Me
resultó fastidioso volver a la actividad cotidiana tras aquella
jornada de descubrimiento.
Y no era que no me gustase mi trabajo, sino que implicaba horas de
ausencia en las que cierto sureño con tendencia a las roturas debía
quedarse solo. Era muy extraño... Después de meses y más meses de
desapego emocional durante mi doctorado, se me había invertido
la
polaridad
y me había convertido en un protector patológico. Tuve que forzarme
a mantener algo de distancia, porque él no era de los que se
confiaban con facilidad y por nada del mundo habría deseado
asfixiarlo, pero... Lo veía tan frágil... Aislado, en un país
helado y oscuro que no era el suyo, sin familia ni amigos...
Circunstancias que también se aplicaban a mí, lo admito, aunque con
mucha menos severidad. Mientras que yo estaba allí por elección
propia, ¿podía Sylvian decir lo mismo? ¿Él, que llevaba años
siendo arrastrado de un lado a otro por aquella obsesión?
Al
menos nos reuníamos al final del día, por lo general en su casa,
salvo las escapadas alternas a la sala comunal para que la gente no
murmurase demasiado. Haciendo cuentas, pasaba más tiempo allí que
en mi cuchitril, y en ocasiones me sentía tentado a llevarme mis
chismes y ocupar un rincón. ¿Que por qué no lo hacía? Bueno,
tenía la impresión de que él aceptaría por no contradecirme, de
que valoraba su privacidad y prefería conservar un pedazo antes que
dármela toda a mí. Y yo lo asumía. Comprábamos la comida juntos,
cocinaba para él y me cercioraba de que no saliese sin compañía
por ahí, a doblarse articulaciones. Cuando otro de los habitantes
del poblado perdió el rumbo en la oscuridad, se preocupó tanto
durante su búsqueda que volvió a perder peso, y le faltaron minutos
para ir a entrevistar a la víctima en cuanto este pudo hablar. Le
eché una buena bronca y lo cebé con carne grasa, que, aunque sabía
a rayos, venía bien para aguantar las temperaturas en descenso. Y
seguíamos juntos de la otra
manera; puede que con algún reparo al principio —las borracheras
ayudaban a ahogar las inhibiciones—, pero con una seguridad
creciente, alentada, sobre todo, por la naturalidad con la que él se
desnudaba, se colocaba encima o debajo de mí y me hacía recelar de
todas las relaciones con chicas que había mantenido en el pasado. Me
encantaba apretarme contra él en el sofá o en el espacio algo más
amplio de su cama. Me fascinaba mirar sus ojos ambarinos entre
aquellas hileras de pestañas larguísimas, pasar la mano sobre su
costado de color canela y admirarme de su perfección, en contraste
con mi piel paliducha de fantasma vikingo. Él se reía, deslizaba el
pulgar a lo largo de mi labio inferior —su ritual previo a besarme—
y se burlaba. «Ideal para camuflarse en la nieve, con tal de que te
quedes en pelotas», me decía, para luego añadir: «Y, de todas las
cosas que he visto, la nieve es una de mis favoritas.»
Muchas
madrugadas preferíamos quedarnos en la caldeada sala de estar y ver
la televisión, escuchar o tocar música. Recuerdo muy bien una de
aquellas veladas. Yo tenía conmigo mi guitarra y la aporreaba
cantando a grito pelado Fifteen
Feet of Pure White Snow —lo
que, en mi idioma, se traduciría más o menos como «quince pies de
nieve blanca»—, mientras él me hacía los coros. Nuestros
chirridos y gallos variaron por completo el tono de la canción, que
dejó de ser un blues
desesperado para convertirse en una cacofónica declaración de
principios. Lanzamos unas cuantas carcajadas cascadas después de
aquello, y algunos de sus versos se convirtieron en nuestro grito de
guerra particular, sobre todo cuando salíamos y no veíamos más que
nieve por todas partes.
