PRIMERA
PARTE: FLORENCIA
II:
Los ojos son la ventana del alma
—Maestro,
voy a visitar la botica, si os place. La azurita se ha agotado,
algunos otros pigmentos también están
a punto de hacerlo y andamos escasos de aceite de linaza y de nuez.
Verrocchio
despegó la vista del papel y la
fijó en el alumno al que pertenecía
aquella voz. Sus ojos se alternaron, por un momento, entre el esbozo
que había comenzado la víspera
y la alta y esbelta figura envuelta en tela blanca y verde. Estaba
deslumbrador bajo el sol matutino, aunque ¿había
alguna ocasión en la que Leonardo no le
resultase agradable de contemplar?
—Creía
que Pietro se ocuparía de hacerlo, lo
mencionó hace dos días —respondió
el artista. Tomó la mano izquierda del joven y la
flexionó para estudiar el ángulo que
formaba con su muñeca. Las yemas de los largos dedos revelaban las
horas que dedicaba a perfeccionar su técnica
musical con la lira. Los acarició,
pensativo.
—Pietro
ha tenido que salir de nuevo por el asunto del cobre.
—Que
se ocupe cuando vuelva, ahora quisiera continuar con el estudio de
ayer; apenas avancé, y no logro comprender
en qué se nos fue el día.
En cien cosas o en ninguna, supongo. La edad no perdona a nadie
—sentenció,
tirando del brazo de su aprendiz y atrayéndolo
hacia sí.
—No
es cierto, maestro, aún sois joven. Y no
me importa encargarme de tratar con el boticario —añadió,
entre sutiles esfuerzos por liberarse—.
No quisiera que el trabajo se demorase sin necesidad. Si me lo
permitís...
Verrocchio
suspiró y lo dejó ir.
Intentaba recordar la razón por la que no
lo había visitado la noche previa,
considerando lo mucho que lo deseaba. Había
debido dormir como un tronco, lo cual era muy extraño. Oh,
bueno, nada que no se pudiera remediar más
tarde. Volvió a
concentrarse en el papel, tratando de encontrar un sentido al exiguo
grupo de líneas trazadas en él y que,
curiosamente, había olvidado.
Para
Leonardo, cuya infancia había transcurrido
en un pueblo pequeño, siempre era estimulante recorrer las calles de
Florencia. A veces echaba de menos las colinas, los árboles
y el hermoso y pintoresco paisaje que siempre le había
ofrecido el valle del Arno, pero solía estar
tan ocupado que no le alcanzaba el tiempo para abandonarse a los
brazos de la nostalgia. Y cuando tenía
ocasión de salir y caminar a lo largo del
río, cruzar alguno de los cuatro puentes y
divisar, en la distancia, la alta torre cuadrada del Palazzo della
Signoria o el campanario verde y blanco de la iglesia de Santa Maria,
sentía que había
puesto el pie en un magnífico primer
peldaño hacia el resto de los portentos
que aguardaban en el mundo. Le fascinaba mezclarse con la abigarrada
marea humana florentina; con las delicadas jovencitas solteras, de
relucientes cabellos trenzados; con las damas casadas, que cubrían
sus cabezas con velos sutiles como una tela de araña; con los
señores acomodados, erguidos bajo los bonetes o tocas que indicaban
su posición...
Aquel
día, no obstante, su atención
estaba cerrada a cualquier estímulo, incluidas las ojeadas
apreciativas que solía recibir y que lo
llenaban de silencioso orgullo. Lo único
que lo impulsaba era repetir el camino recorrido el día
anterior. No había mentido a su maestro,
en absoluto, y pensaba hacer esa visita a la botica de la que había
hablado, pero antes debía acudir a una
cita con sus misteriosos visitantes.
Mientras
caminaba, no dejaba de preguntarse por el método
que habían empleado para borrar su entrada
en escena. Por increíble
que pareciese, ninguno de los espectadores del taller recordaba nada.
Intuía que un jovencito simplón
del estilo de Nicola debía resultar fácil de manipular, mas,
¿su maestro? Verrocchio era un hombre
inteligente, sabio y capaz, y todo lo que conservaba de la jornada
anterior eran recuerdos nebulosos y una larga noche de sueño.
