2016/02/29

UN MANTO DE LUCIÉRNAGAS: Primera parte








Mi primer contacto con Groenlandia me costó una jornada y media de vuelo, cuatro transbordos y un vapuleo inmerecido a mi razonable metro noventa y dos: casi treinta y seis horas de martirio, saltando de asiento angosto en asiento más angosto aún, para cubrir los 3.800 kilómetros que la separaban de Copenhague. Por suerte, mis compañeros de la universidad ya me habían puesto sobre aviso. Lo peor era que la diminuta ciudad donde acabé —un lugar llamado Qaanaaq, prácticamente la zona civilizada más al norte— ni siquiera era mi destino final. Aún tuve que esperar un par de horas para que acudiesen a por mí, a lomos de una moto de nieve a juego con los asientos de avión, y cruzar una amplia superficie de sobrecogedor paisaje helado. Y a oscuras, a pesar de que eran las cuatro de la tarde. Mi conductor me aconsejó, en un danés aceptable, que disfrutase los tres días con luz que quedaban antes de despedirnos del Sol hasta febrero. Sublime.

Muchos se preguntarían qué se me había perdido en el invierno ártico. Ni yo mismo lo sabía muy bien. Supongo que el cuerpo me pedía cambios, después de concluir un doctorado extenuante y descubrir que reanudar la convivencia con mi novia habría de asestarle el golpe de gracia a nuestra moribunda relación. Nada novedoso; la típica escena donde ella me reprochaba que era un lisiado emocional, que nunca le decía lo que sentía, que no me salía de mi programación para pasar tiempo juntos... Sonará a paradoja, pero el distanciamiento era lo que nos había mantenido unidos hasta entonces. Resumiendo, me había quedado solo y sin un lugar donde vivir y, cuando el departamento publicó lo de la vacante en el observatorio magnético de Qaanaaq, se me ocurrió la brillante idea. ¿Qué mejor proyecto para un geofísico sin vida social? En seguida llené una maleta con el ordenador, la guitarra y ropa de abrigo digna de la conquista del Polo, abandoné el apacible octubre de Dinamarca y acabé en este paraíso a veintitantos grados bajo cero. Para mejorar el plan, mi colega sénior del observatorio había decidido que sería yo quien montara y pusiera a punto una estación nueva al noreste. Adiós a las —dudosas— comodidades de una miniciudad con historia: mis habilidades mecánicas me habían hecho ganar un puesto de avanzadilla en un asentamiento de 200 habitantes, sin infraestructuras ni ubicación en el mapa, al que los groenlandeses de la zona llamaban Aappaluarpoq. Al final del trayecto ya no distinguía si me metían en una vivienda digna o en un agujero. Hice mi madriguera en algo parecido a una cama, cerré los ojos y caí fulminado en un segundo.

Las pocas horas diurnas del día siguiente las aproveché para pasar revista a mi nuevo hogar. Según tenía entendido, Aappaluarpoq se había formado a expensas de una compañía minera que realizaba prospecciones en el área, en busca de rubíes; el propio apelativo hacía referencia al color rojo. Para ser sinceros, no era mucho menos sofisticado que Qaanaaq. Seguía el modelo de construcción local, casas prefabricadas de colores con tejados a dos aguas, excepto unas cuantas que compartían la gracilidad de los contenedores de barco. Por dentro eran igual de sencillas. Mi casita típica de dibujo infantil tenía un salón dormitorio, una cocina, una habitación extra y un aseo —sin ducha—. Fuera había un pequeño cobertizo donde se guardaban el generador de gasoil y un depósito para el agua, o, más bien, los trozos de glaciar. ¿Por qué no había ducha? Por la misma razón que carecía de grifos. Los sistemas de abastecimiento no dependían de cañerías y canalizaciones, sino de unos repartidores muy atentos que acarreaban el combustible en bidones y el agua dulce en cómodos bloques congelados. Las maravillas del siglo XXI.

Las construcciones mayores estaban destinadas al almacén, al incinerador de basuras y a la casa comunal. Esta última se consideraba el centro social, por así decirlo. Aparte de un salón donde servir comidas, tocar música, bailar y reproducir maratones de películas, también disponía de otros magníficos servicios, como ordenadores con acceso a Internet —si la conexión no sacaba su lado temperamental—, lavadoras, secadoras, y varios baños donde disfrutar de una buena ducha caliente, en lugar de echarte barreños hervidos por encima; resguardar la fontanería de la congelación era un lujo que solo una comunidad unida podía permitirse, por lo visto. Había días en los que no te apetecía salir de tu cueva, pero en las noches interminables de invierno, cuando te quedabas sin nada que ver o leer y te sentías atrapado entre las cuatro paredes de tu caja de zapatos, era agradable reunirse con otros seres humanos y escuchar sus historias, aunque fueran frases ininteligibles sobre la migración de las focas.

Aquel primer día conocí a muchos de mis nuevos vecinos, empezando por los de las prospecciones. La plantilla actual había llegado hacía varias semanas y la componían un grupo variopinto de ingenieros, geólogos y un enlace de comunicaciones. Los que no eran compatriotas se manejaban con el inglés, con lo que no tuvimos problemas lingüísticos. Dos de ellos eran sudafricanos, y muy chistosos; me arrancaron una carcajada con su representación gráfica de lo mucho que preferían estar hundidos en el pantano más inmundo de la Provincia de El Cabo antes que en aquel refrigerador gigante, «con las pelotas azules igual que monos de Vervet». Sus guías eran groenlandeses, una combinación de apellidos daneses y herencia inuit —Kalaallit, me habrían corregido ellos— más que evidente en sus rostros y en su lengua. Como solía suceder en la isla, se establecían con sus familias y seguían dedicándose a sus actividades tradicionales, la caza, la pesca y al artesanía. Una dama me llamó «niño guapo» —a mí, que había cumplido los veintisiete— y se empeñó en regalarme unos guantes para que no se me congelasen «esas manos tan finas». ¿Quién lo habría dicho? Recién llegado, y ya me había conseguido un amorcito; de unos cincuenta y cinco años, cierto, pero no era cuestión de rebajar mis méritos. A cambio le expliqué, con palabras sencillas, las utilidades de estudiar los campos magnéticos de la Tierra, le confesé mi afición a la guitarra —eso despertó más su interés— y prometí que tocaría algo para ella a la primera oportunidad. Para concluir las presentaciones, estaba el acompañante que me había traído en su moto de nieve, quien me comentó que él y su vehículo se largaban del poblado con las últimas horas de luz. Para mí fue un fastidio, ya que contaba con sus servicios para ir y venir del emplazamiento de la nueva estación. El tipo me dijo que no me preocupase y me recomendó a uno de sus colegas locales, un tal Kristiansen. Su trineo y su conocimiento exhaustivo de la región me habrían de ser muy útiles.

