Leonardo
mezcló pigmento
de tierra verde en la paleta, tal y como le había
enseñado
su
maestro, impregnó el
pincel con la zurda y aplicó
unas
delicadas pinceladas a la tabla que se alzaba ante él. Lo encontraba
fastidioso; suponía
que era más cómodo
preparar
los colores directamente en el soporte con el que estuviera
trabajando, y así
poder
usar las dos manos con libertad. Pero Verrocchio era un firme
partidario de la ortodoxia y el método
entre sus alumnos jóvenes,
y él
no deseaba contrariarlo. ¿Acaso
no le había
otorgado ya una gran muestra de benevolencia confiándole
el paisaje de aquella Virgen con el Niño?
Más aún,
le había
dado carta blanca, y la falta de presiones le permitía poner los
cinco sentidos en el cuadro.
El
maestro le había
recriminado en ocasiones su falta de interés
y concentración
en cualquier tema una vez que había
conseguido dominarlo. No se podía
negar su inconstancia. Ahora bien, también
era cierto que se volvía
ciego a todo lo que lo rodeaba cuando su atención
era capturada por algo. Así
había
ocurrido entonces: tan
abstraído
estaba en la tarea que ni siquiera se percataba de los pequeños
deslices de Nicola, el aprendiz, quien le servía
de asistente. Mientras
Verrocchio
conseguía
inculcar una cierta disciplina en el crío
a base de pescozones, Leonardo
era
incapaz de levantarle la mano. Simplemente enmendaba sus
faltas
él
mismo, sin decir una palabra.
No,
era
indudable que
no carecía
de capacidad de concentración.
Tanto era así,
que tardó una
hora en notar el aliento que le templaba la nuca. Al volverse para
averiguar la causa de la incomodidad, se dio de bruces con la media
sonrisa de
Navekhen. Respingó,
jadeó,
casi dejó caer
la paleta al suelo; con el rostro encarnado, paseó
la vista
por la habitación,
preguntándose
cómo
era posible que nadie más
reparase
en el llamativo intruso que espiaba su labor tan tranquilo. Aparte de
Nicola, que reía su extravagancia al ponerse a brincar sin motivo,
nadie más mostraba
la más mínima
sorpresa. Obviamente, porque solo lo veía
él. El
extraño le hizo señas con la cabeza, instándolo
a continuar,
pero la atención
del joven se había
ido al garete. Soltó
los
utensilios en la mesa, salió
del
taller a paso rápido
y se detuvo junto a un recodo discreto de la galería, al pie de una
ventana abierta. Como esperaba, Navekhen lo siguió.
Leonardo
no era una persona acostumbrada a suplicar. Con todo, la actitud de
sus visitantes solía
provocarle el impulso de caer de rodillas y rogarles que compartiesen
con él
unas migajas de su
ilimitada sabiduría.
Claro que tampoco era un simple o un ingenuo, ni mucho menos; estaba
seguro de que algo así
no le
reportaría más que una vana humillación. Lo que ellos quisieran
darle o pedirle se lo harían
saber en su momento. Habría
de contentarse con esperar.
Y
esperaba. Lo había
hecho durante días,
deseando que su tarea más importante, localizar al camarada
desaparecido, les concediese un hueco para venir a verlo. Esperaba
con inquietud, sentado en el proverbial barril de pólvora, sabiendo
que lo mantenían vigilado a distancia la mayor parte del tiempo —en
base a cuáles
procedimientos, por cierto, era una pregunta que el florentino se
hacía a menudo—.
Al final,
tras entender que la incertidumbre era letal para su rendimiento,
había
aceptado que tenía
que continuar con su vida y su aprendizaje, pues su maestro no
aceptaría
medias tintas. Aquel primer paisaje confiado por completo a sus
pinceles era la prueba de que lo estaba consiguiendo.
Hasta
entonces.
—¿Cuánto
tiempo llevabais ahí?
¿De qué
medios os
valéis
para que solo
yo pueda veros? —preguntó
en voz
baja en cuanto Navekhen se puso a tiro.
—Mis
saludos a ti también,
querido Leonardo —replicó
este, con
sorna—.
Las respuestas a tus preguntas serían
«bastante»
y «son
complicados».
Quería
verte trabajar para comprobar si lo que te hizo mi superior fugitivo,
Eal, se manifestaba de alguna manera a través
de tus talentos. Y antes de que me interrogues, no, no he logrado
descubrir nada todavía,
pero me alegra encontrarte en buen estado de salud. A ti y a tu
lengua.
—Lo
lamento, no pretendía ser rudo con vos. Me alegra mucho volver a
ver...
—Oh,
sí que
eres
rudo conmigo. Siempre
tan formal, a pesar de que te he dicho un número
cansino de veces que no me trates de vos.
Se diría
que encuentras un perverso placer en contrariarme.
—Yo
nunca os...
—Leonardo,
¿qué haces
ahí? —La
voz de Verrocchio, aproximándose
por la galería,
lo sobresaltó—.
Y con el fondo de la tabla aún
sin terminar. Ese cabeza a pájaros
de Nicola me dijo que habías
huido como si hubieses visto una aparición.
Y
aparentemente sigo viéndola,
pensó el joven, dada
la total falta de reacción
del maestro ante la presencia de su acompañante.
Por el rabillo del ojo espió
a Navekhen, quien,
relajado y burlón,
retrocedía fuera del alcance del recién
llegado.
—Mis
disculpas, maestro, necesitaba un poco de aire.
—También
hay ventanas en el estudio. ¿Te
encuentras mal? —Antes
de obtener una respuesta, añadió—:
En ese caso, vístete
para salir. Ser Michele de Becchi ha enviado a su criado a recoger la
tabla del ángel
que encargó,
y quiero que vayas con él
para que aprecie el parecido. El paseo te sentará
bien,
aunque no creo que tengas mal color. De hecho, estás
ruborizado.
Le
tomó la
barbilla,
lo inspeccionó bajo
la claridad y aprovechó la ausencia de testigos para depositar un
beso en la comisura de sus labios. Y habría
ido más
allá si el azorado muchacho no hubiese huido a cumplir sus órdenes.
Por
supuesto, Navekhen lo siguió.