Leonardo mismo había espiado en su
dormitorio mientras dormía y nada había
turbado su descanso. ¿Cuál era el secreto
que permitía a una persona así
olvidar? La pasada noche en blanco le había
proporcionado muchas horas para meditar y ningún
resultado concluyente. ¿Llegarían a
desvelarle algunos de esos enigmas?
Por
el cielo, por el averno, o por cualquiera que lo estuviera escuchando
entonces, él rogaba que sí.
Llegó
a su destino, la casa desocupada, y se dirigió
a la entrada lateral, cuya puerta estaba abierta.
Al entrar corrió el cerrojo y se dirigió
a la misma estancia que ya conocía.
En apariencia estaba vacía, aunque, ¿podía
confiarse a sus sentidos? Revisó la casa
de arriba abajo, indagó tras los muebles
polvorientos, trató de aguzar el oído...
y, dado que todo continuaba en el más
solemne de los silencios, reclinó la
cabeza en el cristal de una de las ventanas y esperó.
—Buenos
días, belleza. ¿Me echabas de menos?
Aquella
voz, tan cerca que casi sentía su
aliento... Leonardo se sobresaltó y giró la
cabeza hacia los extraños ojos azul marino y la inquietante sonrisa
de Navekhen, quien, contraviniendo todas las leyes de la razón,
se había materializado a su lado... por
segunda vez.
—¡Vos!
—exclamó—. No esperaba... Es decir, sí
esperaba, pero... No se escuchaba nada, y...
—¿Creías
que no sabíamos hacer apariciones
discretas? Por regla general no... triangulamos,
y perdona mi audacia con tu lenguaje, tan despreocupada y
ruidosamente como lo hicimos ayer, ni ante espectadores. Y recuerda
lo que te dije sobre tutearme, mi joven amigo.
—¿Triangular?
No entiendo.
—Así
llamamos a nuestro sistema de transporte. Elegimos
unas coordenadas, introducimos datos relativos al peso, volumen y
demás del objeto o sujeto y... Observo,
por tu cara, que no estás familiarizado
con mi parloteo, claro. ¿Quién de los
tuyos lo estaría? Te lo explicaré
en otra ocasión. Acompáñame.
Leonardo
lo siguió sin rechistar. En una de las
alcobas de la planta superior esperaban otras dos figuras familiares,
las de los extraños llamados Draadan y Neudan. El más
joven se volvió hacia él, se
despojó de su visor y le sonrió;
su alto compañero permaneció tras
su oscuro parapeto gris y su hierática
expresión, sin decir una palabra. Los ojos
del joven florentino localizaron otro elemento discordante de la
estancia que, sin duda, ellos habían traído
consigo: una caja plana de color púrpura
sin cerradura, asidero ni ninguna otra decoración.
La curiosidad lo animó al instante.
—¿Ha
sido duro, ver pasar el día sin poder
compartir con nadie una experiencia tan... fuera de lo corriente?
—preguntó Navekhen
mientras caminaba hacia el objeto en cuestión.
—¿Y
quién me habría
creído, como vos dijisteis? —murmuró
Leonardo, sin perder detalle de sus movimientos.
—Ven
aquí, Leonardo, y siéntate —pidió
su anfitrión. Para ello le señaló una silla
tapizada de ajado y polvoriento damasco—.
Recuerda, te dije que nos garantizaríamos
tu discreción con un procedimiento similar
a lo que experimentaste en la caverna. Tranquilo, no es doloroso.
Acércate tú también,
Neudan-mekk. Esta es una sencilla operación
que te habría correspondido realizar a ti;
ahora bien, dadas tus actuales
circunstancias, me ocuparé yo de ella y tú
mirarás y aprenderás.
¿Actuales
circunstancias?, se preguntó
Leonardo. No fue capaz de ahondar más allá
en la cuestión, pues la
caja se abrió bajo el contacto de los
dedos de Navekhen. El visitante extrajo un pequeño aparato alargado
que se adaptaba perfectamente a la palma de su mano, con un extremo
más afinado que el otro y un tubo central
transparente. Cuando lo acercó a él y le
apartó el cabello rubio de la nuca, el
muchacho se revolvió.
—Relájate,
ya te he dicho que no te dolerá —susurró en
su oído, con esa particular voz hipnótica.
