Navhares y Seriam (Ilustración de Mar Espinosa)
—Saludos,
Savran.
—Saludos,
Vira. Ha transcurrido toda una semana desde nuestra última charla.
¿A qué se debe este mutismo?
—Oh,
nada de lo que preocuparse. Ocurre que, con la enorme distancia, la
comunicación se vuelve más y más fatigosa para ti y a mí me da
dolores de cabeza. Mejor limitarla a lo esencial. O siempre puedes
recurrir a Caradhar, a él no le afectan las jaquecas. Por desgracia,
no es de los que hablan por los codos, ¿eh?
—Es
cierto que nunca habíamos puesto a prueba nuestro vínculo hasta
este extremo. Quizá hayamos de plantearnos vuestro relevo; Navhares
ya ha pasado más de un mes fuera de Argailias y a ti te estoy
exigiendo demasiado.
—¡Qué
disparate, si estoy fresco como un saco de menta! En cuanto al
chiquillo, sería una crueldad mandarlo a casa. Se está forjando el
carácter y haciendo amigos; uno, al menos, y admito que es un tipo
un poco desconcertante, pero...
—¿Quién?
—Vamos
por orden. ¿Hay novedades en vuestra investigación en las
bibliotecas?¿Habéis exhumado datos útiles entre el polvo y las
telarañas?
—A
duras penas. Aceptábamos la posibilidad de que los sarcófagos se
resquebrajasen algún día, así que teníamos bien localizados los
tomos y los pergaminos pertinentes. Desgraciadamente, no hay
registros de lo que sucederá cuando la apertura se complete. Lo
único sobre lo que hay consenso es que algo así no puede ser
aislado, habrá repercusión sobre las otras deidades.
—Ya
me quedé de piedra cuando supe que estos locos llevaban una
eternidad desgajando fragmentos de su sarcófago y ofreciéndolos
como premio. ¿A quién se le ocurriría la brillante idea? ¿Creéis
que tuvo que ver con lo que está pasando?
—Si
ha causado exposición prematura al agua contaminada por los
alquimistas, es razonable pensarlo. En cualquier caso, hay un detalle
importante que debes saber: nuestro libro más revelador sobre la
materia, centrado en Ummankor y en la Durmiente que allí reposa, no
es más que una copia del primer volumen de una serie. Los
bibliotecarios han estudiado la encuadernación, muy deteriorada por
el paso de los años, y han descubierto que una de las guardas se
había adherido a ella. En la hoja figura el nombre del donante, un
pariente del norte. Si los dioses han permitido su conservación, en
algún estante de Dallankor ha de haber varios tomos escritos por las
manos más expertas de nuestra raza. Úrgelos a localizarlos y a
compartir su contenido con nosotros; nos ayudarían a comprender
mejor el fenómeno.
—Lo
intentaré. O le pediré a Caradhar que lo haga, es el niño bonito
de los estudiosos de por aquí. Lo que me recuerda... Tú y yo
tenemos que hablar largo y tendido sobre el alcance de los poderes de
ese desgraciado.¿Sabes que me ha añadido a mí a su colección de
fulcros?
—Es
quien es, Vira, sigue evolucionando desde su restauración. El tiempo
dirá hasta dónde son capaces de llegar, él y su linaje. Por
cierto, ¿qué tienes que contarme sobre Navhares? Durante las
últimas purificaciones no percibí mejoría.
—Ya
sabes que hago lo que puedo, considerando que no soy sanador. Quizá
sí estemos muy lejos para ese tipo de terapia. Pero, eh, el chico es
muy joven. A nuestra vuelta le sobrarán años para someterse a tus
amorosos cuidados.
—¿Y
ese amigo que mencionaste?
—Es
el hijo de Kaledias, ni más ni menos.
—No
sé mucho de él. El guía mencionó que era uno de los custodios y
que había conseguido tal honor a pesar de sus limitaciones. ¿Se
refería a sus capacidades como tejedor?
—Seguramente.
Todos son poderosos, mientras que el tal Seriam apenas puede realizar
premoniciones básicas; un vidente malogrado que, a diferencia de
Navhares, nunca aspirará a llegar más allá. Además, no tiene
pareja ni descendencia. Si a eso le sumamos que la esposa del guía
murió antes de darle más hijos, hay pocas probabilidades de que su
línea se perpetúe en el cargo.
—Con
todo, unas gotas de sangre de vidente en una generación son mejores
que ninguna. Ha de ser duro para Kaledias, tratándose de su propio
hijo. Solo así se explica que no lo admitiera ante nosotros.
—Es
un personaje peculiar. A nuestro dotado no le agrada en exceso.
—¿Por
qué?
—Porque
otra faceta de sus reducidas habilidades es que posee una mente
impenetrable. ¿Imaginas? Ni el mismo Caradhar —y todos sabemos que
nadie invade con su maestría las cabezas ajenas— ha conseguido
siquiera arañar la superficie de esta.
—Extraordinario.
¿Y no se fía de él?
—¿Quién
sabe si no será simple orgullo herido? Seriam es un custodio
absorbido por su trabajo. Aparte de eso, parece inofensivo. Acribilla
a Navhares a preguntas sobre el mundo exterior, le ofrece la historia
local a cambio... Es el único que se atreve a codearse con nuestro
muchacho, y su actitud es de lo más casta y virtuosa. Yo no creo que
haya razones para recelar.
—Sé
que mantendréis un ojo en Navhares. Tranquiliza a Caradhar
haciéndole saber que Kaledias y su gente son elfos íntegros; si no,
no habría permitido que os llevasen con ellos. Y recuerda lo que te
he dicho sobre la biblioteca.
—Sí,
sí. Que la luna guíe a nuestro guía. O, como dicen aquí, «Dravde
seva nudhia».
—Veo
que te estás convirtiendo en un habitante más de Dallankor.
—Ya
sabes que mezclarme se me da muy bien. Hasta pronto, Savran.
En
los días posteriores a la comunicación con Savran, la rutina de los
visitantes permaneció inalterada. Navhares se reunía de tanto en
tanto con Seriam. Caradhar lo observaba a distancia. Vira,
transmitidas a Kaledias las inquietudes sobre la biblioteca,
frecuentaba el círculo de combates y demostraba sus habilidades ante
los defensores para restaurar el honor perdido en su enfrentamiento
con Sül. Las cenas en la sala de reuniones representaban nuevas
oportunidades para meterse a la comunidad en el bolsillo, eventos en
torno al fuego en los que el Silvano detallaba, con su labia
característica, las campañas entre los ejércitos sureños y la
coalición de principados del norte. Los elfos de Dallankor, a
quienes no faltaban motivos para detestar a sus vecinos, se
inflamaban con sus derrotas y se indignaban ante la rendición
hipócrita que
solo se había producido, bien lo sabían, tras la invasión de sus
montañas sagradas. Belicosos por naturaleza, aunque forzados a
permanecer inactivos por siglos de aislamiento, murmuraban que ya era
hora de emprender sus propias batallas. Vira recomendaba templanza a
la vez que sentía una íntima satisfacción por el interés
suscitado en la audiencia, especialmente en Dranaris, cuyos ojos
marcados destellaban y perdían su severidad mientras formulaba al
orador preguntas sobre esa guerra que ninguno de ellos había llegado
a presenciar.
