Mi
primer contacto con Groenlandia me costó una jornada y media de
vuelo, cuatro transbordos y un vapuleo inmerecido a mi razonable
metro noventa y dos: casi treinta y seis horas de martirio, saltando
de asiento angosto en asiento más angosto aún, para cubrir los
3.800 kilómetros que la separaban de Copenhague.
Por suerte, mis compañeros de la universidad ya me habían puesto
sobre aviso. Lo peor era que la diminuta ciudad donde acabé —un
lugar llamado Qaanaaq,
prácticamente la zona civilizada más al norte— ni siquiera era mi
destino final. Aún tuve que esperar un par de horas para que
acudiesen a por mí, a lomos de una moto de nieve a juego con los
asientos de avión, y cruzar una amplia superficie de sobrecogedor
paisaje helado. Y a oscuras, a pesar de que eran las cuatro de la
tarde. Mi conductor me aconsejó, en un danés aceptable, que
disfrutase los tres días con luz que quedaban antes de despedirnos
del Sol hasta febrero. Sublime.
Muchos
se preguntarían qué se me había perdido en el invierno ártico. Ni
yo mismo lo sabía muy bien. Supongo que el cuerpo me pedía cambios,
después de concluir un doctorado extenuante y descubrir que reanudar
la convivencia con mi novia habría de asestarle el golpe de gracia a
nuestra moribunda relación. Nada novedoso; la típica escena donde
ella me reprochaba que era un lisiado emocional, que nunca le decía
lo que sentía, que no me salía de mi programación para pasar
tiempo juntos... Sonará a paradoja, pero el distanciamiento era lo
que nos había mantenido unidos hasta entonces. Resumiendo, me había
quedado solo y sin un lugar donde vivir y, cuando el departamento
publicó lo de la vacante en el observatorio magnético de Qaanaaq, se me ocurrió la brillante idea. ¿Qué mejor proyecto
para un geofísico sin vida social? En seguida llené una maleta con
el ordenador, la guitarra y ropa de abrigo digna de la conquista del
Polo, abandoné el apacible octubre de Dinamarca y acabé en este
paraíso a veintitantos grados bajo cero. Para mejorar el plan, mi
colega sénior del observatorio había decidido que sería yo quien
montara y pusiera a punto una estación nueva al noreste. Adiós a
las —dudosas— comodidades de una miniciudad con historia: mis
habilidades mecánicas me habían hecho ganar un puesto de
avanzadilla en un asentamiento de 200 habitantes, sin
infraestructuras ni ubicación en el mapa, al que los groenlandeses
de la zona llamaban Aappaluarpoq.
Al final del trayecto ya no distinguía si me metían en una vivienda
digna o en un agujero. Hice mi madriguera en algo parecido a una
cama, cerré los ojos y caí fulminado en un segundo.
Las
pocas horas diurnas del día siguiente las aproveché para pasar
revista a mi nuevo hogar. Según tenía entendido, Aappaluarpoq
se había formado a expensas de una compañía minera que realizaba
prospecciones en el área, en busca de rubíes; el propio apelativo
hacía referencia al color rojo. Para ser sinceros, no era mucho
menos sofisticado que Qaanaaq.
Seguía el modelo de construcción local, casas prefabricadas de
colores con tejados a dos aguas, excepto unas cuantas que compartían
la gracilidad
de los contenedores de barco. Por dentro eran igual de sencillas. Mi
casita típica de dibujo infantil tenía un salón dormitorio, una
cocina, una habitación extra y un aseo —sin ducha—. Fuera había
un pequeño cobertizo donde se guardaban el generador de gasoil y un
depósito para el agua, o, más bien, los trozos de glaciar. ¿Por
qué no había ducha? Por la misma razón que carecía de grifos. Los
sistemas de abastecimiento no dependían de cañerías y
canalizaciones, sino de unos repartidores muy atentos que acarreaban
el combustible en bidones y el agua dulce en cómodos
bloques congelados. Las maravillas del siglo XXI.
Las
construcciones mayores estaban destinadas al almacén, al incinerador
de basuras y a la casa comunal. Esta última se consideraba el centro
social, por así decirlo. Aparte de un salón donde servir comidas,
tocar música, bailar y reproducir maratones de películas, también
disponía de otros magníficos servicios, como ordenadores con acceso
a Internet —si la conexión no sacaba su lado temperamental—,
lavadoras, secadoras, y varios baños donde disfrutar de una buena
ducha caliente, en lugar de echarte barreños hervidos por encima;
resguardar la fontanería de la congelación era un lujo que solo una
comunidad unida podía permitirse, por lo visto. Había días en los
que no te apetecía salir de tu cueva, pero en las noches
interminables de invierno, cuando te quedabas sin nada que ver o leer
y te
sentías
atrapado entre las cuatro paredes de tu caja de zapatos, era
agradable reunirse con otros seres humanos y escuchar sus historias,
aunque fueran frases ininteligibles sobre la migración de las focas.
Aquel
primer día conocí a muchos de mis nuevos vecinos, empezando por los
de las prospecciones. La plantilla actual había llegado hacía
varias semanas y la componían un grupo variopinto de ingenieros,
geólogos y un enlace de comunicaciones. Los que no eran compatriotas
se manejaban con el inglés, con lo que no tuvimos problemas
lingüísticos. Dos de ellos eran sudafricanos, y muy chistosos; me
arrancaron una carcajada con su representación gráfica de lo mucho
que preferían estar hundidos en el pantano más inmundo de la
Provincia de El Cabo antes que en aquel refrigerador gigante, «con
las pelotas azules igual que monos de Vervet». Sus guías eran
groenlandeses, una combinación de apellidos daneses y herencia inuit
—Kalaallit,
me habrían corregido ellos— más que evidente en sus rostros y en
su lengua. Como solía suceder en la isla, se establecían con sus
familias y seguían dedicándose a sus actividades tradicionales, la
caza, la pesca y al artesanía. Una dama me llamó «niño guapo» —a
mí, que había cumplido los veintisiete— y se empeñó en
regalarme unos guantes para que no se me congelasen «esas manos tan
finas». ¿Quién lo habría dicho? Recién llegado, y ya me había
conseguido un amorcito; de unos cincuenta y cinco años, cierto, pero
no era cuestión de rebajar mis méritos. A cambio le expliqué, con
palabras sencillas, las utilidades de estudiar los campos magnéticos
de la Tierra, le confesé mi afición a la guitarra —eso despertó
más su interés— y prometí que tocaría algo para ella a la
primera oportunidad. Para concluir las presentaciones, estaba el
acompañante que me había traído en su moto de nieve, quien me
comentó que él y su vehículo se largaban del poblado con las
últimas horas de luz. Para mí fue un fastidio, ya que contaba con
sus servicios para ir y venir del emplazamiento de la nueva estación.
