismos de su pensamiento, la reacción era evidente y
natural: mente sobre cuerpo, el placer del intelecto sobre el de la
voluptuosidad. Con todo, qué difícil era, en ocasiones, separar los
dos mundos. En especial cuando ambos convergían de forma tan...
radiante
en una persona.
—Leonardo.
—El rostro cautivado de Neudan se materializó en el otro extremo
de la habitación.
—Neudan.
—El florentino buscó un lienzo para taparse. Dado que no había
ninguno a su alcance, salió con calma de la tina y vistió su
camisa. No tenía sentido ser modesto con alguien ante quien había
lucido la entrepierna en su primer encuentro.
—Lamento
mi falta de tacto.
—¿A
estas alturas? —Rio con suavidad—. En absoluto. ¿Llevabas ahí
mucho tiempo?
—Yo...
—Intuyo
que sí. Habrás visto mi patético proceder con un adolescente que a
duras penas me llega al hombro. Y mi posterior...
—Leonardo
—recorrió a zancadas la distancia que los separaba—. También
soy un hombre. También... sé lo que es estar solo. Y tú no tienes
por qué estarlo, eres atractivo y talentoso.
—Olvidas
que mi cultura no es tan tolerante. Dejando eso de lado, no es tan
sencillo. Es muy difícil intimar con alguien ante quien no puedes
revelarte tal cual eres. Guardo demasiados secretos, Neudan, siento
que engaño a todo el mundo. Tú, al menos, no has de fingir con tus
compañeros.
—Compañeros
que no confían en mí.
—Yo
siempre lo he hecho.
Ni
una columna de sol pudo imprimir más calidez a su sonrisa. Neudan
recordó aquella primera reunión en la casa abandonada, el impulso
que lo atrajera al joven terráqueo de asombrados ojos azules. Nada
había cambiado en ellos, salvo la sabiduría ganada con los años.
Él
también era más sabio. Y más audaz.
—Si
confías en mí, y no has de fingir conmigo —susurró, inclinándose
hacia su boca—, ¿no está la solución ante nosotros?
Apenas
saboreó sus labios antes de detenerse. Porque, aunque los pies de
Leonardo seguían clavados en el piso, y su pecho cubierto por una
camisa húmeda estaba a su alcance, el pequeño movimiento de
retroceso del artista no le pasó inadvertido. Y ya no podía
achacárselo a la timidez, o a la inexperiencia, o a una mera
distracción: el deseo no era mutuo. La soledad debía ser más
llevadera que una pareja equivocada. Neudan se separó, despacio,
borró cualquier expresión que delatase su dolor y salió de la
estancia sin pronunciar una palabra.
Leonardo
permaneció allí un largo rato, sobre el charco creado por el agua
de su baño. Alguien de confianza, con quien no era menester fingir,
amable, guapo... Había rehuido a un niño, sí, pero también a un
hombre perfecto, en más de un sentido. ¿Por qué?
El
sabio maestro Da Vinci, que tantas respuestas tenía para todo, no
supo darse una a sí mismo.
Los
ojos ocultos del espectador invisible observaron al florentino hasta
que uno de sus asistentes golpeó la puerta para reclamarlo en el
taller. Lo vieron vestirse, salir a toda prisa..., y solo entonces se
permitieron acercarse a la ventana abierta de par en par. Bajo la luz
del sol, brillaron como dos esferas de ámbar.
***
—Cuando
realices la figura, piensa bien en quién
es y en lo que deseas que haga. No se eligen modelos al azar, cada
uno refleja la apariencia y la naturaleza de aquel a quien
representa. Y tampoco se los coloca en una pose cualquiera; la
composición, los volúmenes... Todo ha de contribuir a contar la
historia, de suerte que el resultado final sea el más equilibrado y
atinado que tu talento pueda producir.
—¿Y
por qué no estoy yo entre estos dibujos, maestro? ¿Quién voy a
ser?
—Eso
es todo lo que te interesa, ¿eh, Salaì? No estás porque ya sé muy
bien tu papel en la obra. Serás Juan, el apóstol favorito. —El
muchacho se infló como un pavo—. Anda, recoge los esbozos que has
desordenado.