También
Navhares seguía con interés las historias, asombrado por lo poco
que había aprendido sobre Vira a través de los años. ¿Escolta con
poderes mágicos? Sin duda. ¿Charlatán mordaz y egocéntrico que
disfrutaba burlándose de él? Siempre. ¿Asiduo de los antros de la
Zanja en busca de compañía de su mismo sexo? Un dato en el que
prefería no pensar, por mucho que despertase su curiosidad más
insana. Pero ese agente que se infiltraba entre las filas de los
enemigos, que clausuraba los túneles de Ummankor cuando los
alquimistas se aproximaban en exceso, que jamás atacaba sin
provocación, que había pasado tanto tiempo solo, lejos de su
tierra... ¿Por qué no se le había revelado hasta entonces? Tal
vez,
reflexionaba, porque
me ha dejado muy claro que en mí no ve más que a un chiquillo, y a
un chiquillo no se le cuentan esas cosas. Se comparten con otros
guerreros, como ese Dranaris, para impresionarlos, para hacer con
ellos...
Llegado
a ese punto de sus meditaciones, Navhares siempre se obligaba a
detenerse y sacudía la cabeza. En su opinión, el sexo por placer
era un misterio de los que se presenciaban sin llegar a
experimentarse, y ello a pesar de tener dos hijos. No ignoraba su
propio atractivo —en Argailias nunca dejaban que lo olvidase— y
se había atrevido a fantasear en ocasiones, aunque de una manera
superficial, casi ingenua. Para él, el afecto era una parte
necesaria; Caradhar había sido su único deseo auténtico,
irresistible... e irrealizable. Ahora bien, desde el último ritual
de purificación con Vira, desde que experimentase el roce de sus
manos, su voz hipnótica, su flirteo... Un buen número de preguntas
sobre lo que se estaba perdiendo habían comenzado a rondar sus
pensamientos, y planeaba pedirle que se las respondiera. Y
demostrarle que ya no era un niño.
A
cinco días del comienzo de la elección oficial de los Nudhakavie,
la gran mayoría de Dallankor ya estaba volcada en el evento, Vira
incluido. Navhares apenas lo veía a solas y sabía que, si quería
hablar con él, necesitaba acorralarlo antes de que se perdiese en la
marea de público apasionado. Aquella misma mañana lo siguió hasta
el acceso a los túneles, donde se lo encontró conferenciando con el
guía y con un acalorado Azor. Dado que la discusión parecía seria,
permaneció oculto tras el árbol más cercano.
—Permíteme
insistir, Kaledias —pedía el sureño—. Savran fue muy explícito
con el volumen y allá consideran probado que es una copia de un
libro de vuestra biblioteca. ¿Los bibliotecarios no han desenterrado
nada nuevo?
—Me
aseguran que no, y ellos son los expertos. Hay que ser realista: si
esos tomos son viejos, bien pueden haberse hecho trizas.
—¿Y
mi petición de echar un vistazo? Costó mucho identificar nuestro
ejemplar. A través de mis ojos, Savran determinaría con rapidez si
aún existe.
—Ah,
tu petición... La respuesta es negativa, me temo. No te lo tomes a
mal, la consulta de esos libros enmohecidos está limitada incluso
entre nuestra propia gente. Ningún extranjero ha puesto las manos en
ellos.
—En
esta situación de crisis, sin duda se debería hacer una excepción.
—Muchacho,
son sus palabras, no las mías. También el guía ha de ceder a la
opinión de sus sabios. Vamos, vamos, dile a tu gente que no se ha
dejado ni un pliego por revisar, pueden estar tranquilos. Lo que sí
te ofrezco es un viaje a través del paso del este, a visitar una
antigua fortaleza con la que teníamos trato en el pasado. Mi difunta
esposa, los dioses cuiden bien de ella, era una lectora redomada y
solía llevarles copias de nuestros libros como regalo. ¿Quién nos
dice que allí no guardarán algo interesante?
—¿Una
fortaleza? ¿Te refieres a una ciudad humana?
—Sí,
aunque la relación que nos unía era más complicada de lo que
piensas. En cualquier caso, contaréis con la compañía de Azor y
Dranaris, quienes se han recorrido muchas veces el camino. Para
acompañar a Makëla, si no recuerdo mal.
—Sobre
eso, Kaledias —intervino el primer aludido, incapaz de contenerse
por más tiempo—, te pido que reconsideres. No sé hacer discursos
floridos (soy un guerrero y siempre lo he sido), pero hablaré
durante horas si con eso cambias de opinión. Y lo haré yo porque
Dranaris no ha abierto la boca desde ayer, desde que le dijiste que
se nos negaba el derecho a participar en la elección oficial.
—Ni
siquiera disponéis de una auténtica terna. Seríais eliminados
enseguida, es inevitable. Os ahorramos la indignidad de enfrentaros a
los mejores con tanta desventaja.
—¡Mejor
ahorraos el paternalismo! La tal dignidad es nuestra, si queremos
perderla, y vosotros no tenéis derecho a obligarnos a dejar escapar
nuestra oportunidad.
—Los
árbitros han hablado, yo solo...
—¡Nueve
años! Nueve condenados
años entregados en cuerpo y espíritu, aguantando el jodido
dolor de perder a nuestra compañera, ¿y le hacéis esto a Dranaris
sin que os tiemble el pulso?
Era
la primera vez que Vira veía a Azor furioso. Sus ojos anaranjados,
refulgiendo en las cuencas teñidas con pintura de guerra, le daban
el aspecto de una auténtica ave de presa.
—¡Si
os hubierais tomado la elección de Nudhakavie con la solemnidad de
rigor, habríais elegido a un tercer miembro hace años! —replicó
Kaledias, también acalorado.
—Eso
no entraba en nuestros planes. —El destello naranja se apagó—.
Makëla siempre fue nuestra compañera. Dranaris le prometió que
ella compartiría la victoria, ella y nadie más.
—¡El
luto no debe ser más hondo que la devoción! ¿Queréis uniros a los
demás defensores? Pues completad vuestra terna. ¡Las tradiciones
han de respetarse!
—Sabes
que eso es imposible, a estas alturas. Aun si quedasen luchadores
decentes por ahí perdidos, lograr la afinidad necesaria es...
—Entonces
resignaos. Como bien nos ha recordado Vira, vivimos una situación de
crisis; asistirlos en su búsqueda es otra excelente vía para honrar
al dios.
A
sabiendas de que el guía no daría su brazo a torcer, Azor se marchó
sin despedirse. Navhares, inmóvil en su escondrijo, percibió que
Vira lo habría acompañado de buena gana si no hubiese incurrido en
una total falta de cortesía hacia Kaledias. Cuando este le permitió
ausentarse, el defensor ya no se veía por ningún lado.
Entraron
entonces en juego las habilidades de rastreador de Vira, aunque
hallar en Dallankor a un elfo que pretendiese no ser hallado era una
tarea ardua para un extranjero. Navhares lo siguió de lejos, picado
por la curiosidad de saber cuál era la urgencia que lo impulsaba
tras el norteño. Se detuvieron mucho más tarde, en una zona aislada
y brumosa al borde de la planicie. Una cascada procedente de las
cumbres se precipitaba sobre una laguna rodeada de piedras musgosas y
rebosaba para continuar su camino en forma de riachuelo. Tal era el
vigor de su descenso que el agua se pulverizaba hasta quedar
convertida en esa niebla que opacaba el ambiente. Después de hacerla
ascender de nuevo al lugar de donde partiera, el viento la
solidificaba en diminutas escamas de hielo. Todo era blanco, plata,
verde, gris. Navhares se preguntaba por qué nadie le había mostrado
antes un lugar tan hermoso.
