El
bayou es un extraño sitio para quedarse. La sempiterna humedad de
una casa vieja y descuidada, el embarcadero medio hundido y la fauna
y vegetación intrusas no pintan un cuadro muy apetecible. Cuando
reparas contraventanas para que no se caigan a pedazos, rascas musgo,
cortas plantas trepadoras y ventilas sin conseguir librarte del moho, te das cuenta de las muchas comodidades a las que dices
adiós. Además, hay un buena distancia sobre una mala carretera
hasta el pueblo más próximo, y los típicos lugareños que no dejan
de cuchichear y preguntarse qué haces allí.
El
bayou, con todo, es hermoso de noche. Incluso las pequeñas lagunas
estancadas tienen su encanto, a pesar del olor intenso que te embota
el sentido del olfato. Pero en los tramos más abiertos, donde el río
remolonea entre las hierbas altas y el silencio humano es tan
estruendoso que no hay salto de pez, canto de rana o zumbido de
insecto que no se escuche, la magia de verano surge de los dioses
saben dónde y lo cubre todo con una pátina plateada. El «miasma de
las aguas» no existe y nunca existió, aunque lo pareciese desde
fuera; es esa magia en estado puro, tan salvaje que solo quien la
lleva en la sangre puede controlarla y mantenerla dentro de sus
confines naturales. De haberlo sabido antes, nadie habría sufrido.
Todo habría sido distinto.
A
veces pienso en aquel extraño velatorio de tan solo dos personas
—una, si cuentas fuera del ataúd—, aunque las imágenes siempre
acuden a mí emborronadas por el mismo filtro de dolor y excitación.
Es difícil decir qué impulsa a un hombre a soltar un insecto
moribundo en el invierno de Luisiana, y qué lo hace seguirlo con un
auténtico cadáver en brazos. Es difícil explicar lo que cruza su
mente cuando la débil luminosidad lo guía hasta el gélido mirador
de niebla, hierba y juncos y le susurra, apelando a los instintos más
que a los oídos, que deposite su carga y se aparte. El resto es
fácil de adivinar. Cuando cientos de luciérnagas surgen de la nada
y crean un capullo cálido y radiante en torno a una carcasa
consumida, no cabe sino una reacción.
A
día de hoy, aún no comprendo cómo se tejió el hechizo. Alguna vez
me he acercado al mirador y he visto el manto de luciérnagas —nítido
como el cielo nocturno sobre el desierto— cubriendo a alguna
criatura desconocida y huidiza que luego ha desaparecido entre los
tallos. En las viejas leyendas se menciona a los guardianes del
bayou, a sus sirvientes de luz y a sus métodos para proteger el
territorio, confundiendo los sentidos de los extraños. No he
encontrado registros que confirmen su existencia, ni testimonios, ni
nada sólido, salvo lo que han visto mis ojos y la fe. Es fácil
tener fe en un lugar así. Es fácil fantasear sobre ellos y concebir
que una vez, siquiera una, sedujeron a alguien de carne y hueso y
concibieron un niño mestizo al filo de ambos mundos.
Un
niño que pertenecía al pantano, que allí viviría y allí moriría.
Asumí que se marcharía después de traerme de vuelta a este mundo y acepté
mi futura soledad. Me consolé con una docena de excusas, con el
autoengaño de la deuda pagada, con la letanía de que, después de
todo, no estaba enamorado de él. No teníamos nada en común, salvo
una brazada de aficiones insustanciales. Había sido la pura
necesidad de contacto y sexo, y el deber de rectificar lo que había
hecho de la única manera que sabía; uno más, en una larga fila de
muchos...
—Tienes
cara de estar anotando la letra de un tema dark
wave, Sylvian.
Lo que os hace falta a los escritores torturados son unos buenos
azotes, media docena de birras
y un par de hamburguesas grasientas. Qué casualidad, justo lo que
traigo aquí.
Cerré
mi cuaderno de golpe, antes de que aquel par de brazos pálidos me
rodeasen la cintura para requisarlo a la fuerza. El intento de robo
se convirtió en un abrazo y un beso en la nuca. Y en los ojos color
iceberg de Mags.
—Si
sigues cebándome de esa manera —me quejé—, vas a convertirme en una...
—Todavía
me tomará trabajo cubrir estas costillas de carne —susurró, antes
de que yo terminase de hablar. Roca,
me vino a la mente, que no a los labios—. Casi ha anochecido, y aún
te las arreglas para escribir. Tienes ojos de...
Fue
su turno de callar, y de nuevo completé la frase para mis adentros.
Luciérnaga.
Sonreí.
Nos
acomodamos para comer en aquel mismo trozo de terreno al borde del
agua. Mags me ofreció la crónica del día en el pueblo y me enumeró
el botín musical que nos había llegado a la oficina de correos. Al
terminar de cenar, la oscuridad era casi completa. Noté su silencio
gradual, sus brazos y piernas recogidos, sus sentidos aguzándose,
expectantes, en previsión de lo que pudiera suceder. Yo también
esperé.
Carezco
del toque lírico que mi padre sabía dar a sus textos. Incluso Mags
sabe volcar sus sentimientos mucho mejor que yo. Por eso me
sobreviene una ligera punzada de frustración al recordar su rostro
cuando las docenas, centenares de puntos luminosos, surgieron de la
negrura y vinieron a posarse sobre mí: la frustración por no ser
capaz de plasmar el arrobo que destilaban. Ni siquiera papá se
atrevió jamás a estirar las manos y dejar que se subiesen a ellas,
ni rio con tantas ganas, ni las miró, a ellas y a mí, con toda esa
ternura. En un espacio de tiempo tan corto ha compartido conmigo más
que nadie en el mundo, vida y muerte y retorno. Y no, no se marchó. Sigue aquí, cualquiera se preguntaría por qué.
Después
de que las luciérnagas se fundieran con el bayou, rocé el cuaderno,
que descansaba sobre la hierba. Las ganas de escribir palabras
amargas se habían esfumado por completo. Acaricié la idea de
arrojarlo a la corriente, algo simbólico para ahogar un pasado del
que anhelaba escapar. Ya no quería estar solo, ni fingir que no
sabía por qué seguía conmigo, ni negar que sus razones y las mías
eran las mismas. Y por eso debía hacer lo correcto.
—Podrías
marcharte —murmuré, con un atormentado sentido del deber—. Eres
un físico, este no es lugar para ti. Deberías viajar de norte a sur
y desentrañar los secretos del magnetismo.
Aunque
ya no podía verme en la oscuridad, me conocía demasiado bien para
saber dónde ponía el alma.
—Este
es mi observatorio ahora, esto es lo que estudio. ¿Quién sabe si
encontraré una explicación? Y, si no lo hago... Bueno, hay quien
dedica toda su carrera a buscar una respuesta, sin perder la
esperanza.
—Tú...
no la perdiste en Groenlandia.
—No,
no la perdí, ni la perderé. Es lo que sucede cuando amas tu
trabajo, Sylvian. Cuando lo amas tanto —tomó
mi
mano y la besó—
que no podrías vivir sin él.
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