—Y
este, ¿quién es? Es guapo.
—Será
el apóstol Felipe.
—Pero
¿quién es el modelo? Me has explicado que todos son hombres que
conoces. Quiero ver a este tan guapo de cerca.
—Vas
a ver el trasero de un caballo muy de cerca si no haces lo que te
digo. Con un cubo y una pala. Y vas a dormir en el establo. ¡Vamos!
Supervisó
al fastidiado Salaì mientras apilaba cuadernos y retratos. Había
docenas sobre la mesa, varones de diferentes edades y actitudes,
algunos dibujados en varias posiciones: eran los estudios para su
fresco de la Última Cena. Tomó la hoja superior de la pila, la que
había llamado la atención de su aprendiz. En ella estaba
representada una cabeza tan bella que no parecía copiada de un
hombre de carne y hueso. Era comprensible que Salaì se sintiese
atraído por el modelo, aunque su comportamiento estuviera provocado,
en parte, por un infantil propósito de dar celos a su maestro; desde
aquel episodio en su cuarto, la coquetería y la provocación del
muchacho no habían hecho sino aumentar. Interesado o no, su cumplido
era merecido, pues el joven del boceto era Neudan y la única
libertad que se había tomado al plasmarlo era alargar la longitud de
su cabello. Al mirarlo siempre sentía una punzada de culpabilidad,
no solo por el incidente
sino también por haberlo pintado sin consultarle. Puede que ese
fuera su estilo retorcido de pedir disculpas.
El
encargo era grandioso, una pared completa del monasterio dominico de
Santa Maria delle Grazie. Y el interés no era exclusivo de los
religiosos, sino del duque en persona, lo que lo convertía en una
cuestión de estado. Todos los días acudía al refectorio del
monasterio y escrutaba la obra desde el otro extremo de la estancia
para evaluar el trabajo de sus colaboradores, Marco da Oggiono y Gian
Antonio Boltraffio, o bien trepaba al andamiaje, aprovechando la
soledad, y echaba a volar los pinceles. A veces pintaba durante
horas, a veces se contentaba con dar un par de pinceladas... y otros
días no hacía más que mirar, como si ese proceso de creación de
su mente no generase bastante energía para mover sus manos.
Aquella
mañana no faltó a la cita,
después de dejar a Salaì. Su primera intención de avanzar con las
figuras se convirtió en una de esas jornadas reflexivas en las que
sus ojos no veían rostros, sino figuras
geométricas y proporciones, y el pincel
giraba distraídamente entre sus dedos en lugar de hundirse en los
colores; una de esas jornadas que despertaban las iras del padre
prior, siempre dispuesto a calificar de vagancia su inmovilidad.
Aprovechando que la paz reinaba en los alrededores, se dejó caer en
la plataforma de madera y meditó.
El
eco de unos pasos aproximándose no lo sacó de su ensimismamiento.
Nada lo hizo, hasta que la estructura donde se apoyaba crujió bajo
el peso de un nuevo ocupante. Al distinguir a Draadan en ropas de
civil, Leonardo apartó sus utensilios y palmeó el espacio libre a
su lado.
—Saludos,
supervisor. ¿Cómo han dejado entrar al mercader Daniele en este
santo espacio de oración?
—Liras.
—Tras considerarlo, se apartó la capa y se sentó junto al
artista.
—Podrías
haber venido de incógnito. ¿O es una de esas ocasiones en las que
te gusta cultivar tus contactos? Si te envían a comprobar si me ha
poseído el espíritu de Eal, aún es pronto para decirlo. Queda
mucha pintura por delante.
—Esperaré
a que esté lista. —Se produjo uno de esos silencios que ya no los
incomodaban, durante el cual Draadan se limitó a estudiar el mural.
Al rato, señaló al frente y murmuró—: Has pintado a Neudan.
—¿He
hecho mal? Aún puedo transformarlo.
—No
creo que sea relevante. Ignoraba que se hubiese prestado a ello.
