2016/09/07

CON LA VISTA AL CIELO VI: Mi rostro es prisión

SEGUNDA PARTE: MILÁN




VI: Mi rostro es prisión




... El azul que os engalana, infinito como el cielo, conquistador como el mar                          embravecido;
el oro que os corona, elevado como el sol y, a un tiempo, cercano y cálido.
Tarea ingrata es pintar vuestra grandeza con la pobre paleta de la poesía,
mas la pluma, el pincel, el cincel y la cuerda, todos ellos súbditos devotos,
saben que no hay aspiración más dulce que teñirse con un destello de vuestro nombre.

Una sala decorada con frescos de palomas, una congregación de hombres y mujeres envueltos en sedas y brocados, una hilera de sirvientes escanciando el mejor vino de Brescia, una orquesta... En medio del estruendo de las conversaciones y la música, Leonardo rememoró su presentación en el Castello Sforzesco, la morada del duque de facto de Milán, Ludovico Sforza. Había traído consigo una lira da braccio de plata con forma de cabeza de caballo, delicado homenaje de la aliada Florencia, y, como en aquellos días celebraban el Carnaval Ambrosiano, le habían pedido que se uniese a las exhibiciones musicales. Leonardo no era partidario de las composiciones al uso; desdeñaba recurrir al azul y al oro para simbolizar el estatus y se sentía incómodo expresando alabanzas por alguien a quien no conocía. Sabía, sin embargo, cuáles eran las reglas del juego de la diplomacia. Si la fortuna lo había dotado de una buena planta, una voz hermosa y un gran oído, no iba a desaprovechar la oportunidad de mostrárselos a su protector en ciernes, Ludovico. Los aplausos y felicitaciones cosechados habían supuesto un magnífico espaldarazo para su aventura milanesa.
Recordó también su entrada en la ciudad, en medio del sombrío invierno lombardo. ¡Qué contraste ofrecía con Florencia, con el clima más suave de la Toscana! Ochenta mil almas se apretaban en una circunferencia de tres millas, bajo un cielo plomizo y húmedo. El carácter mismo de los milaneses, abierto a la influencia germana y, en cierto modo, más abrupto, chocaba con el refinamiento al que se había acostumbrado en su región natal. Con todo, el nuevo comienzo tenía sus ventajas: en medio de tal muchedumbre interesada en empaparse de la floreciente cultura del sur, a la fuerza habría de encontrar mecenas para su arte.
La mole amurallada de piedra rosa del Castello Sforcesco, concebida para impresionar y amedrentar a los visitantes, era una prueba tangible de la riqueza milanesa. Había sido una gran experiencia explorar los magníficos jardines con palomares y estanques de lirios, las fuentes, los canales que los comunicaban aves, agua y plantas: grandes pasiones reunidas en un espacio singular. Su curiosidad lo había guiado también a través de los pabellones y las estancias interiores, donde no había dudado en manifestar su admiración por las decoraciones temáticas y en apuntar, de manera sutil, posibilidades de mejora y enriquecimiento. A base de credenciales, miel en las palabras y pinceladas de talento se había ganado un hueco en la corte de aquel hombre de recio carácter... no exento de pretensiones. La suya era una familia de nobleza reciente con mucho que demostrar; alimentar su esnobismo fue una de las dotes que Leonardo perfeccionó durante sus primeros tiempos en Milán.
Y allí estaba, varios meses después, asistiendo a una de las reuniones con las que su anfitrión agasajaba a la élite lombarda. Su posición era, cuando menos, complicada: por más que fuese obvia la curiosidad que suscitaba en Ludovico y lo mucho que a este le complacía contar con él entre su séquito de artistas, el mero interés no llenaría su bolsa. Necesitaba encargos, y era duro para un florentino integrarse en ese mundillo que le consideraba un extranjero y captar clientes potenciales. Por suerte, tenía a Zoroastro, cuyo ingenio y lengua desatada siempre rompían el hielo del norte. Y no había que olvidar a los hermanos de Predis, artistas milaneses con los que había forjado una alianza que le permitía hablar, al fin, de una auténtica bottega Da Vinci. Precisamente uno de ellos, Ambrogio, acababa de comentarle que había buenas perspectivas de recibir una comisión interesante.
Leonardo se retiró pronto a sus habitaciones, encendió las lámparas de la que le servía de estudio provisional y descubrió la tabla que aguardaba en su caballete. Aunque ignoraba la razón, hacía bastantes noches que se sentía impelido a buscar la tranquilidad para trabajar en aquella pequeña obra de la que no había hablado con nadie. Montañas, un río, un puente y un bosquecillo aparecían representados a vista de pájaro, en medio de una atmósfera neblinosa. No conocía aquel lugar, no era un encargo que le reportase beneficios ni un escaparate de sus habilidades. Entonces, ¿para qué lo hacía?
Poco razonaba en aquel instante. Sus dedos y su pincel se afanaban en aplicar los últimos retoques con una decisión muy impropia de él, como si el impulso brotase del cielo sabía dónde, en lugar de su libre voluntad.