Kristiansen era un perfecto ejemplo de groenlandés típico, cuyo apellido era lo único que delataba su descendencia de un pasado colonial. Poseía una sonrisa inquietante, de esas que parecen esconder secretos no compartidos, acentuada por unos ojos rasgados y, en cierta manera, impertinentes. Aunque chapurreaba el danés y el inglés, su voz aguardentosa no ayudaba a la comprensión. Algo me decía que la botella de licor de la que sorbía continuamente estaría muy relacionada. Mal que bien, me las arreglé para convenir unos horarios de transporte y un precio sensato.

La entrada en el salón de un cazador local levantó una inesperada tormenta de cuchicheos, y la atención se desvió de mi persona, al menos durante un rato, para llover sobre el recién llegado. No comprendía muy bien lo que decían, algo sobre unas luces en la nieve. Supuse que se referían a auroras boreales, si bien el aire de conspiración que adoptaron los nativos le restó verosimilitud a mi conjetura. Las auroras eran cualquier cosa menos discretas.

¿De qué hablan, Kristiansen? —pregunté a mi futuro conductor, que seguía pegado a su botella—. ¿Algo que un novato deba saber?

Bailarines diminutos, amigo, luces guía. Hojsgaard —señaló al cazador— se pierde en tramo malo del glaciar. Bailarines traen de vuelta.

Noté mi parpadeo a cámara lenta. Como explicación, aquello valía bien poco, y no sabía si el motivo era el alcohol, las deficiencias idiomáticas o la exuberante imaginación de mi acompañante. Lo único claro era que aquel hombre se había extraviado cerca del lugar donde realizaban las prospecciones. La idea tenía sentido, pues ya me habían prevenido acerca de las peligrosas grietas rellenas de nieve blanda y de la accidentada franja rocosa, y nunca se me habría ocurrido salir en la oscuridad sin compañía. Lo difícil de interpretar era el matiz de los bailarines luminosos. Afortunadamente, uno de mis paisanos se compadeció de mí y vino a arrojar un poco más de claridad sobre la historia.

Según cuenta Hojsgaard —dijo—, cayó dentro de uno de los laberintos que se forman en las cavernas a la orilla del glaciar. Sabrá usted que la cobertura en estos páramos es una rata traicionera y que, en ocasiones, las baterías se descargan sin avisar. —Lo sabía. De hecho, uno de mis cometidos era estudiar el fenómeno—. Sin GPS ni medios para orientarse, vagó durante horas por los túneles blancos. Y las horas habrían podido convertirse en días, o en toda la eternidad, de no ser por una pequeña luz amarilla que le mostró el camino correcto. Los groenlandeses desconfían de esas cosas, ¿sabe? Piensan que son espíritus de bebés o de animales muertos que desean perjudicar a los caminantes. La cuestión es que no es la primera vez que sucede: una de las chiquillas de Piita se extravió hace semanas y siguió la luz hasta su casa, fue un caso muy comentado. Hojsgaard pensó que, si había funcionado para ella, bien podría hacerlo para él. Y no se equivocó. Difícil de creer, ¿no le parece?

Sonriente, admití que planteaba dudas razonables. Debía ser una de esas leyendas..., no iba a llamarlas urbanas, en la antesala del Polo Norte, pero sí producto de la imaginación, el frío o lo que quiera que usase la gente de la nieve para colocarse. Y tampoco me sonaba a historia original. Ya había leído algo similar en alguna parte, lo habría jurado.

La llegada de un último visitante dio al traste con mi intento de rescatar el recuerdo. Salía de la sección de los baños, lo que quería decir que había cruzado antes la sala y yo no me había fijado en él. «¿Y por qué habría tenido que hacerlo?», me pregunté, un tanto perplejo, mientras el desconocido recibía una ración del estofado del día y se sentaba en una esquina a comer en silencio. Lo cierto era que llamaba la atención en medio de aquella asamblea de groenlandeses y escandinavos. Tendría mi edad, más o menos —dato que nos convertía en los más jóvenes, sin contar a los niños—, y la piel oscura, fruto de una mezcla de sangres africana y europea. La excesiva cantidad de ropa de abrigo que llevaba casi le impedía moverse. Tras apurar su plato, se acercó a Hojsgaard enarbolando una grabadora, le hizo algunas preguntas que este respondió con muchos aspavientos, asintió y regresó a su rincón solitario, se habría dicho que a observar a los demás. También a mí. Picado por la curiosidad, me incliné hacia Kristiansen e inquirí:

Y ese chico, ¿quién es?

Yankee, amigo —afirmó, arrastrando la palabra de manera peculiar—. Escribe sobre bailarines. Raro trabajo, escribir. No es trabajo verdadero.

De nuevo procuré conectar el traductor simultáneo. ¿Un escritor estadounidense, si no había entendido mal? ¿Y escribía sobre las luces? Pues sí que habían llegado lejos los cotilleos sobre el caso de esa cría... Era difícil de creer. Quizá fuera todo un malentendido y estuviese con los de las prospecciones, o quizá se tratase de un turista perdido. En cualquier caso, los tragos con mi compañero de mesa me envalentonaron para plantarme ante él y averiguarlo yo mismo.

Llegué ayer y no nos hemos presentado —le dije en mi mejor inglés—. Hola, soy Magne Vestergaard.

Tuvo que girar el cuello para mirarme. Tampoco le di otra alternativa, porque mi estatura y mi mano extendida le tapaban toda la vista. Por mi parte, eché una buena ojeada a aquel rostro tan interesante, cuya fina estructura ósea se delineaba bajo la piel broncínea. Aún recuerdo con nitidez el impacto que me causó el color miel de sus ojos; su claridad los hacía resaltar en el conjunto oscuro que componían el resto de sus facciones.

Tras finalizar su propio escrutinio e ignorar mi gesto de saludo, me lanzó una respuesta.

Sylvian Dufrêne.

¿Estadounidense? Eres el primero que me encuentro. ¿De qué parte? Ah, perdón, yo soy de Dinamarca, recién venido de Copenhague.

Luisiana.

