SEGUNDA
PARTE: MILÁN
VI:
Mi rostro es prisión
...
El azul que os engalana, infinito como el cielo, conquistador como el
mar embravecido;
el
oro que os corona, elevado como el sol y, a un tiempo, cercano y
cálido.
Tarea
ingrata es pintar vuestra grandeza con la pobre paleta de la poesía,
mas
la pluma, el pincel, el cincel y la cuerda, todos ellos súbditos
devotos,
saben
que no hay aspiración más dulce que teñirse con un destello de
vuestro nombre.
Una
sala decorada con frescos de palomas, una congregación de hombres y
mujeres envueltos en sedas y brocados, una hilera de sirvientes
escanciando el mejor vino de Brescia, una orquesta... En medio del
estruendo de las conversaciones y la música, Leonardo rememoró su
presentación en el Castello Sforzesco, la morada del duque de
facto de
Milán, Ludovico Sforza. Había traído consigo una lira da
braccio
de plata con forma de cabeza de caballo, delicado homenaje de la
aliada Florencia, y, como en aquellos días celebraban el Carnaval
Ambrosiano, le habían pedido que se uniese a las exhibiciones
musicales. Leonardo no era partidario de las composiciones al uso;
desdeñaba recurrir al azul y al oro para simbolizar el estatus y se
sentía incómodo expresando alabanzas por alguien a quien no
conocía. Sabía, sin embargo, cuáles eran las reglas del juego de
la diplomacia. Si la fortuna lo había dotado de una buena planta,
una voz hermosa y un gran oído, no iba a desaprovechar la
oportunidad de mostrárselos a su protector en ciernes, Ludovico. Los
aplausos y felicitaciones cosechados habían supuesto un magnífico
espaldarazo para su aventura milanesa.
Recordó
también su entrada en la ciudad, en medio del sombrío invierno
lombardo. ¡Qué contraste ofrecía con Florencia, con el clima más
suave de la Toscana! Ochenta mil almas se apretaban en una
circunferencia de tres millas, bajo un cielo plomizo y húmedo. El
carácter mismo de los milaneses, abierto a la influencia germana y,
en cierto modo, más abrupto, chocaba con el refinamiento al que se
había acostumbrado en su región natal. Con todo, el nuevo comienzo
tenía sus ventajas: en medio de tal muchedumbre interesada en
empaparse de la floreciente cultura del sur, a la fuerza habría de
encontrar mecenas para su arte.
La
mole amurallada de piedra rosa del Castello Sforcesco, concebida para
impresionar y amedrentar a los visitantes, era una prueba tangible de
la riqueza milanesa. Había sido una gran experiencia explorar los
magníficos jardines con palomares y estanques de lirios, las
fuentes, los canales que los comunicaban —aves,
agua y plantas: grandes pasiones reunidas en un espacio singular—.
Su curiosidad lo había guiado también a través de los pabellones y
las estancias interiores, donde no había dudado en manifestar su
admiración por las decoraciones temáticas y en apuntar, de manera
sutil, posibilidades de mejora y enriquecimiento. A base de
credenciales, miel en las palabras y pinceladas de talento se había
ganado un hueco en la corte de aquel hombre de recio carácter... no
exento de pretensiones. La suya era una familia de nobleza reciente
con mucho que demostrar; alimentar su esnobismo fue una de las dotes
que Leonardo perfeccionó durante sus primeros tiempos en Milán.
Y
allí estaba, varios meses después, asistiendo a una de las
reuniones con las que su anfitrión agasajaba a la élite lombarda.
Su posición era, cuando menos, complicada: por más que fuese obvia
la curiosidad que suscitaba en Ludovico y lo mucho que a este le
complacía contar con él entre su séquito de artistas, el mero
interés no llenaría su bolsa. Necesitaba encargos, y era duro para
un florentino integrarse en ese mundillo que le consideraba un
extranjero y captar clientes
potenciales.
Por suerte, tenía a Zoroastro, cuyo ingenio y lengua desatada
siempre rompían el hielo del norte. Y no había que olvidar a los
hermanos de Predis, artistas milaneses con los que había forjado una
alianza que le permitía hablar, al fin, de una auténtica bottega
Da Vinci. Precisamente uno de ellos, Ambrogio, acababa de comentarle
que había buenas perspectivas de recibir una comisión interesante.
Leonardo
se retiró pronto a sus habitaciones, encendió las lámparas de la
que le servía de estudio provisional y descubrió la tabla que
aguardaba en su caballete. Aunque ignoraba la razón, hacía
bastantes noches que se sentía impelido a buscar la tranquilidad
para trabajar en aquella pequeña obra de la que no había hablado
con nadie. Montañas, un río, un puente y un bosquecillo aparecían
representados a vista de pájaro, en medio de una atmósfera
neblinosa. No conocía aquel lugar, no era un encargo que le
reportase beneficios ni un escaparate de sus habilidades. Entonces,
¿para qué lo hacía?