Habíamos
bebido un poco, sin pasarnos, y el ambiente daba pie a la
conversación y a las confidencias. Sylvian me preguntó por mi
trabajo y por los procedimientos para medir el campo magnético. Yo
le describí el observatorio de Qaanaaq —por considerarlo más
interesante que mi simple caseta—, con sus edificios adosados para
los sensores, los equipos y las absolutas, y le expliqué de qué
estaban hechos y cómo se conseguían mediciones en un entorno sin
interferencias. Él compuso un rostro perplejo, se tendió con la
cabeza en mi regazo —se había acostumbrado a ello y a mí me
encantaba— y observó:
—Me
sigue pareciendo asombroso lo que haces. —Le creí. Aunque mi
investigación sobre el fenómeno no había arrojado resultados
concluyentes, él seguía convencido de que el magnetismo podía
estar relacionado—. ¿Cómo desarrolla un chaval normal el coco
necesario para encerrarse a estudiar ladrillos de física? ¿Cuándo
decidiste «Eh, nada de profesiones vulgares. Yo voy a empollarme a
Einstein, que, por cierto, no escribía galimatías sino cosas muy
comprensibles para mí, y luego le mediré el campo magnético a la
Tierra»?
—No
fue exactamente así —respondí, con una sonrisa—. Física y
Matemáticas siempre se me dieron bien en el colegio, lo admito, pero
supongo que el empujón definitivo se lo debo a mi madre. Es
catedrática de Filosofía, ¿sabes?, y nunca le preocupó el hecho
de que, a lo largo de la vida, se puede cuestionar todo. Hasta que
murió mi padre.
—Lo
siento.
—Fue
hace mucho, yo tenía nueve años. En fin, mi madre sufrió su
primera crisis de... fe en la incertidumbre, por así decirlo, y un
día me hizo sentar en el sillón, me miró, muy seria, y me dijo:
«Mags, no me importa a lo que dediques tu futuro, siempre que te
haga feliz. Solo voy a darte un consejo, y es que elijas algún
terreno sólido y fiable, donde todas las preguntas desemboquen en
respuestas, y no en nuevas e incesantes preguntas». Si le hubiese
hecho caso, supongo que habría seguido el camino de las Matemáticas,
pero la Física iba más con mi carácter y, bueno, es tranquilizador
pensar que hasta las incertidumbres se rigen por sus propias leyes y
que, una vez que pelas todas las capas de dudas e imprecisiones, lo
que va quedando a lo largo de los años es la verdad absoluta. La
búsqueda de verdades absolutas... Sí, no es una mala meta a largo
plazo.
—Entonces
debes ser muy condescendiente con los supersticiosos y con los que se
dejan guiar por luciérnagas místicas —susurró, con esa inflexión
suya tan serena que nunca denotaba reproche. Yo me mordí la lengua.
Por supuesto, no deseaba rebatirlo, ni tampoco mentirle.
—No
es tan sencillo. Mira, aunque yo pueda saber por qué la noche dura
varios meses en el invierno ártico o qué explicación científica
hay tras las auroras boreales, eso no quita que el estómago me dé
un vuelco de admiración al venir aquí y contemplarlo con mis
propios ojos. Entiendo que la gente se emocione, que necesiten creer
en algo más que en inclinaciones de ejes y eyecciones de partículas
cargadas.
—En
tu estilo, eres un poeta, ¿lo sabías? —afirmó. O, en otras
palabras, «bonita salida por la tangente que no me quita la razón».
Contraataqué cambiando de tema.
—¿Y
tú? ¿Qué te hizo enrolarte en la normalísima
ocupación de reportero viajero? Me contaste algo de... una
pérdida...
—Mi
padre. Era escritor, muy reputado. Me crió prácticamente en
solitario porque mi madre, que era blanca, no pudo resistir más que
un par de años en el ambiente donde él se movía y se marchó. Ah,
no llegó a afectarme; mi padre jamás me abandonaba y, aunque no
solíamos ser más que él y yo, sus relatos y su afición a
explicarme las cosas como a un adulto me fascinaban. Tenía una casa
vieja frente al Bayou Vermilion, donde pasábamos todo el verano.
Salíamos a navegar, pescábamos, me contaba historias sobre
mansiones encantadas, monstruos y espíritus del pantano... Yo aún
era pequeño y no tenía muchos amigos. La vida en Lafayette era
apagada, en comparación con aquellos días en el bayou.
»Nos
tumbábamos en el embarcadero durante las noches más tórridas, con
un farol al que acudían todos los bichos de la región, y
aprovechaba para asustarme con sus relatos más truculentos. «Roca,
prepárate que hoy va una buena», comenzaba.
—¿«Roca»?
—Me
llamaba así, era grande y redondo de crío. Si te vas a pitorrear...
—No,
no, continúa, por favor —le rogué, con un relincho de risa,
incapaz de imaginar un Sylvian redondito.
