Un
negro más intenso sobre el resto de la negrura...
En
cuanto abrí los ojos, en dolor más insoportable me golpeó desde
los tobillos hasta las sienes. El siguiente sentido que se me activó
fue el del oído, estimulado por mis propios gemidos. Sonaban con un
eco extraño, y no sé si fue un primitivo instinto de conservación,
pero recuerdo que callé, respiré hondo y reuní fuerzas para
investigar con calma dónde estaba, cómo había llegado hasta allí
y cuál era el alcance de los daños. Palpé mi abrigo en busca de
una linterna led y la encendí. La luz me cegó por un instante al
rebotar en el hielo blanco y luego me mostró franjas azules, un
repecho a medias rematado por una roca y una hendidura que se
oscurecía y estrechaba. Hasta donde sabía, habíamos caído en una
grieta en el glaciar. Orienté la linterna hacia arriba y observé, a
tres metros de altura, los bordes camuflados con una fina capa de
escarcha agujereada que confirmaron mis sospechas. Un guía experto
—y Kristiansen lo era— habría detectado la depresión en el
terreno a pesar de la falsa cubierta; entonces, ¿qué había
ocurrido? Y, lo más importante, ¿estaba solo? Moví de nuevo el haz
hacia lo más profundo. Desde allá no llegaba a distinguir gran
cosa, salvo nieve y rocas y... Un objeto estrecho y alargado —quizá
uno de los esquís de la moto— resaltó en las sombras. Mi búsqueda
de un ángulo mejor desembocó en otro latigazo doloroso, así que me
inmovilicé y llamé:
—¿Kristiansen?
¿Jensen?
Repetí
los nombres en voz alta, temeroso de que el eco empeorase la
situación, pero no obtuve respuesta. Mi reloj inteligente hacía
tiempo que se había sumido en la estupidez más absoluta; rebusqué
entonces entre mis ropas y en el suelo, esperando localizar un móvil
o un comunicador que, por supuesto, no estaban allí. Por último,
decidí evaluar el alcance de los daños físicos. Aparte de recibir
un golpe en la cabeza, me había dislocado un hombro, y el estado de
mi tobillo derecho indicaba que estaba roto. La rodilla chafada a
juego era lo de menos. Dado que no contaba con medios para
entablillarlo, me incorporé con un grito ahogado y me coloqué la
pierna en la posición más cómoda que mi hombro me permitió.
Sentado en un repecho de hielo, con una pared de tres metros de
altura a mi espalda y una caída todavía más profunda frente a mí,
la vida ya no se me figuraba tan sencilla.
—¡Jensen,
Kristiansen! ¡Respondan, por favor! ¡Respondan!
El
silencio me hizo temerme lo peor. Y, aunque digo silencio, recuerdo
con claridad que mis llamadas resonantes, el ulular del viento y el
golpeteo de mi corazón me parecieron más ominosos que la calma. Si
ellos estaban abajo, inconscientes o muertos, mis esperanzas
descansaban en que el GPS funcionara milagrosamente o en que nos
echasen rápido en falta en Qaanaaq, o bien en Aappaluarpoq.
Pensé en Sylvian, preocupado, alertando a la comunidad, organizando
una partida de búsqueda. Sylvian... Él no me dejaría tirado, lo
sabía, y la calidez del sentimiento tardó muy poco en convertirse
en inquietud al visualizar las locuras que podría cometer.
—Sylvian,
envía a alguien pero no se te ocurra salir del asentamiento, ¿me
oyes? ¡Que yo no me entere!
Al
rato medité sobre lo rápido que se escapaba la cordura en una
situación límite. Si ya hablaba solo, ¿qué no haría dentro de
diez, veinte, cuarenta horas? ¿Resistiría tanto? No tardé en
comprender lo poco que eso importaba. Cualquier ruido era mejor que
el silencio ártico y, si tenía que hablar conmigo mismo para
remediarlo, que así fuese. La sensación helada de varios copos de
nieve aterrizando en mi cara me arrancó nuevos estremecimientos y
más gruñidos de incomodidad. La tempestad se había desatado en el
cielo.
