2016/03/14

UN MANTO DE LUCIÉRNAGAS: Tercera parte (final)

 
 


 

Un negro más intenso sobre el resto de la negrura...

En cuanto abrí los ojos, en dolor más insoportable me golpeó desde los tobillos hasta las sienes. El siguiente sentido que se me activó fue el del oído, estimulado por mis propios gemidos. Sonaban con un eco extraño, y no sé si fue un primitivo instinto de conservación, pero recuerdo que callé, respiré hondo y reuní fuerzas para investigar con calma dónde estaba, cómo había llegado hasta allí y cuál era el alcance de los daños. Palpé mi abrigo en busca de una linterna led y la encendí. La luz me cegó por un instante al rebotar en el hielo blanco y luego me mostró franjas azules, un repecho a medias rematado por una roca y una hendidura que se oscurecía y estrechaba. Hasta donde sabía, habíamos caído en una grieta en el glaciar. Orienté la linterna hacia arriba y observé, a tres metros de altura, los bordes camuflados con una fina capa de escarcha agujereada que confirmaron mis sospechas. Un guía experto —y Kristiansen lo era— habría detectado la depresión en el terreno a pesar de la falsa cubierta; entonces, ¿qué había ocurrido? Y, lo más importante, ¿estaba solo? Moví de nuevo el haz hacia lo más profundo. Desde allá no llegaba a distinguir gran cosa, salvo nieve y rocas y... Un objeto estrecho y alargado —quizá uno de los esquís de la moto— resaltó en las sombras. Mi búsqueda de un ángulo mejor desembocó en otro latigazo doloroso, así que me inmovilicé y llamé:

¿Kristiansen? ¿Jensen?

Repetí los nombres en voz alta, temeroso de que el eco empeorase la situación, pero no obtuve respuesta. Mi reloj inteligente hacía tiempo que se había sumido en la estupidez más absoluta; rebusqué entonces entre mis ropas y en el suelo, esperando localizar un móvil o un comunicador que, por supuesto, no estaban allí. Por último, decidí evaluar el alcance de los daños físicos. Aparte de recibir un golpe en la cabeza, me había dislocado un hombro, y el estado de mi tobillo derecho indicaba que estaba roto. La rodilla chafada a juego era lo de menos. Dado que no contaba con medios para entablillarlo, me incorporé con un grito ahogado y me coloqué la pierna en la posición más cómoda que mi hombro me permitió. Sentado en un repecho de hielo, con una pared de tres metros de altura a mi espalda y una caída todavía más profunda frente a mí, la vida ya no se me figuraba tan sencilla.

¡Jensen, Kristiansen! ¡Respondan, por favor! ¡Respondan!

El silencio me hizo temerme lo peor. Y, aunque digo silencio, recuerdo con claridad que mis llamadas resonantes, el ulular del viento y el golpeteo de mi corazón me parecieron más ominosos que la calma. Si ellos estaban abajo, inconscientes o muertos, mis esperanzas descansaban en que el GPS funcionara milagrosamente o en que nos echasen rápido en falta en Qaanaaq, o bien en Aappaluarpoq. Pensé en Sylvian, preocupado, alertando a la comunidad, organizando una partida de búsqueda. Sylvian... Él no me dejaría tirado, lo sabía, y la calidez del sentimiento tardó muy poco en convertirse en inquietud al visualizar las locuras que podría cometer.

Sylvian, envía a alguien pero no se te ocurra salir del asentamiento, ¿me oyes? ¡Que yo no me entere!

Al rato medité sobre lo rápido que se escapaba la cordura en una situación límite. Si ya hablaba solo, ¿qué no haría dentro de diez, veinte, cuarenta horas? ¿Resistiría tanto? No tardé en comprender lo poco que eso importaba. Cualquier ruido era mejor que el silencio ártico y, si tenía que hablar conmigo mismo para remediarlo, que así fuese. La sensación helada de varios copos de nieve aterrizando en mi cara me arrancó nuevos estremecimientos y más gruñidos de incomodidad. La tempestad se había desatado en el cielo.