—Confieso
que no le he preguntado. Lo cierto es que... no hemos hablado mucho
durante los últimos tiempos.
—Tú
tampoco, entonces.
Resopló
casi imperceptiblemente y siguió
descubriendo los detalles prodigiosos de la obra.
Leonardo lo miró por el rabillo del ojo,
esforzándose por distinguir si aquello era
un intento de conversación coloquial.
Habría sido la primera de su vida. Con el
tiento de quien se mueve despacio para no espantar al pájaro
de la rama, preguntó:
—¿Aún
no lo has perdonado?
—No
tengo nada que perdonarle, nada que él
recuerde ni yo pueda echarle en cara. Quizá no
habría debido mantenerlo al margen. Si se
hubiese implicado más, nos habría
sido útil para localizar a Eal. Lo conocía
mejor que nadie; mejor que yo, desde luego.
—La
desconfianza es una reacción lógica a la
deslealtad. No creo que tengas que reprocharte nada.
—Tú
has llegado a convertirte en un buen amigo de
Neudan. Según tu criterio, ¿es
digno de confianza?
—Yo
diría que sí.
—Pero
no lo suficiente para que intimes con él. —El
florentino se sobresaltó, si bien se las
arregló para conservar la calma. No tenía
sentido pretender que no sabía
de qué hablaba—. ¿Puedo
preguntar por qué?
—Porque...
Porque, como bien dijiste hace mucho,
vuestra estancia aquí es provisional y mis
días son limitados. Mantener una amistad
es menos gravoso que ir más allá y no
interfiere con nuestras tareas.
—Has
dudado al responder.
—Lo
que he dicho no deja de ser cierto.
—Incluso
yo permití que me cegaran los sentimientos
personales hacia Eal en esta historia. No digo que no seas sincero,
es solo que me cuesta aceptar que...
—¿...
que un terráqueo sea igual de sensato que
tú? —Esbozó una sonrisa. Esperaba un
contraataque a su comentario audaz... que no se produjo.
—No
es obra de Eal, ¿verdad? Tu carácter,
quiero decir. Ese trance que experimentas cuando transmites sus
mensajes no te sobreviene en ningún otro
momento, ¿no? Este retrato de Neudan es
enteramente fruto de tu deseo de plasmarlo.
—Podría
haber sido tuyo. Tu pelo se ondula con gracia cuando no lo llevas
atado y tirante.—Para no abusar de su
suerte, añadió—: No te preocupes, jamás
me atrevería a robar tu imagen ni a
importunarte para que poses. Sé que estás
por encima de esas cosas.
La
charla fue interrumpida por la llegada de un fraile con un mensaje.
Leonardo dijo adiós a Draadan y se dirigió
a los establos. Al montar en su caballo mallorquín
lo invadió una sensación
dulce y acerba, la misma que experimentaba cuando iba a ver su
ornitóptero y se preguntaba por qué
nunca encontraba un rato para
terminarlo.
***
Completar
el mural le tomó mucho tiempo, mucho más
del que cualquier patrón hubiese querido
consentir. Y así como
puso a prueba la paciencia de Ludovico, acabó por
completo con la del prior de Santa Maria delle Grazie, quien acosó
al artista cien veces y apeló directamente
al duque otras cien. Por fortuna para Leonardo, su protector valoraba
su ingenio y solía tomarse a broma estos enfrentamientos. En el
último, y más recordado, el religioso acusó al artista de su
escaso avance en la pintura y demandó una fecha inamovible para su
finalización. Leonardo arguyó que no era culpa suya si no daba con
un modelo apropiado para Judas, pero que, si tanta era la prisa,
«siempre podría usar la cabeza de ese impaciente prior». Ludovico
aún contaba la escena semanas más tarde, entre carcajadas.
