2013/04/17

CON LA VISTA AL CIELO III: Las plumas elevarán a los hombres






Leonardo mezcló pigmento de tierra verde en la paleta, tal y como le había enseñado su maestro, impregnó el pincel con la zurda y aplicó unas delicadas pinceladas a la tabla que se alzaba ante él. Lo encontraba fastidioso; suponía que era más cómodo preparar los colores directamente en el soporte con el que estuviera trabajando, y así poder usar las dos manos con libertad. Pero Verrocchio era un firme partidario de la ortodoxia y el método entre sus alumnos jóvenes, y él no deseaba contrariarlo. ¿Acaso no le había otorgado ya una gran muestra de benevolencia confiándole el paisaje de aquella Virgen con el Niño? Más aún, le había dado carta blanca, y la falta de presiones le permitía poner los cinco sentidos en el cuadro.

El maestro le había recriminado en ocasiones su falta de interés y concentración en cualquier tema una vez que había conseguido dominarlo. No se podía negar su inconstancia. Ahora bien, también era cierto que se volvía ciego a todo lo que lo rodeaba cuando su atención era capturada por algo. Así había ocurrido entonces: tan abstraído estaba en la tarea que ni siquiera se percataba de los pequeños deslices de Nicola, el aprendiz, quien le servía de asistente. Mientras Verrocchio conseguía inculcar una cierta disciplina en el crío a base de pescozones, Leonardo era incapaz de levantarle la mano. Simplemente enmendaba sus faltas él mismo, sin decir una palabra.

No, era indudable que no carecía de capacidad de concentración. Tanto era así, que tardó una hora en notar el aliento que le templaba la nuca. Al volverse para averiguar la causa de la incomodidad, se dio de bruces con la media sonrisa de Navekhen. Respingó, jadeó, casi dejó caer la paleta al suelo; con el rostro encarnado, paseó la vista por la habitación, preguntándose cómo era posible que nadie más reparase en el llamativo intruso que espiaba su labor tan tranquilo. Aparte de Nicola, que reía su extravagancia al ponerse a brincar sin motivo, nadie más mostraba la más mínima sorpresa. Obviamente, porque solo lo veía él. El extraño le hizo señas con la cabeza, instándolo a continuar, pero la atención del joven se había ido al garete. Soltó los utensilios en la mesa, salió del taller a paso rápido y se detuvo junto a un recodo discreto de la galería, al pie de una ventana abierta. Como esperaba, Navekhen lo siguió.

Leonardo no era una persona acostumbrada a suplicar. Con todo, la actitud de sus visitantes solía provocarle el impulso de caer de rodillas y rogarles que compartiesen con él unas migajas de su ilimitada sabiduría. Claro que tampoco era un simple o un ingenuo, ni mucho menos; estaba seguro de que algo así no le reportaría más que una vana humillación. Lo que ellos quisieran darle o pedirle se lo harían saber en su momento. Habría de contentarse con esperar.

Y esperaba. Lo había hecho durante días, deseando que su tarea más importante, localizar al camarada desaparecido, les concediese un hueco para venir a verlo. Esperaba con inquietud, sentado en el proverbial barril de pólvora, sabiendo que lo mantenían vigilado a distancia la mayor parte del tiempo en base a cuáles procedimientos, por cierto, era una pregunta que el florentino se hacía a menudo—. Al final, tras entender que la incertidumbre era letal para su rendimiento, había aceptado que tenía que continuar con su vida y su aprendizaje, pues su maestro no aceptaría medias tintas. Aquel primer paisaje confiado por completo a sus pinceles era la prueba de que lo estaba consiguiendo.

Hasta entonces.

¿Cuánto tiempo llevabais ahí? ¿De qué medios os valéis para que solo yo pueda veros? preguntó en voz baja en cuanto Navekhen se puso a tiro.

Mis saludos a ti también, querido Leonardo —replicó este, con sorna. Las respuestas a tus preguntas serían «bastante» y «son complicados». Quería verte trabajar para comprobar si lo que te hizo mi superior fugitivo, Eal, se manifestaba de alguna manera a través de tus talentos. Y antes de que me interrogues, no, no he logrado descubrir nada todavía, pero me alegra encontrarte en buen estado de salud. A ti y a tu lengua.

Lo lamento, no pretendía ser rudo con vos. Me alegra mucho volver a ver...

Oh, sí que eres rudo conmigo. Siempre tan formal, a pesar de que te he dicho un número cansino de veces que no me trates de vos. Se diría que encuentras un perverso placer en contrariarme.

Yo nunca os...

Leonardo, ¿qué haces ahí? —La voz de Verrocchio, aproximándose por la galería, lo sobresaltó—. Y con el fondo de la tabla aún sin terminar. Ese cabeza a pájaros de Nicola me dijo que habías huido como si hubieses visto una aparición.

Y aparentemente sigo viéndola, pensó el joven, dada la total falta de reacción del maestro ante la presencia de su acompañante. Por el rabillo del ojo espió a Navekhen, quien, relajado y burlón, retrocedía fuera del alcance del recién llegado.

Mis disculpas, maestro, necesitaba un poco de aire.

También hay ventanas en el estudio. ¿Te encuentras mal? Antes de obtener una respuesta, añadió: En ese caso, vístete para salir. Ser Michele de Becchi ha enviado a su criado a recoger la tabla del ángel que encargó, y quiero que vayas con él para que aprecie el parecido. El paseo te sentará bien, aunque no creo que tengas mal color. De hecho, estás ruborizado.

Le tomó la barbilla, lo inspeccionó bajo la claridad y aprovechó la ausencia de testigos para depositar un beso en la comisura de sus labios. Y habría ido más allá si el azorado muchacho no hubiese huido a cumplir sus órdenes.