***



¿Y dices que este cuadro no es igual que los demás? ¿En qué sentido? Yo lo encuentro excelente.
Neudan se plantó ante la creación de Leonardo con una expresión de desconcierto en el rostro. Si bien era poco crítico con el florentino, y lo sabía, estaba convencido de que cualquiera habría admirado la depurada técnica que había conseguido aquellos contornos difusos, la sensación de profundidad. Ignoraba dónde estaba el problema. Por un momento albergó la esperanza de que la llamada fuese una simple excusa para pasar tiempo juntos. ¿Y por qué no? Disfrutaban su mutua compañía, era de confianza.
Buscó en los ojos azules de su compañero la confirmación de sus propios deseos, pero solo halló genuino desasosiego.
No tiene nada que ver con la calidad —replicó el artista—, ha sido el proceso de pintarlo. Como si... como si no lo hubiera hecho yo.
No lo entiendo. Sí que es obra tuya; reconozco tu estilo, las huellas de tus dedos y...
¡Es difícil de explicar! —Leonardo dio una serie de golpecitos nerviosos al caballete—. Neudan, una pintura no es un trabajo mecánico. La elaboras primero en tu cabeza y de ahí pasa a tus manos, las cuales, si poseen la excelencia necesaria, ejecutan la idea sin desviarse de la esencia o imaginación originales. Este paisaje... ha salido de mis manos sin pasar por mi mente.
Eso es interesante.
Navekhen surgió de la nada, según su costumbre, y se inclinó sobre los hombros de ambos. Debí haber imaginado que no me dejarían en paz, pensó un fastidiado Neudan mientras su subordinado examinaba la tabla. Y, por supuesto, allí estaba también Draadan, con su visor y su distante eficacia.
¿Te había ocurrido antes, mi querido amigo? —inquirió Navekhen.
No es probable. Su rutina de trabajo es lenta —afirmó Draadan, estirando la mano sin llegar a tocar los pigmentos, que aún estaban frescos.
¿Te has molestado en estudiar su rutina de trabajo, Draadan? —La voz de Neudan rezumaba sarcasmo—. Fascinante.
Estudio cualquier detalle relacionado con nuestro caso. Alguien ha de hacerlo.
No voy a caer en la provocación ni a explicarte que no eres el único que cumple las órdenes. Aquí todos, incluido Leonardo, nos esforzamos para que... —Se quedó mirando a Navekhen. En lugar del paisaje, el tripulante examinaba el cuero cabelludo del pintor, justo alrededor de la zona donde se había producido la inoculación—. ¿Qué buscas?
Lo suponía. Ya no hay abultamiento y los niveles enzimáticos son normales —comentó el aludido.
¿Qué? ¿Desde cuando? —Los otros dos también se acercaron.
¿Cómo queréis que lo sepa? No lo hemos sometido a revisión desde hace un par de años, al menos.
Veinticinco meses y diecisiete días terrestres, según los registros. —Draadan atravesó a su colega más joven con una mirada helada—. Efecto de la inutilidad de un acólito de Primer Biólogo que no realiza sus funciones.
No recibí instrucciones al respecto porque no se habían producido cambios desde el primer examen. —Neudan apretó los dientes.
Dado lo mucho que te gusta ponerle las manos encima, puede que debieras haberlas dirigido a una zona más productiva.
Atrévete a seguir hablando y te...
Por favor, deteneos —rogó Leonardo, en medio del fuego cruzado—. Aunque para vosotros sea evidente, yo estoy a oscuras. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?
Pues, salvo error por mi parte —respondió Navekhen, ante el silencio de los otros dos—, yo diría que lo que llevas dentro desde tu encontronazo con Eal ha empezado a surtir efecto. En apariencia, a través de tu pincel.
¿Es posible? No me siento... diferente.
Lo confirmaremos analizando esto. —Draadan realizó la triangulación del cuadro y su soporte—. Una nueva revisión física será programada en breve, prepárate.
Aquella fue su última frase antes de seguir al objeto hasta la pirámide. Ante el espacio vacío, Leonardo saboreó esa vaga sensación de desprecio que solía embargarlo cuando el supervisor lo trataba como un mero objeto de estudio.
Supongo que esto no tiene más utilidad que aportar pistas —murmuró, dolido.