El frío del metal, un ligero chasquido y
una pequeña presión en la nuca fueron
cuanto sintió—. Observa el punto exacto
donde ha de colocarse para que penetre a más
profundidad, Neudan-mekk.
De
nuevo notó la presión, aunque esa vez la
cabeza comenzó a darle vueltas. Trató de
fijar la vista en Draadan, el cuarto miembro del grupo, que se
mantenía a distancia y no mostraba ningún
interés en la escena. Su figura atlética
se convirtió en un borrón
grisáceo.
Las
voces a su espalda se amortiguaron, se volvieron más
y más lejanas.
—...
Datos para transportarlo a la pirámide...
El
gris viró a negro y ya no escuchó
nada más.
Abrió
los ojos y se encontró en
el mismo dormitorio, con la salvedad de que estaba tumbado en la cama
y solo llevaba puesta la camisa. ¿Cómo
había llegado allí,
y por qué le habían
quitado la ropa? Curiosamente, su cerebro funcionaba con una claridad
inusitada, considerando que acababa de despertarse. El episodio de la
caverna... Le habían dicho que iba a ser
el mismo procedimiento de aquel día. ¿Significaba
eso que había dormido durante setenta y
dos horas? Se llevó la mano a la nuca,
allí donde había
sentido la presión, si bien no palpó nada
diferente; ni siquiera el pequeño abultamiento que esperaba.
—¿Tuviste
dulces sueños? —Giró la cabeza hacia la
voz de Navekhen.
—¿Cuánto
tiempo he dormido?
—Apenas
unas horas, aún luce el sol.
—¿Y
por qué estoy desvestido?
—Porque
me aburría esperando a que volvieses
en ti y decidí que me divertiría
un poco contigo. —Los ojos celestes de
Leonardo se abrieron de par en par. El moreno rio y le tendió
sus ropas, que estaban pulcramente dobladas a un
lado del colchón. Al hacerlo, rozó
uno de sus muslos desnudos; el aprendiz se
apartó, rehuyendo el contacto—.
Relájate, muchacho, estoy bromeando. No te lo
tomes a mal, pero no me interesan los críos.
Por otra parte, ya he tenido ocasión de contemplarte en
toda la gloria de
tu joven desnudez —yo,
y un buen grupo de gente— y sé qué tipo
de relación te une a tu maestro cuando os
encontráis en la intimidad de su lecho. Es
imposible que me sorprendas o me ofendas.
—¿Lo...
lo sabéis? ¿Cómo podéis
hablar con tanta ligereza de...? Si una cosa así se
hiciera pública, podrían llevarme ante
las autoridades y... —Incapaz de terminar
la frase, el horrorizado Leonardo apretó las
ropas contra su cuerpo.
—Estamos
al corriente de las leyes y de la moralidad de tu país
con referencia a las relaciones entre dos hombres, y te aseguro que
somos los últimos con capacidad para
juzgarte. O para entenderlas, ya que hablamos de ello. Tendrás
suerte si eres capaz de encontrar entre los míos
a un puñado que solo sientan placer con la compañía del sexo
opuesto..., y yo, desde luego, no me cuento entre ese grupito.
El
aprendiz florentino se relajó. Mientras
deslizaba las piernas en las calzas, sus labios pronunciaron algunas
palabras sin pensar.
—No
soy un crío. —Respiró hondo—. Si me
habéis visto con mi maestro, usando esas
artes que no puedo comprender, deberíais
saber que no soy un crío. Ya no.
—Y
si tú supieras mi edad,
te considerarías a ti mismo un pequeño
embrión, de vuelta en el vientre de su
madre. No, no preguntes, y termina de vestirte.
—Aún
no me habéis explicado por qué
teníais que quitarme la ropa.
—«Aún
no me has explicado por qué
tenías que quitarme la ropa». ¿Tan
complicado te resulta tutearme? La respuesta a tu pregunta es que no
me apeteció terminar de vestirte después
de que te practicaran un examen completo en el laboratorio al que
fuiste trasladado mientras estabas inconsciente. Y prepárate,
porque has de conducirnos al lugar donde viviste tu misterioso
encuentro antes de que se vaya la luz.
—¿Examen?
¿De qué laboratorio
habláis? ¿Y cómo vamos a llegar antes de
que anochezca? ¡Está lejos!
—Cada
cosa a su tiempo, deja las preguntas para después.