Aunque no soy lo que se dice un hombre de acción, la perspectiva de pasarme horas y horas sentado sobre mi culo gélido y temblando de frío no me resultaba nada apetecible. Tal vez, reflexionaba, debía contribuir a ganarme mi propia buena suerte y abandonar la grieta, si bien no se me ocurría cómo trepar por el hielo con una pierna y un brazo inútiles, cuando ponerme de pie ya era una odisea. Al dejarme caer contra la pared —con cautela, para no comprometer la estabilidad del repecho— comprobé que los latigazos del hombro habían perdido intensidad. Eso era una buena noticia, pues debía significar que la articulación no había llegado a desencajarse y el malestar se debía meramente al golpe. Alcé el brazo hasta el pecho sin desmayarme de dolor; hasta ahí, todo bien. Luego probé a apoyar la otra parte de mi problema y ya no fui tan suertudo. «Pelearé por no desmayarme si he de trepar así, es cuanto voy a prometer», me dije antes de examinar la pared que desembocaba en la superficie. Para mi grata sorpresa, no era recta, sino que tenía una suavísima pendiente. En cuanto al hielo, no le faltaban cavidades para sujetarse, y llevaba en el bolsillo una caja de metal que podría usar para escarbar. Mi primera tentativa trepadora me hizo ver estrellas, galaxias y hasta chorros relativistas de agujeros negros supermasivos al posar el pie malo. Caí de espaldas, a un palmo de la roca que remataba mi triste plataforma.

Estoicismo, Vestergaard, no lloriquees al primer contratiempo —escupí, entre dientes, en medio de la maniobra para volver a enderezarme—. No está tan alto, son... menos de quince pies de nieve blanca.

Pensar en la canción que Sylvian y yo habíamos hecho nuestra me infundió energía. Mis dedos hurgaron entre los resquicios de hielo secular, aupándome otra vez para estar ciento noventa y dos centímetros más cerca de mi objetivo. Canté tan alto como me atreví.




Raise your hands up to the sky!

Raise your hands up to the sky!

Raise your hands up to the skyyy!




Canté para darme ánimos, para que Jensen y Kristiansen despertaran, para que Sylvian, no sabía de qué manera, me escuchase sobre la tormenta. La adrenalina hizo bien su trabajo, considerando que me las arreglé para escalar un par de pasos ignorando la tortura que me causaba el tobillo.

No sé si habría tenido los redaños de seguir hasta arriba. Supongo que no; me resbalaban las manos —mis manos elevadas hacia el cielo— y casi deliraba, y era una cuestión de segundos que cediesen. Dejando aparte las hipótesis, la auténtica razón de mi nueva caída fue el nerviosismo que me provocó el haz vacilante de mi linterna. Las pilas se agotaban, lo que significaba que me iba a quedar en la más completa oscuridad.

El martirio de la pierna me dejó hecho un ovillo en el suelo durante no supe cuánto tiempo. ¿Quién sabía las horas que llevaba ahí? Estaba agotado y aterido, y lo único que el cuerpo me pedía —dormir, dormir y dormir— era lo último que debía hacer, dado el riesgo de congelación. La batalla por mantener los ojos abiertos fue lo más agónico a lo que hube de enfrentarme hasta entonces.

Lo siento, Sylvian, lo siento, tú tenías razón. Debí hacerte caso, soy un imbécil —mascullaba—. Debí quedarme contigo en casa, y así te habría ahorrado el mal trago de saber cómo me encontraron hecho un témpano. Te habría hecho la cena, habríamos bebido algo para entrar en calor y a lo mejor... a lo mejor me habría atrevido a decirte que te... que te...

La linterna se apagó. Desde arriba nada más que me llegaban el aullido del viento y algunos proyectiles de nieve con puntería. Estaba a oscuras, herido, solo.

Fue en ese preciso instante cuando la vi.

Un punto brillante desafiaba al viento y descendía con lentitud a través de la grieta. Al principio lo tomé por una ilusión óptica, o un copo que reflejase algún destello de quién sabía la fuente. No obstante, cuanto más lo contemplaba, más me sacudía el aturdimiento y me empapaba en la comprensión de su significado. Estaba ante un bailarín luminoso, una luz guía. Por mucho que fuese un científico y negase las supersticiones y los fenómenos paranormales, había caído en la alucinación colectiva.