Por supuesto, Navekhen lo siguió.






La casa de Ser Michele, próxima a la Piazza della Signoria, era una gloria de viejos tiempos, amplia y opulenta, siempre sumida en la penumbra. El olor a humedad, los ajados tapices y cortinas, los muebles pasados de moda... Todo contribuía a crear una atmósfera particular que disgustaba al aprendiz, más aficionado a la sencillez.

El amo de la casa los esperaba, a él y al cuadro, en una pequeña sala de la planta baja cuyas ventanas fueron abiertas de par en par para permitir el paso de la luz. Aparte de aparentar más edad de la real, no poseía ningún rasgo sobresaliente; una manta cubría su pierna derecha, posible signo de que no solía abandonar aquellas paredes. Su rostro avejentado se posó en el paquete rectangular y después se levantó hacia el alto aprendiz de ondulados cabellos rubios que se lo presentaba.

Ser Michele comenzó Leonardo, con su voz bien modulada. Que fuera joven no quería decir que careciese del don de la elocuencia. Mi maestro Verrocchio os envía vuestro encargo con sus respetos, y os...

Luego, luego, muchacho. Muéstramelo, muéstrame el cuadro.

Obedeció, apartando la tela que ocultaba la imagen en tonos blancos, amarillos y dorados de un ángel en actitud de guía. La semejanza entre ambos era evidente, y el dueño de la casa alternó la vista entre uno y otro, tan complacido que parecía al borde de sufrir un rapto místico.

Ah... Hermoso, muy hermoso, sí. Y tú, muchacho, eres en verdad un ángel. Ven, acércate, deja que os vea bien, tanta luz me ciega. —Así lo hizo. Cuando el hombre estiró una mano de dedos hinchados, Leonardo se temió, por un momento, que pretendiese acariciarlo. Se detuvo, no obstante, antes de atreverse a ello. El buen padre tenía razón: debía acudir a Verrocchio, y solo a él, para que me proporcionara algo digno de honrar al Creador.

Navekhen, una sombra a las espaldas de su protegido desde que abandonase el taller, mostró un especial interés en las últimas palabras del caballero. Ya se disponía a hacerle señas para que le tirase de la lengua, cuando este se adelantó. Un Leonardo inquisitivo... Bien, eso no podía sorprender a nadie.

¿El buen padre? ¿A quién os referís, Ser Michele?

El aludido dedicó algunos instantes más a perderse en la contemplación de su encargo.

Yo ya no abandono estos muros —dijo, al fin—. Desde que mi querida esposa falleció y caí enfermo, no encuentro necesidad de hacerlo. Pero una vez al año, al menos, me gusta acudir a la capilla de la familia y elevar una plegaria por la salvación de su alma.

»En mi última visita, alguien se me acercó en la oscuridad del recinto. Quizá la devoción me embargó con tal intensidad que fui bendecido con un rapto místico, porque me pareció ver a la Santísima Madre de Cristo ante mí, con los ojos más tiernos, la sonrisa más serena y una luz cálida que emanaba de su rostro. O quizá... Bueno, admito que mi vista ya no es lo que era. Quien sí me abordó fue uno de los religiosos, una alta figura encapuchada que se inclinó, me deseó la paz y expresó, en susurros, lo mucho que la ofrenda de un arcángel San Miguel complacería a Nuestro Señor. «Porque él», añadió, «será quien os conduzca a vuestra esposa y a vos en vuestra ascensión al cielo».

»Le respondí que nada me complacería más, y que correría a por un artesano que se ocupara de ello no bien averiguase quién realizaría el mejor trabajo. El religioso me señaló entonces el exquisito cuadro de la Madonna que se exhibe en el ábside. Ya fuese por el talento del pintor, por la belleza de su modelo, por inspiración divina o por todo lo anterior, era cierto que siempre me había conmovido profundamente.

»Mi consejero desapareció. Averigüé que tu maestro había sido el artífice de aquella hermosa obra y le rogué que usara todo su talento al completar la mía. Ahora que la tengo delante, siento una inmensa paz de espíritu, la paz que él me deseó. Dale mis más sinceras gracias, hijo, y que Dios te guarde a ti también.

Leonardo inclinó la cabeza y se despidió; recordaba el día en que Verrocchio recibió la comisión y no encontró necesidad de seguir preguntando. En cualquier caso, no dejó de notar lo pensativo que su compañero se había quedado tras la charla. De vuelta al taller, este paró en un callejón vacío, tocó su visor y pronunció un simple «Draadan-mekk, ¿dónde estás?» en lengua toscana. El aprendiz aguardó, expectante. De todas las cosas que se había atrevido a pedirles, apenas le habían concedido una, que no utilizarían ese idioma desconocido en su presencia. Los consabidos triángulos se materializaron a ras del suelo y el convocado acudió. También lo hizo Neudan, a pesar de que nadie lo había llamado.

Supervisor, tengo un picorcillo en la nariz que voy a rascarme con toda celeridad —informó Navekhen al alto e imponente recién llegado, que no se había molestado en saludar. Un resumen de la conversación les fue ofrecido, junto con unas cuantas conclusiones personales. Tengo la impresión de que ese encargo no es tan inocente como parece. Merece la pena merodear un poco por la iglesia y averiguar lo que podamos sobre ese religioso tan devoto.

¿Piensas que Eal tiene algo que ver?

Pienso que esto apesta a provocación. Señalar a Andrea Verrocchio para pintar un arcángel... De todos los discípulos con los que cuenta hoy por hoy, ¿a quién crees que elegiría para posar? Las miradas de los visitantes convergieron en el único terráqueo presente—. Merece la pena echar un vistazo.

Bien, yo me ocuparé.