El tipo me dijo que no me preocupase y me recomendó a uno de sus
colegas locales, un tal Kristiansen. Su trineo y su conocimiento
exhaustivo de la región me habrían de ser muy útiles.
Kristiansen
era un perfecto ejemplo de groenlandés típico, cuyo apellido era lo
único que delataba su descendencia de un pasado colonial. Poseía
una sonrisa inquietante, de esas que parecen esconder secretos no
compartidos, acentuada por unos ojos rasgados y, en cierta manera,
impertinentes. Aunque chapurreaba el danés y el inglés, su voz
aguardentosa no ayudaba a la comprensión. Algo me decía que la
botella de licor de la que sorbía continuamente estaría muy
relacionada. Mal que bien, me las arreglé para convenir unos
horarios de transporte y un precio sensato.
La
entrada en el salón de un cazador local levantó una inesperada
tormenta de cuchicheos, y la atención se desvió de mi persona, al
menos durante un rato, para llover sobre el recién llegado. No
comprendía muy bien lo que decían, algo sobre unas luces en la
nieve. Supuse que se referían a auroras boreales, si bien el aire de
conspiración que adoptaron los nativos le restó verosimilitud a mi
conjetura. Las auroras eran cualquier cosa menos discretas.
—¿De
qué hablan, Kristiansen? —pregunté a mi futuro conductor, que
seguía pegado a su botella—. ¿Algo que un novato deba saber?
—Bailarines
diminutos, amigo, luces guía. Hojsgaard —señaló al cazador— se
pierde en tramo malo del glaciar. Bailarines traen de vuelta.
Noté
mi parpadeo a cámara lenta. Como explicación, aquello valía bien
poco, y no sabía si el motivo era el alcohol, las deficiencias
idiomáticas o la exuberante imaginación de mi acompañante. Lo
único claro era que aquel hombre se había extraviado cerca del
lugar donde realizaban las prospecciones. La idea tenía sentido,
pues ya me habían prevenido acerca de las peligrosas grietas
rellenas de nieve blanda y de la accidentada franja rocosa, y nunca
se me habría ocurrido salir en la oscuridad sin compañía. Lo
difícil de interpretar era el matiz de los bailarines luminosos.
Afortunadamente, uno de mis paisanos se compadeció de mí y vino a
arrojar un poco más de claridad sobre la historia.
—Según
cuenta Hojsgaard —dijo—, cayó dentro de uno de los laberintos
que se forman en las cavernas a la orilla del glaciar. Sabrá usted
que la cobertura en estos páramos es una rata traicionera y que, en
ocasiones, las baterías se descargan sin avisar. —Lo sabía. De
hecho, uno de mis cometidos era estudiar el fenómeno—. Sin GPS ni
medios para orientarse, vagó durante horas por los túneles blancos.
Y las horas habrían podido convertirse en días, o en toda la
eternidad, de no ser por una pequeña luz amarilla que le mostró el
camino correcto. Los groenlandeses desconfían de esas cosas, ¿sabe?
Piensan que son espíritus de bebés o de animales muertos que desean
perjudicar a los caminantes. La cuestión es que no es la primera vez
que sucede: una de las chiquillas de Piita se extravió hace semanas
y siguió la luz hasta su casa, fue un caso muy comentado. Hojsgaard
pensó que, si había funcionado para ella, bien podría hacerlo para
él. Y no se equivocó. Difícil de creer, ¿no le parece?
Sonriente,
admití que planteaba dudas razonables. Debía ser una de esas
leyendas..., no iba a llamarlas urbanas,
en la antesala del Polo Norte, pero sí producto de la imaginación,
el frío o lo que quiera que usase la gente de la nieve para
colocarse. Y tampoco me sonaba a historia original. Ya había leído
algo similar en alguna parte, lo habría jurado.
La
llegada de un último visitante dio al traste con mi intento de
rescatar el recuerdo. Salía de la sección de los baños, lo que
quería decir que había cruzado antes la sala y yo no me había
fijado en él. «¿Y por qué habría tenido que hacerlo?», me
pregunté, un tanto perplejo, mientras el desconocido recibía una
ración del estofado del día y se sentaba en una esquina a comer en
silencio. Lo cierto era que llamaba la atención en medio de aquella
asamblea de groenlandeses y escandinavos. Tendría mi edad, más o
menos —dato que nos convertía en los más jóvenes, sin contar a
los niños—, y la piel oscura, fruto de una mezcla de sangres
africana y europea. La excesiva cantidad de ropa de abrigo que
llevaba casi le impedía moverse. Tras apurar su plato, se acercó a
Hojsgaard enarbolando una grabadora, le hizo algunas preguntas que
este respondió con muchos aspavientos, asintió y regresó a su
rincón solitario, se habría dicho que a observar a los demás.
También a mí. Picado por la curiosidad, me incliné hacia
Kristiansen e inquirí:
—Y
ese chico, ¿quién es?
—Yankee,
amigo —afirmó, arrastrando la palabra de manera peculiar—.
Escribe sobre bailarines. Raro trabajo, escribir. No es trabajo
verdadero.
De
nuevo procuré conectar el traductor simultáneo. ¿Un escritor
estadounidense, si no había entendido mal? ¿Y escribía sobre las
luces? Pues sí que habían llegado lejos los cotilleos sobre el caso
de esa cría... Era difícil de creer. Quizá fuera todo un
malentendido y estuviese con los de las prospecciones, o quizá se
tratase de un turista perdido. En cualquier caso, los tragos con mi
compañero de mesa me envalentonaron para plantarme ante él y
averiguarlo yo mismo.
—Llegué
ayer y no nos hemos presentado —le dije en mi mejor inglés—.
Hola, soy Magne Vestergaard.
Tuvo
que girar el cuello para mirarme. Tampoco le di otra alternativa,
porque mi estatura y mi mano extendida le tapaban toda la vista. Por
mi parte, eché una buena ojeada a aquel rostro tan interesante, cuya
fina estructura ósea se delineaba bajo la piel broncínea. Aún
recuerdo con nitidez el impacto que me causó el color miel de sus
ojos; su claridad los hacía resaltar en el conjunto oscuro que
componían el resto de sus facciones.
Tras
finalizar su propio escrutinio e ignorar mi gesto de saludo, me lanzó
una respuesta.
—Sylvian
Dufrêne.
—¿Estadounidense?
Eres el primero que me encuentro. ¿De qué parte? Ah, perdón, yo
soy de Dinamarca, recién venido de Copenhague.
—Luisiana.