Mi necesidad de racionalizar me llevó a pensar que era un delirio. Después de todo, estaba herido y al borde de la hipotermia, y todas aquellas historias habían debido calar en mí. Extrañamente, la sensatez de la idea me relajó, aun cuando significase peligro de muerte. «Mi cordura está a salvo», proclamé mientras el punto se me acercaba. «No eres más que el producto de mis desvaríos, o un fosfeno, o quizá un...». Dejé de burlarme cuando lo tuve cerca. Dejé de respirar un par de segundos, lo confieso, porque sus detalles —el cuerpecillo oscuro, el abdomen alargado, las antenas sobre los ojos negros— me confirmaron lo que llevaba semanas negando: que había luciérnagas en el invierno ártico; que había una, al menos, y estaba conmigo. O en mi imaginación.

Un profundo temor atávico —a la enfermedad, a lo desconocido— me sacudió de arriba abajo. Ni apretar los párpados y volver a abrirlos, ni dar manotazos, ni arrojarle un puñado de nieve consiguieron que se esfumara. Por más que me pegase a la pared, siempre acortaba la distancia. Hasta consiguió que mi corazón bombease con más brío durante unos instantes, aportándome una chispa de vigor que no iba a despreciar en aquellas circunstancias. Finalmente, me rendí y acepté la situación, fuera cual fuese, con filosofía.

Hola, delirio en extremo realista. —Ya que había alcanzado ese estado, bien podía usarla como excusa para no hablar conmigo mismo—. ¿Vienes a anunciar que voy a palmarla o vas a sacarme de aquí? Me gustaría que lo hicieses, ya lo creo. Sylvian tendría más material para sus artículos y a mí no me importaría ser el blanco de sus «te lo dije» durante el resto de mi vida. Se rumorea que se te da bien hacer de guía, ¿no? El problema —señalé mi tobillo roto— es que no me encuentro en las mejores condiciones para seguirte, qué más quisiera yo. Con todo mi agradecimiento por tu visita, he de quedarme donde estoy.

El insecto siguió revoloteando frente a mi cara, con ocasionales subidas y bajadas. Yo no hacía más que mirarlo, fascinado. ¿Quién habría de decirme que mi primera luciérnaga en directo se me presentaría en Groenlandia? Era perfecta, hermosa, un pequeño alivio en medio de lo desesperado de mi situación. Me ayudó a entender por qué todos aquellos extraviados habían recibido consuelo de ella, ya fuese real o no.

Sé que no estás realmente ahí y, sin embargo... —El animalito se aventuró a posarse en un pliegue de mi abrigo. Parecía que me estudiase igual que yo lo estudiaba a él—. Vaya, noto un poco de calor que emana de ti, ¿será posible? Oh, no... Oh, no, eso tiene que ser la hipotermia, dicen que te sucede cuando estás a un paso de congelarte. Y es lo que me espera, si lo pienso. Ni tengo mantas ni puedo trepar con la pierna así, y, aunque pudiese, fuera no hay más que una tempestad y temperaturas aún más bajas. Y, ¿hacia dónde me arrastraría? Por otra parte, el GPS debe estar hecho migas o desconectado, dudo que les sirva para dar con nosotros. Debería... despedirme, ahora que aún me rige el cerebro, excepto que ni siquiera me he traído un maldito lápiz ni me salen palabras convincentes para explicar lo mucho que lamento...

La voz se me quebró. No quería morir, no quería abandonarlo. Sylvian... «No voy a rendirme sin pelea, ya lo verás», le hice saber antes de emprender un vigoroso frotamiento de mis brazos y piernas, con la vana esperanza de insuflarles algo de vida. El centinela luminoso, por su parte, no se apartó de mi lado durante la rabieta. Seguí de soslayo su estela de claridad, tan intensa y rápida que daba la impresión de multiplicarse..., hasta que alcé la vista de nuevo y comprobé, desconcertado, que una segunda luciérnaga se había unido a la primera en su puesto de vigilancia.

Esto es una novedad. Sylvian me dijo que los testigos siempre hablaban de una luz, y yo veo dos. ¿La hipotermia te hace ver doble? ¿O es mi caso de deceso inminente lo que me concede visitas por duplicado? Oídme, soy un pedante. En serio, pequeñajas, ¿cómo habéis atravesado la tormenta? ¿Cómo...?