—Pero
mi maestro...
—Tu
maestro ha recibido un (falso) mensaje de tu estimado padre, Messer
Piero. En él expresaba que se topó contigo en tu camino hacia la
botica, que te encontraste mal, que decidió llevarte
a su casa hasta que te recuperases y que te enviará de
vuelta cuando eso ocurra. Cállate y
escucha: nos dijiste que las formaciones rocosas se encontraban en el
camino entre Vinci y Pisa, ¿cierto? Vas a
ver una imagen en movimiento del área en
cuestión; quiero que me indiques el
emplazamiento más próximo que recuerdes.
¡Supervisor! ¿Estás
listo?
Colocó
su visor ante los asombrados ojos de Leonardo, que
seguía sin entender cuáles eran las
intenciones de su interlocutor. Las gafas le producían
la sensación de mirar a través
de un cristal ahumado. Y Draadan, ¿había
estado con ellos en la habitación desde el
principio? Lo vio acercarse, su figura gris delineada con increíble
claridad a pesar de la pantalla, y...
Ya
no fue capaz de percibir nada más: el río
Arno y el valle que tan bien conocía se
aparecieron frente a él con tanta nitidez
como si se encontrase allí mismo. Jadeó,
sin aliento.
—¡Por
todos los santos! ¡Esto es...! —exclamó,
cuando recuperó la voz—. ¿Dónde estoy?
—Apartó el visor y volvió a
acercárselo—. Son las
gafas, las gafas me enseñan...
—Céntrate,
o te daré auténticos motivos para asustarte. Eso
es, gira la cabeza y avanzarás en esa
dirección. ¿Hay algo que te
resulte familiar?
—Aquí
—murmuró, al cabo de un largo rato—.
Pasando esa roca que se ensancha desde la base.
—¿Lo
tienes, Draadan-mekk? —Arrebató el
objeto del rostro del desconcertado muchacho y luego continuó
en su propio idioma—. Pásame
las coordenadas. Neudan-mekk, yo voy primero, no vayas a fastidiarla
de nuevo y empotrarte contra un árbol.
Leonardo
seguía sin entender. Los insólitos
triángulos se materializaron a los pies de
Navekhen, giraron y se lo tragaron cuando todavía
estaba hablando en ese rápido y seco
lenguaje desconocido. Eso lo dejaba con la única
compañía de...
—Acércate
y no te muevas bajo ningún concepto.
A
través de los labios de Draadan, el
musical toscano sonaba igual de abrupto que su lenguaje. El joven se
levantó como un autómata
e hizo lo que le ordenaba; al momento, su compañero se colocó
a su espalda, le rodeó los
hombros con el brazo izquierdo y lo mantuvo pegado a su pecho. La
situación ya era desconcertante de por sí,
aun sin la nueva aparición de las figuras
triangulares sobre el suelo. Tembló, incapaz
de despegar los ojos de ellas.
—No
te muevas —repitió Draadan.
Un
momento de oscuridad angustiosa. Un vacío
en el estómago. Una leve sensación
de mareo, como la que se experimentaba al
abandonar un barco y sentir el suelo firme balanceándose
bajo los pies, todo en el tiempo de unos pocos parpadeos.
Abrir
los ojos le inspiraba un temor involuntario. Lo sobrecogía
la idea de que, al hacerlo, habría de hallarse en la sima más
profunda y ardiente del infierno, en los brazos del demonio al que
había entregado su alma a cambio de algo
prohibido. Pero Leonardo no pertenecía a
la clase de personas que podían mantener los ojos cerrados.
—No
es posible...
Habían
llegado al lugar. Recordaba aquella formación
rocosa porque se asemejaba a una torre y a
un muro fortificado, e incluso había
tomado algún apunte que
aún conservaba. Y más allá se encontraba
la entrada de la caverna, la que lo atrajera y atemorizara a un
tiempo. Justo la que habían venido a
buscar.
Cuando
el brazo que le rodeaba los hombros lo soltó,
volvió a tener presente con quién había
hecho tan imposible viaje. Se dio la vuelta al instante, mas Draadan
se separó de él a grandes zancadas,
siguiendo la dirección marcada por sus
ojos azules. Fue el joven Neudan quien vino a acompañarlo.