—Luisiana,
vaya... Si para mí hace frío, para ti esto debe ser el infierno de
hielo. ¿Estás aquí por trabajo, como yo? —No reaccionó—. He
oído que escribes. No quiero que pienses que soy un cotilla, pero lo
encuentro interesante y...
—Buenas
noches.
Mi
quasimonólogo concluyó de manera abrupta, con una huida en toda
regla. Y nada amable, si he de ser sincero. Mientras meditaba sobre
yankees
bordes y geofísicos copenhaguenses
con la lengua demasiado larga, mi nueva admiradora me tiró de la
manga y me pidió que le contase mi vida y milagros, interrumpiendo
el curso de mis pensamientos hasta bien avanzada la noche. Claro que
tampoco lo reanudé más tarde. En cuanto regresé a casa, un tanto
achispado por la bebida, caí de nuevo en estado comatoso hasta que
mi despertador me recordó que no estaba allí por placer. Diablos,
¿y quién podía estarlo?
Por
duro que pintase el cuadro de Aappaluarpoq
y sus alrededores, lo cierto era que nunca había contemplado nada
tan impresionante. Tuve oportunidad de comprobarlo a la mañana
siguiente —por llamarla de alguna forma—, durante el paseo al
emplazamiento de mi estación de trabajo. Kristiansen
poseía un trineo con ocho magníficos perros de Groenlandia, a los
que entregué en el acto mi afecto incondicional y una sesión de
rascado tras las orejas. Desplazarse con ellos sobre aquellas
planicies heladas, con el ocasional peñasco o bloque de hielo
rompiendo la monotonía blanca, divisar a lo lejos las siluetas
tortuosas de las cavernas y del glaciar... Fue una experiencia
mágica. Lamenté carecer de luz solar para apreciar los matices de
color del hielo, aunque he de decir que el cielo en penumbra y
encapotado aportaba su propia paleta. A través de los jirones de
nubes negras asomaba el índigo más intenso e uniforme que había
visto jamás.
Me
sentí muy pequeño y aislado en la colina donde se levantaba la
caseta
que acogería los equipos de medición. Sabía que, de haber sido
verano, habría apreciado el conjunto de casas en la distancia, pero
la falta de sol me obligaba a trabajar con iluminación artificial y
su radio de alcance era escaso. Todo lo que me ofrecían las
inmediaciones eran bultos, relieves poco definidos y kilómetros y
más kilómetros de soledad pálida. Aproveché las dos únicas horas
de día para hacer un millón de fotos, más o menos. Cuando
Kristiansen vino a por mí, después de revisar algunas de sus
trampas, realicé las tareas para las que el protocolo de seguridad
exigía estar acompañado —básicamente, hacer equilibrios en la
escalera hasta alcanzar la cima de la estructura—. Luego cargué
los datos en mi ordenador, rasqué otras cuantas orejas caninas y
salté al trineo, de vuelta a mi caja de zapatos con calefacción.
Aquella
noche no escapé a mi destino: mi guitarra me acompañó a la sala
comunal, y no para quedarse en su funda. Ya
me habían
advertido que era difícil
negarse a entretener a los demás
en las comunidades pequeñas, así que tuve que interpretar algunos
temas de mi repertorio, en su mayoría británicos de los sesenta y
setenta. Y cantarlos, por todos los dioses, menudo papel. Mi ex solía
decirme que tenía una voz dulce y melódica, aunque no sabía si
debía creerla; después de todo, era la misma persona que me había
prometido amor eterno, ¿no?
Justo
en ese instante de autocompasión, el señor Sylvian
Dufrêne
y su parka inmensa se hicieron visibles en su esquina querida. Para
ser tan poco hablador, no se privaba de escucharme, según pude
comprobar. Estuvo atento mientras perpetré las estrofas de Velvet
Goldmine,
y habría jurado que marcó el ritmo con el pie ante mis versiones de
And
You and I y
Wish
You Were Here.
Mi ojo espía notó que un par de personas se le acercaron y él negó
con la cabeza en ambos encuentros, y que despachó otro intento de
conversación con igual derroche de diplomacia que el empleado
conmigo. ¿Significaba eso que el problema no era yo, sino la natural
insociabilidad del caballero sureño?
Otra
velada más de aislamiento voluntario confirmó mis suposiciones.
Dufrêne no había ido a hacer amigos, pero, entonces, ¿por qué se
reunía cada noche con los demás? ¿Por qué no permanecía en su
casa? Era evidente que le gustaba la compañía. Por más que no
participase en las charlas, siempre las seguía en silencio, y en dos
o tres ocasiones lo había sorprendido ayudando a los chavales con
los estudios. Puede que la causa fuese su curiosidad de escritor, si
de verdad lo era. Yo, por mi parte, sí que me sentía curioso, y le
echaba ojeadas discretas para tratar de descubrir nuevos fragmentos
de su extraño carácter.
Fue
en ese punto donde empecé a cuestionarme qué diablos estaba
haciendo. «Vamos, Mags», me decía a mí mismo, «no es que lleves
cuatro meses en un barco pesquero y te pongan cachondo hasta los
peces sierra. Aunque aquí solo haya señoras casadas de cuarenta y
tantos para arriba, o crías, han transcurrido tres días, tres
puñeteros días, y ya estás marcando a otro tío. ¿De qué narices
vas?». No era el elemento homo lo que más me preocupaba. Ya me
había pasado al campo de la física
experimental
con varones, una vez cuando tenía quince años y otra en la
universidad, y el mundo no había dejado de girar ni yo había
entrado en combustión espontánea. Mis auténticos reparos se debían
a las secuelas de mi única relación larga y..., bueno, a constatar
que no había hecho mi elección de género, sino que seguía
cruzando alegremente de un campo
a otro. Y en un poblado enano en medio de la nada, donde nadie
aspiraría a pasar desapercibido, con un chico que debía ser hetero,
por lo que sabía. O asexuado.
La
siguiente jornada nos trajo las últimas luces que veríamos antes de
la larga noche de invierno. Me habían dicho que los groenlandeses se
congregaban para decirles adiós, en un evento no tan vistoso como
las ceremonias inuit de bienvenida, pero sí solemne y sentido. Acudí
con los demás a la explanada frente a la casa comunal. No conocía
sus fórmulas de despedida, ni sus canciones; me limité a quedarme
de pie y a dejar que los rayos fantasmas muriesen sobre mis párpados.
El azul nocturno se apoderó de aquel cielo que, por una vez, estaba
despejado.
Él
también se hallaba allí, apartado igual que siempre, ante la puerta
de un edificio rojo y verde. «Al fin descubro dónde vives», pensé
yo. El acontecimiento debía haberlo sacado de improviso de su salón,
dado que no llevaba la tonelada de ropa que solía, y los hombros le
temblaban bajo el jersey blanco. Quise acercarme a mirar de cerca, lo
reconozco. Lo habría hecho de no ser porque la esposa de uno de los
groenlandeses se acercó a toda prisa al lugareño más viejo y le
espetó unas cuantas frases alteradas. Su marido, tradujo alguien, no
regresaba de su expedición de caza, y se aproximaba una tormenta por
el nordeste.