Por
exasperante que hubiera sido el proceso, sus frutos merecieron la
pena. Viajeros de toda la península acudieron al monasterio y
admitieron que jamás se había visto antes una Santa Cena tan
espectacular, inspiradora, innovadora y bien ejecutada. El prior
olvidó sus rencillas y se hinchió de un orgullo poco cristiano al
mostrar su nueva joya ante un público ilustre. Ludovico quedó muy
satisfecho al poder lucir los blasones de su familia sobre tan
magnífico escenario. Tanto fue así, que le regaló un terreno con
viñedo fuera de la muralla, en la salida de la Porta Cervellina. Por
vez primera, Leonardo poseyó una casa a la que pudo llamar suya,
y un espacio en el que pasear y hacer crecer las plantas, su propio
jardín.
Llovieron
los encargos, la mayoría de poco interés dado que no le presentaban
ningún desafío. Fue la nueva petición de Ludovico, la única que
no podía rechazar, la que lo llevó de vuelta a la planta baja de la
torre nordeste del Castello Sforzesco, allá donde iniciara su
relación con Cecilia Gallerani. Después de tantas críticas a su
austera decoración, al fin le había sido concedida carta blanca
para convertirla en algo digno de su protector.
Y,
entretanto, un pequeño grupo de visitantes analizaba el mural ya
concluido a través de una pantalla en el piramidión.
—No
soy un experto, pero parece complicado subirlo a la cámara
estratificadora —ironizó Draadan.
—Gracias
por señalar lo obvio. —El Primer Biólogo no se inmutó—.
Presentadme alguna alternativa.
—Estamos
trabajando en una versión portátil, Shaal-mekk —se apresuró a
decir la acólito del Primer Ingeniero mientras ejecutaba un informe
sobre la obra y el dispositivo adaptado—. Un par de pruebas y la
tendremos lista.
—Un
momento. —Draadan leyó a velocidad pasmosa las notas de los dos
ingenieros—. Este aparato no garantiza al cien por cien la
integridad de la pintura. Aquí dice que las microondas sin
receptáculo contenedor pueden debilitar la cohesión de las capas de
pigmento. Ya quedó destruido un trabajo.
—Sugieres
que no llevemos a cabo el procedimiento por temor a perjudicar una
decoración terráquea —profirió su superior, con desprecio—.
Estás pasando demasiado tiempo allí abajo.
—Sugiero
que, quizá, el Vértice y el segundo nivel deberían minimizar los
daños colaterales que el miembro fugado pueda causar en su huída.
Se llama responsabilizarse de nuestros actos.
—Draadan
—intervino la ingeniera antes de que la atmósfera se espesase
más—, te aseguro que no queremos repetir el error y hemos ajustado
el dispositivo al milímetro. No existe garantía completa, cierto,
aunque eso se debe, en parte, a la técnica pictórica empleada. Da
Vinci... el sujeto es un pintor lento, no de frescos, así que ha
usado pigmentos al óleo y al temple sobre un fondo de sustancias
adherentes. El deterioro se va a producir con o sin nuestra
intervención.
—Espero
que haya quedado claro. Vosotros, actuad a la mayor brevedad —ordenó
el Primer Biólogo—. Y tú, Draadan-dabb, no te excedas en el
cumplimiento de tu deber. No queremos que se repita lo que ocurrió
en anteriores misiones.
Al
aludido le costó más que nunca mantener el tipo ante el comentario.
Dado lo mucho que odiaba exponer sus emociones, se apartó del grupo
a toda prisa, procurando ocultar la repentina tensión de sus puños
apretados.
Como
resultado de este enfrentamiento, no se implicó en el examen de la
Última Cena con la intensidad de anteriores búsquedas. El informe
que recibió de lo hallado en la pintura fue impreciso, una vaga
referencia a modificaciones en las cápsulas de regeneración y en
las nanomáquinas que mejorarían las capacidades de los tripulantes.
Aunque le chocó que el Primer Ingeniero hubiese realizado ese tipo
de estudios, no le concedió más importancia; el dato quedó
sepultado en las profundidades de su subconsciente.