La
casa de Ser Michele, próxima
a la Piazza della Signoria, era una gloria de viejos tiempos, amplia
y opulenta, siempre sumida en la penumbra. El olor a humedad, los
ajados tapices y cortinas, los muebles pasados de moda... Todo
contribuía
a crear una atmósfera
particular
que disgustaba al aprendiz, más aficionado a la sencillez.
El
amo de la casa los esperaba, a él
y al cuadro, en una pequeña sala de la planta baja cuyas ventanas
fueron abiertas de par en par para permitir el paso de la luz. Aparte
de aparentar más edad de la real, no poseía
ningún
rasgo sobresaliente; una manta cubría
su pierna derecha, posible signo de que no solía
abandonar aquellas paredes. Su rostro avejentado se posó
en el
paquete rectangular y después
se levantó hacia
el alto aprendiz de ondulados cabellos rubios que se lo presentaba.
—Ser
Michele —comenzó
Leonardo,
con su voz bien modulada. Que fuera joven no quería
decir que careciese del don de la elocuencia—.
Mi maestro Verrocchio os envía
vuestro encargo con sus respetos, y os...
—Luego,
luego, muchacho. Muéstramelo,
muéstrame
el cuadro.
Obedeció,
apartando la tela que ocultaba la imagen en tonos blancos, amarillos
y dorados de un ángel
en actitud de guía.
La semejanza entre ambos era evidente, y el dueño de la casa alternó
la vista entre uno y otro, tan complacido que parecía
al borde de sufrir un rapto místico.
—Ah...
Hermoso, muy hermoso, sí.
Y tú, muchacho,
eres en verdad un ángel.
Ven, acércate,
deja que os vea bien, tanta luz me ciega. —Así
lo hizo. Cuando
el hombre estiró una
mano de dedos hinchados, Leonardo
se temió,
por un momento, que pretendiese acariciarlo. Se detuvo, no obstante,
antes de atreverse a ello—.
El buen padre tenía
razón: debía
acudir a Verrocchio, y solo a él,
para que me proporcionara algo digno de honrar al Creador.
Navekhen,
una sombra a las espaldas de su protegido
desde que abandonase el taller, mostró
un
especial interés
en las últimas
palabras del caballero. Ya se disponía
a hacerle señas
para que le tirase de la lengua, cuando este se adelantó.
Un Leonardo inquisitivo...
Bien, eso
no podía sorprender
a nadie.
—¿El
buen padre? ¿A
quién
os referís,
Ser Michele?
El
aludido dedicó
algunos
instantes más
a perderse en la contemplación
de su encargo.
—Yo
ya no abandono estos muros —dijo,
al fin—.
Desde que mi querida esposa falleció
y caí
enfermo,
no encuentro necesidad de hacerlo. Pero una vez al año, al menos, me
gusta acudir a la capilla de la familia y elevar una plegaria por la
salvación
de su alma.
»En
mi última
visita, alguien se me acercó
en la
oscuridad del recinto. Quizá la devoción me embargó con tal
intensidad que fui bendecido con un rapto místico, porque me pareció
ver a la Santísima Madre de Cristo ante mí, con los ojos más
tiernos, la sonrisa más serena y una luz cálida que emanaba de su
rostro. O quizá... Bueno, admito que mi vista ya no es lo que era.
Quien sí me abordó fue uno de los religiosos, una
alta figura encapuchada que se inclinó,
me deseó
la paz y
expresó,
en susurros, lo mucho que la ofrenda de un arcángel
San Miguel complacería
a Nuestro Señor.
«Porque
él»,
añadió,
«será
quien os
conduzca a vuestra esposa y a vos en vuestra ascensión
al cielo».
»Le
respondí que
nada me complacería
más, y
que correría a por
un artesano que se ocupara de ello no bien averiguase
quién realizaría
el mejor trabajo. El religioso me señaló
entonces
el exquisito cuadro de la Madonna
que
se exhibe en el ábside.
Ya fuese por el talento del pintor, por la belleza de su modelo, por
inspiración
divina o por todo lo anterior, era cierto que siempre me había
conmovido profundamente.
»Mi
consejero desapareció.
Averigüé que
tu maestro había
sido el artífice
de aquella hermosa obra y le rogué
que usara
todo su talento al completar la mía.
Ahora que la tengo delante, siento una inmensa paz de espíritu,
la paz que él
me deseó.
Dale mis más
sinceras gracias, hijo, y que Dios te guarde a ti también.
Leonardo
inclinó la
cabeza y se despidió;
recordaba el día
en que Verrocchio recibió
la
comisión
y no encontró
necesidad
de seguir preguntando. En cualquier caso, no dejó
de notar
lo pensativo que su compañero se había
quedado tras la charla.
De vuelta
al taller, este paró en un callejón vacío,
tocó su
visor
y pronunció un
simple «Draadan-mekk,
¿dónde
estás?» en
lengua toscana. El aprendiz aguardó,
expectante. De todas las cosas que se había
atrevido a pedirles, apenas le habían
concedido una, que no utilizarían
ese idioma desconocido en su presencia. Los consabidos triángulos
se materializaron a ras del suelo y el convocado acudió.
También
lo hizo Neudan, a pesar de que nadie lo había
llamado.
—Supervisor,
tengo un picorcillo en la nariz que voy a rascarme con toda celeridad
—informó
Navekhen
al alto e imponente recién
llegado, que no se había
molestado en saludar. Un resumen de la conversación
les fue ofrecido, junto con unas cuantas conclusiones personales—.
Tengo la impresión
de que ese encargo no es tan inocente como parece. Merece la pena
merodear un poco por la iglesia y averiguar lo que podamos sobre ese
religioso tan devoto.
—¿Piensas
que Eal tiene algo que ver?
—Pienso
que esto apesta a provocación.
Señalar
a Andrea Verrocchio para pintar un arcángel...
De todos los discípulos
con los que cuenta hoy por hoy, ¿a
quién
crees que elegiría
para posar? —Las
miradas de los visitantes convergieron en el único
terráqueo
presente—.
Merece la pena echar un vistazo.
—Bien,
yo me ocuparé.