Luisiana, vaya... Si para mí hace frío, para ti esto debe ser el infierno de hielo. ¿Estás aquí por trabajo, como yo? —No reaccionó—. He oído que escribes. No quiero que pienses que soy un cotilla, pero lo encuentro interesante y...

Buenas noches.

Mi quasimonólogo concluyó de manera abrupta, con una huida en toda regla. Y nada amable, si he de ser sincero. Mientras meditaba sobre yankees bordes y geofísicos copenhaguenses con la lengua demasiado larga, mi nueva admiradora me tiró de la manga y me pidió que le contase mi vida y milagros, interrumpiendo el curso de mis pensamientos hasta bien avanzada la noche. Claro que tampoco lo reanudé más tarde. En cuanto regresé a casa, un tanto achispado por la bebida, caí de nuevo en estado comatoso hasta que mi despertador me recordó que no estaba allí por placer. Diablos, ¿y quién podía estarlo?





Por duro que pintase el cuadro de Aappaluarpoq y sus alrededores, lo cierto era que nunca había contemplado nada tan impresionante. Tuve oportunidad de comprobarlo a la mañana siguiente —por llamarla de alguna forma—, durante el paseo al emplazamiento de mi estación de trabajo. Kristiansen poseía un trineo con ocho magníficos perros de Groenlandia, a los que entregué en el acto mi afecto incondicional y una sesión de rascado tras las orejas. Desplazarse con ellos sobre aquellas planicies heladas, con el ocasional peñasco o bloque de hielo rompiendo la monotonía blanca, divisar a lo lejos las siluetas tortuosas de las cavernas y del glaciar... Fue una experiencia mágica. Lamenté carecer de luz solar para apreciar los matices de color del hielo, aunque he de decir que el cielo en penumbra y encapotado aportaba su propia paleta. A través de los jirones de nubes negras asomaba el índigo más intenso e uniforme que había visto jamás.

Me sentí muy pequeño y aislado en la colina donde se levantaba la caseta que acogería los equipos de medición. Sabía que, de haber sido verano, habría apreciado el conjunto de casas en la distancia, pero la falta de sol me obligaba a trabajar con iluminación artificial y su radio de alcance era escaso. Todo lo que me ofrecían las inmediaciones eran bultos, relieves poco definidos y kilómetros y más kilómetros de soledad pálida. Aproveché las dos únicas horas de día para hacer un millón de fotos, más o menos. Cuando Kristiansen vino a por mí, después de revisar algunas de sus trampas, realicé las tareas para las que el protocolo de seguridad exigía estar acompañado —básicamente, hacer equilibrios en la escalera hasta alcanzar la cima de la estructura—. Luego cargué los datos en mi ordenador, rasqué otras cuantas orejas caninas y salté al trineo, de vuelta a mi caja de zapatos con calefacción.

Aquella noche no escapé a mi destino: mi guitarra me acompañó a la sala comunal, y no para quedarse en su funda. Ya me habían advertido que era difícil negarse a entretener a los demás en las comunidades pequeñas, así que tuve que interpretar algunos temas de mi repertorio, en su mayoría británicos de los sesenta y setenta. Y cantarlos, por todos los dioses, menudo papel. Mi ex solía decirme que tenía una voz dulce y melódica, aunque no sabía si debía creerla; después de todo, era la misma persona que me había prometido amor eterno, ¿no?

Justo en ese instante de autocompasión, el señor Sylvian Dufrêne y su parka inmensa se hicieron visibles en su esquina querida. Para ser tan poco hablador, no se privaba de escucharme, según pude comprobar. Estuvo atento mientras perpetré las estrofas de Velvet Goldmine, y habría jurado que marcó el ritmo con el pie ante mis versiones de And You and I y Wish You Were Here. Mi ojo espía notó que un par de personas se le acercaron y él negó con la cabeza en ambos encuentros, y que despachó otro intento de conversación con igual derroche de diplomacia que el empleado conmigo. ¿Significaba eso que el problema no era yo, sino la natural insociabilidad del caballero sureño?

Otra velada más de aislamiento voluntario confirmó mis suposiciones. Dufrêne no había ido a hacer amigos, pero, entonces, ¿por qué se reunía cada noche con los demás? ¿Por qué no permanecía en su casa? Era evidente que le gustaba la compañía. Por más que no participase en las charlas, siempre las seguía en silencio, y en dos o tres ocasiones lo había sorprendido ayudando a los chavales con los estudios. Puede que la causa fuese su curiosidad de escritor, si de verdad lo era. Yo, por mi parte, sí que me sentía curioso, y le echaba ojeadas discretas para tratar de descubrir nuevos fragmentos de su extraño carácter.

Fue en ese punto donde empecé a cuestionarme qué diablos estaba haciendo. «Vamos, Mags», me decía a mí mismo, «no es que lleves cuatro meses en un barco pesquero y te pongan cachondo hasta los peces sierra. Aunque aquí solo haya señoras casadas de cuarenta y tantos para arriba, o crías, han transcurrido tres días, tres puñeteros días, y ya estás marcando a otro tío. ¿De qué narices vas?». No era el elemento homo lo que más me preocupaba. Ya me había pasado al campo de la física experimental con varones, una vez cuando tenía quince años y otra en la universidad, y el mundo no había dejado de girar ni yo había entrado en combustión espontánea. Mis auténticos reparos se debían a las secuelas de mi única relación larga y..., bueno, a constatar que no había hecho mi elección de género, sino que seguía cruzando alegremente de un campo a otro. Y en un poblado enano en medio de la nada, donde nadie aspiraría a pasar desapercibido, con un chico que debía ser hetero, por lo que sabía. O asexuado.

La siguiente jornada nos trajo las últimas luces que veríamos antes de la larga noche de invierno. Me habían dicho que los groenlandeses se congregaban para decirles adiós, en un evento no tan vistoso como las ceremonias inuit de bienvenida, pero sí solemne y sentido. Acudí con los demás a la explanada frente a la casa comunal. No conocía sus fórmulas de despedida, ni sus canciones; me limité a quedarme de pie y a dejar que los rayos fantasmas muriesen sobre mis párpados. El azul nocturno se apoderó de aquel cielo que, por una vez, estaba despejado.