Cuando
hubo acostumbrado sus ojos a la neblina, reparó en una figura
solitaria encaramada sobre una de las rocas más amplias, insensible
al aire gélido de la mañana. Era Dranaris. El elfo no reaccionó al
sonido de los pasos de Vira, ni se giró al oír su nombre;
contemplaba la laguna sin verla en realidad, sin expresión en el
rostro, la humedad formando una película sobre su piel desnuda como
si se tratase de una estatua de mármol alojada en una de las fuentes
de palacio. La indiferencia no arredró a Vira, quien se dejó caer a
su lado y confesó, su voz elevándose sobre el estruendo de la
cascada:
—He
sido testigo, sin proponérmelo, de una desgraciada conversación
entre Kaledias y tu compañero.
—Ya
lo sé. Azor ha pasado por aquí antes que tú.
—Lamento
en el alma mi papel en todo esto. Que os forzaran a ser nuestros
guardianes... Créeme, lo último que yo habría deseado en el mundo
era veros privados de vuestro derecho a participar.
—¿Qué
te va a ti en ello? Acabas de conocernos, no nos debes nada. No es
problema tuyo.
—Soy
un elfo poco tradicional, lo admito. Ahora bien, déjame decirte que
pocas cosas han conseguido atraerme a lo largo de mi vida como lo han
hecho vuestras costumbres. Esa habilidad, esa compenetración entre
vosotros, esa pasión... Tenéis un objetivo claro y lo perseguís
hasta el final con una técnica y una disciplina irreprochables.
Confieso que os envidio.
—Sí,
es cierto —concedió el norteño de mala gana, tras una larga
pausa—, ser defensores lo es todo para nosotros, y convertirnos en
Nudhakavie aún más. Pero es inútil negarlo, Kaledias y los
árbitros solo necesitaban una excusa para dejarnos fuera. Si no se
la hubieseis dado vosotros, habrían usado otra.
—Lo
que deberíais hacer entonces es arrebatársela. Habéis peleado
mucho para conseguir todos esos trofeos de vuestras orejas.
Obligadles a que os readmitan.
—Una
vez tomada su decisión no van a volverse atrás, es inútil. Azor
podría haberse ahorrado la humillación.
—Oh,
hay una forma sencilla de que lo hagan: completad vuestra terna.
—Una
idea muy original que jamás se le había ocurrido a nadie —ironizó
el defensor—. No voy a perder el tiempo explicándote mis
motivaciones, sureño. Además, en cinco días dará comienzo la
primera ronda. No hay candidatos hábiles disponibles y, aunque los
hubiese, no nos servirían de nada. Careceríamos de compenetración.
—Estoy
al tanto de esas motivaciones tuyas. Tu compañera Makëla, tu
pareja... Vuestra terna era un esfuerzo de tres y a nadie más habría
de corresponderle el triunfo. Sustituirla debía ser para ti una
traición, así que seguisteis adelante solos mientras no os pusieron
impedimentos. Sin embargo, las circunstancias han cambiado. Si no
acatáis las reglas, nunca podrás brindarle la dignidad de
Nudhakavie que no consiguió en vida. Has de reordenar tus
prioridades, Dranaris. Elegid un tercer miembro. —El aludido
permaneció mudo e inexpresivo, lo que, según la experiencia de
Vira, le otorgaba carta blanca para continuar—. La compenetración
no debe inquietarte. Si Azor y tú confiabais en ganar por vuestra
cuenta, ¿qué perjuicio causaría uno más, con tal de que no sea un
estorbo? En cuanto a la habilidad del candidato... Bueno, estás de
suerte: aquí tienes un voluntario.
Dranaris
sí que se giró entonces hacia su interlocutor. La mirada incrédula
de sus ojos marcados expresaba a las claras lo absurdo de su
ofrecimiento.
—Estás
de broma. Eres del exterior. No te has dedicado desde la infancia al
servicio del dios. No has prestado juramento ni adoptado nuestras
costumbres. Nadie lo tomaría en serio.
—Vamos,
¿acaso he hecho otra cosa en mi vida, aparte de servir a los dioses?
¿Juramento? Lo prestaré. ¿Vuestras costumbres? No son tan
diferentes de las mías, las adoptaré.
—Tu
paso por nuestra tierra es temporal. Un Nudhakavie ha de entregarse
sin reservas a sus nueve años en el cargo.
—¿Qué
son nueve años? Y en un sitio tan vigorizante como Dallankor. Me
comprometo a quedarme aquí hasta que...
—Nos
despreciarían —lo cortó el defensor, cada vez más exaltado—.
Si ganásemos mano a mano con un forastero, los demás nos lo
reprocharían por siempre.
—Si
lo hicieseis con una terna de dos, ¿crees que os aplaudirían? La
humillación sería mucho mayor. Piensa en otra excusa.
—¿Quién...
quién dice que no serías ese estorbo del que hablabas?
—Eh,
eso sí que no te lo consiento. Soy un buen luchador y ya os he visto
pelear las suficientes ocasiones para familiarizarme con vuestro
estilo y movimientos. Y tú también me has estudiado desde todos los
ángulos, no lo niegues. ¿Sabes por qué no has querido enfrentarte
nunca contra mí? Porque no las tenías todas contigo. Confiésalo.
—Sí
que eres un petulante...
—Y
me lo llama el señor «Mi terna de dos machaca a las otras».
—...
con una fastidiosa respuesta para todo.
Vira
sonrió y se tendió de espaldas en su improvisado asiento, meciendo
las pantorrillas sobre la superficie de la laguna. No había que ser
empático para entender que las reservas del norteño estaban a un
paso de ser derribadas por ese resquicio de esperanza abierto ante él
cuando ya la había perdido toda. Pero Dranaris era un elfo
testarudo; harían falta más argumentos para convencerlo.
—No
te he estudiado tanto, aunque me ha bastado para darme cuenta de que
eres zurdo, y eso es un enorme inconveniente. A Azor y a mí nos
costaría acostumbrarnos a movernos contigo.
—Ambidiestro,
en realidad. Mal ilusionista sería si no lograse imitar a un
diestro.
—Tu
mano más hábil es la izquierda. Capar tus puntos fuertes es llamar
a voces al fracaso.
—Hay
cinco días para entrenar. Apuesto lo que quieras a que nos sobran
para aprender a coordinarnos.
—Coordinarnos...
—Dranaris se golpeó las sienes con saña—. No, esto es un
disparate. Mi vínculo con Makëla era real, fluía con naturalidad.
Me ha costado todos estos años forjar uno nuevo con Azor. Pretender
que cinco días bastarán para no hacer el ridículo en público es
de ilusos, Vira.
—Llamarme
por mi nombre es un comienzo. Sureño
es tan impersonal... En fin, supongo que sabes cuál es la forma
rápida de establecer un vínculo, ¿no? El tuyo con Makëla fluía
con tanta naturalidad porque era tu pareja. Quizá si te esforzases
en dejar de señalarme defectos y en apreciar mis virtudes, todo
sería más sencillo.
—Ese
es un chiste de mal gusto. Ya he visto que tu grupo y tú rechazáis
a las elfas de Dallankor, y no por ser poco atractivas. Tus
preferencias no me importan, pero no pretendas arrastrarme hacia
ellas. Yo... le prometí que sería la única, que no concebiría
hijos con ninguna otra. Y siempre cumplo mis promesas.
—¿En
serio? ¿Nada de sexo en cinco años? ¿Me tomas el p...? Quiero
decir, ¿por qué?
—Se
llama lealtad. No todos pretendemos esparcir nuestra semilla a toda
costa, ¿sabes? Makëla era... la que los dioses me habían
destinado, lo supe en cuanto nos conocimos. Tan fuerte, tan altiva.