Aunque
no soy lo que se dice un hombre de acción, la perspectiva de pasarme
horas y horas sentado sobre mi culo gélido y temblando de frío no
me resultaba nada apetecible. Tal vez, reflexionaba, debía
contribuir a ganarme mi propia buena suerte y abandonar la grieta, si
bien no se me ocurría cómo trepar por el hielo con una pierna y un
brazo inútiles, cuando ponerme de pie ya era una odisea. Al dejarme
caer contra la pared —con cautela, para no comprometer la
estabilidad del repecho— comprobé que los latigazos del hombro
habían perdido intensidad. Eso era una buena noticia, pues debía
significar que la articulación no había llegado a desencajarse y el
malestar se debía meramente al golpe. Alcé el brazo hasta el pecho
sin desmayarme de dolor; hasta ahí, todo bien. Luego probé a apoyar
la otra parte de mi problema y ya no fui tan suertudo. «Pelearé por
no desmayarme si he de trepar así, es cuanto voy a prometer», me
dije antes de examinar la pared que desembocaba en la superficie.
Para mi grata sorpresa, no era recta, sino que tenía una suavísima
pendiente. En cuanto al hielo, no le faltaban cavidades para
sujetarse, y llevaba en el bolsillo una caja de metal que podría
usar para escarbar. Mi primera tentativa trepadora me hizo ver
estrellas, galaxias y hasta chorros relativistas de agujeros negros
supermasivos al posar el pie malo. Caí de espaldas, a un palmo de la
roca que remataba mi triste plataforma.
—Estoicismo,
Vestergaard,
no lloriquees al primer contratiempo —escupí, entre dientes, en
medio de la maniobra para volver a enderezarme—. No está tan alto,
son... menos de quince pies de nieve blanca.
Pensar
en la canción que Sylvian y yo habíamos hecho nuestra me infundió
energía. Mis dedos hurgaron entre los resquicios de hielo secular,
aupándome otra vez para estar ciento noventa y dos centímetros más
cerca de mi objetivo. Canté tan alto como me atreví.
Raise
your hands up to the sky!
Raise
your hands up to the sky!
Raise
your hands up to the skyyy!
Canté
para darme ánimos, para que Jensen y Kristiansen despertaran, para
que Sylvian, no sabía de qué manera, me escuchase sobre la
tormenta. La adrenalina hizo bien su trabajo, considerando que me las
arreglé para escalar un par de pasos ignorando la tortura que me
causaba el tobillo.
No
sé si habría tenido los redaños de seguir hasta arriba. Supongo
que no; me resbalaban las manos —mis manos elevadas hacia el cielo—
y casi deliraba, y era una cuestión de segundos que cediesen.
Dejando aparte las hipótesis, la auténtica razón de mi nueva caída
fue el nerviosismo que me provocó el haz vacilante de mi linterna.
Las pilas se agotaban, lo que significaba que me iba a quedar en la
más completa oscuridad.
El
martirio de la pierna me dejó hecho un ovillo en el suelo durante no
supe cuánto tiempo. ¿Quién sabía las horas que llevaba ahí?
Estaba agotado y aterido, y lo único que el cuerpo me pedía
—dormir, dormir y dormir— era lo último que debía hacer, dado
el riesgo de congelación. La batalla por mantener los ojos abiertos
fue lo más agónico a lo que hube de enfrentarme hasta entonces.
—Lo
siento, Sylvian, lo siento, tú tenías razón. Debí hacerte caso,
soy un imbécil —mascullaba—. Debí quedarme contigo en casa, y
así te habría ahorrado el mal trago de saber cómo me encontraron
hecho un témpano. Te habría hecho la cena, habríamos bebido algo
para entrar en calor y a lo mejor... a lo mejor me habría atrevido a
decirte que te... que te...
La
linterna se apagó. Desde arriba nada más que me llegaban el aullido
del viento y algunos proyectiles de nieve con puntería. Estaba a
oscuras, herido, solo.
Fue
en ese preciso instante cuando la vi.
Un
punto brillante desafiaba al viento y descendía con lentitud a
través de la grieta. Al principio lo tomé por una ilusión óptica,
o un copo que reflejase algún destello de quién sabía la fuente.
No obstante, cuanto más lo contemplaba, más me sacudía el
aturdimiento y me empapaba en la comprensión de su significado.
Estaba ante un bailarín luminoso, una luz guía. Por mucho que fuese
un científico y negase las supersticiones y los fenómenos
paranormales, había caído en la alucinación colectiva.
Mi
necesidad de racionalizar me llevó a pensar que era un delirio.