***




Los dos acólitos del desaparecido Primer Ingeniero contemplaron con asombro la consola de su laboratorio. En el espacio cúbico tridimensional de generación de imágenes se habían desplegado unos planos de mejora para el sistema de vigilancia del piramidión, junto con las líneas de código requeridas, y en su lenguaje. Su puesta en marcha les concedería mayor aproximación a sus objetivos en seguimiento y la garantía de no ser detectados por ninguno de ellos, ni aun los más especiales. El hallazgo no los tomaba completamente por sorpresa; sabían que su superior había invertido mucho tiempo en ellos y que solo su huida repentina les había privado de disfrutarlos. Lo que nadie esperaba era que formasen parte de un paisaje pintado por cierto artista florentino.
Al acontecimiento asistían otros dos espectadores: el hierático Shaal y un Draadan no menos rígido, aunque por motivos diferentes.
Esta información estaba oculta en la pintura usada en el cuadro —afirmó, o preguntó en su peculiar estilo, el Primer Biólogo.
Así es, Shaal-mekk —dijo uno de los acólitos—, y creemos que es operativa al cien por cien. Después de que la cámara estratificadora analizase las diversas capas de pigmentos según tonalidad, profundidad y grado de secado, averiguamos que componían páginas superpuestas con esquemas y frases en nuestra lengua. La capa más superficial era la última. A simple vista, según puedes comprobar, no era perceptible.
La consola mostró la obra pictórica en el proceso de ser desnudada de sus diferentes estratos. Página tras página de caracteres trazados a pincel, hasta un total de seis, abandonaron la superficie de la tabla, flotaron en aquel espacio virtual y ocuparon su lugar según la numeración pretendida.
El sujeto no era consciente de lo que hacía, presumo, y nunca ha aprendido a comunicarse en nuestro idioma. —Los glaciales ojos grises de Shaal intentaron echar abajo la compostura de Draadan.
Presumes bien —respondió este—. La teoría más razonable es que Eal programó el recuerdo en él al inocularlo y que ha comenzado a manifestarse a partir de la disolución total en su sistema.
Momento que desconocemos a causa de vuestra negligencia en su seguimiento.
No puedo asumir la culpa respecto a ese punto, Shaal-mekk. En mi opinión tampoco era un paso muy relevante; el examen físico de Da Vinci no ha revelado transformaciones a nivel psicológico, ni se le han logrado extraer más datos.
Y ahora pretendes iluminarme sobre un examen que conduje yo.
Mi consejo es aplicar el mismo procedimiento al resto de sus trabajos —Draadan desdeñó el sarcasmo—, empezando por los más recientes.
Más obviedades. Entregadme una lista. O, mejor, trianguladlos y hacedlos pasar por la cámara estratificadora cuanto antes.
Te entregaré esa lista por ahora, Shaal-mekk. —De nuevo, el supervisor ignoró parte del discurso del Primer Biólogo a su conveniencia. A continuación se giró para interrogar a sus compañeros del tercer nivel, que estaban ocupados haciéndose pequeños ante aquel intercambio de asperezas. La frialdad de ambos tripulantes era bien notoria—. ¿Qué ha sido del cuadro de Da Vinci?



***


¿Destruido?
Leonardo soltó la pluma en la mesa y palideció. Sus obras, escasas en el mejor de los casos, eran valiosas para él. No había contado con perder una de ellas, aun cuando no hubiera sido enteramente fruto de su iniciativa.