—No,
lo haré
yo, no quiero que turbes la paz de una pacífica
comunidad religiosa con tu sutileza de los últimos
tiempos. Además,
necesitaré que
los vigías hagan una criba entre las grabaciones de los movimientos
de todas las personas relacionadas con el taller, el tal Ser Michele
y la iglesia, y me entiendo con ellos muchísimo
mejor que tú.
—No
encontrarás
gran cosa. El encargo se realizó
antes de
que contactáramos
con el sujeto y nos centrásemos
en Florencia. —Al
sujeto,
que estaba cavilando sobre quiénes
eran los vigías,
no le hizo mucha gracia el apelativo—.
No se puede monitorizar a todos los terráqueos, es
más que
evidente. Ni siquiera podemos mantenernos a nosotros mismos bajo
control.
—Aun
así, es
mejor que dar palos de ciego. Me marcho, mi encantador amigo. Y
vosotros, sed amables y acompañadlo
a casa.
Acercándose
sin pudor al oído
del joven para despedirse, Navekhen los abandonó
con el
mismo procedimiento que ellos habían
usado para llegar. Draadan echó
a andar,
tan expresivo como una columna dórica,
seguido
por los más jóvenes.
Leonardo
volvió a
maravillarse de la compañía, de caminar con personas a los que él
veía con
claridad pero que eran ignorados por la multitud. No se atrevía
a mirar a los lados ni a abrir la boca, a pesar de que había
tantas cuestiones sobre las que se moría
por interrogarlos. Jamás
había
imaginado, hasta entonces, que una caminata por Florencia podría
convertirse en tan refinada tortura.
A
Neudan, por su parte, le fascinaba observar al joven rubio, al recién
descubierto alter
ego de
ese San Miguel al que los europeos profesaban tanta devoción.
La idea lo hacía
sonreír,
por motivos que el artista no conocía
aún. En
contraste con sus camaradas, aquel terráqueo experimentaba una
curiosidad genuina hacia lo que lo rodeaba, incluso mayor que la de
él
mismo. Su rostro se encendía
con una pasión
que por nada del mundo encontraría
en el mordaz Navekhen ni, desde luego, en el hierático
Draadan, o en cualquiera de los demás
tripulantes. Cuando recorría
las calles no dejaba de pasear los ojos por los elementos
arquitectónicos,
el curso del río,
las nubes en el cielo. Giraba la cabeza siempre para seguir el vuelo
de los pájaros;
se paraba a palmear el flanco de los caballos que se le ponían
a tiro y a acariciarles la cara y las crines; seguía,
sobre todo, los pasos de las personas que hallaba atractivas o
interesantes.
Las
circunstancias no le permitían
acompañarlo
todo lo que hubiese
querido. Cuando tenía
la oportunidad, no soportaba desperdiciarla en silencio.
—Estás
muy callado, Leonardo —aventuró—.
No estarás
preocupado por lo que ha dicho Navekhen, espero. Si hay algo detrás
de todo esto, haremos lo posible por averiguarlo.
—No
es eso. —El
florentino sonrió y
habló con
voz queda, bajando la cabeza—.
Mi maestro dice que hay ocasiones en las que me sorprende hablando
solo. No le doy mayor importancia porque sucede en la intimidad del
taller, pero si la gente pensara que converso con personas a las
cuales únicamente
yo puedo ver y escuchar... En estos tiempos es fácil
ver al Demonio en todas partes.
—Oh...
Neudan
comprendió
que estaba en lo cierto y se
mordió la
lengua. Draadan eligió
aquel
momento para decir:
—Aprende
del terráqueo,
Neudan. Es más
inteligente que tú.
Leonardo
notó cómo
el joven se enfurecía
y enrojecía
hasta la punta de los negros cabellos. Para quitarle hierro al
asunto, continuó:
—En
cambio, nada malo hay en escuchar, y me apasionaría
saber, si es posible, qué
técnica usáis
para obrar el prodigio.
—Claro.
—Neudan se irguió,
desafiante, decidido a complacer a su protegido aun cuando la
información
no fuera apropiada para sus oídos—.
Me he
familiarizado con los avances de tu gente en el campo de la óptica,
si bien no estoy seguro del alcance de tus conocimientos.
—Mi
maestro ha comenzado a instruirme sobre las obras de Euclides,
Ptolomeo, Al-Hazen, Roger Bacon...
—Ah,
sí.
Entonces sabrás
que todo lo que vemos no es más
que un reflejo de la luz que incide en los cuerpos, sea cual sea el
estado físico
de estos; esta luz reflejada determinará
el tamaño,
la forma y el color que captarán
nuestros ojos, ¿lo
entiendes?
—Sí,
creo que sí.
—Ahora
bien, supón
que el cuerpo en cuestión
hubiera
sido manipulado para que no se diera este fenómeno
de reflexión,
sino que la luz lo ignorara y pasase a su lado inalterada. O que se
pudiera manipular el medio en torno suyo, en lugar de al cuerpo
mismo, para que la luz se reflejase de una manera distinta a como
debiera haberlo hecho en un principio, causando que unos objetos
aparentasen ser otros diferentes.
—¿Es
eso posible? Sí,
claro que lo es, perdonad, es una pregunta estúpida.
—Leonardo
meditó estas
palabras, boquiabierto, hasta que las sienes le palpitaron—.
Entiendo lo que decís.
No llego a comprender el método,
pero sí,
si partimos de la base de que todo depende de nuestros ojos y lo que
reciben... —Rumió
un buen
rato más—.
Entonces la clave no está
en
manipular la percepción
del que mira, como yo había
supuesto, sino en el objeto mismo que es contemplado. Aun así...
Aun así, ¿cómo
se explicaría,
pues, que yo vea lo que los demás
no ven, si mis órganos
son similares y estoy recibiendo las mismas imágenes
que ellos? Oh, esperad, esperad. No somos tan similares. —Se
rozó la nuca, allí donde
le habían
inoculado aquello que desconocía—.
Es algo que habéis
introducido en mí,
¿cierto?
Algo que me permite ver lo mismo que vos, aunque pase desapercibido
para el resto de la gente.