Él también se hallaba allí, apartado igual que siempre, ante la puerta de un edificio rojo y verde. «Al fin descubro dónde vives», pensé yo. El acontecimiento debía haberlo sacado de improviso de su salón, dado que no llevaba la tonelada de ropa que solía, y los hombros le temblaban bajo el jersey blanco. Quise acercarme a mirar de cerca, lo reconozco. Lo habría hecho de no ser porque la esposa de uno de los groenlandeses se acercó a toda prisa al lugareño más viejo y le espetó unas cuantas frases alteradas. Su marido, tradujo alguien, no regresaba de su expedición de caza, y se aproximaba una tormenta por el nordeste.

El plan de ir a beber para consolarnos por la larguísima noche se fue al traste. Algunos propietarios de trineos organizaron una partida de búsqueda, a la que pretendió unirse uno de los sudafricanos al descubrir que su compatriota tampoco estaba donde debiera. Poco después salieron en la dirección de la tormenta, preparados para arriesgarse cuanto pudieran y traer a su compañero. Los que nos quedamos atrás escrutamos el horizonte con preocupación. También el rostro de Dufrêne asomaba por la ventana de tanto en tanto, compartiendo el sentimiento general aun sin participar en los intercambios de cotilleos.

La madrugada trajo novedades. Para empezar, hizo reaparecer al sudafricano perdido, que simplemente se había quedado durmiendo la mona en el altillo del almacén y no le había dicho nada a nadie. Por lo visto era experto en esfumarse y poner de los nervios a sus camaradas. Aparte del resfriado y la bronca que recibió, la cosa no pasó a mayores. Lo más importante, sin embargo, fue el retorno de los buscadores con el cazador extraviado. Su odisea suscitó muchas preguntas que él apenas supo contestar, dado el estado de aturdimiento en el que se encontraba. Relató que había resbalado por una ladera traicionera, que se había golpeado la cabeza y que no recordaba muy bien lo sucedido después, salvo el hecho de perder el sentido de la orientación en medio de una densa neblina blanca. Debía haber caminado en círculos, según atestiguaban los doloridos músculos de sus piernas. Lo más pavoroso, confesó, había sido el bailarín de luz. Cuando se manifestó, suspendido en el aire como un ascua flotante, experimentó el terror de las viejas leyendas y corrió en sentido contrario, temiendo que fuese un espíritu enviado a robarle el alma. El bailarín lo siguió y luego lo adelantó y le cortó el paso para que variase la ruta de huida. Varias ojeadas ansiosas por encima del hombro le confirmaron que siguió persiguiéndolo durante un buen trecho, hasta que ejecutó otra de sus temibles danzas para hacerlo cambiar de dirección. Tropezó, se raspó la mejilla sobre el hielo... Al final escuchó ladridos de perros y vislumbró en la lejanía, entre la bruma, el brillo inofensivo de los faroles.

Bailarines, bailarines, luces guía —murmuraron algunas personas de la sala—. Igual que Hojsgaard y la chiquilla de Piita.

Escapabas de ello cuando te estaba mostrando el camino. Eres un desagradecido y has tenido suerte de que no te dejase por imposible —dijo otro.

O sufriste un delirio sugestionado por las otras historias —apuntó un ingeniero de las prospecciones.

Las diferencias de criterio provocaron un animado coloquio entre los congregados. Fue el momento que eligió uno de los rescatadores para dar su golpe de efecto:

Yo sí que distinguí una chispa luminosa a espaldas de nuestro amigo, un destello que se perdió en el umbral de la tormenta. Pensé que mis ojos me jugaban una mala pasada, pero ahora que él lo menciona...

El volumen de los cuchicheos se elevó. El ingeniero lanzó un resoplido escéptico y puso los ojos en blanco. Fue muy curioso porque nunca había visto un gesto así en directo, solo en películas.

Un fuego fatuo o una luciérnaga —ironizó—. Ambas cosas muy comunes por estos parajes, sí, señor.

Luciérnagas... La sensación de haber escuchado ya la historia volvió a apoderarse de mí. Seguía sin darle crédito, claro, dado que imaginar un insecto de clima cálido revoloteando durante el invierno ártico era bastante absurdo. No obstante, estaba seguro de que había leído algo al respecto en una página Web. Decidí realizar una búsqueda, si bien mi cansancio acumulado me impulsó a dejarla para el día siguiente y a ir derecho a mi camita.

Cuando me dirigía a ella, a paso de zombi, capté la imagen de Sylvian Dufrêne abandonando su casa con cierto objeto en la mano. Aposté que había salido con su grabadora a cazar a la nueva víctima de los bailarines y sacudí la cabeza. Aunque al pobre tipo no iba a hacerle gracia el acoso nocturno, no cabía duda de que el caballero sureño era concienzudo con sus investigaciones.





A la mañana siguiente todos seguían hablando del acontecimiento de la víspera. Yo llegaba tarde a mi transporte con Kristiansen, por lo que hube de correr con el equipo y dejar los chismorreos para después. Se me hizo raro trabajar todo el rato bajo aquella oscuridad extraña, notando en los huesos el frío de las temperaturas que descendían cada vez más. Era uno de esos días en los que habría preferido quedarme en el sobre y taparme hasta la coronilla, o sentarme al calor de la sala comunal —donde estaría la mayor parte de la gente— con una enorme taza de café groenlandés. En lugar de eso, mi yo sensato acudió a helarse el culo para recoger los datos de los sensores. Sí, ser un chico responsable podía dar mucho asco.

Mientras regresábamos en el trineo comprobé que no era el único tontaina de la región, porque una figura solitaria caminaba a poca distancia, tras el haz tambaleante de su linterna. Me llevé una sorpresa en cuanto aflojamos la marcha y distinguimos los ojos de Sylvian Dufrêne al otro lado de la rendija de su capucha. Cojeaba; mi saludo y mi interés al respecto recibieron la escueta explicación de que había resbalado sobre el hielo al salir a tomar algunas fotos.

En el trineo cargado de equipo no había espacio para todos, pero yo era un hombre sensible y comprometido —y salido a niveles de un pescador de gran altura, no lo olvidemos—, así que le ofrecí mi hueco tras sugerir a Kristiansen que iría a pie junto a ellos. Dufrêne casi se escandalizó por el ofrecimiento: adujo que no me quitaría el asiento, que el poblado estaba cerca, que no le dolía tanto... Por desgracia para su herido orgullo, yo había sido testigo de sus andares de pato torturado y no admití ninguna réplica. Lo empujé al trineo, le coloqué la pierna en alto y proseguí el viaje como si nada, a la espera de que mi guía encontrase un tema de conversación que rompiese aquel silencio tan incómodo.