Jamás permitía que me inclinase, siempre era ella la que se alzaba
hasta igualar mi altura. Si después determinaron no bendecirnos con
descendencia, bueno... Sus motivos habrían de tener y los he
respetado desde entonces. Bah, ¿para qué continuar? Un elfo de
Dervarn no me entendería.
—Oh,
te entiendo. Te entiendo mejor que muchos, yo tampoco planeo traer
pequeñajos al mundo. En medio de esta vorágine
procreadora en
la que vivimos, es reconfortante aceptar que la paternidad no está
hecha para nosotros. Lo que escapa a mi comprensión es tu renuncia a
lo demás.
—¿Qué
es lo demás?
—Puedes
mantener tu palabra sin prescindir de... la compañía.
Al
sentarse, el jubón de Dranaris le dejaba una porción de espalda al
descubierto. Vira posó la palma de la mano sobre su costado húmedo,
alzó aún más el tejido y luego se desvió hacia abajo, trazando
con el dedo índice las líneas del tatuaje que dibujaban dragones,
lenguas de fuego y ríos de lava. El diseño continuaba sobre su
nalga derecha sin perder la belleza de las partes expuestas. El
extremo de una cola cuyas diminutas escamas aparecían perfiladas con
todo detalle prometía nuevas maravillas en los rincones ocultos a la
vista.
—El
artista que te hizo esto es un elfo con suerte —afirmó mientras se
enderezaba, la sonrisa juguetona todavía prendida en sus labios—.
Es cierto que he rechazado algunas ofertas de otras defensoras, y ya
sabes por qué. Quién sabe si, en el fondo, tus motivos y los míos
no son similares: una hija o hijo es una atadura tan desmesurada que
solo concebimos aceptarla con quienes amamos, y, si eso no está a
nuestro alcance... Aleja la tentación; nadie te lo reprochará y
cumplirás tu promesa. Pero no tienes por qué alejar el placer.
Su
aliento emanaba calidez en medio de aquella atmósfera fría. Su
lengua rozó los aros metálicos de Dranaris antes de deslizarse con
mesura, casi reverencia, a lo largo de la piel intacta. El norteño
giró el rostro para clavar la mirada en Vira, aunque no rehuyó el
contacto, ya fuese por el poder de su hechizo de atracción, o por su
arrolladora presencia, o bien por el magnetismo de sus perfectas
marcas de la magia.
—Sería
tan fácil tejer un hilo de afinidad entre nosotros —prosiguió
Vira, sus manos colándose bajo el jubón hasta el vientre del
defensor.
—Nunca
he... hecho esto antes.
—¿Recibir
caricias de otro elfo? ¿Qué diferencia hay? Dime, ¿aceptas?
Formemos la terna más poderosa de Dallankor. Pasemos la primera
ronda juntos. Si me convierto en uno de vosotros, en todos y cada uno
de los sentidos posibles —lamió la punta de su oreja—, ¿no
dejaré de ser un visitante y vosotros mis guardianes? Se verán
forzados a hacernos concesiones a los tres. Tiempo para entrenar y
competir... Intimidad que llenaremos como queramos...
—Espera.
—Algo en esas frases disparó las alarmas del siempre suspicaz
Dranaris. Sus puños saltaron a atrapar con brusquedad las muñecas
de Vira—. Azor mencionó algo sobre la biblioteca, que a los
forasteros les estaba vedado el acceso. ¿Has tramado todo esto para
ganarte privilegios en Dallankor? Porque te juro que, si no me tomas
en serio...
—Mira
que llegas a ser desconfiado. ¿Tan poco valoras mi palabra? Si te la
doy, ten por seguro que la respetaré.
—Eso
lo veremos. En cuanto hayas de cumplir el primer ritual del
juramento, te echarás atrás y huirás con el rabo entre las
piernas.
—En
la vida caeré tan bajo. Hmmm, ¿cuál era ese primer ritual?
—Raparte
tu larga melena de elfo de ciudad.
—Ah...
Ya. —Enmudeció durante unos instantes, impactado por ese detalle
que no había considerado—. De acuerdo, un pequeño inconveniente
de cara a una gran causa. Por cierto, te atraen más las cabelleras
cortas, ¿verdad?
Respondió
con serenidad a la rudeza de Dranaris, rozándole las manos con las
yemas de los dedos, acercándole la boca curvada en una sonrisa
arrebatadora. Los elfos guerreros del norte no solían ser tan
sutiles en sus aproximaciones; las defensas
del defensor fueron sobrepasadas a traición por unos labios que
sabían muy bien el camino a seguir.
Los
arbustos se agitaron tras la primera línea de árboles cuando el
espía que había asistido a la escena decidió retirarse. Estaba
irritado y no se preocupó por ser discreto, asumiendo que el
estrépito de la cascada enmascararía sus pasos. Eso poco afectó la
percepción de Vira, quien se permitió una ligera mueca burlona.
Había sabido en todo momento que Navhares estaba ahí.
Solo
existía un evento que reuniese a todos los Silvanos de Dallankor en
su planicie, y era la ceremonia que daba inicio a la elección de los
Nudhakavie. Cada nueve años, hasta el último de los elfos,
incluidos los custodios, se acercaba a presentar sus respetos a los
tres árboles antes de asistir al desfile de las ternas. Los actuales
ocupantes del cargo lo abrieron con un saludo a Kaledias, los
árbitros y otras personalidades, entre las cuales se contaba Seriam.
Siguieron su ejemplo el resto de los cincuenta y dos grupos por orden
de veteranía, una homogénea fila de combatientes que, a la vez,
eran únicos e inconfundibles gracias a sus tatuajes y pinturas
faciales. Y el último de ellos era el más exótico: trenza de color
corinto, torso y espalda lisos, oreja derecha sin adornos... Vira de
Dervarn, tercero en la terna de Dranaris y Azor, se alzó como uno de
tantos para prestar juramento ante el guía y los árbitros. Pero, a
diferencia de los demás, hincó después la rodilla en tierra y
permaneció allí un rato largo, bastante largo para una categoría
de elfos que se preciaba de no arrodillarse nunca.
Navhares
no había vuelto a toparse con el Silvano desde el episodio de la
cascada. Suponía que había estado inmerso en alguna clase de
entrenamiento intensivo, o bien en continuar lo que iniciara con
Dranaris al borde de la laguna. O probablemente en ambas cosas. Lo
cierto era que no esperaba verlo de aquella guisa, con el atuendo de
los guardianes y el rostro cruzado por dos líneas de pintura color
corinto, ni postrado en actitud tan humilde; un ferviente adorador
del dios, recitando promesas de futuras deferencias —promesas poco
creíbles viniendo de él—, mientras un puñado de autoridades lo
escuchaba con solemnidad y la masa de mirones lo hacía con
expectación, convencidos de que el forastero cometería la falta de
protocolo más flagrante de la historia de Dallankor.
Concluido
el juramento, uno de los árbitros extrajo un puñal de su cinto y lo
acercó al cuello de Vira. Navhares fue incapaz de reprimir un gemido
ante lo que siguió: la inmolación de la magnífica trenza del
Silvano, sesgada de raíz de un simple tajo; el orgullo de cualquier
elfo, arrojado a la hierba como si se tratase de desperdicios. A la
víctima no pareció importarle, ya que se enderezó y volvió a la
fila sin mover un músculo de la cara. Su imperturbabilidad se ganó
la aprobación silenciosa de la mayoría. Hasta Dranaris le lanzó
una mirada de soslayo, sorprendido de que no hubiese echado a correr
antes de sacrificar su vanidad de sureño.