Neudan
asintió,
encantado de haber asistido a semejante línea
de razonamiento. Lanzó,
incluso, una mirada retadora a Draadan, que rebotó
en su
cogote y no obtuvo más
resultados. El supervisor, una estatua andante cuyos claros cabellos
castaños centelleaban bajo el sol, no había
encontrado su diálogo
merecedor de la más
mínima atención.
***
Verrocchio,
al igual que la mayoría
de los artistas, nunca disponía
habitaciones privadas en su taller para los aprendices jóvenes.
Para ellos solía
bastar un dormitorio comunal o cualquier rincón
de las cocinas, en el caso de los sirvientes de la más
baja categoría.
El hecho de que el muchacho de Vinci poseyera su propio cuarto para
dormir suscitaba, por supuesto, una cantidad variable de envidia y
resquemor entre sus condiscípulos.
Lo que muchos ignoraban era que tal distinción
obedecía
a ciertas razones que no estaban relacionadas con la apreciación
del maestro por el talento de su
alumno. Tenía
que ver con una cierta necesidad de privacidad.
En
la noche, Leonardo fue alertado por un pequeño sonido procedente de
la entrada. La puerta se abrió,
y una claridad temblorosa invadió
la
oscuridad perfecta del pequeño aposento. Como se esperaba, era su
maestro, Andrea. Bizqueó
y se
incorporó a
medias en el lecho, aún
adormilado. El intruso sonrió,
depositó la
vela en la mesita y se sentó
al borde
de la cama. A una caricia cariñosa
a lo largo de la pierna cubierta por la manta acompañó otro gesto
mucho más
inocente, en apariencia: el artista buscó
un
pequeño objeto entre sus ropas y lo depositó
cerca de
la vela. Un frasco de aceite.
El
joven terminó de
despertarse de golpe.
—No
llevas mucho rato acostado, espero. —Verrocchio
continuó
con las caricias,
subiendo a la altura de su cadera. Para que le llegasen los susurros,
se inclinó sobre
su rostro y le habló
muy cerca
de los labios—.
He pasado días
y días
anhelando tu compañía,
y hoy, al fin, hay algo de paz en la casa. Quiero estar contigo,
Leonardo.
Tras
apartar unas pocas hebras rubias, le besó el cuello. Mientras lo
hacía,
la mano atrevida tiró
de la
ropa de cama y descubrió
la figura
del aprendiz, apenas cubierta por una larga camisa blanca. Los
dedos rozaron
la suave piel del interior de sus muslos, arrastrando la tela a
medida que trepaban.
Leonardo
se tensó.
La situación
no era nueva para él;
ya la había
vivido otras veces y, aunque no le agradaba, tampoco le causaba
rechazo. Era una pequeña parte de su instrucción,
de la relación
entre maestro y alumno. En la antigua Grecia, le había
explicado Andrea, los tutores forjaban un vínculo
único
con sus pupilos y obtenían
un íntimo
conocimiento de ellos a cambio de su sabiduría.
Al igual que se abría
la mente, así
también
se abría
el cuerpo. No era, había
añadido,
sino otra manera de mostrar cariño y respeto.
Todos
esos razonamientos podían
tener sentido, pero eso era antes.
Antes de saber que unos ojos ocultos permanecían
fijos en él
las veinticuatro horas del día.
—Maestro...
—Se
revolvió, incómodo,
en
un intento por escapar de los brazos que ya le habían
alzado la camisa hasta la cintura—.
Esta noche no...
—Vamos,
será rápido,
llevo tanto tiempo deseándote
que me será
imposible
hacerlo durar. Claro que —los
besos se convirtieron en lamidas ansiosas—
no tiene
por qué ser así,
si tú no
quieres. No tengo por qué
abandonarte
sin procurarte tu parte de placer.
—Maestro,
por favor, creo que hay gente en el pasillo y podrían
escucharnos —inventó,
a la desesperada, maldiciéndose
por no haber pensado de antemano en una excusa para librarse de ese
tipo de apuros.
—Pues
si podrían
escucharnos... tendrás
que ser muy silencioso. —Le
deslizó un
par de dedos en la boca y lo forzó
a darse
la vuelta, exponiendo una espalda y un trasero blancos y perfectos.
Los contempló,
arrobado, como en tantas otras ocasiones, y se llevó
la mano
libre a las calzas—.
Mi bello y talentoso erómeno...
Mi Ganimedes...
Fueron
interrumpidos por una sucesión de golpes en la puerta. Verrocchio
frunció el ceño y mandó callar a Leonardo, confiando en que el
inoportuno visitante desistiera. Por fortuna, siempre tenía
la precaución
de trabar el panel de madera.
Sus
ilusiones fueron vanas, pues los golpes se repitieron.
—Diles
que te dejen en paz —susurró.
—¡Márchate,
necesito dormir! —articuló
el más
joven, deseando justamente lo contrario.
Pero
el insistente desconocido
golpeó de
nuevo, y Andrea hubo de enviar a su presa para que se librara de la
molestia, solo para descubrir que fuera no había
nadie. La puerta fue asegurada, la escena se repitió...
El por entonces furioso maestro salió
él mismo
al corredor, decidido a hacer padecer los tormentos del infierno al
gracioso que saboteaba sus planes. Ya no regresó.
Leonardo aguantó
todo lo
que pudo y luego cayó
en un
sueño
agitado.
Soñó
que le crecían
alas y una voz le encomendada la misión
de guiar una hueste al cielo. Al mirar sobre su hombro, descubría
que estaba aislado en un campo llano. Le llevaba un tiempo darse
cuenta de la multitud de sombras que se proyectaban sobre la tierra.
Mis
huestes son invisibles, pensaba,
hasta que la silueta de Neudan se le aparecía,
quién sabía
desde dónde,
y le decía,
con su característica
amabilidad: «no;
si son invisibles, no deben
tener sombras, tú no
puedes guiar a una tropa imperfecta».
Entonces él
se agachaba y procedía
a recoger las sombras del suelo, una por una.
A
la mañana siguiente despertó
con la
impresión
de estar más
agotado que al acostarse.
—Pareces
cansado, Leonardo. ¿No
has dormido bien?
Un
preocupado Neudan lo abordó
después
del desayuno, en un momento en que el aprendiz se había
quedado a solas. Aún
notaba en el gaznate la poca comida que había
conseguido tragar después
de sentarse a la mesa frente a Verrocchio, quien, milagrosamente, lo
había
saludado con naturalidad y no había
dado señales
de estar molesto por el incidente.