Lo lamento, de verdad. —Era inusual que el despreocupado Navekhen pidiese disculpas con humildad—. Ese par de cabezas huecas con manitas de cerdo que lo manipularon...
¿Descubrieron algo valioso? —lo interrumpió el pintor, quien recibió sin tardanza un relato sucinto—. No entiendo. No entiendo el propósito de privaros del conocimiento para después devolvéroslo a través de un mortal como yo.
Nosotros tampoco, al menos por el momento. Eh, míralo por el lado positivo, llevabas contigo algo que nadie en la pirámide ha sido capaz de discurrir por su cuenta desde la marcha de Eal. Puedes sentirte satisfecho.
Satisfecho... Así pues, me he convertido en una especie de portadocumentos para vuestro antiguo camarada.
Hombre, nadie lo ve así. Es evidente que eres muchísimo más que...
Y ahora revisaréis el resto de mis pinturas para ver si esconden más mensajes.
No es descabellado suponer que la jugada se ha repetido en...
Y los destruiréis también.
Leonardo —Navekhen suspiró—, te doy mi palabra de que vapulearé a los ingenieros para que discurran otros métodos. Si hubiese dependido de nosotros, habríamos tratado de salvar tu obra.
Dependía de Draadan. —Neudan volvió su mirada acusadora contra el aludido—. Él estaba con ellos mientras realizaban el examen, ni a Navekhen ni a mí nos lo permitieron. Él podría haber hecho algo.
Neudan-mekk, no saltes a conclusiones precipitadas. Estoy seguro de que nuestro colega ya les ha echado un rapapolvo.
Draadan no se molestó en defenderse. En su lugar, enfrentó los iris celestes del pintor y musitó:
Considéralo un encargo entregado. Se te pagará el dinero que pidas por el cuadro.
No... quiero... ¡tu dinero! No por un trabajo que, evidentemente, no aprecias en lo más mínimo, puesto que con tanta ligereza te deshaces de él.
Por una vez, Leonardo no quiso controlar su frustración. Si le vedaban el cielo, el conocimiento, la posteridad, ¿qué le quedaba? Unos ojos de ámbar muerto y una vida encerrada en una cápsula. La vio desfilar ante sus ojos, tan brillante y tan alta, tan prometedora y tan inalcanzable. Sintió vértigo, se desesperó, experimentó el vacío de la caída.
El estallido se diluyó como el pigmento en el agua.
Haced lo que debáis. Yo haré lo que pueda.
Recuperó su pluma y retomó los diseños en los que su cerebro se había volcado antes de la visita: una prensa tipográfica; un ingenio que, por medio de ventosas, trepaba por una superficie inclinada y aspiraba la suciedad; el ala de un pájaro; un perfil de ángel. En un margen de una hoja esbozó una nueva idea, un rayo de luz que penetraba a través de una superficie opaca y revelaba su densidad gracias a las sutiles diferencias de color. Los otros no abrieron la boca ni se movieron, excepto Draadan, quien esperó a que los dibujos estuviesen completos para arrebatárselos de las manos. Al final pareció reconsiderarlo, capturó una imagen de ellos con su visor y se los devolvió a su propietario antes de marcharse. Leonardo continuó, impertérrito, con sus apuntes.
Toma tu desespero, dilúyelo y úsalo para pintar tu futuro, pensó. Si destruyen tu creación, pinta otra, y otra, hasta que te quedes sin pintura, tinta o sanguina. Y entonces usa tu sangre.
Así debía ser.