No, lo haré yo, no quiero que turbes la paz de una pacífica comunidad religiosa con tu sutileza de los últimos tiempos. Además, necesitaré que los vigías hagan una criba entre las grabaciones de los movimientos de todas las personas relacionadas con el taller, el tal Ser Michele y la iglesia, y me entiendo con ellos muchísimo mejor que tú.

No encontrarás gran cosa. El encargo se realizó antes de que contactáramos con el sujeto y nos centrásemos en Florencia. —Al sujeto, que estaba cavilando sobre quiénes eran los vigías, no le hizo mucha gracia el apelativo. No se puede monitorizar a todos los terráqueos, es más que evidente. Ni siquiera podemos mantenernos a nosotros mismos bajo control.

Aun así, es mejor que dar palos de ciego. Me marcho, mi encantador amigo. Y vosotros, sed amables y acompañadlo a casa.

Acercándose sin pudor al oído del joven para despedirse, Navekhen los abandonó con el mismo procedimiento que ellos habían usado para llegar. Draadan echó a andar, tan expresivo como una columna dórica, seguido por los más jóvenes.

Leonardo volvió a maravillarse de la compañía, de caminar con personas a los que él veía con claridad pero que eran ignorados por la multitud. No se atrevía a mirar a los lados ni a abrir la boca, a pesar de que había tantas cuestiones sobre las que se moría por interrogarlos. Jamás había imaginado, hasta entonces, que una caminata por Florencia podría convertirse en tan refinada tortura.

A Neudan, por su parte, le fascinaba observar al joven rubio, al recién descubierto alter ego de ese San Miguel al que los europeos profesaban tanta devoción. La idea lo hacía sonreír, por motivos que el artista no conocía aún. En contraste con sus camaradas, aquel terráqueo experimentaba una curiosidad genuina hacia lo que lo rodeaba, incluso mayor que la de él mismo. Su rostro se encendía con una pasión que por nada del mundo encontraría en el mordaz Navekhen ni, desde luego, en el hierático Draadan, o en cualquiera de los demás tripulantes. Cuando recorría las calles no dejaba de pasear los ojos por los elementos arquitectónicos, el curso del río, las nubes en el cielo. Giraba la cabeza siempre para seguir el vuelo de los pájaros; se paraba a palmear el flanco de los caballos que se le ponían a tiro y a acariciarles la cara y las crines; seguía, sobre todo, los pasos de las personas que hallaba atractivas o interesantes.

Las circunstancias no le permitían acompañarlo todo lo que hubiese querido. Cuando tenía la oportunidad, no soportaba desperdiciarla en silencio.

Estás muy callado, Leonardo aventuró—. No estarás preocupado por lo que ha dicho Navekhen, espero. Si hay algo detrás de todo esto, haremos lo posible por averiguarlo.

No es eso. —El florentino sonrió y habló con voz queda, bajando la cabeza. Mi maestro dice que hay ocasiones en las que me sorprende hablando solo. No le doy mayor importancia porque sucede en la intimidad del taller, pero si la gente pensara que converso con personas a las cuales únicamente yo puedo ver y escuchar... En estos tiempos es fácil ver al Demonio en todas partes.

Oh...

Neudan comprendió que estaba en lo cierto y se mordió la lengua. Draadan eligió aquel momento para decir:

Aprende del terráqueo, Neudan. Es más inteligente que tú.

Leonardo notó cómo el joven se enfurecía y enrojecía hasta la punta de los negros cabellos. Para quitarle hierro al asunto, continuó:

En cambio, nada malo hay en escuchar, y me apasionaría saber, si es posible, qué técnica usáis para obrar el prodigio.

Claro. —Neudan se irguió, desafiante, decidido a complacer a su protegido aun cuando la información no fuera apropiada para sus oídos—. Me he familiarizado con los avances de tu gente en el campo de la óptica, si bien no estoy seguro del alcance de tus conocimientos.

Mi maestro ha comenzado a instruirme sobre las obras de Euclides, Ptolomeo, Al-Hazen, Roger Bacon...

Ah, sí. Entonces sabrás que todo lo que vemos no es más que un reflejo de la luz que incide en los cuerpos, sea cual sea el estado físico de estos; esta luz reflejada determinará el tamaño, la forma y el color que captarán nuestros ojos, ¿lo entiendes?

, creo que sí.

Ahora bien, supón que el cuerpo en cuestión hubiera sido manipulado para que no se diera este fenómeno de reflexión, sino que la luz lo ignorara y pasase a su lado inalterada. O que se pudiera manipular el medio en torno suyo, en lugar de al cuerpo mismo, para que la luz se reflejase de una manera distinta a como debiera haberlo hecho en un principio, causando que unos objetos aparentasen ser otros diferentes.

¿Es eso posible? Sí, claro que lo es, perdonad, es una pregunta estúpida. Leonardo meditó estas palabras, boquiabierto, hasta que las sienes le palpitaron. Entiendo lo que decís. No llego a comprender el método, pero sí, si partimos de la base de que todo depende de nuestros ojos y lo que reciben... —Rumió un buen rato más—. Entonces la clave no está en manipular la percepción del que mira, como yo había supuesto, sino en el objeto mismo que es contemplado. Aun así... Aun así, ¿cómo se explicaría, pues, que yo vea lo que los demás no ven, si mis órganos son similares y estoy recibiendo las mismas imágenes que ellos? Oh, esperad, esperad. No somos tan similares. —Se rozó la nuca, allí donde le habían inoculado aquello que desconocía—. Es algo que habéis introducido en mí, ¿cierto? Algo que me permite ver lo mismo que vos, aunque pase desapercibido para el resto de la gente.