Poco
razonaba en aquel instante. Sus dedos y su pincel se afanaban en
aplicar los últimos retoques con una decisión muy impropia de él,
como si el impulso brotase del cielo sabía dónde, en lugar de su
libre voluntad.
***
—¿Y
dices que este cuadro no es igual que los demás? ¿En qué sentido?
Yo lo encuentro excelente.
Neudan
se plantó ante la creación de Leonardo con una expresión de
desconcierto en el rostro. Si bien era poco crítico con el
florentino, y lo sabía, estaba convencido de que cualquiera habría
admirado la depurada técnica que había conseguido aquellos
contornos difusos, la sensación de profundidad. Ignoraba dónde
estaba el problema. Por un momento albergó la esperanza de que la
llamada fuese una simple excusa para pasar tiempo juntos. ¿Y por qué
no? Disfrutaban su mutua compañía, era de confianza.
Buscó
en los ojos azules de su compañero la confirmación de sus propios
deseos, pero solo halló genuino desasosiego.
—No
tiene nada que ver con la calidad —replicó el artista—, ha sido
el proceso de pintarlo. Como si... como si no lo hubiera hecho yo.
—No
lo entiendo. Sí que es obra tuya; reconozco tu estilo, las huellas
de tus dedos y...
—¡Es
difícil de explicar! —Leonardo dio una serie de golpecitos
nerviosos al caballete—. Neudan, una pintura no es un trabajo
mecánico. La elaboras primero en tu cabeza y de ahí pasa a tus
manos, las cuales, si poseen la excelencia necesaria, ejecutan la
idea sin desviarse de la esencia o imaginación originales. Este
paisaje... ha salido de mis manos sin pasar por mi mente.
—Eso
es interesante.
Navekhen
surgió de la nada, según su costumbre, y se inclinó sobre los
hombros de ambos. Debí
haber imaginado que no me dejarían en paz,
pensó un fastidiado Neudan mientras su subordinado
examinaba la tabla. Y, por supuesto, allí estaba también Draadan,
con su visor y su distante eficacia.
—¿Te
había ocurrido antes, mi querido amigo? —inquirió Navekhen.
—No
es probable. Su rutina de trabajo es lenta —afirmó Draadan,
estirando la mano sin llegar a tocar los pigmentos, que aún estaban
frescos.
—¿Te
has molestado en estudiar su rutina de trabajo, Draadan? —La voz de
Neudan rezumaba sarcasmo—. Fascinante.
—Estudio
cualquier detalle relacionado con nuestro caso. Alguien ha de
hacerlo.
—No
voy a caer en la provocación ni a explicarte que no eres el único
que cumple las órdenes. Aquí todos, incluido Leonardo, nos
esforzamos para que... —Se quedó mirando a Navekhen. En lugar del
paisaje, el tripulante examinaba el cuero cabelludo del pintor, justo
alrededor de la zona donde se había producido la inoculación—.
¿Qué buscas?
—Lo
suponía. Ya no hay abultamiento y los niveles enzimáticos son
normales —comentó el aludido.
—¿Qué?
¿Desde cuando? —Los otros dos también se acercaron.
—¿Cómo
queréis que lo sepa? No lo hemos sometido a revisión desde hace un
par de años, al menos.
—Veinticinco
meses y diecisiete días terrestres, según los registros. —Draadan
atravesó a su colega más joven con una mirada helada—. Efecto de
la inutilidad de un acólito de Primer Biólogo que no realiza sus
funciones.
—No
recibí instrucciones al respecto porque no se habían producido
cambios desde el primer examen. —Neudan apretó los dientes.
—Dado
lo mucho que te gusta ponerle las manos encima, puede que debieras
haberlas dirigido a una zona más productiva.
—Atrévete
a seguir hablando y te...
—Por
favor, deteneos —rogó Leonardo, en medio del fuego cruzado—.
Aunque para vosotros sea evidente, yo estoy a oscuras. ¿Qué tiene
que ver una cosa con la otra?
—Pues,
salvo error por mi parte —respondió Navekhen, ante el silencio de
los otros dos—, yo diría que lo que llevas dentro desde tu
encontronazo con Eal ha empezado a surtir efecto. En apariencia, a
través de tu pincel.
—¿Es
posible? No me siento... diferente.
—Lo
confirmaremos analizando esto. —Draadan realizó la triangulación
del cuadro y su soporte—. Una nueva revisión física será
programada en breve, prepárate.
Aquella
fue su última frase antes de seguir al objeto hasta la pirámide.
Ante el espacio vacío, Leonardo saboreó esa vaga sensación de
desprecio que solía embargarlo cuando el supervisor lo trataba como
un mero objeto de estudio.
—Supongo
que esto
no
tiene más utilidad que aportar pistas —murmuró, dolido.
***
Los
dos acólitos del desaparecido Primer Ingeniero contemplaron con
asombro la consola de su laboratorio. En el espacio cúbico
tridimensional de generación de imágenes se habían desplegado unos
planos de mejora para el sistema de vigilancia del piramidión,
junto con las líneas de código requeridas, y en su lenguaje. Su
puesta en marcha les concedería mayor aproximación a sus objetivos
en seguimiento y la garantía de no ser detectados por ninguno de
ellos, ni aun los más especiales.