—No
hay mucho más, en realidad. Me susurraba alguna de sus mil historias
de terror y luego añadía un epílogo o una moraleja que, no sé
cómo, servía para explicar el misterio, redimir a las víctimas o
imponer un castigo a los malos, de forma que acabábamos riéndonos y
yo no tenía pesadillas.
»Hasta
que un día crecí y perdí el interés en el bayou, las historias y
cuanto me había atraído de niño. Y, poco después, mi padre salió
a navegar y nunca regresó. —Se tomó una pausa silenciosa, quizás
en memoria del fallecido—. Dijeron que había debido ahogarse, ya
que el bote vacío fue hallado en un tramo tortuoso de uno de los
afluentes del río. No regresé a aquella casa. Viví algún tiempo
en la ciudad, con unos parientes, colaborando con sitios Web locales,
hasta que me informaron del fallecimiento de mi madre y de que me
había dejado el dinero de su familia. Nunca se lo pedí, ni contaba
con él, pero lo usé para viajar cuando llegué a enterarme de los
otros casos de extravíos. No me preguntes por qué, Mags, ni yo sé
lo que pretendo. ¿Hacerme la ilusión de que se salva a través de
ellos? ¿Comprender por qué hay personas más afortunadas que él en
el mundo? Es... todo cuanto puedo decirte.
—No
te lo preguntaré. Lo que tal vez sí accedas a explicarme es por qué
eres tan reservado con los demás, cuando yo sé que tú no eres así.
¿Acaso no es bastante duro pasarse la vida fuera de casa?
—¿Qué
casa? —Parpadeó, reprimió un bostezo y se acomodó. Ya era muy
tarde—. Te has respondido a ti mismo. ¿Para qué hacer amigos
cuando vas a tener que marcharte, tarde o temprano? —Sí, estaba
medio dormido. De otra manera, se habría dado cuenta de lo que me
iban a doler esas palabras—. Te preocupas mucho por mí, eres
demasiado bueno. No... hace falta, en serio, fui más feliz que
muchos. Tenía a mi... padre..., y las noches en el bayou, y sus...
historias sobre...
Cayó
dormido. Al acercarme a su rostro y escuchar su respiración
acompasada, sentí una insólita emoción, una mezcla de inquietud y
ternura que nunca había experimentado antes. Aún lo oí pronunciar
un último murmullo al que no logré encontrarle el sentido:
—...
un manto de luciérnagas...
¿Remataba
su frase o soñaba? Olvidé preguntarle al siguiente no
amanecer;
yo también había caído redondo, con él encima, y las piernas y la
espalda se me habían agarrotado tanto que tuve que descansar de mi
descanso. Sylvian se compadeció de mí y me preparó el desayuno
mientras yo hacía el vago en su sala. Cuando regresó con la comida,
me pilló tragándome un programa sobre glaciares en la televisión;
interesante pasatiempo para quien no tenía más que hielo a su
alrededor.
—Perdón,
perdón, ya lo quito —me disculpé con humildad.
—No,
déjalo. Has llegado con la estación tan avanzada que no te ha dado
tiempo de ver más que una colección de bultos grises. —Se sentó
a mi lado y clavó la mirada en los colosales icebergs iluminados por
la luz del sol. Aparte del blanco purísimo, la mayoría lucían una
amplia gama de tonos de azul, desde el más pálido hasta el marino
más intenso—. ¿Por qué es azul el hielo?
—Porque
la compresión a la que ha estado sometido hace que expulse todas sus
burbujas de aire, responsables del fenómeno de dispersión. La luz
puede entonces penetrarlo; sus moléculas, como las del agua, vibran
al contacto con ella y absorben las longitudes de onda más largas
(y, por tanto, menos energéticas), reflejando las más cortas, que
corresponden a los azules. Algo que puedes apreciar en el mar, a
cierta profundidad.
Me
arrepentí de mi perorata una fracción de segundo después de
callarme. Había roto mi norma de no soltar esos discursos de físico
sabelotodo que nadie apreciaba. Él, sin embargo, no parecía
fastidiado, y preguntó:
—¿La
profundidad de tus ojos tiene que ver con su intenso color azul?
—¿Me
estás lanzando un cumplido o te estás cachondeando? —Iba a añadir
«Roca». Me contuve a tiempo.
—Si
no lo sabes, a lo mejor tampoco quieres usar uno de estos
—contraatacó, sosteniendo un sobrecito cuadrado en alto.