Neudan asintió, encantado de haber asistido a semejante línea de razonamiento. Lanzó, incluso, una mirada retadora a Draadan, que rebotó en su cogote y no obtuvo más resultados. El supervisor, una estatua andante cuyos claros cabellos castaños centelleaban bajo el sol, no había encontrado su diálogo merecedor de la más mínima atención.







***






Verrocchio, al igual que la mayoría de los artistas, nunca disponía habitaciones privadas en su taller para los aprendices jóvenes. Para ellos solía bastar un dormitorio comunal o cualquier rincón de las cocinas, en el caso de los sirvientes de la más baja categoría. El hecho de que el muchacho de Vinci poseyera su propio cuarto para dormir suscitaba, por supuesto, una cantidad variable de envidia y resquemor entre sus condiscípulos. Lo que muchos ignoraban era que tal distinción obedecía a ciertas razones que no estaban relacionadas con la apreciación del maestro por el talento de su alumno. Tenía que ver con una cierta necesidad de privacidad.

En la noche, Leonardo fue alertado por un pequeño sonido procedente de la entrada. La puerta se abrió, y una claridad temblorosa invadió la oscuridad perfecta del pequeño aposento. Como se esperaba, era su maestro, Andrea. Bizqueó y se incorporó a medias en el lecho, aún adormilado. El intruso sonrió, depositó la vela en la mesita y se sentó al borde de la cama. A una caricia cariñosa a lo largo de la pierna cubierta por la manta acompañó otro gesto mucho más inocente, en apariencia: el artista buscó un pequeño objeto entre sus ropas y lo depositó cerca de la vela. Un frasco de aceite.

El joven terminó de despertarse de golpe.

No llevas mucho rato acostado, espero. Verrocchio continuó con las caricias, subiendo a la altura de su cadera. Para que le llegasen los susurros, se inclinó sobre su rostro y le habló muy cerca de los labios. He pasado días y días anhelando tu compañía, y hoy, al fin, hay algo de paz en la casa. Quiero estar contigo, Leonardo.

Tras apartar unas pocas hebras rubias, le besó el cuello. Mientras lo hacía, la mano atrevida tiró de la ropa de cama y descubrió la figura del aprendiz, apenas cubierta por una larga camisa blanca. Los dedos rozaron la suave piel del interior de sus muslos, arrastrando la tela a medida que trepaban.

Leonardo se tensó. La situación no era nueva para él; ya la había vivido otras veces y, aunque no le agradaba, tampoco le causaba rechazo. Era una pequeña parte de su instrucción, de la relación entre maestro y alumno. En la antigua Grecia, le había explicado Andrea, los tutores forjaban un vínculo único con sus pupilos y obtenían un íntimo conocimiento de ellos a cambio de su sabiduría. Al igual que se abría la mente, así también se abría el cuerpo. No era, había añadido, sino otra manera de mostrar cariño y respeto.

Todos esos razonamientos podían tener sentido, pero eso era antes. Antes de saber que unos ojos ocultos permanecían fijos en él las veinticuatro horas del día.

Maestro... —Se revolvió, incómodo, en un intento por escapar de los brazos que ya le habían alzado la camisa hasta la cintura. Esta noche no...

Vamos, será rápido, llevo tanto tiempo deseándote que me será imposible hacerlo durar. Claro que los besos se convirtieron en lamidas ansiosasno tiene por qué ser así, si tú no quieres. No tengo por qué abandonarte sin procurarte tu parte de placer.

Maestro, por favor, creo que hay gente en el pasillo y podrían escucharnos —inventó, a la desesperada, maldiciéndose por no haber pensado de antemano en una excusa para librarse de ese tipo de apuros.

Pues si podrían escucharnos... tendrás que ser muy silencioso. Le deslizó un par de dedos en la boca y lo forzó a darse la vuelta, exponiendo una espalda y un trasero blancos y perfectos. Los contempló, arrobado, como en tantas otras ocasiones, y se llevó la mano libre a las calzas. Mi bello y talentoso erómeno... Mi Ganimedes...

Fueron interrumpidos por una sucesión de golpes en la puerta. Verrocchio frunció el ceño y mandó callar a Leonardo, confiando en que el inoportuno visitante desistiera. Por fortuna, siempre tenía la precaución de trabar el panel de madera.

Sus ilusiones fueron vanas, pues los golpes se repitieron.

Diles que te dejen en paz —susurró.

¡Márchate, necesito dormir! articuló el más joven, deseando justamente lo contrario.

Pero el insistente desconocido golpeó de nuevo, y Andrea hubo de enviar a su presa para que se librara de la molestia, solo para descubrir que fuera no había nadie. La puerta fue asegurada, la escena se repitió... El por entonces furioso maestro salió él mismo al corredor, decidido a hacer padecer los tormentos del infierno al gracioso que saboteaba sus planes. Ya no regresó. Leonardo aguantó todo lo que pudo y luego cayó en un sueño agitado.

Soñó que le crecían alas y una voz le encomendada la misión de guiar una hueste al cielo. Al mirar sobre su hombro, descubría que estaba aislado en un campo llano. Le llevaba un tiempo darse cuenta de la multitud de sombras que se proyectaban sobre la tierra. Mis huestes son invisibles, pensaba, hasta que la silueta de Neudan se le aparecía, quién sabía desde dónde, y le decía, con su característica amabilidad: «no; si son invisibles, no deben tener sombras, tú no puedes guiar a una tropa imperfecta». Entonces él se agachaba y procedía a recoger las sombras del suelo, una por una.

A la mañana siguiente despertó con la impresión de estar más agotado que al acostarse.




Pareces cansado, Leonardo. ¿No has dormido bien?