El hallazgo no los tomaba completamente por sorpresa; sabían que su
superior había invertido mucho tiempo en ellos y que solo su huida
repentina les había privado de disfrutarlos. Lo que nadie esperaba
era que formasen parte de un paisaje pintado por cierto artista
florentino.
Al
acontecimiento asistían otros dos espectadores: el hierático Shaal
y un Draadan no menos rígido, aunque por motivos diferentes.
—Esta
información estaba oculta en la pintura usada en el cuadro —afirmó,
o preguntó en su peculiar estilo, el Primer Biólogo.
—Así
es, Shaal-mekk —dijo uno de los acólitos—, y creemos que es
operativa al cien por cien. Después de que la cámara
estratificadora analizase las diversas capas de pigmentos según
tonalidad, profundidad y grado de secado, averiguamos que componían
páginas superpuestas con esquemas y frases en nuestra lengua. La
capa más superficial era la última. A simple vista, según puedes
comprobar, no era perceptible.
La
consola mostró la obra pictórica en el proceso de ser desnudada de
sus diferentes estratos. Página tras página de caracteres trazados
a pincel, hasta un total de seis, abandonaron la superficie de la
tabla, flotaron en aquel espacio virtual y ocuparon su lugar según
la numeración pretendida.
—El
sujeto no era consciente de lo que hacía, presumo, y nunca ha
aprendido a comunicarse en nuestro idioma. —Los glaciales ojos
grises de Shaal intentaron echar abajo la compostura de Draadan.
—Presumes
bien —respondió este—. La teoría más razonable es que Eal
programó el recuerdo en él al inocularlo y que ha comenzado a
manifestarse a partir de la disolución total en su sistema.
—Momento
que desconocemos a causa de vuestra negligencia en su seguimiento.
—No
puedo asumir la culpa respecto a ese punto, Shaal-mekk. En mi opinión
tampoco era un paso muy relevante; el examen físico de Da Vinci no
ha revelado transformaciones a nivel psicológico, ni se le han
logrado extraer más datos.
—Y
ahora pretendes iluminarme sobre un examen que conduje yo.
—Mi
consejo es aplicar el mismo procedimiento al resto de sus trabajos
—Draadan desdeñó el sarcasmo—, empezando por los más
recientes.
—Más
obviedades. Entregadme una lista. O, mejor, trianguladlos y hacedlos
pasar por la cámara estratificadora cuanto antes.
—Te
entregaré esa lista por ahora, Shaal-mekk. —De nuevo, el
supervisor ignoró parte del discurso del Primer Biólogo a su
conveniencia. A continuación se giró para interrogar a sus
compañeros del tercer nivel, que estaban ocupados haciéndose
pequeños ante aquel intercambio de asperezas. La frialdad de ambos
tripulantes era bien notoria—. ¿Qué ha sido del cuadro de Da
Vinci?
***
—¿Destruido?
Leonardo
soltó la pluma en la mesa y palideció. Sus obras, escasas en el
mejor de los casos, eran valiosas para él. No había contado con
perder una de ellas, aun cuando no hubiera sido enteramente fruto de
su iniciativa.
—Lo
lamento, de verdad. —Era inusual que el despreocupado Navekhen
pidiese disculpas con humildad—. Ese par de cabezas huecas con
manitas de cerdo que lo manipularon...
—¿Descubrieron
algo valioso? —lo interrumpió el pintor, quien recibió sin
tardanza un relato sucinto—. No entiendo. No entiendo el propósito
de privaros del conocimiento para después devolvéroslo a través de
un mortal como yo.
—Nosotros
tampoco, al menos por el momento. Eh, míralo por el lado positivo,
llevabas contigo algo que nadie en la pirámide ha sido capaz de
discurrir por su cuenta desde la marcha de Eal. Puedes sentirte
satisfecho.
—Satisfecho...
Así pues, me he convertido en una especie de portadocumentos para
vuestro antiguo camarada.
—Hombre,
nadie lo ve así. Es evidente que eres muchísimo más que...
—Y
ahora revisaréis el resto de mis pinturas para ver si esconden más
mensajes.
—No
es descabellado suponer que la jugada se ha repetido en...
—Y
los destruiréis también.
—Leonardo
—Navekhen suspiró—, te doy mi palabra de que vapulearé a los
ingenieros para que discurran otros métodos. Si hubiese dependido de
nosotros, habríamos tratado de salvar tu obra.
—Dependía
de Draadan. —Neudan volvió su mirada acusadora contra el aludido—.
Él estaba con ellos mientras realizaban el examen, ni a Navekhen ni
a mí nos lo permitieron. Él podría haber hecho algo.
—Neudan-mekk,
no saltes a conclusiones precipitadas. Estoy seguro de que nuestro
colega ya les ha echado un rapapolvo.