Extendí un dedo y una de ellas se encaramó en el extremo. No eran imaginaciones mías, no: el ser irradiaba calor, lo sentía a través del mitón. Me la acerqué al rostro despacio, para no asustarla. Ella se limitó a quedarse muy quieta, y... Sé que sonará estúpido, pero tuve la corazonada de que los dos nos miramos directamente a los ojos. Un hormigueo intenso me bajó por el estómago hasta las piernas. Aunque me habría gustado pensar que era un arranque sentimental, sabía que era el preludio de una muerte helada. Y de más ensoñaciones, cuando vi flotar otras tres luciérnagas entre la nieve. Todas aterrizaron en partes de mi anatomía salvo una, que subió, bajó, alumbró hendiduras para trepar en la pared, dio vueltas en torno a borde superior de la grieta... Lo que habría hecho un perro de querer que lo siguiesen, discurrí con cierta dosis de humor.

Buena chica (o chico, supongo, ya que sabes usar esas alas tuyas). Mira, no puedo trepar, en serio que me he esforzado. ¿Sabes qué sería gracioso? Que salieses a menear el trasero de tanto en tanto y me sirvieses de faro, y así cualquier rescatador nos vería en la distancia. Causaríamos sensación. —El animal ascendió y abandonó mi campo visual—. ¡Eh, no te vayas, bromeaba, hace mucho frío afuera! Hace mucho frío y te congelarás, igual que yo, y no... no quiero quedarme solo. Nos congelaremos, ¿verdad?

Ignoro si regresó. No supe distinguirlo entre la docena de nuevos bailarines luminosos que colonizaron mi cara, mi pecho, mis piernas, que se colaron por el borde de mi abrigo. Sentí que me envolvía un capullo protector y que yo me convertía en alguna especie de crisálida de luz ardiente. «En fin», resolví, «si deliro es mejor dejarse llevar por este sueño tan cautivador antes que por una pesadilla. Sueña, idiota, con tal de que procures no dormirte. Acuérdate de Sylvian, eso es, acuérdate de...»

... Sylvian se volvería loco si le contase esto, chicos. Lleva años detrás de vosotros y apuesto a que nunca os habíais presentado tantos de golpe. Si vuelvo... cuando vuelva a verlo, le pediré disculpas por no haberlo creído y le diré que estoy dispuesto a seguirlo a donde sea, a ayudarlo a averiguar la causa. Y si me rechaza... —Enfoqué la visión en la luciérnaga que me calentaba las mejillas—. Bueno, no voy a dejar que me rechace, no esta vez. Voy a decirle lo que siento y lo aceptará, seguro.

Como si fuese lo más natural del mundo, la luciérnaga trepó a mi labio inferior y se paseó de una comisura a la otra con delicadeza. Me quedé petrificado bajo aquel cosquilleo. No era un simple insecto, sobrenatural o no, recorriéndome la piel. Era mucho más que eso. Era... familiar.

Racimos de imágenes de Sylvian desfilaron por mi mente. Un chico de Luisiana, abandonando los cálidos veranos del bayou por culpa de la desaparición de su padre; un espectador infalible, presente en cada episodio gracias al seguimiento de los testimonios publicados en Internet; siempre atento, siempre encerrado en casa durante los extravíos, perdiendo peso y energías por la preocupación y la culpabilidad; angustiado al oír que una víctima había fallecido; acongojado porque yo debía ausentarme... «Su amigo aquí última semana de agosto»; la voz de Kristiansen, asegurándome que la llegada de Sylvian se había producido la semana previa al primer incidente...

«Pero ¿cómo podías saberlo? ¿Cómo?»

Miré de nuevo mi grupo de pequeñas salvadoras, mi hermoso manto de luciérnagas. Una de ellas cayó al suelo a mis pies, exhausta, parpadeó con timidez, se apagó y desapareció. Y yo, finalmente, comprendí.

No. No. No, no, no... —Manoteé, en un patético intento de espantarlas—. Nonononono... ¡NO! ¡Marchaos! ¡Volved con él! ¡Volved, o le ocurrirá algo horrible! ¡Sylvian, por favor, si me oyes, no lo hagas! ¡No lo hagas, te lo suplico! ¡No lo hagas! ¡¡¡Sylvian!!!