Un preocupado Neudan lo abordó después del desayuno, en un momento en que el aprendiz se había quedado a solas. Aún notaba en el gaznate la poca comida que había conseguido tragar después de sentarse a la mesa frente a Verrocchio, quien, milagrosamente, lo había saludado con naturalidad y no había dado señales de estar molesto por el incidente.

Gracias por vuestra preocupación, es que he dado unas cuantas vueltas en la cama. Intuyó que Navekhen se habría reído del chiste—. ¿Habéis logrado averiguar algo sobre ese religioso?

n no, pero Navekhen dice que los vigías tienen mucho trabajo por delante y...

El zumbido del transporte precedió la llegada de Draadan. El visitante de los ojos azul marino venía pisándole los talones, con un rostro que no presagiaba nada bueno. Libre del visor, mostraba la típica expresión de encogimiento que surge cuando se intenta caminar de puntillas junto a una bomba a punto de estallar.

Draadan, Navekhen-dabb...

¿Qué extremos puede alcanzar tu imbecilidad? fue el amable saludo con el que el supervisor interrumpió a Neudan. Acaban de informarme de lo que hiciste.

Por favor, aquí no.

Me es indiferente decirte esto aquí o en el vacío del espacio. Tenemos órdenes estrictas de no interferir a menos que se ponga en peligro directo nuestra búsqueda. Si tu defectuoso cerebro es capaz de entender ese concepto, habrás de saber que manipular a un terráqueo y luego alterar su percepción por el mero capricho de hacerlo son acciones que infringen los parámetros.

¿Mero capricho? El joven moreno casi se quedó sin aire—. ¡Iba a obligarlo a acostarse con él en contra de su voluntad! ¿No se supone que debemos...?

El terráqueo era libre para resistirse de haber querido hacerlo.La voz cortante de Draadan se impuso sobre la de su camarada. Posee la prudencia suficiente para saber que no le conviene poner en peligro su posición en esta casa. Prudencia: algo de lo que tú careces por completo.

Leonardo se sintió enrojecer hasta las orejas. De manera que anoche, todo el rato, Neudan había estado observándolos...

¡No puedes ordenarme en serio que me quede quieto en una situación así!

Draadan apartó las gafas de su rostro y le dedicó una mirada helada. El ámbar fosilizado que eran sus ojos bien podría haber encapsulado un insecto prehistórico.

Si vuelves a repetirlo, regresarás a la nave y no saldrás de ella en mucho tiempo, y nunca más te aceptaré bajo mi supervisión. ¿He estado claro? Y ahora vendrás conmigo. Ya no estás autorizado a bajar a tierra en solitario.

Desapareció a través de un portal. El aprendiz florentino giró la cabeza hacia Neudan, quien apretaba los puños para tratar de mantener bajo control la rabia que pintaba manchas rojas en sus mejillas. Evidentemente, no era un buen momento para hablar; a veces, no obstante, le resultaba imposible guardarse las palabras.

Te lo agradezco, Neudan, te lo agradezco mucho —susurró—, pero te ruego que no te inquietes más por mí, si eso ha de hacerte entrar en conflicto con tus compañeros.

Recibió un silencio atormentado como única respuesta; la presencia de un tercero en la habitación y de un equipo de vigilancia en las alturas no constituían el mejor aliciente para emprender un diálogo. Un ajuste en el visor y una triangulación certera lo condujeron tras los pasos de su camarada.

Que una corriente de viento estelar te consiga asientos de primera para asistir a una supernova gruñó Navekhen—. Después del tiempo que me he pasado pidiéndote que me tutees, ¿decides tomarte las confianzas con el crío? El crío, claro. Dios los cría...

¿Por qué el señor Draadan es tan poco amable con él? —preguntó un pesaroso Leonardo, ignorando el comentario.

Ahórrate el eufemismo, Draadan puede llegar a ser un perfecto bastardo. Lo cual es muy apropiado, dado que forma parte de su trabajo. —Suspiró—. Bien, no creo que contártelo vaya a acarrear consecuencias apocalípticas para los terráqueos: Draadan siempre se ha sentido furioso y decepcionado por la deserción de Eal. Se culpa a sí mismo, en parte, por no haber sabido anticiparlo; por lo que respecta al resto de la responsabilidad, le gusta atribuírsela a Neudan. Algo muy injusto, ya que el pobre chaval ha perdido la memoria, pero el hecho es que Eal era su amante.

¿Su... amante? ¿Y no le contó a dónde se marchaba? Ah, no, ha perdido la memoria. ¿Cómo sucedió? ¿Y por qué Draadan se sentía obligado a impedirlo?

«¿Y por qué? ¿Y por qué?» Un día te taparé la bocaza para que no puedas seguir crispándome los nervios con tus preguntitas, y doy fe de que no te gustará el tapón. O puede que sí, quién sabe. —Sonrió maliciosamente—. Siéntate, desgraciado, empezaré por el principio. Y nada enfatizó— de preguntas.

»Hagámoslo sencillo de entender. Imagina un navío en forma de pirámide perdido allá arriba, en el cielo, viajando a la deriva durante nadie sabe cuánto tiempo. No tiene tripulación, aunque sí posee la información necesaria para fabricar una. Porque has de saber algo, Leonardo: contando con la materia prima y el conocimiento, todo puede ser creado en el universo, y en eso los seres vivos no somos tan diferentes de las estrellas. El navío, pues, por razones que solo él conoce, decide que su tripulación tome forma. En algún momento, quinientos años atrás —año más, año menosmis compañeros y yo somos recreados, y el primer grupo de cinco despierta.

¿Qué? ¿Qué? ¿Cómo? —Los iris celestes flotaron en medio de un amplio mar blanco—. ¿Información? ¿Materia prima? Pero...