—A
lo mejor no. Ya me va a tocar hacer el vergonzoso viaje a Qaanaaq
para reponer.
—Te
dije que comprases más cantidad.
—Y
que me pongan de mote «el físico salido de Aappaluarpoq»,
¿no?
—Ah,
si no quieres...
Sí
quería. Me olvidé de mi dolor de espalda, del desayuno y del
reportaje y lo desnudé, saboreando anticipadamente la perfección
—porque nadie había sido más perfecto que Sylvian— que me haría
sentir. Me olvidé también de los interrogatorios sobre sueños y
luciérnagas. Era un científico, sí, buscaba mis certezas con los
pies en la tierra; aun así, apreciaba un cumplido y una pizca de
intimidad como cualquiera, y mi súbita ascensión a las nubes borró
de mi mente todo lo demás.
***
A
pesar de estar en el páramo más oscuro del mundo, las dos semanas
que siguieron brillaron en mi ánimo como una continua aurora boreal.
Vivía esa época mágica en la que cada roce hacía saltar chispas,
en la que no concebía pasar cincuenta y nueve minutos con él si
había posibilidades de subir a sesenta. La diferencia con mis
anteriores relaciones era la afinidad. Compartir el espacio con otro
hombre me aportaba una paz de espíritu y una desinhibición para
mostrarme tal cual era que nunca había experimentado hasta entonces.
No tenía sentido negarlo, ya había pasado por ello: me estaba
enamorando de él un poco más cada día, y el temor por el futuro y
por los golpes que podía llevarme aún quedaba muy por debajo de mi
euforia.
Lamentablemente,
la borrachera de optimismo se me pasó con la siguiente desaparición
en la nieve, esa vez de un ingeniero del grupo de prospecciones. Sus
compañeros lo echaron en falta a las pocas horas y comprobaron que
el sistema de posicionamiento no registraba sus coordenadas, así que
organizaron una partida de búsqueda. No hallaron rastro de él la
primera jornada, ni la segunda. La secreta esperanza de que las luces
lo trajeran de vuelta chocó con el pragmatismo del ingeniero jefe,
que hizo venir un helicóptero de rescate. Tampoco hubo suerte
durante las siguientes cuarenta y ocho horas.
Yo
notaba la preocupación creciente de Sylvian, sus ojeras y lo
demacrado de su aspecto. El siempre se había tomado las
desapariciones muy a pecho; miraba por la ventana, pedía noticias,
contenía la respiración... Quiso salir, incluso, a unirse a los
voluntarios, y lo habría hecho de no estar yo para impedírselo,
aduciendo que todos tenían mucha más experiencia ahí fuera. Hasta
que encontraron al ingeniero. Muerto.
Jamás
se me irá de la cabeza su estallido en cuanto comencé mi versión
de la terrible noticia. Lo negó en voz alta, golpeó la puerta,
arrancó algunos pósteres de la pared... Al sujetarlo noté, más
pronunciadas que nunca, sus dos hileras de costillas descarnadas;
había vuelto a bajar de peso, y su debilidad ni siquiera le permitía
liberarse de mi presa. La preocupación me hizo perder los estribos.
—¿Es
que quieres matarte por algo que no es, ni remotamente, culpa tuya?
—le grité—. ¡Vas a enfermar!
—¿No
has visto lo que ha pasado? ¡Lo han dejado morir! ¡Han provocado
que se extravíe y luego lo han dejado morir!
—No
me has dejado terminar, ha sido su corazón. —Lo forcé a
escucharme—. Kristiansen me lo ha contado. Creen que padecía una
angina de pecho, porque tenía una caja de tabletas de nitroglicerina
en la mano y una bajo la lengua. Si alguien hubiese estado al
corriente, no se habría encontrado en esa situación, pero él se lo
ocultó a todos. Simplemente llegó su hora.
—¡No
habría llegado si no se hubiese perdido ahí fuera! —La pequeña
reflexión que se tomó tras oírme no bastó para calmarlo.
—¿Y
quién dice que se perdió? Por lo que sabemos, podría haber salido
por propia voluntad. Esto no tiene nada que ver con luciérnagas. —De
repente, recibí una súbita inspiración, una de esas que te empujan
a hablar y luego te hacen arrepentirte de tus palabras—. Tú no
provocaste su extravío; ni el suyo, ni el de tu padre. Tienes que
aprender a aceptarlo y a dejar de castigarte durante el resto de tu
vida, Sylvian.