***



A principios de 1483 Leonardo se alojaba en la parroquia de San Vincenzo in Prato, embarcado en la importante comisión que había recibido junto con los hermanos de Predis. Sus clientes, los miembros de la Confraternidad de la Inmaculada Concepción, deseaban un retablo para adornar su capilla, un coro de ángeles en torno a las figuras de la Virgen y el niño Jesús. El maestro abrigaba sus propias ideas sobre el trabajo, y muchos le preguntaron por qué el coro se había reducido a uno solo, acompañado del joven San Juan Bautista. Por suerte, su versión obtuvo el visto bueno. Le resultaba complicado explicar los motivos que lo impulsaban; por lo que a él respectaba, era más sencillo aceptarlos sin hacerse preguntas.
Vivía en el ducado más importante de la península, era un artista de prestigio y su fama se extendía. No tenía sentido recluirse cuando en la ciudad y en los salones de Sforza había personalidades interesantes con las que compartir ideas y a las que impresionar. Y así lo hacía, empezado por su vestimenta: cortas túnicas rosadas, abrigos forrados de piel, botas de cuero de Córdoba, bandas de oro en los dedos... Prendas más adecuadas para un muchacho que para el hombre de treinta y un años que era, el hombre maduro cuya apariencia reconstruida percibían todos los humanos al mirarlo. Y, sin embargo... Cuando se asomaba al espejo, la pulida superficie siempre le devolvía el rostro de veinte años detenido en el tiempo. Se sentía joven, lleno de energía, saludable, a pesar de las ojeras por sus escasas horas de sueño. ¿Por qué no lucirlo? ¿Por qué renunciar a ese tipo de admiración? ¿Tenía que conformarse, en definitiva, con uno de los dos Leonardos?
Sí, era más sencillo aceptarlos sin hacerse preguntas, aprovechar los descansos y salir. Las calles de Milán eran un magnífico coto para socializar y tomar apuntes con los instrumentos que nunca lo abandonaban, su cuaderno y una punta metálica. Altos bajos, hermosos, deformes, niños, ancianos... Todos se convertían en blancos de su interés y de su ojo artístico. Tras su búsqueda de la belleza de los primeros años, la experiencia le enseñaba que había proporción, equilibrio y gracia hasta en las visiones más caóticas.
Su obra de investigación comenzó a sobrepasar a la productiva, si bien contribuyó a enriquecer esta. Y ya no sentía que trabajaba en vano: en la pirámide habían obrado una magia que garantizaba la integridad de sus pinceladas durante el examen. Aquel ángel señalando al cielo que pintara para su Adoración de los Reyes Magos encerraba otro regalo en sus trazos, el desarrollo de una célula de almacenamiento para optimizar el consumo energético de la pirámide. Había revelado su secreto y sobrevivido para la posteridad.
Su rostro delató una chispa de sorpresa cuando Navekhen sacó a relucir el papel de Draadan en la historia. Y no fue porque el supervisor hubiese copiado su bosquejo del rayo de luz a través de la superficie opaca, ni por habérselo entregado a sus ingenieros, a quienes inspiró un dispositivo de sondeo virtual, en lugar de físico. No; lo que de verdad lo impactó fue esa inesperada preocupación por no pisotear sus sentimientos.
La sorpresa se esfumó en un instante, dejando una expresión de educado interés. Draadan era un hombre práctico, pensaba. Si se tomaba molestias para conservar sus trabajos o permitirle contemplar el navío que flotaba en el cielo, sus bien calculadas razones habría de tener. Del interés pasó a la sonrisa, la primera de su nueva etapa de resignación. ¿Qué importaba que, a veces, garrapatease frases en los márgenes de sus diarios, del estilo de «Si aprecias la libertad, no reveles que mi rostro es la prisión del amor»? La sonrisa era la máscara de la libertad, para sí mismo y para el mundo. Era la confirmación sin compromiso, la exhibición sin confidencia. Era el arma que desmantelaba barreras ajenas y reforzaba las propias, que le permitía camuflar su desengaño tras capas de encanto, curiosidad e inteligencia. Una tarjeta de visita, junto con su porte atractivo y sus túnicas elegantes.
La usó ante los sinsabores que le causó completar la comisión de la Confraternidad, y tras recibir noticias de la muerte de su maestro, Andrea. La usó a través de los años que transcurrieron sin más mensajes de Eal en sus pinceladas. Sonreía cuando debía privarse de algo y también si lo conseguía, como el día en el que Ludovico se avino a confiarle su más grande proyecto artístico hasta la fecha, una grandiosa estatua ecuestre para honrar a su padre, Francesco Sforza.
Dio comienzo entonces su etapa profesional más satisfactoria hasta entonces. Su nuevo alojamiento en la Corte Vecchia, un palazzo al sur de la Piazza del Duomo, le concedió el espacio y los medios para expandir su bottega. Disponía de dos patios rodeados de pórticos, de habitaciones para el creciente número de asistentes y aprendices, de talleres para diversas actividades, incluida la metalurgia, y de un gran salón de baile para acomodar la maqueta de la que sería la mayor escultura ecuestre de toda Europa. Llevaba meses y meses realizando estudios de sus queridos caballos, los cuales observaba a placer gracias a su amistad con Galeazzo Sanseverino, el jefe militar de Ludovico. Conocía hasta el último detalle a cada animal de sus cuadras, los llamaba por sus nombres, los acariciaba, los alimentaba. En pocas ocasiones destellaba un brillo tan sincero en sus ojos como cuando pasaba tiempo con tales prodigios de la naturaleza. Navekhen solía bromear, insinuando que su afecto por ellos era más apasionado que el que le inspiraban los seres de dos patas. Leonardo sonreía; exhibía sus labios arqueados y continuaba la chanza asegurando que los pollos no despertaban en él idéntico arrebato, bien lo sabía el cielo, pero que también eran dignas criaturas del Creador.