Mas
la curiosa iniciación de un elfo llegado de tierras lejanas no
dejaba de ser una anécdota en el orden del día. El verdadero
espectáculo, aquel que habían esperado durante casi una década,
dio comienzo en cuanto el círculo quedó despejado. Las ternas se
habían ordenado según su excelencia, para que la primera fase de
combates estuviese nivelada, y todas y cada una tendrían derecho a
tres enfrentamientos con diferentes rivales. Aquellas que no
sufrieran ninguna derrota —lo que allí llamaban un triunfo
limpio—
se clasificarían automáticamente para una segunda fase a celebrar
días más tarde. Las que contasen con dos victorias en su haber
repetían el proceso entre ellas hasta obtener triunfos limpios,
uniéndose así a las anteriores. Dos o tres derrotas acarreaban la
eliminación inmediata.
Las
primeras seis ternas avanzaron hacia el centro, se dispusieron en un
triángulo de círculos de combate, cada uno con sus propios
árbitros, y tomaron posiciones. Muchos opinaban que se perdían
parte de la diversión al tener que seguir varios combates
simultáneos, pero el elevado número de estos imponía la necesidad
de abreviar el proceso. El aura de los defensores era más letal que
la exhibida en los entrenamientos, pues la mayoría usaban anchos
anillos metálicos en todos los dedos y refuerzos del mismo material
en segmentos específicos de sus armas de madera. Navhares reconoció
a algunos de ellos gracias a la decoración facial; sus expresiones
eran tan severas y agresivas que costaba identificarlos con los
relajados elfos de las jornadas previas. A la señal del árbitro más
veterano, los dieciocho participantes se activaron.
El
avance de las contiendas demostró al joven argailiano lo equivocado
que había estado hasta entonces sobre la naturaleza de aquel ritual.
Los movimientos sacrificaban elegancia en favor de la eficacia. La
sangre salpicada por los remaches metálicos apenas quedaba
disimulada por la pintura. Los ocasionales moratones, rozaduras y
esguinces se convertían ahora, si la fortuna empeoraba, en fisuras y
huesos rotos. Aun sin emplear más magia que las habilidades
empáticas, la violencia allí desplegada era la más real que había
presenciado en su vida, y Navhares llegó a preguntarse qué sentido
tenía exponerse a todo ese dolor para ganar un simple trofeo, por
valioso que fuera.
El
corazón se le disparó en el pecho cuando llegó el turno de Vira y
sus compañeros para ocupar la palestra de hierba. Le resultaba tan
difícil identificar a su amigo en ese guerrero de cabello corto y
rostro pintado... Además, los murmullos que captaba entre el
público, criticando su elección de armas, no eran esperanzadores:
dos varas largas en manos de dos elfos tan altos entorpecerían su
coordinación en un espacio limitado, y más cuando no habían tenido
tiempo de habituarse a pelear juntos. Ya sería complicado para Azor,
de nuevo con sus bastones disparejos, esquivar los varazos. En
cualquier caso, el trío no dejó que la atmósfera menos benévola
afectase su concentración. Sus rivales eran un elfo ancho y fuerte
como un alce, armado con una vara corta, una elfa con dos bastones
con mangos, famosa por su capacidad de encajar los golpes y su falta
de ética a la hora de propinarlos, y un segundo elfo pequeño y
nervioso que iba provisto de dos hoces rectas talladas en dos piezas
de madera. Estos se colocaron en línea ante un Dranaris adelantado
al resto, mientras que Azor permanecía en la retaguardia. En cuanto
el árbitro volvió a dar la señal para el inicio de la nueva tanda
de combates, las conversaciones cedieron ante el sonido de los
golpes.
Hasta
un profano como Navhares sabía apreciar el equilibrio en las
posiciones de Vira y sus aliados, calculadas para dar espacio al
balanceo de sus armas. Tampoco pasó desapercibido para sus
oponentes, cuya primera maniobra fue tratar de romperlo: el elfo más
voluminoso se lanzó a por Dranaris y lo forzó a dar la espalda a
los demás en tanto sus dos colegas buscaban las cosquillas a Vira,
quizá confiando en que era el eslabón más débil y podrían
eliminarlo con rapidez. Las hoces no estaban afiladas, pero verlas
cruzando tan cerca de su nariz no resultaba tranquilizador. La elfa,
por su parte, buscaba los huecos en su defensa para impactar con sus
bastones en un sitio particular; en los combates todo valía, y ¿qué
mejor manera de neutralizar al forastero que machacarle la
entrepierna? Vira descifró sus intenciones al instante. No tenía
intención de permitírselo —sentía un tremendo apego a las joyas
heredadas de sus ancestros—, si bien estaba muy ocupado esquivando
las dos medialunas de madera que el flaco y ágil guardián hacía
volar cerca de su cuerpo, y mantenerlos a raya con su vara era cuanto
alcanzaba a hacer por el momento. La escasa honorabilidad de la elfa
al atacar lo persuadió para hacer lo mismo, y logró un impacto
rasante en sus pechos, escasamente protegidos por la banda de cuero.
El dolor no bastó para detenerla, ni siquiera para ralentizarla. El
extremo de un bastón dirigido a su bajo vientre, evitado a duras
penas, mandó al sureño a una distancia peligrosa del borde del
círculo.
Por
suerte para él, Azor aprovechó un espacio en las trayectorias de
las armas para abrirse camino hasta los tobillos del luchador de las
hoces y derribarlo. En el brevísimo respiro obtenido gracias a ello,
Vira logró dos pequeños triunfos, afianzar su posición en el
terreno de juego e intercambiar una mirada con Dranaris, corta aunque
muy significativa: era hora de librarse de un oponente y merecía la
pena empezar por el más fuerte, por mucho que eso supusiese encajar
algún golpe. Ahora bien, Vira no planeaba pasar a los anales de la
elección de Nudhakavie como el extranjero castrado en su primera
batalla, así que tentó a la elfa con una abertura clara cerca de su
vientre en lugar de sus queridos genitales, sufrió la furia del
impacto endureciendo los músculos y alzó la vara en un potente
golpe circular sobre las cabezas de todos los presentes. Ella se
apartó a tiempo. También lo hizo Dranaris, y asimismo el elfo que
enarbolaba la vara corta. Por desgracia para este último, la
atención a las alturas le hizo ignorar lo que ocurría a sus pies.
Terminó en el suelo gracias al barrido casi simultáneo realizado
por el arma de Dranaris; la punta de esta se precipitó sobre su
cráneo, dejándolo inconsciente. Quedaban dos.
Los
guardianes restantes fueron incapaces de apreciar la belleza de aquel
armónico baile de varas. El de las hoces comenzó a blandirlas en
torno a él, con pases que llegaron a arañar los antebrazos de Azor
y la espalda de Vira. La elfa interpuso al sureño entre ambos y
cargó contra sus piernas, y tanta fue la furia del topetazo que su
víctima aterrizó de espaldas, a tiempo de distinguir el vuelo de
una hoz dirigida contra su sien. El arma fue interceptada en el
último instante por los bastones de Azor. Dranaris aprovechó la
posición de su rival, agazapada sobre el sureño, e hizo girar la
larga barra remachada de metal contra ella. Sus bastones poco
pudieron hacer para frenar la energía de tal maniobra. La elfa fue
lanzada contra el margen de la circunferencia hasta sobrepasar los
límites permitidos. Quedaba uno.
El
tercer antagonista era tan rápido y energético que a la terna
recién formada le resultó complicado acorralarlo para concluir el
trabajo. Vira se llevó una desolladura en el tobillo y Dranaris un
desgarrón en el muslo antes de que Azor se las arreglase para
retorcerle un brazo a la espalda y patear una de sus hoces. Aun así,
el nervudo guerrero se escurrió de su presa. El novato resolvió que
no debía dejar pasar la oportunidad de anotarse su primer tanto.