Draadan
no se molestó en defenderse. En su lugar, enfrentó los iris
celestes del pintor y musitó:
—Considéralo
un encargo entregado. Se te pagará el dinero que pidas por el
cuadro.
—No...
quiero... ¡tu dinero! No por un trabajo que, evidentemente, no
aprecias en lo más mínimo, puesto que con tanta ligereza te
deshaces de él.
Por
una vez, Leonardo no quiso controlar su frustración. Si le vedaban
el cielo, el conocimiento, la posteridad, ¿qué le quedaba? Unos
ojos de ámbar muerto y una vida encerrada en una cápsula. La vio
desfilar ante sus ojos, tan brillante y tan alta, tan prometedora y
tan inalcanzable. Sintió vértigo, se desesperó, experimentó el
vacío de la caída.
El
estallido se diluyó como el pigmento en el agua.
—Haced
lo que debáis. Yo haré lo que pueda.
Recuperó
su pluma y retomó los diseños en los que su cerebro se había
volcado antes de la visita: una prensa tipográfica; un ingenio que,
por medio de ventosas, trepaba por una superficie inclinada y
aspiraba la suciedad; el ala de un pájaro; un perfil de ángel. En
un margen de una hoja esbozó una nueva idea, un rayo de luz que
penetraba a través de una superficie opaca y revelaba su densidad
gracias a las sutiles diferencias de color. Los otros no abrieron la
boca ni se movieron, excepto Draadan, quien esperó a que los dibujos
estuviesen completos para arrebatárselos de las manos. Al final
pareció reconsiderarlo, capturó una imagen de ellos con su visor y
se los devolvió a su propietario antes de marcharse. Leonardo
continuó, impertérrito, con sus apuntes.
Toma
tu desespero, dilúyelo y úsalo para pintar tu futuro,
pensó. Si
destruyen tu creación, pinta otra, y otra, hasta que te quedes sin
pintura, tinta o sanguina. Y entonces usa tu sangre.
Así
debía ser.
***
A
principios de 1483 Leonardo se alojaba en la parroquia de San
Vincenzo in Prato, embarcado en la importante comisión que había
recibido junto con los hermanos de Predis. Sus clientes, los miembros
de la Confraternidad de la Inmaculada Concepción, deseaban un
retablo para adornar su capilla, un coro de ángeles en torno a las
figuras de la Virgen y el niño Jesús. El maestro abrigaba sus
propias ideas sobre el trabajo, y muchos le preguntaron por qué el
coro se había reducido a uno solo, acompañado del joven San Juan
Bautista. Por suerte, su versión obtuvo el visto bueno. Le resultaba
complicado explicar los motivos que lo impulsaban; por lo que a él
respectaba, era más sencillo aceptarlos sin hacerse preguntas.
Vivía
en el ducado más importante de la península, era un artista de
prestigio y su fama se extendía. No tenía sentido recluirse cuando
en la ciudad y en los salones de Sforza había personalidades
interesantes con las que compartir ideas y a las que impresionar. Y
así lo hacía, empezado por su vestimenta: cortas túnicas rosadas,
abrigos forrados de piel, botas de cuero de Córdoba, bandas de oro
en los dedos... Prendas más adecuadas para un muchacho que para el
hombre de treinta y un años que era, el hombre maduro cuya
apariencia reconstruida percibían todos los humanos al mirarlo. Y,
sin embargo... Cuando se asomaba al espejo, la pulida superficie
siempre le devolvía el rostro de veinte años detenido en el tiempo.
Se sentía joven, lleno de energía, saludable, a pesar de las ojeras
por sus escasas horas de sueño. ¿Por qué no lucirlo? ¿Por qué
renunciar a ese tipo de admiración? ¿Tenía que conformarse, en
definitiva, con uno de los dos Leonardos?
Sí,
era más sencillo aceptarlos sin hacerse preguntas, aprovechar los
descansos y salir. Las calles de Milán eran un magnífico coto para
socializar y tomar apuntes con los instrumentos que nunca lo
abandonaban, su cuaderno y una punta metálica. Altos bajos,
hermosos, deformes, niños, ancianos... Todos se convertían en
blancos de su interés y de su ojo artístico. Tras su búsqueda de
la belleza de los primeros años, la experiencia le enseñaba que
había proporción, equilibrio y gracia hasta en las visiones más
caóticas.
Su
obra de investigación comenzó a sobrepasar a la productiva, si bien
contribuyó a enriquecer esta. Y ya no sentía que trabajaba en vano:
en la pirámide habían obrado una magia
que garantizaba la integridad de sus pinceladas durante el examen.
Aquel ángel señalando al cielo que pintara para su Adoración
de los Reyes Magos encerraba
otro regalo en sus trazos, el desarrollo de una célula de
almacenamiento para optimizar el consumo energético de la pirámide.
Había revelado su secreto y sobrevivido para la posteridad.