Entre las numerosas estancias de su nueva base de operaciones había una dedicada a albergar su orgullo del momento: el ornitóptero, una máquina para volar fruto de años y años estudiando a los pájaros. El armazón no estaba acabado y se enfrentaba a algunos problemas, como el refuerzo de la tela para las alas, pero en su mente ya lo veía listo y suspendiendo a un hombre en el aire. Era extraño que el diseño hubiese salido de los confines de sus diarios, el ámbito natural de sus ideas; evidentemente, su obsesión por volar superaba a todas las demás.
Aquella noche se había encerrado con su prototipo, su cuaderno y su pluma. La punta se deslizaba con rapidez de derecha a izquierda, cubriendo de líneas apretadas una hoja que ya contenía algunos dibujos. «Encuentro así que hay una fuerza que atrae a los objetos densos al centro de la Tierra». Se detuvo, leyó la frase en voz alta y volvió a verter otro párrafo similar en el papel. Estaba concentrado, aunque no pasó por alto el ligerísimo zumbido que anunciaba visitantes. Sonrió para sí, sin levantar la pluma; la costumbre había puesto fin a su necesidad de girar la cabeza y correr a darles la bienvenida.
El recién llegado resultó ser un solitario Draadan vestido con ropajes a la moda. A pesar de lo insólito del acontecimiento, su talante relajado no sufrió cambios.
Buenas noches, supervisor —saludó, risueño—, es todo un acontecimiento verte aquí abajo sin compañía. Lo lamento si has oído mis teorías imperfectas, espero que no me las tengas en cuenta. ¿A qué se debe el placer? Porque no hay más obras terminadas para darte. —Draadan no dijo nada, se limitó a inspeccionar el ornitóptero con su inexpresividad característica—. Haciendo recuento de sus fallos, ¿cierto? Respira tranquilo, dudo que lo use para alcanzar tu navío.
Respiro tranquilo, eso no me quitará el sueño.
La mordacidad, que en el pasado habría hundido su optimismo, hizo reír a Leonardo con ganas.
Creo que podría funcionar. Si el viento sostiene a un águila en el aire e impulsa barcos hinchando sus velas, ¿por qué no habría de sostener e impulsar las mías? —Retomó su escritura con despreocupación—. Insisto, ¿qué has venido a buscar?
Es un control rutinario aprovechando una visita a un comerciante milanés, si tienes que saberlo —anunció. El terráqueo formaba parte de su pequeña red de contactos en la ciudad.
Y por eso llevas ropas de las nuestras en lugar de tu uniforme, ya veo. ¿Se me autoriza preguntar para qué quieres encontrarte con él?
No.
No preguntaré entonces. Eso sí, si te presentas aquí de paisano, bien puedes entrar por la puerta. Recuerda lo pintoresca que fue vuestra primera aparición.
Yo no cometo esos errores.
Cierto, tú eres intachable. —Lo afirmó con la misma serenidad con la que habría hablado del tiempo, y por eso Draadan fue incapaz de distinguir ironía—. He elaborado una lista de mis nuevos conocidos en las dos últimas semanas y lo que he averiguado sobre ellos, te la comentaré mientras estiro las piernas. Es decir, si te place caminar.
He de ir a buscar mi caballo. Los establos están a dos calles.
¿Sigues en tu papel de mercader español, Daniele? De acuerdo, vamos.
Atravesaron una de las salidas laterales. Draadan prestaba atención, en busca de algo relevante en aquel reporte rutinario. El sonido de sus pasos amortiguados y el monólogo reposado de Leonardo eran todo cuanto se oía en aquel marco nocturno tachonado de estrellas. Y quizá fuera la calma, o esa nueva actitud despreocupada del artista; lo cierto fue que, llegado a un punto, se abstrajo del contenido y se dedicó a mirarlo a él. Este no pareció percatarse. Frente a los establos, se detuvo y le indicó, con una seña burlona, que bajase de la luna. El supervisor parpadeó y entregó una moneda al mozo de cuadras.
No habría sido Leonardo da Vinci si hubiese desaprovechado la oportunidad de contemplar caballos. Al descubrir el soberbio ejemplar negro, de crines y cola largos y flotantes, su rostro se encendió con adoración. Acarició su cuello, sus carrillos, se empeñó en ofrecerle una golosina. Todo, bajo el inexpresivo escrutinio de su acompañante.
¡Qué maravilla! —exclamó el primero cuando pudo despegarse del animal—. ¿Dónde has conseguido esta belleza?
Es mallorquín —respondió Draadan, con un pie en el estribo—. De un hipotético compatriota.
Creo que no he visto nada más hermoso en toda mi vida.
Había cierta ambigüedad deliciosa en la frase si se estaba inclinado a buscarla, pues sus ojos azules abarcaban el conjunto de jinete y montura. Pero, de nuevo, no destiló ni un ápice de doble sentido. Simplemente sonrió, se dio la vuelta y se perdió en las callejuelas, con un sencillo «que pases buena noche, Draadan» a modo de despedida.