Tras dejar caer el arma, tomó impulso y giró hasta convertir su
pierna izquierda en un borrón a toda potencia. El elfo, que ni la
vio venir hacia su mejilla, dio con sus huesos en la hierba, con la
integridad de su tabique nasal comprometida y muy pocas ganas de
volver a por más. La victoria era suya.
A
los pies de Vira, la elfa gruñó algo que sonó similar a fanfarrón
de mierda
mientras se apartaba la banda de cuero para examinar el hematoma de
sus pechos. Un picotazo de remordimiento espoleó la conciencia del
Silvano, quien hasta entonces no se había visto en la tesitura de
maltratar a una dama en un lugar tan delicado. Le tendió el brazo
para ayudarla a levantarse. Ella lo miró con recelo, sus labios
retorcidos en una sonrisa desagradable, aunque aceptó la cortesía y
se irguió a toda velocidad; tanta, que su rodilla derecha aprovechó
el ímpetu del movimiento para dispararse contra el lugar
delicado
del elfo. Sucedió tan deprisa que no tuvo ocasión de echarse a un
lado. Después de todo, según mostraba la expresión de su rostro,
sí que se convertiría en el extranjero capado en su debut. Pero el
dolor por el duro castigo no llegaba. Tras soltar el aire contenido
en sus pulmones, aventuró una ojeada y comprobó que la rodilla se
había detenido a la distancia de un cabello del área de impacto.
Sus pupilas subieron hasta enfrentar las de la guardiana.
—No
seas tan perdonavidas o la próxima vez te los patearé a conciencia
—masculló ella sin abandonar la sonrisa—. Ah, y no estuvo mal
jugado. Aceptable para ser un elfo fino.
En
Dallankor, un combate ganado solo era un pequeño paso en la
dirección correcta. Desde su lugar entre la multitud, Navhares no
asistió a celebraciones ni parabienes, sino a los dictámenes
severos de los árbitros y a una retirada discreta de vencedores y
vencidos para dejar espacio a los nuevos contendientes. Tampoco
habría podido acercarse a felicitarlo de haber querido, pues las
ternas aguardaban su turno lejos del público. No volvió a ver a
Vira hasta la segunda serie de enfrentamientos, todavía con su
herida en el tobillo —los servicios de los sanadores estaban
limitados— aunque sin secuelas importantes. Y de nuevo saltaron al
círculo, y de nuevo lograron el éxito, por más que Vira se llevase
la peor parte: los otros tres guardianes se empeñaron en ponerle las
cosas difíciles al novato y le dejaron de recuerdo un hombro
dislocado antes de que sus dos compañeros aprovechasen la coyuntura
para quitárselos de encima. Dijo mucho de los redaños del sureño
que se dejase recolocar el hueso sin gritar. Su tercer desafío se
prolongó más que ninguno. Para empezar, un fallo de cálculo al
coordinar el balanceo de sus varas desembocó en el fuera de juego de
Azor, sacado del círculo por sus propios colegas; con vistas a
cubrir la momentánea desorientación de Dranaris, Vira se interpuso
en la trayectoria de un bastón y sintió cómo una de sus costillas
pagaba las consecuencias. Estuvieron a punto de ser derrotados media
docena de veces, pero compensaron la falta de fluidez con reflejos y
cabezonería y, al final, lograron un triunfo limpio y el paso
automático a la segunda fase.
El
ánimo de la concurrencia mudó cuando, junto con otras trece ternas
en idéntica situación, se congregaron ante los tres árboles y
renovaron sus votos de fidelidad. La masa de Dallankor respondió al
Dravde
seva nudhia de
los guardianes con otro grito semejante, eco del anterior, que resonó
en las montañas como una exhortación sobrenatural a los dioses. Si
alguna vez han de responder a algo, responderán a esto,
pensó un Navhares ensordecido por el clamor. Y tras el sacrificio
llegó el reconocimiento: Dranaris y Azor añadieron un nuevo aro de
plata a su colección, mientras que Vira recibió su primer bronce de
manos del árbitro más veterano, que perforó su lóbulo derecho sin
ceremonias y lo ensartó con la pericia de cientos de operaciones
similares. La pérdida de su melena y la oreja agujereada el mismo
día no contribuyeron al gozo del Silvano, quien apenas podía fingir
que caminaba recto con su costilla fisurada. Además, Dranaris no
parecía muy satisfecho con las actuaciones del grupo y no le
permitía retirarse a descansar, sino que insistía en retenerlo en
el círculo para hacer la crónica de sus fallos.
—Oye,
siento punzadas en la oreja y el tobillo, me cosquillea la nuca
indecentemente desnuda y noto una docena de agujas candentes
atravesándome el costado —protestó la víctima del acoso—.
Hemos pasado. ¿Qué más quieres?
—Habríamos
pasado de todas formas, Azor y yo. En los siguientes combates
nuestros rivales tendrán mucho más nivel. ¿Por qué te empeñaste
en usar otra vara? ¿Por qué no me escuchaste?
—No
se trata solo de ganar, sino de hacerlo con donaire. Medita sobre la
belleza de nuestras dos armas en acción, simétricas y...
—¡Cierra
ese pico presuntuoso! Con nuestra patética facilidad para
entorpecernos el uno al otro, lo único que haremos será el
ridículo. Dijiste, prometiste
que me tomarías en serio. ¡Lo prometiste!
Semejante
exhibición de genio no era habitual en un elfo como Dranaris. Vira
aún conservaba restos de una sonrisa perpleja cuando Navhares lo
abordó de camino a su alojamiento.
—Felicidades
—murmuró el joven, los ojos fijos en su nuevo aro y en el cuello
expuesto—. Quería hablar contigo, pero ya no pisas la casa.
—Gracias.
Ya ves, esta gente se toma las cosas muy a pecho. Me hacía falta
entrenar para que la paliza fuese menos leve.
—Entrenar.
Claro.
—¿Qué
pensabas que hacía?
—Dranaris
y tú estáis más próximos ahora. Quizá os dedicabais a conoceros
mejor.
—¿Eso
crees? —El Silvano soltó una carcajada dolorida—. Ay, ¿me habré
dejado cautivar por su dulzura para conmigo? ¿Por su don de gentes?
¿Por su temperamento? Oh, y qué temperamento... No me lo esperaba,
la verdad.
—Te
has pintado y vestido igual que un salvaje. Te has dejado cortar el
pelo. Interceptaste un golpe dirigido a él y ahora estás herido. Si
no te ha cautivado, ¿qué otra explicación hay?
—¿Y
qué más te da, chiquillo? Esto nos conseguirá respeto, y a mí una
nueva experiencia en la vida y una cama caliente. Todo son ventajas.
—¡No
vuelvas a llamarme chiquillo!
Entonces, ¿os habéis... acostado?
—Es
un adulto disponible y no tiene un padre presto a matarme si le pongo
las manos encima. Ni está enamorado de él, gracias a los dioses.
La
indignación de Navhares prendió en sus ojos un fuego rojizo muy
similar al de Caradhar. Antes de que Vira alcanzase a avivar la llama
haciéndoselo notar, el muchacho se alejó a zancadas entre las
docenas de elfos que aún deambulaban por la llanura. Otro
con temperamento,
meditó el Silvano, con su habitual frote del labio. No
lo ha sacado de su padre, ni de su abuela. ¿Tal vez de su abuelo, el
difunto Darshi'nai?
Encogió
los hombros y preguntó a uno de los paseantes por el sanador más
próximo. Con un poco de suerte, alguien se apiadaría de él antes
del final de la jornada.