Su
rostro delató una chispa de sorpresa cuando Navekhen sacó a relucir
el papel de Draadan en la historia. Y no fue porque el supervisor
hubiese copiado su bosquejo del rayo de luz a través de la
superficie opaca, ni por habérselo entregado a sus ingenieros, a
quienes inspiró un dispositivo de sondeo virtual, en lugar de
físico. No; lo que de verdad lo impactó fue esa inesperada
preocupación por no pisotear sus sentimientos.
La
sorpresa se esfumó en un instante, dejando una expresión de educado
interés. Draadan era un hombre práctico, pensaba. Si se tomaba
molestias para conservar sus trabajos o permitirle contemplar el
navío que flotaba en el cielo, sus bien calculadas razones habría
de tener. Del interés pasó a la sonrisa, la primera de su nueva
etapa de resignación. ¿Qué importaba que, a veces, garrapatease
frases en los márgenes de sus diarios, del estilo de «Si
aprecias la libertad, no reveles que mi rostro es la prisión
del amor»?
La sonrisa era la máscara de la libertad, para sí mismo y para el
mundo. Era la confirmación sin compromiso, la exhibición sin
confidencia. Era el arma que desmantelaba barreras ajenas y reforzaba
las propias, que le permitía camuflar su desengaño tras capas de
encanto, curiosidad e inteligencia. Una tarjeta de visita, junto con
su porte atractivo y sus túnicas elegantes.
La
usó ante los sinsabores que le causó completar la comisión de la
Confraternidad, y tras recibir noticias de la muerte de su maestro,
Andrea. La usó a través de los años que transcurrieron sin más
mensajes de Eal en sus pinceladas. Sonreía cuando debía privarse de
algo y también si lo conseguía, como el día en el que Ludovico se
avino a confiarle su más grande proyecto artístico hasta la fecha,
una grandiosa estatua ecuestre para honrar a su padre, Francesco
Sforza.
Dio
comienzo entonces su etapa profesional más satisfactoria hasta
entonces. Su nuevo alojamiento en la Corte Vecchia, un palazzo
al sur de la Piazza del Duomo, le concedió el espacio y los medios
para expandir su bottega.
Disponía de dos patios rodeados de pórticos, de habitaciones para
el creciente número de asistentes y aprendices, de talleres para
diversas actividades, incluida la metalurgia, y de un gran salón de
baile para acomodar la maqueta de la que sería la mayor escultura
ecuestre de toda Europa. Llevaba meses y meses realizando estudios de
sus queridos caballos, los cuales observaba a placer gracias a su
amistad con Galeazzo Sanseverino, el jefe militar de Ludovico.
Conocía hasta el último detalle a cada animal de sus cuadras, los
llamaba por sus nombres, los acariciaba, los alimentaba. En pocas
ocasiones destellaba un brillo tan sincero en sus ojos como cuando
pasaba tiempo con tales prodigios de la naturaleza. Navekhen solía
bromear, insinuando que su afecto por ellos era más apasionado que
el que le inspiraban los seres de dos patas. Leonardo sonreía;
exhibía sus labios arqueados y continuaba la chanza asegurando que
los pollos no despertaban en él idéntico arrebato, bien lo sabía
el cielo, pero que también eran dignas criaturas del Creador.
Entre
las numerosas estancias de su nueva base de operaciones había una
dedicada a albergar su orgullo del momento: el ornitóptero, una
máquina para volar fruto de años y años estudiando a los pájaros.
El armazón no estaba acabado y se enfrentaba a algunos problemas,
como el refuerzo de la tela para las alas, pero en su mente ya lo
veía listo y suspendiendo a un hombre en el aire. Era extraño que
el diseño hubiese salido de los confines de sus diarios, el ámbito
natural de sus ideas; evidentemente, su obsesión por volar superaba
a todas las demás.
Aquella
noche se había encerrado con su prototipo, su cuaderno y su pluma.
La punta se deslizaba con rapidez de derecha a izquierda, cubriendo
de líneas apretadas una hoja que ya contenía algunos dibujos.
«Encuentro así que hay una fuerza que atrae a los objetos densos al
centro de la Tierra». Se detuvo, leyó la frase en voz alta y volvió
a verter otro párrafo similar en el papel. Estaba concentrado,
aunque no pasó por alto el ligerísimo zumbido que anunciaba
visitantes. Sonrió para sí, sin levantar la pluma; la costumbre
había puesto fin a su necesidad de girar la cabeza y correr a darles
la bienvenida.
El
recién llegado resultó ser un solitario Draadan vestido con ropajes
a la moda. A pesar de lo insólito del acontecimiento, su talante
relajado no sufrió cambios.
—Buenas
noches, supervisor —saludó, risueño—, es todo un acontecimiento
verte aquí abajo sin compañía. Lo lamento si has oído mis teorías
imperfectas, espero que no me las tengas en cuenta. ¿A qué se debe
el placer? Porque no hay más obras terminadas para darte. —Draadan
no dijo nada, se limitó a inspeccionar el ornitóptero con su
inexpresividad característica—. Haciendo recuento de sus fallos,
¿cierto? Respira tranquilo, dudo que lo use para alcanzar tu navío.