—Gracias
por vuestra preocupación,
es que he dado unas cuantas vueltas en la cama. —Intuyó
que
Navekhen se habría
reído
del chiste—.
¿Habéis
logrado averiguar algo sobre ese religioso?
—Aún
no, pero Navekhen dice que los vigías
tienen mucho trabajo por delante y...
El
zumbido del transporte precedió la llegada de Draadan. El visitante
de los ojos azul marino venía
pisándole
los talones, con un
rostro que
no presagiaba nada bueno. Libre del visor, mostraba la típica
expresión
de encogimiento que surge cuando se intenta caminar de puntillas
junto a una bomba a punto de estallar.
—Draadan,
Navekhen-dabb...
—¿Qué
extremos
puede alcanzar tu imbecilidad? —fue
el amable
saludo con el que el supervisor
interrumpió a
Neudan—.
Acaban de informarme de lo que hiciste.
—Por
favor, aquí no.
—Me
es indiferente decirte esto aquí
o en el
vacío
del espacio. Tenemos órdenes
estrictas de no interferir a menos que se ponga en peligro directo
nuestra búsqueda.
Si tu defectuoso cerebro es capaz de entender ese concepto, habrás
de saber que manipular a un terráqueo y luego alterar su percepción
por el mero capricho de hacerlo son acciones que infringen los
parámetros.
—¿Mero
capricho? —El
joven moreno casi se quedó
sin aire—. ¡Iba
a obligarlo a acostarse con él
en contra de su voluntad! ¿No
se supone que debemos...?
—El
terráqueo era libre para resistirse de haber querido hacerlo.
—La voz
cortante de Draadan se impuso sobre la de su camarada—.
Posee la
prudencia suficiente para saber que no le conviene poner en peligro
su posición
en esta casa. Prudencia: algo de lo que tú
careces
por completo.
Leonardo
se sintió enrojecer
hasta las orejas. De manera que anoche, todo el rato, Neudan había
estado
observándolos...
—¡No
puedes ordenarme en serio que me quede quieto en una situación
así!
Draadan
apartó las
gafas de su rostro y le dedicó
una
mirada helada. El ámbar
fosilizado que eran sus ojos bien podría
haber encapsulado un insecto prehistórico.
—Si
vuelves a repetirlo, regresarás
a la nave y no saldrás
de ella en mucho tiempo, y nunca más
te aceptaré bajo
mi supervisión. ¿He
estado claro? Y ahora vendrás
conmigo. Ya no estás
autorizado a bajar a tierra en solitario.
Desapareció
a través
de un portal. El aprendiz florentino giró
la cabeza
hacia Neudan, quien apretaba los puños para tratar de mantener bajo
control la rabia que pintaba manchas rojas en sus mejillas.
Evidentemente, no era un buen momento para hablar; a veces, no
obstante, le resultaba imposible guardarse las palabras.
—Te
lo agradezco, Neudan, te lo agradezco mucho —susurró—,
pero te ruego que no te inquietes más
por mí,
si eso ha de hacerte entrar en conflicto con tus compañeros.
Recibió
un
silencio
atormentado
como única
respuesta; la presencia de un tercero en la habitación
y de un equipo de vigilancia en las alturas no constituían
el mejor aliciente para emprender un diálogo.
Un ajuste
en el visor y una triangulación
certera lo condujeron tras los pasos de su camarada.
—Que
una corriente de viento estelar te consiga asientos de primera para
asistir a una supernova —gruñó
Navekhen—.
Después
del tiempo que me he pasado pidiéndote
que me tutees, ¿decides tomarte las confianzas con el crío?
El crío,
claro. Dios los cría...
—¿Por
qué el
señor Draadan es tan poco amable con él?
—preguntó
un
pesaroso Leonardo, ignorando el comentario.
—Ahórrate
el eufemismo, Draadan puede llegar a ser un perfecto bastardo. Lo
cual es muy apropiado, dado que forma parte de su trabajo. —Suspiró—.
Bien, no creo que contártelo
vaya a acarrear consecuencias apocalípticas
para los terráqueos: Draadan siempre se ha sentido furioso y
decepcionado por la deserción
de Eal. Se culpa a sí
mismo, en
parte, por no haber sabido anticiparlo; por lo que respecta al resto
de la responsabilidad, le gusta atribuírsela
a Neudan. Algo muy injusto, ya que el pobre chaval ha perdido la
memoria, pero el hecho es que Eal era su amante.
—¿Su...
amante? ¿Y
no le contó a dónde
se marchaba? Ah, no, ha perdido la memoria. ¿Cómo
sucedió? ¿Y
por qué Draadan
se sentía
obligado a impedirlo?
—«¿Y
por qué?
¿Y por qué?»
Un día
te taparé la
bocaza para que no puedas seguir crispándome
los nervios con tus preguntitas, y doy fe de que no te gustará
el tapón.
O puede que sí,
quién sabe. —Sonrió
maliciosamente—.
Siéntate,
desgraciado, empezaré
por el
principio. Y nada
—enfatizó—
de
preguntas.
»Hagámoslo
sencillo de entender. Imagina un navío
en forma de pirámide
perdido allá arriba,
en el cielo, viajando a la deriva durante nadie sabe cuánto
tiempo. No tiene tripulación,
aunque sí posee
la información
necesaria para fabricar una. Porque has de saber algo,
Leonardo:
contando con la materia prima y el conocimiento, todo puede ser
creado en el universo, y en
eso los
seres vivos no somos tan diferentes de las estrellas. El navío,
pues, por razones que solo él
conoce, decide que su tripulación
tome forma. En algún
momento,
quinientos años
atrás —año
más, año
menos— mis
compañeros
y yo somos recreados, y el primer grupo de cinco despierta.
—¿Qué?
¿Qué? ¿Cómo? —Los
iris celestes flotaron en medio de un amplio mar blanco—.
¿Información?
¿Materia
prima? Pero...
El
dedo índice
de Navekhen, aplicado a su nariz, cortó
el resto
de su interrogatorio. Ese mismo dedo se sacudió
de
derecha a izquierda, en un claro gesto de negación.