El dedo índice de Navekhen, aplicado a su nariz, cortó el resto de su interrogatorio. Ese mismo dedo se sacudió de derecha a izquierda, en un claro gesto de negación. Por más que el esfuerzo habría de causarle una úlcera de estomago, el muchacho captó la indirecta.

No puedo permitirme ser más explícito contigo, encanto. ¿Qué somos nosotros, qué es todo lo que nos rodea? Un... conjunto de notas sueltas, una lista de sustancias aromáticas. Escribe unas en el orden correcto y obtendrás una partitura; dosifica las otras y obtendrás una fórmula. Ya ves, con piezas pequeñas puedes crear música o un perfume.

»¿Por dónde iba...? Ah, sí: cinco tripulantes despiertos que se sorprenden un poquito por haber adquirido conciencia en ese preciso instante. Hazte cargo, no había nadie que les explicase la razón ni nuestra procedencia. ¿Somos descendientes de alguna civilización remota, enviados a explorar tierras muy lejanas? Aunque, por otro lado, compartimos tantas similitudes con los terráqueos que, ¿quién sabe? Tal vez hayamos surgido de la misma fuente.

»En fin, los cinco encuentran pronto su vocación, de acuerdo con las necesidades de la comunidad. Y es entonces cuando obtenemos a nuestro Primer Biólogo, nuestro Primer Navegante, nuestro Primer Geólogo y... sí, nuestro querido Primer Ingeniero. Y el quinto, por decisión unánime, es nombrado Primer Tripulante, o Vértice. Y es él quien decide que ha llegado el momento de despertar a todos los demás, incluida mi modesta persona. Formamos una sociedad férrea y eficientemente jerarquizada, mi pequeño amigo. Vale, sospecho que estás a punto de sufrir un paro cardíaco. Te permito una pregunta, y solo una.

Rio por lo bajo. Su generosidad no estaba exenta de crueldad, ya que obligar al joven a elegir una única pregunta, entre las docenas que se le venían a la mente, constituía una tortura tan refinada como las agujas bajo las uñas o las incisiones dentales en busca del nervio. Tras decidirse, Leonardo aventuró:

¿De verdad tenéis quinientos años?

Te dije que era mucho mayor que tú. —El volumen de su risa se incrementó—. Sí, esa es la edad que tengo, más o menos. No bromeábamos cuando te dijimos que la enfermedad y la vejez eran conceptos ajenos a nosotros, Leonardo. Y ya que esa ha sido una aclaración insustancial, puedes preguntar otra cosa.

Los ojos celestes mostraron tal melancolía que Navekhen supo enseguida cuál sería.

¿Qué he de hacer para que me permitáis subir a ese navío de los cielos?

Ya has subido a nuestro navío —respondió, casi con dulzura. Estabas inconsciente y no lo recuerdas. Con el tiempo, si el Vértice da su visto bueno, te será permitido volver y conocer al resto de la tripulación.

¿Puedo saber cuántos miembros tiene esa tripulación?

Seré magnánimo y contestaré a eso también: ochocientos diecinueve.

¿Ochocientos diecinueve? Qué numero tan particular... ¿Tiene algún significado especial?

Tienes los datos. Si añades el número trece, ¿serías capaz de ofrecerme tú mismo una explicación?

El número trece... Ponderó sus palabras. Al cabo de un rato, su rostro se iluminó. Buscó por la habitación algo para escribir y comenzó a garrapatear números—. Si formáis una comunidad jerarquizada, y llamáis Vértice a vuestro líder, y hay o había— cuatro segundos al mando... —Trazó entonces una figura geométrica—. Suponiendo, entonces, que poseáis una estructura piramidal con trece niveles, donde el vértice es uno, y el número de miembros de segundo nivel es cuatro, y el de tercer nivel es nueve, y el de cuarto es dieciséis... Así, hasta completar los trece, multiplicando cada número por sí mismo, obtenemos un resultado de ochocientos diecinueve.

¿Qué te parece? Además de tener una forma hermosa, esa cabecita tuya está muy bien amueblada. Navekhen acompañó la frase admirativa con una caricia entre los cabellos rubios—. ¿La causa de la elección de Eal, o su consecuencia? Hum... Y ya sé qué nuevas picardías bullen ahí dentro. Descarga tu artillería. O, si lo prefieres, me rendiré yo primero: pertenezco al humilde cuarto nivel.

Ah... ¿Y Draadan y Neudan?

El tercer nivel tiene sus particularidades. Cada uno de los miembros del segundo se autoasignaron un par de acólitos que los asistieran en su campo. Neudan, por ejemplo, era acólito del Primer Biólogo.

Pero eso hace ocho. ¿Y el noveno?

El noveno también tiene un cargo único e independiente, supervisa la seguridad. Es una tarea ingrata, a veces violenta, a veces arriesgada, y que...

Draadan —completó Leonardo—, Draadan se ocupa de la seguridad. Y lo llamáis supervisor.

Cierto.

Y puesto que ambos poseen el mismo rango, y es más elevado que el vuestro, bien podría ser esa la causa de que utilicéis esos extraños apelativos entre vosotros, mientras que ellos se llaman por sus nombres.

Los vocativos honoríficos, muy cierto otra vez. Sabes, estoy pensando que tu periodo de maduración podría ser más corto de lo que yo creía. —La comisura derecha de su boca se elevó.

Lo que no entiendo...

Quién lo diría.

... Lo que no entiendo es por qué os dirigís a Neudan como si fuera más joven. Es cierto que lo parece, por poco sentido que tenga, y que vuestro supervisor no lo trata con ningún respeto. Comprendo lo que me habéis contado de su relación con el tripulante desaparecido, pero...