El
plan de ir a beber para consolarnos por la larguísima noche se fue
al traste. Algunos propietarios de trineos organizaron una partida de
búsqueda, a la que pretendió unirse uno de los sudafricanos al
descubrir que su compatriota tampoco estaba donde debiera. Poco
después salieron en la dirección de la tormenta, preparados para
arriesgarse cuanto pudieran y traer a su compañero. Los que nos
quedamos atrás escrutamos el horizonte con preocupación. También
el rostro de Dufrêne
asomaba por la ventana de tanto en tanto, compartiendo el sentimiento
general aun sin participar en los intercambios de cotilleos.
La
madrugada trajo novedades. Para empezar, hizo reaparecer al
sudafricano perdido, que simplemente se había quedado durmiendo la
mona en el altillo del almacén y no le había dicho nada a nadie.
Por lo visto era experto en esfumarse y poner de los nervios a sus
camaradas. Aparte del resfriado y la bronca que recibió, la cosa no
pasó a mayores. Lo más importante, sin embargo, fue el retorno de
los buscadores con el cazador extraviado. Su odisea suscitó muchas
preguntas que él apenas supo contestar, dado el estado de
aturdimiento en el que se encontraba. Relató que había resbalado
por una ladera traicionera, que se había golpeado la cabeza y que no
recordaba muy bien lo sucedido después, salvo el hecho de perder el
sentido de la orientación en medio de una densa neblina blanca.
Debía haber caminado en círculos, según atestiguaban los doloridos
músculos de sus piernas. Lo más pavoroso, confesó, había sido el
bailarín
de luz.
Cuando se manifestó, suspendido en el aire como un ascua flotante,
experimentó el terror de las viejas leyendas y corrió en sentido
contrario, temiendo que fuese un espíritu enviado a robarle el alma.
El bailarín lo siguió y luego lo adelantó y le cortó el paso para
que variase la ruta de huida. Varias ojeadas ansiosas por encima del
hombro le confirmaron que siguió persiguiéndolo durante un buen
trecho, hasta que ejecutó otra de sus temibles danzas para hacerlo
cambiar de dirección. Tropezó, se raspó la mejilla sobre el
hielo... Al final escuchó ladridos de perros y vislumbró en la
lejanía, entre la bruma, el brillo inofensivo de los faroles.
—Bailarines,
bailarines, luces guía —murmuraron algunas personas de la sala—.
Igual que Hojsgaard
y la chiquilla de Piita.
—Escapabas
de ello cuando te estaba mostrando el camino. Eres un desagradecido y
has tenido suerte de que no te dejase por imposible —dijo otro.
—O
sufriste un delirio sugestionado por las otras historias —apuntó
un ingeniero de las prospecciones.
Las
diferencias de criterio provocaron un animado coloquio entre los
congregados. Fue el momento que eligió uno de los rescatadores para
dar su golpe de efecto:
—Yo
sí que distinguí una chispa luminosa a espaldas de nuestro amigo,
un destello que se perdió en el umbral de la tormenta. Pensé que
mis ojos me jugaban una mala pasada, pero ahora que él lo
menciona...
El
volumen de los cuchicheos se elevó. El ingeniero lanzó un resoplido
escéptico y puso los ojos en blanco. Fue muy curioso porque nunca
había visto un gesto así en directo, solo en películas.
—Un
fuego fatuo o una luciérnaga —ironizó—. Ambas cosas muy comunes
por estos parajes, sí, señor.
Luciérnagas...
La sensación de haber escuchado ya la historia volvió a apoderarse
de mí. Seguía sin darle crédito, claro, dado que imaginar un
insecto de clima cálido revoloteando durante el invierno ártico era
bastante absurdo. No obstante, estaba seguro de que había leído
algo al respecto en una página Web. Decidí realizar una búsqueda,
si bien mi cansancio acumulado me impulsó a dejarla para el día
siguiente y a ir derecho a mi camita.
Cuando
me dirigía a ella, a paso de zombi, capté la imagen de Sylvian
Dufrêne
abandonando su casa con cierto objeto en la mano. Aposté que había
salido con su grabadora a cazar a la nueva víctima de los bailarines
y sacudí la cabeza. Aunque al pobre tipo no iba a hacerle gracia el
acoso nocturno, no cabía duda de que el caballero sureño era
concienzudo con sus investigaciones.
A
la mañana siguiente todos seguían hablando del acontecimiento de la
víspera. Yo llegaba tarde a mi transporte con Kristiansen, por lo
que hube de correr con el equipo y dejar los chismorreos para
después. Se me hizo raro trabajar todo el rato bajo aquella
oscuridad extraña, notando en los huesos el frío de las
temperaturas que descendían cada vez más. Era uno de esos días en
los que habría preferido quedarme en el sobre
y taparme hasta la coronilla, o sentarme al calor de la sala comunal
—donde estaría la mayor parte de la gente— con una enorme taza
de café groenlandés.
En lugar de eso, mi yo sensato acudió a helarse el culo para recoger
los datos de los sensores. Sí, ser un chico responsable podía dar
mucho asco.
Mientras
regresábamos en el trineo comprobé que no era el único tontaina de
la región, porque una figura solitaria caminaba a poca distancia,
tras el haz tambaleante de su linterna. Me llevé una sorpresa en
cuanto aflojamos la marcha y distinguimos los ojos de Sylvian
Dufrêne
al otro lado de la rendija de su capucha. Cojeaba; mi saludo y mi
interés al respecto recibieron la escueta explicación de que había
resbalado sobre el hielo al salir a tomar algunas fotos.
En
el trineo cargado de equipo no había espacio para todos, pero yo era
un hombre sensible y comprometido —y salido a niveles de un
pescador de gran altura, no lo olvidemos—, así que le ofrecí mi
hueco tras sugerir a Kristiansen que iría a pie junto a ellos.
Dufrêne casi se escandalizó por el ofrecimiento: adujo que no me
quitaría el asiento, que el poblado estaba cerca, que no le dolía
tanto... Por desgracia para su herido orgullo, yo había sido testigo
de sus andares de pato torturado y no admití ninguna réplica. Lo
empujé al trineo, le coloqué la pierna en alto y proseguí el viaje
como si nada, a la espera de que mi guía encontrase un tema de
conversación que rompiese aquel silencio tan incómodo.