Por más
que el esfuerzo habría
de causarle una úlcera
de estomago, el muchacho captó
la
indirecta.
—No
puedo permitirme ser más
explícito
contigo, encanto. ¿Qué
somos
nosotros, qué es
todo lo que nos rodea? Un... conjunto de notas sueltas, una lista de
sustancias aromáticas.
Escribe unas en el orden correcto y obtendrás
una partitura; dosifica las otras y obtendrás
una fórmula.
Ya ves, con piezas pequeñas puedes crear música
o un perfume.
»¿Por
dónde iba...? Ah,
sí:
cinco tripulantes despiertos que se
sorprenden un poquito por
haber adquirido conciencia en ese preciso instante. Hazte cargo, no
había
nadie que les explicase
la razón
ni nuestra procedencia. ¿Somos
descendientes de alguna civilización
remota, enviados a explorar tierras muy
lejanas?
Aunque, por otro lado, compartimos tantas similitudes con los
terráqueos que, ¿quién
sabe? Tal vez hayamos surgido de la misma fuente.
»En
fin, los cinco encuentran pronto su vocación,
de acuerdo con las necesidades de la comunidad. Y es entonces cuando
obtenemos a nuestro Primer Biólogo,
nuestro Primer Navegante, nuestro Primer Geólogo
y... sí,
nuestro querido Primer Ingeniero. Y el quinto, por decisión
unánime,
es nombrado Primer Tripulante, o Vértice.
Y es él
quien decide que ha llegado el momento de despertar a todos los
demás,
incluida mi modesta persona. Formamos una sociedad férrea
y eficientemente jerarquizada, mi pequeño amigo. Vale, sospecho que
estás
a punto de sufrir un paro cardíaco.
Te permito una pregunta, y solo una.
Rio
por lo
bajo. Su generosidad no estaba exenta de crueldad, ya que obligar al
joven a elegir una única
pregunta, entre las docenas que se le venían
a la mente, constituía
una tortura tan refinada como las agujas bajo las uñas o las
incisiones dentales en busca del nervio. Tras decidirse, Leonardo
aventuró:
—¿De
verdad tenéis
quinientos años?
—Te
dije que era mucho mayor que tú.
—El
volumen de su risa se incrementó—.
Sí, esa
es la edad que tengo,
más o
menos. No bromeábamos
cuando te dijimos que la enfermedad y la vejez eran conceptos ajenos
a nosotros, Leonardo. Y ya que esa ha sido una aclaración
insustancial, puedes preguntar otra cosa.
Los
ojos celestes mostraron tal melancolía
que Navekhen supo enseguida cuál
sería.
—¿Qué
he de
hacer para que me permitáis
subir a ese navío
de los cielos?
—Ya
has subido a nuestro navío
—respondió,
casi con dulzura—.
Estabas inconsciente y no lo recuerdas. Con el tiempo, si el Vértice
da su visto bueno,
te será permitido
volver y
conocer al resto de la tripulación.
—¿Puedo
saber cuántos
miembros tiene esa tripulación?
—Seré
magnánimo
y contestaré a
eso también:
ochocientos diecinueve.
—¿Ochocientos
diecinueve? Qué
numero
tan particular... ¿Tiene
algún
significado especial?
—Tienes
los datos. Si añades el número
trece, ¿serías
capaz de ofrecerme tú
mismo una
explicación?
—El
número
trece... —Ponderó
sus
palabras. Al cabo de un rato, su rostro se iluminó.
Buscó por la habitación
algo para escribir y comenzó
a garrapatear números—.
Si
formáis
una comunidad jerarquizada, y llamáis
Vértice
a vuestro líder,
y hay —o
había— cuatro
segundos al mando... —Trazó
entonces
una figura geométrica—.
Suponiendo, entonces, que poseáis
una estructura piramidal con trece niveles, donde el vértice
es uno, y el número
de miembros de segundo nivel es cuatro, y el de tercer nivel es
nueve, y el de cuarto es dieciséis...
Así,
hasta completar los trece, multiplicando cada número
por sí mismo,
obtenemos un resultado de ochocientos diecinueve.
—¿Qué
te
parece? Además
de tener una forma hermosa, esa cabecita tuya está
muy bien
amueblada. —Navekhen
acompañó
la frase admirativa con una caricia entre los cabellos rubios—.
¿La
causa de la elección
de Eal, o su consecuencia? Hum... Y ya sé
qué nuevas
picardías bullen ahí
dentro.
Descarga tu artillería.
O, si lo prefieres, me rendiré
yo
primero: pertenezco al humilde cuarto nivel.
—Ah...
¿Y Draadan y Neudan?
—El
tercer nivel tiene sus particularidades. Cada uno de los miembros del
segundo se autoasignaron un
par de acólitos
que los asistieran en su campo. Neudan, por ejemplo, era acólito
del Primer Biólogo.
—Pero
eso hace ocho. ¿Y
el noveno?
—El
noveno también
tiene un cargo único
e independiente,
supervisa la seguridad. Es una tarea ingrata, a veces violenta, a
veces arriesgada, y que...
—Draadan
—completó
Leonardo—,
Draadan se ocupa de la seguridad. Y lo llamáis
supervisor.
—Cierto.
—Y
puesto que ambos poseen el mismo rango, y es más
elevado que el vuestro, bien podría
ser esa la causa de que utilicéis
esos extraños apelativos entre vosotros, mientras que ellos se
llaman por sus nombres.
—Los
vocativos honoríficos,
muy cierto otra vez. Sabes, estoy pensando que tu periodo de
maduración podría
ser más
corto de lo que yo creía.
—La
comisura derecha de su boca se elevó.
—Lo
que no entiendo...
—Quién
lo diría.
—...
Lo que no entiendo es por qué
os
dirigís
a Neudan como si fuera más
joven. Es cierto que lo parece, por poco sentido que tenga, y que
vuestro supervisor no lo trata con ningún
respeto. Comprendo lo que me habéis
contado de su relación
con el tripulante desaparecido, pero...
—Es
complicado —fue
el prudente comienzo de Navekhen—.