Después de todo, estaba herido y al borde de la hipotermia, y todas
aquellas historias habían debido calar en mí. Extrañamente, la
sensatez de la idea me relajó, aun cuando significase peligro de
muerte. «Mi cordura está a salvo», proclamé mientras el punto se
me acercaba. «No eres más que el producto de mis desvaríos, o un
fosfeno, o quizá un...». Dejé de burlarme cuando lo tuve cerca.
Dejé de respirar un par de segundos, lo confieso, porque sus
detalles —el cuerpecillo oscuro, el abdomen alargado, las antenas
sobre los ojos negros— me confirmaron lo que llevaba semanas
negando: que había luciérnagas en el invierno ártico; que había
una, al menos, y estaba conmigo. O en mi imaginación.
Un
profundo temor atávico —a la enfermedad, a lo desconocido— me
sacudió de arriba abajo. Ni apretar los párpados y volver a
abrirlos, ni dar manotazos, ni arrojarle un puñado de nieve
consiguieron que se esfumara. Por más que me pegase a la pared,
siempre acortaba la distancia. Hasta consiguió que mi corazón
bombease con más brío durante unos instantes, aportándome una
chispa de vigor que no iba a despreciar en aquellas circunstancias.
Finalmente, me rendí y acepté la situación, fuera cual fuese, con
filosofía.
—Hola,
delirio en extremo realista. —Ya que había alcanzado ese estado,
bien podía usarla como excusa para no hablar conmigo mismo—.
¿Vienes a anunciar que voy a palmarla o vas a sacarme de aquí? Me
gustaría que lo hicieses, ya lo creo. Sylvian tendría más material
para sus artículos y a mí no me importaría ser el blanco de sus
«te lo dije» durante el resto de mi vida. Se rumorea que se te da
bien hacer de guía, ¿no? El problema —señalé mi tobillo roto—
es que no me encuentro en las mejores condiciones para seguirte, qué
más quisiera yo. Con todo mi agradecimiento por tu visita, he de
quedarme donde estoy.
El
insecto siguió revoloteando frente a mi cara, con ocasionales
subidas y bajadas. Yo no hacía más que mirarlo, fascinado. ¿Quién
habría de decirme que mi primera luciérnaga en directo se me
presentaría en Groenlandia? Era perfecta, hermosa, un pequeño
alivio en medio de lo desesperado de mi situación. Me ayudó a
entender por qué todos aquellos extraviados habían recibido
consuelo de ella, ya fuese real o no.
—Sé
que no estás realmente ahí y, sin embargo... —El animalito se
aventuró a posarse en un pliegue de mi abrigo. Parecía que me
estudiase igual que yo lo estudiaba a él—. Vaya, noto un poco de
calor que emana de ti, ¿será posible? Oh, no... Oh, no, eso tiene
que ser la hipotermia, dicen que te sucede cuando estás a un paso de
congelarte. Y es lo que me espera, si lo pienso. Ni tengo mantas ni
puedo trepar con la pierna así,
y, aunque pudiese, fuera no hay más que una tempestad y temperaturas
aún más bajas. Y, ¿hacia dónde me arrastraría? Por otra parte,
el GPS debe estar hecho migas o desconectado, dudo que les sirva para
dar con nosotros. Debería... despedirme, ahora que aún me rige el
cerebro, excepto que ni siquiera me he traído un maldito lápiz ni
me salen palabras convincentes para explicar lo mucho que lamento...
La
voz se me quebró. No quería morir, no quería abandonarlo.
Sylvian... «No voy a rendirme sin pelea, ya lo verás», le hice
saber antes de emprender un vigoroso frotamiento de mis brazos y
piernas, con la vana esperanza de insuflarles algo de vida. El
centinela luminoso, por su parte, no se apartó de mi lado durante la
rabieta. Seguí de soslayo su estela de claridad, tan intensa y
rápida que daba la impresión de multiplicarse..., hasta que alcé
la vista de nuevo y comprobé, desconcertado, que una segunda
luciérnaga se había unido a la primera en su puesto de vigilancia.
—Esto
es una novedad. Sylvian me dijo que los testigos siempre hablaban de
una luz, y yo veo dos. ¿La hipotermia te hace ver doble? ¿O es mi
caso de deceso inminente lo que me concede visitas por duplicado?
Oídme, soy un pedante. En serio, pequeñajas, ¿cómo habéis
atravesado la tormenta? ¿Cómo...?