El
estadounidense no abrió la boca hasta que nos detuvimos ante su
puerta, donde me oyó pedir a Kristiansen que se hiciese cargo de mis
chismes en tanto yo lo ayudaba a entrar. De nuevo hice oídos sordos
a sus protestas y le serví de apoyo —tarea sencilla— durante su
trayecto de saltitos hasta la entrada. Y claro, allí ya no tuvo los
redaños de echarme, y yo aproveché la vía libre a su santuario
para curiosear un poco. No sé por qué, me esperaba un cuchitril más
espartano, y no semejante acumulación de pósteres de bosques,
praderas verdes, riachuelos bajo el sol y portadas de discos
firmadas. También exponía unos pocos recuerdos de diferentes partes
del mundo, ya fuesen los típicos escarabeos
de Egipto, una réplica en miniatura de una espada china o una
colección de anzuelos de pesca. A la vista de sus gustos, ¿qué
podía habérsele perdido en una enorme roca cubierta de glaciares?
Ahí fue cuando me centré, para no dejar que mi metedura de narices
fuese demasiado evidente; lo acomodé en uno de los dos sillones de
la sala de estar, le coloqué un taburete bajo la pierna y le
pregunté si tenía —ja, ja— hielo.
—No
te preocupes, ya has hecho mucho por mí —respondió. Aquella era
la frase más cordial que le había oído pronunciar—. Tendrás
asuntos de los que ocuparte, tu equipo...
—Ya
lo hace Kristiansen, es un buen tipo. Escucha, déjame echar un
vistazo. Si pinta mal, llamaremos al doctor del grupo de las
prospecciones y, si no, le pondremos un poco de hielo. Es decir, si
no quieres que llame a un amigo o...
—No,
prefiero no molestar a nadie. —O, dicho con otras palabras, «no
tengo amigos».
—Pues
entonces te serviré yo.
Y,
con esa determinación que había demostrado desde el principio, le
saqué la bota entre un aluvión de débiles protestas, le bajé los
dos pares de calcetines y examiné su tobillo. Así, a primera vista,
me costó distinguir si estaba muy hinchado. Tuve que descalzarle el
otro pie para hacer comparaciones y concluí que la hinchazón, si
bien notable, no era muy preocupante. Aquellos sí que eran unos
huesos finos. Volé a por mi botiquín y le traje un medicamento
tópico, junto con el material para improvisar un vendaje de
compresión. En mi ausencia, él se había quitado el abrigo y dos
capas de ropa, revelando que el resto de su anatomía hacía juego
con la delgadez de sus tobillos. El misterio de aquella parka perenne
y de lo ligero que me pareció al sujetarlo, a pesar de su no poca
altura, quedó desvelado al fin.
Mis
primeros auxilios fueron eficaces. Él se fijó en su pie vendado e
hizo amago de girarlo, lo que le valió una reprimenda silenciosa por
mi parte. Luego se me quedó mirando con esos ojos claros. Admito que
me hipnotizó durante unos pocos segundos. No era un ligón lanzado,
y menos tras mi último fracaso sentimental, pero he de confesar que,
si me hubiese pillado en la universidad con unas cuantas copas,
habría hecho algo más que mirar.
—¿Quieres
un café? —Su pregunta me salvó del bochorno.
—Claro,
aunque lo prepararé yo, por descontado, si no te importa que husmee
en tu cocina.
Asintió.
La cocina no poseía la personalidad de su salón y me limité a
preparar una cafetera sin causar estropicio. Tampoco almacenaba gran
cosa, una probable causa de su delgadez y una mala idea en un lugar
donde se precisaban muchas calorías para conservar la temperatura
corporal. Le tendí una taza humeante y él la sostuvo con las dos
manos, disfrutando el calor sobre la piel.
—Muchas
gracias —murmuró, con su musical acento inglés—. Por todo.
—Bah,
ha sido poca cosa. —Dejé que notase mi interés en su ordenador,
la cámara de fotos y algunos libros que rondaban por allí—. Oye,
¿es cierto que escribes? Eres... ¿reportero, o bloguero, o algo
así?
—Escribo
para un periódico online
de Lafayette —admitió, tras un largo sorbo.
—¿Lafayette?
Ah, Luisiana, no lo he olvidado. ¿Y qué te trae a este frigorífico
pegado al Polo? He oído algo de... ¿luces?
—Luciérnagas.
No es ningún secreto, entrevisto a quienes han sido testigos. Esta
mañana quise sacar fotos de la ruta que siguió la niña extraviada,
que es la única a la que podía acceder a pie. Mala elección.
—Sí,
he escuchado algo antes. ¿Qué es eso de las luciérnagas?
Dufrêne
encendió el portátil y buscó entre sus ficheros, resignado a
contarme lo que sabía. Yo tenía la impresión de que no le hacía
mucha falta, que conocía las historias de memoria.
—Hace
siete años, una pareja se perdió en un bosque de Nebraska.
Encontraron el camino de vuelta ayudados por una luz que
identificaron como una luciérnaga. Nadie les prestó atención,
porque, aunque no era el hábitat natural ni la época de esos
insectos, había una docena de explicaciones lógicas disponibles. Lo
inusual fue que la situación se repitió dos semanas más tarde, con
un observador de pájaros, y otros diez días después, con el hijo
menor de unos excursionistas. Todos contaron versiones similares y
las autoridades dedujeron que se habían inspirado unos en otros,
cuando ninguno admitió saber nada de sus predecesores. Aún se
produjeron otros dos casos más, antes de cesar por completo. Salvo
que no cesaron. Meses más tarde se escucharon varios reportes
similares en Alberta, Canadá, y, tras un nuevo paréntesis, en
Brasil. Y después en Egipto...
—¡Ya
lo recuerdo, las luciérnagas del desierto! —Me palmeé la frente,
rememorando lo que me reí al leer sobre las barbaridades biológicas
que se inventaba el personal—. Lo he tenido en la punta de la
lengua desde que llegué. ¿De verdad has investigado sobre todos
esos extravíos? ¿In
situ?
—Cuando
me ha sido posible. Los filtros de búsqueda en Internet me ayudan a
recopilar datos desde el momento en que se producen, y estoy en
condiciones de desplazarme hasta allí y cubrir las noticias muy
rápido.
—¿Y
quién se los toma en serio hasta el punto de pagarte por recorrer el
mundo y...? Perdona, no quería ser grosero ni mucho menos, es que me
resulta difícil de creer. —Hice un gesto de disculpa al percibir
los muchos matices de... ¿reproche? de su mirada—. Tiene pinta de
alucinación colectiva, de cadena de embustes o de algo por el
estilo. Las luciérnagas no medran en medio del desierto y, desde
luego, tampoco lo hacen en los glaciares groenlandeses. Y yo soy
estúpido al mencionar algo que conoces de sobra.