Aunque
nuestros organismos resisten las heridas, las enfermedades y el
envejecimiento, eso no significa que sean indestructibles. A lo largo
de los años ha habido ocasiones en las que alguno de nosotros ha
sufrido una suerte cruenta, por usar un término
suave, y la pirámide
siempre nos ha permitido recrear el cuerpo y volver a introducirle
sus recuerdos hasta la fecha. —Cubrió
los
labios que por milésima
vez iban a lanzarse a interrogarlo—.
Sí, es
posible obtener un duplicado perfecto, y no, no voy a explicarte el
procedimiento. Si partes de la premisa de que cada uno de nuestros
pensamientos y vivencias caben en un diario, la pirámide
es una biblioteca que se actualiza a cada momento y que los almacena
con intachable eficacia.
»La
cuestión
es que, antes de esfumarse, Eal destruyó
o
sustrajo los archivos con su memoria y la de Neudan. Y después
lo mató.
Leonardo
palideció,
horrorizado.
—¿Cómo
pudo? ¿Cómo
pudo hacerle algo así
a su
propio... a su propio amante?
—Me
gustaría
ser capaz de resolverte esa duda, al menos. En fin, el cuerpo de
Neudan fue recreado; o su cascarón,
hablando con propiedad, ya que la falta de recuerdos no puede sino
hacer de él
una persona diferente. Su proceso de maduración
aún no
está completado;
a pesar de la enorme cantidad de conocimientos que le hemos
inculcado, nada reemplaza a la experiencia en la adquisición
de sabiduría. Por
eso es, anímicamente,
como un muchacho. Y por eso lo han enviado con nosotros.
—Después
de todo lo que ha tenido que sufrir, no concibo que lo culpen por la
deserción
del Primer Ingeniero.
—Yo
tampoco. Es la suspicacia natural de nuestro supervisor.
Aunque
Draadan jamás
actúa
por
capricho,
pensó. Me
pregunto si hay algo que no me cuenta, si hay detalles que se me
escapan y si... Oh, glorioso, estoy empezando a parecerme a nuestro
querido Leonardo.
***
Tras
regresar a su navío
y
cerciorarse de que Neudan no andaba suelto entre los terrestres,
Draadan se dirigió
al punto
donde los vigías
llevaban a cabo su labor. Los dos tripulantes, hombre y mujer, ambos
del mismo nivel que Navekhen, se ocupaban de coordinar las
monitorizaciones de cualesquiera personas o eventos que les
ordenasen. Incluyendo a todos sus camaradas
—¿Habéis
conseguido obtener algún
dato en el entorno del sujeto Michele de Becchi?
—Todavía
no, Draadan-mekk. Nos queda una importante cantidad de material por
revisar.
—¿Y
qué os
impide avanzar más
rápido?
—Hemos
procesado millones de imágenes
en menos de una rotación.
Ten la seguridad de que ponemos todo nuestro empeño en la tarea,
supervisor.
Simakhen,
la mujer, utilizó un
evidente tono de reproche. Draadan suspiró,
se quitó el
visor y desató la
tensa coleta que mantenía
sus cabellos bajo una férrea
disciplina. Cuando se frotó
los ojos
con el índice
y el pulgar, la vigía
aprovechó para
lanzarle una mirada especulativa.
—Entiendo
—dijo él,
expresión
conciliadora que, en su dialecto personal, debía
significar «lo
lamento, os he juzgado demasiado a la ligera, no volverá
a
ocurrir».
—Hay
muy pocas posibilidades de averiguar algo, ya lo sabes. Lo más
probable es que el hecho no guarde relación
con nuestra búsqueda.
—Navekhen
tiene la corazonada de que el religioso que se acercó
al sujeto
fue el mismo Eal o un enviado suyo, y la experiencia me ha enseñado
que él
no suele equivocarse.
—Estadísticamente
no, pero en este caso no sabemos qué dirección tomar. La comunidad
religiosa está fuera de toda sospecha y no parece haber intrusos
entre los parroquianos y damas devotas que frecuentan el recinto.
—Seguid
en ello.
Su
atención
se centró en
la pantalla más
amplia del puesto de observación
de la vigía,
que mostraba a su compañero mientras escuchaba las deducciones de
Leonardo sobre la tripulación
de la nave. Aunque su cara no dejaba traslucir sus emociones, estaba
desconcertado, pues saltaba a la vista que no
era un terráqueo
corriente. «¿La
causa de la elección
de Eal, o su consecuencia?».
Navekhen había
vuelto a hacer la pregunta clave.
Hundió
la mano
en su melena y sacudió
la
cabeza. Puede que no fuese corriente, pero seguía
siendo un terráqueo.
Y problemático,
además:
Neudan estaba tan infatuado que su juicio era menor que el de un niño
pequeño.
Y,
por la pirámide,
que nunca he esperado gran cosa de él,
pensó.
Lo
mejor era seguir manteniendo las distancias tanto como fuera posible.
—Los
registros indican que han transcurrido más
de veintiséis días
desde la última
vez que dormiste, Draadan-mekk. Va contra las directivas...
Los
arcaicos pedazos de ámbar
en los
que a veces se transformaban sus ojos taladraron a la mujer, que se
guardó el
resto de la frase en las profundidades de su garganta. Las alusiones
personales siempre obtenían
el mismo recibimiento, sin importar si venían
de un superior o de los vigías,
quienes únicamente
respondían
ante el Vértice.
Y tanto daba si le hacían
notar el tiempo pasado desde su última
siesta o desde su última
experiencia sexual.
Ya
tendría
tiempo de dormir más
tarde. Decidió echar
un vistazo en esa iglesia, pero antes tocó
otra de
las pantallas y amplió
la imagen
de la pequeña capilla donde ya colgaba el cuadro de Verrocchio.
Navekhen, más
entendido que él
en la materia, le había
dicho que no era ninguna obra maestra; ejecutado con corrección, a
lo sumo, puesto que el artista no destacaba en el campo de la pintura
igual que podía
hacerlo en otros. El ángel
rubio guardaba cierto parecido con el modelo, aunque adolecía
de un hieratismo que de ningún
modo se encontraba en el original, mucho más
expresivo, mucho más...
Volvió
a
frotarse los ojos. Solo era un maldito cuadro, ¿no?