Es complicado fue el prudente comienzo de Navekhen—. Aunque nuestros organismos resisten las heridas, las enfermedades y el envejecimiento, eso no significa que sean indestructibles. A lo largo de los años ha habido ocasiones en las que alguno de nosotros ha sufrido una suerte cruenta, por usar un término suave, y la pirámide siempre nos ha permitido recrear el cuerpo y volver a introducirle sus recuerdos hasta la fecha. —Cubrió los labios que por milésima vez iban a lanzarse a interrogarlo—. Sí, es posible obtener un duplicado perfecto, y no, no voy a explicarte el procedimiento. Si partes de la premisa de que cada uno de nuestros pensamientos y vivencias caben en un diario, la pirámide es una biblioteca que se actualiza a cada momento y que los almacena con intachable eficacia.

»La cuestión es que, antes de esfumarse, Eal destruyó o sustrajo los archivos con su memoria y la de Neudan. Y después lo mató.

Leonardo palideció, horrorizado.

¿Cómo pudo? ¿Cómo pudo hacerle algo así a su propio... a su propio amante?

Me gustaría ser capaz de resolverte esa duda, al menos. En fin, el cuerpo de Neudan fue recreado; o su cascarón, hablando con propiedad, ya que la falta de recuerdos no puede sino hacer de él una persona diferente. Su proceso de maduración aún no está completado; a pesar de la enorme cantidad de conocimientos que le hemos inculcado, nada reemplaza a la experiencia en la adquisición de sabiduría. Por eso es, anímicamente, como un muchacho. Y por eso lo han enviado con nosotros.

Después de todo lo que ha tenido que sufrir, no concibo que lo culpen por la deserción del Primer Ingeniero.

Yo tampoco. Es la suspicacia natural de nuestro supervisor.

Aunque Draadan jamás actúa por capricho, pensó. Me pregunto si hay algo que no me cuenta, si hay detalles que se me escapan y si... Oh, glorioso, estoy empezando a parecerme a nuestro querido Leonardo.







***







Tras regresar a su navío y cerciorarse de que Neudan no andaba suelto entre los terrestres, Draadan se dirigió al punto donde los vigías llevaban a cabo su labor. Los dos tripulantes, hombre y mujer, ambos del mismo nivel que Navekhen, se ocupaban de coordinar las monitorizaciones de cualesquiera personas o eventos que les ordenasen. Incluyendo a todos sus camaradas

¿Habéis conseguido obtener algún dato en el entorno del sujeto Michele de Becchi?

Todavía no, Draadan-mekk. Nos queda una importante cantidad de material por revisar.

¿Y qué os impide avanzar más rápido?

Hemos procesado millones de imágenes en menos de una rotación. Ten la seguridad de que ponemos todo nuestro empeño en la tarea, supervisor.

Simakhen, la mujer, utilizó un evidente tono de reproche. Draadan suspiró, se quitó el visor y desató la tensa coleta que mantenía sus cabellos bajo una férrea disciplina. Cuando se frotó los ojos con el índice y el pulgar, la vigía aprovechó para lanzarle una mirada especulativa.

Entiendo —dijo él, expresión conciliadora que, en su dialecto personal, debía significar «lo lamento, os he juzgado demasiado a la ligera, no volverá a ocurrir».

Hay muy pocas posibilidades de averiguar algo, ya lo sabes. Lo más probable es que el hecho no guarde relación con nuestra búsqueda.

Navekhen tiene la corazonada de que el religioso que se acercó al sujeto fue el mismo Eal o un enviado suyo, y la experiencia me ha enseñado que él no suele equivocarse.

Estadísticamente no, pero en este caso no sabemos qué dirección tomar. La comunidad religiosa está fuera de toda sospecha y no parece haber intrusos entre los parroquianos y damas devotas que frecuentan el recinto.

Seguid en ello.

Su atención se centró en la pantalla más amplia del puesto de observación de la vigía, que mostraba a su compañero mientras escuchaba las deducciones de Leonardo sobre la tripulación de la nave. Aunque su cara no dejaba traslucir sus emociones, estaba desconcertado, pues saltaba a la vista que no era un terráqueo corriente. «¿La causa de la elección de Eal, o su consecuencia?». Navekhen había vuelto a hacer la pregunta clave.

Hundió la mano en su melena y sacudió la cabeza. Puede que no fuese corriente, pero seguía siendo un terráqueo. Y problemático, además: Neudan estaba tan infatuado que su juicio era menor que el de un niño pequeño. Y, por la pirámide, que nunca he esperado gran cosa de él, pensó.

Lo mejor era seguir manteniendo las distancias tanto como fuera posible.

Los registros indican que han transcurrido más de veintiséis días desde la última vez que dormiste, Draadan-mekk. Va contra las directivas...

Los arcaicos pedazos de ámbar en los que a veces se transformaban sus ojos taladraron a la mujer, que se guardó el resto de la frase en las profundidades de su garganta. Las alusiones personales siempre obtenían el mismo recibimiento, sin importar si venían de un superior o de los vigías, quienes únicamente respondían ante el Vértice. Y tanto daba si le hacían notar el tiempo pasado desde su última siesta o desde su última experiencia sexual.

Ya tendría tiempo de dormir más tarde. Decidió echar un vistazo en esa iglesia, pero antes tocó otra de las pantallas y amplió la imagen de la pequeña capilla donde ya colgaba el cuadro de Verrocchio. Navekhen, más entendido que él en la materia, le había dicho que no era ninguna obra maestra; ejecutado con corrección, a lo sumo, puesto que el artista no destacaba en el campo de la pintura igual que podía hacerlo en otros. El ángel rubio guardaba cierto parecido con el modelo, aunque adolecía de un hieratismo que de ningún modo se encontraba en el original, mucho más expresivo, mucho más...