Extendí
un dedo y una de ellas se encaramó en el extremo. No eran
imaginaciones mías, no: el ser irradiaba calor, lo sentía a través
del mitón. Me la acerqué al rostro despacio, para no asustarla.
Ella se limitó a quedarse muy quieta, y... Sé que sonará estúpido,
pero tuve la corazonada de que los dos nos miramos directamente a los
ojos. Un hormigueo intenso me bajó por el estómago hasta las
piernas. Aunque me habría gustado pensar que era un arranque
sentimental, sabía que era el preludio de una muerte helada. Y de
más ensoñaciones, cuando vi flotar otras tres luciérnagas entre la
nieve. Todas aterrizaron en partes de mi anatomía salvo una, que
subió, bajó, alumbró hendiduras para trepar en la pared, dio
vueltas en torno a borde superior de la grieta... Lo que habría
hecho un perro de querer que lo siguiesen, discurrí con cierta dosis
de humor.
—Buena
chica (o chico, supongo, ya que sabes usar esas alas tuyas). Mira, no
puedo trepar, en serio que me he esforzado. ¿Sabes qué sería
gracioso? Que salieses a menear el trasero de tanto en tanto y me
sirvieses de faro, y así cualquier rescatador nos vería en la
distancia. Causaríamos sensación. —El animal ascendió y abandonó
mi campo visual—. ¡Eh, no te vayas, bromeaba, hace mucho frío
afuera! Hace mucho frío y te congelarás, igual que yo, y no... no
quiero quedarme solo. Nos congelaremos, ¿verdad?
Ignoro
si regresó. No supe distinguirlo entre la docena de nuevos
bailarines luminosos que colonizaron mi cara, mi pecho, mis piernas,
que se colaron por el borde de mi abrigo. Sentí
que
me envolvía
un capullo protector y que yo me convertía
en alguna especie de crisálida
de luz ardiente. «En fin», resolví, «si deliro es mejor dejarse
llevar por este sueño tan cautivador antes que por una pesadilla.
Sueña, idiota, con tal de que procures no dormirte. Acuérdate de
Sylvian, eso es, acuérdate de...»
—...
Sylvian se volvería loco si le contase esto, chicos. Lleva años
detrás de vosotros y apuesto a que nunca os habíais presentado
tantos de golpe. Si vuelvo... cuando
vuelva a verlo, le pediré disculpas por no haberlo creído y le diré
que estoy dispuesto a seguirlo a donde sea, a ayudarlo a averiguar la
causa. Y si me rechaza... —Enfoqué la visión en la luciérnaga
que me calentaba las mejillas—. Bueno, no voy a dejar que me
rechace, no esta vez. Voy a decirle lo que siento y lo aceptará,
seguro.
Como
si fuese lo más natural del mundo, la luciérnaga trepó a mi labio
inferior y se paseó de una comisura a la otra con delicadeza. Me
quedé petrificado bajo aquel cosquilleo. No era un simple insecto,
sobrenatural o no, recorriéndome la piel. Era mucho más que eso.
Era... familiar.
Racimos
de imágenes de Sylvian desfilaron por mi mente. Un chico de
Luisiana, abandonando los cálidos veranos del bayou
por culpa de la desaparición
de su padre; un espectador infalible, presente en cada
episodio gracias al seguimiento de los testimonios publicados en
Internet; siempre atento, siempre encerrado en casa durante los
extravíos, perdiendo peso y energías por la preocupación y la
culpabilidad; angustiado al oír que una víctima había fallecido;
acongojado porque yo debía ausentarme... «Su amigo aquí última
semana de agosto»; la voz de Kristiansen, asegurándome que la
llegada de Sylvian se había producido la semana previa al primer
incidente...
«Pero
¿cómo podías saberlo? ¿Cómo?»
Miré
de nuevo mi grupo de pequeñas salvadoras, mi hermoso manto de
luciérnagas. Una de ellas cayó al suelo a mis pies, exhausta,
parpadeó con timidez, se apagó y desapareció. Y yo, finalmente,
comprendí.
—No.
No. No, no, no... —Manoteé, en un patético intento de
espantarlas—. Nonononono... ¡NO! ¡Marchaos! ¡Volved con él!
¡Volved, o le ocurrirá algo horrible! ¡Sylvian, por favor, si me
oyes, no lo hagas! ¡No lo hagas, te lo suplico! ¡No lo hagas!