Felicitarlo.
Habría debido felicitado nada más, y así se habría ahorrado la
humillación. O mejor aún, cerrar la boca y no cruzarse en su
camino. Verlo así, convertido en un bravío cualquiera para
complacer a su nuevo amante, en tanto a él le ofrecía la pobre
excusa de no contrariar a su padre... Porque tenía que ser una
excusa. Caradhar no iba a mantener las distancias y, además, forzar
a los demás a imitarlo. ¿O sí?
Por
mucho que Navhares tuviese la vida de un adulto, su sabiduría no se
había desarrollado a la par que su apariencia. Se sentía
traicionado por todos, incomprendido y solo, muy solo. Y como no
quería volver a la casa y enfrentarse a la mitad de su problema, ni
tampoco deseaba ser blanco de las miradas inquietas o suspicaces de
una multitud de norteños que desconfiaban de un vidente sin
visiones, decidió perderse entre los árboles para regocijarse en su
soledad. Pronto, la zona de las viviendas arbóreas quedó a sus
espaldas. Al acercarse a los límites recordó la proximidad de la
cascada y siguió, en cambio, la dirección del riachuelo. Allí la
atmósfera no era húmeda, sofocante ni ensordecedora, y la corriente
de agua, con las ocasionales pozas que se formaban a una u otra de
sus orillas, le traía gratos recuerdos de Dervarn. Cerró los ojos;
por un momento le pareció rememorar las amigables conversaciones con
Vira a su paso por la ciudad del bosque —en un tiempo que se le
antojaba tan lejano—, y las risas, y los iris... ¿Verdes?
Parpadeó. Cuando recuperó los sentidos se percató de que había
seguido caminando hasta alcanzar el borde del agua. Una mano sobre su
antebrazo lo salvó de un chapuzón.
—No
pretenderás bañarte con ropa, espero. —Su rescatador sonreía.
—¡Seriam!
Yo... Supongo que me he distraído.
—O
tenías una visión. ¿Qué era?
—No,
no, recordaba una charla... sin importancia. Te vi antes junto a tu
padre, en el círculo. ¿Hoy te han permitido subir?
—Si
te soy sincero, él me obligó. Por mucho que la tradición dicte que
todos acudan a la ceremonia, ¿acaso no es más importante en estos
tiempos vigilar al Durmiente? En fin, regresaré tras darme un baño.
¿Me acompañas?
—¿En
un riachuelo helado de las cumbres?
—Se
mezcla con aguas subterráneas cálidas, es muy curioso. Pruébalo.
La
invitadora transparencia de la poza más cercana permitía distinguir
un fondo suave y sin aristas rocosas. Para su sorpresa, el agua
estaba templada. Antes de que Navhares aceptase la invitación,
Seriam se libró de toda su ropa, salvo el pequeño taparrabos típico
de Dallankor, y se sumergió en la parte más alejada de la corriente
con un suspiro satisfecho.
Quizá
mirar de hito en hito a una persona fuese considerado una grosería
en Argailias, pero al joven noble le resultó imposible apartar la
vista de aquel cuerpo casi desnudo, cubierto de dibujos desde el
cuello a los pies. Plantas, animales y motivos geométricos se
entrecruzaban en su pecho y espalda; nudos, hojas y raíces ondulaban
sobre sus brazos y piernas. Jamás había presenciado un despliegue
artístico semejante, y la curiosidad por saber quién aplicaba
aquellos pigmentos efímeros, y por qué, se hizo más y más fuerte.
Tras vencer su pudor natural, imitó a su anfitrión en el ritual del
baño.
—Te
preguntas por qué me tomo todo este trabajo —afirmó el norteño
ante su evidente interés—.Tintura de hojas de ligustro en lugar de
un tatuaje duradero.
—¿Es
porque únicamente los guardianes se tatúan?
—Has
acertado, aunque hay otra razón. En la tierra de mi madre era
costumbre no atarse a un simple diseño, sino variarlo con las
estaciones, las fiestas, los grandes eventos... La piel es un lienzo
que se adapta a la metamorfosis del mundo, igual que la naturaleza
evoluciona con el paso de los años.
—Confieso
que en Argailias y en los principados del sur nunca vi nada
semejante, pero es una filosofía hermosa. ¿Tu madre no era de
Dallankor, entonces?
—Mi
padre viajó mucho en su juventud. Durante su estancia en los bosques
del extremo oeste, donde dicen que la lluvia cae tres días de cada
cuatro y es imposible no pisar sobre hierba y musgo, conoció a una
dama de cabellos cobrizos, se enamoró y la trajo consigo a la
planicie. Murió siendo yo aún muy joven, sin haber llegado nunca a
integrarse en Dallankor. Mi último recuerdo de ella fue su
despedida, con esa voz cantarina que tan diferente sonaba de las
nuestras: «Riam (me llamaba Riam), ya sabes que en mi tierra
necesitamos mucha lluvia para crecer, mucha más de la que cae aquí.
Mamá se marchita, y por eso ha de pasar un tiempo lejos,
reverdeciéndose. ¿Esperarás hasta que haya recuperado el color?
Volveré como un arbolillo de los que bordean el riachuelo; me
reconocerás porque tendré la corteza pintada igual que la piel y te
espiaré desde el verdor de las hojas». Había hecho prometer a mi
padre que decoraría para mí el tronco de un haya joven, ¿sabes?
Ah, lo feliz que me sentí al descubrirla. Me sentaba al pie,
procuraba que recibiese más agua que las demás, le contaba mis
historias, convencido de que me escuchaba... Ya imaginarás que eso
no la hizo regresar, si bien me consoló hasta que tuve edad para
aprender a decir adiós. Y eso fue bastante más tarde que la
mayoría, lo confieso. Supongo que aferrarme a la infancia me
ahorraba la decepción de aceptar la realidad.
—Lo
siento mucho. —La compasión de Navhares era sincera.
—No,
no estés triste, es un bonito recuerdo. Además, yo fui afortunado.
Oí que tú no llegaste a conocer a la tuya.
—Es
cierto. —Evitó rememorar ese oscuro episodio del pasado—. Aunque
tampoco soy digno de lástima. Tengo a Caradhar, y a Corail, y a... a
mi propia familia. Nunca estoy solo. ¿Tú no tienes una pareja?
—Me
temo que no soy apto para eso. —Apoyó la nuca en el borde de rocas
y suspiró. La maraña de sus trenzas se plegó bajo él como un
lecho de ramas otoñales—. No puedo ser padre, así que ninguna
elfa querría emparejarse conmigo. Eso me convierte en el custodio
ideal... y en una fuente de pesar para el guía, que no verá colmado
su deseo de tener nietos.
—Oh...
¿Y no hay nada que los sanadores puedan hacer por ti?
—Mi
condición es obra de los dioses, la savia no la remediará. No
merece la pena darle vueltas; acepté mi soledad hace mucho tiempo y
sirvo con placer en el santuario. Es ahora, en esta época de
transformación, cuando siento algo de temor y respeto por el futuro,
pero... —Mordisqueó una de sus uñas teñidas. Navhares tuvo la
impresión de que una nube le oscurecía los ojos verdes, además del
ánimo, antes de disolverse en una nueva sonrisa—. Ah, pero los
cambios son buenos. Los que, como yo, los llevamos en la piel, no
debemos tenerles miedo.