—¿Te
encuentras bien? —preguntó,
solícito—. Dicen que el transporte hace
enfermar a los terráqu... a algunas personas.
—No...
no poseo un estómago débil, gracias,
puedo soportarlo. —Los ojos de Leonardo
se abrieron como platos—. ¿He vuelto a
dormirme y me habéis traído a cuestas,
o realmente nos encontrábamos en Florencia
y, de repente, hemos aparecido aquí?
—Oh,
no, no te has dormido. El transporte está
basado en un principio sencillo. Los... las
pequeñas partículas
de las que está compuesta la materia se...
—¡Eh!
¡Venid aquí ahora
mismo, niños, no es momento de cháchara!
La
voz de Navekhen los arrastró hasta la
abertura de piedra que desembocaba en un oscuro túnel.
El muchacho florentino no había vuelto a
poner los pies allí desde aquel incidente
de varios años atrás,
y aunque se notaba el hormigueo en el vientre, fruto del nerviosismo,
ya no sentía el miedo de antaño.
Escuchaba las voces de sus acompañantes, hablando en su lengua
incomprensible, y eso le brindaba una inexplicable tranquilidad. Y
también, por qué negarlo,
cierta desazón.
—No
quisiera sonar atrevido pero, si pudieran
usar mi idioma... Juro por lo más sagrado
que nada de lo que me revelen habrá de
salir de mis labios.
Tres
visores se volvieron hacia él; fue
Navekhen quien reanudó la conversación.
—¿Hasta
qué profundidad penetraste, mi joven
amigo?
—No
logro recordarlo. Estoy casi seguro de que no avancé mucho más,
porque ya no soy capaz de ver sin una luz.
—Muy
cierto, había olvidado que para ti es
imposible. —¿Y para vos no lo
es?, pensó Leonardo—. No te muevas
de ahí, nosotros hemos de continuar.
—Es
muy poco probable que Eal haya dejado alguna pista —se oyó
decir a Draadan, líder
del grupo, desde la esquina tras la que había
desaparecido.
—¿Y
quién sabe si ese viejo zorro no quería
abandonar algo para que lo encontrásemos,
como hizo con nuestro decorativo rubito? Neudan-mekk, no remolonees y
recoge todas las muestras que puedas, nadie se lo va a comer si se
queda un ratito a solas. Me da la impresión
de que correrá más peligro si lo dejamos
contigo.
—¡Navekhen-dabb!
—se escandalizó el más
joven.
El
sonido de las voces siguió llegando, cada
vez más amortiguado, hasta que todo quedó
en silencio. Leonardo consideró acercarse
a la entrada en busca de luz, si bien decidió que
no se arriesgaría a provocar un encuentro
fortuito con algún caminante. Se quedó
allí, con la espalda pegada a la pared,
maravillándose de que su razón
no hubiera decidido abandonarlo ante semejante cúmulo
de pruebas abrumadoras de que había
empezado a dejar de usarla.
Cuando
volvieron no hicieron comentarios y continuaron sus pesquisas por los
alrededores. Hubo un momento en el que Navekhen y Neudan se perdieron
de vista, y de nuevo el florentino se encontró solo
con el alto y serio supervisor. El sol comenzó a
ocultarse tras una gran roca que se alzaba a sus espaldas; aún
brilló con fuerza durante unos segundos, y sus
rayos rodearon la piedra con un nimbo dorado.
La
atención de Draadan fue capturada por la
pequeña explosión de claridad que
precedía a las sombras. Se retiró
el visor y se giró hacia
poniente, y Leonardo pudo contemplar, por primera vez, su rostro de
rasgos firme y bellamente esculpidos bajo el centelleante bronce de
su cabello castaño. Y sus ojos...
Había
imaginado dos espejos fríos, a juego con
el carácter de su adusto propietario. No
se esperaba aquellos iris del color de la miel, que el sol volvía
traslúcidos como dos
piezas de ámbar, relucientes como el oro
líquido, cambiantes como el fuego...
Los
ojos son la ventana del alma.
Deseó,
con todo su corazón, el poder disponer de
algo para tomar un apunte de la escena. Lo deseó casi
con desesperación, consciente, en su
interior, de que el instante moriría rápido,
igual que la luz tras la roca.
No
se equivocó. Al percatarse de que era
observado, Draadan se volvió hacia él;
sus labios volvieron a convertirse en la tensa línea
que habían sido desde un principio.