Me
miró, incrédulo e igual de enfurecido que yo. Luego se revolvió y
recorrió
su
sala de estar a zancadas, con el talante de un oso polar enjaulado.
Daba la impresión
de que quería creerme, o insultarme, o vomitar lo que fuera que se
lo estaba comiendo por dentro. O todo a la vez.
—Vete,
por favor, prefiero estar solo —musitó, al fin.
—Ni
lo sueñes. Voy a preparar la cena y a encargarle a mi guía que
traiga algún reconstituyente de Qaanaaq. Vas a cuidarte y lo digo en
serio.
—Tú
no eres mi...
Lo
dejé con la palabra en la boca mientras salía a por Kristiansen y
le encargaba una lista de provisiones y complejos vitamínicos. El
groenlandés la estudió, se la guardó en el bolsillo y me dedicó
media sonrisa astuta:
—Cocina
para Dufrêne, ¿eh? No es mal amigo, sí mal cocinero. Yankee
flaco como costilla de foca. Debería darle más de comer.
Allí
me dejó, sin una réplica decente y con la sensación de que cada
sílaba de su acusador discurso tenía un doble sentido. Regresé
entonces a la madriguera de Sylvian —la que tanto me habría
gustado considerar nuestra
madriguera—, usando el llavero que previamente le había birlado
para abrir. Lo conocía, habría sido bien capaz de dejarme fuera.
Aquella
madrugada digirió su amargura y vino a visitarme a mi lugar de
destierro en el sofá. Yo lo abracé sin abrir la boca. Mis labios,
posados en su cuello, recibieron una de esas caricias que siempre
precedían a su lengua, interrumpida únicamente por el forcejeo de
sus brazos al desvestirse. Nunca habría imaginado que iba a desear
acostarse conmigo, no después de lo sucedido. Su vulnerabilidad me
asustaba tanto... Traté de contenerme, temiendo romperlo en dos,
pero él se colocó sobre mí y barrió mi raciocinio con su
desesperación. No recuerdo preámbulos, ni condones, ni juegos; nada
más que piel caliente y una cabalgada ansiosa en la oscuridad.
¿He
dicho desesperación? No lo sabía entonces. Ahora no se me ocurre
otro término para definir lo que sentía por mí y por el mundo, un
hambre de poseer y ser poseído que —su cuerpo era la prueba—
nunca había visto satisfecho.
***
Pasada
otra quincena y recuperada en parte la normalidad, Jensen, mi colega
sénior del observatorio, me propuso una visita a las formaciones
rocosas situadas al nordeste de la zona de prospección. Él mismo
preparó el viaje en moto de nieve con Kristiansen, quien nos
garantizó que cubriríamos la ida y vuelta y la exploración en una
jornada. Ausentarme no era mi plan favorito, dado el estado de
Sylvian, pero la obligación era la obligación y mi jefe
no era propenso a creer en lo sobrenatural.
El
día previo a la partida transcurrió más silencioso de lo
acostumbrado. Él estaba tan nervioso que no dejaba de dar golpecitos
en su escritorio y de lanzar miradas de reojo, a mí y a lo poco que
se veía por la ventana. Yo tampoco estaba en mi mejor momento. Tras
reunir lo que necesitaría, le pinté maravillas sobre los menús del
comedor y me preparé para hacerle jurar sobre los Principia
de Newton que se los comería. Entonces se me acercó.
—No
salgas —rogó, con tono de súplica—. Deja que vayan sin ti.
—Sylvian,
me pagan por ello, no puedo negarme a hacer mi trabajo. Volveré en
seguida.
—Los
extravíos... Tengo un mal presentimiento. No salgas, por favor. Por
favor...
—No
nos pasará nada. Ya conoces a Kristiansen, es el mejor guía, y fui
yo quien los convenció para ir motorizados y acabar mucho antes.
—Entonces...
déjame ir a mí también.
—¿Estás
loco? Vamos, tú no tienes... sustancia
para acampar a treinta grados bajo cero. Ni hablar, estaré mucho más
tranquilo si sé que estás a salvo y llenándote el estómago de
cosas calientes. Además, no hay espacio en la moto, ni...
—Mags,
te lo suplico.
Me
llevó al límite de lo soportable, me encogió las entrañas. Le
sujeté los hombros —tan delgados— y lo abracé.