Volvió a frotarse los ojos. Solo era un maldito cuadro, ¿no? Un cuadro de una criatura alada oh, los terráqueos no tenían ni idea de lo divertidos que llegaban a ser— con un brazo levantado, señalando al cielo.




***





No se encontró nada que pudiese relacionar al Primer Ingeniero con el enigmático religioso. De hecho, y por lo que respecta a este último, fue como si se lo hubiese tragado la tierra, pues nadie ofreció pruebas de su existencia aparte de Michele de Becchi. Decidieron abandonar esa pista y seguir buscando, si bien Navekhen se sirvió de su sutil influencia sobre los vigías para que siempre conservasen el lugar bajo control. Todo se basaba en buscar y esperar.

Leonardo también hubo de esperar, una vez que se resignó a admitir que apenas era un objeto de estudio para los extraños navegantes, y que las gotas de conocimiento que recibiría de ellos compartirían la rareza de los diamantes. El tiempo pasaba con extraordinaria lentitud para los inmortales; dado que él no tenía tal lujo a su alcance, debía aprovechar el suyo.

1472 marcaba el comienzo de su veintena, lo que significaba que ya era un adulto, a nivel profesional y físico. Sus rasgos habían ganado carácter, su belleza se había definido. Su porte, alto y esbelto, realzado por sus ropas bien ceñidas, atraía aún más atención que antes cuando caminaba por las calles, aunque en aquel periodo no prestaba tanta atención a esas cosas. Lo más importante para él era su crecimiento personal, y por eso celebró su inscripción en el registro de la Compagnia di San Luca a la que también pertenecían su maestro y todos los artistas profesionales, un trámite que le otorgaba la facultad de recibir encargos a título personal. No por eso abandonó el taller donde se había formado.

Para su sorpresa, Navekhen lo invitó a beber en una taberna con la excusa de festejar su nuevo estatus, en la que era su primera salida en público con uno de ellos. Se desconcertó aúns cuando el mordaz navegante apareció con su uniforme de siempre. Al hacerle notar que atraería la atención de toda Florencia, los ojos azul marino chispearon. Su único y enigmático comentario al respecto fue «ya lo sabes, ellos verán lo que nosotros queramos que vean». Y sí que recibió miradas, una situación que a Leonardo se le antojaba tan desconcertante como las ocasiones previas en las que nadie había reparado en su presencia.

Brindo por tu entrada en sazón, mi encantador amigo —dijo Navekhen—. Estás un poco más alto que cuando te conocí y, decididamente,s guapo, si eso es posible. Es todo un espectáculo ver girar las cabezas de la gente cuando te dignas salir a cielo abierto. Has de recorrer el paseo del Arno con más frecuencia, será divertido comprobar si alguien acaba en el río.

»Y puesto que has alcanzado la madurez, lo que hay dentro de tu sangre comenzará a actuar: ya no envejecerás ni sufrirás los achaques de la edad. No has de preocuparte por tu apariencia. De la misma manera que el público observa mi uniforme y percibe un atuendo convencional, te observará a ti y percibirá el lógico paso de los años. Un pequeño fastidio, sí, que te permitirá disfrutar de una vida pública convencional y otra privada, más oculta, si así lo deseas.

¿Una vida privada?

Cuando tengas la edad de peinar canas venerables y quieras divertirte de noche como ahora, agradecerás la deliciosa circunstancia de poseer un cuerpo joven. Te lo digo en serio, muchacho, tienes que salir más a menudo y trabajar menos. Es una suerte que no puedas enfermar, considerando las horas que pasas encerrado en ese taller. Ah, y pierde cuidado, yo te enseñaré a usar la pequeña magia del disfraz.

Pero eso solo durará el tiempo que permanezcáis anclados a la Tierra. Puede que encontréis a vuestro objetivo muy pronto, o que os quedéis sin ese combustible del que me hablasteis y tengáis que partir sin más demora, con o sin vuestro Primer Ingeniero. En ese caso, lo que me habéis dado dejará de surtir efecto, si no me equivoco.

Navekhen dio un pensativo trago a su copa. La cuestión había surgido, al fin. Algo que no era fácil de tratar.

Nuestros organismos son diferentes de los vuestros. Lo que para nosotros es un proceso natural, en un terráqueo ha de ser inducido; de hecho, pasado un tiempo deberemos volver a inocularte. Y las inoculaciones se volverán más frecuentes a medida de pierdan eficacia, ya que nuestra tecnología no es compatible al cien por cien con vuestra fisiología.

»No desesperes, algo me dice que permaneceremos por aquí un periodo muy, muy largo. ¿Y sabes por qué? Porque el Primer Ingeniero es un tipo muy, muy inteligente.

Alzó la copa y propuso un brindis.

Por el futuro y por... Vaya, supervisor, has venido. Toma una silla y siéntate; el vino es pasable y la compañía inmejorable.

Draadan se sentó en silencio, parapetado tras la austera imagen que ofrecía su uniforme. Navekhen se ahorró las burlas y le pasó una copa. En gesto de consideración, el recién llegado se retiró el visor.

Apenas era la tercera vez, en dos años, que Leonardo tenía ocasión de contemplar sus rasgos al descubierto. Memorizó cada curva, cada ángulo, cada matiz de color que la mezquina claridad le permitía estudiar. Algún día, cuando su técnica fuera intachable y le hiciese justicia, pintaría aquel rostro. Le suplicaría que posara para él y, si no accedía a hacerlo, tomaría apuntes a escondidas o trataría de evocar los detalles que estaba atesorando en su memoria.

Si alguna vez había concebido un ideal de la belleza, tenía que estar allí, en aquella taberna; en aquellos ojos del color de la miel, el fuego y el ámbar, en los que la luz de las velas hacía danzar un par de diminutas chispas doradas.




 



      
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