Parapetándose tras las gafas grises,
convocó a sus compañeros y dio la orden
de retornar a la capital con el mismo método
que habían usado para la ida. Y si el
muchacho había esperado encontrar algo de camaradería
en su abrazo, vio bien frustradas sus expectativas: lo atenazó
con la misma gentileza que habría
empleado para sujetar un trozo de granito.
De
nuevo en la casa que les estaba sirviendo de refugio improvisado,
Leonardo se
frotó la
zona de la nuca donde había
experimentado la presión.
Era
cierto que el
transporte,
el nombre que ellos le daban, no resultaba muy agradable, aunque
estaba convencido de que era un precio despreciable a pagar,
comparado con lo que ofrecía.
Navekhen sugirió que
había
llegado la hora de regresar junto a su maestro. Tal fue el desencanto
en los ojos celestes, que el
visitante soltó una
risita, se dejó caer
en una silla con una postura muy poco decente —considerando
lo apretado que era su uniforme
negro— y le
concedió unos minutos de gracia.
—Piensas
que será un suplicio devolverte a casa de esta forma —dijo—,
y que dos noches seguidas sin dormir restarán
lozanía
a ese joven y bello rostro cuya contemplación
tanto disfruta tu maestro, Verrocchio. No somos tan
crueles, planeábamos
hacerte un relato de la jornada. Pero tampoco queremos comprometer tu
situación
en el taller; quizás
sea mejor esperar a mañana, y...
—Vos...
¿vos
creéis
que, a estas alturas, puede importarme menos mi posición
en el taller? —lo
interrumpió el
florentino, abriendo y cerrando las manos—.
¿Creéis
que aspiro
a aprender algo allí,
cuando aquí mismo
tengo... tengo...? ¡Oh,
Dios mío!
—Solo
por seguir utilizando el vos
debería
callarme. Siéntate
y relájate, estás
tan tenso como una de las cuerdas de tu lira. Y escucha.
»Por
más
que pueda parecerlo, no pertenecemos a este mundo. Llegamos aquí
desde las
estrellas, nosotros y el resto de la... tripulación,
utilizando un navío
que surca
los cielos...
—¿Surcar
los cielos? ¿Igual
que las aves? —La
expresión
de Leonardo era la esencia misma del asombro y el deleite—.
¿Qué tipo
de navío?
—Te
he dicho que escuches. Y
cállate
la boca, hoy no vamos a responder preguntas irrelevantes. Bien, si
quieres saber lo que nos trajo aquí,
te diré que
vinimos a estudiar algo entre tu gente a lo que sois completamente
ajenos y que, en cambio, es muy importante para los míos.
Un nefasto día,
a Eal, uno de nuestros superiores —alguien
a quien podrías
llamar Primer
Ingeniero,
en tu lengua— se
le ocurrió largarse.
Nadie sabe el motivo. Al margen de que nuestras filas son escasas y
de que no podemos permitir que ande suelto entre tus congéneres,
hay razones de peso por las que necesitamos encontrarlo. Nadie más
posee tantos conocimientos sobre el funcionamiento de nuestro navío,
y al esfumarse se las arregló
para
llevarse consigo información
esencial sobre los mecanismos de control y navegación,
las localizaciones de los yacimientos de combustible y...
—¿Combustible?
—preguntó,
a pesar de todo, Leonardo—.
¿Del
tipo de la madera, o el agua que se convierte en vapor?
—A
grandes rasgos, sí.
—Navekhen
alzó una
ceja, molesto por la interrupción.
—¿De
qué forma
utilizáis
el combustible? ¿No
usáis
el viento para impulsar vuestro navío?
—Ahí
fuera no
hay viento que nos impulse, muchacho.
—¿No?
¿Cómo
es posible, entonces, que...?
—¿Qué
parte de «hoy
no vamos a responder preguntas irrelevantes»
se te
hace tan difícil
de comprender? —El
joven cerró la
boca al instante—.
Ya tendrás
ocasión
de hacerlas, no te vas a librar de nosotros con tanta facilidad.