—Respiro
tranquilo, eso no me quitará el sueño.
La
mordacidad, que en el pasado habría hundido su optimismo, hizo reír
a Leonardo con ganas.
—Creo
que podría funcionar. Si el viento sostiene a un águila en el aire
e impulsa barcos hinchando sus velas, ¿por qué no habría de
sostener e impulsar las mías? —Retomó su escritura con
despreocupación—. Insisto, ¿qué has venido a buscar?
—Es
un control rutinario aprovechando una visita a un comerciante
milanés, si tienes que saberlo —anunció. El terráqueo formaba
parte de su pequeña red de contactos en la ciudad.
—Y
por eso llevas ropas de las nuestras en lugar de tu uniforme, ya veo.
¿Se me autoriza preguntar para qué quieres encontrarte con él?
—No.
—No
preguntaré entonces. Eso sí, si te presentas aquí de paisano, bien
puedes entrar por la puerta. Recuerda lo pintoresca que fue vuestra
primera aparición.
—Yo
no cometo esos errores.
—Cierto,
tú eres intachable. —Lo afirmó con la misma serenidad con la que
habría hablado del tiempo, y por eso Draadan fue incapaz de
distinguir ironía—. He elaborado una lista de mis nuevos conocidos
en las dos últimas semanas y lo que he averiguado sobre ellos, te la
comentaré mientras estiro las piernas. Es decir, si te place
caminar.
—He
de ir a buscar mi caballo. Los establos están a dos calles.
—¿Sigues
en tu papel de mercader español, Daniele? De acuerdo, vamos.
Atravesaron
una de las salidas laterales. Draadan prestaba atención,
en busca de algo relevante en aquel reporte rutinario. El sonido de
sus pasos amortiguados y el monólogo reposado de Leonardo eran todo
cuanto se oía en aquel marco nocturno tachonado de estrellas. Y
quizá fuera la calma, o esa nueva actitud despreocupada del artista;
lo cierto fue que, llegado a un punto, se abstrajo del contenido y se
dedicó a mirarlo a él. Este no pareció percatarse. Frente a los
establos, se detuvo y le indicó, con una seña burlona, que bajase
de la luna. El supervisor parpadeó y entregó una moneda al mozo de
cuadras.
No
habría sido Leonardo da Vinci si hubiese desaprovechado la
oportunidad de contemplar caballos. Al descubrir el soberbio ejemplar
negro, de crines y cola largos y flotantes, su rostro se encendió
con adoración. Acarició su cuello, sus carrillos, se empeñó en
ofrecerle una golosina. Todo, bajo el inexpresivo escrutinio de su
acompañante.
—¡Qué
maravilla! —exclamó el primero cuando pudo despegarse del animal—.
¿Dónde has conseguido esta belleza?
—Es
mallorquín —respondió Draadan, con un pie en el estribo—. De un
hipotético compatriota.
—Creo
que no he visto nada más hermoso en toda mi vida.
Había
cierta ambigüedad deliciosa en la frase si se estaba inclinado a
buscarla, pues sus ojos azules abarcaban el conjunto de jinete y
montura. Pero, de nuevo, no destiló ni un ápice de doble sentido.
Simplemente sonrió, se dio la vuelta y se perdió en las
callejuelas, con un sencillo «que pases buena noche, Draadan» a
modo de despedida.
***
Isabel
de Aragón había llegado de España para ratificar su boda por
poderes con Gian Galeazzo Sforza, sobrino de Ludovico y, en puridad,
el auténtico duque de Milán. No importaba que fuese una mera figura
formal controlada por su tío: él y su esposa debían ser agasajados
de acuerdo con su estatus. Y Ludovico, deseoso de sobrepasar la
distinción de sus aliados en Florencia, encomendó los preparativos
de las diversas celebraciones a los mayores ingenios con los que
contaba, Leonardo entre ellos. El artista estuvo presente en el
banquete de bienvenida, en Tortona. Su representación del mito de
Orfeo, con su corte de ninfas y donceles ayudando a servir los
platos, fue muy alabada, y su protector requirió su habilidad en
todas las fiestas que se sucedieron.
La
velada de aquella noche se celebraba en la planta baja de la torre
nordeste del Castello Sforzesco. La música era, de nuevo, su
leitmotiv,
si bien se había dejado la fantasía de los disfraces en un segundo
plano para centrarse en la habilidad de la orquesta. A Leonardo le
fascinaba aquella estancia, con sus amplios ventanales, su techo
abovedado y sus nervaduras, pero desaprobaba su decoración poco
afortunada, que consistía básicamente en grandes planchas de madera
en la pared y los simples emblemas heráldicos de Gian Galeazzo
Sforza. Se limitó a cuidarse de la comodidad, la buena acústica y
la comida. No obstante, no exageró en los refinamientos que tanto le
complacían en cuanto a su presentación. En lo que a manjares se
refería, Ludovico se inclinaba por la cantidad antes que por la
delicadeza.