¡¡¡Sylvian!!!
Grité
y me revolví durante no recuerdo cuántas horas. No conseguí
alejarlas. Se movían unos pocos centímetros y continuaban allí,
testarudas, mientras mi garganta enronquecía y nos debilitábamos. Y
fueron desvaneciéndose, una tras otra, hasta que solo quedó la
última sobre mis labios. Su destello era tan pálido, su aura de
calor tan frágil, que contuve la respiración, como si mi aliento
ahorrado hubiese podido prolongar su vida. Algunas voces llegaron
entonces desde las alturas.
—¡Está
aquí! ¡Se ha movido, está vivo!
Las
luces artificiales de las linternas me cegaron durante unos segundos.
Aunque me cubrí con la mano, apenas tuve tiempo de presenciar su
suave titileo antes de abandonarme. Transmitía una extraña
sensación de paz, que yo, en mi desesperación, no fui capaz de
agradecer ni de perdonar.
***
El
resto de mis impresiones del rescate se han convertido en una
amalgama confusa. Afirmaban que deliraba mientras me ataban al
trineo, me practicaban los primeros auxilios y comprobaban si había
más supervivientes, pero yo era muy consciente de que pronunciaba
sin cesar su nombre, con la esperanza de que alguien me diera una
noticia que nunca llegó. No vi su rostro entre los miembros de la
partida, ni luciérnagas durante el camino. Solo perdí el sentido
tras nuestra llegada a Aappaluarpoq,
cuando me metieron en el dispensario de la casa comunal para que el
médico me examinase. Dijeron que tuvo que sedarme porque lo agredí
físicamente. Me figuro que así fue. Habría sido mi reacción más
lógica si no respondía a mis preguntas ni me dejaba marcharme a
buscar a Sylvian. Abandoné la cama en cuanto abrí los ojos; aun
con mi
pierna escayolada y mi hombro vendado, nadie se atrevió a detenerme
entonces. Los murmullos me guiaron hasta una helada habitación
adyacente donde reposaba un bulto cubierto con una sábana. Al tercer
intento reuní el coraje para retirarla.
No
soy de los que lloran, mi aparente falta de sensibilidad siempre fue
otro punto en mi lista de rasgos poco apreciados. No, no soy de los
que lloran... Sin embargo, confieso que lo hice cuando vi su cuerpo
en la gélida atmósfera de aquel cuartucho gris. Estaba consumido
hasta el extremo, las mejillas macilentas, el abdomen hundido bajo
las costillas. Lo apreté entre mis brazos —ligero, tan ligero— y
lloré hasta el dolor, hasta quedarme sin voz y sin lágrimas.
Mi
manto de luciérnagas le había sorbido la vida y me había dejado
aquella vaina vacía.
Hicieron
falta las dulces frases de consuelo de mi primera admiradora en el
asentamiento para que me apartara de él y fuese a descansar. La
buena mujer caminó conmigo todo el trayecto hasta la casa de Sylvian
—no habría aceptado ir a ningún otro lugar— y me contó, a
grandes rasgos, lo que había sucedido. Que fue él quien dio la
alarma antes de que nadie nos echase en falta, pero que la tempestad
y las dudas razonables retrasaron la organización de la partida de
búsqueda. Que lo hallaron más tarde, semiinconsciente, a varios
cientos de metros de allí, tras un intento fallido de salir por sus
propios medios. Que se debatió, agarrado a un hilo de aliento,
mientras los hombres se internaban en la oscuridad persiguiendo
fantasmas. Y los cazadores trajeron después su propia historia, pues
juraron, por los espíritus de sus ancestros, que una luz guía los
había conducido hasta la grieta y después se había perdido entre
los copos de nieve.
Yo
escuché a medias y luego me encerré a meditar. ¿Acaso había algo
que no supiese ya, al menos en mi corazón? El que había sido el
hogar de Sylvian nunca me resultó tan acogedor y tan desamparado a
la vez, con todos aquellos recuerdos. Deslicé los dedos por las
portadas de sus discos, por los pocos libros, por su portátil. «¿Por
qué nunca quisiste compartir tu secreto conmigo?», le reproché en
silencio. Luego comprendí que no le habría creído y me sentí más
miserable aún. Si apenas podía creerlo entonces...