—¿Piensas
que mienten? ¿Que no ven lo que cuentan, sino que se lo inventan
aposta o involuntariamente? —No se lo veía enfadado; más bien
mostraba la calma de alguien que ha mantenido cien veces la misma
discusión—. Ayer, sin embargo, dos hombres distintos y dueños de
sí mencionaron el incidente con descripciones paralelas. Y no eran
del tipo que permanece ante un ordenador, en sus horas muertas,
curioseando en páginas de sucesos.
—No
hay que menospreciar sus supersticiones ni el alcohol, ejem. Admito
que es una casualidad —añadí muy deprisa. Por nada del mundo
habría querido demostrar que me tomaba a la ligera su trabajo—.
Vaya... es increíble. ¿Llevas con esto desde Nebraska?
—Fue
mi toma de contacto.
—Pero
debías ser un chaval. ¿Te podías permitir viajar tanto? ¿Con los
gastos pagados?
—El
periódico publica mis artículos. Y... es un interés en parte
personal, lo reconozco. Tengo mis medios para financiarme.
Su
actitud reservada e incómoda desinfló, por el momento, mis ganas de
indagar más. Era mejor no cerrarle la boca, ahora que había
conseguido que la abriese.
—¿Desde
cuándo llevas aquí? —inquirí, en cambio.
—Llegué
una semana después de que se produjese la primera desaparición, la
de la niña.
—¡Qué
velocidad!
—Necesité
muchos transbordos.
—¿Y
cómo te enteraste tan rápido?
—Gracias
a mis filtros. Los de las prospecciones se aburren y publican todo
tipo de comentarios, todo el rato, para muchos de sus contactos.
Admito que me costó descifrar lo de los «bailarines luminosos».
—¿Hablas
danés,
para entender sus cotilleos? —Le lancé una ojeada maliciosa—.
Entonces podemos dejar de lado mi indigno inglés, ¿no? ¿En cuántos
idiomas están esos filtros tuyos?
—En...
unos treinta y siete —respondió, tras un rápido recuento de sus
notas—. Y no, lo siento, tendrás que ceñirte a tu indigno inglés.
—Me
lo temía. Dime, ¿cuál es tu interpretación de esas luces que
tanto te interesan?
—¿Qué
más te da, si no crees en ellas? Además, ya he respondido mucho por
ahora, es mi turno de preguntar. ¿A qué te dedicas tú en esa
caseta?
—Mediciones
geomagnéticas. —Afloró la cara que siempre ponía la gente cuando
no sabía muy bien de qué hablaba—. Mide variaciones en el campo
magnético. Aunque el observatorio principal está en Qaanaaq,
mis superiores han decidido instalar un medidor de campo en este
punto debido a ciertos registros fuera de la escala que se recogen
periódicamente, no se sabe muy bien por qué. Hay quien dice que
todos esos geólogos rondando por aquí tienen que estar
relacionados. Yo no lo creo, pero como soy un novato recién
doctorado he de echar la cremallera y obedecer.
—Variaciones
en el campo magnético... —Se quedó pensativo un buen rato. Luego
reparó en que, hola, no me había ido—. Y doctorado en... ¿Física?
—Tranquilo,
solo hablo de magnetómetros cuando me insisten, presumo de una
razonable capacidad para ir de fiesta y beber alcohol, me interesan
algunas aficiones estándar y no soy un virgen frustrado, dato que
podrán confirmarte mis múltiples, eh, conquistas. No soy un friki
raro. No mucho.
Sonrió
y abatió los párpados sobre esos ojos dotados de vida propia. Se
conciben pensamientos al borde de lo criminal cuando eres más alto y
más ancho y tu víctima tiene una pierna rígida, doy fe de ello.
Por fortuna para ambos, mi cerebro seguía funcionando al cien por
cien de sensatez.
—Debes
estar fastidiado por no haber podido quedarte en Qaanaaq.
Aunque sea un chiste si lo comparas con Copenhague, es mejor vivir
con las comodidades de un iglú que con las de un agujero en la
nieve.
—Supongo.
Pero mi caseta está aquí, y tus... luces también, y habrá que
resignarse, ¿eh?
—Sí.
Habrá que resignarse.
***
Después
de aquella primera aproximación no le permití recular y refugiarse
de nuevo en su parka gigante. Y vaya si lo intentó, el muy
desgraciado. En el instante en que lo vi cojeando hacia la sala
comunal a por algo de cena, en lugar de aceptar mi ofrecimiento para
acompañarlo o llevarle un plato a domicilio, supe que lo de antes
había sido un arranque de debilidad del que se arrepentía. Lo
remedié rápido con una reprimenda por su tobillo y un traslado que
no admitió excusas, e incluso le puse la bandeja en la mesa y un
antiinflamatorio. Luego lo dejé a su aire y me retiré, para que no
sintiese que lo acosaba en público. Aparte de responder a varias
preguntas corteses sobre su tobillo, quiso la providencia que la
estrella de la noche siguiera siendo el extraviado y no lo abrumasen
con atención no deseada. Estaba agradecido, lo notaba en sus ojos.
Correspondía a cada amabilidad con una mirada cálida y también a
mí —eso no fue capaz de esconderlo— me llegaron algunas, en
especial cuando interpreté a la guitarra Shake
Your Hips,
de Slim Harpo, el único tema familiar de los álbumes que tenía
colgados en la pared. Gracias a Newton no se lo tomó como una
indirecta y perdonó el indiscutible aroma a Rolling Stones que
desprendía mi versión.
Al
regresar a casa confesó que la torcedura le dolía bastante, lo cual
me sirvió para sacarle la promesa de que no lo forzaría y me
dejaría echarle una mano. Mi rutina era sencilla: a primera hora le
acercaba el desayuno y el almuerzo, después atendía mis deberes y
luego, cuando volvía, lo ayudaba a llegar a la sala usando el
trineo. Por cierto que se terminó el ocupar mesas diferentes. La
comunidad asistió, ceja en alto, al espectáculo que era Dufrêne
cenando acompañado. Y la tercera noche, el osado Magne Vestergaard
en el que yo me había convertido se autoinvitó a su casa, con una
bolsa de pescado y verduras —a precio de oro— para cocinar. Entre
los dos reuníamos el Kahlúa, el whisky
y
el Grand Marnier, y yo llevaba nata; no faltaría el café
groenlandés de postre.
Para
él fue un número de prestidigitación verme manejar el cuchillo con
dignidad. Debía estar acostumbrado a tirar del microondas y del
comedor, mientras que yo siempre había sido el cocinillas de mis
relaciones. Me sería difícil olvidar la expectación de su cara al
ver aquel banquete principesco, servido por un tipo que acababa de
revisarle el vendaje del tobillo. Tomamos cerveza, charlamos, me
permití bromear..., y pude ver, al fin, la auténtica cara de
Sylvian
Dufrêne.