***




Isabel de Aragón había llegado de España para ratificar su boda por poderes con Gian Galeazzo Sforza, sobrino de Ludovico y, en puridad, el auténtico duque de Milán. No importaba que fuese una mera figura formal controlada por su tío: él y su esposa debían ser agasajados de acuerdo con su estatus. Y Ludovico, deseoso de sobrepasar la distinción de sus aliados en Florencia, encomendó los preparativos de las diversas celebraciones a los mayores ingenios con los que contaba, Leonardo entre ellos. El artista estuvo presente en el banquete de bienvenida, en Tortona. Su representación del mito de Orfeo, con su corte de ninfas y donceles ayudando a servir los platos, fue muy alabada, y su protector requirió su habilidad en todas las fiestas que se sucedieron.
La velada de aquella noche se celebraba en la planta baja de la torre nordeste del Castello Sforzesco. La música era, de nuevo, su leitmotiv, si bien se había dejado la fantasía de los disfraces en un segundo plano para centrarse en la habilidad de la orquesta. A Leonardo le fascinaba aquella estancia, con sus amplios ventanales, su techo abovedado y sus nervaduras, pero desaprobaba su decoración poco afortunada, que consistía básicamente en grandes planchas de madera en la pared y los simples emblemas heráldicos de Gian Galeazzo Sforza. Se limitó a cuidarse de la comodidad, la buena acústica y la comida. No obstante, no exageró en los refinamientos que tanto le complacían en cuanto a su presentación. En lo que a manjares se refería, Ludovico se inclinaba por la cantidad antes que por la delicadeza.
El artífice del evento recibió numerosas felicitaciones, incluyendo las de su protector. Leonardo se dedicó a disfrutar aquel momento de gloria, que colocaba su figura en el punto de mira de la clase alta milanesa y abría el camino para conocer a otras personalidades influyentes o interesantes. El oro era necesario, sí; y, más aún, el enriquecimiento intelectual.
Maestro Da Vinci, aún recuerdo vuestra actuación durante el carnaval —lo abordó uno de los Portinari, paisanos suyos dedicados a la banca—. ¿Por qué no habéis accedido a repetirla esta noche?
Con tantos músicos que nos acompañan, mi contribución pecaría de pobreza. —El aludido sonrió—. Dejemos la música para los músicos, tanto más cuanto que lo interesante de ella es la proporción que esconde, una manifestación sonora de la armonía de las matemáticas.
¡Esta sí que es buena! —Portinari rompió a reír—. Las matemáticas con cosa mía, no las mezcle con la música.
La proporción no existe solo en los números y medidas sino en los sonidos, pesos, tiempos y lugares. Está, pues, detrás de todo lo que es agradable al oído. Las melodías serían un caos sin las matemáticas; la existencia entera, en general. Quien no conoce su suprema certeza se abandona a la confusión.
Me habían dicho que desplegabais el ingenio de un filósofo, maestro Da Vinci. Constato que también poseéis el de un matemático.
El grupito congregado en torno al florentino se volvió hacia la recién llegada, la hermosa Cecilia Gallerani, y le mostró la deferencia que merecía. Aunque apenas contaba con dieciséis años, aquella rubia muchacha sienesa aunaba belleza, cultura e inteligencia, y era, de hecho, la amante favorita de Ludovico. Su amistad era muy codiciada, no solo por su influencia sino también por las interesantes reuniones de filósofos que celebraba. Para Leonardo, complacerla era tanto una necesidad como una inversión.
Hago lo que puedo, considerando la humilde formación que recibí en mi juventud. —El artista mostró su mejor sonrisa.
Algo de eso había oído. Qué lástima que todo ese ingenio no se haya alimentado desde la niñez con el combustible de la educación.
Cierto, pero agradezco al cielo por haberlo suplido con creces a base de talento y experiencia. A menudo, quien lee libros piensa que posee el conocimiento, y no se da cuenta de que así se priva de forjarse su propia opinión. Sé bien que por no ser yo literato a algún presuntuoso le parecerá razonable censurarme. ¿Aquellos que se adornan con los esfuerzos ajenos, los míos a mí mismo no quieren concederme?
Junto a sus visibles virtudes, Cecilia Gallerani tenía cierta fama de altivez. Leonardo lo sabía, y sabía asimismo que un discurso brillante la aplacaba con la eficacia de un halago. A pesar de ello, se cuidó bien de que el interés y la admiración asomasen a sus ojos. La táctica debió de funcionar, porque la muchacha le devolvió la mirada, cubriendo su sonrisa con una mano delicada.
Eso que decís requiere ser probado, maestro. ¿Quizá en la próxima reunión, que celebraré en dos semanas?
Nada me complacería más, mi señora. Allí estaré.
La bella cortesana se alejó del grupo, requerida por nuevos aduladores. Por su parte, Leonardo fue secuestrado por un Navekhen burlón, cuyo uniforme indicaba que estaba allí de incógnito. El trío de sombras llegadas del cielo había decidido colarse en la fiesta.
¿Flirteando con la favorita del jefazo? Qué poco apego les tienes a tu pendón y a tus escarapelas —bromeó el visitante.
Como si eso fuera posible —murmuró discretamente Leonardo—. No, es la simple exigencia de besar la mano que te alimenta.
Ah, entonces utilizas tu lengua inquieta para dar coba al mandamás, qué decepción.
Navekhen-dabb, tus burlas llegan a ser fastidiosas —intervino Neudan.