—Jamás
se me ocurría perderme en la nieve y mi corazón es fuerte como el
de un toro. Y, bueno, no voy a ser yo menos que los demás. Siempre
estarán las luciérnagas.
Mi
voz sonó muy confiada. Nada extraño, ya que no podía dejar de lado
mis prejuicios y de verdad creía que estaba a salvo. «La calma es
contagiosa», pensé, al ver que Sylvian no seguía replicando y se
quedaba muy quieto en mis brazos. Fue en ese preciso instante cuando
decidí que no dejaría que volviera a marcharse: lo quería y quería
estar con él, sin importarme el cómo ni el dónde. Aunque eso me
convirtiera en el tipo más empalagoso sobre la faz de la Tierra, le
pediría a mi regreso que viviésemos juntos.
Por
fascinantes que fuesen los viajes en trineo, el vehículo motorizado
me transmitió más confianza para cumplir las promesas que le había
hecho a Sylvian. La primera etapa del viajecito transcurrió sin
incidencias, seguida de una pequeña parada para tomar algo caliente.
Jensen charlaba por los codos, feliz, intuyo, de emprender algo que
se saliese de su rutina. Yo tuve que seguirle la corriente, pues la
otra opción era dejar que Kristiansen le diera todas las réplicas y
conversar en danés no era precisamente su fuerte. Mi colega condujo
la charla al tema de los extraviados y la superstición, como él la
llamaba, sobre las luces guía. Entre la avalancha de datos que pidió
surgió el tema de las fechas; con un gesto muy burlón, a mi
entender, preguntó quién había iniciado todo aquel negocio y
cuándo. Le respondí que el primer caso había sido el de la hija de
un cazador local, durante la primera semana de septiembre; añadí
que estaba muy seguro ya que un amigo mío había llegado justo siete
días después.
—¿Su
amigo Dufrêne? —intervino nuestro guía, haciendo un gesto de
negación—. No. Su amigo aquí última semana de agosto.
—Sé
a ciencia cierta que fue en septiembre, él me lo dijo en persona.
—No.
Última semana de agosto, más a ciencia cierta.
—Ignoro
qué sacamos discutiendo, Kristiansen. Sé que tengo razón porque da
la casualidad de que la madre de la chiquilla extraviada me lo
confirmó.
—Ah,
pero última semana de agosto Dufrêne no en Aappaluarpoq,
sino en Qaanaaq. —Arqueó los labios en una de sus sonrisas
intrigantes—. Yo lo vi en hotel, difícil confundir, ¿eh?
Puesto
que reanudamos el camino en seguida, no tuve oportunidad de
profundizar en la cuestión. ¿Qué ganaba el guía engañándome?
Nada, en realidad, y su inquietante vehemencia habría hecho vacilar
a cualquiera. Ahora bien, si decía la verdad, ¿era Sylvian quien
mentía? ¿Y por qué?
Se
levantó el viento y me asaltaron otras preocupaciones: permanecer en
la moto y no salir volando, por ejemplo, o averiguar qué diablos le
pasaba al GPS, que había dejado de funcionar. Era la nueva y
maravillosa maldición de la península Piulip Nuna, según la
denominación de Jensen. Aunque nuestro acompañante groenlandés
sugirió que no nos preocupásemos, que él la conocía a la
perfección y no le hacían falta esos trastos para orientarse,
decirlo era mucho más fácil que hacerlo, sobre todo porque íbamos
por un paisaje oscuro de nieve, hielo y rocas, con un triste foco
para iluminarnos. Además, yo notaba a Kristiansen un tanto
distraído. Por regla general, sus rutas eran rectas y precisas, no
aquel zigzag injustificado con frenadas seguidas de acelerones.
Jensen arrugó las cejas al distinguir los montículos de las
formaciones rocosas.
—Kristiansen,
¿no deberíamos ver las banderas de la compañía minera desde aquí?
—preguntó—. ¿Por dónde nos ha traído?
—No
está mal, no... No esta mal, no está mal. No estamos... lejos,
no...
Jensen
y yo nos miramos. Sonaba poco tranquilizador y, además, tartamudeaba
y arrastraba las palabras.
—Oiga,
es mejor que volvamos si no se siente bien. El viento arrecia y...
—Entrada
por allí. —Señaló dos siluetas elevadas, un negro más intenso
sobre el resto de la negrura—. No estamos...
Ante
de que pudiese añadir lejos,
el mundo se hundió bajo mis pies.
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