Mi
ojeada se detuvo en un viejo cuaderno con pastas de cuero posado
junto al ordenador. No lo había visto antes y me chocó descubrirlo
allí, ya que él siempre había sentido debilidad por los teclados.
Al abrirlo me topé con páginas de una escritura desconocida,
organizadas en entradas independientes y sin fecha. ¿De su padre?
Era un escritor prestigioso, según me había comentado, y aquello
bien habría podido ser una colección de ideas para desarrollar, por
lo poco que yo conocía del oficio. Fui pasando hoja tras hoja,
sacudido por el presentimiento de que Sylvian lo había dejado para
mí.
La
última página estaba marcada con un señalador. Me dejé caer en la
silla y traduje.
Era
verano la noche que lo encontramos, y las luciérnagas bailaban sobre
el agua superponiéndose al reflejo de las estrellas. Nunca había
visto tantas, ni tan encendidas. Distinguí que se concentraban en
torno a un nido de niebla, hierba y juncos y, al investigar, descubrí
dormitando en él a la criatura más perfecta que había visto en mi
vida. El pecho me hirvió al imaginar quién habría sido tan
desalmado para abandonar a un bebé a orillas del bayou. Y él estaba
tan tranquilo, gorjeando en la oscuridad, mirándome con esos ojos
enormes y claros que reflejaban la luz de cien estrellas diminutas...
Sylvian.
Se llama Sylvian, no puede ser de otra manera.
Removí
cielo y tierra para que me permitiesen quedármelo. Usé mi renombre,
usé a mi propia esposa y la perdí por ello, no mucho después. ¿Por
qué habría de anteponer la paternidad al matrimonio? Porque nadie
más sabía de donde venía, ni cómo cuidar de él, ni la magia que
corría por sus venas. Nadie más habría sentido el amor necesario
para contemplarlo en las noches de verano, riendo bajo un manto de
luciérnagas, sin ceder al miedo. Nadie iba a quererlo igual que yo.
Anoche
vi un ciervo ahogado entre los cañaverales. Me extrañé, puesto que
no suelen acercarse tanto, y pensé al momento en el osezno solitario
que se había aventurado en el islote del lago y había corrido
idéntica suerte. Por primera vez tengo miedo. Sé que el miasma de
las aguas nubla los sentidos y que él lo lleva siempre consigo, pero
no es eso lo que temo. Tengo miedo porque está empezando a darse
cuenta del lado oscuro de su herencia, y la culpabilidad le provoca
más llanto del que puedo soportar. Lo consuelo día tras día, le
prometo que aprenderá a controlarlo, que allí está a salvo
conmigo, lejos de la gente a la que no puede dañar. Eres hijo mío y
del bayou, Sylvian. Mientras tengas mi amor y su fuerza, nada malo te
ocurrirá.
Esa
fue la última entrada con aquella letra. La que seguía pertenecía
a una mano que yo sí conocía. Noté el dolor en el pecho y la
humedad en los ojos, de nuevo desbordados por las lágrimas.
Lo
siento, papá. Yo tuve la culpa y no fui lo bastante fuerte para
salvarte ni para quedarme allí, aislado del mundo. Solo, qué
sentido tiene vivir.
Lo
siento, papá. Donde quiera que voy, mi maldición me persigue. Me
esfuerzo en combatirla, te lo prometo, pero cada día que paso en un
lugar aumenta el peligro de dejarlos expuestos a ella. Al final
siempre he de marcharme. Viajar sin descanso, escondido tras mi
subterfugio del periódico, procurando no hacer amigos cuyo
sufrimiento me haga sentir después doblemente culpable. Viajar a
rincones más y más aislados, rezando para que la ausencia de gente
disminuya las probabilidades. Esa es mi existencia.
Aunque
ya no soy tu Roca, te echo de menos. Y sé que debería regresar, lo
sé, donde ya no pueda hacer daño. Solo.
Soy
un cobarde.
El
cuaderno concluía con unas palabras garrapateadas a toda prisa en la
guarda final.
Lo
siento, Mags, te voy a herir de todas las formas imaginables. Sin
embargo, yo permití que sucediera, y habré de ser yo quien lo
remedie.
Por
qué no te apartaste de mí. Por qué te dejé entrar. Por qué
permanecí aquí tanto tiempo...
Soy
egoísta.
Y
te...