Grité y me revolví durante no recuerdo cuántas horas. No conseguí alejarlas. Se movían unos pocos centímetros y continuaban allí, testarudas, mientras mi garganta enronquecía y nos debilitábamos. Y fueron desvaneciéndose, una tras otra, hasta que solo quedó la última sobre mis labios. Su destello era tan pálido, su aura de calor tan frágil, que contuve la respiración, como si mi aliento ahorrado hubiese podido prolongar su vida. Algunas voces llegaron entonces desde las alturas.

¡Está aquí! ¡Se ha movido, está vivo!

Las luces artificiales de las linternas me cegaron durante unos segundos. Aunque me cubrí con la mano, apenas tuve tiempo de presenciar su suave titileo antes de abandonarme. Transmitía una extraña sensación de paz, que yo, en mi desesperación, no fui capaz de agradecer ni de perdonar.





***





El resto de mis impresiones del rescate se han convertido en una amalgama confusa. Afirmaban que deliraba mientras me ataban al trineo, me practicaban los primeros auxilios y comprobaban si había más supervivientes, pero yo era muy consciente de que pronunciaba sin cesar su nombre, con la esperanza de que alguien me diera una noticia que nunca llegó. No vi su rostro entre los miembros de la partida, ni luciérnagas durante el camino. Solo perdí el sentido tras nuestra llegada a Aappaluarpoq, cuando me metieron en el dispensario de la casa comunal para que el médico me examinase. Dijeron que tuvo que sedarme porque lo agredí físicamente. Me figuro que así fue. Habría sido mi reacción más lógica si no respondía a mis preguntas ni me dejaba marcharme a buscar a Sylvian. Abandoné la cama en cuanto abrí los ojos; aun con mi pierna escayolada y mi hombro vendado, nadie se atrevió a detenerme entonces. Los murmullos me guiaron hasta una helada habitación adyacente donde reposaba un bulto cubierto con una sábana. Al tercer intento reuní el coraje para retirarla.

No soy de los que lloran, mi aparente falta de sensibilidad siempre fue otro punto en mi lista de rasgos poco apreciados. No, no soy de los que lloran... Sin embargo, confieso que lo hice cuando vi su cuerpo en la gélida atmósfera de aquel cuartucho gris. Estaba consumido hasta el extremo, las mejillas macilentas, el abdomen hundido bajo las costillas. Lo apreté entre mis brazos —ligero, tan ligero— y lloré hasta el dolor, hasta quedarme sin voz y sin lágrimas.

Mi manto de luciérnagas le había sorbido la vida y me había dejado aquella vaina vacía.






Hicieron falta las dulces frases de consuelo de mi primera admiradora en el asentamiento para que me apartara de él y fuese a descansar. La buena mujer caminó conmigo todo el trayecto hasta la casa de Sylvian —no habría aceptado ir a ningún otro lugar— y me contó, a grandes rasgos, lo que había sucedido. Que fue él quien dio la alarma antes de que nadie nos echase en falta, pero que la tempestad y las dudas razonables retrasaron la organización de la partida de búsqueda. Que lo hallaron más tarde, semiinconsciente, a varios cientos de metros de allí, tras un intento fallido de salir por sus propios medios. Que se debatió, agarrado a un hilo de aliento, mientras los hombres se internaban en la oscuridad persiguiendo fantasmas. Y los cazadores trajeron después su propia historia, pues juraron, por los espíritus de sus ancestros, que una luz guía los había conducido hasta la grieta y después se había perdido entre los copos de nieve.

Yo escuché a medias y luego me encerré a meditar. ¿Acaso había algo que no supiese ya, al menos en mi corazón? El que había sido el hogar de Sylvian nunca me resultó tan acogedor y tan desamparado a la vez, con todos aquellos recuerdos. Deslicé los dedos por las portadas de sus discos, por los pocos libros, por su portátil. «¿Por qué nunca quisiste compartir tu secreto conmigo?», le reproché en silencio. Luego comprendí que no le habría creído y me sentí más miserable aún. Si apenas podía creerlo entonces...