Gracias, Neudan, pero no le falta razón. Me he convertido en uno de los bufones de Sforza, igual que la mayoría de los aquí presentes. —Sorbió de su copa con una sonrisa enigmática—. Son las reglas del juego.
Eso suena muy cínico, viniendo de ti. —Navekhen echó un vistazo melancólico al vino que estaba fuera de su alcance—. En el pasado, mis palabras solían escandalizarte o divertirte. ¿Ya no te impresiono, Leonardo?
Qué disparate, siempre me han agradado tus ocurrencias. Me hacen reír, y hay que hacer reír hasta a los muertos, si es posible. No; supongo que es la edad, que nos hace menos impresionables.
Inmune a mis encantos, ¿eh? Ten cuidado, tu cerebro y tu inaccesibilidad empiezan a resultarme irresistibles.
Seguro que sí. Por amor del cielo, Navekhen, no me hagas estallar en carcajadas, estoy en público.
Para evitar que lo viesen hablando al aire, Leonardo se escabulló de la torre, salió al mirador y contempló el cielo nocturno apoyado en la baranda de piedra. Su mente, nunca ociosa, meditaba sobre cien materias y ninguna: la dificultad de pintar la noche, la complejidad del fuego, la tarea épica de plasmar el fuego en la noche. Tan absorto estaba en sus planes de futuro que no reparó en los ojos que lo observaban desde la distancia, ni escuchó los pasos que se le acercaron. De repente, un documento plegado se materializó al lado de su copa de vino. Junto a él estaba Draadan.
¿Qué...?
Abrió el documento; llevaba escrito su nombre en calidad de comprador de un caballo mallorquín que se alojaba en los establos más próximos al Duomo. Lo leyó dos veces, por si acaso había entendido mal a la primera.
¿Por qué? Ese magnífico animal...
Poca alzada para mí. Me irá mejor con uno del norte.
Pero... podrías venderlo a buen precio, y nuestro pacto era que nada de oro ni...
No es oro, es un simple caballo. Úsalo para inspirarte.
No debería aceptarlo, yo...
Se dio cuenta de que Draadan ya no estaba allí. El motivo de su desaparición no era otro que los cuchicheos y risitas que llegaban desde el otro extremo del mirador. Precedían a la entrada de Ludovico en persona con dos acompañantes femeninas: Cecilia Gallerani, enlazada a su brazo derecho, y una mujer desconocida haciendo lo propio con el izquierdo. Aunque más madura, era sin duda muy bella, con un torrente de cabello rubio rojizo que ningún velo pretendía hacer pasar por modesto. Y alta, muy alta, tanto como el mismo Leonardo. El grado de complicidad entre los tres delataba que Cecilia no era el único blanco de las atenciones de Sforza.
¿El ingenio buscando la soledad, maestro Da Vinci? —preguntó esta, con suficiencia—. Una fiesta es mal lugar para hacerlo, cuando se supone que deberíais esparcirlo sobre el resto de los invitados. Algo que remediaremos en mi próxima reunión. Permitidme que os presente a mi querida amiga, Irene Gregori. Su gusto por las buenas conversaciones es casi tan intenso como el mío.
Un placer, maestro Da Vinci —lo saludó la aludida. Su voz era grave y sensual, acorde con su fisionomía. Sus ojos inteligentes lo examinaron con una experiencia que sobrepasaba, en mucho, a la de su amiga más joven—. Vuestra fama os precede. Tengo la esperanza de que, en el futuro, me concedáis el privilegio de posar para uno de vuestros retratos. Ven, Cecilia, saludemos a los Donati. Y vos, excelencia, ni soñéis con darnos esquinazo.
Una vez que las dos mujeres se hubieron alejado, Ludovico palmeó la espalda de Leonardo con el desparpajo de un hombre de mundo, señaló a la mayor y dijo, con su áspero acento lombardo:
Alta en exceso, no muy tierna y correosa en el trato, pero una belleza, ¿eh? Y muy habilidosa... en el lecho. —Lanzó una carcajada—. Te la recomiendo. Muchos se han encaprichado con ella porque, entre sus virtudes, figura una cualidad que la hace el doble de interesante.
¿Y cuál podrá ser, excelencia?
No se queda encinta.
Ludovico guiñó un ojo descarado y partió en busca de nuevas presas. El florentino se encogió de hombros; el trozo de papel que se había guardado en la túnica le interesaba más que las posibilidades carnales de una dama, por hermosa e inteligente que fuese. Era agradable pensar en las implicaciones del gesto, ya significasen una tregua o una muestra de aprecio. El Leonardo escéptico, sin embargo, estaba menos dispuesto a dejarse llevar por la imaginación que por la experiencia. Tenía que tratarse de un mero pago por su cuadro destruido, uno que no fuese tan fácil de rechazar como el dinero.
Buscó con la mirada al supervisor para ofrecerle un educado agradecimiento, pero ya no se hallaba en la estancia. Marcharse sin despedirse... Sí, eso era mucho más propio de él.



En realidad, el trío aún se encontraba en la fiesta, asistiendo desde las sombras al breve encuentro. Neudan y Navekhen intercambiaron una mirada preocupada. Draadan frunció el ceño; su visor registraba una llamada entrante.
Sí, Shaal-mekk, ha establecido contacto. Habitan la misma ciudad, era una cuestión de tiempo. Ya hablamos de ello, no creo que deba limitarse su espacio. Esto no significa necesariamente que vaya a descubrirlos y a revelarles nuestra existencia... ¿Irresponsabilidad? Quizá tú podrías explicarme cómo haberlo evitado sin forzar la situación.

»Y, ya que estás en ello —añadió, mordaz—, prepara también un plan para que no mire al cielo.  


 


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