Esa
frase incompleta, tachada a conciencia e imposible de leer, me hizo
aullar de ira y de dolor. Abandonarme sin permitirme ese pequeño
consuelo... Extendí los brazos y abarqué su cuaderno, su ordenador
y sus papeles, lo poco que él había dejado atrás. Necesitaba tocar
algo sólido antes de despedirme porque sabía muy bien que mi
pérdida iba más allá del amor e, incluso, de Sylvian. Había sido
testigo de un fenómeno que no podía explicar ni aceptar, ni
siquiera analizar. A mí, que era un científico, ya no me quedaban
certidumbres a las que agarrarme.
Ya
no me quedaba nada.
El
médico se presentó a primera hora para interesarse por mi salud y
ofrecerme un amargo resumen de los acontecimientos. Jensen y
Kristiansen habían sido mucho menos afortunados que yo y no habían
sobrevivido a la caída a lo más profundo de la grieta. Sylvian
había sido víctima de la desnutrición y la hipotermia.
—Desnutrición... Como si estos dedos que tantas veces lo habían
alimentado no conociesen la verdad. Si una luciérnaga lo hacía
desfallecer, ¿qué no habría sido de él, con todas las que me
ofreció?—. Ya estaba organizado el traslado del cuerpo a Qaanaaq,
aunque el problema era el papeleo de la repatriación, dado que no
sabían cómo contactar con sus parientes. Noté su incomodidad; se
lo veía avergonzado por dejarme caer semejante cuestión en tan mal
momento. Eso no impidió que respirase, aliviado, cuando le dije que
yo me ocuparía.
Quizá
siguiese hablando un buen rato, no sé, ya no lo escuchaba. Mi
concentración se había agotado y mis ojos recorrían de nuevo la
sala, rememorando buenos recuerdos. Al detenerme en la ventana
trasera y en la oscuridad que enmarcaba, imaginé la carrera de
Sylvian en la tempestad, sus pisadas sobre la nieve, su angustia al
saber que estaba más allá de la ayuda que alcanzaba a prestarme.
¿Me vería a través de sus luciérnagas? ¿Me escucharía? «Ojalá
me escuchases ahora. Te diría que no me importa quien seas ni el
peligro que creas representar. No volvería a dejarte, buscaríamos
los medios. Si hubiera tenido fuerzas para salir... Si hubieras
resistido un poco más...». Sentí que la humedad me nublaba de
nuevo la vista y me froté los párpados. Y entonces, justo
entonces..., distinguí la luz intermitente sobre la parte exterior
del cristal.
Sospecho
que el médico no se tomó muy bien mi invitación, a gritos, para
que se marchase. A mí ya no me importaba nada, excepto precipitarme
hacia la ventana, forzar el marco congelado y dejar entrar a la
pequeña criatura, que se posó en el hueco de mis manos. Se la veía
pequeña y débil, su abdomen iluminado apenas por una terca chispa
de energía, pero viva. Viva.
Ignoro
cómo corrí, con mi tobillo roto, cómo movilicé a medio
asentamiento para trasladar el cuerpo al aeropuerto y cómo despaché
el papeleo. No me detuve hasta subir a bordo de un avión privado
—cuya absurda tarifa ni pregunté— rumbo al sur, con el equipaje
más valioso que jamás había transportado. Una parte descansaba en
la bodega, la otra aleteaba en una caja de cartón sobre mi regazo.
Me
había precipitado al juzgar que no me quedaban certidumbres, pues
había una que llevaba chillándome en los oídos desde que leyera el
cuaderno del padre de Sylvian. El bayou donde nació era su fuerza;
si regresaba a su clima más amable y a sus pantanos llenos de magia,
recobraría la vitalidad y volvería a ser el que fue. No,
no podría
devolverle su otro soporte, el amor de su padre, pero tendría el
mío.
Y
quizá, cuando comenzase el verano, me sentaría con él a la orilla
del agua y veríamos juntos el anochecer, bajo la luz de un nuevo
manto de luciérnagas.
Suena
descabellado, lo admito. Ni por asomo es la confesión que se
esperaría escuchar de un geofísico cuyos libros sagrados siempre
han descansado en los estantes de ciencia. Aun así, no voy a alterar
ni una palabra.
Tengo
una diminuta esperanza centelleante entre mis manos y quiero creer
que Sylvian sigue viviendo en ella, de alguna manera. Quiero creer
que volverá.
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