Mi ojeada se detuvo en un viejo cuaderno con pastas de cuero posado junto al ordenador. No lo había visto antes y me chocó descubrirlo allí, ya que él siempre había sentido debilidad por los teclados. Al abrirlo me topé con páginas de una escritura desconocida, organizadas en entradas independientes y sin fecha. ¿De su padre? Era un escritor prestigioso, según me había comentado, y aquello bien habría podido ser una colección de ideas para desarrollar, por lo poco que yo conocía del oficio. Fui pasando hoja tras hoja, sacudido por el presentimiento de que Sylvian lo había dejado para mí.

La última página estaba marcada con un señalador. Me dejé caer en la silla y traduje.


Era verano la noche que lo encontramos, y las luciérnagas bailaban sobre el agua superponiéndose al reflejo de las estrellas. Nunca había visto tantas, ni tan encendidas. Distinguí que se concentraban en torno a un nido de niebla, hierba y juncos y, al investigar, descubrí dormitando en él a la criatura más perfecta que había visto en mi vida. El pecho me hirvió al imaginar quién habría sido tan desalmado para abandonar a un bebé a orillas del bayou. Y él estaba tan tranquilo, gorjeando en la oscuridad, mirándome con esos ojos enormes y claros que reflejaban la luz de cien estrellas diminutas...


Sylvian. Se llama Sylvian, no puede ser de otra manera.


Removí cielo y tierra para que me permitiesen quedármelo. Usé mi renombre, usé a mi propia esposa y la perdí por ello, no mucho después. ¿Por qué habría de anteponer la paternidad al matrimonio? Porque nadie más sabía de donde venía, ni cómo cuidar de él, ni la magia que corría por sus venas. Nadie más habría sentido el amor necesario para contemplarlo en las noches de verano, riendo bajo un manto de luciérnagas, sin ceder al miedo. Nadie iba a quererlo igual que yo.


Anoche vi un ciervo ahogado entre los cañaverales. Me extrañé, puesto que no suelen acercarse tanto, y pensé al momento en el osezno solitario que se había aventurado en el islote del lago y había corrido idéntica suerte. Por primera vez tengo miedo. Sé que el miasma de las aguas nubla los sentidos y que él lo lleva siempre consigo, pero no es eso lo que temo. Tengo miedo porque está empezando a darse cuenta del lado oscuro de su herencia, y la culpabilidad le provoca más llanto del que puedo soportar. Lo consuelo día tras día, le prometo que aprenderá a controlarlo, que allí está a salvo conmigo, lejos de la gente a la que no puede dañar. Eres hijo mío y del bayou, Sylvian. Mientras tengas mi amor y su fuerza, nada malo te ocurrirá.




Esa fue la última entrada con aquella letra. La que seguía pertenecía a una mano que yo sí conocía. Noté el dolor en el pecho y la humedad en los ojos, de nuevo desbordados por las lágrimas.


Lo siento, papá. Yo tuve la culpa y no fui lo bastante fuerte para salvarte ni para quedarme allí, aislado del mundo. Solo, qué sentido tiene vivir.

Lo siento, papá. Donde quiera que voy, mi maldición me persigue. Me esfuerzo en combatirla, te lo prometo, pero cada día que paso en un lugar aumenta el peligro de dejarlos expuestos a ella. Al final siempre he de marcharme. Viajar sin descanso, escondido tras mi subterfugio del periódico, procurando no hacer amigos cuyo sufrimiento me haga sentir después doblemente culpable. Viajar a rincones más y más aislados, rezando para que la ausencia de gente disminuya las probabilidades. Esa es mi existencia.

Aunque ya no soy tu Roca, te echo de menos. Y sé que debería regresar, lo sé, donde ya no pueda hacer daño. Solo.

Soy un cobarde.




El cuaderno concluía con unas palabras garrapateadas a toda prisa en la guarda final.




Lo siento, Mags, te voy a herir de todas las formas imaginables. Sin embargo, yo permití que sucediera, y habré de ser yo quien lo remedie.

Por qué no te apartaste de mí. Por qué te dejé entrar. Por qué permanecí aquí tanto tiempo...

Soy egoísta.

Y te...