No la del extranjero arisco que se aislaba aún más en el rincón
más aislado, sino la del chico inteligente y curioso, siempre
dispuesto a escuchar pese a ser, él mismo, una fuente de anécdotas
que había debido moverse a lo largo de muchas franjas horarias. La
ineludible pregunta sobre el porqué de ese comportamiento no dejaba
de morir una y otra vez en mis labios.
—Comes
como una dama sureña encorsetada —me burlé. La calefacción alta
lo había hecho librarse de sus capas de ropa y el relieve de las
costillas se le dibujaba bajo el jersey.
—¿Y
qué sabrás tú de damas sureñas? ¡Eh, deja de llenarme el plato!
—No
me he partido los cuernos a trabajar para que haya que tirar comida.
Aquí hay que criar grasa, igual que las focas, y más con el índice
de extraviados que hay por la zona. Con luciérnagas o sin ellas, da
que pensar.
—Claro.
—Sonrió con cierta melancolía y pescó un trozo de cangrejo—.
Vestergaard,
he estado pensando en eso que me contaste, lo de las irregularidades
magnéticas.
—¿Sí?
—No entré en tecnicismos. A nadie fuera del gremio solía
agradarle.
—¿Tú
crees que pueden tener algo que ver con la gente que se pierde?
Quiero decir... Hay animales que se orientan con el campo magnético,
¿no?
—Sííí...,
cuando están biológicamente preparados para ello, lo que no es el
caso de la... gente. De todas formas, el efecto que el campo tiene en
los organismos humanos se ha debatido con amplitud porque no hay
hechos concluyentes. En este caso lo considero improbable. Supongo
que no dispondrás de datos estadísticos de las localizaciones donde
se han producido esos fenómenos.
—No,
no se me había ocurrido algo así hasta ahora. Si te doy una lista
con los lugares exactos y las fechas, ¿tendrías medios para
comprobarlo? —Me miró, esperanzado. El Gato con Botas no lo habría
hecho mejor, y lo gracioso era que ni siquiera lo pretendía.
—Por
supuesto, consultaré las bases de datos de otros observatorios. Eso
sí, no te hagas muchas ilusiones; lo más probable es que pocos
puntos de tu lista entren en áreas cubiertas. Además, seguirías
sin explicar lo de las luciérnagas. Aceptando que no sea una
alucinación colectiva o el poder de la sugestión, no se me ocurre
ningún fenómeno que atraiga a esos bichitos y los haga servir de
guías. Y menos en medio del hielo.
—No
te pido que lo creas. Tampoco eres el primero que se burla.
—No,
no, no me burlo. Ha
de haber algo para que decenas de personas hablen sobre ello y tú lo
persigas por medio mundo. Tendré los ojos abiertos y, en cuanto lo
vea...
—Nunca
desees verlo. —Su tono se endureció—. Significaría que tu mente
se ha sentido tan confusa que te ha llevado por un camino
desconocido, aun habiendo estado en él mil veces; que vas a
reaccionar enloqueciendo o atemorizándote; y, que, si aún conservas
el tipo después de eso, terminarás perdiéndolo ante la luz. He
hablado con muchas de las víctimas, lo sé muy bien.
—De
acuerdo, de acuerdo —aseguré, conciliador—. Llevas años
estudiándolo, ¿por qué crees que sucede?
—Lo
ignoro. Es como si algún tipo de extraña perturbación afectase a
una zona, y luego, al cabo de un tiempo, se trasladase a otra parte
del globo. Si te digo la verdad, esta teoría me resulta la menos
absurda de todas las que he barajado.
—Pero
¿luciérnagas guías? ¿De dónde salen?
—No
todos han descrito el fenómeno usando esa palabra. Hay que tener en
cuenta que muchos no se acercan lo suficiente para saber qué es el
fulgor. Ya has oído las versiones locales.
—Porque
no han visto una en su vida. Te hablarán de espíritus, de
difuntos... Lo gracioso es que, sea lo que sea esa perturbación,
trata de enmendar sus consecuencias usando un método bien original.
Tal vez el estado mental que causa la desorientación produce
alucinaciones visuales. —No respondió—. ¿No has descubierto
puntos de conexión entre unas áreas y otras?
—No.
Debo ser el peor investigador del mundo, me centro en las personas
perdidas y sus historias y descuido el resto. Es inexplicable y...
absurdo, y me frustro, siempre me frustro, y...
Se
lo veía tan amargado que le puse una mano tranquilizadora en el
hombro. No retrocedió ni se tensó; simplemente echó una ojeada a
mis dedos y, al torcer el cuello, su mejilla los rozó con suavidad.
¿Sentía entonces los mismos impulsos que yo? «No, estúpido», le
escupí a mi propia mente. «Sigue hablando, sigue hablando para que
no note tu mirada de oso polar hambriento. Sigue hablando o...
cállate.»
—Es
una tarea muy absorbente para una persona sola. Tantos años
viajando, persiguiendo luces... ¿Por qué es tan importante para ti?
Se
quedó un momento en silencio, con la duda reflejada en su expresión.
Y no sé si fue debido a la confianza que había conseguido
inspirarle o al simple hecho de que iba por la cuarta cerveza, pero
empezó a girar la botella sobre el hule y confesó:
—Perdí
a alguien cuando era un chaval. Se extravió en circunstancias
similares y nunca regresó, y yo siempre he querido saber... Imagino
que quiero saber por qué lo que ayuda a otras personas no estaba
allí cuando la que era importante para mí lo necesitaba.
—Son
situaciones inevitables, no deberías seguir martirizándote. Tú no
tienes la culpa ni puedes hacer ya nada para cambiarlo. ¿De quién
se...?
—Tienes
razón, no me apetece seguir hablando de eso. —Su humor se
transformó de manera radical—. Hacía tiempo que no comía tanto y
mi tobillo está mucho mejor, eres un gran tipo. ¡Deberíamos
pasarlo bien! ¿Preparamos ese café groenlandés del que me
hablaste?
—Faltaba
más.
Despejé
la mesa, mezclamos el Kahlúa y el whisky,
luego añadimos el café y, a continuación, extendimos la capa
superior de nata y el Grand
Marnier
para prender. Antes de provocar la típica llama, sugerí que
bajáramos las luces y ambientásemos con un poco de música.
—Claro,
Vestergaard,
pon lo que prefieras de la carpeta del portátil —ofreció.
—Si
soy tan gran tipo, empieza por llamarme Magne, o Mags.