El
joven argailiano también sonrió. Tras días de conversar con Seriam
había llegado a sentirse muy a gusto en su compañía, pues era de
trato más suave que sus paisanos y tenían las suficientes cosas en
común para entenderse: huérfanos y descendientes de líderes sin
cargo de poder, tejedores de visiones con una venda en los ojos,
sangre mezclada que no encajaba en ningún sitio. No recordaba otra
relación donde le resultara tan sencillo relajarse, a sabiendas de
que se encontraban al mismo nivel. Desde luego, jamás había sido
así con Vira, ni siquiera con Caradhar.
—No
es cierto que nunca esté solo. —Aquel ambiente era propicio para
las confidencias—. Mi esposa y yo mantenemos poco contacto, mis
hijos pertenecen a sus Casas respectivas, y Caradhar vive en Dervarn
mientras yo permanezco en Argailias, fingiendo que los Silvanos son
una leyenda. Hacer amigos en palacio debe ser igual de difícil que
bajo las montañas, y aquí... Ya lo sabes. Tú eres el único.
—Celebremos,
entonces, que nos hayamos conocido. ¡Quédate conmigo en el
santuario! Terminaremos de contarnos historias sobre tu tierra y la
mía, y te prometo que saldremos para que disfrutes de la belleza de
Dallankor. Te conduciré a través de pasos de montaña que se abren
a panoramas sobrecogedores. Te mostraré una caverna donde el agua
crea melodías al caer, gota a gota, en estanques de piedra perlada.
Tú también eres mi primer amigo en muchos años. —La mano del
norteño se posó sobre la de su compañero más joven. Este
contempló los bellos motivos vegetales con una mezcla de placer y
melancolía.
—Pero
pronto tendré que partir y es difícil que regrese. Volveré a la
rutina del Distrito de los Nobles, dejaré atrás todo esto...
—No
pienses eso ahora, Navhares. Vamos, baja conmigo.
—¿Y
si Caradhar no me lo permite?
—¿Por
qué no habría de hacerlo?
—Creo
que, hum, no confía demasiado en ti. ¡No es nada personal!
—exclamó, alarmado por su exceso de franqueza—. Se trata de...
Se trata de tu mente, ¿sabes? Todo el mundo dice que él es uno de
los mejores telépatas de Dervarn y, a pesar de ello, es incapaz de
percibirte. Claro que eso no es culpa tuya. Si tu defensa es
poderosa...
—¿Mi
defensa? Ya te conté que mi savia es muy débil. Ni soy telépata ni
he aprendido a protegerme de ellos. —Sacudió la cabeza ante la
zozobra del muchacho—. No te sientas culpable, tu padre no es el
primero que ha reaccionado así ante mi particularidad;
de hecho, es una de las razones que me han empujado a aislarme.
—Lo
siento, lo siento en el alma. Eso es muy injusto.
—Yo
lo acepto como la voluntad del dios. Si me lo ha otorgado, será para
darle algún uso en el futuro, porque nada en el santuario sucede por
casualidad. De eso estoy seguro.
—Yo
no comparto esa desconfianza, Seriam. Y me gustaría mucho aceptar tu
ofrecimiento.
—Riam,
ya es hora de que me llames Riam. —Le tendió la mano para salir de
la poza—. ¡Vamos!
Antes
de seguir al custodio en su descenso a través de las cavernas,
Navhares se detuvo en su alojamiento para conseguir una muda seca. No
le apetecía discutir con su padre sobre un hipotético permiso para
ausentarse, así que respiró aliviado cuando vio que la casa estaba
vacía. Mientras abandonaba el lugar, reparó en un envoltorio
estrecho que alguien había depositado en las escaleras de acceso.
Contenía la trenza cortada de Vira.
Al
acariciar con la vista y con los dedos las larguísimas hebras de
color corinto, el joven experimentó una descorazonadora sensación
de pérdida. Admiraba aquella melena. Siempre la había considerado
la segunda más hermosa —únicamente superada por la belleza rojo
rubí de Caradhar—, y verla allí, yerta, sesgada de fuente de la
que fluía como una corriente de savia, lo inundó con una súbita
inquina hacia quienes habían inspirado tal afrenta. Esos bravíos no
se la merecían. Tampoco Vira, quien con tanta indiferencia había
renunciado a ella.
Plegó
el paquete y lo escondió entre sus ropas. Luego salió a toda prisa,
en dirección al acceso al santuario.
Tras
mucho porfiar —y haciendo ostentación de su nuevo aro de bronce—
Vira se las había arreglado para conseguir el permiso de los
bibliotecarios y traspasar los límites de su sanctasanctórum. Una
de las cavernas que circundaban la planicie había sido
impermeabilizada, revestida de madera e imbuida con un hechizo de
conservación, y allá se apilaban cientos de tomos y pergaminos, en
estanterías hechas de troncos con la consistencia de la piedra. No
tenía, ni por asomo, la extensión y variedad de la de Dervarn,
abierta a la cultura humana y depositaria de muchos volúmenes sobre
esta; Dallankor había estado siempre aislada, con lo que el
contenido de sus libros era un reflejo de la cultura élfica en
exclusiva. Pero justo eso era lo que los Silvanos necesitaban, y
merecía la pena un nuevo repaso de todos aquellos títulos, en esta
ocasión dejando que Savran se asomase a los ojos de Vira.
Al
anochecer de un largo día de búsqueda entre los rincones, de criba
y de ruegos —los bibliotecarios no se molestaban en llevar un
registro ni consentían que nadie más tocase sus tesoros, si bien no
se negaban a mostrarlos en persona—, el elfo y su pasajero
se rindieron y aceptaron que el primer informe había sido correcto:
allí no quedaba nada nuevo para ellos. Si en el pasado sí lo había
habido, según atestiguaban algunos huecos libres en los estantes,
debía estar perdido desde hacía años. Su último recurso era
aceptar el ofrecimiento de Kaledias y realizar la pequeña expedición
a la fortaleza humana. Claro que para eso era esencial convencer a un
par de guardaespaldas muy poco dispuestos.
Dranaris
y Azor habían conseguido ser aceptados en las competiciones y
contaban ya con proseguirlas con la misma dedicación que los demás
guardianes. Quedaban pocos días para el inicio de la segunda fase,
días preciosos en los que descansar, observar las restantes
eliminatorias, trazar estrategias. Un viaje, por corto que fuese el
trayecto, los privaría de todo eso y quizá los retrasase hasta el
punto de no regresar a tiempo. La promesa de Kaledias de no empezar
sin ellos no logró aplacarlos; solo sus órdenes tajantes los
resignaron a obedecer, y no sin unas cuantas miradas airadas de
Dranaris y otros tantos refunfuños salpicados de obscenidades de
Azor. Este mencionó que el viaje sería inútil si no contaban con
una escolta femenina, a lo que el guía replicó que eran elfos de
recursos, que se las compondrían muy bien sin una y que afrontarían
el desafío sobre la marcha.
Había
un último asunto que resolver antes de su partida, la negativa de
Navhares a acompañarlos. Caradhar no esperaba aquella oposición,
menos aún cuando el muchacho jamás había desaprovechado una
oportunidad para estar juntos. Ya había aceptado a regañadientes su
amistad con Seriam y su segunda pernocta en las cavernas, pero se
negaba a dejar a su hijo atrás durante varias noches, al cuidado de
un extraño cuyo interior era más opaco que las grutas en las que
habitaba.
La
premura de la situación y la tozudez del joven consiguieron que se
saliese con la suya. Un grupo de cinco elfos abandonó la planicie al
amanecer y enfiló hacia el paso del este. Navhares, el sexto miembro
que debiera haber partido con ellos, se quedó atrás, luchando para
rechazar la constante presencia de Caradhar en su mente. Planeaba
probar, por una vez, el sabor de la libertad.
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