El
artífice del evento recibió numerosas felicitaciones, incluyendo
las de su protector. Leonardo se dedicó a disfrutar aquel momento de
gloria, que colocaba su figura en el punto de mira de la clase alta
milanesa y abría el camino para conocer a otras personalidades
influyentes o interesantes. El oro era necesario, sí; y, más aún,
el enriquecimiento intelectual.
—Maestro
Da Vinci, aún recuerdo vuestra actuación durante el carnaval —lo
abordó uno de los Portinari, paisanos suyos dedicados a la banca—.
¿Por qué no habéis accedido a repetirla esta noche?
—Con
tantos músicos que nos acompañan, mi contribución pecaría de
pobreza. —El aludido sonrió—. Dejemos la música para los
músicos, tanto más cuanto que lo interesante de ella es la
proporción que esconde, una manifestación sonora de la armonía de
las matemáticas.
—¡Esta
sí que es buena! —Portinari rompió a reír—. Las matemáticas
con cosa mía, no las mezcle con la música.
—La
proporción
no existe
solo en los números
y medidas sino en los sonidos, pesos, tiempos y lugares. Está,
pues,
detrás
de todo lo que es agradable al oído.
Las melodías serían un caos sin las matemáticas; la existencia
entera, en general. Quien no conoce su suprema certeza se abandona a
la confusión.
—Me
habían dicho que desplegabais el ingenio de un filósofo, maestro Da
Vinci. Constato que también poseéis el de un matemático.
El
grupito congregado en torno al florentino se volvió hacia la recién
llegada, la hermosa Cecilia Gallerani, y le mostró la deferencia que
merecía. Aunque apenas contaba con dieciséis años, aquella rubia
muchacha sienesa aunaba belleza, cultura e inteligencia, y era, de
hecho, la amante favorita de Ludovico. Su amistad era muy codiciada,
no solo por su influencia sino también por las interesantes
reuniones de filósofos que celebraba. Para Leonardo, complacerla era
tanto una necesidad como una inversión.
—Hago
lo que puedo, considerando la humilde formación que recibí en mi
juventud. —El artista mostró su mejor sonrisa.
—Algo
de eso había oído. Qué lástima que todo ese ingenio no se haya
alimentado desde la niñez con el combustible de la educación.
—Cierto,
pero agradezco al cielo por haberlo suplido con creces a base de
talento y experiencia. A menudo, quien lee libros piensa que posee el
conocimiento, y no se da cuenta de que así se priva de forjarse su
propia opinión. Sé bien que por no ser yo literato a algún
presuntuoso le parecerá razonable censurarme. ¿Aquellos que se
adornan con los esfuerzos ajenos, los míos a mí mismo no quieren
concederme?
Junto
a sus visibles virtudes, Cecilia Gallerani tenía cierta fama de
altivez. Leonardo lo sabía, y sabía asimismo que un discurso
brillante la aplacaba con la eficacia de un halago. A pesar de ello,
se cuidó bien de que el interés y la admiración asomasen a sus
ojos. La táctica debió de funcionar, porque la muchacha le devolvió
la mirada, cubriendo su sonrisa con una mano delicada.
—Eso
que decís requiere ser probado, maestro. ¿Quizá en la próxima
reunión, que celebraré en dos semanas?
—Nada
me complacería más, mi señora. Allí estaré.
La
bella cortesana se alejó del grupo, requerida por nuevos aduladores.
Por su parte, Leonardo fue secuestrado por un Navekhen burlón, cuyo
uniforme indicaba que estaba allí de incógnito. El trío de sombras
llegadas del cielo había decidido colarse en la fiesta.
—¿Flirteando
con la favorita del jefazo? Qué poco apego les tienes a tu pendón
y a tus escarapelas
—bromeó
el visitante.
—Como
si eso fuera posible —murmuró discretamente Leonardo—. No, es la
simple exigencia de besar la mano que te alimenta.
—Ah,
entonces utilizas tu lengua inquieta para dar coba al mandamás, qué
decepción.
—Navekhen-dabb,
tus burlas llegan a ser fastidiosas —intervino Neudan.
—Gracias,
Neudan, pero no le falta razón. Me he convertido en uno de los
bufones de Sforza, igual que la mayoría de los aquí presentes.
—Sorbió de su copa con una sonrisa enigmática—. Son las reglas
del juego.
—Eso
suena muy cínico, viniendo de ti. —Navekhen echó un vistazo
melancólico al vino que estaba fuera de su alcance—. En el pasado,
mis palabras solían escandalizarte o divertirte. ¿Ya no te
impresiono, Leonardo?
—Qué
disparate, siempre me han agradado tus ocurrencias. Me hacen reír, y
hay que hacer reír hasta a los muertos, si es posible. No; supongo
que es la edad, que nos hace menos impresionables.
—Inmune
a mis encantos, ¿eh? Ten cuidado, tu cerebro y tu inaccesibilidad
empiezan a resultarme irresistibles.
—Seguro
que sí. Por amor del cielo, Navekhen, no me hagas estallar en
carcajadas, estoy en público.