***
Tras
un febril día de jugar con todos los posibles tonos del violeta,
Leonardo se frotó una pequeña mancha de la nariz y bajó del
andamio. Dejaba a medio hacer un arbusto cargado de moras —alusión
a su protector, apodado Il Moro—,
que crecía en medio de la arboleda más fantástica y lujuriante que
podría concebir la imaginación. Influenciado por las plantas de su
querido jardín, había tomado las bóvedas, relieves, piedras y
nervaduras de la planta baja de la torre y los había convertido en
árboles con las raíces hundidas en terreno rocoso, cuyas ramas
entrelazadas componían patrones fabulosos. Y verdes, verdes
brillantes por doquier... Cuando los ventanales abiertos dejaban
pasar el viento del norte, era como caminar bajo el techo del bosque
y sentir la brisa tamizada por un batallón de troncos artísticamente
dispuestos. Artificios para
resguardarnos de la naturaleza, y más artificios para imitarla,
pensó, saboreando la desconcertante contradicción del ser humano.
Fuera
ya había oscurecido. Precedido por un sirviente a cargo de
iluminarle el camino, Leonardo se dirigió sin prisa a los jardines
exteriores, la mente tan perdida en ensamblar engranajes inspirados
por sus diseños que casi chocó con una alta figura envuelta en
brocado. Al detenerse para ofrecer una disculpa automática, se
encontró con un rostro familiar al que no había vuelto a ver en
mucho tiempo: Irene Gregori, la asidua a las reuniones de Cecilia
Gallerani. Sus facciones no habían perdido belleza ni encanto. En
nada extrañó al pintor que siguiera estando solicitada entre los
muros del Castello Sforzesco.
—Maestro
Da Vinci, qué sorpresa hallaros aquí a estas horas. —Estudió los
rasgos del florentino, avejentados por la tecnología de los
visitantes—. Ya veo, una diminuta mancha de pintura y más canas
venerables. Seguís siendo el mismo, salvo que vuestra respetabilidad
se ha multiplicado por diez.
—Queréis
decir mis arrugas, vuestro gesto os delata. Por vos, en cambio, no
pasan los años. —Pidió al sirviente que le dejase el farol y lo
mandó de vuelta—. Aún recuerdo cuando...
La
luz de la candela cayó sobre las sombras a espaldas de la mujer y
reveló que iba acompañada. Leonardo contuvo una exclamación.
Después de toda una vida pensando que Draadan era el hombre más
alto que había conocido, ante él se alzaba uno aún mayor, con las
anchas espaldas disimuladas por una capa negra. Su mirada se vio
atraída al instante por sus rasgos hermosos y nobles, más
apropiados para un ángel guerrero que para un ser humano. Era su
melena cobriza lo único que contradecía esa apreciación; el vivo
fuego de su cabello y los iris verdes le habrían granjeado, a ojos
de cualquier inquisidor, un lugar entre las filas demoníacas.
—Una
dama no debe salir sola de noche —se burló Irene—. Es mi...
guardaespaldas, maestro.
—Por
supuesto. Soy Leonardo da Vinci, ingeniero, arquitecto y artista al
servicio del duque —se apresuró a presentarse el florentino—.
¿Vos sois...?
—Verorrosso
—masculló el aludido al cabo de unos segundos. Al contrario que
Leonardo, no parecía interesado.
—Un
apodo, presumo. ¿Y vuestro nombre?
—Verorrosso
no necesita otro nombre —intervino la mujer—. Ni es aficionado al
arte, me temo. Es un jovenzuelo de gustos poco refinados incapaz de
apreciar la belleza.
Sonaba
fuera de lugar llamar a aquel gigante jovenzuelo,
pero lo cierto era que no representaba mucho más de veinte años.
Leonardo se preguntó si no se sentiría ofendido por los insultos.
—Echo
de menos nuestras veladas —manifestó, para cambiar de tema—. Ah,
bueno, supongo que todos nos hemos cargado con otras ocupaciones. ¿Os
volveré a ver en breve, signora
Gregori?
—Como
bien habéis dicho, mis momentos de ocio son escasos en estos días.
No obstante, confío en que así sea: no olvido que todavía me
debéis un retrato.
La
dama se despidió, llevándose con ella a su notable guardaespaldas.