¿Por
dónde iba? Ah, sí:
por nuestro Primer Ingeniero fugado, que se las ha arreglado desde
entonces para escapar a nuestros mecanismos de detección;
algo tan sencillo como esconderse en un llano a plena luz del día,
créeme. Pues
he aquí que,
al cabo del tiempo, localizamos a un chico preguntón
a quien Eal juzgó
conveniente
inocular una cierta substancia, a pesar de que eso nos permitiría
localizarlo
tarde o temprano, y por motivos que aún
desconocemos. Te hemos observado y estudiado durante días,
Leonardo; hemos registrado minuciosamente cada objeto, pequeño o
grande, que has llegado a tocar; te trasladamos a nuestro navío
mientras estabas inconsciente y realizamos un análisis
en profundidad —tanta,
que no puedes ni imaginártelo—
y no
hemos encontrado nada. Creemos que su intención
fue utilizarte a modo de intermediario para transmitir algún
mensaje o realizar alguna tarea, aunque los efectos aún
aguardan en estado latente dentro de ti, ¿lo
entiendes? Una crisálida
en su capullo. Lo único
que podemos hacer es seguir buscándolo, esperar y observar.
Se
produjo un largo silencio. Leonardo
volvió a
llevarse la mano a la cabeza.
—¿Es
perjudicial, para mí
o para
quienes me rodean, lo que me hizo? —pregunto
al fin, con sorprendente serenidad.
—Las
probabilidades son mínimas.
Estás
sano y conservas el pleno control de tu voluntad, hasta donde
sabemos.
—Vuestro
Primer Ingeniero debe ser un hombre muy sabio, si es capaz de obrar
así y
burlar al resto de su gente durante tan largo periodo.
—Dejando
de lado el hecho de que tus palabras nos dejan en pésimo
lugar —Navekhen
esbozó una sonrisa
cínica—,
te garantizo que lo es.
—¿Y
por qué habéis
hecho
vosotros lo mismo? ¿Qué
me habéis
introducido en el cuerpo?
—Nuestras...
máquinas
no funcionan de manera espontánea con los terráqueos. Para que lo
comprendas, es igual que llevar una armadura forjada para alguien
cuyas medidas son muy diferentes a las tuyas; aunque no podamos
reforjarla,
está en
nuestra mano realizar adaptaciones que te permitan usar algunas
piezas. Y, en nuestro caso, esas pocas piezas equivaldrán
a utilizar el transporte, conocer tu localización
y asegurarnos de que no digas nada que no debas. Entre otras cosas
que irás
descubriendo poco a poco.
—¿Cuál..?
¿Cuál será mi
cometido?
—Ya
te lo he dicho, la responsabilidad de esperar y observar es nuestra,
tú solo
has de continuar con tu vida en la misma forma que has estado
haciendo hasta ahora. No es imposible que Eal vuelva a ti en algún
punto del futuro, o que te haya transmitido algunos datos de los que
no seas consciente y que nos serán
revelados si se cumplen unas determinadas condiciones. Por eso es
conveniente que no pierdas tu statu
quo,
tanto en el taller como en Florencia, por más
que creas que tus nuevas... circunstancias podrían
justificar distraerte de tus obligaciones.
—Continuar
con mi vida... —Leonardo
volvió a
abrir y cerrar las manos y a retorcérselas—.
Yo... Yo me preguntaba si... si habría
alguna posibilidad de que me aceptaran como aprendiz y convertirme en
parte de su tripulación.
Puedo esperar a completar mi adiestramiento con el maestro, si lo
desean. No pretendo impresionarles con lo que estoy aprendiendo de
perspectiva, óptica
o geometría,
pero ha de haber otros campos en los que demostrar mi utilidad.
—Eso
—Navekhen
frunció ligeramente
el ceño— lo
estudiaremos más
adelante, cuando...
—Mi
compañero
acaba de mencionar la incompatibilidad de nuestra tecnología
con la fisiología
de los terráqueos
—intervino
Draadan, con voz fría—.
Es imposible que un extraño se convierta en parte de nuestro equipo,
así que
no merece la pena retomar esta conversación
más
adelante. Y tú lo
sabes muy bien, Navekhen-dabb.
Por
una vez, el interpelado no replicó.
Leonardo
no se rindió con
tanta facilidad.
—Entonces...
podría
aprender desde aquí,
yo solo.
—Observamos
en silencio porque bajo ningún
concepto vamos a interferir en la evolución
terráquea.