Me
acerqué a su escritorio a curiosear entre sus archivos. Tras una
ardua deliberación, dejé que sonase el Communiqué
de Dire Straits. Sin embargo, antes de volver a mi asiento reparé en
un puñado de folletos turísticos, entradas y fotos viejas que había
dejado junto al portátil. Fueron estas últimas las que atrajeron mi
curiosidad, porque en una de ellas aparecía una achispada versión
de Dufrêne con una botella en una mano, una nuca en la otra y —esto
era lo más llamativo— una boca pegada a la suya; de otro chico. Me
asaltó el presentimiento de que aquel aparente descuido no era tal,
que él había querido que la encontrase, como si pretendiese
comprobar mi reacción. La suya, según espié por el rabillo del
ojo, era de completa calma, casi indiferencia. Regresé a la mesa,
convencido de que dos podían jugar a no inmutarse, y prendí el
licor caliente sobre la nata. Una hermoso fuego azul onduló durante
unos instantes, igual que una aurora boreal en miniatura sobre la
nieve.
El
líquido, dulce y espeso, caldeó nuestros estómagos y me encendió
las mejillas. Por extraño que parezca, yo no pensaba en nada
concreto mientras bebíamos. Es decir, sí que tenía mil imágenes
en mente, si bien eran caóticas y me hacían saltar de una idea a
otra en cuestión de segundos: Dufrêne con otros hombres; Dufrêne
lanzándome indirectas; él, y yo, y aquel sillón viejo a nuestras
espaldas, después de apartar los cojines de un manotazo... Creo que
nos servimos una segunda ronda. Creo también que alternamos con
vasos de whisky y reímos nuestras mutuas ocurrencias, cada vez más
bebidos, hasta que cruzamos al estadio donde se deja de estar
achispado y los sesos se van convirtiendo en una esponja empapada.
Llamas de licor quemado brillaban en sus ojos mientras el resto de su
cara quedaba en sombras. De repente, las llamas se acercaron más a
mí, y su dedo pulgar se deslizó sobre mi labio inferior con una
lentitud, una suavidad y una... lascivia
que me dejaron pocas reacciones posibles.
—Tenías
un poco de nata —susurró.
Tal
vez no mintiese. Lo único real fue que me arrastró a su sofá, se
arrodilló entre mis piernas y me bajó la cremallera de los
pantalones. ¿Días y días fantaseando con ese momento..., y tenía
que estar borracho hasta el punto de verlo todo triple? No me
engañaba; era muy probable que, de haber estado sobrios, no
hubiésemos llegado a aquello. Aun así, el recuerdo silencioso —la
música ahogaba nuestras voces— se grabó a mucha profundidad en mi
memoria: su cabeza subiendo y bajando, ocultando los manejos de una
boca nada inexperta; la presión de sus labios, el tacto húmedo...
Aunque el alcohol retardó mi reacción, no se detuvo hasta dejarme
frenético. Y expectante.
Tiré
de él y lo subí a horcajadas sobre mi regazo. Era alto, pero tan
ligero... Jadeaba al recobrar el aliento, y siguió haciendo, con una
leve sonrisa, cuando agarré su jersey y su camiseta y le ayudé a
pasarlos por los brazos. Mis dedos se deslizaron por su piel morena,
tirante sobre dos hileras de costillas bien pronunciadas, para seguir
desvistiéndolo. Él me imitó con la cara hundida en mi cuello, con
esa lengua que no paraba quieta lamiendo cuanto se ponía a su
alcance. Aún no acierto a comprender cómo nuestra torpeza nos
permitió desnudarnos, pero sé que acabé sobre él, rodeado por un
par de piernas flexibles y con otra ingle abultada bajo la mía.
Después de tanto tiempo, ¿recordaría la manera de hacer disfrutar
a un hombre? ¿Reuniría la sensatez necesaria para pescar el condón
de mi cartera, para improvisar un lubricante, para estar a la altura?
Un
sonido, un solo sonido, se elevó, al fin, sobre la música: sus
jadeos, acompasados con unos embates que no recuerdo cuándo
emprendí. Tenía los brazos estirados hacia atrás, los párpados
entornados, las mejillas ardiendo por primera vez desde que lo
conociera. Aun hoy, no encuentro palabras para describirlo. Los
labios llenos, al alcance de los míos, me hicieron divagar sobre la
imagen de esa fotografía comprometedora, y quise reclamar mi parte
con un beso desmañado y lleno de alcohol. Tengo la impresión de que
se resistió al principio, como si no quisiera derivar un polvo de
sofá en algo más íntimo. Por desgracia para él, yo era de los
sensibleros. Después de pasear la lengua por tantas partes de mi
cuerpo, ¿qué había de malo en que se diese una vuelta por mi boca?
La desgana perdió convicción; me correspondió con la misma
embriagadora soltura que mostraba para todo lo demás.
Fue
abrupto, sencillo, instintivo.
Fue
el mejor sexo que había tenido en años.
Amanecí
con el cuello doblado sobre el reposabrazos del sofá, una manta
hasta los ojos y un concierto de percusión en el cráneo. Él se
había escurrido de mi lado en algún momento de la noche. Estaba
sentado ante su ordenador y una taza de café, fingiendo que no me
había oído a pesar de que yo sabía que sí, y escribía con poca
concentración. El cabello aún más revuelto de recién levantado y
sus piernas delgadas, flexionadas sobre el asiento de la silla, me
trajeron reminiscencias jugosas de la noche —no, no había sido un
sueño, según atestiguaban mi ropa interior en la alfombra y un
sobre rasgado de preservativo— junto con el impulso de volver a
besarlo. Había hecho dos importantes descubrimientos: que no tenía
nada de malo cruzar de un campo
a otro y que, definitivamente, Sylvian
Dufrêne
no era hetero ni asexuado.
Yo
no era de los que pretendían que nada había ocurrido si la
situación se volvía incómoda. Me tapé las vergüenzas —nada de
lo que avergonzarse, por cierto—, me acerqué a él y le besé la
nuca. Si se arrepentía o no deseaba repetir, tendría que decírmelo
a la cara y apartarme, y yo no iba a concederle una rendición sin
lucha. Para mi sorpresa, no hizo nada de eso, sino que contuvo el
aliento ante mis acaramelados
buenos
días,
minimizó la pantalla y me ofreció algo de cafeína. De ningún modo
iba a conformarme con tan poco. Los aromas de mi posterior incursión
en la cocina lo sentaron en la silla para desayunar en serio, y a mí
me reportaron una cálida y agradecida sonrisa. Cuando volvió a
deslizar el pulgar sobre mi labio inferior —«Tenías un poco de
paté», afirmó esta vez—, sensaciones ya conocidas volvieron a
cosquillear en mi estómago.
—Gracias,
Sylvian.
—De
nada, Mags.