El estadounidense no abrió la boca hasta que nos detuvimos ante su puerta, donde me oyó pedir a Kristiansen que se hiciese cargo de mis chismes en tanto yo lo ayudaba a entrar. De nuevo hice oídos sordos a sus protestas y le serví de apoyo —tarea sencilla— durante su trayecto de saltitos hasta la entrada. Y claro, allí ya no tuvo los redaños de echarme, y yo aproveché la vía libre a su santuario para curiosear un poco. No sé por qué, me esperaba un cuchitril más espartano, y no semejante acumulación de pósteres de bosques, praderas verdes, riachuelos bajo el sol y portadas de discos firmadas. También exponía unos pocos recuerdos de diferentes partes del mundo, ya fuesen los típicos escarabeos de Egipto, una réplica en miniatura de una espada china o una colección de anzuelos de pesca. A la vista de sus gustos, ¿qué podía habérsele perdido en una enorme roca cubierta de glaciares? Ahí fue cuando me centré, para no dejar que mi metedura de narices fuese demasiado evidente; lo acomodé en uno de los dos sillones de la sala de estar, le coloqué un taburete bajo la pierna y le pregunté si tenía —ja, ja— hielo.

No te preocupes, ya has hecho mucho por mí —respondió. Aquella era la frase más cordial que le había oído pronunciar—. Tendrás asuntos de los que ocuparte, tu equipo...

Ya lo hace Kristiansen, es un buen tipo. Escucha, déjame echar un vistazo. Si pinta mal, llamaremos al doctor del grupo de las prospecciones y, si no, le pondremos un poco de hielo. Es decir, si no quieres que llame a un amigo o...

No, prefiero no molestar a nadie. —O, dicho con otras palabras, «no tengo amigos».

Pues entonces te serviré yo.

Y, con esa determinación que había demostrado desde el principio, le saqué la bota entre un aluvión de débiles protestas, le bajé los dos pares de calcetines y examiné su tobillo. Así, a primera vista, me costó distinguir si estaba muy hinchado. Tuve que descalzarle el otro pie para hacer comparaciones y concluí que la hinchazón, si bien notable, no era muy preocupante. Aquellos sí que eran unos huesos finos. Volé a por mi botiquín y le traje un medicamento tópico, junto con el material para improvisar un vendaje de compresión. En mi ausencia, él se había quitado el abrigo y dos capas de ropa, revelando que el resto de su anatomía hacía juego con la delgadez de sus tobillos. El misterio de aquella parka perenne y de lo ligero que me pareció al sujetarlo, a pesar de su no poca altura, quedó desvelado al fin.

Mis primeros auxilios fueron eficaces. Él se fijó en su pie vendado e hizo amago de girarlo, lo que le valió una reprimenda silenciosa por mi parte. Luego se me quedó mirando con esos ojos claros. Admito que me hipnotizó durante unos pocos segundos. No era un ligón lanzado, y menos tras mi último fracaso sentimental, pero he de confesar que, si me hubiese pillado en la universidad con unas cuantas copas, habría hecho algo más que mirar.

¿Quieres un café? —Su pregunta me salvó del bochorno.

Claro, aunque lo prepararé yo, por descontado, si no te importa que husmee en tu cocina.

Asintió. La cocina no poseía la personalidad de su salón y me limité a preparar una cafetera sin causar estropicio. Tampoco almacenaba gran cosa, una probable causa de su delgadez y una mala idea en un lugar donde se precisaban muchas calorías para conservar la temperatura corporal. Le tendí una taza humeante y él la sostuvo con las dos manos, disfrutando el calor sobre la piel.

Muchas gracias —murmuró, con su musical acento inglés—. Por todo.

Bah, ha sido poca cosa. —Dejé que notase mi interés en su ordenador, la cámara de fotos y algunos libros que rondaban por allí—. Oye, ¿es cierto que escribes? Eres... ¿reportero, o bloguero, o algo así?

Escribo para un periódico online de Lafayette —admitió, tras un largo sorbo.

¿Lafayette? Ah, Luisiana, no lo he olvidado. ¿Y qué te trae a este frigorífico pegado al Polo? He oído algo de... ¿luces?

Luciérnagas. No es ningún secreto, entrevisto a quienes han sido testigos. Esta mañana quise sacar fotos de la ruta que siguió la niña extraviada, que es la única a la que podía acceder a pie. Mala elección.

Sí, he escuchado algo antes. ¿Qué es eso de las luciérnagas?

Dufrêne encendió el portátil y buscó entre sus ficheros, resignado a contarme lo que sabía. Yo tenía la impresión de que no le hacía mucha falta, que conocía las historias de memoria.

Hace siete años, una pareja se perdió en un bosque de Nebraska. Encontraron el camino de vuelta ayudados por una luz que identificaron como una luciérnaga. Nadie les prestó atención, porque, aunque no era el hábitat natural ni la época de esos insectos, había una docena de explicaciones lógicas disponibles. Lo inusual fue que la situación se repitió dos semanas más tarde, con un observador de pájaros, y otros diez días después, con el hijo menor de unos excursionistas. Todos contaron versiones similares y las autoridades dedujeron que se habían inspirado unos en otros, cuando ninguno admitió saber nada de sus predecesores. Aún se produjeron otros dos casos más, antes de cesar por completo. Salvo que no cesaron. Meses más tarde se escucharon varios reportes similares en Alberta, Canadá, y, tras un nuevo paréntesis, en Brasil. Y después en Egipto...

¡Ya lo recuerdo, las luciérnagas del desierto! —Me palmeé la frente, rememorando lo que me reí al leer sobre las barbaridades biológicas que se inventaba el personal—. Lo he tenido en la punta de la lengua desde que llegué. ¿De verdad has investigado sobre todos esos extravíos? ¿In situ?

Cuando me ha sido posible. Los filtros de búsqueda en Internet me ayudan a recopilar datos desde el momento en que se producen, y estoy en condiciones de desplazarme hasta allí y cubrir las noticias muy rápido.

¿Y quién se los toma en serio hasta el punto de pagarte por recorrer el mundo y...? Perdona, no quería ser grosero ni mucho menos, es que me resulta difícil de creer. —Hice un gesto de disculpa al percibir los muchos matices de... ¿reproche? de su mirada—. Tiene pinta de alucinación colectiva, de cadena de embustes o de algo por el estilo. Las luciérnagas no medran en medio del desierto y, desde luego, tampoco lo hacen en los glaciares groenlandeses. Y yo soy estúpido al mencionar algo que conoces de sobra.