En cuanto a ti, no te será
permitido
revelar nada de lo poco que logres entender. Tu pretensión
no tiene sentido. —El
muchacho rubio palideció—.
Si aspiras a algún
tipo de resarcimiento por esto, estamos autorizados a ofrecerte oro,
aparte de protección.
No
conviene a nuestros intereses que sufras algún
accidente mientras averiguamos qué
pretendía
Eal.
—El
oro no me
atrae, gracias —musitó
Leonardo.
—Pero
te atraen
la salud, la juventud, y la belleza, ¿no
es cierto, mi joven amigo? —preguntó
Navekhen,
mirándolo
especulativamente—.
Activaremos una pequeña parte de lo que te hemos inoculado y no
tendrás
que enfermar ni envejecer durante el tiempo que permanezcamos aquí.
Preséntame
a alguien que no desee eso, y me cubriré
con
plumas y brea e iré
a agitar
los brazos al tramo del puente ocupado por los carniceros.
El
florentino no pudo contener una pequeña sonrisa al visualizar la
escena. Buscó la
mirada de los chispeantes ojos azul marino, tratando de discernir si
estaba hablando en serio.
—¿De
verdad podéis
hacer algo así? ¿No
os veis aquejados de los males que afectan a toda la humanidad?
—Había
maravilla, y también
tristeza, en las palabras del joven—.
Imagino lo que sucedería,
lo que diría
la gente: «Ese
es Leonardo, que fue aprendiz de Verrocchio, y por el que no pasan
los años. Es innegable que ha debido firmar un pacto con algún
demonio y ha entregado su alma a cambio de la eterna juventud.
Hagamos venir a los Santos Padres de la Iglesia, pues no
consentiremos que un brujo camine entre nosotros».
—No
estás
en condiciones de frivolizar con semejante oferta.
—Draadan
intervino de nuevo, aún
más gélido—.
De acuerdo con nuestros cálculos,
ese cuerpo que habitas tiene una duración
estimada de menos de cincuenta años. Si rechazas...
—¡Draadan!
—Neudan,
que había
escuchado toda la conversación
con los puños crispados, acabó por estallar—.
Supervisor... ¡Señor!
¿Cómo
puedes tratarlo con tanta frialdad? ¿Cómo
puedes informarle así
de los
años de vida que le quedan? ¿Y
tú eres
el tripulante que más
misiones de contacto ha llevado a cabo? ¡Sin
duda, no habrá sido
por tu diplomacia y amabilidad!
—No
valoro ni lo uno ni lo otro —replicó
Draadan
en su propio idioma—.
Tenemos una tarea crucial entre manos y la desempeñaremos con
eficacia. Y en cuanto a ti, aprende a controlar tu temperamento, al
menos delante de extraños. Sabemos el motivo por el que te han
permitido unirte a nosotros, Neudan, y, sin
duda, no habrá
sido
por tu inteligencia y sabiduría.
El
iracundo joven moreno
caminó
hacia la
puerta, la abrió con
tanta fuerza que rebotó
contra la
pared y se alejó a
zancadas. Draadan lo siguió,
sin mover un solo músculo
de lo poco que se veía
de su semblante tras el visor.
—¿Qué
ha...? ¿Qué le
ha dicho? —preguntó
Leonardo, con
timidez.
—Nada
de
relevancia,
básicamente
lo ha llamado idiota. Algún
día te contaré ciertos
datos apasionantes de mis camaradas.
—No
era tan importante, no me había
ofendido. Otros cincuenta años
de vida es
más
de lo que disfruta mucha gente. Mas no entiendo cómo
podría
aceptar vuestra oferta y quedarme en Florencia. Si todos vieran que
no envejezco...
—Eso
no tiene que preocuparte. Los métodos
que usamos para ocultarnos a la vista se pueden adaptar con facilidad
para otros menesteres.
Confía
en mí,
Leonardo: puede que no te conviertas en nuestro aprendiz con todas
las de la ley..., pero te doy mi palabra de que no te aburrirás.
»Además,
¿quién
sabe? Aunque ahora eres demasiado jovencito para mi gusto, tal vez
dentro de diez o veinte años cambie de opinión.
Será muy
divertido averiguarlo.
Se
colocó su
visor y lo rodeó con
los brazos, preparándose
para transportarlo de vuelta a casa.
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