Un cuadro de una criatura alada —oh,
los terráqueos
no tenían
ni idea de lo divertidos que llegaban
a ser— con
un brazo levantado, señalando al cielo.
***
No
se encontró nada
que pudiese relacionar al Primer Ingeniero con el enigmático
religioso. De hecho, y por lo que respecta a este último,
fue como si se lo hubiese tragado la tierra, pues nadie
ofreció pruebas
de su existencia aparte de Michele
de Becchi. Decidieron
abandonar esa pista y seguir buscando, si bien Navekhen se sirvió
de su
sutil
influencia
sobre los vigías
para que siempre conservasen el lugar bajo control. Todo se basaba en
buscar y esperar.
Leonardo
también
hubo de esperar, una vez que se resignó
a admitir
que apenas era un objeto de estudio para los extraños navegantes, y
que las gotas de conocimiento que recibiría
de ellos compartirían
la rareza de los diamantes. El tiempo pasaba con extraordinaria
lentitud para los
inmortales;
dado que
él
no tenía
tal lujo a su alcance, debía
aprovechar el suyo.
1472
marcaba el comienzo de su veintena, lo que significaba que ya era un
adulto, a nivel profesional y físico.
Sus rasgos habían
ganado carácter,
su belleza se había
definido. Su porte, alto y esbelto, realzado por sus ropas bien
ceñidas,
atraía aún más
atención
que antes cuando caminaba por las calles, aunque en aquel periodo no
prestaba tanta atención
a esas cosas. Lo más importante para él era su crecimiento
personal, y por eso celebró su inscripción en
el registro de la Compagnia di San Luca —a
la que también
pertenecían
su maestro y todos los artistas profesionales—,
un trámite
que le otorgaba la facultad de recibir encargos a título
personal. No por eso abandonó
el taller donde
se había
formado.
Para
su sorpresa, Navekhen lo invitó
a beber
en una taberna con la excusa de festejar su nuevo estatus, en la que
era su primera salida en público
con uno de ellos. Se
desconcertó
aún más
cuando el mordaz navegante apareció
con su
uniforme de siempre. Al hacerle notar que atraería
la atención
de toda Florencia, los ojos azul marino chispearon. Su único
y enigmático
comentario al respecto fue «ya
lo sabes, ellos verán
lo que nosotros queramos que vean».
Y sí que
recibió miradas, una situación que a Leonardo se le antojaba tan
desconcertante como las ocasiones previas en las que nadie había
reparado en su presencia.
—Brindo
por tu entrada en sazón,
mi encantador amigo
—dijo Navekhen—.
Estás
un poco más
alto que cuando te conocí
y,
decididamente,
más
guapo, si eso es posible. Es todo un espectáculo
ver girar las
cabezas de la gente
cuando te
dignas salir a cielo abierto. Has de recorrer el paseo del Arno con
más
frecuencia, será
divertido
comprobar si alguien acaba en el río.
»Y
puesto que has alcanzado la madurez, lo que hay dentro de tu sangre
comenzará a
actuar: ya no envejecerás
ni sufrirás
los achaques de la edad.
No has de preocuparte por tu apariencia. De la misma manera que el
público observa mi uniforme y percibe un atuendo convencional, te
observará a
ti y percibirá el
lógico
paso de los años. Un pequeño
fastidio, sí,
que te permitirá
disfrutar
de una vida pública
convencional y otra privada, más
oculta, si así lo
deseas.
—¿Una
vida privada?
—Cuando
tengas la edad de peinar canas venerables y quieras divertirte de
noche como ahora, agradecerás
la deliciosa circunstancia de poseer un cuerpo joven. Te lo digo en
serio, muchacho, tienes que salir más
a menudo y trabajar menos. Es una suerte que no puedas enfermar,
considerando las horas que pasas encerrado en ese taller. Ah, y
pierde cuidado, yo te enseñaré
a usar la
pequeña magia
del disfraz.
—Pero
eso solo durará el
tiempo que permanezcáis
anclados a la Tierra. Puede que encontréis
a vuestro objetivo muy pronto, o que os quedéis
sin ese combustible del que me hablasteis y tengáis
que partir sin más
demora, con o sin vuestro Primer Ingeniero. En ese caso, lo que me
habéis
dado dejará de
surtir efecto, si no me equivoco.
Navekhen
dio un pensativo trago a su copa. La cuestión
había
surgido, al fin. Algo que no era fácil
de tratar.
—Nuestros
organismos son diferentes de los vuestros. Lo que para nosotros es un
proceso natural, en un terráqueo ha de ser inducido; de hecho,
pasado un tiempo deberemos volver a inocularte. Y las inoculaciones
se volverán más
frecuentes a medida de pierdan eficacia, ya que nuestra tecnología
no es compatible al cien por cien con vuestra fisiología.
»No
desesperes, algo me dice que permaneceremos por aquí
un
periodo muy, muy largo. ¿Y
sabes por qué?
Porque el Primer Ingeniero es un tipo muy, muy inteligente.
Alzó
la copa y
propuso un brindis.
—Por
el futuro y por... Vaya, supervisor, has venido. Toma una silla y
siéntate;
el vino es pasable y la compañía
inmejorable.
Draadan
se sentó en silencio, parapetado tras la austera imagen que ofrecía
su uniforme. Navekhen
se ahorró las
burlas y le pasó una
copa.
En gesto de consideración,
el recién llegado se
retiró el visor.
Apenas
era la tercera vez, en dos años,
que Leonardo tenía
ocasión
de contemplar sus rasgos al descubierto. Memorizó
cada
curva, cada ángulo,
cada matiz de color que la mezquina claridad le permitía
estudiar. Algún día,
cuando su técnica
fuera intachable y le hiciese justicia, pintaría
aquel rostro. Le suplicaría
que posara para él
y,
si no accedía
a hacerlo, tomaría
apuntes a escondidas
o trataría
de evocar los detalles que estaba atesorando en su memoria.
Si
alguna vez había
concebido un ideal de la belleza, tenía
que estar allí,
en aquella taberna; en aquellos ojos del color de la miel, el fuego y
el ámbar,
en los que la luz de las velas hacía
danzar un par de diminutas chispas doradas.
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