¿Piensas que mienten? ¿Que no ven lo que cuentan, sino que se lo inventan aposta o involuntariamente? —No se lo veía enfadado; más bien mostraba la calma de alguien que ha mantenido cien veces la misma discusión—. Ayer, sin embargo, dos hombres distintos y dueños de sí mencionaron el incidente con descripciones paralelas. Y no eran del tipo que permanece ante un ordenador, en sus horas muertas, curioseando en páginas de sucesos.

No hay que menospreciar sus supersticiones ni el alcohol, ejem. Admito que es una casualidad —añadí muy deprisa. Por nada del mundo habría querido demostrar que me tomaba a la ligera su trabajo—. Vaya... es increíble. ¿Llevas con esto desde Nebraska?

Fue mi toma de contacto.

Pero debías ser un chaval. ¿Te podías permitir viajar tanto? ¿Con los gastos pagados?

El periódico publica mis artículos. Y... es un interés en parte personal, lo reconozco. Tengo mis medios para financiarme.

Su actitud reservada e incómoda desinfló, por el momento, mis ganas de indagar más. Era mejor no cerrarle la boca, ahora que había conseguido que la abriese.

¿Desde cuándo llevas aquí? —inquirí, en cambio.

Llegué una semana después de que se produjese la primera desaparición, la de la niña.

¡Qué velocidad!

Necesité muchos transbordos.

¿Y cómo te enteraste tan rápido?

Gracias a mis filtros. Los de las prospecciones se aburren y publican todo tipo de comentarios, todo el rato, para muchos de sus contactos. Admito que me costó descifrar lo de los «bailarines luminosos».

¿Hablas danés, para entender sus cotilleos? —Le lancé una ojeada maliciosa—. Entonces podemos dejar de lado mi indigno inglés, ¿no? ¿En cuántos idiomas están esos filtros tuyos?

En... unos treinta y siete —respondió, tras un rápido recuento de sus notas—. Y no, lo siento, tendrás que ceñirte a tu indigno inglés.

Me lo temía. Dime, ¿cuál es tu interpretación de esas luces que tanto te interesan?

¿Qué más te da, si no crees en ellas? Además, ya he respondido mucho por ahora, es mi turno de preguntar. ¿A qué te dedicas tú en esa caseta?

Mediciones geomagnéticas. —Afloró la cara que siempre ponía la gente cuando no sabía muy bien de qué hablaba—. Mide variaciones en el campo magnético. Aunque el observatorio principal está en Qaanaaq, mis superiores han decidido instalar un medidor de campo en este punto debido a ciertos registros fuera de la escala que se recogen periódicamente, no se sabe muy bien por qué. Hay quien dice que todos esos geólogos rondando por aquí tienen que estar relacionados. Yo no lo creo, pero como soy un novato recién doctorado he de echar la cremallera y obedecer.

Variaciones en el campo magnético... —Se quedó pensativo un buen rato. Luego reparó en que, hola, no me había ido—. Y doctorado en... ¿Física?

Tranquilo, solo hablo de magnetómetros cuando me insisten, presumo de una razonable capacidad para ir de fiesta y beber alcohol, me interesan algunas aficiones estándar y no soy un virgen frustrado, dato que podrán confirmarte mis múltiples, eh, conquistas. No soy un friki raro. No mucho.

Sonrió y abatió los párpados sobre esos ojos dotados de vida propia. Se conciben pensamientos al borde de lo criminal cuando eres más alto y más ancho y tu víctima tiene una pierna rígida, doy fe de ello. Por fortuna para ambos, mi cerebro seguía funcionando al cien por cien de sensatez.

Debes estar fastidiado por no haber podido quedarte en Qaanaaq. Aunque sea un chiste si lo comparas con Copenhague, es mejor vivir con las comodidades de un iglú que con las de un agujero en la nieve.

Supongo. Pero mi caseta está aquí, y tus... luces también, y habrá que resignarse, ¿eh?

Sí. Habrá que resignarse.





***





Después de aquella primera aproximación no le permití recular y refugiarse de nuevo en su parka gigante. Y vaya si lo intentó, el muy desgraciado. En el instante en que lo vi cojeando hacia la sala comunal a por algo de cena, en lugar de aceptar mi ofrecimiento para acompañarlo o llevarle un plato a domicilio, supe que lo de antes había sido un arranque de debilidad del que se arrepentía. Lo remedié rápido con una reprimenda por su tobillo y un traslado que no admitió excusas, e incluso le puse la bandeja en la mesa y un antiinflamatorio. Luego lo dejé a su aire y me retiré, para que no sintiese que lo acosaba en público. Aparte de responder a varias preguntas corteses sobre su tobillo, quiso la providencia que la estrella de la noche siguiera siendo el extraviado y no lo abrumasen con atención no deseada. Estaba agradecido, lo notaba en sus ojos. Correspondía a cada amabilidad con una mirada cálida y también a mí —eso no fue capaz de esconderlo— me llegaron algunas, en especial cuando interpreté a la guitarra Shake Your Hips, de Slim Harpo, el único tema familiar de los álbumes que tenía colgados en la pared. Gracias a Newton no se lo tomó como una indirecta y perdonó el indiscutible aroma a Rolling Stones que desprendía mi versión.

Al regresar a casa confesó que la torcedura le dolía bastante, lo cual me sirvió para sacarle la promesa de que no lo forzaría y me dejaría echarle una mano. Mi rutina era sencilla: a primera hora le acercaba el desayuno y el almuerzo, después atendía mis deberes y luego, cuando volvía, lo ayudaba a llegar a la sala usando el trineo. Por cierto que se terminó el ocupar mesas diferentes. La comunidad asistió, ceja en alto, al espectáculo que era Dufrêne cenando acompañado. Y la tercera noche, el osado Magne Vestergaard en el que yo me había convertido se autoinvitó a su casa, con una bolsa de pescado y verduras —a precio de oro— para cocinar. Entre los dos reuníamos el Kahlúa, el whisky y el Grand Marnier, y yo llevaba nata; no faltaría el café groenlandés de postre.