Esa frase incompleta, tachada a conciencia e imposible de leer, me hizo aullar de ira y de dolor. Abandonarme sin permitirme ese pequeño consuelo... Extendí los brazos y abarqué su cuaderno, su ordenador y sus papeles, lo poco que él había dejado atrás. Necesitaba tocar algo sólido antes de despedirme porque sabía muy bien que mi pérdida iba más allá del amor e, incluso, de Sylvian. Había sido testigo de un fenómeno que no podía explicar ni aceptar, ni siquiera analizar. A mí, que era un científico, ya no me quedaban certidumbres a las que agarrarme.

Ya no me quedaba nada.




El médico se presentó a primera hora para interesarse por mi salud y ofrecerme un amargo resumen de los acontecimientos. Jensen y Kristiansen habían sido mucho menos afortunados que yo y no habían sobrevivido a la caída a lo más profundo de la grieta. Sylvian había sido víctima de la desnutrición y la hipotermia. —Desnutrición... Como si estos dedos que tantas veces lo habían alimentado no conociesen la verdad. Si una luciérnaga lo hacía desfallecer, ¿qué no habría sido de él, con todas las que me ofreció?—. Ya estaba organizado el traslado del cuerpo a Qaanaaq, aunque el problema era el papeleo de la repatriación, dado que no sabían cómo contactar con sus parientes. Noté su incomodidad; se lo veía avergonzado por dejarme caer semejante cuestión en tan mal momento. Eso no impidió que respirase, aliviado, cuando le dije que yo me ocuparía.

Quizá siguiese hablando un buen rato, no sé, ya no lo escuchaba. Mi concentración se había agotado y mis ojos recorrían de nuevo la sala, rememorando buenos recuerdos. Al detenerme en la ventana trasera y en la oscuridad que enmarcaba, imaginé la carrera de Sylvian en la tempestad, sus pisadas sobre la nieve, su angustia al saber que estaba más allá de la ayuda que alcanzaba a prestarme. ¿Me vería a través de sus luciérnagas? ¿Me escucharía? «Ojalá me escuchases ahora. Te diría que no me importa quien seas ni el peligro que creas representar. No volvería a dejarte, buscaríamos los medios. Si hubiera tenido fuerzas para salir... Si hubieras resistido un poco más...». Sentí que la humedad me nublaba de nuevo la vista y me froté los párpados. Y entonces, justo entonces..., distinguí la luz intermitente sobre la parte exterior del cristal.

Sospecho que el médico no se tomó muy bien mi invitación, a gritos, para que se marchase. A mí ya no me importaba nada, excepto precipitarme hacia la ventana, forzar el marco congelado y dejar entrar a la pequeña criatura, que se posó en el hueco de mis manos. Se la veía pequeña y débil, su abdomen iluminado apenas por una terca chispa de energía, pero viva. Viva.

Ignoro cómo corrí, con mi tobillo roto, cómo movilicé a medio asentamiento para trasladar el cuerpo al aeropuerto y cómo despaché el papeleo. No me detuve hasta subir a bordo de un avión privado —cuya absurda tarifa ni pregunté— rumbo al sur, con el equipaje más valioso que jamás había transportado. Una parte descansaba en la bodega, la otra aleteaba en una caja de cartón sobre mi regazo.

Me había precipitado al juzgar que no me quedaban certidumbres, pues había una que llevaba chillándome en los oídos desde que leyera el cuaderno del padre de Sylvian. El bayou donde nació era su fuerza; si regresaba a su clima más amable y a sus pantanos llenos de magia, recobraría la vitalidad y volvería a ser el que fue. No, no podría devolverle su otro soporte, el amor de su padre, pero tendría el mío. Y quizá, cuando comenzase el verano, me sentaría con él a la orilla del agua y veríamos juntos el anochecer, bajo la luz de un nuevo manto de luciérnagas.





Suena descabellado, lo admito. Ni por asomo es la confesión que se esperaría escuchar de un geofísico cuyos libros sagrados siempre han descansado en los estantes de ciencia. Aun así, no voy a alterar ni una palabra.

Tengo una diminuta esperanza centelleante entre mis manos y quiero creer que Sylvian sigue viviendo en ella, de alguna manera. Quiero creer que volverá.
 
 
 
 
 
 
 
 

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