Leonardo se los quedó mirando un buen rato, aún fascinado por el
encuentro. Desde que recogiese a Salaì no había vuelto a
experimentar un impulso tan fuerte por capturar a alguien en un
lienzo. Y no era la hermosa Irene quien lo atraía, no, sino aquel
joven pelirrojo, ángel o demonio —y de nuevo la clásica
dualidad—, en quien tan poca atracción habían despertado sus
habilidades. Navekhen diría que empieza
a distinguir un patrón en mi estupidez,
ironizó para sí mientras abandonaba los muros del castillo.
Aunque
no olvidó a la extraña pareja, otros muchos asuntos —la
decoración de la sala, un tratado sobre pintura, ilustraciones para
varias obras del matemático Luca Pacioli— lo mantuvieron atareado
durante las semanas siguientes. Cierta noche, decidido a dar uso a un
astrolabio prestado por Pacioli, salió de la ciudad por la puerta
norte y buscó un terreno elevado. El lugar y la claridad del cielo
eran óptimos para observar las estrellas.
Tras
ajustar el astrolabio y realizar algunas mediciones, sus ojos
parpadearon, dejaron de centrarse en el punto de mira del instrumento
y se enfocaron en la bóveda estrellada. Allá donde no debiera haber
sino negrura, sobre una red de puntos plateados, se recortaba la
silueta de una pirámide invertida. Los rectángulos oscuros
semejantes a ventanas, el vértice que dejaba ver a través, la
semiesfera de la cara superior... Debía ser el navío de los
visitantes, era absurdo pensar otra cosa. Sin embargo, ¿cómo había
llegado allí? ¿Cuándo? Y había otros detalles que lo
desconcertaban. La forma de los ventanales no era la que recordaba,
estos se le antojaban más estrechos. Quizá se debiera a que
contemplaba una cara diferente, pero el piramidión...
Su memoria evocaba más superficie cristalina, más cielo concentrado
en el culmen invertido de la estructura.
Abstraído
con el hallazgo, no se percató de que tenía compañía hasta que
esta aterrizó ante él. Ni la pirámide flotante, ni su tripulación
inmortal, ni la ciencia que le impedía envejecer... Nada lo preparó
para aceptar sin inmutarse al caballero alado que, espada en ristre,
cayó de lo alto y trató de adoptar una pose defensiva. Apenas tuvo
oportunidad de estudiar las inmensas alas que se extendían a ambos
lados de su espalda desnuda; tan pronto aterrizó sobre una maltrecha
rodilla, la carne las absorbió como si nunca hubiesen estado ahí. Y
no fue demasiado pronto: un segundo guerrero mitológico, aún más
impresionante que el anterior, tomó tierra a su costado, estiró el
brazo izquierdo y flexionó el derecho como si tensase un arco
invisible. El proyectil de luz que brotó de sus dedos golpeó y
aturdió a su víctima, haciendo que aflojase el agarre de su arma.
Luego desenvainó su poderosa espada bastarda para concluir el
trabajo, sin molestarse en replegar sus propias alas. Poca batalla
pudo presentar su oponente. Un par de mandobles feroces terminaron de
arrancarle la hoja de las manos, otro atravesó su corazón y vació
su vida en escasos segundos.
Cuando
el arma asesina regresó a la vaina, su propietario echó una ojeada
al testigo que había asistido a la escena. Los ojos azules del
artista, fijos en los suyos y casi fuera de las órbitas, obraron el
milagro de alterarlo mucho más que el crimen recién cometido.
—Me
ves —murmuró el guerrero, ronco—. Puedes verme. ¿Por qué?
¿Acaso eres también mi enemigo?
El
florentino no fue capaz de articular palabra. A todo ese cúmulo de
portentos se sumaba, además, el hecho de que ya conocía a aquel
hombre: más demonio que ángel, con su melena roja y las manos
cubiertas de sangre, no era otro que Verorrosso,
el guardaespaldas de Irene Gregori.
Antes
de que ninguno de los dos alcanzase a mover un músculo, tres
triángulos purpúreos se materializaron en torno a Leonardo, rotaron
a toda velocidad y se lo llevaron.