Para él fue un número de prestidigitación verme manejar el cuchillo con dignidad. Debía estar acostumbrado a tirar del microondas y del comedor, mientras que yo siempre había sido el cocinillas de mis relaciones. Me sería difícil olvidar la expectación de su cara al ver aquel banquete principesco, servido por un tipo que acababa de revisarle el vendaje del tobillo. Tomamos cerveza, charlamos, me permití bromear..., y pude ver, al fin, la auténtica cara de Sylvian Dufrêne. No la del extranjero arisco que se aislaba aún más en el rincón más aislado, sino la del chico inteligente y curioso, siempre dispuesto a escuchar pese a ser, él mismo, una fuente de anécdotas que había debido moverse a lo largo de muchas franjas horarias. La ineludible pregunta sobre el porqué de ese comportamiento no dejaba de morir una y otra vez en mis labios.

Comes como una dama sureña encorsetada —me burlé. La calefacción alta lo había hecho librarse de sus capas de ropa y el relieve de las costillas se le dibujaba bajo el jersey.

¿Y qué sabrás tú de damas sureñas? ¡Eh, deja de llenarme el plato!

No me he partido los cuernos a trabajar para que haya que tirar comida. Aquí hay que criar grasa, igual que las focas, y más con el índice de extraviados que hay por la zona. Con luciérnagas o sin ellas, da que pensar.

Claro. —Sonrió con cierta melancolía y pescó un trozo de cangrejo—. Vestergaard, he estado pensando en eso que me contaste, lo de las irregularidades magnéticas.

¿Sí? —No entré en tecnicismos. A nadie fuera del gremio solía agradarle.

¿Tú crees que pueden tener algo que ver con la gente que se pierde? Quiero decir... Hay animales que se orientan con el campo magnético, ¿no?

Sííí..., cuando están biológicamente preparados para ello, lo que no es el caso de la... gente. De todas formas, el efecto que el campo tiene en los organismos humanos se ha debatido con amplitud porque no hay hechos concluyentes. En este caso lo considero improbable. Supongo que no dispondrás de datos estadísticos de las localizaciones donde se han producido esos fenómenos.

No, no se me había ocurrido algo así hasta ahora. Si te doy una lista con los lugares exactos y las fechas, ¿tendrías medios para comprobarlo? —Me miró, esperanzado. El Gato con Botas no lo habría hecho mejor, y lo gracioso era que ni siquiera lo pretendía.

Por supuesto, consultaré las bases de datos de otros observatorios. Eso sí, no te hagas muchas ilusiones; lo más probable es que pocos puntos de tu lista entren en áreas cubiertas. Además, seguirías sin explicar lo de las luciérnagas. Aceptando que no sea una alucinación colectiva o el poder de la sugestión, no se me ocurre ningún fenómeno que atraiga a esos bichitos y los haga servir de guías. Y menos en medio del hielo.

No te pido que lo creas. Tampoco eres el primero que se burla.

No, no, no me burlo. Ha de haber algo para que decenas de personas hablen sobre ello y tú lo persigas por medio mundo. Tendré los ojos abiertos y, en cuanto lo vea...

Nunca desees verlo. —Su tono se endureció—. Significaría que tu mente se ha sentido tan confusa que te ha llevado por un camino desconocido, aun habiendo estado en él mil veces; que vas a reaccionar enloqueciendo o atemorizándote; y, que, si aún conservas el tipo después de eso, terminarás perdiéndolo ante la luz. He hablado con muchas de las víctimas, lo sé muy bien.

De acuerdo, de acuerdo —aseguré, conciliador—. Llevas años estudiándolo, ¿por qué crees que sucede?

Lo ignoro. Es como si algún tipo de extraña perturbación afectase a una zona, y luego, al cabo de un tiempo, se trasladase a otra parte del globo. Si te digo la verdad, esta teoría me resulta la menos absurda de todas las que he barajado.

Pero ¿luciérnagas guías? ¿De dónde salen?

No todos han descrito el fenómeno usando esa palabra. Hay que tener en cuenta que muchos no se acercan lo suficiente para saber qué es el fulgor. Ya has oído las versiones locales.

Porque no han visto una en su vida. Te hablarán de espíritus, de difuntos... Lo gracioso es que, sea lo que sea esa perturbación, trata de enmendar sus consecuencias usando un método bien original. Tal vez el estado mental que causa la desorientación produce alucinaciones visuales. —No respondió—. ¿No has descubierto puntos de conexión entre unas áreas y otras?

No. Debo ser el peor investigador del mundo, me centro en las personas perdidas y sus historias y descuido el resto. Es inexplicable y... absurdo, y me frustro, siempre me frustro, y...

Se lo veía tan amargado que le puse una mano tranquilizadora en el hombro. No retrocedió ni se tensó; simplemente echó una ojeada a mis dedos y, al torcer el cuello, su mejilla los rozó con suavidad. ¿Sentía entonces los mismos impulsos que yo? «No, estúpido», le escupí a mi propia mente. «Sigue hablando, sigue hablando para que no note tu mirada de oso polar hambriento. Sigue hablando o... cállate.»

Es una tarea muy absorbente para una persona sola. Tantos años viajando, persiguiendo luces... ¿Por qué es tan importante para ti?

Se quedó un momento en silencio, con la duda reflejada en su expresión. Y no sé si fue debido a la confianza que había conseguido inspirarle o al simple hecho de que iba por la cuarta cerveza, pero empezó a girar la botella sobre el hule y confesó:

Perdí a alguien cuando era un chaval. Se extravió en circunstancias similares y nunca regresó, y yo siempre he querido saber... Imagino que quiero saber por qué lo que ayuda a otras personas no estaba allí cuando la que era importante para mí lo necesitaba.

Son situaciones inevitables, no deberías seguir martirizándote. Tú no tienes la culpa ni puedes hacer ya nada para cambiarlo. ¿De quién se...?

Tienes razón, no me apetece seguir hablando de eso. —Su humor se transformó de manera radical—. Hacía tiempo que no comía tanto y mi tobillo está mucho mejor, eres un gran tipo. ¡Deberíamos pasarlo bien! ¿Preparamos ese café groenlandés del que me hablaste?

Faltaba más.

Despejé la mesa, mezclamos el Kahlúa y el whisky, luego añadimos el café y, a continuación, extendimos la capa superior de nata y el Grand Marnier para prender. Antes de provocar la típica llama, sugerí que bajáramos las luces y ambientásemos con un poco de música.

Claro, Vestergaard, pon lo que prefieras de la carpeta del portátil —ofreció.

Si soy tan gran tipo, empieza por llamarme Magne, o Mags.