Para
evitar que lo viesen hablando al aire, Leonardo se escabulló de la
torre, salió al mirador y contempló el cielo nocturno apoyado en la
baranda de piedra. Su mente, nunca ociosa, meditaba sobre cien
materias y ninguna: la dificultad de pintar la noche, la complejidad
del fuego, la tarea épica de plasmar el fuego en la noche. Tan
absorto estaba en sus planes de futuro que no reparó en los ojos que
lo observaban desde la distancia, ni escuchó los pasos que se le
acercaron. De repente, un documento plegado se materializó al lado
de su copa de vino. Junto a él estaba Draadan.
—¿Qué...?
Abrió
el documento; llevaba escrito su nombre en calidad de comprador de un
caballo mallorquín que se alojaba en los establos más próximos al
Duomo. Lo leyó dos veces, por si acaso había entendido mal a la
primera.
—¿Por
qué? Ese magnífico animal...
—Poca
alzada para mí. Me irá mejor con uno del norte.
—Pero...
podrías venderlo a buen precio, y nuestro pacto era que nada de oro
ni...
—No
es oro, es un simple caballo. Úsalo para inspirarte.
—No
debería aceptarlo, yo...
Se
dio cuenta de que Draadan ya no estaba allí. El motivo de su
desaparición no era otro que los cuchicheos y risitas que llegaban
desde el otro extremo del mirador. Precedían a la entrada de
Ludovico en persona con dos acompañantes femeninas: Cecilia
Gallerani, enlazada a su brazo derecho, y una mujer desconocida
haciendo lo propio con el izquierdo. Aunque más madura, era sin duda
muy bella, con un torrente de cabello rubio rojizo que ningún velo
pretendía hacer pasar por modesto. Y alta, muy alta, tanto como el
mismo Leonardo. El grado de complicidad entre los tres delataba que
Cecilia no era el único blanco de las atenciones de Sforza.
—¿El
ingenio buscando la soledad, maestro Da Vinci? —preguntó esta, con
suficiencia—. Una fiesta es mal lugar para hacerlo, cuando se
supone que deberíais esparcirlo sobre el resto de los invitados.
Algo que remediaremos en mi próxima reunión. Permitidme que os
presente a mi querida amiga, Irene Gregori. Su gusto por las buenas
conversaciones es casi tan intenso como el mío.
—Un
placer, maestro Da Vinci —lo saludó la aludida. Su voz era grave y
sensual, acorde con su fisionomía. Sus ojos inteligentes lo
examinaron con una experiencia que sobrepasaba, en mucho, a la de su
amiga más joven—. Vuestra fama os precede. Tengo la esperanza de
que, en el futuro, me concedáis el privilegio de posar para uno de
vuestros retratos. Ven, Cecilia, saludemos a los Donati. Y vos,
excelencia, ni soñéis con darnos esquinazo.
Una
vez que las dos mujeres se hubieron alejado, Ludovico palmeó la
espalda de Leonardo con el desparpajo de un hombre de mundo, señaló
a la mayor y dijo, con su áspero acento lombardo:
—Alta
en exceso, no muy tierna y correosa en el trato, pero una belleza,
¿eh? Y muy habilidosa... en el lecho. —Lanzó una carcajada—. Te
la recomiendo. Muchos se han encaprichado con ella porque, entre sus
virtudes, figura una cualidad que la hace el doble de interesante.
—¿Y
cuál podrá ser, excelencia?
—No
se queda encinta.
Ludovico
guiñó un ojo descarado y partió en busca de nuevas presas. El
florentino se encogió de hombros; el trozo de papel que se había
guardado en la túnica le interesaba más que las posibilidades
carnales de una dama, por hermosa e inteligente que fuese. Era
agradable pensar en las implicaciones del gesto, ya significasen una
tregua o una muestra de aprecio. El Leonardo escéptico, sin embargo,
estaba menos dispuesto a dejarse llevar por la imaginación que por
la experiencia. Tenía que tratarse de un mero pago por su cuadro
destruido, uno que no fuese tan fácil de rechazar como el dinero.
Buscó
con la mirada al supervisor para ofrecerle un educado agradecimiento,
pero ya no se hallaba en la estancia. Marcharse sin despedirse... Sí,
eso era mucho más propio de él.
En
realidad, el trío aún se encontraba en la fiesta, asistiendo desde
las sombras al breve encuentro. Neudan y Navekhen intercambiaron una
mirada preocupada. Draadan frunció el ceño; su visor registraba una
llamada entrante.
—Sí,
Shaal-mekk, ha establecido contacto. Habitan la misma ciudad, era una
cuestión de tiempo. Ya hablamos de ello, no creo que deba limitarse
su espacio. Esto no significa necesariamente que vaya a descubrirlos
y a revelarles nuestra existencia... ¿Irresponsabilidad? Quizá tú
podrías explicarme cómo haberlo evitado sin forzar la situación.
»Y,
ya que estás en ello —añadió, mordaz—, prepara también un
plan para que no mire al cielo.
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