Me acerqué a su escritorio a curiosear entre sus archivos. Tras una ardua deliberación, dejé que sonase el Communiqué de Dire Straits. Sin embargo, antes de volver a mi asiento reparé en un puñado de folletos turísticos, entradas y fotos viejas que había dejado junto al portátil. Fueron estas últimas las que atrajeron mi curiosidad, porque en una de ellas aparecía una achispada versión de Dufrêne con una botella en una mano, una nuca en la otra y —esto era lo más llamativo— una boca pegada a la suya; de otro chico. Me asaltó el presentimiento de que aquel aparente descuido no era tal, que él había querido que la encontrase, como si pretendiese comprobar mi reacción. La suya, según espié por el rabillo del ojo, era de completa calma, casi indiferencia. Regresé a la mesa, convencido de que dos podían jugar a no inmutarse, y prendí el licor caliente sobre la nata. Una hermoso fuego azul onduló durante unos instantes, igual que una aurora boreal en miniatura sobre la nieve.

El líquido, dulce y espeso, caldeó nuestros estómagos y me encendió las mejillas. Por extraño que parezca, yo no pensaba en nada concreto mientras bebíamos. Es decir, sí que tenía mil imágenes en mente, si bien eran caóticas y me hacían saltar de una idea a otra en cuestión de segundos: Dufrêne con otros hombres; Dufrêne lanzándome indirectas; él, y yo, y aquel sillón viejo a nuestras espaldas, después de apartar los cojines de un manotazo... Creo que nos servimos una segunda ronda. Creo también que alternamos con vasos de whisky y reímos nuestras mutuas ocurrencias, cada vez más bebidos, hasta que cruzamos al estadio donde se deja de estar achispado y los sesos se van convirtiendo en una esponja empapada. Llamas de licor quemado brillaban en sus ojos mientras el resto de su cara quedaba en sombras. De repente, las llamas se acercaron más a mí, y su dedo pulgar se deslizó sobre mi labio inferior con una lentitud, una suavidad y una... lascivia que me dejaron pocas reacciones posibles.

Tenías un poco de nata —susurró.

Tal vez no mintiese. Lo único real fue que me arrastró a su sofá, se arrodilló entre mis piernas y me bajó la cremallera de los pantalones. ¿Días y días fantaseando con ese momento..., y tenía que estar borracho hasta el punto de verlo todo triple? No me engañaba; era muy probable que, de haber estado sobrios, no hubiésemos llegado a aquello. Aun así, el recuerdo silencioso —la música ahogaba nuestras voces— se grabó a mucha profundidad en mi memoria: su cabeza subiendo y bajando, ocultando los manejos de una boca nada inexperta; la presión de sus labios, el tacto húmedo... Aunque el alcohol retardó mi reacción, no se detuvo hasta dejarme frenético. Y expectante.

Tiré de él y lo subí a horcajadas sobre mi regazo. Era alto, pero tan ligero... Jadeaba al recobrar el aliento, y siguió haciendo, con una leve sonrisa, cuando agarré su jersey y su camiseta y le ayudé a pasarlos por los brazos. Mis dedos se deslizaron por su piel morena, tirante sobre dos hileras de costillas bien pronunciadas, para seguir desvistiéndolo. Él me imitó con la cara hundida en mi cuello, con esa lengua que no paraba quieta lamiendo cuanto se ponía a su alcance. Aún no acierto a comprender cómo nuestra torpeza nos permitió desnudarnos, pero sé que acabé sobre él, rodeado por un par de piernas flexibles y con otra ingle abultada bajo la mía. Después de tanto tiempo, ¿recordaría la manera de hacer disfrutar a un hombre? ¿Reuniría la sensatez necesaria para pescar el condón de mi cartera, para improvisar un lubricante, para estar a la altura?

Un sonido, un solo sonido, se elevó, al fin, sobre la música: sus jadeos, acompasados con unos embates que no recuerdo cuándo emprendí. Tenía los brazos estirados hacia atrás, los párpados entornados, las mejillas ardiendo por primera vez desde que lo conociera. Aun hoy, no encuentro palabras para describirlo. Los labios llenos, al alcance de los míos, me hicieron divagar sobre la imagen de esa fotografía comprometedora, y quise reclamar mi parte con un beso desmañado y lleno de alcohol. Tengo la impresión de que se resistió al principio, como si no quisiera derivar un polvo de sofá en algo más íntimo. Por desgracia para él, yo era de los sensibleros. Después de pasear la lengua por tantas partes de mi cuerpo, ¿qué había de malo en que se diese una vuelta por mi boca? La desgana perdió convicción; me correspondió con la misma embriagadora soltura que mostraba para todo lo demás.

Fue abrupto, sencillo, instintivo.

Fue el mejor sexo que había tenido en años.





Amanecí con el cuello doblado sobre el reposabrazos del sofá, una manta hasta los ojos y un concierto de percusión en el cráneo. Él se había escurrido de mi lado en algún momento de la noche. Estaba sentado ante su ordenador y una taza de café, fingiendo que no me había oído a pesar de que yo sabía que sí, y escribía con poca concentración. El cabello aún más revuelto de recién levantado y sus piernas delgadas, flexionadas sobre el asiento de la silla, me trajeron reminiscencias jugosas de la noche —no, no había sido un sueño, según atestiguaban mi ropa interior en la alfombra y un sobre rasgado de preservativo— junto con el impulso de volver a besarlo. Había hecho dos importantes descubrimientos: que no tenía nada de malo cruzar de un campo a otro y que, definitivamente, Sylvian Dufrêne no era hetero ni asexuado.

Yo no era de los que pretendían que nada había ocurrido si la situación se volvía incómoda. Me tapé las vergüenzas —nada de lo que avergonzarse, por cierto—, me acerqué a él y le besé la nuca. Si se arrepentía o no deseaba repetir, tendría que decírmelo a la cara y apartarme, y yo no iba a concederle una rendición sin lucha. Para mi sorpresa, no hizo nada de eso, sino que contuvo el aliento ante mis acaramelados buenos días, minimizó la pantalla y me ofreció algo de cafeína. De ningún modo iba a conformarme con tan poco. Los aromas de mi posterior incursión en la cocina lo sentaron en la silla para desayunar en serio, y a mí me reportaron una cálida y agradecida sonrisa. Cuando volvió a deslizar el pulgar sobre mi labio inferior —«Tenías un poco de paté», afirmó esta vez—, sensaciones ya conocidas volvieron a cosquillear en mi estómago.

Gracias, Sylvian.

De nada, Mags.


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